EL ESPESOR DEL REALISMO EN GALDOS
Reginald F. Brown
Hay un momento en la vida de Galdós cuando interrumpe la composición
de los Episodios Nacionales para ponerse a inventar las Novelas Contemporáneas:
un momento, es decir, cuando abandona el oficio de historiador para probar el
arte de novelista de lo actual. En 1879 publica el último tomo de la segunda
serie de Episodios Un faccioso más, y, sale a luz La desheredada en 1881. La
transición entre un esfuerzo y otro dura dos años. No ha pasado inadvertido
de la crítica que durante ellos, Galdós no publica nada, cuando en los años an
teriores inmediatos había llegado a sacar tres obras en un solo año. También
se ha anotado que esta abundancia productiva en los años 1876 a 1879 se
debe a que el autor escribe simultáneamente Episodios y 'novelas de tesis'. Lo
que no se ha comentado suficientemente, me parece, es la posible relación entre
«Episodio» y «novela de tesis» y la transformación de historiador en novelista
que silenciosamente se efectúa entre 1879 y 1881. Lo único que se le ocurre
decir a Hans Hinterhauser, autor del mejor y más reciente estudio de los
Episodios (Madrid, Gredos, 1963) es que «Galdós (quizá todavía entonces)
no tenía una clara conciencia crítica de la trabazón interna entre los Episodios...
y la serie siguiente de Novelas contemporáneas» (pág. 50). Cuando lo interesante
sería indagar las causas que llevaron a Galdós, en años cuando alcanzaba un
éxito tan enorme y desconocido como patriótico y lucrativo, a abandonar la
historia para emprender un nuevo tipo de ficción desconocida, cuya única defi
nición era «contemporánea». Algunas de estas causas, como señalan escuetamente
Hinterhauser y Montesinos, están presentadas por el escritor en palabra que no
han recogido con mucho entusiasmo los críticos. En este pequeño trabajo qui
siera participar en el homenaje que rendimos todos a Pérez Galdós refiriéndome
mayormente a aquellas palabras suyas.
En noviembre de 1885 Galdós coronaba la edición ilustrada de los Episodios
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—las dos primeras series, en diez magníficos tomos— con una especie de Epílogo
(lo llamó él una postdata en el Prólogo que puso al primer tomo. El
El Profesor Shoemaker incluye los dos comentarios en su volumen de Los
prólogos de Galdós, México, 1962. De aquel Epílogo espigo las siguientes de
claraciones esenciales:
Me pareció juicioso dejar en aquel punto mi trabajo [es decir publicadas las
dos primeras series] porque la excesiva extensión habría mermado su escaso
valor, y porque, pasado el año 34, los sucesos son demasiado recientes para
tener el hechizo de la historia y no tan cercanos que puedan llevar en sí los
elementos de verdad de lo contemporáneo.
No es poca la sorpresa del lector de este epílogo de 1885 cuando encuentra
en la página de enfrente y en los últimos párrafos de Un faccioso más, de 1879,
las siguientes palabras:
Los años que siguen al 34 están demasiado cerca, nos tocan, nos codean,
se familiarizan con nosotros. Los hombres de ellos casi se confunden con
nuestros hombres. Son años a quienes no se puede disecar, porque algo vive
en ellos que duele y salta al ser tocado con escalpelo.
Y más abajo todavía éstas:
Pero los personajes novelescos que han quedado vivos en esta dilatadísima
jornada [de los E. N.] los guardo como legítima pertenencia mía, y los
conservaré para casta de tipos contemporáneos...
Así que en 1879, fecha de publicación de Un faccioso más (en el concepto
de Galdós último tomo de sus Episodios Nacionales), él hacía una clara distin
ción entre historia y ficción, que mantiene en idénticos términos seis años
más tarde, cuando tiene publicadas varias Novelas contemporáneas. La defini
ción es temporal y cualitativa. Lo que ocurrió hace cuarenta y cinco años (restando
el año 34 del 79) fue historia, que posee no sólo su verdad propia, sino también
su hechizo, el hechizo que presta la distancia. Gracias a esta lejanía el historiador
maneja su escalpelo sin herir en lo vivo. No es que la materia que investiga
esté muerta, pero la vida que lleva no es la misma de los cuarenta y cinco
años posteriores. Es, se deduce, una vida menos familiar, menos personal, tal
vez menos humana, y por ende, seguramente resulta más abstracta, más general,
más representativa. El punto de vista del narrador es también distinto. Lo que
quiere captar el historiador en el espíritu de una época, las circunstancias de
una situación, el significado de un acontecimiento —La Corte de Carlos IV,
Juan Martín el Empecinado, Bailen. Mientras, cuando mira este mismo narrador
a los años que se aproximan a él desde el año 34, no los ve con ojos de
cirujano, de científico. Al contrario los humaniza: le codean y le saludan y él
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los reconoce como si fueran personas y actualidad. No los puede disecar —son
vivos—. Llevan en sí los elementos de verdad de lo contemporáneo; es decir, son
años sensibles, palpables. Tan vivos y palpables como aquellos personajes crea
dos por él, y no por la historia, que engastó entre la materia histórica de los
Episodios Nacionales quienes ahora reclama como suyos «de legítima pertenencia
mía». Y a éstos, como a hijos suyos, los tiene bautizados ya —son de «la casta
de tipos contemporáneos».
Con cierto orgullo —de padre— Galdós añade que de estos hijos ha pro
creado unos 500. Es decir, no vio nunca a la historia como un estudio racional
e intelectual, ni tampoco tradicional. Confiesa, en el mismo Epílogo, que desde
el principio apartó de su concepto histórico:
Los abultados libros en que sólo se trata de casamientos de Reyes y Prín
cipes, de tratados y alianzas, de las campañas de mar y tierra...
La historia sin mayúscula se puede decir. Lo que es más, con sólo la ex
periencia de redactar la primera serie de los Episodios, el autor se da cuenta del
hecho de que para satisfacerle plenamente la historia tiene que perder también
todos los celebrados arreos militares, monárquicos y cortesanos. La historia
lleva una minúscula mínima y se encuentra dentro de las conciencias y los
pensamientos de gente más humilde. Gente que se parece mucho al español
medio, al ciudadano, al miliciano, político, comerciante, ocupados todos, no en
brillantes saraos o victoriosas campañas, sino, cada uno a su nivel más bien
bajo, con el «vivir, el sentir y hasta el respirar» de las circunstancias dianas.
Ciudadanos quienes eñ comparación con los personajes históricos son menos
representativos y más ejemplos, menos abstracciones y más individuos, menos
«autoridades» y más personas —tipos todavía, pero casi hombres— y segura
mente de la casta de tipos contemporáneos. Así se refiere a ellos Galdós en el
Epílogo, como anticipando la segunda serie de los Episodios:
Verdaderamente la pintura de la guerra [en la 1.* serie] quedaba manca,
incompleta y como descabalada si no se le ponía pareja en el cuadro de las
alteraciones y trapisondas que a la campaña siguieron. El furor de los guerre
ros de 1808 sólo había cambiado de lugar y de forma, porque continuaba
en el campo de las conciencias y de las ideas. Esta segunda guerra, más
ardiente tal vez, aunque menos brillante que la anterior, parecióme buen
asunto para otras diez narraciones, consagradas a la política, a los partidos
y a las luchas entre la tradición y la libertad, soldado veterano la primera,
soldado bisoño la segunda; pero ambos tan frenéticos y encarnizados, que
aun en nuestros días, y cuando los dos van para viejos, no se nota en sus
acometidas síntoma alguno de cansancio.
Todavía era historiador Galdós. Se le imponía aún su enorme respeto por
la Historia (con mayúscula) y sus propios conocimientos históricos. Veía su co
metido bajo forma histórica —unas narraciones consagradas a la política y a las
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luchas entre tradición y libertad—. Recreaba la historia, aderezada con personajes
novelescos —no creaba novelas—. Pero empiezan a molestar a su genio creador
las trabas que le impone su respeto a la Historia. Adivina, bastante antes de
llegar a narrar los acontecimientos del año. 34, que existen otras maneras y
otros modos de historiar la España del siglo xix, que son más profundos e
idóneos:
Porque la acción y trama [de las narraciones históricas, dice] se construyen
aquí con multitud de sucesos que no debe alterar la fantasía... y porque el
autor no puede, las más de las veces, escoger a su albedrío ni el lugar de la
escena ni los móviles de la acción.
El desasosiego creador clama por sus derechos cuando el historiador llega
al año 34. Declara el autor que de aquel año en adelante los años son inservi
bles para el historiador.
Entonces ¿qué nos dice Galdós de aquellos cuarenta y cinco años que de
clara inservibles para el historiador? ¿Dónde ocurre el límite entre apto para
la historia y no apto? ¿Cuándo adquiere la materia que fue historiable, los
elementos de verdad de lo contemporáneo? ¿Cuándo sucede que el linde de la
historia lo es también de la ficción? ¿Pasados diez años después de 1834, o vein
te o treinta? La pregunta es importante. Porque en el mismo momento en que
pasa el escritor de un lado para el otro, el historiador se vuelve novelista, el
creador sucede al narrador.
Vamos, pues, a buscar la contestación a la pregunta, dónde y cuándo son
limítrofes historia y ficción, y cómo distingue Galdós la materia ficticia de la
histórica. No es difícil señalar algunas pistas que podemos seguir. En primer lugar
está claro que el interés del autor se está desplazando de «los sucesos» para
concentrarse sobre los hombres, de los campos de batalla a las entretelas de la
conciencia. Y estos hombres, al aparecer, no son tan históricos como los su
cesos. No pertenecen a la historia. Pertenecen al autor. Tanto es así, que él
mismo es uno de ellos. Y como él, estos hombres, estos tipos, no son históricos,
sino contemporáneos; no son recordados, sino conocidos; no leídos, sino vistos.
En una palabra, según se vaya superando el autor su propia falta de madurez
y su tradicional respeto por la historia, surguirá el mundo que va a crear de
las experiencias de su propia vida.
Y aquí viene de perlas lo que escribe Galdós en la edición ilustrada de los
Episodios —que, conviene subrayar, él consideraba la primera completa:
Al pensar en la ilustración de esta obra, quise... que manos de otros artistas
vinieran a dar a las escenas y figuras presentadas por mí, la vida, la variedad,
el acento y relieve que yo no podía darles.
Estas palabras son del Epílogo de 1885. En el Prólogo de 1881 se dirige
al lector:
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Amigo y dueño: Antes de ser realidad estas veinte novelas; cuando no
estaba escrita, ni aún bien pensada, la primera de ellas, consideré y resolví
que los Episodios Nacionales debían ser... una obra ilustrada.
Es decir, que en su concepción y en su finalidad, parece que los Episodios
eran historia ilustrada. Seguramente pensando en el público, en los ciudadanos
lectores —en aquellas masas beneficiadas recientemete por la ley de instrucción
primaria obligatoria y gratuita. ¿Sería demasiado atrevido pensar en un strip
cartoon o en las aleluyas históricas? ¿Dibujos explicados, en los cuales domina
la representación artística sobre el texto literario? No es tan exagerada la su
gestión como pudiera parecer a primera vista. Antecedentes había, conocidos
además de Galdós. Me permito recordar la fabricación de Pickwick Papers.
No es obra original de Dickens. Mejor dicho, no fue, originariamente una
obra pensada por él. Un editor tuvo la idea de una serie de dibujos, de cuadros,
ejecutados por el más famoso dibujante de Londres, Kenny Meadows, y buscaba
un escritorcillo que pusiera algún texto descriptivo. Ajustaron al joven Carlos
Dickens. Renunció Kenny Meadows, y después de bastante discusión quedó
encargado el escritor de la obra entera. Algo semejante a la relación entre los
dibujos de Valeriano y las palabras de Gustavo Adolfo... Bécquer. Y ¿qué sig
nificaba esta relación de ilustración y texto? Pues... hacer más actual, más
dramática la representación de costumbres y de la «casta de tipos contempo
ráneos». El dibujante diseñaba personas actuales. Precisamente aquellas que se
mueven en Los Proverbios de Ventura Ruiz Aguilera según la importantísima
reseña que de ellos escribió Galdós en 1870:
Todos son individuos y a todos los vemos por esas calles con sus levitas
y sus sombreros, tan lejos de pensar que son un gran elemento de arte y
unos modelos de gran precio.
De modo que, así, en 1872 (o en 1875 con la segunda serie) al prepararse a
confabular sucesos históricos con algunos hombres de «legítima pertenencia
mía», como antes en 1870, al estructurar todo un credo literario en su reseña
de Ruiz Aguilera, Galdós intuía que los hombres que a él le iban a interesar
eran contemporáneos y visibles.
Lo mismo ocurre con las situaciones vitales y los problemas que afrontan
estos hombres. No es tan simple Galdós como para creer que el presente no
tiene pasado. Al contrario, en ese valioso Epüogo como en otras partes, insiste
en el hecho de que no sólo está compenetrado el presente con el pasado, sino
que las dos épocas se parecen enormemente:
La verdad es que no hay adelanto en nuestros días que no haya tenido su
ensayo más o menos feliz, ni error al cual no se le encuentre fácilmente la
veta a poco que se escarbe en la historia para buscarla. Todos los dispa
rates que hacemos hoy los hemos hecho antes en mayor grado.
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Lo que a él, a Galdós, le interesa, no es la firma que tomaron estos idén
ticos problemas en el pasado, sino la forma que están tomando ahora y aquí,
delante de los ojos de Benito Pérez Galdós. La materia «novelable» —a distin
ción de lo histórico— parece encontrarse, por eso, en los últimos de aquellos
cuarenta y cinco años. En el año de hoy, de ayer, o cuanto más en el de
anteayer.
Vamos a ver si es posible ser todavía más claros.
Refiriéndose a los Episodios en ese Epílogo tantas veces citado, Galdós
explica:
Esta obra fue empezada antes de que estuvieran en boga la tendencias en
literatura, al menos aquí; pero, aunque se hubiera escrito un poco más
tarde, aseguro que habría nacido limpia de toda intención que no fuera
la de presentar en forma agradable los principales hechos militares y polí
ticos del período...
¿Qué significa esto? ¿Qué quiere decir Galdós con su referencia a «las
tendencias en literatura» y a qué nacen los Episodios «limpia de toda intención»?
El aclara que:
Ni remotamente se me ocurrió mortificar poco ni mucho a los naturales
de un país enemistado con el nuestro en aquellos trágicos días. [Es decir,
con Francia].
No satisface la aclaración, que en todo caso se refiere únicamente a la
palabra «intención» de la cita y no a «tendencias». Y buscando, buscando donde
encontrar el significado de estas palabras, escritas en 1885, pero referidas a
1873 (comienzo de los Episodios) caímos en la cuenta de que en el espacio de
seis años que duró la publicación de las dos primeras series de los Episodios,
no se entretuvo Galdós únicamente en escribir aquellas narraciones. En la se
gunda mitad de aquellos seis años, desde 1876 a 1878, escribió seis Episodios...
y Doña Perfecta, Gloria y La familia de León Rock, etc. ¿Y estas obras? ¿Qué
clase de obras son? ¿Cómo se clasifican? La crítica posterior no ha dudado
en llamarlas «obras de tesis». Tesis. ¿Es lo mismo que «tendencia»? ¿Forma
mos de «tendencia» no el adjetivo «tendente» —«medidas tendentes a resol
ver el problema»— sino aquel otro, «tendencioso», «que tiende a desfigurar la
verdad o la presenta parcialmente para favorecer ciertas tendencias, ideas o doc
trinas» (según las finas definiciones del diccionario de María Moliner)? Es
evidente que no son Episodios nacionales, en el sentido histórico, aunque no
es difícil encontrar paralelismos. Por ejemplo, padecen el mismo defecto que
ya apuntó el autor:
El autor no puede las más de las veces, escoger a su albedrío ni el lugar de
las escenas ni los móviles de la acción.
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No lo puede hacer, porque está tan acotado por la tesis tendencia, como
por el suceso histórico. Sin duda por esta razón inventa y mixtifica la topo
grafía de estas obras. Al mismo tiempo, en estas novelas, sigue utilizando una
materia que le atrae desde La Fontana de Oro —la cuestión religiosa-;—. Merece
anotarse que pasadas estas fiebres tercianas religiosas, y entrando el autor en
su nuevo camino para inaugurar «mi segunda o tercera manera» (en las Nove
las contemporáneas) no vuelve a reincidir en tal tema y tal literatura tenden
ciosa. Es decir, que en esta época de las dos primeras series de los Episodios no
sólo se cura del peso de la historia y de los sucesos, sino también de las ten
dencias tendenciosas de la literatura. Se encuentra libre para fabular a su albedrío.
Por último, y con relación a aquellos cuarenta y cinco años, las novelas de
tesis son mucho más contemporáneas que los Episodios. El lapso de tiempo
entre fecha de publicación y época en que se desarrolla la acción vacila entre
los diez y quince años. Galdós ha quemado muchas etapas para llegar a su
punto de arranque para las Novelas contemporáneas. El pasado, los cuarenta y
cinco años, han quedado reducidos casi a nada, a anteayer.
Otro elemento en el concepto galdosiano del realismo lo podemos ir entre
sacando de los estudios preparativos que hizo para componer los Episodios.
Sabemos ya el desprecio que sentía Galdós por la Historia oficial. No pen
saba encontrar material para sus obras en los archivos del Estado. Tampoco en
cualquier expresión pública, sea de instituciones o de individuos:
Lo que llaman vida pública (dice) es una fastidiosa comedia representada
por confabulación de todos, amigos y enemigos.
Las cartas escritas para el público no llenan este vacío. Tampoco interesa
mucho «la literatura anecdótica y personal, como Memorias y colecciones episto
lares», por una razón que no carece de cierta malicia profunda:
... de estos tesoros están muy pobres nuestras bibliotecas. Son pocos los que
han referido los lances verídicos de su vida. Hay en nuestro carácter un
fondo de modestia que perjudica a la formación de la verdadera historia, y
adolecemos además de falta de sinceridad... La vida afectiva no aparece
nunca, y nos apresuramos a hacer desaparecer los documentos de ella, arre
batando a la publicidad las cartas de personajes fenecidos, por ese ridículo
miedo a la verdad que es propio de los que se habitúan a vivir en una
atmósfera de artificios.
Gran ventura habría sido para Galdós tropezar con testigos presenciales de
los sucesos de la primera serie de Episodios, como después encontró a Meso
nero Romanos. En su defecto, comenta:
Tuve que fiar la empresa a
bilidades...
las fatigas del trabajo inductivo y de proba-
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¿En dónde, pues, encontró Galdós, si no en las fuentes históricas normales,
los materiales de primera mano y actuales que necesitaba?
... ¿dónde creeréis [pregunta retóricamente]. [Pues] en ... los anuncios del
Diario de Avisos... Ldonde] he hallado un mina inagotable para salvar no
ticias del vestir, del comer, de las pequeñas industrias, de las grandes ton
terías, de los placeres y diversiones, de la supina inocencia de aquella gene
ración, [y remata] Créanlo o no, digo que todo lo que en esta obra es
colorido, acento de época y dejo nacional, procede casi exclusivamente de
los anuncios del Diario de Avisos.
En la misma fuente, puesto que ensalza su trabajo en casi idénticos términos,
bebieron los artistas que ilustraron la letra escrita por Galdós. Y ¿qué fuente
más actual podría haber que un papel Diario? Así que otra vez encontramos,
y otra vez desde los mismos principios de su carrera literaria, que la distancia
focal de la visión de Galdós es prácticamente nula. No va más allá de ayer
o anteayer. Cuando en 1879 deja terminados sus trabajos históricos, la verda
dera razón no era, como él la explica, que del año 34 para acá, la materia fuera
demasiado viva para aguantar el escalpelo del investigador. No, sino que se
había dado cuenta ya el escritor de su fuerte miopía, de la intensa atracción,
del embrujo, que ejercía sobre él la actualidad presente. Desde siempre era
realista. Y de aquella extensión de tiempo, de los cuarenta y cinco años, que
dejaba entre historia y ficción, como terreno baldío o en barbecho, no iba a
sembrar más que una pequeña parcela pegada a los lindes de acá. Por eso se
refocilaba —no es, acaso, demasiado fuerte la palabra— con los anuncios de un
papel diario.
Vamos llegando al final de nuestra búsqueda de la contestación sobre el
espesor del realismo de don Benito. Lo diario no es propiedad exclusiva del
periódico. También son diarias las calles de Madrid cuando uno se pasea por
ellas. Describe Galdós (en el célebre Epílogo) otro medio de investigación que
utilizó para captar en las dos primeras series, los tipos (es decir, «la casta de
tipos contemporáneos») que son más de quinientos, añade orgullosamente:
mirando mucho los semblantes de hoy para aprender en ellos la verdad de
los pasados. Y la diferencia entre uno y otro, o no existe o es muy débil.
Si en el orden material las transformaciones de nuestro país han sido tan
grandes y rápidas que apenas se conoce ya lo que fue, en el orden espiritual
la raza defiende del tiempo sus acentuados caracteres con la tenacidad que
pone siempre en sus defensas, ya lo sean de una ciudad, como en Numancia
y Zaragoza, ya de una costumbre, como se muestra en la perpetuidad de los
Toros y de otras mañas nacionales. No es difícil, pues, encontrar el español
de ayer, a poco que se observe el que tenemos delante.
Que Galdós observaba bien y constantemente a los españoles que tenía delante
en las calles madrileñas es archisabido de todos. Pero no siempre nos hemos
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fijado en el hecho de que la observación no era sencilla, sino doble. Sería
presumido de un crítico literario, aún cuando fuera también catedrático, creer
que lo que él ve cuando pasea las calles urbanas, coincide totalmente con lo
que veía don Benito. Porque, don Benito, a causa de la miopía mencionada,
o gracias a ella, veía no sólo lo que pasaba delante de los ojos de la cara,
sino también aquello que, materialmente, no estaba allí, callejeando. Es decir,
veía visiones. Es una facultad de que habla en aquella conferencia que dio en
«1 Ateneo en 1915, que versaba sobre sus primeros años en la capital (y que
recogió José Pérez Vidal en el tomo Madrid, 1957). Subrayo que en aquellos
tiempos Galdós tenía veinte años, o diecinueve cuando llegó. Dice:
hacía yo frecuentes novillos, movido de un recóndito afán que llamaré
higiene o meteorización del espíritu. Ello es que no podía resistir la ten
tación de lanzarme a las calles en busca de una cátedra y enseñanza más
amplias que las universitarias; las aulas de la vida urbana... que a mi
parecer contenían copiosa materia filosófica, jurídica, canónica, económicopolítica
y, sobre todo, literaria.
Esto es lo que veía Galdós con los ojos de la cara, y siguiendo estos ojos
nos lleva, en la conferencia, por multitud de iglesias, plazas y calles y nos mete
en cafés y mercados para saludar a los parroquianos.
Una tarde, al salir cansado... de una de aquellas casas... encontré junto
a la puerta de la calle a un señor que charlaba jovialmente con una vendedo
ra de gallinejas. El lenguaje de ambos me cautivó: era en boca del caballero
una prosa urbana, graciosa, con ligeras inflexiones picantes, y en la boca
de la tía Chiripa un enjuagatorio y escupitajo de sílabas esquinadas mezcla
das con guindillas. ...y el caballero, cogiéndome del brazo, me llevó consigo,
diciéndome:
—Ven conmigo, petimetre; acompáñame un rato; voy a visitar a una tal
doña María Estropajo, criada de servir que se ha casado con su amo...
Soltó el caballero la risa apretándome la mano; la suya era fría como
mármol... Sentí estremecimiento en todos mis huesos, y, como suele decirse
en los cuentos de ensoñación, desperté, encontrándome sentado en un banco
de la plaza de Lavapiés.
Y sigue diciendo que no fue la primera vez que soñaba la realidad, porque
aun en sueños guardaba su lealtad a lo contemporáneo.
Espero, señores, haber contestado —de una manera más o menos veinteminutera—
a la pegunta: ¿Qué es el espesor del realismo de Galdós? He
■insistido en que desde su juventud, desde su época de estudiante de la Central,
la materia vital y literaria que él prefiere, es la que observa, que ve, palpa
y siente en su vida propia. La expresión más auténtica de este realismo —un
ejemplo entre muchos— es aquel momento en la novela de La de Bringas,
cuando escribe:
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La primera vez que don Manuel Pez y yo fuimos a visitar a Bringas en
su nuevo domicilio, nos perdimos en aquel dédalo donde ni él ni yo había
mos entrado nunca.
Tenemos un dicho en inglés: «The proof of the pudding is in the eating».
A lo largo de este trabajo mío, he ido tejiendo, de palabras de Galdós, en
su gran mayoría anteriores a su composición de las Novelas contemporáneas,
lo que pudiera ser su teoría del realismo. Y pregunto, ¿cuando se covierte la
teoría a la práctica, qué pasa? La respuesta es breve, y espero, concluyente:
anos diez años. La acción de estas novelas se desarrolla en una época que
se aleja sólo excepcionalmente más de veinte, y con gran mayoría, menos de
diez años, del momento cuando se escribe. Menos de una generación. La misma
finura de la capa realista se encuentra en Balzac. Entre las 68 obras que inte
gran La comedie humaine, investigan la década de su publicación unas 39, y
no se alargan más allá de década y media estas 39 y otras 16, un total de
55. El realismo es actualidad, y la actualidad significa unos cinco o diez años.
Mucho se podría divagar sobre esta definición. Si el realismo no posee la
perspectiva de la historia, padecerá probablemente del defecto principal del pe
riodismo, ofrecerá una versión miope y parcial de la realidad. Podrá ser, incluso,
tendenciosa. Le faltará visión del futuro, capacidad de proyección hacia el
porvenir. El observador —el mirón—, no suele aspirar a ser ni cruzado (por
más liberal que sea) ni mucho menos Mesías. Distingue no lo que va a venir,
sino lo que fue ahora o está en trance de ser. Pero estas son importantes
cuestiones que dejo a un lado. Quiero referirme a un solo punto. Páginas
atrás mencioné el respeto que le imponía a Galdós la Historia (con mayúscula),
hasta cohibir su albedrío y restringir su libertad de movimientos. Pues el res
peto que él sentía por la actualidad era todavía más profundo y gustoso. No
le habría pasado por la mente manipular la realidad cotidiana como a veces
interpretaba la Historia.
Y termino con una anécdota de las Memorias de Galdós que aclara este
respeto.
Un día Galdós, acompañado de su amigo el pintor Arredondo, visita la
Iglesia de San Pablo, en Toledo, donde guardan el cuchillo con que fue de
gollado el Apóstol. Dice Galdós, finamente irrespetuoso:
El arma era una brillante hoja damasquinada con vaina de terciopelo rojo.
Aproveché el instante en que Arredondo y yo estuvimos solos para afilar
con el cuchillo de San Pablo el lápiz que usaba yo para mis apuntes.
Devolvimos la reliquia a sus dueños y nos retiramos, dejando una limosna
en el cepillo que la Comunidad tenía para remedio de su estrechez...
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