UNOS PERSONAJES BAROJIANOS EN LOS ORÍGENES DE

«LOS EPISODIOS NACIONALES»

Pedro Ortiz Armengol

Efectivamente, unos personajes que interesaron mucho a don Pío Baroja,

y que éste hizo aparecer en sus Memorias de un hombre de acción x —y a quie

nes por ello hemos de calificar de personajes barojianos—, se nos muestran en

espíritu o en persona en la proximidad de Galdós cuando éste escribía alguno de

sus Episodios Nacionales 2. Se trata de don Sebastián de Miñano y de su hijo, el

también escritor don Eugenio de Ochoa.

Miñano fue, como muchos saben, un abate que se anticipó en muchas cosas;

polígrafo muy fecundo que protagonizó varias empresas políticas de gran im

portancia y también varias empresas periodísticas muy curiosas; Miñano tuvo

un momento de inmensa popularidad en España cuando en 1820 publicó en

Madrid sus sensacionales Cartas del pobrecito holgazán3. Por muchas razones

nos parece este abate muy siglo xvm, muy siglo xix y casi diríamos que incluso

bastante siglo xx. Baroja incluye a Miñano en diez de sus novelas avirantescas,

y se refiere a él repetidas veces en artículos y memorias, aportando incluso al

conocimiento del personaje ecos de éste oídos por Baroja, cuando era niño o

joven, en su medio familiar donostiarra. Hacia 1933 Baroja se sorprendió de

que, en un círculo de contertulios en una librería de viejo madrileña, nadie cono

ciera la figura de Miñano o se interesara por ella. Sin embargo, entre 1930

y 1936 la Biblioteca Menéndez y Pelayo de Santander estaba publicando en su

Boletín una interesantísima correspondencia del abate. En estos últimos años

ha resultado que diversos historiadores o curiosos de la historia —en España,

en Francia y en los Estados Unidos— han estado a vueltas con aquel personaje

y le han dedicado trabajos o los están preparando.

Miñano había vivido entre 1779 y 1845; su hijo Eugenio nació en 1815

y había de morir en 1872. Este don Eugenio fue también notable escritor como

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su padre, aunque de muy distinto carácter y circunstancias. Ambos vivieron en

Francia muchos años de sus vidas respectivas, unas veces por gusto y otras en

el exilio. Tanto uno como otro tenían de común una inmensa curiosidad por

todo y un gran espíritu de trabajo, además de una pasión militante por las

Letras.

En tales circunstancias nada tiene de extraño que el niño Eugenio, que había

vivido en París en contacto con artistas y literatos amigos de su padre, fuera, al

transplantarse a Madrid en 1834, uno de los introductores del Romanticismo. Su

conocimiento de la lengua francesa y de su cultura eran muy extensos y era

natural que formara parte con Federico de Madrazo y, con Campo Alange del

grupo editor de la revista El Artista, de corta duración pero de gran importancia

en la introducción del Romanticismo. En ella colaboraron, como es sobrada

mente conocido, Carderera, Usoz, Espronceda, un muy joven Zorrilla y muchos

otros. Después Ochoa, alternando su vida entre Madrid y París, fue traductor

al español de Víctor Hugo, de Dumas, y de otras celebridades. Escribió también

obras de teatro originales y fue crítico teatral muy influyente. Hizo también

cuentos y novelas y, por creerse poeta, escribió versos. En París dirigió una

famosa colección, en castellano, de los mejores autores españoles: la del editor

Baudry, que puso en circulación a mediados del siglo en Europa y en el mundo

a nuestros clásicos. En 1861 publicó en París un libro interesantísimo, que hoy

no está al alcance del público, mereciendo estarlo: se titulaba París, Londres

y Madrid, y en más de seiscientas páginas hacía un comentario comparativo de

caracteres nacionales a través del estudio de las tres capitales donde utilizaba

muy agudamente su propio saber y sus experiencias. Ochoa era un crítico sagaz

y al mismo tiempo un entusiasta de «Panápolis», es decir, París, la ciudad para

todos.

Desde hace años venimos siguiendo las huellas humanas y literarias tanto

de Miñano como de Ochoa, autor este último de la primera biografía publicada

sobre el abate, en la que por supuesto no descubre su filiación. (En 1966 la

Universidad de California ha publicado la obra Eugenio de Ochoa y el roman

ticismo español, estudio de Donald Alien Randolph, que nos enseña muchas

cosas.) Don Eugenio casó con Carlota de Madrazo, hermana de aquellos pintores

que figuraron a lo largo de todo el siglo en la primera línea de las Artes espa

ñolas. Federico hizo un espléndido dibujo de su cuñado Eugenio, en el que se

muestra toda la profundidad de éste en su plenitud romántica. La estabilidad

social que aquel matrimonio representaba no significó la felicidad de Ochoa,

pues varios hijos del matrimonio murieron prematuramente e incluso una de

las hijas murió trágicamente, más bien diríamos teatralmente, en pura tragedia,

pues ardieron sus vestidos por causa de una lámpara de gas. Los más sentidos

versos que Ochoa dedicara a esta hija van dirigidos a «S. de M.»

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Hace algunos años, en el invierno de 1965, quisimos encontrar en el cemen

terio parisino de Montmatre las tumbas de esta familia. En el registro antiguo

e incompleto, aparecía «Cecile Ochoa», muerta el 16 de noviembre de 1839, con

una anotación de la fecha 1849 y la indicación de «conditionnel». Según me

indicó la empleada, esto quería decir que la sepultura no era perpetua y que

con toda probabilidad la reorganización de 1851 hizo desaparecer la tumba de

la damisela romántica en aquel cementerio, donde están nombres tan altos en

la materia como los de Teófilo Gautier, Alfredo de Vigny, Enrique Murger,

además del de Federico de Madrazo. (Y quedaba éste no lejos de la tumba de

Stendhal, que precisamente los stendalianos habían movido de sitio en marzo

de 1962 para dignificar el contorno del lugar de reposo del heraldo del Roman

ticismo que fuera Stendhal.)

Ochoa no fue a parar a aquel cementerio; murió en Madrid en la fecha

que hemos mencionado y a la edad de cincuenta y siete años. Había sido Direc

tor de la Instrucción Pública, Consejero del Estado, académico. Hacia 1850 ha

bía sido, desde la revista La España, uno de los principales críticos literarios

en Madrid; concretamente uno de los tres principales, si aceptamos la curiosa

opinión de un personaje perediano: el protagonista de la novela Pedro Sánchez,

dato que vemos en la obra de Randolph. Ochoa fue además nombrado en 1852,

por Isabel II Censor de Teatro, dándose la circunstancia, como señala también

Randolph, de que una misma persona fuera simultáneamente censor oficial y

crítico teatral. Situación que cambió dos años más tarde cuando Ochoa hubo

de .expatriarse por razones políticas. Al final de su vida, después de destronada

Isabel II, fue fiel a su recuerdo y se retiró a la vida privada. Entonces Ochoa

tuvo un contacto con Galdós, que vamos a examinar. Así como Miñano, por

su clarividencia política, nos parece que abarca dos o más siglos, vemos que

Ochoa, que había conocido en su infancia personalmente al gran Moratín y que

conocía como pocos nuestra Literatura, supo ver con sus ojos casi ciegos cómo

se alzaba en el horizonte la figura gigante del joven Galdós, valor evidentemente

del futuro.

El envejecido escritor, muy enfermo de los ojos, sufriendo dolores de cabeza

casi permanentes, lee por los años 1870 y 1871 una obra recién aparecida en

folletón y escrita por un novel: La fontana de Oro. La obra le apasiona; es la vida

de un liberal de 1820 moviéndose en el cráter de las luchas ideológicas y de poder

en torno a la Constitución del año 12. En el relato aparecen los provincianos que

buscan la notoriedad en Madrid, los que persiguen el triunfo en los clubs, en

las logias o en los cuarteles. Aparecen también los sueños y los diálogos de la clase

inquisitorial, que está en baja, y de las clases media y militar, que esta en alza.

El liberal de la novela —que es un militar de nombre Bozmediano, es decir, li

beral a media voz— desiste del amor de una muchacha —que es un patente sím

bolo de la España joven en la visión ingenua del autor de la novela— para que

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ésta sea la esposa de otro buen liberal, pero de condición civil, y no militar de

profesión como Bozmediano. Por la novela circulan los agentes revolucionarios,

tipos nuevos en España, pero también los abates, tipos sobradamente arcaicos.

¿Y qué es un abate? Un capítulo de La Fontana de Oro nos lo explica y

muchas páginas posteriores nos aumentan la información. En opinión del autor

de aquellas historias, el abate es un tipo de procedencia francesa que en el país

vecino era una pieza útil en una sociedad culta y refinada. Mas en España,

donde las condiciones son diferentes, los abates cumplen otra misión. Leamos

a Galdós: «al compás de los madrigales los abates hacían el amor callandito

en los salones». Con peluca blanca y con casaca de faldones puntiagudos, con

pechuga escardada bajo la barba, usando pomadas y empleando gestos galantes,

el abate tenía entrada en todas las casas que se tenían en algo y, en conclusión,

la sociedad española de finales del xvm y principios del xix estaba servida por

los muy importantes resortes de barberos, terceras y abates...

Hemos dicho ya que Ochoa leyó esa novela traspasado de interés. En ese

mismo año 1871 la Revista de España está publicando desde el mes de julio

otra novela del mismo autor, tan interesante o más que la primera. Esta otra

es la historia dramática de Muriel, el hijo de unos labradores castellanos que se

ha sublevado contra la sociedad del antiguo régimen y se ha embarcado de lleno

en la Revolución francesa y en las luchas políticas posteriores. Muriel —nombre

que por cierto repite el de un personaje histórico contemporáneo de parecidas

características— es un ateo, cuyo final será el manicomio. Allí proclama ser,

con otros locos como él, la reencarnación de Robespierre y de otros gerifaltes

de la Revolución. (Galdós inicia aquí un tema que repetiría en Zumalacárregui

con un signo contrario.) Muriel es un hombre de pelea, que se enfrenta deno

dadamente contra el Santo Oficio.

También en esta novela, titulada El audaz, el autor nos presenta acabados

retratos de los abates y de su significación social. Nos dice aquí qué la absorvente

legislación eclesiástica de la época había creado una clase parásita entre

el clero y el elemento laico, un eslabón necesario para que aquél dominase a

éste a través de actividades tales como asesoramiento en bodas, bautizos y entie

rros, dirección en los aprendizajes musicales u otros, mantenimiento de tertulias

y cultivo y difusión de modas. Esta clase parasitaria vivía en definitiva de las

inmensas rentas de la Iglesia, dueña de gran parte de la economía del país.

El anciano don Eugenio de Ochoa —el hijo del abate de Madrid y de Se

villa— tiene que ver necesariamente en estas novelas infinidad de rasgos de

aquel Sebastián Miñano, su padre, que había salido de un pueblo labrador de

Palencia, para brillar en los salones de Sevilla y de Madrid, que había escrito

la pieza más eficaz contra la Inquisición salida hasta entonces de una pluma

española, y que se había visto envuelto en sucesos galantes de los que el propió

don Eugenio era la visible consecuencia. Ochoa toma la pluma para escribir

al director de La Ilustración de Madrid un elogio a ese joven novel sobre

el que llama la atención. La Ilustración publica la carta de Ochoa el 30 de

septiembre de 1871 en su número 42, y ello es un espaldarazo para el joven

autor, pues el académico es de los que abren las puertas de la fama, como ya

hiciera años atrás con Fernán Caballero 4.

El elogio de Ochoa es quizá ingenuo y demasiado simple, pero le gustó tanto

a Benito Pérez Galdós, que éste lo insertaría parcialmente como preámbulo en las

ediciones posteriores de El audaz. La novela de Muriel está firmada en octubre

de 1871 y terminó de ser publicada en folletón en noviembre en la Revista

de España.

Podíamos haber supuesto que el joven periodista y trotacalles de veintiocho

años de edad que es en esta época Galdós, se habría apresurado a visitar al

bondadoso académico enfermo para agradecerle su gesto, pero la realidad parece

muy distinta, pues es Ochoa quien muestra un decidido interés por conocer al

gran escritor que acaba de adivinar y que ha surgido como una montaña ante

sus ojos.

Lo que sí hace don Benito es enviar al académico sendos ejemplares de sus

dos novelas iniciales cuando aparecen en volumen. En el archivo de Galdós que

conservara don Ramón Pérez de Ayala figura una carta de don Eugenio al nove

lista, fechada en Madrid el 11 de febrero de 1872, desde su domicilio de la

calle de Cedaceros, número 13, piso segundo; carta que dice así:

Señor Don Benito P. Galdós. Muy Sr. mío y de mi más distinguida consi

deración: Doy a V. gracias por el regalo de sus dos preciosas novelas y le

ruego me dispense que no haya ido ya a su casa, como deseo. Lo motiva la

enfermedad gravísima de uno de mis más queridos amigos, el impresor Don

Manuel Rivadeneyra, a cuyo lado paso los pocos ratos que me quedan libres,

-p° iré y pronto, pues deseo de veras conocer personalmente a uno de los

escritores de más talento y de ideas más simpáticas, —p* mí a lo menos—,

con que se honra nuestra joven literatura.

Entretanto queda de V. apdo (apasionado) y atento s. s. qbsm Eug de Ochoa.

Debemos esta carta a la amabilidad de los descendientes de Pérez de Ayala,

que nos facilitaron una fotocopia en febrero de 1969.

Ochoa no fue con toda probabilidad a visitar a Galdós y no pudo cimen

tarse una amistad entre ellos. No tenemos a mano cuándo murió don Manuel

Rivadeneyra —gloria de la imprenta española en el siglo xix y exiliado durante

la década fernandina—, pero sí sabemos que Ochoa falleció diecisiete días des

pués de escribir la carta anterior. Moría el 28 de febrero, relativamente joven

y de enfermedad poco explicada. Suponemos que en la vecindad de aquellos

181

Madrazo que vivían frente al recién creado Teatro de la Zarzuela, en una casa

que aún se conserva en la esquina de Jovellanos y esa calle del Sordo, que ahora

lleva el nombre de los hermanos pintores.

Pérez Galdós no olvidaría ciertamente a Ochoa, pues le hace aparecer en

uno de sus mejores Episodios, el de Mendizábal, escrito en 1898. Esta novela

recuerda a Eugenio de Ochoa en su mejor momento, joven de veintiún años

en el Madrid de 1836 y donde la actualidad literaria era el estreno en la Corte

del drama de Alejandro Dumas Antony. La traducción al español de este drama

la había hecho el joven Ochoa, quien por entonces ejercía también la función

de censor de Teatros. (Recordemos cómo Randolph se había fijado en la doble

función de Ochoa después de 1852 como censor oficial de Teatros y como crí

tico. Vemos aquí cómo veinte años antes el propio Ochoa era al mismo tiempo

censor y traductor.) Los personajes galdosianos del Episodio Mendizábal viven

alrededor de aquel estreno, que era por entonces un acontecimiento de todo

orden, tanto en París como en Madrid, pues era una obra revolucionaria en su

fondo. En Mendizábal el joven protagonista galdosiano —el ente de ficción

Fernando Calpena— había visto el drama en la capital de Francia y ahora

iba a volver a verlo representado en Madrid, donde Calpenas vive una situa

ción personal parecida a la del drama de Dumas. Galdós, según fórmula que

repite bastante, se apoya en una obra ajena para repetir sus situaciones en la

propia, y así el capítulo XXXIII de su Mendizábal glosa extensamente la obra

francesa. Cuando Calpena —que es una contrafigura de Larra con bastantes

rasgos de Espronceda— asiste al Teatro del Príncipe, de Madrid, a los ensayos

de Antony, escribe don Benito: «Hizo en aquellos días conocimiento con los

Madrazo, Federico y Perico; el uno, precoz artista; el otro, escritor y poeta,

ambos excelentes muchachos, entusiastas, locos por el arte y la belleza; con

Ochoa, inseparable de aquéllos y cofundador de El Artista, para el cual unos

escribían y otros dibujaban, con Villalta, con Trueba y Cossío, político audací

simo al par que escritor bilingüe, pues lo mismo escribía en inglés que en

español; con Dionisio Alcalá Galiano, hijo de don Antonio, uno de los jóvenes

más despiertos y más inteligentes de aquel tiempo; con Revilla, Gonzalo Mo

rón, Larrañaga y otros que en la literatura, en la crítica y en la política empe

zaban a bullir; con ambos Escosuras, con ambos Romeas, con Guzmán y Latorre;

y al propio tiempo intimó más con Espronceda, Mesonero, Roca de Togores,

Ventura y otros que ya conocía. Aquella juventud, en medio de la generación

turbulenta, camorrista y sanguinaria a que pertenecía, era como un rosal cuajado

de flores en medio de un campo de cardos borriqueros. La esperanza en medio

de la desesperación, la belleza y los aromas haciendo tolerable la fealdad malolien

te de la España de 1836.»

Menciona Galdós nuevamente a Ochoa en una carta supuesta de un escritor

182

de la época, gracioso «pastiche» muy conocido, pero no nos lo presenta vivo

en escena, ni le hace hablar ante nosotros. Y ocurre que en el mismo Episodio

—en su capítulo X, que contiene la mejor descripción de una covachuela minis

terial que hiciera nunca Galdós— aparece el nombre de Miñano cuando el no

velista nos dice que el covachuelista tenía en la alacena, entre botellas vacías o

a medio llenar, con otros libros y novelas de viajes, los tomos del famoso Dic

cionario Geográfico, de Sebastián de Miñano. Es ésta la única vez que Galdós

menciona a Miñano en toda su obra, y el hecho de que le cite en el mismo libro

que a Ochoa no nos parece una mera casualidad. Galdós sabía muchas cosas y sus

páginas están llenas de signos y de claves como ésta.

Y el caso es que don Benito había pagado su deuda con Miñano, pues cuando

escribe en noviembre de 1885 el epílogo que figura al final del tomo X de la mo

numental edición ilustrada de los Episodios Nacionales, la de La Girnalda, re

cuerda que para escribir su obra no halló para contar hechos de la primera época

a ningún testigo presencial (lo cual está en contra de ese marinero de Trajalgar

supuestamente conocido en Santander), por lo que hubo de entrar en las fatigas

del trabajo inductivo y sujeto al cálculo de probabilidades... Y más adelante re

conoce que para la segunda serie sí halló la feliz memoria de Mesonero Romanos

y de algún otro contemporáneo, así como de diversos escritores. Y rinde explíci

tamente tributo al abate Miñano cuando escribe que en las obras de Mesonero

y «las de Larra, Miñano, Gallardo, Quintana, etc., y aún en las comedias, sainetes

o articulillos de escritores oscuros» ha obtenido elementos para lograr su

empresa.

Gratitud debía también Galdós a Eugenio de Ochoa, aunque no estamos

muy seguros de la razón que pueda asistir a Berkowitz, biógrafo de Galdós, cuan

do afirma que fue don Eugenio de Ochoa quien sugirió a don Benito fuera la

batalla de Trafalgar el punto de partida de su ciclo novelesco 5. Vemos que la rela

ción humana Ochoa-Galdós abortó por el temprano fallecimiento de don Euge

nio; si el joven don Benito se hubiera acercado a su persona, hubiera tocado

a un hombre todo sensibilidad y drama personal, espectador de infinitas cosas

de primera magnitud y guardador de secretos de un hombre excepcional como

Sebastián de Miñano, el extraordinario satírico que pudo haber escrito una de

las autobiografías más interesantes de nuestro siglo xix, pero que, político antes

de nada, calló casi todo lo que nos interesaba.

Miñano y Ochoa aparecen profusamente en Baroja, como ya apuntamos al

principio. Don Pío hace a don Eugenio un teorizador de temas de arte en la

novela Las figuras de cera, en la que nos presenta al joven elegante que supone

que es Ochoa, en la Bayona de 1838, hablando con Aviraneta de esteticismo.

La amistad entre los hijos de Ochoa y Galdós continuó años después de la

muerte del primero. Carlos de Ochoa y Madrazo escribió al novelista el 25 de

183

. /'* '

marzo de 1891 con una carta que también figura en el archivo de los Pérez

de Ayala y que ha sido citada por Soledad Ortega en sus Carias a Galdós 6.

Ochoa y Madrazo dirigía en París un periódico político y financiero titulado

L'Espagne —uno de los muchos que han existido en el género—, periódico domi

ciliado por entonces en el número 12 bis del bulevar Exelmans (en el barrio

de Autevil, muy alejado ciertamente del centro de la ciudad).

Carlos de Ochoa escribe:

Muy Sr. mío y de mi distinguida consideración: Aunque no tengo el honor

de conocer a V. personalmente, porque cuando voy a Madrid suelo perma

necer muy pocos días y no he encontrado ocasión de pedir a nuestros co

munes amigos, como D. Juan Valera, Menéndez Pelayo, etc., que nos pre

sente, supongo que mi apellido o apellidos le serán a V. conocidos. Hace

muchos años —desde que mi difunto padre habló en no recuerdo qué pe

riódico de El audaz—, que le estoy leyendo a V. I. con gran placer, y ad

mirando su grandísimo talento de novelista desde este humilde rincón.

Vamos al objeto de esta carta. Una Señora francesa, amiga mía, conocedora

de nuestro idioma y también admiradora de V. I. en grado superlativo, de

searía que V. I. la autorizara a traducir su novela al francés, requisito hoy

indispensable por el Convenio de Propiedad lit entre Esp y Francia y sin

el cual no hallará un Editor que quisiera publicarla. La traducción será

esmerada, de esto le respondo a V. I., pues conoce bien el castellano. Ade

más yo veré una segunda prueba y si V. I. quiere que se le envíe también

pruebas, no creo tenga ningún inconveniente. A todo esto no le he dicho

que se trata de su última novela Ángel Guerra y por cierto que le agrade

cería me enviara un ejemplar de ella y si me hiciese el honor de escribir

su nombre en la primera página se lo agradecería doblemente.

Tuve carta de Juan Valera hace pocos días y me habla también de un nuevo

novelista, el P. Coloma; no conozco nada suyo.

Dispense V. haya robado inintencionadamente algunos instantes de su vida

de constante trabajo, y créame su afmo. s. s. qesm Carlos Ochoa y Madrazo.

Entendemos que esa traducción de Ángel Guerra no se realizó, aunque

quizá los galdosianos franceses pudieran darnos precisiones al respecto.

NOTAS

1 El Abate Miñano aparece en diez títulos de las Memorias de un hombre de acción;

Don Eugenio de Ochoa en la novela de esa serie Las figuras de cera (capítulos I y IV de

II Parte y I de III Parte).

2 En el Episodio Mendizábal se menciona al abate Miñano como autor de ese Diccionario

184

Geográfico que un funcionario de la Secretaría de Hacienda, Don Eduardo Olivan, tiene en

su alacena en compañía de otro volumen titulado Enrique Watson al país de los monos.

capítulo X. Eugenio de Ochoa aparece como amigo del personaje galdosiano Fernando Calpena

en el capítulo XXVII de la misma novela. En el XXXIII asiste en Madrid al estreno de la

obra de Dumas Antony en traducción del propio Ochoa, drama en el que Calpena creía ver

su propio drama amoroso.

3 Las cartas del pobrectto holgazán fueron publicadas en 1820 en numerosas ediciones;

reeditadas en la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneyra y reeditadas nuevamente

en 1968 (Madrid, Ciencia Nueva).

4 Theodor Heinermann, Cecilia Bóhl de Faber {Fernán Caballero) y Juan Hartzenbusch

(Madrid, Espasa-Calpe, 1944). En la carta 9 doña Cecilia se refiere a Ochoa como autor de

«el bondadosísimo elogio» a su obra La Gaviota.

5 Chonon Berkowitz, en su biografía Pérez Galdós. Spanish Liberal Crusader (Madison,

1948), escribe en su página 88: «Even more specific was Don Eugenio de Ochoa, who suggested

the disaster of Trafalgar as the starting point and the contemporary period of political wrangling

as the end.»

« Soledad Ortega: Cartas a Galdós (Madrid, Revista de Occidente, 1964). En la pág. 452

se menciona como de «Enrique de Ochoa» la carta de Don Eugenio de Ochoa datada el 11 de

febrero de 1862, en Madrid. La de Carlos Ochoa Madrazo se menciona en la página 453.

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