«LA SOMBRA», NOVELA DE SUSPENSE
Y NOVELA FANTÁSTICA
Germán Gullón
Unas breves palabras preliminares relativas al lugar que ocupa La sombra en la
producción novelesca de Galdós, y las circunstancias de su publicación, me parecen
obligadas como punto de arranque del análisis que de la obra voy a hacer. Esta
y La Fontana de Oro parecen tener el mismo derecho a ser llamadas «primera
novela» del escritor canario. José F. Montesinos al tratar de La sombra, en su
extenso estudio sobre Galdós, la sitúa a la cabeza de las narraciones largas, ba
sándose en unas palabras del propio don Benito, que figuran en el prólogo puesto
a la novela al publicarla en volumen (1890): «data de una época que se pierde
en la noche de los tiempos... que no acierto a precisar la fecha de su origen,
aunque, relacionándola con otros hechos de la vida del autor, puedo referirla
vagamente a los años 66 ó 67» *. La Fontana de Oro, por su parte, alcanzó forma
de libro en 1870, pero, según conclusiones de Montesinos 2, la comenzó a escribir
en 1868. De lo dicho se deduce que si una fue la primera escrita, otra fue la
primera publicada. Mas sea cual fuere el orden en que salieron de la pluma,
nuestro interés aquí es recalcar la posición de primeriza que corresponde a La
sombra, y añadir que no sólo lo es por la cronología, sino que una cierta tiesu
ra en la técnica de composición, revela que la mano del autor es todavía poco
experimentada. Sin embargo, es de notar que la obra contiene en germen mu
chos de los modos de novelar usados más ágilmente en otras posteriores, como
puede verse en la utilización de un narrador-personaje, que ya en esta ficción
acompaña al lector en todo instante. Igualmente anticipatorio es el hecho de
describir la fachada de una casa como reflejo del carácter de sus habitantes,
o su despliegue de la ironía. Sin adelantar más por este camino, diré ahora algo
sobre las circunstancias en que apareció la obra.
Vio la luz en La Revista de España (1870), y apareció en sucesivas entregas.
Este hecho, insignificante en apariencia, puede excusar, por ejemplo, la cons-
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V.5
tante intervención del narrador a que acabo de aludir, pues el novelista, si
quería atraer la atención del público, se veía en la precisión de refrescar un
poquito la memoria de sus lectores en cada entrega. Esto pudo forzarlo a darse
a conocer una y otra vez para poner en claro el punto de vista desde el que
se narraba. Por otro lado, la publicación seriada imponía a los autores dedi
cados a este tipo de literatura, unas reglas fijas; cada capítulo debía concluir
con una interrogación, con una exaltación del interés que incitase al lector a
buscar la entrega siguiente. Valgan lo que valgan estas consideraciones, me pa
recen necesarias, y quizá arrojen alguna luz sobre el análisis de la estructura
que a continuación intentaré.
Estructura
La sombra, en mi opinión, está estructurada sobre el cruce de imaginación
y fantasía, que a modo de columna vertebral, recorre las páginas de la obra.
Puede decirse que en ella hay dos novelas: en la primera, se cuenta la historia
del desequilibrio mental de Anselmo; en la segunda, unida indisolublemente a
la anterior, y cuya función es graduar los efectos producidos en el lector por
la primera, se plantea un enigma. El narrador de aquélla es Anselmo; el de
la misteriosa, un narrador-personaje, cuya voz se cruza a veces con la del autor
implícito3 y lo hace aparecer como omnisciente.
Las críticas de la obra que he podido leer, se ocupan principalmente del
elemento imaginativo, o de problemas relacionados con él, y mencionan de pa
sada el de misterio o suspense, que me parece esencial para el estudio de la
estructura. Aun sin entrar ahora en el examen detallado de los problemas na
rrativos que la obra plantea, no puedo seguir adelante sin hacer algunas obser
vaciones que se refieren a ellos. Al llegar a la última página averiguamos que
el protagonista, don Anselmo, ha contado la historia de su locura «al revés»
(página 231)4, haciendo caso omiso del «orden lógico» (pág. 231). Además, el
narrador transcribe la historia de la locura tal y como salió de los labios de
Anselmo; leemos sus propias palabras puestas en comillas, para destacar la
fidelidad de la transcripción. Estos dos recursos estilísticos: que la historia sea
contada al revés, y que el narrador la repita como algo aprendido hace tiempo,
no sabemos si hace un día, un mes o un año, revelan la presencia de un autor
implícito, medio oculto entre bastidores, y desde allí ordenando el curso de la
ficción. Podía haber contado la obra en un «orden lógico», pero prefirió hacerlo
de otro modo, para mantener ocultas hasta el final las causas del transitorio
trastorno mental del protagonista. El narrador no tiene reparo en comunicar
nos en seguida la muerte de Elena, esposa del doctor Anselmo, pero se resiste
a decirnos cuál fue el origen de la enfermedad de su marido que tan trágicos
resultados tuvo para ella. Es decir, sabemos las consecuencias del trastorno
mental, pero no la causa de tal enajenación. Y es esta causa, los celos inspirados
por un personaje «real», Alejandro, transfigurado en el mítico París, lo que
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producen las alucinaciones de Anselmo, y constituyen la historia de un caso
clínico5 no aclarado hasta el final. Esta suspensión del dato decisivo permite
establecer un primer paralelo entre La sombra y las novelas de intriga o poliríacas,
en las que se descubre muy pronto al muerto, pero se ignora durante
largos capítulos quién lo mató, y por qué. Sin ese misterio que excita el interés,
no habría novela.
Andrés Amorós, resumiendo el estudio de Roger Caillois sobre la novela
policíaca, Le román policier, dice: «esta novela [la policíaca] narra la misma
historia que la de aventuras, pero en sentido inverso; sigue el orden del des
cubrimiento, como una arquitectura piramidal»6. Caillois llama, pues, la aten
ción sobre el mismo punto que en La sombra nos ha importado destacar: los
hechos se cuentan en orden inverso al de su ocurrencia.
Una vez descubierta la causa de la extraña conducta de Anselmo, al autor
no le importa dejar sueltos algunos de los cabos, puesto que el misterio ya fue
dilucidado. Ciertas preguntas quedan sin respuesta, y el narrador explica por
qué: «Pensé subir a que [Don Anselmo] me sacara de dudas satisfaciendo mi
curiosidad; pero no había andado dos escalones cuando se me ocurrió que el
caso no merecía la pena, porque a mí no me importa mucho saberlo, ni al lector
tampoco.» (pág. 231). El narrador entiende que el lector, una vez descubierta
la causa de lo ocurrido, no tendrá ya interés en seguir leyendo. El misterio, por
tanto, es uno de los efectos buscados, y como ingrediente novelesco tan impor
tante como la historia misma de Anselmo.
Quizá, como sugería al comienzo, la publicación por entregas de la novela
influyó en el modo de organizaría. Si Galdós pretendía retener la atención del
lector, de entrega a entrega, no dejaría de tener muy presentes los recursos cuya
utilidad para ese fin había sido demostrada por la retórica del folletín. La intendón
de intrigar se pone de manifiesto de muy diversas maneras. Veamos, por
ejemplo, la presentación del protagonista en forma contradictoria: es un «loco
rematado», opina la gente, mientras el narrador señala «rasgos de genio»
(página 194); no se sabe si ponerle «entre los más grandes», o situarle «junto
a los mayores mentecatos nacidos de madre» (pág. 194). Parecía un «nigro
mante», «pero no lo era ciertamente» (pág. 195). El lector es así desorientado,
y aún lo será más cuando en el apartado segundo del primer capítulo se diga:
«Demos a conocer a la persona.» Pues resultará que en lugar de servir para
disipar nuestras dudas, en esas páginas el narrador seguirá complaciéndose en
las contradicciones. «Parecerá que D. Anselmo es tipo poco común, de éstos
que se ven en el artificioso mundo de la novela... Estas creencias se desvane
cerán cuando se sepa que el doctor Anselmo era hombre de aspecto poco ro
mántico, tan del día y por acá...» (pág. 197). Luego sabremos que en el
cerebro del protagonista hay tal confusión que «locas imágenes» alternan con
«discretos juicios», y necedades con «grandes concepciones... fruto del más sano
y cultivado entendimiento» (pág. 198). La posibilidad de que se trate de «un
loco», no excluye ahora la de que nuestro hombre sea «un gran filósofo» (pá-
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gina 199). La promesa implícita en el titulillo no se cumple y la personalidad
del doctor sigue siendo enigmática, que es de lo que se trata.
En el apartado tercero del primer capítulo, el lector entra en contacto con
don Anselmo en persona. Cuando el narrador le pregunta por qué hace expe
rimentos de química, «seguro de que el sabio no daría contestación categóri
ca» (pág. 199), las contradicciones dejarán paso a la afirmación, a una respuesta
clara, y sabremos cómo es de veras el hombre, un río de imaginación. «Para
atar la loca —contestó— para contenerla y obligarla a que no me martirice
más» (pág. 199). Ha optado por el experimento científico como medio de dis
traerse de una preocupación obsesiva: la suya es causada por la desbordante
«loca», por la imaginación que no cesa de maquinar, y de alterar el curso de su
pensamiento. Experimenta con la química para escapar de esa imaginación que
le perturba, sumergiéndose en el trabajo, como otros lo harían en el alcohol
o en los placeres La cuestión ya no es determinar si el personaje es genio o men
tecato, cuerdo o loco, sino averiguar el por qué de ese imaginar incontenible
y morboso. El profesor Cardona, en su introducción a la edición americana de
La sombra, ha estudiado esta problemática y la novela que de ella surge como
una especie de anticipo de análisis freudiano, viendo cómo en ella se desvela
poco a poco un proceso psicótico.
Efectivamente, es un desvelamiento gradual de la personalidad del protago
nista, inicialmente tan ambigua. Al lector se le van proporcionando algunos
datos, pero con cuidado de no revelar demasiado. De pronto, en el mismo apar
tado tercero del capítulo primero, se habla de una «voz abominable» (pág. 201),
de alguien, mal precisado, que atormenta a Anselmo y es raíz de sus males, pero
sin decir cuál es la identidad del sujeto a quien pertenece esa voz. Cuando el
doctor va a descubrirnos la identidad del hablante, se produce un cambio en
la narración y el ojo de la cámara enfoca un movimiento trivial de la criada
que viene a calentarse al fuego. El capítulo termina con una suspensión y un
aplazamiento: «El doctor Anselmo —se concluye— habló de esta manera:»
(página 202). Los dos puntos nos dejan en el aire, esperando por una continua
ción que vendrá en forma de flashback, es decir, en forma de un retroceso que
expondrá los antecedentes del caso. En el capitulillo siguiente se cuenta la boda
del protagonista, lo relativo al cuadro de Paris y Elena, y a los celos de aquél,
causa primordial de los trastornos sucesivos.
Con esto no queda aclarado, sino un primer punto; en seguida se dará al
lector la impresión de que algo extraño ha ocurrido: «Un día entré en mi casa,
entré y vi...» (pág. 205). Los puntos suspensivos dejan al lector a oscuras.
Anselmo vuelve al pasado; habla otra vez de su noviazgo; y la narrativa retor
na al momento anterior: ...«cuando vi... —¿Qué vio usted, hombre? Sepa
mos— dije con impaciencia [habla el narrador]. —Vi, vi...» (pág. 206). Y una
vez más la narración se interrumpe y nos quedamos sin saber lo que el perso
naje vio: «un ruido instantáneo, horroroso, una detonación tremenda resonó en
la habitación...» (pág. 206). Una probeta de las utilizadas por Anselmo para
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sus experimentos, estalla. Desea que la narración adelante, pero a sus deseos se
opone algo externo, esta explosión causada por los experimentos químico* rea
lizados, y luego una digresión más bien larga y muy detallada de como un gato se
abrasa; digresión que reputaríamos innecesaria si no pensáramos en la exigen
cia estructural de prolongar tanto como sea posible las expectaciones del lector.
En el primer apartado del segundo capítulo reaparece la voz. La oye Ansel
mo en el cuarto de su esposa; Paris ha desaparecido del cuadro. El doctor
echa abajo la puerta del cuarto de Elena, ve que la ventana del «jardín estaba
abierta, y que una sombra, un bulto, un hombre saltaba por ella. Este fue tan
rápido que apenas lo vi» (pág. 208). La intriga ha subido un punto: la voz se
ha convertido en sombra, y Paris se ha evaporado. Más: Anselmo ve que la
sombra entra en el pozo, y lo llena de piedras, con trasparente intención de
sepultarla. Cuando poco después el mítico seductor entre en su cuarto, nadie
se sorprenderá. Si es una sombra, una creación de la imaginación obsesa, será
inútil tratar de combatirle con las armas de la razón. En el apartado siguiente
la identificación entre Paris y la sombra queda definitivamente establecida. El
uno y la otra son un mismo ente; un ente inmortal que no tiene nombre
o puede tener cualquiera, según la circunstancia y el lugar en que aparezca. He
aquí lo que dice la voz hablando de sí misma: «me he resuelto a no llevar
nombre fijo; así es que me llamo Paris, Egisto. Norris, Paolo, Buckingham,
Beltrán de la Cueva, etc., según la tierra que piso y las personas con quien
trato» (pág. 211). Y si no lo dice, es para el caso lo mismo, pues esto es lo
que oye Anselmo, y este oír voces es lo que constituye su «caso», que va to
mando cuerpo, y en su desarrollo aumentando la sensación de suspense que el
lector experimenta. Y claro está que el capítulo terminará con el ya habitual
recurso de anunciar una aclaración —«voy a explicárselo claramente»—, que
por supuesto, se pospone para el apartado siguiente.
No sólo la novela está ordenada de manera que despierte y mantenga el in
terés del lector, sino que el narrador mismo se impacienta con el balbuceo y las
medias palabras, y quisiera ir al grano. Desea ver cómo reacciona el protago
nista al enfrentarse con la sombra: «Tengo curiosidad por saber cómo se porta
usted delante de un adversario tan terrible... Yo le aseguro [dice Anselmo],
que es enteramente distinto a lo que usted se ha figurado» (pág. 215). Luego
el personaje está consciente de que el narrador tiene también interés en saber.
El autor parece haber planteado un crucigrama en varios niveles; primero al
protagonista que vive los acontemientos; luego, al narrador, que trata de saber
lo que pasó y acaba impacientándose por la cantidad de vueltas y tornavueltas
que da la historia; por último, al lector, el más desamparado de todos, que ni
interviene en los hechos, ni los oye contar, y depende absolutamente de lo
que quieran contarle y de cómo se lo cuenten; para llegar al desenlace no le
queda otro remedio que seguir leyendo.
El último capítulo se titula «Alejandro». De fijo, el lector se sorprenderá
al leer un nombre hasta entonces no mencionado. ¿Quién es Alejandro? Para
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decirnos quién es, el narrador recurrirá otra vez a la técnica del balbuceo, po
niendo las palabras en boca del protagonista: «ese joven, ese joven..., ese que
viene aquí desde hace algunos días... ese Alejandro no sé cuantos» (pág. 223).
La cosa no se aclara hasta la última página en que se identifica al tal Alejandro
como «la verdadera expresión material de aquel Paris» (pág. 231). Así se clau
sura el caso.
La obra podría continuar y responder a ciertos interrogantes en que el lec
tor no acaba de ver claro. ¿Cuál fue el carácter de las relaciones entre Elena
y Alejandro? No sabemos. ¿No sería todo una manifestación del delirio de
celos padecido por Anselmo? El narrador deja al lector el cuidado de contestar
las, si puede y quiere hacerlo.
Las obsesiones de Anselmo fueron manifestándose a un ritmo impuesto
por la exigencia de mantener el misterio hasta el final. Nada se dice sin excitar
primero la curiosidad del lector y sin hacerle esperar por una solución que se
demora. No es casualidad que el habla de Anselmo caiga a veces en el balbuceo,
pues ello es propio de quien más que expresarse lógicamente está tratando de
dejar que se manifieste la parte de su ser que llamamos subconsciente. Las
medias palabras, con que el doctor trata de sacar a la luz su problema psíquico,
dejan ver una falta de articulación verbal que se corresponde con la confusión
mental en que el personaje se debate. Acaso lo más curioso es que cuando todo
queda aclarado o parece quedar aclarado, el enigma de Anselmo y de su deli
rio sigue de algún modo latente en la imaginación del lector.
NOTAS
1 William H. Shoemaker: Los prólogos de Galdós Ediciones de Andréu (México, 1962),
página 67.
2 José F. Montesinos: Galdós. Editorial Castalia (Madrid, 1968), tomo I, p. 52.
3 Traduzco «implied author» por autor implícito. Uso el término tal y como lo define
Wayne C. Booth en su excelente Tbe Rhetoric of Fiction. The University of Chicago Press
(Chicago & London, 1961), pp. 71-73. Para una valoración crítica del término véase el ar
tículo de Francoise Van Rossum-Guyon, «Point de vue ou perspective narrative», Poétique,
I, 1970.
4 Las citas de La sombra corresponden a las páginas de la edición de Obras Completas de
don Benito Pérez Galdós, vol. IV, Editorial Aguilar, 7.a edición (Madrid, 1969).
5 Rodolfo Cardonah «Introducción» a La sombra de Galdós. W. W. Norton & Co. Inc.
(New York, 1964), p. xxv.
6 Andrés Amorós: Introducción a la novela contemporánea. Editorial Anaya (Salamanca,
1966), p. 88.
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