AZORIN Y GALDOS
Manuel María Pérez López
José Luis Cabezas
Coincide la celebración de este Congreso Galdosiano con el centenario del
nacimiento de Azorín. Unidos ambos nombres por tal coincidencia, resulta
tentación difícilmente rechazable al exhumar y analizar aquí las relaciones de
estos dos escritores, representantes caracterizados de dos generaciones contiguas
en la historia, pero distantes en la ideología y la estética. Nos proponemos, más
concretamente, estudiar la actitud de Azorín, el más fértil y perseverante crítico
literario del 98, hacia la figura y la obra de don Benito Pérez Galdós. Ello
nos permitirá revisar la extendida costumbre de incluir a Galdós en la hostilidad
de los noventayochistas hacia los escritores de la Restauración, cuando, por el
contrario, el autor de Ángel Guerra mereció y obtuvo muchas veces la admira
ción, y casi siempre el respeto de Azorín y sus compañeros de grupo.
Tal actitud, es cierto, constituye una sobresaliente y significativa excepción
en el ambiente de enfrentamiento generacional que se respira en nuestra litera
tura de entre siglos. En el capítulo «Los maestros» de su libro Madrid (1941),
evoca así Azorín las relaciones entre los escritores de su grupo y los de la
generación anterior:
Ley fatal es que los jóvenes combatan a los viejos. Y que los viejos
opongan resistencia a los jóvenes. Debe ser así. En la resistencia de los
viejos encuentran los jóvenes, exasperados, corroboración para sus ideas
y redoblamiento, aunque no sea más que por despecho y venganza, para
sus esfuerzos *.
Ley inexorable es, en efecto, el relevo de las generaciones. Pero no siempre
la transición se lleva a cabo en un clima tan abiertamente belicoso como el de
finales de siglo. La generación que luego se llamaría de 1898 irrumpe en el
305
20
mundo literario afirmándose críticamente frente á las generaciones anteriores
—frente a los escritores de la Restauración, principalmente—. Los del 98 recha
zaron la herencia de sus mayores, y procedieron a demolerla antes de construir
su propia obra creadora. Esto es particularmente claro en el caso de Martínez
Ruiz. Se inicia en la literatura como periodista y como crítico. Cuando escri
bió sus primeras páginas creativas, tenía ya en su haber un buen número de ar
tículos y folletos que mostraban claramente su actitud de combate. Combate que
no es sólo literario, sino patriótico. La reacción contra los escritores de la
generación anterior no es más que un aspecto de la repulsa hacia la total rea
lidad española. El período de la Restauración significa, para los noventayochitas,
la fase final de descomposición y decadencia de una trayectoria histórica
que el país venía arrastrando desde tiempo atrás, y que encuentra en el Desas
tre un colofón espectacular. La literatura es un componente más de la imagen de
ese período. Cuando, en la última década del siglo, Martínez Ruiz y otros jóve
nes escritores se asomaron a la vida literaria, los literatos de la Restauración
eran los consagrados, los representantes de la literatura «oficial» del momento.
Esta literatura, a los ojos de los futuros noventayochistas, formaba parte de una
imagen de España que ellos rio amaban, y que querían distinta. Su ideología, su
estética, su sensibilidad, eran diferentes. Aquellos jóvenes tenían, ciertamente,
muy poco que compartir con los viejos maestros. Vino, pues, el enfrentamiento,
que en ocasiones alcanzó un carácter de manifiesto generacional, como en el
caso del homenaje a Baroja, o de la protesta colectiva por el homenaje a Echegaray.
Los escritos primerizos de Martínez Ruiz ilustran perfectamente el choque
de ambas generaciones. Numerosos artículos periodísticos, folletos como Busca
piés y Charivari abundan en ataques, colectivos o personalizados, contra escri
tores decimonónicos. Testimonio de una lucha enconada es todavía el artículo
«Somos iconoclastas», de 1904: «Veremos —afirma en él Azorín— que esta
generación a la que se defiende, porque nosotros no la admiramos, ha sido una
generación de pobres de espíritu —dramaturgos, novelistas, poetas— y que
nosotros —y este es el corolario franco y brutal— valemos más, mucho más
que ellos» 2.
Los testimonios podrían multiplicarse largamente3. La frivolidad, la falta
de profundidad y de preparación intelectual; la ausencia de «espíritu científi
co», de «observación exacta y minuciosa», que produce un realismo pobre, su
perficial, deformador; la nota ampulosa, huecamente brillante y palabrera que
domina el estilo: tales son, en resumen, los defectos que, en el aspecto lite
rario, achaca Azorín con más frecuencia a los escritores de la Restauración.
Todo este proceso de enfrentamiento generacional culmina, como es sabi
do, en el manifiesto de protesta de los jóvenes escritores contra el proyec
tado homenaje nacional a Echegaray, tras la concesión del premio Nobel. Echegaray,
aquel hombre de prestigio omnímodo, político triunfante, ministro, dra
maturgo aclamado por el público, consagrado por la Academia, glorificado por
306
el Nobel, se había convertido en la encarnación desafiante de lo que Azorín
y sus compañeros rechazaban: una literatura que repugnaba a su sensibilidad,
un período histórico que querían ver concluido. No es extraño que este hombresímbolo
se convirtiera en el blanco preferido de sus ataques, y que hicieran
lo posible por derrumbar el pedestal al que se había encaramado, y apearlo
de su gloria4. Las incidencias de este episodio pueden seguirse perfectamente
a través de una serie de artículos publicados por Azorín en el diario Es
paña, en 1905 5. «La obra del señor Echegaray —afirma en un de ellos—
corresponde a un estado político anterior al desastre colonial; un estado —bien
lo sabéis todos— que se distingue por la inconsciencia, por la exaltación, por
la irreflexión...; un estado que es en el que han vivido ideas y hombres que
nos han llevado a la ruina»6. La cita es reveladora de todo el alcance extraliterario
que tuvo la protesta. El manifiesto colectivo, de texto lacónico, pero
hirientemente despreciativo, iba firmado por los más destacados noventayochistas
y modernistas 7.
Muy pocos son los autores indultados del anatema general lanzado por
Martínez Ruiz contra la literatura de la segunda mitad del xix. Conforme pasan
los años, Azorín se va volviendo más comprensivo y complaciente, y va re
conociendo valores positivos en mayor número de escritores. Con todo, su
visión negativa del período no cambia sustancialmente, si bien pierde la ante
rior virulencia.
Tal es el contexto en el que hemos de situar las opiniones azorinianas
sobre Galdós. En medio de ese ambiente de agresividad desatada, los entusias
mos, las admiraciones, los elogios o, cuando menos, el respeto de Azorín y
muchos de sus compañeros hacia el gran novelista canario, adquieren mayor
relevancia y dimensión significativa.
Es comprensible, pero rechazable, puesto que es falso, el que por inercia
se piense y se escriba sobre la aversión de los del 98 hacia Pérez Galdós.
Así, P. Alvarez Fernández, en su artículo «Galdós, los del 98 y nosotros»8,
afirma que si el gran novelista español no tiene tanta fama como Balzac,
Dickens, etc., se debe, entre otras cosas, «a la labor nefasta de aquella ge
neración llamada del 98, compuesta de muchos y verdaderos talentos mal enfo
cados». Entre los valores que los del 98 quisieron derrocar —añade— «se hallaba
Galdós. Claro que a Galdós era temerario atacarle de frente; su obra había
echado hondas raíces; optaron por el silencio. Tapiaron a Galdós, lo empa
redaron» 9.
El mismo Azorín, cuando, a la distancia de los años, evoca en el libro
Madrid sus relaciones con Galdós, no encuentra en su recuerdo más que una
tibia deferencia mutua nunca resuelta en verdadera amistad: «Baroja fue buen
amigo de Galdós. Pero en cuanto a mí, si el maestro se mostraba deferente con
migo, y hasta me enviaba con cariñosas dedicatorias sus libros, siempre hubo
entre nosotros como una ligera neblina que no llegaba a disolverse» 10.
Es el tiempo de donde emana la niebla, el tiempo es el que pone bru-
307
mas al recuerdo. Y también, quizá, la nueva situación española, que aconse
jaba al ya anciano Azorín poner una prudente distancia entre él y lo que
la figura de Galdós representaba. En 1941 Azorín ha olvidado quizá que
cuando todavía se llamaba Martínez Ruiz, llenó bastantes páginas con el en
tusiasmo nada neblinoso que le inspiraba el maestro. Martínez Ruiz se inició
en el periodismo, precisamente, haciendo en El Mercantil Valenciano las cró
nicas de los estrenos de La loca de la casa y La de San Quintín". «Qué
hermosa, qué grande» —exclamó ante la primera obra. «Qué tío escribien
do»— fue su conclusión tras la segunda.
Artículos y folletos de los años inmediatamente posteriores siguen dando
testimonio de adhesión ferviente. El joven anarquizante que exigía a la lite
ratura un contenido social definido y militante, ve colmadas sus aspiraciones
en la obra galdosiana. «Galdós, que desde la novela ha hecho más bien a
España que todas las juntas de reformas sociales que pueda presidir Moret...»
—escribe en Anarquistas literarios (1895). Y añade: «Galdós es un dramaturgo
genial, inspirado; su teatro se aparta por completo de los moldes clásicos o de
los moldes románticos. No más clasificaciones gramaticales» 12. Como vemos,
eñ esa época siente predilección Martínez Ruiz, dentro de la obra galdosiana,
por el teatro. La vida española —opina—, soberbiamente pintada en las nove
las, se ensancha al pasar las tablas, se hace universal. Hay en el teatro de
Galdós «ideas universales, sentimientos que laten en el corazón del hombre
moderno, sin distinción de nacionalidades» 13. No menos fervorosamente se ma
nifiesta el crítico un año después, en su folleto Literatura (1896): «Sus dramas
encierran siempre alguna idea grande; Galdós es un artista del arte social» 14.
El 30 de enero de 1901 se estrenó Electra. El acontecimiento, como es
bien sabido, desbordó ampliamente los límites de lo literario. De cuál fue
el cúmulo de circunstancias extraliterarias que hicieron posible tan sorpren
dente episodio, se ha escrito ya lo bastante como para hacer innecesario el que
nos detengamos en ello 15. Pero sí conviene insistir en que varios miembros de
la por entonces aún sin bautizar generación de 1898 estuvieron en el centro
mismo de aquel torbellino de entusiasmo, y contribuyeron a fomentarlo. Al
día siguiente del estreno, El País decía en su editorial: «Galdós, con su sublime
drama, levanta la bandera de la revancha liberal. Su voz animadora concita
a la juventud para la batalla suprema.» El periódico publicaba sendos artículos
de Maeztu y Baroja, amén de las opiniones breves de otros personajes, entre
ellos Martínez Ruiz. Nuestro crítico escribió muy brevemente, bajo el epígrafe
«Instantánea», en los siguientes términos grandiosos, fastuosísimos:
Yo contemplo en esta divina Electra el símbolo de la España rediviva y
moderna. Ved cómo poco a poco la vieja patria retorna de su ensueño
místico y va abriéndose a las grandes iniciativas del trabajo y la ciencia,
y ved cómo poco a poco va del convento a la fábrica y del altar al yunque.
Saludemos a la nueva religión, Galdós es su profeta: el estruendo de los
talleres, sus himnos; las llamaradas de sus forjas, sus luminarias.
308
No se quedó atrás Martínez Ruiz en entusiasmo respecto a Maeztu y los
demás16. No parece sino que quien esto opina, con oratoria tan subida, es
todavía el joven terrible que tres o cuatro años antes lanzaba alegatos anarquistoides
desde El Progreso. Martínez Ruiz se dejó arrastrar por el ambiente
fervoroso del ensayo general y del estreno. Porque él no era ya el mismo que
unos años atrás. Estaba próximo al final de una crisis de la que saldría con
vertido en Azorín, «el pequeño filósofo» 17. Prueba y síntoma de ello es pre
cisamente el artículo que publicó sobre Electra muy pocos días después («Ciencia
y fe», en Madrid Cómico, el 9 de febrero de 1901)18, en el que se manifiesta
de muy distinto modo. Nadie ha entendido la obra de Galdós —opina ahora—;
todos han aplaudido lo que hay en ella de «antipático manifiesto progresista»,
de «anticlericalismo superficial y postizo», sin percibir en cambio su contenido
inactual. A su juicio, el drama galdosiano plantea el problema de la vida y del
mundo, la perdurable ansia por lo definitivo y verdadero. Entre ciencia y fe,
el dramaturgo se decide por la primera: es una elección política, porque como
pensador «debe saber que las dos soluciones son indeferentes, y que las dos...
son bellas supercherías con que tratamos de acallar nuestras conciencias», porque
de nada valen la libertad y el progreso si el hombre está condenado a volver a
la nada de donde salió: «Oh paladines denodados de la democracia y de la li
bertad, aunque vuestra fiereza destruya conventos y arrase templos y acabe con
todo símbolo y resto de idealidad, el pavoroso problema de la conciencia y de la
vida perdurará mientras perdure el hombre! » 19.
Como puede apreciarse, nuestro crítico ha variado notablemente el enfoque
de su interpretación, aunque reincide en la retórica (algo extraño en él, que la
combatió con tanto empeño). Maeztu interpretó estas nuevas opiniones de
Martínez Ruiz como una traición, y se enfadó con el. Su artículo «Electra y
Martínez Ruiz», publicado también en Madrid Cómico una semana después
—el 16 de febrero—, es una réplica durísima e insultante. En él acusa a su
colega de estar a sueldo de los jesuitas para desorientar y desprestigiar a los
progresistas, y lo tacha de hombre seco, ambicioso, falto de honradez y de capa
cidad artística20. Una muestra más de cuan fácilmente se desorbitaron las cosas
en todo lo referente a Electra, en menoscabo de la sensatez y el equilibrio
crítico. En realidad, el artículo «Ciencia y fe», de Martínez Ruiz, no significa
un cambio de actitud hacia Galdós —sigue valorando positivamente su obra,
aunque por otros motivos bien distintos—; es más bien la ilustración de una
transformación personal de su autor, por la que las inquietudes tienden a des
plazarse del plano social al subjetivo y existencial. Examinado desde esta pers
pectiva, dicho artículo alcanza gran valor significativo, y constituye un docu
mento valiosísimo para seguir la evolución de su autor. Como muestra de crítica
literaria, en cambio, no es desde luego un ejemplo de acierto. Quien haya leído
objetivamente Electra buscará en vano la corroboración del filosófico mensaje
que Martínez Ruiz le atribuye. Claro que, a ese lector objetivo y distanciado, le
resultará asimismo sorprendente toda la tormenta política y anticlerical desen-
309
cadenada por el drama galdosiano, entre la obcecación de tantos críticos ilustres,
tan clarividentes en otras ocasiones.
El deslumbramiento de aquellos jóvenes literatos no se desvaneció al amortiguarse
el estruendo de tan resonante estreno. Hay datos que confirman el
prestigio, el ascendiente alcanzado entonces por Galdós entre la juventud litera
ria. Así, el 16 de marzo de aquel mismo año de 1901 apareció la revista Electra,
cuyo simple título parece revelar el propósito de convertir en empeño perma
nente las inquietudes críticas suscitadas por la obra homónima galdosiana. Cierto
que tal publicación, como tantas otras de parecido carácter, fue efímera21. Pero
en su breve vida consiguió congregar muchas firmas verdaderamente significati
vas para nosotros: Unamuno, Baroja, Maeztu, Martínez Ruiz22, Valle-Inclán,
Antonio Machado, Benavente... Prácticamente, la nómina completa del 98. El
primer número de Electra incluía una carta de Galdós, quien exhortaba al grupo
de colaboradores a un perseverante trabajo en beneficio de la justicia. He aquí,
pues, a Galdós constituido —siquiera sea temporalmente— en mentor intelec
tual de los noventayochistas. Por otra parte, tampoco el viejo maestro, como
veremos, permaneció impermeable a la influencia ideológica de los del 98.
Interesa ahora saber lo que sobre Galdós opina Azorín en sus años de
plenitud crítica. Entre varios artículos que reiteran ideas semejantes, el más
completo es el titulado «Galdós», que se recoge en Lecturas Españolas (1912).
Tras esbozar la estampa humana del escritor, se pregunta el crítico por el
sentido de su obra: «¿Qué debe la literatura a este grande, honrado, infatiga
ble, glorioso trabajador? ¿Qué le debe España? ¿Qué le deben las nuevas ge
neraciones de escritores?» Con Galdós —opina Azorín— el esfuerzo filosófico
que representaba el positivismo trasciende a la literatura. Había en España una
larga tradición realista —novela picaresca, etc.—r, pero ahora se trata de un
realismo nuevo, socialmente trascendente, que relaciona los hechos visibles con
sus causas. Galdós ha revelado España a los ojos de los españoles que la
desconocían, ha hecho vivir a España con sus ciudades, pueblos, monumentos,
paisajes... «Don Benito Pérez Galdós, en suma, ha contribuido a crear una
conciencia nacional.» La nueva generación le debe lo más íntimo de su ser, se
ha desenvuelto en el clima intelectual creado por el: «Se han acercado más
a la realidad los nuevos escritores, y han impregnado a la vez su realismo de
un anhelo de idealidad» 23.
Por aquel mismo año de 1912, en sendos artículos publicados en La Van
guardia y ABC, defiende Azorín al novelista frente a las críticas adversas
(críticas que se han basado tradicionalmente, como se sabe, en motivos o polí
ticos o estilísticos). Arremete contra los que, desde posiciones de sectarismo
político, atacan a Galdós: «Nada más conservador, más patriota —afirma
Azorín— que un gran artista. El arte —como la ciencia, como la industria— es
310 :
uno de los grandes factores de la patria... Ahora vea el lector si no será obra
antipatriótica dirigir los embates contra un gran artista que en un pueblo ha
creado una vastísima y completa obra literaria, y combatirlo, no razonada
mente... sino sistemática, irreflexiva, ligeramente»24.
El otro panegírico se refiere al estilo. La supuesta vulgaridad de la prosa
de don Benito era ya un lugar común de la crítica antigaldosiana. Lo del
«tufillo casero» se había convertido en tópico, que Valle-Inclán acogió en
Luces de Bohemia: su alusión a «don Benito el garbancero» ha sido con fre
cuencia aducida como prueba del menosprecio de la nueva literatura hacia el
viejo maestro, y ha dado lugar a peligrosas generalizaciones 25. Por el contrario,
en opinión de Azorín, Galdós había llegado a poseer un estilo «admirable,
sencillamente maravilloso», al que sólo se llega «siendo un gran artista... y ha
biendo pasado los ardores y las vanidades de la juventud... Nada tan castizo,
es decir, tan vivo, tan de la entraña del pueblo y de Castilla como esta lengua
sencilla, afable y pintoresca de Galdós en su actual fase literaria» 26.
Un año después —1913— Azorín publica en ABC, bajo el título «la ge
neración de 1898», los cuatro famosos artículos que significan el bautismo
oficial de dicho movimiento literario, el primer intento de analizarlo sistemá
ticamente, y, a la vez, una especie de unilateral y tardío manifiesto genera
cional. Allí queda proclamado el carácter precursor de Galdós respecto a la
labor literaria e intelectual de los noventayochistas. En efecto, al hablar de
las influencias que actuaron sobre los escritores de su grupo, destaca Azorín
muy especialmente la trascendencia revolucionaria de la obra de Galdós, que
radica, más que en sus ideas o tesis, en su visión de la realidad. Hasta aparecer
él, nuestra novelística no había abandonado por completo el terreno de la abs
tracción:
Pero aparece Galdós; aparece silenciosamente, con sus ojos chiquitos y
escrutadores, con su mirada fría y escrupulosa; aparece viéndolo todo,
examinándolo todo... iba, paso a paso, dándonos sus libros repletos de
menuda realidad; las nuevas generaciones fuimos acercándonos, solidari
zándonos, compenetrándonos con la realidad. En adelante, la tragedia de
España había de saltarnos a los ojos; nuestro espíritu estaba ya fuertemente
aferrado a ella. Habíamos visto; lógica, fatalmente, había de surgir el
lamento y la indignación 27.
Por sutiles vías se produce, en efecto, la influencia de Galdós sobre la
nueva promoción literaria. Influencia basada más en semejantes actitudes éticas
que en comunes planteamientos estéticos. Porque los del 98 no combatieron
a Galdós con sus ensayos, pero adoptaron una estética muy diversa, tanto para
la novela como para el drama. Bastaría ello para discutirle a Azorín el alcance
que le atribuye al influjo del gran novelista.
La influencia, de todas formas, fue quizá recíproca. Así lo señala el mismo
Azorín unos años después: «Si Galdós ha influido en el 98, esos escritores,
311
a su vez, han influido sobre Galdós, en su amor a Castilla» 7i. No acompaña
el crítico sus palabras con argumentos, pero opinamos que su afirmación no
es gratuita. En su última etapa creadora, Galdós parece integrarse en la sensibili
dad regeneradora de la generación posterior a la suya, e incorporarse a esa
corriente castiza y castellanizante propia del idealismo de algunos miembros
del 98. Así, en Santa Juana de Castilla (1918) —la postrera obra galdosiana—
se esconde una reflexión sobre la historia de España, que presenta concomi
tancias con los noventayochistas no sólo en el transfondo ideológico, sino en las
mismas formulaciones: la distinción entre historia esencial —la intrahistoria
unamuniana— y externa, entre la España castiza y eterna y la histórica, el
amor al paisaje, la locura quijotesca de la protagonista... Rasgos todos que
contribuyen a esbozar una imagen casi mítica de Castilla, muy próxima a la
elaborada por los del 98 29.
Apenas ofrece interés ya lo añadido por Azorín en años sucesivos a su
repertorio crítico de tema galdosiano. Sí conviene indicar que el grado de inten
sidad de su entusiasmo por Galdós sufre alteraciones; alteraciones que marcan
sutilmente, como si de un sensible termómetro se tratara, las alternativas
políticas del país. Allá por los años de la dictadura de Primo de Rivera, Azorín
emprende campañas de rehabilitación de algunos novelistas, postergados, según
él, por estar rodeados de un halo de conservadurismo. Azorín no ataca a Galdós;
pero para reivindicar a Pereda, o al olvidado aragonés José María Mathéu, los
equipara a él en calidad, o incluso los coloca a mayor altura, en hiperbólicas
exaltaciones: Mathéu le parece «uno de los más grandes novelistas españoles
contemporáneos, superior a Galdós... precursor de Baroja...»30. Y hemos visto
ya cómo en sus páginas de recuerdos, escritas en la recién estrenada postguerra,
el caluroso entusiasmo primitivo se ha enfriado para dar paso a un tibio y dis
tanciado afecto.
No nos detendremos, en fin, en otros artículos que no añaden nada a la
interpretación de Galdós y su obra31. Pero lo expuesto basta quizá para demostrar
que Galdós fue una gran excepción en la hostilidad de los noventayochistas
hacia la generación anterior32, y para apreciar que Azorín especialmente, fue
en general justo con él, y aunque no estudiara su obra en profundidad y ex
tensión, supo darse cuenta de cuáles eran las claves de su grandeza.
NOTAS
1 Obras Completas de Azorín, Madrid, Aguilar, 1947-1954, t. VI, p. 260.
2 O. C, VIII, p. 466.
3 Estudio esta cuestión con más detalle en mi libro Azorín y la Literatura Española,
en vías de publicación.
4 Cfr., por ejemplo, O. C, II, 856; VIII, 752 y 831; VII, 1075.
312
5 Recogidos, bajo el epígrafe «El homenaje a Echegaray, en La farándula, O. C, VII,
páginas 1080-1111.
6 Ibíd., p. 1103.
7 El texto, muy breve, decía así: «Parte de la Prensa inicia la idea de un homenaje
a José Eechegaray, y se arroga la representación de toda la intelectualidad española. Nos
otros, con derecho a ser incluidos en ella, sin discutir ahora la personalidad literaria de
don José Echegaray, hacemos constar que nuestros ideales artísticos son otros y nuestras
admiraciones muy distintas.» Firmaban Unamuno, Baroja, Azorín, Maeztu, Valle-Inclán,
Antonio Machado, Manuel Bueno, Salaverría, Grandmontagne, Ciges Aparicio, Rubén Darío,
Manuel Machado, Villaespesa, Díez-Canedo, Enrique de Mesa... Azorín es consciente de
las heterogéneas tendencias de los firmantes. En el último artículo de la serie, titulado
«La protesta», habla del documento y de las razones que les han movido a publicarlo.
Entre los que firman —viene a decir— hay «artistas literarios puros» que propugnan una
nueva fórmula estética y la destrucción de la vieja; hay otros que buscan una renovación
más ambiciosa, no protestan sólo contra Echegaray, sino contra todo lo que este representa
en la vida española: «un estado de espíritu que es un deber de patriotismo dar por ter
minado definitivamente».
8 Publicado en Punta Europa, II (1957), n. 23-24, pp. 81-91.
9 Loe. cit., p. 81. El artículo, escrito con afán reivindicador de la figura de Galdós, se
convierte en un ataque violento contra los del 98. Del tono apasionado y sorprendentemente
adentífico de tales páginas dan idea párrafos como este: «Los ¡europeizadores! del 98 se
hicieron, al mismo tiempo, importadores; no de materias primas ni de maquinaria —de
las que, verdaderamente, tan necesitados nos hemos hallado siempre—, sino de doctrinas
filosóficas que maldita falta nos hacían.» (Ibíd., p. 84.)
Mucho mejor informado y más acertado en sus conclusiones está H. Chonon Berkowitz,
quien, en su trabajo «Galdós and the Generation of 1898», Pbilological Quarterly,
XXI (1942), pp. 107-120, concluye: «Would it be foolhardy to suggest that, in some
subtle way, the so-called Generation of 1898 may have shared in the legacy of personality
which Galdós hequeated unto the modern Spainsh masses?» (p. 120).
10 O. C, VI, p. 259.
11 Dichos artículos se publicaron en El Mercantil... los días 13 de febrero y 1 de
marzo de 1894.
12 O. C, I, p. 188. En la contraportada de Anarquistas... anunció Martínez Ruiz,
«en preparación», su obra Los curas de Galdós, que no llegó a publicar.
13 Ibíd., id.
" O. C, I, p. 235.
15 Cfr. especialmente H. Ch. Berkowitz, Pérez Galdós, Spanisb liberal Crusader,
Mádison, 1948, pp. 346-382, y, muy en relación con nuestro tema: E. Inman Fox, «Galdós,
Electra. A Detailed Study of its Significance and the Polemic Between Martínez Ruiz and
Maeztu», Anales Galdosianos, I (1965), pp. 131-141.
16 He aquí una muestra de cómo se expresaba Maeztu en el referido artículo, titulado
«El público, desde adentro», y publicado en el mismo número de El País de 31-1-1901:
«¡Oh noche, noche hermosa, en que por primera vez hemos sentido junto a nosotros la pre
sencia del genio y la suprema alegría de poder admirarle hasta rendir el alma entera en
sobrehumano vasallaje!»
313
17 Cuando entrado ya el invierno de 1899 Martínez Ruiz reanuda sus colaboraciones
en la prensa, tras un año largo de silencio, algunos de sus artículos muestran claros indicios
de cambio. Una actitud irónica, escéptica, antidogmática, va desplazando el ardor combativo,
retórico y panfletario muchas veces, de antaño. También la obra Diario de un enfermo,
publicada precisamente en 1901, ilustra claramente la nueva actitud filosófica y vital de su
autor. Sobre este período clave en la evolución de Azorín y el posible influjo de Unamuno
escribiremos en otro lugar.
18 Dicho artículo, no incluido en las Obras Completas, está recogido por José María
Valverde en Artículos olvidados de José Martínez Ruiz, Madrid, Narcea, 1972, pp. 184-188.
19 Loe. cit., p. 187.
20 Reproduce este artículo E. I. Fox en op. cit., pp. 139-40.
21 Se publicó, con periodicidad semanal, hasta el 27 de abril. En total, siete números.
Vid. G. de Torre, «El 98 y el modernismo en sus revistas», en Del 98 al Barroco, Madrid,
Gredos, 1969, pp. 46-47.
22 Martínez Ruiz publicó en Electra dos artículos de intenso sabor anticlerical: «La
España católica» y «Los jesuítas». No parece sino que quisiera desmentir las acusaciones
de jesuitismo que le lanzó Maeztu a propósito de «Ciencia y fe».
23 O. C, II, pp. 627-630.
24 «Alrededor de Galdós», en La Vanguardia, de Barcelona, 22 de octubre de 1912. El
artículo no está recogido en las Obras Completas, pero sí en Escritores, Madrid, Biblio
teca Nueva, 1956, pp. 57-63.
25 En el mismo Valle-Inclán además, predominan los testimonios de adhesión. Com
partió con los demás el entusiasmo despertado por Electra, y mucho antes había alabado ya
a Galdós como novelista, en el artículo «Ángel Guerra», publicado en El Globo el 13 de
agosto de 1891 (cfr. W. L. Fichter, Publicaciones periódicas de Valle-Inclán anteriores
a 1895, México, 1952, pp. 56-59). Testimonio de buenas relaciones son también las cartas
que el escritor Gallego dirigió a Galdós (cfr. S. de la Nuez y J. Schraibman, Cartas del
archivo de Galdós, Madrid, Taurus, 1967, pp. 27-34). Conviene recordar, como posible
explicación de la mencionada e hiriente alusión, que Pérez Galdós, siendo director artístico
del Teatro Español, se opuso a que se estrenara El Embrujado, de Valle-Inclán. Quien,
por otra parte, y como ya se ha insinuado, no hace más que recoger un lugar de la maledi
cencia de los corrillos literarios. Ya Ernesto Bark hablaba en 1897 («El renacimiento lite
rario», Geerminal, agosto de dicho año) de «un sabor prononcé de puchero casero», atri
buyendo el hallazgo de la frase a Ricardo Fuente. García Sanchís («De re literaria», Espa
ña Nueva, 17 de enero de 1908) insiste en el «tufillo casero» de la prosa galdosiana. G. Ruiz
de la Serna, en fin, pudo escribir un artículo titulado «Galdós, los Episodios y el cocido»
(Heraldo de Madrid 5 de enero de 1937. Cito estos artículos por Berkowitz, art. cit.).
26 «Los cinco Cánovas», ABC de 5 de octubre de 1912. En Escritores, pp. 54-55.
27 O. C, II, p. 902.
28 El paisaje de España..., O. C, III, p. 1160.
29 Así opina I. Rubio Delgado, en su excelente estudio —inédito aún, esperemos que
por poco tiempo— El teatro de Galdós, tesis doctoral, Universidad de Salamanca, 1972.
30 Vid. Los clásicos futuros, O. C, VIII, pp. 110-116, y «Algo sobre Pereda», Escritores,
ed. cit., pp. 239-244. La campaña en favor de Mathéu le valió a Azorín la medalla de
314
oro de la ciudad de Zaragoza, en 1923. De todo aquello no quedó más que la anécdota.
Mathéu retornó al olvido que parece definitivo.
31 Merece la pena mencionar, sin embargo, algunos que tratan de las relaciones entre
personajes cervantinos y galdosianos. Vid. «Cervantes y Galdós», «Carrizales y Garrido»,
«Leandra y Augusta», en Con permiso de los cervantistas, O. C, IX, pp. 223, 232 y 245*
32 A lo largo de este trabajo hemos tenido ocasión de aludir a otros noventayochistas
que compartieron la admiración hacia el novelista. Para las relaciones entre Unamuno y
Galdós, vid. H. Ch. Berkowitz, «Unamuno's relations with Galdós», en Hispanic Review,
VIII (1940), pp. 321-338, y S. de la Nuez, «Unamuno y Galdós en unas cartas», ínsula,
nn. 216-7, noviembre-diciembre 1964.
Elogios encendidos de Benavente a Galdós pueden leerse, por ejemplo, en De sobre
mesa, O. C, Madrid, Aguilar, 1953, t. VII, pp. 333, 506, 674, y especialmente 944-946.
315