DON BENITO PÉREZ GALDOS JAMAS OLVIDO

SU TIERRA NATAL

Ambrosio Hurtado de Mendoza

Por una circunstancia de tipo familiar, creo que estoy en condiciones de poder

dar fe del afecto que don Benito Pérez Galdós tuvo, hasta su muerte, a su

tierra natal.

Mi padre, José Hermenegildo Hurtado de Mendoza y Pérez Galdós, era hijo

de doña Carmen Pérez Galdós, hermana de don Benito, casada con don José

María Hurtado de Mendoza, y mi padre casó en Madrid con mi madre, Elisa

Sáenz Redondo, de cuyo matrimonio nacieron tres varones y una hembra, todos

madrileños.

Recuerdo que mi madre iba casi todas las tardes a casa de don Benito, que

vivía por entonces en la calle Hilarión Eslava, sobre todo en los años en que

mi padre, con los dos hermanos varones mayores, se encontraba en Canarias,

O sea por 1911 ó 1912. Don Benito vivía en unión de una o dos hermanas. Esto

no logré grabarlo bien en mi memoria de cinco años. Al que sí recuerdo muy

bien era a mi tío Pepe (José María Hurtado de Mendoza y Pérez Galdós), que

había consagrado su vida a atender la de don Benito Pérez Galdós y que desde

que terminó el Bachillerato se trasladó a Madrid a estudiar ingeniero agrónomo,

lo que hizo, en efecto, y más tarde llegó a ser profesor de la Escuela de Ingenieros

Agrónomos, hasta que murió. Era alto y un isleño que, pese a su larga y total

existencia en Madrid, no había perdido ninguna de las notas características del

isleño auténtico. Hablaba como un isleño y reaccionaba en todo en la misma

forma. En las vacaciones de verano casi siempre me llevaba a pasear al Retiro.

Me compraba unos hermosos globos que vendían unos hombres y que iban suje

tos por unos hilos, por los que los cogíamos los chicos y nos deleitábamos vién

doles evolucionar en el espacio, y cuando se escapaban ascendían hacia el cielo

hasta perderse, con el desconsuelo y lágrimas de sus poseedores, cuyos familiares

tenían que consolarlos llamando a uno de sus vendedores y comprándoles el

oportuno sustituto.

Tío Pepe todas las mañanas me compraba varios y nos íbamos a sentar a un

banco cualquiera. Yo lo pasaba estupendo viendo evolucionar mis globos, contra

rrestando su leve tendencia a ascender en el hermoso espacio de las soleadas,

mañanas del Retiro. Pero muchas veces me sorprendió que al distraerme por

cualquier cosa y volver la cabeza, de pronto sentía que uno de mis globos esta-;

liaba y descendía a tierra de una manera triste y hasta vergonzosa, pues toda

su vistosidad quedaba reducida a un manojo de arrugada y sutil película de cau

cho. Mi tío Pepe, al observar mi cara de verdadero asombro por el inesperado

fin de mi globo, estallaba en risotadas. Yo, la verdad, no me explicaba el porqué

de aquellas risotadas y creía, sinceramente, que mi dolor por lo sucedido bien

merecía alguna otra consideración; pero mi tío la únicaííque me daba eran sus

sonoras carcajadas, tanto más irritantes al verlas brotar de aquel corpachón de

verdadero gigante o dromedario.

A mí, maldita la gracia que me hacían en aquella ocasión las risotadas de

tío Pepe; pero a él, por el contrario, la cara de asombro que yo debía poner al

volver de mi momentánea distracción y encontrarme con la súbita muerte de uno

de mis globos, era motivo para que se desternillase de risa hasta llamar la aten

ción de otras personas de las inmediaciones en donde se había desarrollado el

suceso.

Pero como todo tiene su fin en la vida, una buena mañana pude comprobar

por qué morían mis globos cuando más graciosos y saltarines estaban momentos

antes: tío Pepe aprovechaba mi distracción infantil y entonces sacaba un alfiler

de cabeza negra y, ¡paf!, se lo clavaba al gracioso globo, que en el acto pasaba a

mejor vida ante mis ojos asombrados y la enorme cara de tonto que supongo que

debía poner, y que era la espita para que las risotadas de tío Pepe se dispararan

sin control posible. Yo, ciertamente, me quedé con dos palmos de narices, pues

entre todas mis, infantiles suposiciones sobre las causas posibles o remotas de la

muerte súbita de mis globos, jamás pude sospechar que fuera debido a los hábiles

alfilerazos de tío Pepe, todo un gigante, al que no podía suponer que tanta gracia

le hiciera una actividad mortífera de aquel género. Pero así era y así lo pude

comprobar a mis cinco años de edad en una hermosa mañana soleada cualquiera

de un día de verano en el madrileño Retiro.

Cuando llegué a mi casa y le conté lo ocurrido a mi madre, toda indignada,

exclamó:

— ¡Tenía que ser una gracia de ese estúpido solterón de tu tío Pepe!

En el seno de la casa de don Benito se vivía en contacto diario con Las Pal

mas y, en general, con las cosas isleñas. El desfile de canarios por casa de don

Benito era constante, tanto de estudiantes que residían en Madrid, por razones

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de sus estudios, como de los isleños que allí lo hadan con carácter de vecinos

fijos de la Villa y Corte. No faltaban nunca canarios en la tertulia de la casa

de don Benito, algunos de su íntima amistad, como don Rafael Mesa y López,

gran periodista, magnífico escritor, elegante traductor del francés y bohemio sin

límites comensurables, con quien don Benito pasaba grandes ratos entretenido

oyéndole contar las aventuras que había vivido o las que había inventado y que

daba por vividas, y que acaso fueran incluso más interesantes que las verdadera

mente reales; don Luis Doreste Silva, don José Lara, don José Betancor Cabrera

(Ángel Guerra)...

De Las Palmas le enviaban todos aquellos productos de la cocina canaria que

entonces podían desplazarse a Madrid, con los medios de transporte utilizables,

sin llegar hechos una porquería, dentro de cajas de galletas herméticamente sol

dadas. En la despensa de la casa de don Benito no faltaban nunca las rapaduras

.isleñas en sus variedades de huevo, azúcar, café o achocolatadas; el gofio de millo,

los bizcochos lustrados de Tamaraceite, los higos pasados herreños, el millo moli

do en forma adecuada para preparar el frangollo, morcillas viejas, secas; almendras

de Santa Lucía de Tirajana, para preparar toda la gama de dulces canarios a base

de ellas;, los quesos curados y picones como papel de lija, carne de cerdo sala

da, etc., etc.

Las hermanas de don Benito, me decía mi madre, sobre todo mamá Carmen,

o sea mi abuela paterna, a base de estos ingredientes puramente isleños prepa

raban platos y postres típicos de la cocina isleña, que don Benito comía con

sumo gusto.

La primera vez que mi madre se tropezó con la morcilla canaria frita, para

ser servida con arroz blanco y salsa de tomate, se quedó asombrada y no pudo

evitar que lanzara una agresiva pregunta:

—¿Qué clase de chorizos negros son ésos?

Pero su agresiva pregunta debió incluso ir acompañada de un irreprimible

gesto de repulsa, porque don Benito, inmediatamente, complaciente y bondadoso,

le aclaró:

—No, Elisita, no dejes de comer estas morcillas de mi tierra, porque verás

que son riquísimas y no te arrepentirás de haberlas comido...

Creo que más que nada por mero cumplido, mi,madre accedió a embaularse

un trozo de chorizo negro; pero su sorpresa debió ser muy grande, porque, en

efecto, como le había ponderado con tanto entusiasmo don Benito, se trataba

de algo estupendo, y que luego, hasta su muerte, en Las Palmas, comió con

verdadera predilección, y creo que a lo largo de su dilatada vida se arrepentiría

muchas veces de su desabrida reacción en la mesa de la casa de don Benito, en

Madrid, cuando por primera vez se tropezó con aquellos chorizos negros, que para

ella debía ser el calificativo que más adecuadamente en aquel momento expresaba

toda su repugnancia o asco.

Otro motivo de sobresalto de mi madre fue cuando en la mesa de don Benito

vio aparecer un plato o, mejor, una fuente de puchero canario. Mi madre, como

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>buena madrileña de pura cepa, no podía concebir que se pretendiera emular a su

•sacrosanto cocido madrileño con su oponente, al menos en la mesa de don Benito,

,el puchero canario, sobre todo teniendo en cuenta las dos formas diametralmente

opuestas de la confección del uno y del otro. Pero también en esta oportunidad

don Benito salió en defensa del puchero canario y le hizo ver a mi madre sus

excelencias y magníficas cualidades, y nuevamente mi madre le metió el diente

al plato ponderado por don Benito y... se convirtió en su devota de allí en

adelante.

Cuando una tarde se sirvió en casa de don Benito la merienda a base de leche

caliente y gofio, a mi madre no sé le ocurrió otra cosa que tirar de cuchara y

pretender coger el gofio que flotaba en la superficie humeante del tazón de leche

y tragárselo; pero don Benito, 'advirtiendo su inexperiencia y las graves conse

cuencias que de ella podía recoger, le advirtió que de esa forma no se podía

comer el gofio con leche, porque antes había que cogerlo, ponerlo en la conca

vidad de la cuchara, darle a ésta un «geito» para que el gofio se empapara de

leche, y cuando lo estuviera, entonces era el momento de meterlo en la boca

y tragarlo, pues si no se hacía así, se añuzgaria y lo pasaría muy mal. En- efecto,

don Benito hizo la demostración práctica ante mi madre y ésta se quedó gilándose

su tazón de humeante leche con gofio como una isleña más.

También la experiencia isleña de don Benito enseñó a mi madre a racionar

la forma de consumir el delicioso frangollo, el cual se, toma con leche caliente,

fría, miel o incluso hasta con mermelada; pero ¡cuidado! Es un plato canario

isleño delicioso, que se deja colar sin darse cuenta, y ahí está lo malo, porque es

muy fuerte y cualquier exceso puede motivar un verdadero caos intestinal, con

toda su secuela de circunstancias que, por conocidas y alguna vez padecidas, no

creo necesario detallar, ya que también se acompaña de gran aparato inarmó

nico orquestal por dicha sea la parte, «y no digo más, Sancho, hijo»..., pues

ya me entiendes.

Don Benito tenía una verdadera afición a toda la dulcería canaria y en casa

siempre se encontraba confeccionado alguno de ellos: dulce de cabello de ángel,

bienmesabes, truchas con toda la variante de rellenos, terribles «crocantes» a base

de almendras' y azúcar quemada, brazos de gitano, huesos de santo, pasteles de

hojaldre rellenos de dulce de cabello de ángel, licor de guindas, quesos de almen

dras, huevos moles, etc., etc.

Mi madre aprendió a comer en canario en pleno Madrid, en casa de don Benito.

Y no solamente esto, sino que también aprendió a confeccionar platos canarios

con las hermanas de don Benito, sobre todo con su suegra, mamá Carmen, todo

lo cual le fue de inmensa utilidad, pues cuando en 1912 tuvimos que saltar nada

menos que desde Madrid a la entonces solitaria y lejana Aldea de San Nicolás,

mi madre, por la fuerza de las circunstancias, se defendió muy bien con los cono

cimientos culinarios canarios que había adquirido en casa de don Benito en

Madrid. Y digo esto porque a poco de llegar mi padre a la Aldea de San Nicolás

con el propósito de enderezar aquella inmensa comunidad agrícola, en la que la

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familia Hurtado de Mendoza tenía una mayoría de partes, estalló la guerra

íde 1914-18, y entonces mi familia se quedó en la Aldea «compuesta y sin

novia», y en razón de la penuria reinante había que comer básicamente echando

mano de los productos de la tierra, y fue entonces cuando mi madre se las arre

glaba con sus conocimientos madrileños de la cocina canaria para, a base de

papas, verduras y algunas gotas de aceite o trozo de tocino, confeccionar toda

la gama infinita de potajes isleños, que, con muchas ganas de comer y un poco

de «mañana será otro día», se pudo ir pasando aquel bache.

Otro hecho curioso es que la casa de don Benito, en pleno Madrid, fue en su

intimidad una especie de lo que hoy se llama «cabeza de puente» del isleñismo

incorruptible, que no permitió, de puertas adentro, c[ue fuera desleído por el

corrosivo medio ambiente madrileño. En casa de don Benito, tío Pepe y las

tías, entre ellas mamá Carmen, que es de la que más vagamente recuerdo al

gunas difuminadas líneas, seguían hablando en puro isleño. Don Gregorio Marañón,

que era diaria visita por la gran 'amistad que su padre había tenido con

don Benito, se las veía y deseaba cuando se encontraba, de buenas a primeras,

con uno de estos términos del hablar canario, que él, pese a su talento, tenía

muchas veces que correr a apuntar en su libro de notas.

Mi madre se echó las manos a la cabeza cuando una tarde tío Pepe le dijo

que una de las hermanas que siempre estaba con sus achaques, la noche anterior

casi se va para las chacaritas porque le dio un insulto muy fuerte. ¿Porque le

dio un insulto muy fuerte? Mi madre se quedó lela...

Otra vez que mi tío Ambrosio se había desplazado desde esta ciudad a Ma-

¡drid, en pleno invierno, acompañado de un edecán suyo en el terreno político,

que era más bruto que un arado, pero de una lealtad a prueba de bomba; -al llegar

a casa de don Benito, mi tío Pepe le advirtió:

—Ambrosio, tienes que comprarle inmediatamente a Agustín un saco.

¿Un saco, un saco? Mi madre se restregaba los ojos tratando de colegir la

relación lógica que podía tener un saco como medio de combatir el intensó

frío que bajaba del Guadarrama e invadía Madrid por sus cuatro costados.

Otra vez tío Pepe dijo delante de mi madre y refiriéndose a la nube de imper

tinentes que pretendían perturbar el trabajo de don Benito con sus mil imperti

nencias:

— ¡Ya le he dicho a don Benito que no se agite con esa turba de impertinen

tes, pues yo me encargaré de correrlos!...

Pero fue don Gregorio el que se llevó un sofocón mayor cuando una tardé,

en la tertulia de don Benito, a la que asistía, le oyó decir a tío Pepe:

— ¡Un mauro de mi país se jinca una cesta pedrera de higos picos y no se

tupe!

Esta si que fue buena, pues me supongo que don Gregorio, al llegar a su

casa, se quemaría la vista recorriendo toda la colección de sus diccionarios de la

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Lengua, sin poder descifrar ni uno de todos los endiablados conceptos o expre

siones lanzadas por tío Pepe, con su hablar y parsimonia de hombre cabrero de

la isla.

También mi madre sacó muy buen provecho de todo este hablar isleño en

casa de don Benito, cuando se encontró clavada, desde Madrid, en la Aldea de

San Nicolás de 1914. Y cuando un día oyó decir a una peona que Mateíto, el

gañán, no podía venir a ordeñar las vacas, porque anoche, a causa de unos higos

bichados, estuvo a punto de irse totto por el palo, no se le subieron los humos

a la cabeza, ni tampoco cuando le advirtieron que Luisita no podía venir a tender

la ropa lavada el día anterior, porque se le acababa de mudar de sitio la madre,

y estaba metida en un puro suspiro.

El poeta Tomás Morales frecuentaba, como canario, la casa de don Benito, y

como tenía amistad con el pintor don Eladio Moreno Duran, que en 12 de abril

de 1917 fue nombrado catedrático de la Escuela de Comercio de Las Palmas,

también don Eladio visitaba y acudía a la tertulia de los canarios en la casa de

(don Benito, y por ello, cuando fue nombrado para el cargo anterior, que ejerció

en nuestra capital, hasta su muerte, visitó a don Benito para decirle que se disponía

a venir, por tal motivo, a Las Palmas, lo que le contentaba mucho, pues por las

cosas que le habían dicho sus amigos canarios, amigos a su vez y como es lógico

de Tomás Morales, el cantor del Atlántico, ardía en deseos de conocer Canarias.

Cuando terminó el curso, don Eladio Moreno regresó a Madrid, e inmediata

mente fue a visitar a don Benito para comunicarle la buena impresión que le

habían producido su tierra natal y sus paisanos; pero entonces don Benito le

sometió a un -inquisitorial interrogatorio indagando sobre el estado de personas*

lugares, ambientes, particularidades, etc., de Las Palmas.

Me contaba don Eladio Moreno que pasó unos momentos de verdadera an

gustia, pues no podía responder a don Benito con verdadero conocimiento de

causa y sólo lo hacía a base de generalidades. Los días que pasó de vacaciones en

Madrid, se le hicieron siglos, pues se había prometido que en cuanto que regre

sara a Las Palmas iría punto por punto comprobando sobre el terreno todas

aquellas particularidades por las que don Benito le había preguntado con tanta

seguridad y frescura de memoria. En efecto, llegó a Las Palmas, y apenas dejadas

las maletas en el hotel, o poco menos, casi, se lanzó por la ciudad a comprobar

todos los extremos que don Benito le había ponderado con tanto interés y, cier

tamente, pudo ver, observar e incluso tomar notas en su cuaderno de estupendo

dibujante de las célebres persianas de tea tallada que se encontraban en la parte

de la tienda de don Diego Perdomo, situada en la esquina de las calles de Pere

grina y Malteses, las cuales tenían la particularidad de que no se abrían sobre

bisagras, sino deslizándose hacia los lados sobre unos carriles, en la parte baja y

alta, sobre los que corrían unas meditas de hierro. Pudo comprobar los atractivos

y típicos de muchas casas señoriales del viejo barrio de Vegueta, que aún con-

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servaban muchas de las notas distintivas que habían sido observadas por don

Benito, los interiores de muchas iglesias del mismo barrio, con sus clásicos alta:

res, naves centrales, pilas de agua bendita, ventanales, cristaleras, etc. Por las

calles, me decía don Eladio Moreno, que, en efecto, se tropezaba y advertía los

mismos tipos tan bien recordados por don Benito, sus decires, «us modales, sus

formas de vestir y hasta de cruzar de una acera a otra.

Hay que tener en cuenta que don Benito había nacido en 1843, y esto, como

digo, ocurría en 1917, y pese a los años transcurridos, la enorme labor creadora

de la mente de don Benito, las secuelas de su grave enfermedad vaso-circulatoria

y el apabuüamiento moral producido por su ceguera, entonces, sin embargo, aún

en su mente se conservaba intacta la imagen de las características de su tierra

natal. Esto era la prueba de que durante toda su vida la tuvo siempre presente

en su mente, sin olvidarla ni un solo día, porque si así hubiera ocurrido, la

anécdota ocurrida con don Eladio Moreno Duran no habría podido producirse en

tales circunstancias asombrosas para su protagonista, que por sus propios ojos,

como suele decirse, pudo comprobar toda la realidad de los hechos.

En casa de don Benito se almorzaba y cenaba, salvo raras y justificadas excep

ciones, a la hora canaria de la una de la tarde y siete de la noche, sin haberse

dejado nunca contaminar, según me decía mi madre, por la ya entonces costumbre

madrileña de hacerlo siempre sobre las dos de la tarde y diez de la noche. Re

cuerdo perfectamente ver a don Benito con las manos cruzadas detrás de la

espalda, su aire de despistado y aspecto de gato friolero, con su inevitable medio

puro delgado y largo en la boca, medio apagado, paseando pacientemente de un

extremo a otro de la galería de la casa, mientras sus hermanas estaban rezando

en una habitación, antes de cenar. Cuando terminaban de hacerlo, don Benito pa

saba al comedor y salía de él sobre las ocho. Entonces se iba a su despacho, se

sentaba en su butacón y allí permanecía un rato suficiente para consumir otro de

sus puros, que, seguramente, eran por entonces tan largos y delgados para tratar

de evitar las consecuencias de los gruesos y también largos que durante toda la

vida había estado fumando sin parar, hasta el extremo de que tenía un cerco bien

visible en el bigote, de los efectos de haberlos estado fumando constantemente,

bien amarillo y destacado, cosa que me llamó mucho la atención y por esto he

retenido bien este detalle. Sobre las nueve, más o menos, ya se iba a su alcoba

a acostarse, y poco después ya estaba hecho un bendito.

La imagen de don Benito sentado en su sillón, como tuve oportunidad de

contemplarlo en mis primeros años, luego tuve la oportunidad de reproducirla

muchísimas veces al contemplar la estatua que le hizo el inmortal escultor Victorio

Macho, y que durante muchos años estuvo emplazada en el espigón del viejo y

romántico muelle de Las Palmas. Victorio Macho captó perfectamente al don

Benito de entonces, y ahora me doy cuenta de que sentado en su butaca, con su

aire resignado, con su manta sobre las rodillas, fumando monótonamente, iba

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Srt

viendo pasar las horas de su vejez, acaso conversando con alguno de los cientos

de personajes que su mente creó, pero ya sin ninguna ilusión por la vida, que

poco le podía ofrecer de atractivo, máxime cuando las tinieblas imperaban en sus

ojos, que tantos miles de cosas habían observado y luego reproducido en sus

creaciones. -

No daba, por tanto, la sensación de un viejo problema, sino la de un hombre

resignado a su suerte final.

También recuerdo que una tarde en que fui con mi madre a ver a don Benito,

la casa estaba invadida por una gran cantidad de visitantes y, sobre todo, la sala

donde él se encontraba sentado en su butacón y rodeado de amigos por todas

partes, todos los cuales debían fumar a porfía, porque en la habitación había

una verdadera nube de humo y olor a tabaco que tiraba para atrás, menos a aque

llos empedernidos fumadores. Yo no entendía de toda aquella algarabía en una

casa donde la tranquilidad era la norma diaria; pero cuando mi madre, después

de saludar a don Benito y a los amigos que le rodeaban, pasó al interior de la

casa, donde estaban las hermanas del gran novelista, una de éstas, sin que pueda

recordar nada de sus rasgos ni características personales, dijo, muy alborozada,

a mi madre:

— ¡La operación ha sido un éxito! Hoy le levantaron las vendas de los ojos

a Benito, y ve muy bien, pues en la mesa hizo uso del tenedor y pinchó la carne

perfectamente bien, sin necesidad de ayuda de ninguna clase.

Creo que todo esto se referiría a cuando el doctor Márquez operó a don Benito

de cataratas, y aquel día que se celebraba tanto y de aquella manera, con la con

currencia de tantos amigos, periodistas, escritores, etc., sería por tal motivo, aun

que también tengo idea de haber oído contar en casa que aquel éxito, del doctor

Márquez fue pasajero, pues posteriormente las cataratas o no sé si alguna otra

dolencia concomitante con ellas volvió a hacer su aparición, y la ceguera fue

progresando en los ojos de don Benito hasta dejarle definitivamente ciego.

Las Palmas, agosto 1973

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