EL ESPAÑOLISMO UNIVERSAL DEL CANARIO GALDOS *

Salvador de Madariaga

Cuando mis amigos de Tenerife me hicieron el honor de invitarme a pre

sidir vuestra sesión inaugural, prisionero como estaba en Locarno de la

censura médica, les propuse mandarles unas cuartillas sobre el gran novelista

que las Islas Afortunadas han dado a España. En mi entusiasmo llegué hasta

proponer que quizá os mandara una cinta magnética. Patética ilusión. El últi

mo texto que he sido capaz de leer, fue mi discurso de recepción a la Real

Academia de la Lengua, el 2 de mayo del año pasado. Me recordó (aunque

mi mal de ojos, que me impedía leer no llega a la ceguera) aquel dicho popu

lar: «Soñaba el ciego que veía y soñaba lo que quería». Conste pues que estas

palabras que oiréis sobre nuestro genial novelista, las he escrito yo pero no

os las podré leer. Y de antemano agradezco esta lectura a quien me lea lo

escrito.

Con esto y con agradecer de todo corazón el honor que me hacéis, comen

zaré lo que sobre tan hermoso tema he creído oportuno decir hoy.

Partamos siempre de que la obra de arte es la transmisión de un estado

de ánimo de un ser a otro. Una obra de arte literario como lo es la de Galdós

será pues un conjunto de obras de arte, un juego de puentes de espíritu

entre el ser de Galdós y los seres humanos que en el curso de los tiempos

han recibido su mensaje.

Basta enunciar estas líneas generales de nuestro tema para poner de relie-

^ * Estas cuartillas, enviadas por el gran escritor Salvador de Madariaga, fueron

leídas en la primera sesión plenaria del Congreso.

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ve la importancia del sujeto que causa el estado de ánimo transmitido por el

escritor a sus lectores. Toda la obra de Galdós es un cuadro, casi vale decir

un retrato del alma española. Este aserto dice más de lo que parece. Si se

compara su obra con la de Pereda, con quien tanto discutió, pronto se echa

de ver la diferencia. El gran novelista de la Castilla costera llega al hombre

universal no tanto por lo hispano como por lo regional. Otro tanto cabe decir,

aunque más atenuado, de Blasco Ibáñez. La obra de Galdós es un vasto pai

saje del alma española.

Suele a veces insistirse en que era isleño, vestía, comía y vivía como is

leño y era por tanto modelo vivo de lo que podríamos llamar el isleñismo.

A mi ver, estos aspectos de su vida, con ser atrayentes y a veces graciosos,

no presentan la importancia que tiene el rasgo más profundo de su isleñismo,

o sea, que con ser tan honda y preclaramente español, Galdós tiende a ver a

España como tal España total, es decir, como si fuera extranjero.

No cabe decir que esta observación sea sólo somera y extensiva. Implica

también una dimensión vertical. Al mirar a toda España, la ve más hondo:

como el árbol y sus ramas, para hallar donde las regiones se encuentran en

el tronco que a todas incluye y vivifica, hay que ir a lo más profundo y esen

cial. Porque —y aquí está el secreto de lo que vengo diciendo, lo meramente

regional será siempre más somero que lo nacional. Lo español es lo más pro

fundo que vive en todos los españoles.

Por esta causa estimo que Galdós logró el nivel profundo de su españo

lismo por haber nacido en Canarias, desde donde sintió lo que llevaba dentro

como español y observó lo español sin embargo por verlo desde fuera.

Esta situación peculiar de interno-externo le era común a Galdós con la

de todos los españoles nacidos o criados en las Islas Afortunadas; pero, claro

está que en cada caso daría lugar a resultados marcados al sello de cada ser

individual. No hay que extraviarse en cuanto al ser de Galdós; sobre todo

intentando ponerle motes. Erraríamos motejándolo de intelectual. No lo era,

si por ello se entiende una persona de interés predominante en lo abstracto

y las ideas generales. En esto como en tantas otras cosas, Galdós se revela

típico español. Las ideas generales no le interesan. Las cosas, según. Lo que

sin duda le interesa más es el ser y el mundo de las personas; y a fe que es

lo más fascinante, poderoso y misterioso que hay; porque cada hombre o

mujer lleva en su fuero interno otro abismo sin fondo, tan sin fondo como

sin límite alto es el cielo-tierra que contemplamos, al modo como cada lago,

sea cual fuere su profundidad física, refleja un abismo insondable en su pro

fundidad.

Este mundo a la vez tan público y tan secreto, era el objeto que provo

caba los estados de ánimo que fue su arte y vocación representar. Era un

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español nacido universal; y al encontrarse a la vez fuera y dentro de España,

su condición natural le vino como un guante a su temperamento de isleño.

¿Qué contemplaba? España, pero la de todos los españoles; y allende Es

paña, Europa. Galdós, en un siglo, a veces provinciano a fuer de nacional y

aun regional, patrichiqueño, se alza como el más universal porque más humanista

de los escritores españoles.

No iremos a él para aprender filosofía; pero sabemos lo europeo que era

en sus lecturas, y la acuidad de su acerado intelecto al escudriñar las ideas

de otros grandes espíritus europeos.

El, no obstante, permanecía firme en su terreno de artista; y ya desde

sus primeras obras, no diré que sigue a tal o cual gran europeo, pero sí

que, con su modo sencillo, sin pretensiones ni gestos de feria, precede a los

Freud con la genial intuición de que da pruebas en La Fontana de Oro.

Que todo esto sea fruto de una intuición profunda y certera, como la que

admiramos en Cervantes, es cierto; pero algo habrá que atribuir también al

feliz azar que le hizo nacer español al margen, observador natural de toda

España sobre el fondo que corresponde a España, que es el europeo.

Se me antoja que esta perspectiva —punto de vista en Canarias, ojea de,

España-Europa— ha dominado o, quizá mejor, determinado la vida entera

de Galdós, porque era la de su fuero interno; y que veía a España en rela

ción a Europa como la patria chica en relación a España, digo así como una

«isla adyacente». Por otra parte, como antes lo sugerí, aunque no fuera más

que por esta perspectiva, Galdós europeizaba a España. No entiendo que la

transfiguraba o embellecía, sino que la veía como la parte inherente que es

del continente europeo.

Y claro que no estamos hablando de mera geografía. Estamos intentando

definir a Europa como un continente del alma humana. Sabemos que este

continente se caracteriza por una importancia intelectual-espiritual tan sólo

igualada si acaso por China y la India; y que la agudeza de su carácter e in

teligencia no conocen rival; y suponemos que ello se deba a tratarse de un

continente en el que los obstáculos naturales para la comunicación humana

han sido siempre bastante rebarbativos para permitir que se formasen en

su ámbito numerosas zonas bien limitadas donde se han ido acumulando si

glo a siglo la crema de una cultura regional, nacional, histórica; pero que

estos obstáculos no han sido tan invencibles que impidiesen toda comunica

ción; con lo cual pudo irse formando con el tiempo, una crema o selección

de los mezclados, que en su misma mezcla de sangre hallaron el estímulo

que los elevó al alto nivel de creatividad que lograron —porque el vigor in

telectual crece con el diálogo de los distintos.

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Esta Europa, así preparada por la geografía y por la historia, vino a ser

el riquísimo cauce de dos grandes ríos del espíritu, el de Sócrates y el de

Jesucristo. Por el río socrático, fluye en el alma europea la iluminación del

intelecto por la sed de verdad. Por el río de Jesucristo, fluye en el alma

europea la iluminación de la voluntad humana por la bondad. La contempla

ción de Europa lleva a todo espíritu fuerte al cultivo de la inteligencia en

Sócrates y al de la voluntad en Cristo.

Creo que he dicho bastante para hacer resaltar los dos temas favoritos

que ya sueltos ya entrelazados, constituyen la esencia de la obra galdosiana.

Su tipo de «ingeniero», tantas veces re-escrito, corresponde al hombre socrá

tico. Su tipo de hombre religioso, pero no siempre ortodoxo en sus creencias,

corresponde al deseo (socrático) de eliminar creencias superpuestas (supersti

ciones) para concentrar la atención en Cristo y su doctrina esencialmente

humana.

Cada cual podrá recordar tal o cual de las obras de Galdós para ver cómo

coincide su principal preocupación como novelista con uno u otro o ambos

de los dos grandes ríos espirituales que constituyen a Europa; y, en particu

lar, su debate de siempre con Pereda no aspira más que a apartar (con el ma

yor respeto) los obstáculos dogmáticos y doctrinales para que Jesucristo

quede así más resplandeciente que nunca en el verdadero sentido de la Cru

cifixión.

Pero, cuidado. La novela no es ni la filosofía ni la teología; y si Galdós

hubiera sido filósofo o teólogo, no estaríamos aquí todos celebrando su nom

bre tantos años después de que la muerte le soltó las amarras corporales que

lo ataban a nuestro planeta. Y conste que no estoy hablando de filosofía y

teología por mera simetría, con Sócrates y Jesucristo, sino porque, en mi

deseo de pergeñar un bosquejo de nuestro gran isleño, y al referirme a Euro

pa, han salido a la superficie del pensamiento los dos grandes ríos del espí

ritu europeo, que son Sócrates y Jesucristo; y sucede que el uno nutre de

pensamiento a los filósofos y el otro inspira a los teólogos. Ahora bien, más

de una vez me ha ocurrido pensar que, si existe un territorio verbal en el

que «España es diferente», es precisamente este que ahora nos toca ocupar;

porque ocurre que los europeos, en general, son filósofos, mientras que los

españoles somos más bien teólogos.

Que cada uno explique el hecho como mejor le parezca; pero el hecho

queda. Y se aplica a Galdós. Sus tipos de ingeniero moderno o de econo

mista no le salen tan bien como sus seres religiosos, ya sean abiertos o cerra

dos; y él, personalmente, se siente más feliz cepillándoles a las imágenes de

su iglesia el polvo inquisitorial que pintando como «imágenes» modernas tal

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o cual héroe de hoy. Porque, en el fondo, Benito Pérez Galdós es un teólogo

que se siente filósofo, es decir, es un español que piensa.

Por más que piense, el español castizo no se hallará jamás a gusto cata

logando mariposas o capas geológicas, analizando minerales o precisando los

siglos de vida de tal o cual especie; consecuencias todas de un planeta al

cual, para merecer tal atención, le falta eternidad. Dése de ello cuenta o no,

el español no se entrega al estudio científico de la naturaleza con el entusias

mo del europeo, porque no le parece digno de su propia alma inmortal. No

quiere (como dijo patéticamente San Francisco de Borja) servir a señor que

se le pueda pudrir. Hay un dicho popular que lo revela con sorprendente

vigor. «¡Salga el sol por Antequera!» —«Pues salga por donde quiera»—.

O, con otras palabras: ¿La ley de la gravedad? Y a mí ¿qué?

No es desacato sino acato a un mundo y a un mando superior. Allá los

filósofos o, mejor, las filosofías europeas se pongan a luchar por su verdad,

cada uno la suya: pero el mundo es de Dios. De modo que ¿quién sabe?

Estas consideraciones explican quizá uno de los aspectos más misteriosos

de nuestro novelista. La España que pinta no es cosa muy de admirar en

cuanto a economía y sociología, ni desde el punto de vista de la religión, aun

la del país. La mirada penetrante de Galdós lo ve todo. Nada más contrario

a su modo de ser que ver las cosas color de rosa. Los negros de su pintura,

negros son. Pero Galdós no es un escritor deprimente como Balzac, retozante

como Dickens, desgarrador como el tremendo Dostoyevsky. El color gene

ral de su gran cuadro de España no es sórdido. Es natural. Es el color de la

vida. Y este elemento de sana serenidad aun en el fondo del dolor se debe

sin duda a que Galdós ve la humanidad con todos sus defectos y aun críme

nes, pero dotada de un espíritu predestinado a salvarse.

Nada más elocuente a este respecto que la correspondencia de Galdós

con Pereda: «Nunca», le escribe Galdós, rechazando el dictado de volteriano,

«creí hacer una obra antirreligiosa, ni aun anticatólica, pero menos aun vol

teriana... Habrá de todo menos eso. Precisamente me quejo allí (y todo el

libro es una queja) de lo irreligioso que son los españoles. Yo no he querido

probar en dicha novela [Gloria] ninguna tesis filosófica ni religiosa, porque

para eso no se escriben novelas. He querido presentar un hecho dramático

verosímil y posible, nada más» (10.iii.1877).

Tan lejos está Galdós de la postura «moderna» del librepensador ateo

que en la misma carta escribe: «Yo abomino la unidad católica, y adoro la

libertad de cultos». Bien. Pero ¿es porque ve así el fin del catolicismo? Es

cuchémosle: «Creo que primordialmente si en España existiera la libertad

de cultos, se levantaría a prodigiosa altura el catolicismo, se depurarían las

creencias del fanatismo que las corrompe, ganaría muchísimo la moral pú

blica y las costumbres privadas, seríamos más religiosos, más creyentes, vol

veríamos a Dios con más claridad, seríamos menos canallas, menos perdidos

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de lo que somos. En todo soy escéptico, menos en esto» (Carta de 10 de

marzo de 1877).

La postura es clara. Católico ¿por qué no? Pero no de los de Pereda para

quien el dogma es intangible. «El defecto consiste en que Gloria ofrece una

punzante sátira religiosa, y al hacerla, el autor ha presentado el asunto bajo

un punto de vista particular, despojado de toda imparcialidad...» (Carta de

Pereda, 9 de febrero de 1877). Y después añade: «No me desagrada que pro

teste Vd. contra el adjetivo volteriano; sin embargo, hoy lo merece Vd. pro

poniéndose arraigar (debe decir «desarraigar») las creencias religiosas, predi

cando la transacción y las mutuas concesiones en el dogma que es indivisible

e inalterable por su origen divino...» (Carta del 16 de febrero de 1877).

Estamos pues ante un aspecto constante de los que podríamos llamar

liberales españoles, entre los cuales ocupa Galdós lugar eminente. El libera

lismo intelectual español propende no al ateísmo, que es normal en los euro

peos, sino a un deísmo que acoje con simpatía al católico exento de dogma

tismo. Creo haber explicado en otros lugares * que el pensamiento español

se ha resistido siempre a seguir a sus amigos europeos cuando se desvían

hacia el ateísmo precisamente por estimar que la creación no es explicable

sin el Creador. Tal fue el caso de Galdós y tal al de Unamuno. Por eso es

posible esperar que por la influencia del deísmo liberal logre la Iglesia Espa

ñola llegar a una era de gran vigor, sin la cual no parece probable que se

aclimate en nuestro país lo que ahora se da en llamar democracia y que es

mucho más español de lo que parece con tal de que lo llamemos por su ver

dadero nombre que es la libertad.

Demos por bien trazado y pintado ya el novelista Galdós, quizá el más

grande de cuantos han descrito la vida de los españoles después de Cervan

tes. En mi opinión, se justifica este juicio por las dotes de artista y de hom

bre de letras que lo distinguen y que lo colocan a la altura de los más gran

des novelistas del siglo XIX.

No es cosa de rehacer aquí este esbozo del Galdós literario. Conviene, sí,

precisar que Galdós figura con igual eminencia entre los espíritus creadores

y guías espirituales de la España del XX. No me duelen prendas y aspiro a

ser claro, plazca o no a los que no van en mi carro a misa. La España del

siglo XX, que Galdós contribuyó a crear, es profundamente europea, por lo

tanto, es socrática; pero, enseñada por los ingenios españoles como Cervan

tes y Galdós, sabe penetrar en los arcanos del subconsciente, que yo prefiero

* Como Retrato de un hombre de pie y Dios y los españoles.

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llamar sotasí, y en cuanto al conocimiento del ser humano, se atiene al más

sabio de los dichos de Sancho Panza: Cada cual es como Dios lo hizo y a

veces peor.

España es cristiana. Pero el talante español, aunque tan socrático en lo

intelectual como el del resto de Europa, se ha resistido siempre a seguir

aquel sector de la inteligencia europea que se entregó sin reserva al raciona

lismo hasta volver la espalda al principio de que no hay creación sin Creador.

No hagamos estadísticas comparativas de los que piensan como Galdós

o creen como Pereda. Las cosas del espíritu no se pesan al kilo. Basta con

tener conciencia del tesón con el cual los liberales españoles se han negado

a aceptar un concepto mecánico de la vida, cómo se resistieron Canalejas,

Castelar y tantos otros para que nos demos cuenta de que en este aspecto

de las cosas lo que se ha dado, algo donosamente en llamar la revolución

científica, no ha logrado el asenso de los espíritus liberales españoles porque

estos estiman que no hay creación sin Creador. Pues qué, ¿no era Galdós el

creador de la obra galdosiana? Y ¿no es acaso el más excelso elogio que

cabe hacer de los grandes espíritus que son aquellos a quienes el Creador

abre su taller para que tomen parte en su creación?

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