PAISAJE INTERIOR Y PAISAJE EXTERIOR: ASPECTOS

DE LA TÉCNICA DESCRIPTIVA DE GALDOS

A. H. Clarke

En el auge experimentado en los estudios galdosianos en los últimos años

se ha prestado poca atención a su paisajismo. Tan sólo dos libros —Galdós

entre la novela y el folletín, del profesor Ynduráin, y los tres tomos de Galdós,

del profesor Montesinos— han sugerido nuevas direcciones para la crítica. Y

ello es bien comprensible, ya que Galdós ofrece tal riqueza de materias más

fundamentales para el estudioso.

Con anterioridad a la publicación de los libros citados había predominado

una tendencia a ver a Galdós como poco dado a la descripción de la naturaleza,

y se le había encasillado como escritor muy de su tiempo, consagrado al rea

lismo social y a la ciudad casi exclusivamente como escenario. También se había

tomado la misma actitud frente a Dickens hasta que alguien hizo ver el papel

importante desempeñado por ciertos paisajes suyos, notablemente en Bleak

House 1. Asimismo en Galdós el paisajismo consiste en algo más importante

que la fácil dicotomía y contraste entre la antipatía que siente por la Estepa

castellana en Doña Perfecta y su afición por la Montaña en Gloria. Al analizar

los paisajes galdosianos encontramos recursos descriptivos y ángulos de enfo

que del todo inesperados, y estos contrastes y las variaciones de Galdós dentro

de la posición realista hacia un impresionismo incipiente son los aspectos que

mayormente ^os conciernen en esta ponencia.

El librito del profesor Ynduráin nos depara un punto de partida sugestivo.

Al estudiar El audaz comenta Ynduráin un pasaje descriptivo que inicia el ca

pítulo IV. Después de hacer constar la «más rafinada sensibilidad» de los es

critores de final de siglo en comparación con los que novelaban por los años

1870 hasta 1890, Ynduráin presenta el trozo aludido como «un paisaje asom

brosamente moderno, anticipado al gusto y modo de hacer», y comenta:

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■ i Y eso se escribe en 1871, entre otras prosas, como las de k misma novela,

tan formularias. ¿Qué más podría haber pedido Azorín? La impregnación

en la hora y en el lugar, la fina captación de sensaciones, del tiempo y su

paso, nos han sumergido, envolviéndonos en el hechizo del momento sin

gularísimo 2.

Pero todavía hay otro rasgo sorprendente en el mismo trozo estudiado por

Ynduráin:

Ahora bien, ¿quién es el que siente, vive, estos momentos en ese lugar?

No los personajes, pues ni se nos dice que así fuese, ni hay indicio de

que tales experiencias estuviesen incorporadas a alguno de ellos o a ambos.

Ni lo que luego sigue, la conversación en que cada uno expone sus preocu

paciones y planes, está de modo alguno ligada al ambiente tan maravillosa

mente creado. Hemos pasado desde esta excepcional descripción, lanzada

por el autor como «une piece de bravoure», al proceso de la acción en

el diálogo; y ya no opera el medio creado en los personajes. He aquí otro

ejemplo de tanteo, de frustración también, después del gran hallazgo. El

paisaje es algo adventicio, ajeno, motivo, todo lo más, para hacer ejercicio

de prosa descriptiva; pero ahí queda la página de mano maestra3.

No pretendería añadir nada al sagaz comentario citado. Se trata, evidente

mente, de dos corrientes, dos fórmulas distintas, en cierto modo contradicto

rias: por una parte, esa fina captación de sensaciones físicas y del momento

vivido, característica de la prosa noventayochista y totalmente ajena a la ma

nera descriptiva más documentada en los años setenta y ochenta; y, por otra

parte, disociación total de los personajes aludidos, observación directa del autor,

«une piéce de brovoure», igual que podría haberla trazado un Pereda. Pero, si

bien, Pereda, tan avezado a los paisajes-fórmula, habría podido concebir y en

focar el paisaje de esta manera, disociándolo por completo de sus personajes,

nunca habría alcanzado la fina apreciación sensorial de Galdós, calificado por

Ynduráin de «asombrosamente moderno».

Tal contradicción —confluencia frustrada de dos maneras descriptivas—

me parece de decisiva importancia en el paisajismo galdosiano, y apunta hacia

las dificultades inherentes en un estudio de la evolución paisajística del Galdós.

A cada paso tropezamos con paisajes aparentemente inconsecuentes o incon

gruentes, que no encajan con nuestras aprioríticas ideas generales de su técnica

descriptiva, y resulta sumamente difícil acomodarlos en una interpretación que

tome en cuenta otros paisajes de enfoque y técnica previsibles, como los que

responden, por ejemplo, a la sensibilidad romántica de la heroína en Gloria.

De todos modos, creo que pueden indicarse de modo provisional dos tendencias

fundamentales en el paisajismo galdosiano: primero, proyección de un estado

de ánimo, creación de un «paisaje interior»; y, en segundo lugar, narración

directa de las observaciones del autor, sin mediación de ningún personaje

«paisaje exterior». No hay duda de que semejante división arbitraria puede

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hacerse respecto a otros novelistas de la época de Galdós, y asimismo cabe indi

car que no todos los paisajes galdosianos se prestan a tan fácil encasillamiento.

El trozo aludido, de El audaz, es ejemplo patente de un paisaje exterior, com

pendio de las observaciones del novelista, con la maravillosa comprensión sen

sorial que vimos antes, pero tan aislado de los personajes que viven aquel mo

mento que casi da la impresión de existir en un vacío. El trozo que veremos

en seguida tiene momentos de las dos maneras, aunque cae más por el lado del

paisajismo interior.

Se trata del penúltimo capítulo de El audaz*. Un poco antes Martín y los

suyos habían pegado fuego a la Inquisición; Susana, inquieta y curiosa a la

vez, ha salido para ver lo que pasa, ha visto el prendimiento del enloquecido

Martín, y ahora, con un Toledo en llamas por fondo, anda errante por las

calles. Sube al Alcázar para orientarse, y empieza entonces la descripción que

nos interesa destacar. El punto de vista físico y emotivo es el de Susana, al

principio, pero algunas observaciones surgen directamente del propio narrador.

Poco a poco se despliega este paisaje con operación de dos sensibilidades: en

un momento es indudablemente Susana quien contempla la escena («Desde

aquélla se ofreció a su vista... un panorama que produjo en su ánimo fuerte

impresión de sublime pavor»; «Volviendo la vista a otro lado, vio el Tajo des

cribiendo ancha curva...», etc., etc.), y en otro momento es el propio Galdós,

olvidado, según parece, de su creación ficticia, puesto que Susana no está para

observar que Toledo es una «ciudad gótico-mozárabe», ni para notar el efecto

efímero de la sombra de las chimeneas, mientras que otras observaciones, como

«la hirviente rabia que es propia de aquel río impaciente y vertiginoso», y la

imaginaria proyección histórica de la corriente, también son ajenas a sus emo

ciones. Es Galdós quien «ve» todo esto, y lo introduce incongruentemente en

las reflexiones de Susana, pero, desde un punto de vista rigurosamente novelís

tico, y en los primeros momentos del párrafo siguiente, destruye en parte el

efecto logrado por el doble enfoque de lo anterior. El lector, aunque consciente

siempre del autor tras los ojos de Susana, se ha dejado convencer de que todo

esto pasa por la mente turbada de Susana, y ahora Galdós quiere hacernos

creer que la intervención de Susana en el paisaje termina con la simple acción

de ver el Tajo. Al escribir: «Susana no vio nada de esto en la corriente», Gal

dós desea justificar las intervenciones directas del narrador, pero, al sincerarse,

da al traste con el efecto alcanzado por el ángulo de enfoque doble de la des

cripción. Como vimos en el trozo comentado por Ynduráin, Galdós, al querer

jugar y sutilizar con el «punto de vista» narrativo en esta época temprana, no

llega a salir tan airoso como lo hará más tarde.

Y esta frustración de una técnica ambiciosa en el día se nota igual o quizá

más marcadamente en el auténtico paisaje interior contenido en la parte IV del

mismo capítulo. La escena está empapada de los trágicos y espantosos pensa

mientos del personaje —«Ruina por todas partes». Las observaciones del no

velista proyectan una escena físicamente comprobable, pero hasta un punto teñida

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de las emociones de Susana que lo exterior cede ante el paisaje interior. Lo cual

está muy bien, pero en el momento crítico, cuando el lector menos atento no

puede sino haber anticipado el suicidio de Susana, Galdós reincide en el error

de ser demasiado explícito: «El paisaje todo... hace pensar en las muertes des

esperadas y terribles.» Tal comezón por exteriorizar y hacer explícito lo que

queda plenamente anticipado por la lobreguez del paisaje perjudica el efecto de

una descripción excelente en su género, y es consonante con lo que nota Mon

tesinos respecto a esta novela temprana: «El audaz resulta, pues, una mezcla

extraordinaria de atisbos inteligentes... y de flagrantes inexperiencias»5.

Entre las veintitantas páginas del paisaje esparcidas por las novelas de Gal

dós hay mucho que merece comentario detenido, en relación sobre todo con

otros novelistas del día, y que sólo podremos mencionar de paso. Se recordará

sin duda aquella parodia de las descripciones de alba cervantinas en Doña Per

fecta («Ya la luz del día, entrando en alegre irrupción por todas las ventanas y

claraboyas del hispano horizonte, inundaba de esplendorosa claridad los cam

pos...»6) y en la misma novela este pasaje:

La desolada tierra sin árboles, pajiza a trechos, a trechos de color gredoso,

dividida toda en triángulos y cuadriláteros amarillos y negruzcos, pardos

o ligeramente verdegueados, semejaba en cierto modo a la capa del hara

piento que se pone al sol7.

Descripción, esta última, que tiene fuertes reminiscencias del paisajismo

perediano, no sólo en la actitud ante la estepa castellana (premonición de Pedro

Sánchez), sino, también por la imagen empleada, que se documenta con frecuen

cia en Pereda. Tal semejanza de actitud no se le escapó a Montesinos 8, pero

los paisajes de Doña Perfecta y Gloria, en cierto modo previsibles y tradicio

nales, no encierran, ni mucho menos, las más notables aportaciones de Galdós

al paisajismo literario. Notó Montesinos, al comentar Gloria, que se trata de

una naturaleza no sólo perediana en su técnica, sino edénica en su concepción,

una naturaleza que serviría más aptamente de escenario a una novela-idilio que

a las desavenencias socio-religiosas de Gloria: «Galdós se aplica ...a la contem

plación de gentes que dentro de esa naturaleza edénica parecen una anomalía» 9.

No obstante, tal nota es rara en Galdós, y por los mismos años se muestra

capaz de tratar un paisaje del todo y en todo diferente del edénico estado de

alma que encontramos en Gloria.

Un escaso par de años separan Gloria de La familia de León Rock, y, sin

embargo, Galdós incluirá en esta última novela un paisaje que, aunque con

sonante con su actitud estética de aquellos años —«sublime Montaña— pobre

Castilla»—, resulta totalmente ajeno al paisajismo de Gloria en lo que se

refiere a la técnica y el ángulo de enfoque. Más ambicioso y más original es

este paisaje, no sólo por lo que revela de la actitud estética de Galdós ante

la estepa castellana, sino más bien por la deliberada saturación de la escena

en toques tristes, huraños, mezquinos, y hasta deformes y deprimentes. Galdós

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no parece dejarles a la nueva generación de escritores nada que rescatar de

este empobrecido y escueto paisaje, y, sin embargo, les deja todo.

El trozo aludido se encuentra en el capítulo XIX de la primera parte del

La familia de León Roch y cuenta entre las descripciones de paisajes más ex

tensas del temprano Galdós. Dejaremos sin comentario la soberbia descripción

del cielo nocturno de Madrid (según Montesinos «maravillosamente acordada

con la tonalidad de las escenas que allí ocurren» 10) para llamar la atención

hacia los párrafos anteriores del mismo capítulo, párrafos sorprendentes por su

carácter gratuitamente condenador sin igual en todo Galdós.

Las circunstancias son las siguientes: en el capítulo anterior —«El as

ceta»— se nos presenta desnudamente la actitud del moribundo Gonzaga ante

la vida —María, Felipe Centeno, León— y la muerte. Es trasladado a la casa

de León y se alude varias veces al desprecio y antipatía que demuestra hacia

éste. Anunciada ya la «terrible enfermedad», Luis se resigna a morir y hasta

se alegra de la idea de «padecer mucho y morir padeciendo». Al fin del capí

tulo Galdós nos ofrece su propia interpretación del carácter del tísico tra

yendo a cuento lo de «varón angelical», «alma inflamada», y pasando por

santo, aunque «le faltaba el milagro», para acabar con las conjeturas diciendo:

«Más cerca de lo cierto andaba quien dijo que la santidad, como la caballería,

tiene sus quijotes.» En Luis todo era buena fe. «Y sobre este fondo explícito

de santo quijotesco, asceta o anacoreta humilde y orgulloso a la vez, construye

e interpreta Galdós el paisaje que anticipa las palabras de Gonzaga en el car

DÍtulo siguiente: «'María, dame tu mano; quiero salir al jardín para ver el

cielo'» ".

La descripción del cielo nocturno constituye un paisaje interior íntima

mente relacionado con el estado de ánimo de Luis Gonzaga, presagio, si se

quiere, de su lucha con León; el ángel de la luz presiente su enfrentamiento

con el ateo. La descripción anterior, empero, se presenta tan disociada de los

pensamientos de Gonzaga que el lector se siente un poco desorientado. En

estos tres primeros párrafos del capítulo no se establecen puntos de contacto

con la actitud de Gonzaga que justifiquen tal condenación en bruto del paisaje

castellano. Sabemos que el paisaje se contempla desde la casa de León, pero

no se nos dice que se concibe esta dura diatriba según las ideas y el estado

de Gonzaga, siendo la única insinuación de su presencia en la escena aquella

última frase del tercer párrafo: «También pasan, meditabundas, burras de le

che, que, al despuntar el sol, llaman con su áspera esquila a la puerta del

tísico.» Exceptuada esta referencia humilde, se ve que todo en el paisaje, en

la técnica narrativa, contribuye a reforzar la noción de ausencia de personajes

y presencia, o papel predominante, del autor. Y, en efecto, parece razonable

sugerir que es el propio Galdós quien habla aquí aun cuando tenga intención

de subrayar el contraste entre el feo y deforme mundo terrenal y la sublime

espiritualidad del cielo nocturno. Diríase que es Galdós quien habla, abando-

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nándose por completo a las impresiones que le sugiere este «paisaje seco, hu

raño, esquivo, con cierto ceño adusto de encrucijada de asesinatos».

Algunas pinceladas al principio recuerdan la manera perediana que se do

cumenta con tanta frecuencia en Gloria («El apelmazado caserío termina en

seco, bruscamente, y ninguna casa se atreve a separarse ni ir sola más allá por

miedo al sol, al frío y a los ladrones.» Hay casos de semejante imaginería

doméstica en Don Gonzalo... y Peñas arriba), pero no tarda en predominar lo

deforme, lo primitivo; casi podríamos llamarlo, con Thomas Hardy en Tbe

Woodlanders, la «Intención abortada», («Unfulfilled Intention»). Parece que

«los chicos acaban de salir de una grieta, y que por ella han de volver a

escurrir»; las chozas son «obras arquitectónicas de que se reirían las golondri

nas, los topos y los castores»; los perros son leprosos, las gallinas flacas; ni

siquiera prosperan las hormigas; la humanidad se convierte en troglodita o

animal, y todo suena a muerte y degradación. Entonces, antes de pasar al cielo,

donde Madrid y Castilla tienen su paisaje idóneo para nuestro espectador/narra

dor, Galdós resume el efecto emotivo de la escena:

Paisaje... con no se qué displicente aspecto de cementerio abandonado,

paisaje que, en vez de llamar, detiene, y con su mirar glaciar y amarillo

suspende el paso del viajero e infunde cierto pavor dantesco en el corazón.

Paisaje, en fin, exterior, de una exterioridad aparentemente arbitraria y

que sólo se revela como proyección de la actitud de Gonzaga en el último mo

mento, es decir, retrospectivamente.

Pero Galdós se ha propuesto algo determinado con este paisaje despoeti

zado: ofrecer un contraste con el paisaje inmenso e imponente del cielo noc

turno. Los pensamientos del enfermo pasan de esta naturaleza mezquina y de

forme —que bien puede representar simbólicamente el apogeo del ateo a lo

terrenal— a la sublime grandiosidad de la naturaleza celeste, pero el lector,

sin más hito para orientarle, no siempre acertará a hacer ese salto psicológico;

no es difícil que acoja el trozo como rabiosa arremetida contra el paisaje cas

tellano, cuyos valores estéticos todavía quedan por descubrirse en esta época.

Aun después de reconocer los fines dramáticos y simbólicos de Galdós en esta

descripción —y no creo que resulten del todo logrados—, nos queda fuerte

mente la impresión de un paisaje impregnado de una visión preconcebida de

la estepa castellana, una interpretación paisajística intencionadamente barrida

de todo encanto poético en una época cuando casi todo novelista favorecía el

bien observado toque costumbrista, a veces feo y maloliente, por cierto, pero

pocas veces tan uniformemente gris y desesperanzado y nunca tan desvincu

lado, a primera vista, de exigencias de trama y caracterización.

Hay mucho más que pide comentario en el paisajismo galdosiano, pero,

como indiqué al principio, he procurado cortar y escoger, dispensar con lo

que está a plena vista para prestar mayor atención a dos o tres puntos que

pueden considerarse como fundamentales e imprescindibles.

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Con tales motivos se ha omitido toda referencia a la delicadamente sentida

aurora del comiézo de La desheredada, al paisaje de tejados y el sepultado jar

dín con sus casi humanas plantas raquíticas y enfermas en El doctor Centeno,

e igualmente se han excluido algunas viñetas de fina observación de Fortuna

ta y Jacinta, los paisajes de sueño de Ángel Guerra y los paisajes de «artista»

de Tristana, y finalmente, los paisajes impresionistas de El caballero encan

tado, novela en que Galdós llega a su máxima poetización de la naturaleza.

Todo esto, repito, ha quedado fuera, pero habría que tenerlo muy en cuenta,

en cambio, en un estudio detenido del paisajismo de Galdós. Hemos visto lo

suficiente, no obstante, para poder subrayar las sorprendentes yuxtaposiciones

que coexisten en su paisajismo: paisajes interiores, proyección de un estado de

ánimo; exteriores, comentario directo del espectador/narrador, con notables

variaciones del ángulo de enfoque en ambos tipos. Extraña confluencia —que

a veces acarrea marcados desaciertos en el temprano Galdós— de un costum

brismo pálido, casi de etiqueta, y un impresionismo incipiente; tradicional y

previsible en algún punto, original, ambicioso y orientado hacia una sensibili

dad más moderna en otro. Cabe indicar una evolución espasmódica desde los

paisajes-fórmula de Doña Perfecta y Gloria hasta los recursos descriptivos de

Tristana y El caballero encantado, a la vez más poéticos y más apoyados en

una gama variada de sensaciones físicas. Pero dentro de semejante evolución

habría que insistir en el desconcertante carácter anómalo de algunos paisajes,

notablemente el trozo de El audaz comentado por el profesor Ynduráin, y po

siblemente el pasaje de La familia de León Rock. También habría que insistir

en la evidente frustración de ciertos efectos descriptivos, sobre todo en las no

velas tempranas, aunque con la salvedad correspondiente, es decir, que tales

fracasos parciales en las obras tempranas permiten y hasta hacen posibles los

indudables logros de más tarde. Y tales deslices siempre nos permiten vislum

brar al futuro gran novelista, grande por dondequiera que se le estudie: como

paisajista, en algunos aspectos, según espero haber demostrado, muy apartado

del realismo prosaico, tradicional e invariable que se le ha atribuido a veces y

que tanto recalcaron Valle-Inclán y sus partidarios.

NOTAS

1 C. B. Cox, «A Dickens Landscape», en Victorian Literature, Selected Essays Edited by

Robert O. Preyer, Harper Torchbooks, 1967, pp. 122-125. Se publicó antes en Tbe Critica

Quarterly, Spring, 1960, pp. 58-60. Seguramente conocía Cox el párrafo que Robert Liddell

dedica al mismo trozo de Bleak House en A Treatise on the Novel, Cape, 1947, pp. 115-116.

2 Galdós entre la novela y el folletín, Cuadernos Taurus, 98, Madrid, 1970, pp. 53-54.

3 Op. cit., p. 54.

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* Obras completas, tomo IV, Aguilar, 1964, pp. 398-401.

6 José Fernández Montesinos, Galdós, tomo I, Editorial Castalia, 1968, p. 74.

6 Galdós Obras completas, tomo IV, Aguilar, 1964, p. 410.

7 Op. cit.

8 Montesinos, op. cit., p. 191, pp. 195-197, p. 221, y pp. 229-230.

9 Ibíd., pp. 196-197.

w Ibíd., p. 283.

11 El paisaje comentado es largo y no puede citarse íntegramente: Obras Completas,

tomo IV, Aguilar, 1964, pp. 812-813.

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