SOBRE EL CABALLERO ENCANTADO

Francisco Ynduráin

Es ésta, como se sabe, una de las últimas novelas de Galdós, en cierto

modo, la que cierra su ciclo novelístico, pues sólo publicó después los últimos

volúmenes de la inacabada quinta serie de sus Episodios Nacionales. Muy re

cientemente se ha hecho una nueva edición «suelta» de El caballero encantado,

con un prólogo, estudio preliminar más bien, debido a don José Antonio Gómez

Marín, quien ha tratado «Sobre el realismo mágico de Galdós». (Castellote ed.,

Madrid, 1972.) * Lo cierto es que dicha novela galdosiana nos depara materia

y motivo muy propicios para estudiar los temas fantásticos en la obra de don

Benito, con lo que nos obligamos a considerar una de las constantes más acu

sadas y sostenidas a lo largo de su ingente corpus novelesco. Ahora es muy pro

bable que los rumbos de la novelería ayuden a dispensar una especial atención

a esta veta de nuestro autor, pues ya se sabe que la historia la hace la poste

ridad y desde sus preferencias. He aquí cómo el que pareció «garbancero» a la

trinca modernista y a sus epígonos, el que ha encontrado una pobre y desvaída

atención en la posteridad inmediata a su muerte, precaria e injusta estimativa

de la que ha venido a irle sacando la erudición, foránea muchas veces, ahora va

a ser reconsiderado desde el favor y la boga que están teniendo los modos de

novelar desrealizados o en más o menos vinculación con el «realismo mágico».

Claro que esto es una peligrosa simplificación a confusiones. Avisada cautela

que tomamos con premeditado tiento, aunque, tal vez, no sigamos sus dictados

cuanto quisiéramos y es de exigencia.

No quiero traer a cuento los muchos estudios que sobre lo fantástico en

Galdós se han publicado, ni traídos, sería tarea fácil concordarlos en sus inter

pretaciones del motivo novelesco, aunque sí nos acusarían lo reiterado de su

presencia. Por de pronto me parece útil a mi propósito el traer un texto galdosiano,

no tan conocido como debiera, y que viene a ser un balance autocrí-

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tico de veinte largos años de escribir prosa narrativa. En junio de 1890, Galdós

escribe, al frente de un libro en que ha recogido varios relatos de carácter fan

tástico, las siguientes líneas, que me parece oportuno transcribir, para constan

cia de su modo de considerar dos modos de novelar:

No estará de más, a la cabeza del presente tomo, algunas líneas que lo

expliquen, o, si se quiere, que lo disculpen.

Lo primero que va en él La sombra, data de una época que se pierde

en la noche de los tiempos, (tan aprisa van en esta edad las transforma

ciones y mudanzas del gusto), y tan antigua se me hace y tan infantil, que

no acierto a precisar la fecha de su origen, aunque, relacionándola con

otros hechos de la vida del autor, puedo referirla a los años 66 ó 67. Pero

no salió en letras de molde hasta 1870, en la Revista de España, y des

pués ha sido reimpresa en folletines de diversos periódicos.

Lo que, principalmente, deseo consignar acerca de esta obrita es que en

ella hice los primeros pinitos, como decirse suele, en el picaro arte de

novelar. No por buena, que dista mucho de serlo, ni por entretenida, sino

por respetable, en razón de su mucha ancianidad, se empeñaron mis amigos

en que la publicase en forma de libro, y accediendo a estos deseos, dispuse

en 1879 la presente colección; pero como La sombra por sí sola no tenía

tamaño y categoría de libro, han estado sus páginas, durante once años,

muertas de risa, aguardando a que fuese posible agregarles otras y otras

hasta formar el presente volumen. Veinte años próximamente después de

La sombra escribí Celín, que pertenece al mismo género, y ambas obras

se parecen más en el fondo y desarrollo que en la forma. La causa de esta

reincidencia al cabo de los años mil, no me la explico, ni hace falta.

Celín, fue escrito para una colección de artículos de meses publicados en

Barcelona con grandísimo lujo, y es la representación simbólica del mes de

noviembre. Como Troptquillos (el otoño) y Theros (el verano), tiene el

carácter de composición de Almanaque, con las ventajas e inconvenientes

de esta literatura especialísima que sirve para ilustrar y comentar las natu

rales divisiones del año, literatura simpática, aunque de pie forzado, a la

cual se aplica la pluma con más gusto que libertad.

El carácter fantástico de las cuatro composiciones contenidas en este libro

reclama la indulgencia del público, tratándose de un autor más aficionado

a las cosas reales que a las soñadas, y que sin duda en éstas acierta me

nos que en aquéllas. De la acusación que pudieran hacerle por entrar en

un terreno que no le pertenece, se defenderá alegando que en estas obrillas

no pretendió nunca producir las bellezas de la creación fantástica, emi

nentemente poética y personal. Son divertimientos, juguetes, ensayos de

aficionado, y pueden ampararse al estado de alegría, el más inocente por

ser el primero, en la gradual escala de la embriaguez. Nunca como en esta

clase de trabajos he visto palpablemente la verdad del chassez le naturel...

Se empeña uno a veces, por cansancio o por capricho, en apartar los ojos de

las cosas visibles y reales, y no hay manera de remontar el vuelo, por gran

de que sea el esfuerzo de nuestras menguadas alas. El picaro natural tira y

sujeta desde abajo, y al no querer verle, más se le ve, y cuando uno cree

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337

* l\

que se ha empinado bastante y puede mirar de cerca las estrellas, éstas,

siempre distantes, siempre inaccesibles, le gritan desde arriba: zapatero a

tus zapatos. B. P. G. (Imp. La Guirnalda, Madrid, 1890.)

El texto, como se habrá visto, no tiene desperdicio, y, entre peticiones de

benevolencia y exculpaciones, proporciona unos datos de mucha cuenta para

la actitud del novelista respecto de su obra, en aquel año de 1890. El caso es

que, con todas las excusas por haber incidido en el campo de lo fantástico, la

verdad es que habrá de seguir haciendo incursiones más allá de la realidad y

del «picaro natural», no sólo entreveradas con la observación de las cosas, sino,

en ocasiones, despegándose decididamente hacia el plano de lo imaginativo vi

sionario, como en una de sus últimas novelas, El caballero encantado (1909).

Y todavía en la «fábula teatral absolutamente inverosímil», según su autor, esto

es, La razón de la sinrazón (1915). No puede ser casual que desde La som

bra 2, tan primeriza, hasta estas últimas obras —novela y teatro— Galdós haya

ejercitado su pluma en la captación de lo fantástico, viniendo como a cerrar su

ciclo creador, en el que tanta y más atención, por supuesto, ha dedicado a la

novelización de lo real observable, histórica o directamente. Pero debemos citar

el título completo que el autor dio a su novela, El Caballero Encantado. Cuento

real... inverosímil (y tanto en libro como en las entregas de folletín). No se

escapará la ambigüedad adrede con que, no si algún grado de ironía, se orienta

la lectura.

Lo fantástico: Metodología

Hasta ahora se ha venido empleando el término «fantástico» con cierta

laxitud, imprecisión mejor, que no puede mantenerse si se ha de llegar a algún

resultado con aspiraciones de plausible. Por otra parte, las varias solicitaciones

de distintas perspectivas desde las que considerar el objeto literario que vamos

a estudiar proponen demasiadas vías, métodos, a la luz de la literatura crítica

actual. ¿A qué escuelas, a qué grupo o tendencia nos atendremos? Porque, debo

decirlo ya, uno tiene la idea de que es el punto de vista elegido para contem

plar el objeto, lo que determina el método de su estudio y, en algún modo,

confiere o puede conferir calidad científica a los resultados del análisis de ese

objeto. Ya sabemos que una teoría de la novela, o, como se suele decir, una

«poética», aun la más comprensiva, ha sido resultado del análisis de n ejem

plares, diputados como típicos, y de una síntesis teorética luego, que aspira a

validez general. De todos cuantos han especulado sobre lo fantástico como cate

goría narrativa, nadie, que yo sepa, ha utilizado las novelas de Galdós. Será,

pues, prudente empezar por tomar nuestros datos de una observación cuidadosa

del autor y ver luego de confrontarlos con los obtenidos por otros en campo

ajeno. Claro que no puedo aspirar siquiera a dar la «poética» de lo fantástico

en la novela galdosiana, ni a presentar lo que resultaría un fárrago de casos y

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ejemplos. Voy a tratar de reconstruirme la actitud del novelista en el uso de

lo fantástico, y aduciré una muestra prudencial de los materiales más congruen

tes con mi busca, sin hurtar, desde luego, los inadecuados. Un primer paso, obli

gado, es el de utilizar el término de «fantástico» con el carácter de tecnicismo,

si ello puede lograrse. Porque la proliferación de las teorías sobre el fenómeno

literario, especialmente en su aspecto formal —que es el que interesa aquí— ha

traído consigo una proliferación .terminológica que viene a sumar confusiones

y problemas a la ya escasa precisión que la crítica literaria ha solido y suele

poner en las voces que emplea como definitorias. La ambigüedad, el equívoco,

la contradicción incluso, nos acechan constantemente, y pocas veces dejamos de

caer en esos inconvenientes, dada la irrequieta labilidad de nuestros conceptos,

no digamos ya de nuestros valores.

Viniendo, pues, a lo «fantástico» en este caso, diré que entiendo por tal

cuanto pertenece a la esfera de lo no empírico, de lo inverosímil, entendiendo

por verosímil lo que el consenso común así califica. Y aquí ya veo que tropiezo

con algo cuyas fronteras tienen delimitación muy incierta. En todo caso, queda

excluido de este «fantástico» todo lo relativo al soñar, que tiene su área pecu

liar; a las alucinaciones, entendiendo por tales las percepciones sin objeto, pero

provocadas por excitantes; lo milagroso, que pertenece a un mundo sobrena

tural, pero efectivo para quien cree. Lo «fantástico», como ha escrito Sartre,

tiene una esencia y una historia, siendo la segunda el desarrollo de aquélla. Un

corto excurso por los teorizadores, acaso nos haga más fácil el rebusco de lo

«fantástico» galdosiano. Sin hacer demasiado caso de la explicación etimológica,

S. T. Coleridge nos suministra una curiosa oposición entre imaginatio y phantasia,

siguiendo, por cierto, a nuestro Luis Vives: por una parte, nos Úama la

atención sobre la fuerza activa de la mente, que, por una parte, reproduce, y

la que, por otra, transforma los datos obtenidos por la experiencia: «quae

singula et Simplicia acceperat imaginatio, ea conjungit et disjungit phantasia»

(apud, Biographia literaria, ch. VI). Pero no es esa capacidad combinatoria la

única que nos permite asomarnos al mundo de lo fantástico, pues llegamos a

él por el atajo intuitivo. Pero debo dejar a los psicólogos una elucidación que

se me escapa.

En un repaso de teorizadores sobre lo fantástico, se me ocurre traer al olvi

dado Giovanni Papini, que por los años en que Galdós coronaba su carrera

literaria activa acababa de publicar un par de libros, que luego tradujo el malo

grado escritor salmantino —traductor también de la Estética, de Croce— José

Sánchez-Rojas: me refiero a II trágico cuotidiano (1906) y a II pilota cieco

(1907). Allí, en el segundo prólogo de la traducción española (Lo trágico coti

diano y El piloto ciego, La España Moderna, s. a.), explica su busca de lo

fantástico no en invenciones excepcionales al uso, que no hacen falta si se

miran las cosas habituales con una conciencia más aguda, con un sentido más

refinado y al mismo tiempo más ingenuamente pueril. Ver el mundo común de

modo no común, he ahí el verdadero sueño de la fantasía. «Es necesario para

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la alegría del mundo que el poeta conserve su infantilidad.» Pero este fantás

tico no es el que nos va a servir para entender el de El caballero encantado,

aunque sí es una de sus modalidades con su adecuada actitud. Por aquí llega

ríamos a esa manera de ver propia de Ramón Gómez de la Serna, cuando halla

lo inédito en las cosas, por ejemplo; o a la literatura del absurdo, más tarde, a

la que nos revela aspectos fantásticos en lo más concreto y empírico. Tampoco

por aquí llegaríamos a Galdós.

Jean Paúl Sartre, en un ensayo crítico, «Aminadab, ou du fantastique con

sideré comme un langage» (en Situations, I, pp. 122-142, Gallimard, París, 1947),

esboza una fenomenología de lo fantástico en lo que ve una de tantas vías de

escape para evadirnos de las limitaciones de nuestra condición humana. Cuando

creamos —y la palabra es clave— por la fantasía, el objeto así creado no se

refiere más que a sí mismo, no aspira a reproducir, sino a existir, y se impone

por su propia densidad. Entonces el lector comienza su lectura identificándose

con la novela —si de novela fantástica se trata— y las leyes de ese relato exigen

que asumamos un punto de vista que no es el nuestro habitual. El que haya

vivencias fantásticas genuinas o de receta es ya otra cuestión. Y, por lo de

más, huelgan las explicaciones del narrador para instalarnos en lo fantástico,

pues si se nos justifica y explica, la fábula se convierte en alegoría. He resu

mido, creo, en lo esencial la tesis sartriana, a la cual habremos luego de volver,

.espero que con posibilidades de aplicación a nuestro caso.

Volviendo a otro modo de manifestarse lo fantástico, al llamado «realismo

mágico», por ejemplo, tal como lo ve José Hildebrando Dacanal, que, en Euro

pa siempre fue tratado desde una perspectiva racionalista, a diferencia de lo

maravilloso en «el romance latino-americano, fuera del real-naturalismo, y ba

sado en una nueva naturaleza e historia». (Véase Realismo mágico, ed. Movimento,

Porto-Alegre, 1970). Galdós está más en la tradición europea, por su

puesto, y tampoco Úega a la utilización de ese tono para expresar emociones,

con lo que, según Borges, se reduce la arbitrariedad de la literatura fantástica

(apud, Libre, n. 3, París, 1972). Como hemos de ver, don Benito está más

cerca de la alegoría, de la explicación.

Por su parte, T. Todorov, en varias ocasiones, y con más detenimiento en

su Introduction a la littérature fantastique (Seuil, París, 1970), ha llegado a

condensar en la fórmula de «J'en vins presque a croire» la esencia del espíritu

fantástico, esto es, basándose en un criterio de credibilidad por parte del lector

a instancia del autor. A diferencia de lo maravilloso puro, sin fisuras de escape,

el personaje y lector de lo fantástico mantiene una indecisión, una duda. Por

otra parte, la descripción y lo descrito no son de naturaleza diferente, de modo

que la función semántica del mensaje no opera ni llega al referente.

. No puedo detenerme ahora a compulsar la no escasa literatura crítica sobre lo

fantástico, aunque, vista, tampoco me ha sido aprovechable3. Es ya tiempo de

afrontar el texto en su lectura, y ello por razón de principio, ya que pienso, la obra

literaria no es ni existe hasta tanto no se somete a la prueba de la lectura, con lo

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que pasa de la potencia al acto. Hace mucho tiempo que lo siento así, y luego lo

encontré en Sartre: Pereant ii qui ante nos nostra dixere. Remitiré, pues, el plan

teamiento literario de lo fantástico a la estrategia elegida por el «autor» en el

texto y respecto de su lector. Y ello independientemente de que haya «narrataire

» o «narratee» 4 en la composición, ya que no es función exigible siempre,

y sin formular la instancia hacia el «lector», caben señales de orientación insi

nuadas para la lectura buscada. Ha de entenderse que no hablo de intenciones

más o menos remotas en la personalidad del autor, sino de las que manifieste

o sugiera el «scriptor». Tampoco se apela a las reacciones subjetivas del lector,

sino que se buscan los datos que suministre el texto para perseguir la estrate

gia del «autor» en relación buscada con su leyente.

El caballero encantado está contado desde un punto de vista omnisciente,

siguiendo en tercera persona las aventuras del héroe de la fábula novelesca, don

Carlos de Tarsis y Suárez de Almondar, marqués de Mudarra y conde de Zorita

de los Canes. Se trata de un joven a la moda, aristócrata, terrateniente y ocioso,

que vive en Madrid en un tiempo que puede ser el de la novela, aunque no

haya puntualizaciones. (Aventuro la hipótesis de que el tiempo histórico de la

novela es el de la Restauración, aunque no haya indicaciones precisas; pero, a

juzgar por analogías con sentimientos, valores e ideas que vemos en Cánovas,

por ejemplo, el horror a la pobretería cursi, la estimación de una elegancia refi

nada y otros rasgos, parecen apuntar a la aristocracia de esos años, al menos en

la novelización galdosiana del episodio.)

Al asumir el narrador este punto de vista demiúrgico, resulta que el lector

se confía y entrega a cuanto se le diga: esto parece una solicitación implícita

en novelas de esta naturaleza, que nada tiene que ver, por supuesto, con la

posibilidad de un distanciamiento crítico o con las reacciones particulares de

cada lectura. Se trata de la convención formal en la composición de la novela

y de su relación con el «lector». Incidentalmente añadiré que cuento con que

hay en la lectura de las obras novelescas una ambigüedad radical, contando con

que es «una ficción reconocida como tal y recibida como verdad» (M. Raymond,

Le román depuis la révolution). Mejor diría, «como si fuera verdad», recor

dando a Vaihinger.

Nuestra novela tiene como motivo principal la transformación del prota

gonista, que pasa de su vida aristocrática madrileña a ser un pobre trabajador

rústico, no sin conservar ciertos residuos imprecisos, pero operativos, de su

antigua personalidad en la nueva. Y, como se ha dicho, la narración está orga

nizada desde la tercera persona. La única excepción se nos da en un pasaje:

« ¡Ay, caballero de mi alma, qué será de ti en ese rodar hacia la desconocida

hondura! Válgante tus buenas obras...» (final del cap. V, al empezar el encan

tamiento que ha transformado al personaje). Desde este vocativo, con su afec

to y urgencia, el narrador nos insta y compromete en cuanto «lectores» a tomar

por cierto y válido el encantamiento a que el caballero va a ser sometido du

rante casi toda la novela Para ello no apela a nuestra credulidad práctica habi-

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tual, sino a nuestra capacidad lectora. Se trata de una señal de lectura, sin

duda, en la que no se percibe ironía, ni muy remota, y ha de tomarse, literaria

mente, en serio. Otra cosa es si podemos creer o no en encantamientos: éste

es problema extraliterario y, para nuestros efectos, inoperante. (La exclamación,

así como el tema del encantamiento, parecen tener un acusado eco quijotesco;

pero esto es algo metatextual.)

Toda lectura es un fenómeno lineal, progresivo, pero con operación memo

riosa, de la que resultan convergencias en la atención, efectos de tipo retroac

tivo y espectaciones: se espera, pues, una cierta congruencia interna, una vero

similitud dentro de los supuestos admitidos desde que se entra en la obra.

Ahora bien, el encantamiento del caballero ha estado precedido de una ambientación

adecuada en la visita que hace Tarsis al estudio del trascordado

genealogista y erudito en ciencias ocultas y magia antigua, el disparatado Bece

rro. En ese estudio ha podido funcionar un espejo mágico, en el que Tarsis

ha visto a su amada, lejana, y ha hablado con ella. A partir de aquí podremos

admitir en la lectura la maravilla pura sin más problemas. (Recuérdese que

también en la primeriza novela, La sombra, el laboratorio ha servido para indu

cir un clima de apertura a lo fantástico.)

Sin embargo, cuando tenemos ya al que había sido caballero convertido en

patán, y pugna la antigua personalidad por manifestarse en la nueva encarna

ción, el narrador acude a explicaciones científicas o de ese rango, aduciendo

«la subconciencia o conciencia elemental» que «estaba escondida» como «dicen

los estudiosos» (cap. VI). Y poco más adelante, el desdoblamiento «que los

estudiosos comparan a las funciones de la vida vegetal», nos invita a una racio

nalización de lo que había sido aceptado como mera fantasía. Es una justifica

ción del narrador cerca del «lector», un tanto desconcertante, en busca de un

crédito, que, solicitado, no le vamos a conceder y no necesitaba haber sido

pedido. Otra cosa son las alucinaciones que padece Tarsis-Gil, tanto en la vi

sión de la Madre como las provocadas por celos que le despierta uno de los

guardias civiles que le conducen, y al que supone enamorado y correspondido

de Pascuala (que no es sino la amada esquiva de Tarsis). Aquí la fuerza de la

pasión de los celos le hace ver lo que no es y le lleva a arrebatarse con furia

homicida. Algo así se ha dado en muchas obras de Galdós, en La sombra, La

loca de la casa y, luego, en Cánovas, aunque más fugazmente. La capacidad de

la mente para fantasear es habitual en los personajes galdosianos, como se

sabe, y puede aparecer como índice bovárico —así en La desheredada— o como

desvarío patológico o como la capacidad que Ángel Guerra se reconoce, de

«materializar las ideas, y cuando la mente se me caldea con pensar fijo y tenaz,

suelo ver lo que pienso».

Otro sesgo toma el narrador con relación a su «lector» al dar de barato ex

plicaciones científicas para el desdoblamiento de la personalidad y olvidarse

de los recursos de la magia como posibles motivaciones internas. Por ejemplo,

cuando acude a la desconcertante postura de «y aunque esto no se entienda,

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fuerza es declararlo así, dándolo por posible, para que lo crea el vulgo y lo

acepte con fe ciega y no razonada; que si admite el imposible del milagro, tam

bién se ha de admitir el absurdo del encantamiento, y en ambas cosas del miste

rio habrá de decir: las bromas, o pesadas o no darlas» (al final del cap. VII).

Con lo que, aparte la confusión entre milagro y fantástico (el primero perte

nece a un orden sobrenatural, de creencias sin problematicidad, por definición)

y al darnos en cuanto lectores una consideración privilegiada respecto del vulgo,

termina por llevarnos al terreno de la incertidumbre, con su broma. Y, sin em

bargo, lo que sigue no abona ese tono o actitud del narrador, ya que luego

va a insinuar, y recabar, otros motivos de crédito. Por lo demás, ya se sabe

que hay una cierta clase de fantástico, en la que se nos propone tomarlo a

juego o broma, convenidos y aceptados: así en las aventuras del barón de

Münschausen o, sencillamente, en la literatura de «disparates», desde los de

Juan del Encina hasta los infantiles del «vamos a contar mentiras».

En el decurso de la novela encontraremos otras señales para el «lector», por

ejemplo, cuando la Madre —figura que oscila entre lo fantástico puro y el

símbolo implicado en persona real, o la alegoría— en una de sus apariciones

a Gil atribuye a las artes mágicas de Becerro «el teatral aparato que te causó

tanto asombro», esto es, el desfile de figuras emblemáticas de la Historia de

España. Las apariciones de la Madre no se intentan justificar ni explicar, y

operan por modo natural en su línea fantástica, fluctuando entre una personi

ficación de España o, con palabras del autor, de «el alma de la raza» (capítu

lo XXII). Si en ocasiones la Madre achaca a magia de libros otras apariciones

que contempla Gil, y eso con peligroso descrédito para las mismas, parece

como si fuera instancia del narrador a los «lectores» para que concedan verosi

militud interna a la figura de la Madre.

Mientras el que fuera caballero está viviendo su nueva vida de rústico, sus

andanzas tienen toda la veracidad exigible a un relato «realista»: nombres de

lugares (qué bella nómina: Renieblas, Matalebreras, Villaciervos, Huérmeces,

Calatañazor...) oficios, mendigos, frailes, caciques, guardias, buhoneros, mozas,

forman un retablo de miseria pintoresca, no sin crítica implícita, y patente a

ratos, de los abusos que se producen dentro de un orden social muy verídico.

Acaso haya algún personajillo que padezca fenómenos alucinatorios, además del

héroe, tal el ya mencionado Becerro (nombre simbólico), que aparece en nueva

encarnación también entre las excavaciones de Numancia, o el maestro refranero

y hambriento, don Alquiborontifosio de las Quintanas Rubias (nombre de estir

pe quijotil). El área en que mueve los personajes, mejor dicho, la ruta que sigue

Gil-Tarsis, pues es una novela itinerante, no deja de tener un sentido al situar

la acción en tierras de pobreza extremada, tanto por la escasez de recursos como

por la explotación de los cultivadores por la aristocracia terrateniente y, más aún

por la presión caciquil de Gaitanes, Gaitines y Gaitones. Una marca a instancia

de lectura, puede verse en el párrafo siguiente: «El don Ramiro (que por ser un

Gaitón merecerá la antipatía de los que esto lean)»... (cap. XXI). Las andanzas

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por la comarca están seguidas con minuciosa puntualidad y mención precisa y

rasgos detallados de los poblados de la meseta soriana, desde Agreda, en las

estribaciones del Moncayo, hasta el valle alto del Henares. El realismo de la

geografía, no deja de apuntar a un sentido segundo. Como sucede con los per

sonajes. Así en la visión del paisaje castellano, tanto en su presencia actual como

en su profundidad histórica, e incluso como prenuncio de un futurible deseado,

«el sueño de la vida de amor», que Gil relata a la Madre: «He dormido en tu

regazo como un niño, y he soñado que vivimos en un mundo patriarcal, habitado

por seres inocentes que no viven más que para compartir con amorosa equidad

los frutos de la tierra.» A lo que la Madre (graciosa) —«Hijo, te has anticipado

a la Historia, dando un brinco de cien años o más» (cap. IX). Lo mismo que

cuando la Madre se enorgullece de su idioma, que suena «sicut tuba» 5, y es, ade

más, el lazo de unión con la América hispana, un sentido histórico y trascen

dental se desprende una y otra vez del mensaje novelesco y nos pone ante un

sentido segundo, simbólico, que puede considerarse como una variedad de lo

fantástico. Ahora bien, ese juego con un sentido simbólico, no demasiado pun

tualizado adrede, por contraste con las equivalencias más recortadas de la ale

goría suele ser manejado por Galdós y no sin insistencia. Me fijaré en una obra

no muy alejada de la nuestra, el drama Alma y vida (1902), en cuyo prólogo ex

plicaba por qué dejó los caminos trillados en la escena y siguió un «simbolismo

tendencioso», nacido del desaliento y de la incertidumbre ante el porvenir, el

cual simbolismo «no sería bello si fuese claro, con solución descifrable mecánica

mente como la de las charadas. Déjenle, pues, su vaguedad de ensueño y no le

busquen ni la derivación lógica ni la moraleja del cuento de niños. Si tal tuviera

y se nos presentaran sus figuras y accidentes ajustados a clave, perdería todo su

encanto, privando a los que escuchan o contemplan del íntimo goce de la inter

pretación personal» (O. C, VI, 904-4)6. Que no se trata de la escuela «simbo

lista», sino de un concepto personal, parece demostrarlo el texto que tomo del

prólogo a Los Condenados (1894): «Esto del simbolismo es ahora la ventolera

traída por la moda... Para mí el único simbolismo admisible en el teatro es el

que consiste en representar una idea con formas y actos del orden material. En

obras antiguas y modernas hallamos esta expresión parabólica de las ideas. Por

mi parte la empleé, sin pretensiones de novedad, en La de San Quintín. En Los

condenados no hay nada de eso» (O. C. VI, 701, a).

No ha sido digresivo este breve excurso por el ideario galdosiano en materia

de símbolos, pues ahora ya no queda tan aislado lo que sucede en la novela (y se

ha reducido el campo de observación a lo menos lejano, aunque pudiera haberse

alargado considerablemente, si no en la teoría, sí en el hacer). En El caba

llero encantado hay una constante invitación a leer con sentidos segundos, y el

lector no encuentra dificultad en este rumbo, aun cuando el texto no lleve

marcas más obvias que las referencias a órdenes de valor que sobrepasan la

contingencia del acontecedor novelesco. A cualquier lector de Galdós se le ocu

rrirán muchos más ejemplos de pasajes en abono de esta tesis, y singular-

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mente en las novelas de la última serie de los «Episodios Nacionales». El mar

gen de interpretación individual, muy bien lo ha visto Galdós, separa el

símbolo de las precisiones sin escape ni apertura, propias de las alegoría, y

mucho más de la fábula o apólogo, de «la charada», como ha dicho con

gracia él mismo. Sabemos que en su extensa obra hay una tendencia constante

a concebir y crear personajes y situaciones dotados de sentido segundo en lo

personal e individual y, más aún, quizá, en lo histórico. Raras veces falta en

Galdós un sentido intencionalmente orientado a potenciar lo singular y oca

sional hasta un plano socio-histórico hispano, o de psicología arquetípica. Por

ello muchas de sus construcciones fantásticas llevan una trayectoria parabólica

de aplicación moral, y son alegorías. El recorrer las tierras patrias como medio

y exigencia para conocerlas, amarlas y mejorarlas es algo que aflora a cada

paso. En nuestra novela parece haber querido proponer como tesis que la aris

tocracia ociosa y explotadora del pobre, de cuyo sudor sostiene su lujo, debería

pasar las experiencias de los de abajo para llegar a una armonía en que se

redujeran tan inicuas diferencias. Esta tesis apunta, esbozada, en uno de los vo

lúmenes de Episodios Nacionales, La revolución de julio (1903, 1904), publi

cado no mucho antes que la nuestra. Allí, en carta de Mita (personaje que a

ratos cobra sentido simbólico) a Pepe, el protagonista, leemos: «Ay, Pepe, lo

que aprende una cuando se hace salvaje, cuando se mete tierra adentro por el

verdadero país, y ve de cerca sus miserias y siente el latido de la sangre de la

nación!... Hazte salvaje como yo, bájate a lo más hondo de lo que mi suegro

llama capas sociales, a esta capa de pobreza que vive sobre el terruño, y verás

las verdades netas... Yo sé más que tú, porque sé lo que cuesta el pedazo de

pan negro que se llevan a la boca, para no morirse de hambre, cientos de miles

de españoles» (cap. XVI). En El Caballero encantado, salvo la moraleja expresa,

tenemos en acción el programa de Mita.

La apelación a sentidos aplicados desde el mundo novelesco, es también un

modo de dirigirse el narrador al «lector». Y otro modo de hablarle es el que ya

hemos visto antes y ha de ser reiterado ahora: la atribución a fuentes autorizadas

de lo que se nos narra, como si con ello se tratase de ganar credulidad en el

lector. Es recurso de remota ascendencia y tradición, que, probablemente, ha

llegado a Galdós desde Cervantes (Cide Hamete Benengeli, sin el rejuego iró

nico) y, más próximamente, desde Balzac. Ahora en la novela que nos ocupa,

el narrador acude a este expediente, pero cuando está muy avanzada la obra,

a partir del capítulo XVII (son XXVII en total), y con sospechosa reiteración,

además de con un extraño desenfado que parece destinado a que se le tome

poco en serio —literariamente— la apoyatura en las autoridades aducidas. Así

se habla de un diálogo que el narrador «copia de un códice de la biblioteca de

la catedral de Osma», (cap. XVII) cuando la acción por imprecisa que sea su

época —recuérdese lo dicho antes— ocurre en el tiempo de la escritura, o muy

cerca. Lo de tal códice, ¿será un anacronismo irónico? Posiblemente. Como lo

será también, parece obvio, el echar a cargo de «los franciscanos descalzos de

Ocaña», el cronicón de donde se han tomado las aventuras desde la inmersión

de Gil en el Tajo, hasta su desencantamiento y repristinación en Tarsis, y de

su amigo el duque de Ribagorza, Pepe Azlor, encantado en forma y condición

de trabajador en minas. Por si hubiera lugar a dudas respecto de la intención,

se atribuye la historia al «fraile franciscano tan descalzo como erudito» (Ya se

sabe que no hay franciscanos que no sean descalzos.) También se aducen relatos

de «veraces cronistas»; o se remite a «los cronistas que estas inauditas cosas

han trasmitido, aseguran, bajo su honrada palabra, que el caballero y la Madre

recorrieron, en menos tiempo que se tarda en decirlo, llanuras yermas y empi

nados vericuetos» (pág. 302). La mayor condensación de justificaciones del

narrador para el «lector» se da, y no con causa demasiado patente, en el capítu

lo XIX, desde el momento en que la Madre acompaña a Gil de Boñices a Calatañazor,

donde mata a su rival, y se lleva a su amada, Pascuala-Cintia. Siempre

se acude a «cronistas», «historiadores nacionales o extranjeros», a «códices»

que, para hacer honor a su inevitable condición de «viejos», carecen de algunas

hojas y no han permitido dar la historia completa. Dejando a un lado la dudosa

utilidad de las autoridades (?) esgrimidas, lo que el autor busca es aceptación

de lo que cuenta, dejando en la sombra lo que no le han revelado las fuentes

históricas. Se supone que así obtiene un grado de verosimilitud y la influye en

el «lector» cuando deja adivinar lo suplido y más todavía cuando sigue puntual

mente los documentos. Esto queda patente en frases como: «Mas no queriendo

el narrador incluir en esta historia hechos problemáticos o imaginativos, se abs

tiene de llenar el vacío con el fárrago de la invención y recoge la hebra narra

tiva que aparece en la primera hoja subsiguiente a las tres arrancadas por mano

bárbara o gazmoña» (cap. XIX). Tan reiterada y laboriosa apoyatura docu

mental para luego venir a quedar en algo inoperante dentro de la lectura.

Ahora bien, todas estas llamadas al «lector» para ganárselo novelísticamen

te, quedan desvirtuadas por el flagrante anacronismo, tan ingenuo de los dos

tiempos mal casados, el del relato y el de sus fuentes, vagamente medievaloides.

Con ello se pone en entredicho y hasta se niega el efecto de lo fantástico,

reducido a un truco de estrategia narrativa muy socorrido. Todavía sufre un

nuevo deterioro el mundo de la fantasía, al venir a desembocar en un mensaje

de aplicación práctica. Tal ocurre al ser desencantados Tarsis y Azlor de su estado

pisciforme y volver a su primitivo ser. Asisten a una reunión aristocrática y allí

ve nuestro héroe algo como una superposición de gentes elegantes y de otras

que ha conocido en su encantamiento como rústico, y ahora, «observando aque

lla gente, sin sentir hacia ella menosprecio ni aversión, llegó a posesionarse de

la síntesis social, y a ver claramente el fin de la armonía compendiosa entre

todas las ramas del árbol de la patria» (cap. XXVII). Estamos ante una lite

ratura alegórica, en la línea del apólogo, no ante una obra de tipo fantástico,

ni siquiera en el sentido de Todorov, con dudas entre el creer y el no creer lo

que se nos cuenta, desde el mundo relatado.

346

Ú. L*

Pastoral

Un paisaje curioso en El caballero encantado, no aclarado hasta ahora, que yo

sepa, es el de ambiente pastoril que se intercala en las andanzas de Gil por las

faldas del Moncayo. Hasta aquí los nombres de los personajes, aun dentro de

su simbolismo —tan habitual en Galdós 7 pertenecen a la onomástica esperable

en lugares y gentes como los que se nos ofrecen en el relato. Pero, de pronto,

en la majada y para honrar a la Madre, llegan Blas, Mingo, Sancho y Rodrigacho.

Cantan seguidamente en honor de su huéspeda y lo que recitan es, justa

mente, un pasaje de una de las églogas de Juan del Encina, que no se menciona,

desde luego, y se modifica levemente el texto, adaptando una situación amorosa

de Encina al elogio de la Madre para esta ocasión. El torneo de finezas entre

Pastor y Escudero, ahora son ofrecimientos a porfía de los pastores a su visi

tante. «¡Víctor, Madre querida ¡ / Díme, pastor por tu vida / ¿qué es lo que

tú le darás, / y con qué la servirás?» (cap. IX). De nuevo nos encontramos ante

un signo para el «lector», ahora remitido a un metatexto, que se nos escamotea

y que no funciona efectivamente, si no es en lectura no provocada por el propio

texto. En el verso los arcaísmos, que los hay, bien pueden pasar intencionalmente

por formas rústicas actuales o sin tiempo, con lo que resultaría invalidada

la marca de anacronismo. Lo que Galdós ha hecho, consiste en copiar versos

de la Égloga VII, «representada en requesta de uno amores... Pascuala, Mingo,

y Escudero». Dicha Égloga figura ya en la edición de 1496, preparada por En

cina, pero lo más probable es que el autor la haya tomado de la edición de

M. Cañete y F. A. Barbieri (Real Academia Española, Madrid, 1893). Ha dado

más movilidad al parlamento de Mingo, repartiéndolo ente los pastores que fi

guran en la escena, y luego ya no vuelven a aparecer en la novela. Desde luego

ha sido una feliz y oportuna intromisión de un texto pastoril primitivo, del

que ha tomado con buen tino la enumeración gozosa de alhajas, frutas, aves y

verduras que constituyen la nómina de presentes rústicos, viejo motivo de serra

nillas y pastorales. Doble gozo del nombrar y del designar. No vale la pena

puntualizar leves variantes que Galdós ha introducido en el texto copiado,

salvo la mala lectura de «gavanzas», por «garbanzos». Pero esto no es del

momento, y sí el notar cómo pocos años antes Galdós había sentido el atrac

tivo de otra pastoral, en este caso más fina y delicada, la dieciochesca, en Alma

y vida (1902), con un curioso efecto de teatro dentro del teatro, acaso indu

cido por Tamayo. Allí Galdós, en lugar de tomar versos ajenos, ha puesto a

prueba su capacidad de versificador8, aunque en escasa muestra y laborioso

empeño, según confiesa en el prólogo a la pieza. Como nota de color rústico,

junto a damas y caballeros que miman la pastoral elegante, oímos algún « ¡Hurrialla!

» como contraste arrusticado.

Pero, volviendo a nuestra novela, y al pasaje pastoril, digamos que no se

ha utilizado la posible evasión alusiva y aún directa hacia un mundo literaturizado,

en cierto modo fantástico, sino que se ha jugado realísticamente.

347

Conclusiones

La novela El caballero encantado, organizada sobre un artificio que se sitúa

en el plano de lo fantástico simbólico (mejor que de lo maravilloso) se apoya

en unos supuestos sociológicos de actualidad en el tiempo de la composición,

o muy poco antes: campesinos españoles en su vinculación social, y no es por

azar que se hable de «latifundios» y de la explotación de los pobres arrendatarios

por dueños y administradores —más aún por éstos— o de la presión ejercida por

caciques y del oportunismo hipócrita que ha de cultivar Cíbico —nombre sim

bólico, intencionado— para defender su negocio de corto vuelo, bordeando el

hurto o las malas artes. Para poner en contacto los extremos de la escala social,

ha acudido al expediente maravilloso del encantamiento de Tarsis, convertido en

Gil. Nota curiosa es que al discutirse los derechos a la propiedad, el conflicto

entre possidentes y desposeídos, se aducen textos de Padres de la Iglesia: San

Juan Crisóstomo, San Basilio, San Agustín y San Gregorio, únicas autoridades en

el libro sobre tal materia (cap. XVIII), aunque no falte alguna nota de anticle

ricalismo, por otra parte. Galdós ignoró aquí los planteamientos sociales ya ope

rantes en el tiempo de la composición.

El tema amoroso puede subsumirse en un sentido supraindividual: más que

Tarsis y Cintia, son España y América española los que están en juego, con un

final feliz, un tantico ingenuo-optimista. La lección que debiera haber aprendido

Tarsis, acaba en un matrimonio por amor y ventajoso. De todos modos, una vez

más le ha ganado a Galdós el gran tema, tan presente en su obra, de lo español.

En cuanto a instancias y solicitaciones al «lector» para gobernar su relación

con lo narrado, fallan por inadecuación y variedad referenciales y quedan en am

bigüedad, cuando no en incertidumbre. Una vez más diré que creo probable que

Galdós se sirve sin demasiada problematicidad de un recurso, y, por otra parte,

sigue con su vieja preocupación de escritor que no disocia arte y vida.

Lo fantástico nunca llega a poner en duda la validez del enunciado lingüís

tico, con lo que lo fantástico, cuando ocurre, queda en el plano del contenido

solamente.

Debería estudiarse no sólo en Galdós, sino en la novela decimonónica —que

penetra en nuestro siglo, claro— la fortuna de esa estrategia que opera con

justificaciones sobre textos supuestos y otros expedientes análogos, para dar de

paso lo novelesco y hacerlo admisible desde la lectura. Todavía, en su última

obra, don Benito lleva al teatro la obsesión documental: así en La razón de la

sinrazón (1915), donde dice: «No se relata la muchedumbre de platos... porque

las crónicas de que se ha extraído esta fábula teatral mencionan muy a la ligera

los manjares» (acotación a Cuadro 6.°, ese. VI).

Todos los análisis han sido hechos partiendo del texto, sin tener en cuenta

la verosimilitud externa y de uso corriente, lo que, ya se entiende, supone un

punto de vista9.

348

NOTAS

1 Sobre este punto es de citar, en primer término, el estudio de Carlos ClaveríA: «Sobre

la veta fantástica en la obra de Galdós», en dos entregas aparecidas en Atlante, London, I, nú

mero 2, abril-junio 1953. Señala el autor las notas de ese motivo a lo largo de la obra de

Galdós, y lo relaciona con la literatura fantástica que pudo conocer el autor canario. Cita otros

trabajos sobre la misma, o parecida materia, que no he podido ver, aunque parecen ir más por

el camino de lo psicológico.

El profesor Correa tiene un estudio extenso, Realidad, ficción y símbolo en las novelas de

Pérez Galdós, Publ. del Inst. Caro y Cuervo, XXIII, Bogotá, 1967, donde pueden verse espe

cialmente los capítulos XIV y XV; y sobre El caballero encantado, pág. 267. Hay reseña en

HR, XXXVIII, 2.°, abrü 1970.

Recientemente se ha ocupado de nuestra novela J. Rodríguez Puértolas, en su libro

Galdós, Burguesía y Revolución, Turner, Madrid, 1975, y en el cap. III. La valiosa informa

ción y certeros juicios sobre los aspectos tratados, no atañen a nuestro problema de lo

fantástico.

Es curioso que entre los primeros escritos de Galdós, hasta hace poco olvidados, tenemos

«La conjuración de las palabras. Cuento alegórico», publicado en El Museo Canario (Tenerife),

15 noviembre de 1968. En un ingenuo relato en que las palabras personificadas discuten y

protestan contra galicismos y terminan en batalla, ante un gran edificio, el diccionario

de la lengua castellana. Temprana prueba de su afición a esa esfera de los transreal. Ahora

puede verse gracias a la comunicación de don Andrés de Lorenzo Cáceres y en su comu

nicación presentada al I Congreso Internacional galdosiano, en septiembre, 1973, Las

Palmas, cuyas Actas aparecerán en breve.

2 Para la fecha de La sombra, además de los datos que da su autor en el prólogo copiado

arriba, véase Shoemaker, ed. de La crónica de la quincena, pág. 53, números 110 y 111. Vuelve

sobre ello el mismo galdosista en su edición de los artículos de Galdós en La Nación, de Bue

nos Aires (ínsula, Madrid, 1972).

3 Por ejemplo, en el artículo de Ana María Barrenechea, «Ensayo de una tipología

de lo fantástico» ( en Rev. Iberoamericana, Pittsburg, 78-80 (1972) 391-403, donde rebate

la clasificación de Todorov y rechaza algunas otras teorías de menos fuste.

Una reciente discusión de lo fantástico en literatura, partiendo de las ideas de Todorov

y de Frye, puede verse en David H. Richter, «Pandora's Box Revisited», en Critical Inquiry,

Chicago, 1-2 (december 1974), 472-74, especialmente. La discusión se centra en torno a género

y estructura. Debo el conocimiento de esta publicación al conocido galdosista Ricardo Gullón,

quien ya, por lo menos en su básico Galdós, novelista moderno, ya se había ocupado de lo

maravilloso, entre otros aspectos del novelista.

Uno de los más agudos, y aprovechables, planteamientos metodológicos para el género

fantástico, me parece el de Gerhard Mensching, en su Das Groteske in modern drama (1961),

y se atiene precisamente a la relación entre el autor y el lector, para los que postula, «un

cierto entendimiento acerca del nivel en que ha de tomarse cada cosa. La creencia, por ejemplo,

de que hay gentes dotadas de la capacidad de sostenerse en el aire, puede ser el punto de

partida de un cuento fantástico o de un cuento de hadas, o de humor; yo añadiría, o de

una fábula. Pero en tanto se mantiene sin fisuras la perspectiva narrativa, habrá fantasía

pura. Ese mismo relato puede convertirse en grotesco, no por alguna extravagancia en la

invención, sino a causa de la alternancia o confusión de diferentes perspectivas. La marca de

lo grotesco en el reino de la fantasía es la confusión consciente entre fantasía y realidad»

349

(op. cit., p. 23). Digamos que lo «grotesco» tiene otras interpretaciones, como la ya

muy acreditada de W. Kayser, pero no es ahora nuestro tema.

* Utilizo el término de «narrataire» y «narratee», según el sentido de Gerald Prince en su

«Introduction á l'étude du narrataire», en Poétique (1973), 14, págs. 178-196. No me ha parecido

conveniente introducir el calco léxico de «narratarios» sobre sus modelos francés e inglés.

Basta, creo, con poner «lector» para entendernos.

« Parece recuerdo del elogio que se hace del castellano en el poema de la conquista

de Almería,, incluso en la Chronica Adefonsi Imperatorisn

«illorum lingua resonat quasi tympano tuba más difundido. Quizá pudo haberlo leído

en Fray Francisco de Berganza, Antigüedades de España..., parte 2.a, Madrid, 1721, pági

nas 590-624. O en el P. Flórez, España Sagrada, XXI, Madrid, 1766, págs. 320-409. Cabe,

por supuesto, haberlo recibido por información oral, lo que viene abonado por lo impreciso

de la cita.

De todos modos, este castellanismo parece recibido de la corriente de exaltación de esa

región y su historia, tan acusada en la erudición y en la literatura finiseculares. ,

• En adelante citaré O. C, Obras Completas, ed. Aguilar, Madrid, 1964-1968.

7 La utilización de nombres propios con sentido internacional, nos lo encontramos

en casi toda la obra galdosiana. Con ello ha querido dar una caracterización psicológica

o moral a esos personajes así nombrados. Todavía, en la obra tardía La razón de la sinrazón

nos sitúa en «Ursaria..., metrópoli de esta Farsalia-Nova, país de cucaña». Aunque aquí

no se trata de personas, sino de la capital y de España. Esto parece muy extendido en la

novela del XIX, como puede verse ahora en Leonardo Romero Tobar, La novela popular

española del siglo XIX (tesis doctoral, inédita, leída en la Universidad Complutense hace

un par de años). Aquí se aducen ejemplos de autores como Antonio Flores, y Pereda.

Para este uso fuera de España, ver Ian Watt, «Tbe Natning of characters in Defoe,

Ricbardson and Fielding», en Rev. of English Stud. XXV (1949), 322-338. Y, del mismo,

«Réalistne et forme romanesque», en Poétique, 16 (1973), p. 529, especialmente.

8 Ahora conocemos los primeros, y casi únicos, ejercicios de vesificación que hizo don Be

nito, gracias a la pubHcación de Prehistoria y protohistoria de Benito Pérez Galdós, ediciones

del Cabildo Insular, Las Palmas de Gran Canaria, 1973, por Enrique Ruiz de la Serna y Se

bastián Cruz Quintana.

9 Debiera haber advertido desde el principio que esta novela de Galdós se publicó también

en El Liberal, de Madrid, y aun después de haber aparecido en libro. Véanse los números

desde 9 noviembre de 1909, hasta 6 marzo de 1910 (no es correcta la fecha del comienzo

que trae la muy útil Bibliografía de Galdós, I, de Manuel Hernández Suárez, E. s. del Excmo.

Cabildo Insular de Gran Canaria, 1972, p. 165, donde se da como fecha inicial la del 23 de

noviembre de aquel año). En total, cincuenta y cinco entregas, no siempre regulares en su

aparición. La obra galdosiana alterna con otras también en folletín.

Está por hacer el cotejo de libro y folletines, que presumiblemente ofrecerán mayor

interés en los aparecidos después del libro.

350