PÉREZ GALDOS Y PEREDA A TRAVÉS DE SUS CARTAS

Alfonso Armas Ayala

El contenido de la presente ponencia se refiere a algunas de las cartas cruzadas

entre Pereda y Galdós, correspondencia de la que estamos preparando una edición completa. Será documento valioso para conocer mejor la ideología de dos

escritores de la Restauración; dos escritores bien significativos, que, a pesar del

aparente distanciamiento de sus posturas religiosas, conservaron siempre una

honda, inalterable amistad a lo largo de toda la vida.

Los diez años de diferencia en edad que había entre los dos escritores (Galdós, 1843; Pereda, 1833) pudo haber sido una de las causas de sus posturas

ideológicas (Pereda, más cercano a los problemas aún vivos de la sucesión dinástica; Galdós, más alejado en el tiempo y en el espacio geográfico); de ahí el fo

goso y juvenil temple carlista de Pereda —años después rectificado— y el también fogoso liberalismo juvenil galdosiano, evolucionado luego hacia un conser

vadurismo más templado. Otras muchas causas, tal vez más hondas, podrían aducirse, y no sería la menor la educación y la formación de cada uno de los dos

escritores. Ya se verá, en alguna de las cartas, la explicación de estos dos aspectos

tan importantes en el pensamiento de estos dos españoles tan próximos, tan unidos y, aparentemente, divergentes en matices de religiosidad y aun de inclinación

política.

Concepto de la novela

Si se quisiera resumir, tal vez con exceso, el panorama novelesco a partir de

1860, podría hacerse con este planteamiento, sin duda un tanto aventurado:cuento + ^costumbrismo + folletín, los tres ingredientes fundamentales del gé

nero narrativo. El cuento —y esto ya lo han dicho Baquero, Revilla y tantos

23

más—, como germen del cuadró de costumbres; «1 folletín* ya iniciado en el romanticismo, ahora revivido por los editores a causa de la mayor baratura y mejor

difusión de la novela por entregas. Los límites entre el «cuento» y el «cuadro»

resulta, en ocasiones, difícil de hacer; el «folletín», casi subliteratura, encuadrado

entre las notas del melodramatismo, finales de capítulo inconcluso, personajes

exagerados en sus sentimientos o en sus acciones, abundancia de diálogo, es subgénero abundante desde comienzos del siglo xix, con las traducciones francesas

e inglesas. El profesor Ynduráin ha dedicado un minucioso estudio al tema {vid:

F. Ynduráin: Galdós, entre la novela y el folletín, edic. Taurus, 1970), y gracias

a él es posible conocer no sólo los caracteres del folletín, sino el que tuvo en el

marco de la narrativa española del xix, y aun del xx. A través de él, como señala

muy bien el doctor Ynduráin, Galdós plasmó, especialmente, buena parte de su

técnica novelística durante el primer período. Y no solamente ejercitó esta técnica, sino que además teorizó, en más de un texto, sobre el concepto de novela.

Vale la pena recordarlos, porque servirán de apoyo a los juicios que expresará en

sus cartas a Pereda.

«Novela, espejo fiel de la sociedad en que vivimos»; «Imagen de la vida es la

novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las

pasiones»; el novelista debe «reflejar la turbación producida en el seno de las

familias azotadas por problemas religiosos o morales». He aquí algunos textos

galdosianos. Resultan bien expresivos. No tanto por lo que defienden, sino, como

añade muy bien Ynduráin, por la manera de llevarlos a la práctica. Ya que Galdós

«pone no sólo su peculiar modo de ver (la realidad), sino también de expresar».

Y este modo de expresar, este modo de decir es precisamente el toque especial

del escritor, defensor de la realidad, sí, pero recreador de la misma.

Cuando Galdós prologa El sabor de la tierruca, una de las novelas de Pereda

más representativas del espíritu tradicional tan defendido por el escritor santanderino,

alaba el «signo de lo natural» y el «realismo literario», cualidades que

Galdós había alabado ya en alguna de las cartas escritas a Pereda. Y no es menor

la alabanza que hace del «lenguaje literario», apto, cuando está manejado con

habilidad por el novelista, para reproducir «los matices de la conversación corriente»: a fin de cuentas, lo que Pereda hace en la mayoría de sus novelas regionalistas.

Y lo que Galdós, con mayor prudencia, repite en sus novelas de ambiente madrileño, o, como él mismo las califica, en las novelas «de ambiente

popular». Observar lo natural y utilizar un lenguaje literario adecuado, tales eran

las premisas de la novelística galdosiana.

Dos temas, entre otros, destacan en las novelas de Pereda y Galdós: política

y religión. Por citar dos fechas, 1851 y 1868, años vividos por los dos novelistas;

años significativos en la historia ideológica española. Concordato con el Vaticano,

revolución frustrada. Pereda y Galdós reaccionarían con diverso signo frente a

tales acontecimientos, y en sus novelas hay reflejo de este ambiente. Así, en El

audaz y en Sotileza, cuyos respectivos protagonistas participan de la atmósfera

política de aquellos años. Muriel, en la novela galdosiana, protagonista del nuevo

24

régimen, del soñado liberalismo nunca alcanzado; Marcelo Ruiz, el héroe de Pereda, soñando con la vida idílica aldeana, con la tradición inamovible. Galdós, en

Gloria, en Doña Perfecta, en León Roch, denunciando los males de la Iglesia

española, y también de la sociedad española, más gazmoña que tolerante. Pereda,

incorruptible, defendiendo y atacando, cuando no satirizando sin gracia a la tradición y a las nuevas ideas («volterianas, impías, revolucionarias», son sus califi

cativos). Montesinos, en su Galdós (t. i), establece claramente la diferencia de la

crítica galdosiana: los males de la Iglesia española, no de la católica, son males

de España, de los cuales participa la Iglesia, como grupo social más caracterizado

e importante. «La incapacidad de sentir la realidad —dice Montesinos— se va

apoderando de la vida religiosa y la va pervirtiendo.» Galdós quiso preconizar la

caridad y la tolerancia, porque «una religión fundada en el amor no da pretextos

a siniestros odios», y Pereda —añade Montesinos— fue injusto con Galdós al

reprocharle que diera a los católicos tan menguada representación en la novela

(se refiere a Gloria), en donde abundan «un obispo casi bobo, un cura bárbaro,

un neohipócrita, un señor que cree sin razón... y una joven que duda del infierno

y del purgatorio».

Galdós —hace falta recalcarlo— está haciendo en su novela estampa de folletín: exagera los tipos, abusa de lo sentimental, hace capítulos con suspensión

del hilo narrativo, los sentimientos son extremos y contrapuestos, contrasta per

sonajes débiles y amables con los poderosos y monstruosos, abusa de motes a ciertos personajes, destaca el sino fatal de otros personajes. De ahí la acusación de

Pereda, aunque entrañase, en el ánimo del escritor santanderino, un signo de impiedad olvidar la estructura folletinesca de la novela que el propio Pereda tam

bién practicó. Porque uno y otro escritor participan de una técnica común, aunque

usada con procedimiento diverso. La simbología es nota repetida en los dos novelistas; y la religiosa, más aún. Los nombres propios de personas y lugares, las

descripciones de lo típico y lo pintoresco, la ridiculización de lo bucólico son

algunos contenidos estructurales de los dos novelistas; con la salvedad de que en

Galdós la profundidad, el segundo fondo, la impresión y hasta el trascendentalismo

son más evidentes que en Pereda, más superficial, más anecdótico, más

atado al marco natural del paisaje.

Uno y otro tratan de llevar a sus páginas pedazos de la realidad: desfigurados

por el idilio, en Pereda; grabados con fuerza, en Galdós, tentado ya, como señalan Ynduráin y Montesinos, por el impresionismo madrugador: de ahí, su sentimiento del paisaje y no sólo su descripción. Oír, sentir, palpar lo visto; maestría

en Galdós y desvaimiento en Pereda, más apegado al objetivo fotográfico. El zig

zagueo narrativo galdosiano contrasta con el sentido lineal de Pereda, poco

amigo de esguinces.

Por último, la moral. La novela seguía siendo, a los ojos más puritanos, lectura endemoniada. La palabra «novela» fue eludida (recuérdese los «cuadros»,

los «apuntes» de Fernán, de Pereda o de F. González), porque se la consideraba

poco grata a un buen número de lectores. Pereda, sin llegar a estos extremos, sí

25

sostenía la tesis de que la novela debería enseñar: la vieja idea del apólogo resucitada en forma de narración larga. Por eso, como dice Montesinos (Pereda o la

novela idilio, Edic. Castalia, pág. 69), «el mundo novelesco de Pereda parece

implicar una realidad poética y moral a un tiempo —poética, porque moral—,

encanto y lección de conducta, en que la pureza de sentimientos y la rectitud de

las acciones condicionan la belleza... Por eso —concluye Montesinos— la novela

de Pereda se organiza en torno a una concepción idílica de la vida, cuando no

es áspera sátira». Conceptos todos, como se ve, bien distintos de los sustentados

por Galdós, cuya novela está más cerca del «espejo de la vida»: un espejo en el

que se reflejaría lo bueno y lo malo, lo feo y lo hermoso, lo agradable y lo des

agradable. Una novela, la perediana, alejada de la realidad; más bien concebida

como una recreación, casi una «ensoñación». Una novela, la galdosiana, «reflejo

de una realidad», «observación de la sociedad actual», «imagen de la vida»:

frases repetidas por Galdós en más de una ocasión. Dos posturas que, inevitable

mente, habrían de chocar en el plano de lo ético, cuando no en el más estrecho

de la ortodoxia religiosa.

Las Cartas

Desde 1876 a 1901 dura la correspondencia sostenida entre los dos novelistas. Ciento cuarenta y ocho cartas escribió don José y 29 don Benito, aunque

esta última cifra no debe ser la verdadera, pues aún es posible encontrar alguna

más entre los herederos del novelista santanderino. Con todo, las cifras prueban

la asiduidad y persistencia de uno y otro corresponsal. Hasta tres meses antes de

morir, Pereda escribe, por medio de amanuense, a Galdós; aunque el motivo es

darle el pésame por el fallecimiento del general Pérez Galdós —hermano del no

velista—, Pereda le da noticias de sus obras completas, preparadas por V. Suárez,

y de su «triste estado», encadenado ya a la hemiplejía que le ocasionaría la

muerte en el mes de marzo de 1906.

Una correspondencia tan intensa y extensa demuestra la solidez de una amistad

que ni los nubarrones de discrepancias religiosas o políticas pudieron enturbiar. Y,

sobre todo, las menudencias, pequeneces y hasta intimidades encerradas en los

pliegos, amarillentos ya, de las cartas son prueba del grado de esa amistad.

A través de las cartas hay distintos mundos, pero una sinceridad constante.

Cada uno sentía por el otro una preocupación grande: unas veces, dándose con

sejos sobre floricultura, cultivada con gran celo por los dos escritores. Enviándose

gladiolos «ay de mí» o semillas de cualquier clase:

Me entregó Llata el paquete de semillas a que V. se refiere en su carta

del 9, y con decirle que a estas fechas están ya germinando, bajo tierra,

queda demostrado que el regalo es útil, oportuno y agradecido... (Carta

de Pereda.)

26

^ r

Y Galdós, en medio de noticias literarias y de dolores de cabeza, refiere:

Transplanté el «ay de mí», me parece que con éxito. La matita centra]

que es la más desarrollada, la he dejado en el tiesto-cuna, rellenándola de

tierra nueva... Aún no he sembrado lo que V. de mandó, porque me están

preparando una caja a propósito. Pero de un día a otro pasarán a la tierra

(Carta de Galdós, marzo 1877).

No es fácil imaginarnos a dos temperamentos literarios tan diversos preocupados por la salud de sus «matitas», por los cuidados que exigían, por la paciencia

y el celo que necesitaba su cultivo. Diríase que este afán floricultor ayudaba más.

al acercamiento íntimo, a la mutua comprensión de dos espíritus aparentemente

tan distantes, pero tan próximos en la sensibilidad.

Y ya se verá que este distanciamiento podía tener tonos trágicos o, al menos,

altisonantes. Porque el tono, seudo-académico unas veces y melifluo otras, que

Pereda emplea en sus cartas para llenarlas de humorismo, resulta forzado y poco

llano; le faltaba humor, socarronería, gracia que sí tenía Galdós, aunque pocas

veces hiciera gala de la misma en la correspondencia. Uno de los temas en donde

se volcaron más los tonos fuertes, pero siempre correctos, fue en Gloria, novela

que al igual que los otros «engendros» —como llamaban uno y otro a sus nove

las—, tanta pasión desató. Y con tanto ahínco fue defendida y atacada.

Sin duda es Gloria el asunto de mayor entidad, desde el ángulo literario, a

lo largo de todas las cartas. Pereda, con vehemencia, con calor, con pasión, trata,

una y otra vez, de atacar, de desnudar, de desmenuzar el contenido de la novela.

Bien se conocen ya —por la edición fragmentada de Cossío: La obra literaria de

Pereda, 1934; o por la de Soledad Ortega, más completa, 1964, Rev. Occ.— los

términos y el tono del escritor santanderino. Pero conviene recordarlos, porque

los cotejaremos con los de Galdós, más comedido, menos apasionado y muy dolido, intensamente dolido por la crítica injusta que su mejor amigo le hacía del

libro.

El defecto consiste en que Gloria ofrece una punzante sátira religiosa, y al

hacerla, el autor ha presentado el asunto bajo un punto de vista particular,

despojado de toda imparcialidad... (Carta de Pereda, 9 de febrero de 1877.)

Y más adelante, en respuesta a una carta de Galdós —la primera respuesta

que Pereda recibe sobre el tema—, ratifica sus conceptos:

No me desagrada que proteste V. contra el adjetivo volteriano; sin embargo,

hoy lo merece V. proponiéndose arraigar (debe decir «desarraigar») las creencias religiosas, predicando la transacción y las mutuas concesiones en el dogma

que es indivisible e inalterable por su origen divino... (Carta del 16 de

febrero de 1877.)

Pereda, siempre consciente de la trascendencia de la ideología que represen

taba, sermonea a Galdós:

27

1 Déjeme, amigo, en esta relativa tranquilidad de espíritu, admirando aquella

fe que hizo morir sonriendo a mi madre y que me da la esperanza de volver

a verla, así como a mis hijos y a cuantas personas me han sido queridas y

ya no existen... (Carta 14 de marzo de 1877.)

Y lo curioso, como ha estudiado muy bien Montesinos, es que la novela, la

malhadada novela, según Pereda, tenía un corte perediano. Hay mucha interinfluencia

entre los dos novelistas en los nombres geográficos, hay algo de neoromanticismo

en el paisajismo, «casi llega al idilio peredista», concluye Montesinos. De tal palo, tal astilla y Gloria aparecen tener una semi-adivinación, afirma

Montesinos; y hay pruebas sobradas de ello. Galdós pide datos geográficos, léxicos, onomásticos a Pereda para «ambientar la segunda parte de Gloria»', de ahí

el peso que la Naturaleza tiene en. la obra, no un paisaje recreado o falsificado,

como el de Pereda —siempre hermoseado—, sino bronco, salvaje y sentido como

fruto de impresiones del novelista.

Gloria es novela con notables influencias bíblicas. Galdós, lector y anotador

de la Biblia —como puede verse en el volumen conservado en su biblioteca—,

buscaba las fuentes primitivas de la Iglesia para desproveerla de liturgia, para ha

cerla más simple. Es posible que las auras krausistas hayan podido llegarle por

unos y otros caminos. Sí, es cierto, como han señalado Casalduero, Montesinos y

Correa, que la novela encierra un nuevo mundo de creencias, y Galdós se sintió

atraído por estas nuevas corrientes religiosas, en ese afán suyo reformador. No

—y esto es importante recalcarlo— de la Iglesia Católica, sí de la sociedad católica española.

La novela surgió —dice Galdós— en casi quince días; al menos, la primera

parte. La continuación estuvo guiada e incitada por las cartas de Pereda. Y en

ella, en la segunda parte, pasaron mucho las consideraciones, los juicios y las

admoniciones del novelista santanderino, a quien Galdós no quería molestar ni

herir en sus más íntimos sentimientos, según le repite en más de una ocasión. Y

no sólo a Pereda, sino a Clarín, con quien también sostuvo Galdós una continua

da correspondencia (el profesor Gamallo nos dirá algo de la misma) y en la que

aparece más de una vez el nombre de Pereda. «La segunda parte es postiza y tourmentée.

¡Ojalá no la hubiera escrito! », dice Galdós. Y tenía razón sobrada.

Pereda persistía, en sus cartas, censurando la novela: no le gustaba la tendenciosidad,

ni siquiera leía las claras alusiones al mundo perediano, como aquella procesión del Salvador, valorada con tanto acierto por Montesinos en su citado libro

(Galdós, I, 223.)

Una de las cartas de Galdós (28 noviembre de 1876) trae la primera noticia

de Gloria:

El haber hecho tan a desgana este trabajo (se refiere Cuarenta leguas por

Cantabria), lo mismo que el Siete de julio, proviene de que ahora tengo el

entendimiento habitado (digámoslo así) por una obra que empecé hace años,

que volví a tomar entre manos hace dos años, y que ahora he vuelto a poner

28

en el telar decidido a echarla al público (la primera parte nada más). Es una

novela, cuyo asunto pasa en esa provincia (ya le pediré algunos detalles loca

les)» y °iue hace tiempo me preocupa demasiado. Todo mi afán consiste en

hacer un libro después de tantas obrillas baladíes como he lanzado por esos

mundos. Si al cabo de tantos afanes y de trabajar con tanto entusiasmo, resulta

que Gloria (este es su título) es peor que las hermanas, me he lucido. Puede

ser que así resulte.

El texto, aunque extenso, vale la pena analizarlo. La «desgana» citada en la

primera línea se fundamenta en que «había pensado darle una forma novelesca»,

porque, añadía, era necesario en esta «literatura de viajes» introducir «pasajes y

episodios que hicieran hacedera esta literatura..., que es intolerable cuando es en

teramente descriptiva». Como se ve, el novelista antes que el paisajista. Todo lo

contrario del puro y desnudo costumbrismo paisajístico: ver y recrear. Galdós

—son palabras suyas— no hacía «género turista, género cursi, totalmente insulso»; prefería urdir el tejido novelesco sobre el cañamazo de la realidad.

El conocer ahora que la novela tuvo una gestación tan lenta —fenómeno poco

frecuente en Galdós— («empezé hace años», «volví a tomar entre manos hace

dos»), demuestra el interés, el extraordinario interés que el novelista había dado

a su obra. No como una novela más, sino movido por razones mucho más hondas: las que declararía en cartas posteriores. Además, siempre detenido y pre

ocupado por la primera parte, aquella que él consideraba más importante (en su

contenido ideológico, no en la forma novelística, más lograda en la segunda

parte).

Saber que la realidad geográfica es la santanderina, la misma que Galdós ha

bía conocido llevado de la mano por Pereda; la que él deseaba conocer mejor con

ayuda de las informaciones que seguía solicitando para hacer más «realista» su

descripción, aunque luego, como se verá, escogería lo fundamental para desechar

lo accesorio. A fin de no hacer «literatura turística», esto es, meramente paisa

jística, sino que procuraba llenarla de latido humano, para transmitirle el propio

latido del novelista.

Ha valido la pena conocer tan minuciosa y doméstica prehistoria de Gloria,

ya que confirma cuanto se ha dicho sobre ella. Fue obra muy querida por el no

velista, entrañaba algo trascendental y exigió tiempo, mucho tiempo, su elabora

ción. La importancia que le dio queda demostrada con la defensa. La acalorada

—acalorada y al mismo tiempo ordenada— defensa hecha por el autor de su obra.

La carta de 10 de marzo de 1877, contestación de la del 9 de febrero de Pereda,

es pieza que vale la pena releer despacio por lo que dice y por lo que silencia.

Voy a contestarla —dice Galdós— teniéndola a la vista, lo cual es contrario

a mis costumbres; pero no hay otro remedio.

Primero, la floricultura: noticias del «ay de mí», posible envío de «cebollas

de gladiolos», solicitud de asesoramiento para un mejor cultivo de sus trasplantes. Galdós y Pereda, enredados en sus faenas de jardineros, cuidadores de sus

flores y de sus semillas. Y después de las flores... los cardos. :•

Nunca creí hacer una obra antirreligiosa, ni aún anticatólica —afirma Gal

dós—, pero menos aún volteriana... Habrá de todo menos eso. Precisamente

me quejo allí (y todo el libro es una queja) de lo irreligioso que son los espa

ñoles.— Yo no he querido probar en dicha novela ninguna tesis filosófica ni

religiosa, porque para eso no se escriben novelas. He querido presentar un

hecho dramático verosímil y posible, nada más. (Carta del 10 de marzo

de 1877.)

La novela tiene fondo, finalidad religiosa. A Galdós le preocupaba la «irreligiosidad de los españoles». Y pensó que denunciando esa falta de caridad, de

tolerancia y de amor podría hacer algo en favor de una posible reforma, harto

difícil en una sociedad tan cerrada e inconmovible como la hispánica. El tono

de queja, de plañidera, que no es difícil de advertir, queda recalcado conveniente

mente, y el deseo de presentar «un hecho dramático verosímil y posible», conju

ga con las ideas que acerca de la novela había ya expuesto Galdós. La verosimilitud

estaba formada por las imágenes, por los recuerdos, por las vivencias que el novelista había tenido en sus estancias santanderinas; imágenes, recuerdos y vivencias

que el novelista supo vestir con ropaje muy distinto al que le ponía su compa

ñero Pereda, idílico, próvido y fantaseador de una falsa bondad, recreador de

una sencillez pastoril. El paisaje, sí, es el santanderino; no poco pesó la reciente

terminación de Cuarenta leguas... Casi puede afirmarse que se escapan párrafos

y giros de la «descripción pesada», a la que aludía Galdós en la carta ya mencio

nada (carta 28 nov. 1876). Sólo el paisaje, porque los caracteres, los retratos, las

almas de sus personajes y hasta la atmósfera, conseguida con tanta belleza y maestría en ciertas páginas, son hijos de la minerva galdosiana, en esta novela fértil

en abstracción y poco amiga de localismos particularistas.

En fin, esto nos llevaría demasiado lejos y esto se trocaría en disputa. Yo

abomino la unidad católica, y adoro la libertad de cultos. Creo que primordialmente

si en España existiera la libertad de cultos, se levantaría a prodigiosa

altura el catolicismo, se depurarían las creencias del fanatismo que las corrompe, ganaría muchísimo la moral pública y las costumbres privadas, seríamos

más religiosos, más creyentes, volveríamos a Dios con más claridad, seríamos

menos canallas, menos perdidos de lo que somos. En todo soy escéptico,

menos en esto. (Carta de 10 de marzo, de 1877.)

No es fácil encontrar un texto tan expresivo, tan vivo y tan apasionado como

éste. Diríase que es una declaración de derechos o de principios. Galdós, hablando

en alta voz, proclamando, con sinceridad y valentía, su ideología —tan próxima,

como ha señalado Montesinos, a la de Azcárate, autor de Minuta de un testa

mento—, trazando un programa, un utópico programa, de reordenación espiri

tual española.30

-/

Primero, «libertad de cultos»; no para un libertinaje espiritual, sino para

una mejor ordenación del catolicismo, al que Galdós pretende fortalecer gracias

a una mayor depuración. Parece, y tal vez el eco no esté tan lejano, que la reso

nancia del erasmismo —prolongado en formas diversas a lo largo del xvín y

del xix, en galicanismo, pistoyanismo y regalismo— tiene aún vigencia; mucho

más cuando se pide una limpieza de «formas externas» para fortalecer las «internas», para —según Galdós— «volver a Dios con más claridad». Después, al

final, la declaración de escepticismo, como norma frecuente o como postura más

común; escepticismo sólo vencido por esta postura casi dogmática. Un dogma

expuesto en forma novelesca y en trama de «suceso verosímil y posible». Ese

suceso que, en el ánimo del novelista, podía estar vivo en cualquier rincón del

solar hispano.

Y antes, en párrafo anterior de la misma carta, comprometiéndose, atándose

al carro de «los tirios o los troyanos», trágico, temible carromato al que han te

nido que subirse, empujados o no, los más ilustres españoles de todos los

tiempos.

Desde luego declaro que aquel escritor que aspire a agradar a todo el mundo,

no agradará a nadie. Amigo mío, el siglo en que hemos tenido la desgracia de

nacer, nos impone la obligación de ser tirios o troyanos.'No hay más remedio.

Bien cerca tiene V. un ejemplo de lo que digo. Someta a los hombres de pifo

a un tribunal tirio o troyano, a ver si es posible que sea aceptado por nnanimidad.

Y lo mismo digo de otras obras de V., las mejores quizás. De modo que

hay que decidirse.

Sabía Galdós muy bien lo que decía; al menos, en aquellos momentos. Después, con el correr del tiempo, «los tirios y troyanos» se soportarían, se respe

tarían, se necesitaban mutuamente. El propio Pereda sufría los ataques de los

«neos» por considerársele excesivamente liberal; porque, a fin de cuentas —como

le diría Galdós en carta posterior—, por encima de todo su «anticlericalismo»

estaba «la benevolencia y el amplio espíritu cristiano» de Pereda, tolerante, gene

roso y dueño de un amplio corazón.

Es una cosa abrumadora, un contrasentido horrible que V. comulgue con

semejante gente y que su eminentísimo talento que tiene todo el corte liberal

(créalo V.), no deslucido porque eso no puede ser, sino mal empleado en tal

orden de ideas. Pocos ingenios conozco que sean de médula tan liberal como

el de V.... (Carta de 10 de marzo de 1877.)

Ni se equivocaba Galdós, porque Pereda tenía el empaque y el comporta

miento del liberal de buena estirpe; y en ese trato continuo con Galdós, el «comecuras

», lo demostró. Y aún lo ratificó, algunos años después, en Santander, cuan

do se le hizo un homenaje a Galdós ofrecido precisamente por Pereda; home

naje que le costó al novelista santanderino una reprimenda pública, por boca o

columna de La Atalaya, periódico de ultraderecha, se le llamaría hoy, denunciador de un «contubernio tan poco digno». Más o menos, lo había dicho Galdós,

en una de sus cartas, cuando, después de anunciarle la terminación de Gloria,

comenta:

Si tratara V. a sus amigos los absolutistas como yo trato a los liberales en el

7 de julio, le dirán, como a mí me dicen, apóstata. Pero no hay quien me

quite la imparcialidad, en tratándose de poner la política en novelas. (Carta

del 27 de diciembre de 1876).

Ni Galdós ultraliberal, ni Pereda «neo»; la templanza y la concordia, meta

común. Uno y otro, cada uno por su camino, con una honda preocupación religiosa: Pereda, resucitando la «vieja fe», contra la que Galdós había lanzado sus

dardos anticlericales. Galdós, luchando por arraigar una nueva fe, una nueva manera de expresar la fe religiosa entre los religiosos españoles, entre los insinceros

religiosos españoles, al decir suyo:

Precisamente lo que quiero combatir es la indiferencia religiosa (peste principal

de España, donde nadie cree en nada, empezando por los neo-católicos. (Carta

de 11 de febrero de 1877).

En las cartas de estos meses del 77, a poco de salir la novela, Gloria continúa

preocupando a los dos corresponsales; el uno para defender su obra y el otro

para señalar sus defectos. Y Galdós deseando continuar la segunda parte, para la

que desea contar con la colaboración de Pereda: cómo eran las procesiones, cómo

son las operaciones agrícolas, qué mapas deseaba volver a consultar. Y una

última observación:

¡Cuánto podría yo decirle sobre esa fe que según V. yo trato de combatir!,

y que a mi modo de ver se combate a si misma y no necesita que nadie la

destruya. Además, las novelas no son ni para quitar ni poner la fe, son para

pintar pasiones y hechos interesantes...

El fin de la novela, «pintar pasiones»: mundo interior, no exterior. Describir

vidas, no paisajes. Novela, no sermonario ni apologética. Novela, para describir,

para pintar, narrar. No fotográficamente, sino desde el interior.

Galdós preocupado por problemas religiosos. Galdós dominado por la duda.

«Carezco de fe —le dice en una carta del 6 de junio—, carezco de ella en abso

luto. He procurado poseerme de ella, y no la he podido conseguir.» ¿Recuerda

tal vez, en cierto modo, a la confesión angustiosa unamuniana? Galdós, pues,

hombre de su tiempo, deseoso de quitarse el mote de antirreligioso, inclusive

amigo de asistir «a las lamentaciones —le cuenta a Pereda— cuando hay buena

música y (puede que usted no lo crea) llevo mi libro de Salmos a riesgo de que

me tengan por una lumbrera de la juventud católica». Galdós, en resumen, como

han visto muy bien la profesora Blanquat y el profesor Correa, participando del

reformismo propugnado por Sanz del Río. Imbuido de la necesidad de la simplificación y primitivismo en la liturgia y en el alma de los creyentes.

Si se quisiera resumir el contenido de esta ponencia, podría hacerse así:

A) Concepto de la novela, según Galdós y Pereda. En Galdós, mucho más

dentro de la línea novelística de su tiempo.

B) Galdós utiliza el folletín para sus novelas,. De ahí la truculencia, la

exageración y hasta el melodramatismo: acusación injusta por parte

de Pereda. Resultaba ser procedimiento artístico.

C) Lo religioso y lo moral en los dos novelistas. En Pereda, lo moral mucho más; en Galdós, más lo religioso. Galdós, por encima de todo,

intentando hacer novela, no sermonario ni apologética.

D) En las cartas escogidas (fines del 76 hasta junio del 77), noticias literarias muy abundantes. En especial, Gloria, objeto de polémica. Por

parte de Pereda, novela antirreligiosa, volteriana; por parte de Galdós,

novela, sobre todo novela, urdida con materiales reales (viajes por Santander), pero abstraídos y recreados por el novelista.

E) Gloria, novela de preocupación religiosa. Llena de citas bíblicas. Es

crita de un tirón, pero gestada durante mucho tiempo. Galdós, un

español más, preocupado por una nueva manera de fe.

F) La amistad de Galdós y Pereda, inamovible. Gracias al espíritu liberal del que eran ambos dueños.

G) Galdós, influido por Pereda. Pero dando forma distinta al material

novelable.

Las cartas de Galdós y Pereda, testimonio no sólo de una amistad, sino lec

ción de tolerancia. Galdós deslumhrado por la magia de «lo natural» de Pereda;

Pereda alabando la maestría inimitable del «narrador». Uno y otro, intercambiándose semillas de flores y de técnica novelística. Galdós con más apertura

y Pereda con mayor limitación. La novela, en fin, en manos de dos maestros;

convertida en espejo de la realidad, pero llevada hasta sus últimas consecuencias

gracias al poder de abstracción de Galdós.

33