LA FIGURA VILLAAMIL EN «MIAU»

Geoffrey Ribans

Para la sesión de clausura en este I Congreso Galdosiano, de extraordi

naria envergadura y —dicho sea de paso— de un pasmoso espíritu hospitalario,

podría parecer irreverente y poco serio discutir sobre una obra cuyo título mo

nosílabo consiste en el vocablo que expresa el característico sonido gatuno

Miau, que poco parece tener de elevado o trascendental. Pero Galdós y no yo

lo ha dispuesto así y conviene subrayar que desde el primer momento, en su

título mismo, don Benito eligió dar un tono ligero, burlesco y socarrónf —pa

labra esta que sale a cada paso al referirse a Galdós— a su novela. Miau es

efectivamente una de las novelas de Galdós que en años recientes ha suscitado

más interés y más discusión. Y sobre un aspecto en especial, fundamental para

la comprensión de la obra, ha surgido cierta amistosa polémica la cual quiero

examinar con cierto detenimiento esta tarde: la interpretación del personaje del

protagonista. En esta ocasión, por tanto, he de restringirme rigurosamente a

don Ramón de Villaamil, dejando completamente de lado otras interesantísimas

consideraciones, tal como el papel del niño Luis Cadalso, cuya primordial im

portancia, tanto estructural como temática, soy por otra parte el primero en

reconocer. Los críticos que últimamente se han ocupado de este tema parecen

dividirse en dos campos radicalmente distintos: por una parte los que ven la

historia principalmente como una crítica de la sociedad que oprime al individuo

indefenso, dejando despiadadamente cesante a un digno funcionario; descue

llan entre éstos, señaladamente en las ilustres páginas de Anales Galdosianos,

Alexander Parker 2, Geraldine M. Scanlon y R. O. Jones3, en un artículo escri

to en colaboración, y Herbert Ramsden4, todos ingleses por más señas; y por

la otra los que atribuyen una parte mayor o menor de la responsabilidad por

su desesperada situación a los defectos del propio Villaamil: Sherman Eoff,

con su célebre libro sobre las novelas galdosianas5, y Robert Weber, editor

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meticuloso del manuscrito de Miau6, representan esta segunda actitud. En sín

tesis el problema esencial se plantea en el título del artículo de Parker: «¿Es

Villaamil víctima o fracaso cómico?»

Es verdad que caben otras actitudes más variadas o polifacéticas: Villaamil

como símbolo de la existencia humana 7; el concepto de la administración como

un «mundo absurdo» autónomo e incomprensible, kafkiano o unamunesco, desa

rrollado por Ricardo Gullón8; la actitud más bien psicológica, si bien crítica

de Villaamil, de Theodore Sackett9; por mi parte, a raíz de una nota algo severa

sobre el libro de Gullón en la que, en un espacio harto breve, me atraví a em

barcar en una interpretación de Miau 10, se me ha identificado con el criterio

de Weber n, cosa que dista mucho de ser cierta, como se verá en lo que sigue.

En su artículo modestamente titulado «Preludio de una revalorización»,

Scalon y Jones señalan como los tres defectos de Villaamil según el criterio

asociado con Eoff y Weber: la incompetencia, el pesimismo y una excesiva autopreocupación12.

Por mi parte, no dudo en descartar estas críticas como total

mente injustificadas. Acepto, sin ambages, la mayor parte de lo que los eruditos

villaamilófilos, por decirlo así, alegan en su favor: su seriedad y su básica com

petencia en su carrera, su evidente superioridad humana frente a los demás

miembros de la tribu burocrática, la flagrante injusticia, una tara escandalosa

sobre el estado y la sociedad que la permite, de su cesantía y del fracaso de sus

esfuerzos por colocarse con el fin de jubilarse dignamente. Todo esto me parece

archievidente: no creo que haya nada que favorezca la tesis de Weber de que

al pobre Villaamil le incumbe, a los sesenta años bien cumplidos, buscar otro

empleo ni que su aspiración de colocarse sea el resultado de un exagerado

egoísmo 13. Igualmente evidente para mí es la honda compasión que debemos

sentir frente a la simpática figura de Villaamil: es hombre de cabal integridad

ética, de una gran benevolencia humana, de una admirable sencillez de costum

bres. No menos evidente y meritoria es su honradez, su determinado rechazo

de las trampas y fraudes a que le instan tanto doña Pura como Víctor; éstos

son los métodos consagrados, y cada vez más importantes, para adelantar dentro

del sistema, pero no podemos, sino aplaudir en Villaamil su rotunda negativa a

recurrir a ellos14. Si la novela fuera tan sólo una encarnizada lucha entre la

pérfida e ineficaz administración y el incorruptible Villaamil —así es más o

menos el enfoque del problema que con el irónico beneplácito del autor el

honrado empleado se complace en presentar— no habría más alternativa que

ponerse resueltamente de parte suya. Pero la reladidad de la novela es —a mi

ver— harto más compleja y la confrontación estado-Villaamil está mal enfo

cada. Veámoslo.

Las características de la administración española, tal como nos la presenta

Galdós, son fácilmente descritas: Ramsden, entre otros, la somete a un examen

sumamente minucioso, resumiéndola como «a world of mediocrities and stringpullers

» 15; Scalon y Jones apuntan con razón que es «manifestly malignant» y,

además, perversa: no sólo no premia al meritorio, sino favorece al malo; Par-

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ker ve más bien en ella un ejemplo externo de carencia de compasión humana 16.

Todos, influidos quizá por un sistema de administración más asentada y estable,

pasan por alto los violentos altibajos experimentados en la vida pública espa

ñola. En vez de apreciar la asombrosa capacidad de Galdós para penetrar de

modo verosímil en la existencia física de este mundo burocrático tal como es

o aparenta ser, parecen, implícitamente, prever la posibilidad de mejorarla desde

dentro y aprueban, con más o menos entusiasmo, los proyectos de reforma que

abrigaba Villaamil17. Es aquí donde discrepo grandemente de mis ilustres com

patriotas. A mi parecer la actitud de Galdós frente a la burocracia es muy dis

tinta de lo que conciben los que buscan en sus novelas motivos de regeneración

dentro de la oficialidad estatal.

Antes de entrar, sin embargo, en este terreno esencial, conviene mirar un

poco más de cerca los detalles que nos proporciona Galdós, pródigo siempre en

datos concretos, de la carrera pública de Villaamil. Primero importa reparar

en una cosa significativa. La acción de Miau se desarrolla en plena Restaura

ción, en 1878. No es casual que Galdós sitúe su presentación más acabada de

un viejo cesante en un período que, según él, reunía ciertas condiciones muy

especiales, consecuencia de la época de inquietud que seguía a la «Gloriosa» Re

volución de septiembre de 1868: «el mayor trastorno político de España en el

siglo presente» (588)18, la cual dejó cesante a Villaamil por deber su destino

aun íntimo de González Bravo 19. A continuación los vaivenes políticos y sobre

todo el arreglismo acomodaticio de la Restauración transformaron desfavorable

mente la situación del empleado ya entrado en años, monárquico por más señas

y amenazado de cesantía por la cantidad de nuevos pretendientes. Como afirma

el mismo Villaamil, hombre esencialmente del antiguo régimen: «Con esta Res

tauración maldita, epílogo de una condenada revolución, ha salido tanta gente

nueva... Bien dice Mendizábal que la política ha caído en manos de meque

trefes» (610). Pantoja repite en otras palabras esencialmente el mismo concepto.

Hablando de la tribu Pez, notoria muestra de la habilidad burocrática de arri

marse al sol que más caliente, dice que éstos están rebosando de obligaciones:

«Esa gente, que sirvió a la Gloriosa primero y después a la Restauración, está

con el agua al cuello porque tiene que atender a los de ahora, sin desamparar

a los de antes, que andan ladrando de hambre» (696)20. Villaamil es patente

mente de los de antes que se han quedado desamparados. Por eso Pantoja le

recomienda a su amigo que busque el apoyo de los «pájaros gordos», sean mi

nisteriales o no, y menciona por su nombre a los prohombres más destacados

de la Restauración: Sagasta, Cánovas, Castelar, Venancio González, los herma

nos Silvela. En otra ocasión Villaamil denuncia a Pura la facilidad con que los

Peces —que no él— han sabido acomodarse a la Restauración: «Figúrate una

gente que ha mamado en todas las ubres y que ha sabido empalmar la Gloriosa

con Alfonsito» (630). El, incluso, logró mantener su puesto cierto tiempo «res

petado por la Restauración» antes de que le cayese el fatídico golpe. Seguida

mente afirma que los puestos que ocupan ellos, los más plegadizos, corresponden

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a los «leales», «servidores fieles, identificados con la política monárquica». Y

conste que lo que después proclama, nótese bien, es nada menos que la necesi

dad del sistema de turno, que echaría a unos, los que sabían adaptarse a cual

quier régimen para sustituirlos con otros más adictos e intransigentes. Es decir,

que nuestro dedicado funcionario contempla con ecuanimidad el sistema para

lelo de empleados y pretendientes que se alternan en el servicio según la orien

tación política: no le importa que haya una cohorte permanente de cesantes,

con tal que él no sea uno de ellos, ni aspira a crear un cuerpo estable y fijo

de empleados del estado. ¡Vaya una reforma!

También entra en juego, naturalmente, el enchufismo, sobre todo la influen

cia de las faldas, que en el caso destacado de Víctor es lo que determina su

inmerecido ascenso.

Este concepto, por cierto muy fidedigno, de la Restauración como inten

tando en lo posible una cómoda reconciliación de todos los intereses21 está

muy arraigado en Galdos; en Fortunata y Jacinta, novela que inmediatamente

antecede Miau, y que se desarrolla precisamente en aquellos años, presenciamos

la subida a ministro de Jacinto Villalonga, quien va en seguida dispensando

largueza a tales menesterosos como Basilio Andrés de la Caña, amigo y apoyador

de Villaamil en Miau, y Juan Pablo Rubín que tiene la desvergüenza de dar

un carlista reconciliado propinita de medio duro (554) al mísero Villaamil, y

en otra esfera —la eclesiástica— al repugnante Nicolás Rubín; en estos nom

bramientos no entra para nada ninguna consideración de mérito. Incluso recibió

Villalonga, sin atenderla, una recomendación de Feijoo para Villaamil, en su

previa encarnación de Ramsés II22.

Años más tarde, en un artículo escrito en 1903, «Soñemos, alma, soñemos»,

Galdós insiste de nuevo en la transformación radical que se ha realizado desde

la época de la Revolución de 1868 y la Restauración, transformación «que ya

vieron los despabilados, y ahora empiezan a ver los ciegos». Consiste ésta, con

tinúa Galdós, en un abandono de la dependencia absoluta sobre el Estado:

«... el ser doméstico, digámoslo así, de nuestra raza pobre y ociosa, sin trabajo

interior ni política internacional, se caracterizaba por la delegación de toda vita

lidad en manos del Estado. El Estado hacía y deshacía la existencia general

...Las clases más ilustradas reclamaban y obtenían el socorro del sueldo. Había

dos noblezas: la de los pergaminos y la de los expedientes...» A partir de la

Revolución y su secuela, en cambio, «va siendo ya general la idea de que se

puede vivir sin abonarse por medio de una credencial a los comedores del Es

tado; de éste se espera muy poco en el sentido de abrir caminos anchos y nuevos

a los negocios, a la industria y a las artes. En cincuenta años es incalculable el

número de los que han aprendido a subsistir sin acercar sus labios a las que

un tiempo fueron lozanas ubres y hoy cuelgan flácidas. [Nótese la tan predilecta

metáfora galdosiana] Los españoles han crecido: comen, ya no maman» (O. C,

Novelas, III, 1258-59). Aunque es indudable que las ideas de Galdós se han radi

calizado mucho en el transcurso de los años, Villaamil se cuadra de la manera

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más exacta al hombre viejo satélite del Estado frente al nuevo tipo, indepen

diente y emprendedor —al que podríamos considerar capitalista— de la post-

Restauración.

El caso de Villaamil resulta así políticamente explicable e históricamente

verosímil, aunque esto, naturalmente, no quita nada de la injusticia del caso.

Al considerar los efectos de su cesantía, intentemos de antemano separar las

consecuencias puramente materiales de las espirituales. Su situación material es

por cierto desesperante y poco menos que irremediable en el momento en que

le encontramos en la novela, pero el hecho es que precisamos el fin de un largo

proceso que evidencia, por un lado, la arbitraria e indiferente injusticia del Es

tado —cosa que podríamos dar por sentada— y, por parte del afectado, una

grave falta de previsión, cautela y resolución. Villaamil no puede menos que

darse cuenta de lo que es el sistema administrativo español —sus denuncias lo

demuestran claramente— y, por tanto, de lo precaria y deleznable que es la

seguridad del funcionario público. Al describir sus tres períodos de cesantía,

Galdós nos indica de paso que dieciocho meses sin destino es «poco tiempo» para

un empleado. Villaamil debe estar escarmentado ya. Ha tenido aquel momento

de fugaz triunfo, nada brillante por cierto, evocado fielmente por Galdós en

más de una ocasión, como jefe económico de una provincia de tercera, pero

allá «doña Pura y su hermana daban el tono a las costumbres elegantes y hacían

lucidísimo papel» (588)M y éste no sabía impedir estos derroches como no

logró impedir que su hija Luisa se casase con Víctor Cadalso. Cuando la revo

lución le deparó la cesantía, pagaron todas las consecuencias de las consabidas

extravagancias, pues doña Pura «había tenido siempre el arte de no ahorrar un

céntimo». Sus dos años de destino en Ultramar le proporcionaron algunos ahorros

«que se deshicieron pronto como granos de sal en la mar sin fondo de la admi

nistración de doña Pura» (590-91). Repárese en la palabra «administración»:

Villaamil es el administrador público que no sabe administrar su propia casa.

En otra parte Galdós declara paladinamente que es doña Pura quien lleva los

pantalones.

Dentro ya de la acción del libro, en los apuros más negros de la cesantía,

no cesan tampoco las extravagancias de doña Pura, debidamente advertidas en

todo detalle por Paca, la portera, y que dan indicios tanto de la continua irres

ponsabilidad de las Miau que no dejan nuncan de «vivir en la hora presen

te» (570), como de la falta de autoridad del jefe del hogar, el ex-jefe económico

de una provincilla: tan despegado está de la economía doméstica que no se le

ocurre siquiera preguntar de dónde proceden aquellos lujos (más adecuado (s) a

la mesa de un director general que a la de un mísero pretendiente» (569) com

prados con los diez duros que doña Pura recibe prestados de la Señora de Pez y

seguidos algo más tarde por los no pocos billetes de 100 pesetas entregados por

Víctor. Doña Pura ya había increpado violentamente a su marido por su falta de

empuje: «Las credenciales, señor mío, son para los que se las ganan enseñando

los colmillos. Eres inofensivo, no muerdes, ni siquiera ladras, y todos se ríen de

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ti» (561). Don Ramón hubiera hecho bien en enseñar los colmillos en casa,

donde toda la preocupación está en ir a la ópera, recibir a las visitas y obse

quiarlas con copa y pastas y conservar intacta entre todos los apuros la tan

adorada sala, inigualada entre sus amistades.

El hecho es, sin embargo, que las dificultades materiales, por acuciantes que

sean, son lo de menos en esta historia. Mucho más importante es la frustra

ción espiritual de un hombre que ha dedicado no ya su vida, sino su alma a

la máquina burocrática24. Primero, echemos un vistazo a las palabras e imá

genes que están asociadas con él desde el comienzo de la novela. Casi sus

primeras palabras dicen así:

En este mundo no hay más que egoísmo, ingratitud y mientras más infa

mias se ven, más quedan por ver... (555).

«Este mundo» es, por supuesto, el mundo de la administración, su mundo

adoptivo, y la amplia y categórica condena peca evidentemente de hiperbólica.

Villaamil está proyectando sus problemas personales al mundo entero. La pri

mera palabra que articula en el segundo capítulo —«¡Colocarme!»-— mantiene

este tono exaltado y patéticamente burlesco. Asimismo, la primera impresión

visual que tenemos de Villaamil es la comparación con «un tigre viejo y tísico

que, después de haberse lucido en las exhibiciones ambulantes de fieras, no

conserva ya de su antigua belleza más que la pintorreada piel». (554).

Menos importancia tiene la segunda descripción, esta vez pictórica, al pensar

en la negra necesidad de acudir como mendigo a sus amigos:

£1 tigre inválido se transfiguraba. Tenía la expresión sublime de un após

tol en el momento en que le están martirizando por la fe, algo del San

Bartolomé de Ribera, cuando le suspenden del árbol y le descueran aquellos

tunantes de gentiles, como si fuera un cabrito (555).

Aparte del destacado contraste con la representación de doña Pura como

figura de Fray Angélico, esta comparación nos muestra, desde el principio, la

vocación de martirio, de padecer por la fe25 —que es la subyugación a la

administración—- que caracteriza al pobre Villaamil; y el tono ligeramente iró

nico del pasaje citado nos indica lo que ésta tiene de exagerado. A continuación,

Galdós se refiere al apodo de Ramsés II que puso al Villaamil de Fortunata y

Jacinta, pero aunque sobrevive alguna imagen de momia26 a la identificación

más bien estática con los egipcios antiguos le sustituye la más dinámica del

tigre gastado y del santo y mártir.

Como ocurre más de una vez en la organización metafórica de la novela, las

impresiones visuales son categóricamente desmentidas por los hechos. Un solo

ejemplo: Mendizábal, hombre en extremo bondadoso, se parece a un gorila,

así como su apellido, de destacado renombre liberal, no casa bien con sus opi

niones reaccionarias. Se dan parecidas ironías de situación: cuando Cucúrbitas

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se niega a ayudar más a Villaamil, da dos perros grandes por única vez al

muchacho que tantas correrías ha hecho sin percibir céntimo; y cuando a Mendizábal

los Villaamil le pagan excepcionalmente la mensualidad, sale con mal

humor porque ellos no se sienten dispuestos a lisonjearle. Y como último

ejemplo, muy pertiente, de esta ironía: una vez cuando el bueno de Villaamil

estaba resignado a una cesantía que parecía inevitable: «no pensaba más que en

el fatídico cese; lo veía delante de sí día y noche, manifestándose con brutal

laconismo. ¿Y qué sucedió? Pues, sucedió que me lo ascendieron» (639).

Así pasa también con la apariencia de tigre, si bien viejo y gastado, que

concuerda, eso sí, con el aspecto felino de toda la familia; por feroz que parez

ca al hacer su característico ademán de mover con saña la mandíbula, la verdad

del caso es todo lo contrario: «Su cara tomaba expresión de ferocidad san

guinaria en las ocasiones aflictivas, y aquel bendito, incapaz de matar una

mosca, cuando le amargaba una pesadumbre parecía tener entre los dientes

carne humana cruda, sazonada con acíbar en vez de sal» (560). Villaamil,

claro está, peca no de agresivo, sino de excesivamente dócil e indeciso en toda

su conducta familiar.

A estos atributos se añade pronto su fuerte complejo persecutorio («¿Quién

será, pero quién será el danzante que me hace la guerra? Algún ingrato quizá

que me debe su carrera» (562), al que da hiperbólica expresión en el angustiado

rezo o soliloquio del captíulo IV, que llega a su punto culminante cuando

choca, en las tinieblas, contra la puerta y la mesa despertando al extenuado

Luisito y aterrándole con su obsesionada rememoración de las fechas de una

ley administrativa.

A base de ironías, exageraciones y contrastes, pues, Galdós establece desde

el principio una honda veta humorística de discrepancia entre lo visto y dicho

y la realidad que anticipa los acontecimientos posteriores.

La inclinación hacia lo heroico y lo exagerado, pues, está allí desde el prin

cipio27. Esto, para mí, explica y justifica el tono cómico de las descripciones

y acontecimientos relacionados con Villaamil y me impide tomarlo tan a pecho

como ciertos críticos. Por esta tendencia a la exageración y la falta de propor

ción las crueles sátiras de Guillen y la imposición sobre el autor de las cuatro

memorias del mote Miau resultan consecuentes y hasta cierto punto justifica

das, si bien despiadadas. Así al transtornársele el juicio la conversión de Miau

en Inri, símbolo de la pasión de Cristo crucificado, no carece de preparación

y de antecedentes.

La querencia que siente por la mole del Ministerio de Hacienda es honda

y conmovedora:

Profesaba Villaamil entrañable cariño a la mole colosal del Ministerio; la

amaba como el criado fiel ama la casa y la familia cuyo pan ha comido du

rante luengos años; y en aquella época funesta de su cesantía visitábale él

con respeto y tristeza, como sirviente despedido que ronda la morada donde

le expulsaron, soñando en volver a ella (610)28.

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Allí está su vida, allí sus aspiraciones y es la exclusión de la rutina adminis

trativa lo que más le duele en el alma —exclusión que le sería forzosa aceptar

en todo caso al jubilarse. Otra ironía es que si lograra colocarse durante esos

dos meses, se quedaría con una jubilación muy holgada de los cuatro quintos

de su mejor sueldo. Es otro absurdo del «todo o nada» que caracteriza la admi

nistración española de entonces. Hay que notar, además, el hecho significativo

de que Villaamil no habla para nada como un empleado que raya ya en la

jubilación; de los dos meses que le faltan para cumplir los treinta y cinco años

de servicio reglamentario habla poco; en cambio, discurre largamente sobre

dos temas: los detalles más nimios de ascensos y de salarios, que inevitablemente

le hieren en su estima propia, y sus proyectos de reforma burlescamente condensados

en las letras MIAU: los slogans que otros toman tan en serio. Me

falta tiempo para hablar largamente de ello, pero me parecen invenciones de

índole puramente administrativa que poco o nada tienen que ver con la rea

lidad del país. Moralidad es un concepto altamente deseable, pero tan general

que carece de eficacia práctica; el Income Tax podría ser un impuesto útil y

equitativo, pero se nos indica varias veces 29 que depende de la buena fe del

público que el mismo Villaamil duda que exista; Aduana huele a un protec

cionismo que no deja de ser discutible, y Unificación de la Deuda no pasa de

ser un mero ajuste financiero. No puedo creer que Galdós viera en estas medi

das ninguna panacea para los males de España.

¿Qué actitud —podríamos preguntarnos en este punto— tiene Galdós hacia

la administración? Algo tiene indudablemente de «mundo absurdo» como acer

tadamente lo califica Guüón30, pero no —creo yo— en el sentido contempo

ráneo, kafkiano, de ser completamente falto de significado y de coherencia. Más

bien, es un mundillo aparte, con cierta autonomía de actividad e intereses.

Podríamos quizá caracterizarlo como una excrecencia parasítica, que vive a ex

pensas de la vida auténtica de la sociedad, quitando vitalidad y engullendo

energías, espíritus y recursos que bien pudieran servir para otras cosas, pero

esto nos llevaría algo más lejos de lo que Galdós nos deja presentado en la

novela, si bien está de acuerdo con lo antes citado de «Soñemos, alma, soñemos».

Galdós en todo caso no propone soluciones, sino describe, o más bien pinta,

hechos experimentados. Si algo se puede deducir de su actitud es que hay una

casi imperceptible y lentísima mejora en las condiciones humanas31, pero que

si éstas llegan en un momento determinado a ser intolerables para cualquier

grupo de la sociedad podrá producirse una revolución —de ahí las opiniones

disolvente de un Juan Pablo Rubín o de un Villaamil en un trance crítico

revolución que por su parte no tarda en volver al camino de antaño. Esto

no quiere decir de ningún modo que Galdós no se interese en la reforma de los

defectos de la España de su tiempo, pero tengo para mí que los adelantos que

prevé Galdós se consiguen, tanto en la esfera material como en la espiritual,

por iniciativas privadas: en la primera, por un empuje dinámico e individualista;

en la segunda, de índole más abnegada, por individuos regidos por un irrepri-

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mible instinto humanitario, por el amor en definitiva. Nuestro buen Ramón de

Villaamil no se cuenta ni entre éstos ni aquéllos.

Lo que es cierto es que este mundo burocrático ejerce una honda fascina

ción sobre Galdós, que ve en él riquísimas posibilidades de estudiar a distintos

individuos contra un fondo económico-social y buenos ejemplos de la movilidad

y consolidación de clases que tanto le interesa. Así describe a los tres mil em

pleados satisfechos con la Restauración que salen del Ministerio de Hacienda

el día del cobro.

Era, sin duda, una honrada plebe anodina, curada del espanto de las revo

luciones, sectaria del orden y de la estabilidad, pueblo con gabán y sin

otra idea política que asegurar y defender la picara olla; proletariado buro

crático, lastre de la famosa nave, masa resultante de la hibridación del

pueblo con la mesocracia, formando el cemento que traba y solidifica la

arquitectura de las instituciones (660)32.

Por otra parte, no creo que Galdós viera en la administración trascendencia

alguna que justificara las pretensiones de Villaamil: la redención de España no

se encuentra por este camino. Se trata, esencialmente, de la manera de ganarse

la vida para un sinnúmero de la clase media madrileña, o, como dice Galdós en

su pintoresco tono chabacano, familiar e incluso vulgar, como si fuera él uno

de los participantes33: «el garbanzo y la santa rosca de cada día». El tono de

lírica alegría, no exenta de ironía, con que Galdós describe el momento de la

paga y la salidad de la gente con sus bolsillos repletos de monedas bajo el ojo

observador del pobre Villaamil corresponde al mismo criterio de la primordial

importancia de la recompensa para estas gentes: a más no aspiran. «¡Ah!

¡Cielos!» —exclama Galdós en otro capítulo— «¿Qué sería del mundo sin

cocido? ¿Y qué de la mísera humanidad sin pagas?» (614). Conviene tener

en cuenta una vez más la fatiga producida por las turbulencias recién pasadas.

Recuérdese lo que decía don Evaristo Feijoo a Juan Pablo Rubín en Fortunata

y Jacinta:

Yo ... soy progresista desengañado, y usted tradicionalista arrepentido. Tene

mos algo en común: el creer que todo esto es una comedia y que sólo se

trata de saber a quién le toca mamar y a quién no. (Ed. cit., 295.)

Lo malo y lo verdaderamente triste de la situación espiritual de Villaamil,

pues, es que ha creído a pie juntillas en la significación trascendental de la

administración sobrestimando a la vez el papel que a él le toca desempeñar en

ella. Es víctima de la administración porque ha consentido en ser un esclavo.

Así un acuciante problema personal, en difíciles condiciones políticas, el de

sacar la merecida recompensa de una vida de servicio —aspiración muy limi

tada, pero concreta— se convierte para Villaamil en un heroico esfuerzo indi

vidual en pro de unos principios de buena administración que no sirven para

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el caso —el papel del reformador auténtico es mucho más arduo— y que, de

todos modos, él, por la edad y la categoría de subordinado, no puede estar

destinado a imponer. Huelga decir que, así vistas, sus tácticas son contraprodu

centes: sus perpetuas visitas y sobretodo sus reiteradas ideas fijas causan can

sancio M y prestan verosimilitud a las calumnias de Víctor de que ya está loco

e incapaz de desempeñar un destino.

Dicho todo esto, interesa examinar ahora las características de los demás

funcionarios que salen en el libro. Algunos críticos han subrayado la superio

ridad ética y humana de Villaamil frente a sus colegas y no les falta razón; pero

lo importante es que cada uno de ellos a su propia manera logra ajustarse a la

realidad de su situación.

De la ciega e incondicional adoración del sistema estatal el prototipo es Pantoja,

cuyo lema es mucha administración y poca o ninguna política. Dotado de

«cierta inercia espiritual» en las facciones, es el probo funcionario por exce

lencia. No tiene los pujos renovadores de Villaamil, sino que persigue impla

cablemente al pobre contribuyente o particular. Se ha hecho indispensable

de tal modo que es uno de los poquísimos que no teme la cesantía. Es un tipo,

sin embargo, destinado a desaparecer, por las mismas causas de turbulencia que

hemos analizado: el futuro, nos insinúa Galdós, está con los intrigantes y en

chufados como Víctor. Si Villaamil supera a Pantoja en amplitud de miras, en

un sentido esencial éste le lleva la ventaja:

En su vida privada era Pantoja el modelo de los modelos. No había casa

más metódica que la suya, ni hormiga comparable a su mujer. Eran el re

verso de la medalla de los Villaamil, que se gastaban la paga entera en

tiempos bonancibles, y luego quedaban pereciendo. La señora de Pantoja

no tenía, como doña Pura, aquel ruinoso prurito de suponer, aquellos hu

mos de persona superior a sus medios y posición social ... Nunca gastaron

más que los dos tercios de la paga... (614-15)

No hace la menor contribución positiva a la vida colectiva de España, pero

si ocurriera lo impensable y Pantoja se quedara cesante, no pasaría los apuros

materiales de su amigo Villaamil.

Del cojo Guillen, cínico y amargo que pasa el tiempo haciendo caricaturas

o dedicándose a sus extravagantes obras de teatro y del señorito elegante y

superficial que es Espinosa poco hay que decir, salvo que frente a su evidente

inferioridad a Villaamil en la vida parasística de la administración tienen la ven

taja práctica de no encaramar en demasía su ocupación levantándole un altar.

Sólo Arguelles, con sus incesantes quejas sobre su numerosa familia que le in

cumbe mantener con sus míseros doce mil reales, se parece algo a Villaamil; es

el que le tiene más simpatía y compasión y no sería extraño, en este mundo

vuelto al revés, sobre arbitrario e injusto, que es la burocracia, que fuera él

el próximo cesante.

Más importante para nuestro propósito es el caso de Federico Ruiz, figura

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más bien frivola y metomentodo, que aparece en diversas novelas de Galdós y

que lleva el irónico mote de insigne pensador. Cesante en esta obra y pasando

«una crujía espantosa», posee no obstante un estado de ánimo que le permite

llevarlo con tranquilidad y cuenta además con el apoyo de su mujer:

... llevaba con tranquilidad su cesantía, mejor dicho, tan optimista era su

temperamento que la llevaba hasta con cierto go2o ... Tenía en su alma

caudal tan pingüe de consuelo que no necesitaba la resignación cristiana

para conformarse con su desdicha. El estar satisfecho venía a ser en él una

cuestión de amor propio, y por no dar su brazo a torcer se encariñaba, a

fuerza de imaginación, con la idea de la pobreza, llegando hasta el absurdo

de pensar que la mayor delicia del mundo es no tener un real ni de dónde

sacarlo ... La eficaz Providencia suya era su carácter, aquella predisposición

ideal para convertir los males en bienes y la escasez ajusta en risueña

abundancia. Habiendo conformidad no hay penas (571).

El contraste con Villaamil, a quien le falta en absoluto conformidad, es

evidentísimo, y con esa ironía tan galdosiana, es Federico Ruiz, que no cede

en sus aspiraciones de ser colocado, quien es por fin nombrado a una absurda

comisión en Madrid, además de sacar el vistoso y ridículo título portugués, con

flamante uniforme, de Bombeiro, salvador da humanidade.

Ninguno de estos paralelos refleja exactamente la situación de Villaamil,

hombre ya viejo y gastado, pero demuestran claramente que la extrema situa

ción en que se encuentra material y espiritualmente es en parte el resultado

de su propio modo de ser a lo largo de los años.

Existe, además, otra posible actitud más conforme con aire heroico que

ostenta Villaamil y puesta, con deliberada incongruencia, en la boca de Víctor

Cadalso:

No hay que abatirse ante la desgracia... Los hombres de corazón, los

hombres de fibra, tienen en sí mismo la fuerza necesaria para hacer frente

a la adversidad... Bien sé que el varón fuerte no necesita consuelo de un

hombre de fibra, tienen en sí mismos la fuerza necesaria para hacer frente

al santuario de la conciencia y decir: Bien. Me basta mi propia aproba

ción (599).

Pero este tipo de estoicismo no le hace ninguna gracia a don Ramón.

Pasemos finalmente a considerar la locura de Villaamil, que acaba en su

suicidio. La locura data del momento en que sabe que, a más de haberse colo

cado Víctor, el muy mezquino ha declarado al supuesto protector de su suegro

que éste ya no es capaz de desempeñar ningún destino. En su trastorno se com

place en aceptar el mote de Miau como el Inri de su martirio y luego en inven

tar nuevos juegos de palabras, de afirmación personal o de reto contra el Esta

do, con las iniciales MIAU: «Mis Ideas Abarcan Universo» o «Muerte Infaman

te Al Ungido», etc. Entonces realiza el único acto de resolución en su casa: el

407

de apoyar el interesado empeño de Víctor de llevarse a Luisito a casa de los

Cabrera: «Buena gente —nos asegura Galdós—, pero que tienen sus defectillos»35.

Vale la pena de ponderar el mérito de esta solución que Galdós deja planteada sin

más comentario. Villaamil se pregunta a sí mismo: «¿No es un verdadero cri

men lo que voy a hacer, o, mejor dicho, dos crímenes? Entregar a mi nieto y

después...» (673), y se le aviva un poco el prurito de vivir. Y es el niño, con

la última y suprema ironía, quien le confirma en su ahora vacilante decisión co

municándole que «Dios» le había dicho que le convenía morir. No le hace falta

más al indeciso anciano para volver a su determinación anterior. En cuanto a

la solución, el toque está en la presencia de Villaamil, es decir, en la decisión

de matarse o no, como él mismo reconoce; si él falta, mejor estará el niño con

la tía Quintina, pero es a lo más una solución negativa impuesta por la ya his

tórica debilidad de su abuelo, por muy satisfecho que éste se declare más tar

de: «todo lo dejo arregladito» (676).

No me cabe duda de que los últimos capítulos, XLII a XLIV, son de deci

siva importancia para penetrar en la psicología de Villaamil. Todos los que

han estudiado la obra han señalado el impacto tan distinto de las meditaciones

sobre la naturaleza de Villaamil en aquel trance. Es evidente que tiene en su

locura una alternación entre una lucidez quijotesca y una rabia contra la socie

dad que le impulsa a unas declaraciones del más destructivo nihilismo, expresa

das siempre dentro de la fórmula Miau: Muerte Infamante Al Universo, etc.

Por primera vez también disfruta de lo que ofrece libremente el campo:

Paréceme que lo veo por primera vez en mi vida, o que en este momento

se acaba de crear esta sierra, estos árboles y este cielo. Verdad que en esta

perra existencia, llena de trabajos y preocupaciones, no he tenido tiempo

de mirar para arriba ni para enfrente... Gracias a Dios que saboreo este

gusto de contemplar la Naturaleza, porque ya se acabaron mis penas y mis

ahogos, y no cavilo más en si me darán o no me darán destino; ya soy

otro hombre, ya sé que es independencia, ya sé lo que es vida, y ahora

me los paso a todos por las narices, y de nadie tengo envidia, y soy...,

soy el más feliz de los hombres (675).

Se ha observado que sólo por tener arreglado el porvenir de Luisito y de

Abelarda puede sentirse libre e independiente *, pero el campo allí estaba: tiem

po tenía de sobra en su cesantía, sólo su obsesión le impidió aprovecharlo —pién

sese en el ejemplo de Federico Ruiz—. Parker identifica esta libertad con la

aspiración cristiana a un irrealizable reino de Dios37, pero yo no veo que el

problema sea de modo alguno extraterrenal: se trata de acabar de escaparse a

los problemas de la vida —de carrera y de casa— a los que durante muchos años

ha rehusado hacer frente.

Al contemplar la despreocupada vida de los pájaros, Villaamil la contrasta

con la de su casa:

408

Coman, coman tranquilos... Si Pura hubiera seguido vuestro sistema, otro

gallo nos catara. Pero ella no entiende de acomodarse a la realidad. ¿Cabe

algo más natural que encerrarse en los límites de lo posible? ¿Que no hay

más que patatas?... Pues, patatas... (677).

Así es: si Pura no sabe acomodarse a la realidad, encerrarse en los límites

de lo posible, don Ramón no lo sabe tampoco. Continúa diciendo:

Gracias a Dios, he tenido valor para soltar mi cadena y recobrar mi per

sonalidad. Ahora yo soy yo... (678).

Se da cuenta de su personalidad en el momento de morir: si tuviera valor

para soltar su cadena, emanciparse de su dependencia espiritual sobre la admi

nistración e imponerse en su propia casa, hubiera podido declarar con verdad

que era libre sin necesidad de suicidarse. La orgullosa proclamación de inde

pendencia no oculta el fracaso que ha sido su vida y todo a lo que en ella aspi

raba. Es más: es un último ejemplo de su capacidad de engañarse a sí mismo,

revistiendo de valor y heroísmo la decisión de quitarse la vida.

Finalmente, en el acto mismo de su suicidio tenemos un último destello de

su presentimiento fatalista de derrota. Así como a lo largo de su vida todo

parecía suceder al revés de lo que él esperaba, dando lugar a su esperanzador

pesimismo en cuanto a su credencial, ahora teme un desastroso fracaso en su

definitivo acto de pegarse un tiro. Este último toque irónico suaviza el fin pa

tético de una persona buena que fracasó en su vida por hacerse ilusiones sobre

la realidad de la vida que le circunda. Lo que a Galdós le interesa demostrar

no es un programa de reformas más o menos práctico, sino a un personaje vivo

en una determinada situación social. Scanlon y Jones exageran, a mi ver, cuando

afirman que «Galdós's main concern as a novelist was with social relationships

and not with individual psychology» 38: yo veo como su principal preocu

pación el juego entre individuo y sociedad, en el que no domina exclusivamente

ni ésta ni aquél. Por tanto, se trata no sólo de «how unjust government contaminates

prívate life and can créate the conditions for the destruction of social

order», sino de cómo unos individuos se adaptan, por bien o por mal, a la rea

lidad circundante y cómo otros, bajo la presión de dificultades y apuros, pier

den contacto con ella. En este sentido Villaamil se une a una serie de perso

najes galdosianos que se desprendieron en cierto modo de la vida tal como es.

Referámonos solamente a dos. Como Isidora Rufete, si bien bajo la presión

de circunstancias más graves, Villaamil pierde su sentido de lo real; como Ra

fael del Águila, aunque en un contexto muy distinto y más apremiante, no se

dispone a adaptarse a una situación que aborrece y prefiere matarse. La situa

ción de excepcional apuro en que se encuentra no ha excluido ni excluye aún

durante la acción de la novela cierta limitada libertad de acción; Villaamil está

fuertemente condicionado por su medio ambiente, hasta cierto punto por su

época y en menor grado por su linaje, para emplear los famosos términos de

409

Taine, pero no está determinado científicamente39 por ellos, subyugado por

ellos, según la doctrina naturalista de Zola. Ramón de Villaamil entregó su alma

y su vida al Estado por su propio libre albedrío. Así se iba haciendo ilusiones

sobre la realidad del mundo en que vivía y al ser abandonado por el estado que

idolatraba y desamparado por la familia que él no sabía dirigir se creyó sin

más recurso que el suicidio. A la vez que sentimos una honda compasión hacia

el pobre Villaamil en sus agonías, hemos de reconocer que no tenía por qué

ser así.

NOTAS

1 Al enviar un ejemplar de Miau al novelista catalán Narcís OUer (21 de junio de 1888),

Galdós lo calificó de «obra ligera y de poca piedra», añadiendo con excesiva o irónica mo

destia: «Pero en fin, otra vez se hará un poco mejor»; citado por W. H. Shoemaker, «Una

amistad literaria: la correspondencia epistolar entre Galdós y Narciso Oller», Boletín de

la Real Academia de Buenas Letras (Barcelona) XXX (1964), 287. Debo la referencia a

la gentileza de Alan Yates, de la Universidad de Sheffield.

2 «Villaamil, Tragic Victim or Comic Failure?», Anales galdosianos, IV (1969), 13-23.

3 «Miau: Prelude to a Reassessment», AG, VI (1971), 53-62.

4 «The Question of Responsibility in Galdós, Miau», AG, VI (1971), 63-77.

5 The Novéis of Pérez Galdós. The Concept of Ufe as Dynamic Process. St. Louis, 1954.

6 The «Miau» Manuscript of Benito Pérez Galdós. A Critical Study. California, 1964.

7 Joaquín Casalduero, en su estimulante libro Vida y obra de Galdós (1843-1920),

Gredos, 1951, interpreta a Vallaamil como representante de la humanidad: «Madrid es el

mundo, y el empleado, el hombre. Morir es quedar cesante.», p. 112. Siento discrepar del

criterio del ilustre crítico.

8 B. Pérez Galdós, Miau, ed. R. Gullón, Madrid, 1957 y R. Gullón, Galdós novelista

moderno, 1960, rev. 1966.

9 «The Meaning of Miau», AG, IV (1969), 25-38.

10 «Ricardo Gullón and the Novéis of Galdós», AG, III (1968), 163-68.

11 Parker, art. cit., p. 15 además me causa de haber interpretado Miau «with the benefit

of the hindsight derived from Nazarín, whose protagonist did not allow himself to be

enslaved by the socio-economic 'machine' and sought the 'basic human realities* in the

freedom of the open fields».

12 Art. cit., p. 54.

13 Es preciso dar una larga cita para demostrar el alcance completo de la crítica de Weber.

His extreme concern for himself prevents him from realizing that life is not worthless

because of a failure to get a government job or because his formen associates fail to recognize

as good a plan which Villaamil believes to be the solution of Spain's financial

problems. In short, Villaamil is guilty of despair... It is the individual, and not the system,

that is responsible, in spite of the fact that Galdós never praises bureaucracy and its changing

composition reflecting political shifts... Villaamil is so weak that his pessimism, which,

410

he believes, conceals his lack of self-confidence, eventually prevenís him from discerning a

way out of his difficulties. His fatalistic attitude so narrows the possibilities that suicide

seems to be his only solution... Viüaamil's real difficulty arises when he becomes so

intent upon being reappointed to the two months' service which would qualify him for

a pensión that he is unable to seek another means of making a living. His near monomanía

seems to be his only solution... Villaamil's real difficulty arises when he becomes so

in blissful retirement. This assumed right, I think, is a manifestation of excessive self-concern,

as is his eventual suicide. Galdós implies that society does not owe as much to the

individual as does the individual to society (op. cit., pp. 68-70).

14 Scalon Y Jones, art. cit., p. 56: «Those characters who held Villaamil responsible

for bis plight (Pura and Víctor) give reasons which are unacceptable by any normal ethical

standard.»

15 Art. cit., p. 71.

16 «Villaamil is chushed by a society organized solely on the basis of injustices that take

no account of personal valúes, for their motive forcé is individual selfishness; this produces

a kind of impersonal cruelty —an inhumanity— in society as a whole, which is to say

in the State. The concept of the State as a bureaucracy, entailing a whole new class of

civil servants, was essentially the creation of the nineteenth century. The general criticism

implicit throughout Miau is of the inhuman, machine-like character of this bureaucracy, represented

by the Ministry of Finance, against which the individual battles in vain for

justice.», art. cit., p. 16.

17 Parker, art. cit., p. 17: «I can see no sign whatever that Galdós himself holds the

plan up to ridicule. On the face of it these seem to be measures making for a rational and

simplified administrative order.» Scanlon y Jones, art. cit., p. 17: «the really important

point about the proponsals is that they reveal inítiative and a genuine concern for problems

of national importance.» Ramsden, art. cit., p. 73, «finds no evidence» que haya intento de

poner en ridiculo, abierto o tácito, los proyectos de Villaamil.

18 Doy las referencias de página entre corchetes. La edición que utilteo es la de Obras

completas, V, Aguilar, por F. C. Sainz de Robles, 3a. ed. 1961.

19 Weber, op. cit., p. 70, llama «moderado» a Villaamil, y es indudable que él goza del

apoyo de los políticos más conservadores. Nótese, por ejemplo, el entusiasmo de Villaamil

por Bravo Murillo (563, 651), célebre tanto por su despotismo como por su afán de efi

ciencia administrativa.

20 En las visiones que tiene Luisito, «Dios» explica lo mismo en términos más sencillos:

«Hazte cargo de las cosas. Para cada vacante hay doscientos pretendientes. Los ministros se

vuelven locos y no saben a quién contentar. Tienen tantos compromisos, que no sé yo cómo

viven los pobres.» (559).

21 Véase la «confabulación tácita... por la cual se establece el turno en el dominio»,

Fortunata y Jacinta, III, 295; para la cita entera, véase mi «Contemporany History in the

Structure and Characterization of Fortunata y Jacinta», Galdós Studies, ed. J. E. Varey,

Tamesis Books, 1970, 90-113.

22 Hay un problema de cronología, poco importante: en Miau la extendida cesantía llega

más tarde en la carrera de Villaamil.

23 De modo parecido nos dice Galdós que «la casa en que había más refinamientos sociales

era la de Villaamil...» (589).

411

24 Incluso las cartas privadas en que se vio obligado a pedir socorro las redactaba en

estilo oficial, es decir en la jerga burocrática (591).

25 Así es que se sirve de términos netamente religiosos para referirse a la administración,

por ejemplo «Bienaventurados los brutos, por que de ellos es el reino... de la Administra

ción» (563). Conviene notar también que cuando, bajo el estímulo de Luisito, reza a Dios,

no pide conformidad con la voluntad divina, sino lo único que anhela y que puede satis

facerle, la credencial que siempre se le escapa.

26 En la descripción del efecto demoledor que le causó la muerte de Luisa: «desde en

tonces se le secó el cuerpo hasta momificarse y fue tomando su cara aquel aspecto de fero

cidad famélica que le asemejaba a un tigre anciano e inútil» (590).

27 Ramsden ha hecho una distinción, útil hasta cierto punto, entre Villaamil en el

momento de quedarse cesante, el de su afán de colocarse y el de su desesperación y suicidio:

«a character in evolution, reacting —and ultimately breaking— under the forcé of circumstances

beyond his control» art. cit., p. 75 Todas esas circunstancias, sin embargo, no caen

fuera de su control desde el principio; él permite que éstas lleguen por fin a dominarle.

28 La situación espiritual de Villaamil tiene un curioso parecido con la de Ganivet, quien

describe un tipo de misticismo negativo en el cual «el espíritu que abandonó la realidad por

demasiado baja no puede elevarse a la infinitud por demasiado alta, y se queda vagabundo

por los espacios, ni más ni menos que un cesante que pasea su hambre y sus esperanzas

por los alrededores de su antigua oficina», Obras Completas (Aguilar), II, «Epistolario (carta

del 18-11-1893)», p. 812.

29 «Yo lo sostengo: el impuesto único, basado en la buena fe, en la emulación y en el

amor propio del contribuyente», p. 563; también en la p. 616.

30 «La burocracia, mundo absurdo», capítulo de Galdós, novelista moderno, 282-310. Hay

que tener en cuenta las palabras, breves pero perspicaces, de Rodolfo Cardona sobre los

peligros de una interpretación de tipo novecentista de Miau (Galdós: papers read at the

Modern Foreign Language Department Symposium: 19th Century Spanish Literature, Mary

Washington College, Fredericksburg, Virginia, 1967, pp. 75-77).

31 Véase Hans Hinterhauser, Los «Episodios Nacionales» de Benito Pérez Galdós, Gredos,

1963, p. 119: «la concepción dominante es, pues, la de una evolución lentísima, aunque

constante, hasta alcanzar la «plenitud de los tiempos».

32 En Fortunata y Jacinta, I, VI, I, Galdós habla, de una manera aparentemente com

placiente, del efecto democrático y aun socialista de la «empleomanía».

33 Véase el interesante ensayo de Antonio Sánchez Barbudo, «El estilo y la técnica

de Galdós», Estudios sobre Galdós, Unamuno y Machado, 2a. ed., Guadarrama, 1968: «en

éste como en muchos otros casos, Galdós hace que sintamos como si estuviéramos allí » (p. 37).

34 Un buen ejemplo en la página 629: «El jefe de aquel departamento [Personal], so

brino de Pez y sujeto de mucha escama, le conocía, aunque no lo bastante para apreciar

y distinguir las excelentes prendas del hombre, bajo las importunidades del pretendiente.»

35 Las actividades comerciales de Cabrera son de lo más dudoso. «He robs the churches,

the state and the railways. Not at all bad for a buena persona», comenta Ramsden, art. cit.,

página 69. Quintina, por su parte, es mandona y fisgona. Es de notar, además, que dice a

Luisito que no se ocupe de estudiar (592). No resulta, pues, nada claro que se le haga un

gran favor a Luisito mandándole a los Cabrera, si bien estará algo mejor que con las Miaus.

36 Parker, art. cit., p. 22, «only now is he free of the care of this family» (las Miaus);

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Scanlon y Jones, art. cit., p. 60: «Villaamil is able to enjov this world [¿por cuánto

tiempo?] only because, the sustenance of bis family being assured by Abelarda's marriage

and Luisito's future by bis transfer to Quintina's protection, the oíd man has shed at last

the burden of this responsibilities.»

37 Parker señala con razón las resonancias evangélicas (Mateo, VI, 25-33) de estos sen

timientos, y prosigue haciéndose la pregunta 'where is the kingdom of God whose seeking

justifies this total detachment...? To this question the novel gives no ariswer (art. cit., 22).

A mi ver no hay contestación porque no se plantea el problema: no veo en Miau este anhelo

de salvación no satisfecho que Parker indica {«Miau poses the need for salvation through

individual freedom, but having created this anguished yearning it leaves us, as it íeaves

Villaamil, facing darkness.») Para mí su interpretación, aunque muy lúcida y consistente,

peca sobre todo de querer trazar una evolución espiritual demasiado nítida desde el «pesi

mismo» de Miau al ímpetu caritativo de Nazartn y Misericordia.

38 Scanlon y Jones, art. cit., 61.

39 «En un mot, nous devons opérer sur les caracteres, sur les passions, sur les faits

humains et sociaux, comme le chimiste et le physicien opérent sur les corps bruts, comme

le physiologiste opere sur les corps vivants. Le déterminisme domine tout. C'est l'investigation

scientifique, c'est le raisonnement experimental qui combat une á une les hypothéses

des idéalistes, et qui remplace les romans de puré imagination par les romans d'observation

et d'experimentation.» Le román experimental, Bibliothéque-Charpentier, Paris, 1913, pp. 16-17.

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