"TRISTANA"

LA DAMA JAPONESA ENTRE DANTE Y SHAKESPEARE

Joaquín Gimeno Casalduero

Galdós encuadra la novela aludiendo a Baltasar de Alcázar —Don Lope

de Sosa—, que un oído español hace seguir inmediatamente del verso «y

direte Inés la cosa». Esto en el capítulo 1, y en el último «en Jaén residían»,

que nos recuerda el comienzo de la poesía: «en Jaén donde resido». Galdós

quiere poner a uno de sus personajes principales ese fondo Siglo de Oro, que

se amplía con el homenaje a Cervantes: situación económica de Don Lope,

pluralidad de nombres, edad. No sólo busca la apoyatura de Don Quijote,

también acude al Burlador de Sevilla y para darle un bulto plástico nos tras

lada al Cuadro de las Lanzas, tercios de Flandes, etc. Todo ello según la in

terpretación que el siglo XIX tiene de los siglos XVI y XVII. Es una perspec

tiva histórica y al mismo tiempo económico-moral. Más que la decadencia

económica: «Fui rico» (cap. 12), lo que caracteriza a Don Lope es el vivir

activo, pero sin trabajar, su desprecio por el dinero y su incapacidad admi

nistrativa. Acaba su vida en medio de una cierta holgura, para lograrla ha

tenido que someterse a la Iglesia. En pleno siglo XLX —Don Lope nace en

1830 y lo que se cuenta tiene lugar después de 1880, es decir, durante la Res

tauración, que nada restaura, sino que crea un mundo de valores falsos—

Don Lope es generoso sin tasa, desprecia todo lo que atañe a las finanzas y a

la vida mercantil (burguesa). Sus valores (dignidad, pundonor) y su conducta

son anacrónicos tanto en su forma como en su contenido. También su don

juanismo, prolongado más allá de los límites temporales prudentes. En lugar

de conquistar hace el ridículo. Un Don Juan que en su chochez se deja coger

en las redes del «amor» y lo que es más del matrimonio. En realidad en lu

gar de casarse con su amante, se casa con su hija —es un amor paternal y

de anciano—.

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6 Severo Catalina, La mujer. Apuntes para un libro. (Madrid: Imprenta de Luis

García, 1858), p. 176.

7 Peregrín García Cadena, "El arte casero", Revista de España (Madrid, 1872),

año V, núm. 102, p. 265.

8 Escrich, t. II, pp. 116-117.

9 Blanca de Gassó y Ortiz, "Amor y gloria", Correo de la Moda. (Madrid:

18 de agosto de 1872), año XXII, núm. 31, p. 242.

10 Enricue Berthod, "Estudios morales: el ramo de flores", Museo de las Familias.

(Madrid: 25 de noviembre de 1845), p. 255.

11 Ibíd.

12 Benito Pérez Galdós, "Revista de teatros: La Familia", La Nación, 17-XII-65,

publicado por William H. Shoemaker, Los artículos de Galdós en "La Nación" (Ma

drid: ínsula, 1972), p. 335.

13 Galdós, "Revista de Madrid: Auditorio femenino". La Nación, 17-XII-65,

Shoemaker, Los artículos, p. 335.

14 Galdós, "El suplicio de una mujer", La Nación, 3-XII-65, Shoemaker, Los

artículos, p. 229'.

15 Galdós, "Variedades: la rosa y la camelia", La Nación, 13-111-66, Shoemaker,

Los artículos, p. 303.

16 Galdós, "Observaciones sobre la novela contemporánea en España", Revista de

España, t. XI, núm. 57, 1970, p. 167.

17 Galdós, El amigo Manso. Obras Completas (Madrid: Aguilar, 1970), p. 1238.

m Ibíd.

19 Galdós, "Prólogo" La Regenta de Leopoldo Alas, 3.a edición. Obras Completas

(Madrid: 1951), p. 1450a.

20 Galdós, Fortunata y Jacinta. Obras Completas (Madrid: Aguilar, 1942).

21 Galdós, Tristona. Obras Completas (Madrid: Aguilar, 1942), p. 1612.

22 Manuel Tuñón de Lara, Medio siglo de cultura española (1885-1936). (Madrid:

Editorial Tecnos, 1973), p. 27.

23 Galdós, La desheredada. Obras Completas (Madrid: Aguilar, 1941), p. 971.

2t Galdós, Tormento. Obras Completas, t. IV, p. 1464 b.

25 Walter T. Pattison, Benito Pérez Galdós (Bostón: Twayne Publishers, 1975),

p. 75.

26 José F. Montesinos, Galdós, t. II (Madrid: Editorial Castalia, 1969), p. 105.

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Con Reluz, padre de Tristana, puede el novelista ofrecer un ejemplo del

desprendimiento de Don Lope y su manera de entender la amistad. Para sal

varle de la bancarrota y del deshonor, paga todas sus deudas, quedando él

si no en la miseria en una situación muy precaria. Quien nos interesa más,

sin embargo, es Josefina Solís, la cual al morir Reluz no tiene otro amparo,

sin que nadie le obligue a ello, que el amigo de su marido. Todavía joven,

Don Lope cree su deber el cortejarla. Ella no le hace el menor caso, pues su

mente perturbada no le permite darse cuenta de su intención, quien sigue,

no obstante, ayudando a la viuda, incluso en sus manías. Le ha dado por

mudarse de casa continuamente y dedicarse a fregarlo todo. Ejemplo de exa

geración deformadora: lava hasta el interior del piano.

Si se coloca a Don Lope ese fondo histórico y socio-económico (incluso

Saturna le dice que tenga un rasgo, «Conque tenga un... ¿cómo se dice?, un

rasgo», cap. 25, y al repetirlo su señor se subraya la alusión a Isabel II:

«¿Conque un rasgo?) es debido a la formación historicista de Don Benito;

los trazos de Josefina surgen de la educación naturalista del narrador. Pero

ahora ya domina por completo su mundo y sabe lo que son sus personajes.

Don Lope dirá de sí mismo:

Pero, ¡Dios mío, que cosas tan raras estoy haciendo de algún tiempo

a esta parte! A veces me dan ganas de preguntarme: ¿Y es usted

aquel don Lope...? Nunca creía que llegara el caso de no parecerse

uno a sí mismo...

Y el mismo Don Lope (cap. 24) nos hace ver cuál es el nuevo mundo de

la novela:

Bien sabe Dios que sólo por sostener a esta pobre niña y alegrar su

existencia soporto tanta vergüenza y degradación. Me pegaría un tiro

y en paz. ¡Al otro mundo con mi alma, al hoyo con mis cansados

huesos! Muerte y no vergüenza... Mas las circunstancias disponen lo

contrario: vida sin dignidad... No lo hubiera creído nunca. Y luego

dicen que el carácter... No, no creo en los caracteres. No hay más

que hechos, accidentes. La vida de los demás es molde de nuestra

propia vida y troquel de nuestras acciones.

Las dos últimas frases son válidas para la novela de Galdós y la novela

del siglo XIX en general, a partir del Naturalismo. Las reflexiones de Don

Lope le convienen a él, también a Horacio y especialmente a Tristana, que

heredará, transformándolas, la manía por las mudanzas, tan costosas, y por

la desmesurada limpieza. De su madre igualmente proviene la manera de ser

de la joven, su imaginación negativa (capítulos 4, 12 y 25) junto a su soña

dora fantasía (cap. 20). Josefina al morir la encomendó a Don Lope. Tristana

tenía 21 años y dos meses. A los dos meses de vivir con Don Lope la pupila

es seducida. Ni por parte del tutor ni de la custodiada ha surgido ningún

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problema moral. Se insiste mucho, para Don Lope Tristana es un objeto de

su posesión —esclava, cautiva alternan con niña, muñeca—. La joven a los

ocho meses, 22 años, se da cuenta de la situación personal —Don Lope la

triplica en edad— y especialmente social —sus amistades han dejado de fre

cuentarla y aun de saludarla—. Se siente aislada. Don Lope ya es viejo, pero

la convivencia le envejeze aún más. A partir de este momento (cap. 4), Tristana

se convierte en la protagonista. Se rebela, su pasividad muñequil deja

paso a su ser de persona.

La enredada madeja de múltiples propósitos —historia de España, natu

ralismo, carácter de los españoles— se embrolla todavía más con otro hilo,

el principal, la emancipación de la mujer, recogiendo el problema tal como fue

planteado por Ibsen. «El problema endiablado de la mujer libre» (capítulos

13, 17 y 18). Es improcedente preguntarnos en Casa de muñeca, cómo una

madre puede invocar su derecho a abandonar a sus hijos, cómo no piensa

en que permaneciendo en el hogar puede ejercer una beneficiosa influencia en

su marido y al hundirse en su oscuro futuro —la noche— cómo no le preo

cupa el aspecto económico de la vida. El gran dramaturgo noruego con su

profundo lirismo ha creado a Nora. Ha dado vida a una muñeca, ha hecho

una mujer, un torbellino de individualidad, la nueva mujer, la nueva compa

ñera del hombre nuevo, ser moral con plena conciencia de que el primer

deber humano es la realización moral de su yo, moralmente libre, no como

el yo romántico, un tumulto de pasiones. El paso del Romanticismo a Ibsen

se hace a través del Realismo-idealista: el individuo bueno y honesto.

Strindberg, Wedekind, el mundo eslavo harán que se emprenda la lucha por

la libertad social, sexual y política de la mujer. Entrando en la zona práctica,

feminista, de ese ser concebido con tanta fuerza poética por Ibsen.

Galdós en la novela puede extenderse y rozando todas las facetas del fe

minismo y tratando una figura ideal presentar a la mujer en su relación con

el hombre y con la sociedad dentro de las directrices del mundo galdosiano,

que en este momento está ya incorporado al movimiento espiritualista.

Saturna, la criada, está en la línea de la tía Roma (Torquemada) es la ex

periencia del tiempo, como Tristana (falso idealismo, ahora, espiritualismo)

pertenece al grupo de Marianela y de Isidora (La desheredada). Sobre los he

chos que aporta Saturna levanta Tristana sus castillos de ensueño. Historia

y Poesía, enseñanza y creación:

Refería la criada sucesos de su vida, pintándole el mundo y los hom

bres con sincero realismo, sin ennegrecer ni poetizar los cuadros; y la

señorita, que apenas tenía pasado que contar, lanzábase a los espacios

del suponer y del presumir, armando castilletes de la vida futura...

Era la historia y la poesía asociadas en feliz maridaje. Saturna ense

ñaba, la niña de don Lope creaba, fundando sus atrevidos ideales en

los hechos de la otra. (cap. 5).

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Añadamos a los dos personajes principales un tercero, Horacio, pintor,

gracias al cual la rebeldía de Tristana no gana en profundidad, pero sí en

extensión y tiene parte importante en el acorde final, ese trío del desenlace.

Horacio armoniza la nota de una Naturaleza fecunda y una Sociedad posi

tiva con la melodía senil del decrépito Don Lope y la de irrealidad e idolatría

de Tristana.

De Don Lope sabemos todo lo que hay que saber en los primeros capí

tulos, luego será la notación de una decadencia económica y biológica, junto

a unas amenazas, más bien teatrales, a la muchacha, cuando comprende que

ya no es suya. El cuerpo de la novela —narración y cartas— está dedicado

a la situación de Tristana, a sus proyectos, a su ambición. Hablando con Sa

turna, ésta le dice que para una mujer la sociedad ofrece tan sólo tres posibi

lidades: las tablas, el matrimonio o la prostitución. Lo cual era bastante

exacto en 1880, tanto en la América de habla española como en la de lengua

inglesa o en el resto de Europa. Del convento nada se dice por considerarlo

quizás más que como una salida como un refugio desesperado o una cárcel.

Las dos primeras, especialmente el matrimonio, las rechaza Tristana y en la

última, es claro, no hay que pensar. Quizás por eso cuando ve a Horacio y se

enamoran no tarda en entregarse. Para la relación amorosa (cap. 7) dispone

Galdós una de esas metáforas que tanto éxito tuvieron en su tiempo. Por las

tardes, a pesar de la prohibición de Don Lope, Tristana se iba de paseo con

Saturna en busca del hijo de ésta, asilado en el Hospicio. Llegan éstos pronto,

poniéndose inmediatamente a jugar al toro. «A la sazón pasaron por allí,

viniendo de la Castellana, los sordomudos, en grupos de mudo y ciego...

En cada pareja, los ojos del mudo valían al ciego para poder andar sin tro

pezones; se entendían por el tacto con tan endiabladas garatusas, que cau

saba maravilla verlos hablar. Gracias a la precisión de aquel lenguaje ente

ráronse pronto los ciegos de que allí estaban los hospicianos, mientras los

muditos, todo ojos, se deshacían por echar un par de verónicas. ¡Como que

para eso maldita falta les hacía el don de la palabra! En alguna pareja de

sordos, las garatusas eran un movimiento o vibración rapidísima, tan ágil y

flexible como la humana voz». Hay una especie de alusión a la incomunicabi

lidad de algunos seres humanos, pero al mismo tiempo comunicabilidad de

los amantes: miradas y señas. Así empieza la relación de los amantes y lo

subraya Galdós. Cuando los hospicianos piden a los transeúntes fósforos para

jugar, en seguida acude Tristana, advirtiéndole a Saturno el «peligro de jugar

con fuego». Unas líneas después ya ha descubierto a Horacio y le quiere fre

néticamente. «¡ Cómo me gusta ese hombre! No sé qué daría porque se atre

viera... No sé quién es, y pienso en él noche y día. ¿Qué es esto? ¿Estoy yo

loca? ¿Significa esto la desesperación de la prisionera que descubre un agujerito

por donde escaparse? Yo no sé lo que es esto; sólo sé que necesito que

me hable, aunque sea por telégrafo, como los sordomudos». De esas señas y

de ese peligro saldrá el famoso «vocabulario de los amantes», tan brillante

mente estudiado por Gonzalo Sobejano \

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La joven ya se había asimilado ideas de Don Lope, por ejemplo, acerca del

matrimonio. «Aborrecía el matrimonio; teníalo por la más espantosa fórmula

de esclavitud que idearon los poderes de la tierra para meter en un puño a

la pobrecita Humanidad» (cap. 4). Tristana tenía una gran capacidad mimética

y de asimilación. Con Horacio aprende a manejar los pinceles, como él

dominaba el italiano, su madre era italiana y siendo mayor vivió bastante

tiempo en Italia, rápidamente se apropia esa lengua; más tarde, con una

profesora de inglés no tarda en leer a Shakespeare. Lo mismo le ocurre con la

música, deja asombrado a su profesor al ver cuan fácilmente vence todas

las dificultades. Ese entusiasmo primero y luego el cambio es lo heredado

de su madre. Los primeros días de entrar en una nueva casa estaba encan

tada, a las pocas semanas ya andaba buscando otra habitación: «ansia infi

nita de lo desconocido» (cap. 3). Josefina antes de su trastorno mental vivió

entregada a la literatura del Siglo de Oro, de ahí el nombre de Tristana y el

de Lisardo, que puso a un hijo muerto a los doce años. También compuso al

gunos versitos.

Galdós nos ha presentado a Tristana con un gran defecto español, la ima

ginación de signo negativo, la «soñadora fantasía» heredada (cap. 20). Tam

bién ha hecho de ella una figura de una estampa japonesa, es decir, un ser

irreal, que parece flotar entre ramas y flores:

Cuando se acicalaba y se ponía su bata morada con rosetones blancos,

el moño arribita, traspasado con horquillas de dorada cabeza, resultaba

una fiel imagen de dama japonesa de alto copete. Pero ¿qué más, si

toda ella parecía de papel, de ese papel plástico, caliente y vivo en que

aquellos inspirados orientales representan lo divino y lo humano, lo

cómico tirando a grave, y lo grave que hace reir? De papel nítido era

su rostro blanco mate, de papel su vestido, de papel sus finísimas,

torneadas, incomparables manos.

Este texto en el capítulo 1 y luego constante a través de toda la novela.

Enferma, Saturna le anima «Pues no está usted tan desfigurada... vamos»,

replicando Tristana «No digas. Parezco la muerte... Estoy horrorosa...

—echándose a llorar—. No me va a conocer. Pero ¿ves? ¿Qué color es este

que tengo? Parece de papel de estraza». Otra característica que se destaca

son sus manos. Al describirla, recorriendo todo su cuerpo, se llega a las ma

nos. «Sus manos de una forma perfecta —¡qué manos!—, tenían misteriosa

virtud, como su cuerpo y ropa, para poder decir a las capas inferiores del

mundo físico: la vostra miseria non mi tange». El significado de este motivo

surge plenamente al final; hay que tener presente el momento de la aneste

sia, al cortarle la pierna. Capítulo 23, «Se reía, y dos gruesos lagrimones

corrían por sus mejillas de papel», la pobre muñeca con alas delira:

Pues que sajen, que corten... y yo sigo tocando. El piano no tiene

secretos para mí... Soy el mismo Beethoven, su corazón, su cuerpo,

aunque las manos son otras... Que no me quiten también las manos,

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porque entonces... Nada, que no me dejo quitar esta mano; la agarro

con la otra para que no me la lleven..., y la otra la agarro con ésta,

y así no me llevan ninguna. Miquis, usted no es caballero, ni lo ha

sido nunca, ni sabe tratar con señoras, ni menos con artistas eminentes.

Las manos en su pura esencia nos conducen al arte, a la artista eminente

con que ella sueña ser.

Su relación con Horacio tiene dos momentos. El primero es personal y

el vocabulario íntimo es el que da el tono, el segundo es el de la separación.

Se comunican ardientemente por carta, continuando con su vocabulario pro

pio ; pero a medida que pasa el tiempo, éste se va abandonando y Horacio se

cambia doblemente, se transforma, adquiere una nueva personalidad y a la

vez Tristana lo idealiza, hace de él un ídolo, y al final cuando se recoja tan

tas horas en la iglesia no lo hará para contemplar a Dios, sino porque en la

penumbra del recinto puede adorar a su ídolo, creación exclusiva de ella, sin

la menor referencia al hombre que había conocido tan íntimamente y que

ahora le es tan ajeno.

Entre las caricias y los besos se iban contando sus vidas. El quedó huér

fano de padre y madre a los trece años, yendo a la casa de su abuelo, quien

le impuso una disciplina férrea y brutal. Se llamaba, como es natural, Felipe.

Todos sus hijos huyeron, a su mujer la mató a disgustos, «al pobre Horacio...

como medida preventiva le ataba las piernas a las patas de la mesa-escrito

rio, para que no saliese a la tienda ni se apartara del trabajo fastidioso que

le imponía» «¡Mujeres!... Este ramo del vivir era el que en mayores cuida

dos el tirano le ponía, y de seguro, si llega a sorprender a su nieto en alguna

debilidad de amor, aunque de las más inocentes, le rompe el espinazo» (cap.

8). Quince años de esta educación y esta vida producen los resultados que

eran de esperar. Cuando muere el abuelo y queda en libertad y con dinero,

sigue contándole a Tristana, «el contacto de la vida despertó en mí deseos

locos de cobrar todo lo atrasado, de vivir en meses los años que el tiempo

me debía, estafándome de una manera indigna, con la complicidad de aquel

viejo maniático. ¿No me entiendes? Pues en Venecia me entregué a la disi

pación, superando con mi conducta a mis propios instintos» (cap. 9). La ata

dura de las piernas hay que relacionarlo con la pierna cortada, viendo su di

ferencia. Lo de Horacio se debe a la sociedad y a la educación; lo de Tristana

es un accidente de la naturaleza. Horacio no se ha confesado, ha contado su

vida. Sin la menor petulancia habla de algo moral y biológico.

Horacio no sabía cuál era la relación de Tristana con Don Lope. ¿Espo

sa? ¿Hija? No podía imaginar que era su amante. Ella deseaba sacarle de esa

incertidumbre, no se atrevía, ¿cómo empezar? «Por sus pasos contados vi

nieron las confidencias difíciles, abriéronse las páginas biográficas que más

se resisten a la revelación, porque afectan a la conciencia y al amor propio»

(cap. 13). Este es un tema que por lo menos arranca de Tormento. Es, pues,

un tema galdosiano y de época. También era de época la estampa japonesa.

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Pero el novelista no los emplea de una manera mecánica. En cada obra tienen

una función especial. En Tristana descubre que la «confesión procede del

amor y por él son más dolorosas las apreturas de la conciencia» (cap. 11).

«Pero un día, al fin, palabra tras palabra, pregunta sobre pregunta, sintiendo

invencible repugnancia de la mentira», cuenta su verdadera situación. «Lá

grimas sin fin derramó aquella tarde; pero nada omitió su sinceridad, su no

ble afán de confesión, como medio seguro de purificarse». Aunque es una con

fesión completamente laica —«repugnancia de la mentira», «sinceridad»—

no creo que haya muchas páginas en que se capte más profundamente el sen

tido moral y espiritual de la confesión. Cervantes fue quien expresó su esen

cia dramática, El rufián dichoso. Es imposible saber el propósito de Galdós,

al lector no le hace falta conocer propósitos. Le basta con tener presentes la

actitud de Horacio y la de Tristana, su tono. Vergüenza y dolor en la mucha

cha, en el hombre una justificación natural de su conducta. El no trata de

explicar nada, sino de contar un momento de su vida, del fruto de esa tiranía.

Tristana siente de una manera muy «femenina». «¿Qué prefieres?... ¿Que

sea una casada infiel o una soltera que ha perdido su honor? De todas mane

ras creo que, al decírtelo, me lleno de oprobio». En lugar de presentarse como

lo que es, una víctima, le preocupa la reacción de Horacio: «¿Me quieres

más o menos?». La contestación es la de un caballero magnánimo: «Te quie

ro lo mismo...; no, más, más, siempre más». Galdós ha presentado la situa

ción de una manera socialmente objetiva; sin embargo también ha presentado

el chocante contraste. La sociedad, la mujer y el hombre deben cambiar.

Tristana en sus conversaciones con Horacio habla de su independencia,

de su «libertad honrada», lo cual quiere decir que no traficará con su cuerpo

ni para casarse ni fuera del matrimonio. Quiere vivir de su trabajo y ser la

única que decida acerca de su vida sexual. Rechaza el matrimonio por lo que

tiene de domesticación, sobre todo de aburrimiento —tema muy siglo XIX—,

tortura que Dante olvidó en su Infierno, se siente impulsada por una inmensa

ambición, que tiene la suerte de poder expresar con palabras de Shakespeare,

Unsex me here, que comenta Tristana, cuando Lady Macbeth clama al cielo

con su grito, «me hace estremecer y despierta no sé qué terribles emociones

en lo más profundo de mi naturaleza» (cap. 18). Es la joven la que comienza

con el vocabulario amoroso e infantil, precisamente cuando Horacio le habla

seriamente. Horacio quiere tener un hijo de ella «¿te acuerdas de lo que ha

blábamos anoche? -Chi» (cap. 14). Horacio locamente enamorado, juega con

ella, que le plantea muy seriamente, pero sin pedantería, su proyecto de vida.

—No te apures, hija. Ya veremos. Me pondré yo las faldas. ¡Qué

remedio hay!

—No, no —dijo Tristana, alzando un dedito y marcando con él las

expresiones de un modo muy salado—. ¡Viva la independencia!, sin

perjuicio de amarte y ser siempre tuya. Yo me entiendo: tengo acá

mis ideítas. Nada de matrimonio, para no andar a la greña por aquello

de quién tiene las faldas y quién no. Creo que has de quererme menos

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si me haces tu esclava; creo que te querré poco si te meto en un puño.

Libertad honrada es mi tema..., o si quieres mi dogma. Ya sé que es

difícil, muy difícil, porque la sociedaz, como dice Saturna... No acaba

de entenderlo... Pero yo me lanzo al ensayo... ¿Que fracaso? Bueno.

Y si no fracaso, hijito, si me salgo con la mía, ¿qué dirás tú? ¡Ay!

Has de verme en mi casita, sola, queriéndote mucho, eso sí, y tra

bajando, trabajando en mi arte para ganarme el pan; tú en la tuya,

juntos a ratos, separados muchas horas, porque, ya ves, eso de estar

siempre juntos, siempre juntos, noche y día, es así, un poco...

Horacio enamoradísimo, le hace mucha gracia lo que dice, pero ni por

un momento la toma en serio. Es un programa de vida más bien para un

hombre intelectual.

Horacio la quiere y admira, pero desea que se mantenga dentro de la con

cepción femenina tradicional: la mujer sumisa sometida al hombre, alcan

zando la felicidad a través de la felicidad del marido y del hogar. Puede pin

tar, puede leer, pero dedicándose única y exclusivamente a su esposo y a sus

hijos, a la casa. Tristana no rechaza a Horacio; nos damos cuenta, sin em

bargo, que no sólo la sociedad tiene que cambiar, los primeros que tienen que

transformarse son los individuos y especialmente la relación entre ellos, entre

hombre y mujer, entre padres e hijos. Sólo así la mujer podrá lograr la liber

tad, y crear su personalidad y conservarla. Será una utopía o no, será desea

ble o no. Este no es el problema. El novelista piensa en la emancipación de

la mujer. Además del medio social y de los seres humanos, Galdós no puede

olvidar la naturaleza a la cual todos estamos sometidos.

Este es el desenlace. El abuelo tiranizó inútilmente a Horacio. Don Lope

es el más lúcido y dice con clarividencia burguesa, a es la pobreza también

una forma de la vejez» (cap. 12). La pérdida de la pierna nada tiene que ver

con la naturaleza femenina, pero es indudable que para la mujer es un obs

táculo en su equilibrio psicosomático muy superior al que pueda serlo en el

hombre y nos hace pensar en todos los trastornos peculiarmente femeninos.

La vejez de Don Lope se anuncia pronto y rápidamente se teje con la po

breza y los tristes achaques de la edad. Cuando hereda y se casa cae en la

chochez, pero

el señor de Garrido, al mejorar de fortuna, tomó una casa mayor en el

mismo paseo del Obelisco (hoy Eduardo Dato)... Revivió el anciano

galán con el nuevo estado; parecía menos chocho, menos lelo, y sin

saber cómo ni cuándo, próximo al acabamiento de su vida, sintió que

le nacían inclinaciones que nunca tuvo, manías y querencias de pací

fico burgués.

Gozaba plantando árboles, cuidando las gallinas y el arrogante gallo. De

liciosos instantes para el estéril Don Juan:

¡Qué grata emoción... ver si ponían huevo, si éste eran grande, y, por

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fin, preparar la echadura, para sacar pollitos, que al fin salieron, ¡ay!,

graciosos, atrevidos y con ánimos para vivir mucho! Don Lope no

cabía en sí de contento, y Tristana participaba de su alborozo.

Pintura sarcástica digna de ese gran egoísta, el otro egoísmo masculino

lo ofrece Horacio, sólo que éste rezuma fuerza y bienestar.

El Arte se confabuló con la Naturaleza para conquistarle, y habiendo

pintado un día, después de mil tentativas infructuosas, una marina

soberbia, quedó para siempre prendado del mar azul, de las playas

luminosas y del risueño contorno de tierra. Los términos próximos y

lejanos, el pintoresco anfiteatro de la vida, los almendros, los tipos

de labradores y mareantes le inspiraban deseos vivísimos de transpor

tarlo todo al lienzo; entróle la fiebre del trabajo, y por fin, el tiempo,

antes tan estirado y enojoso, hízosele breve y fugaz; de tal modo que

al mes de residir en Villajoyosa, las tardes se comían las mañanas y

las noches se merendaban las tardes, sin que el artista se acordara

de merendar ni de comer.

De la misma manera que la disipación fue relativamente breve y se la

debía a su abuelo, el entusiasmo por la pintura quizás tiene el mismo origen,

siendo también pasajero. En el mismo capítulo 17 se nos dice, «Fuera de esto,

empezó a sentir las querencias del propietario, esas atracciones vagas que su

jetan al suelo la planta, y el espíritu a las pequeneces domésticas». Al verle

Tristana, después de la operación tuvo una gran desilusión. «Aquel hombre

no era el mismo que, borrado de su memoria por la distancia, había ella re

construido laboriosamente con su facultad creadora y plasmante. Parecíale

tosca y ordinaria la figura, cara sin expresión inteligente, y en cuanto a las

ideas... ¡Ah, las ideas le resultaban de lo más vulgar! (cap. 26).

Dice Horacio de sí mismo «Soy yo muy terrestre, muy práctico, y ella muy

soñadora, con unas alas de extraordinaria fuerza para subirse a los espacios

sin fin». Galdós nos explica:

En las visitas que se sucedieron, Horacio rehuía con suma habilidad

toda referencia a la deliciosa vida que era ya su pasión más ardiente.

Mostró también indiferencia del arte, asegurando que la gloria y los

laureles no despertaban entusiasmo en su alma. Y al decir esto, fiel

reproducción de las ideas expresadas en sus cartas de Villajoyosa,

observó que a Tristana no le causaba disgusto, (cap. 27).

La chochez de Don Lope, aunque no estrictamente necesaria, se justifica

por su edad. Horacio en la plenitud de sus fuerzas da la razón a su abuelo;

él no había nacido pintor, lo de dibujar y pintar no fue más que un capricho

juvenil y pasajero. Horacio, claro, se casa, deja la pintura, es propietario que

se goza en su propiedad y fundará una familia robusta y mediocre como él.

Para Tristana la distancia —Vamour lointain— «venía a ser como una

voluptuosidad de aquel amor sutil, que pugnaba por desprenderse de toda in-

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fluencia de los sentidos» (cap. 26). Es el momento en que la dama japonesa

está sometida por completo a su cuerpo.

Tristana no era ya ni sombra de sí misma. Su palidez a nada puede

compararse; la pasta de papel de que su lindo rostro parecía formado

era ya una diafanidad y de una blancura increíbles; sus labios se

habían vuelto morados; la tristeza y el continuo llorar rodeaban sus

ojos de un cerco de transparencias opalinas, (cap. 20).

Vivía entontecida y alelada, su ingenio había desaparecido. Envejece atroz

y rápidamente, apenas si la reconocían. Al año de la operación, representaba

cuarenta años cuando no tenía más de veinticinco.

Al fin, el entusiasmo de Tristana por la paz de la iglesia, por la pla

cidez de las ceremonias del culto y la comidilla de las beatas llegó a

ser tal, que acortaba las horas dedicadas al arte músico para aumentar

las consagradas a la contemplación religiosa. Tampoco se dio cuenta

de esta metamorfosis, a la que llegó por gradaciones lentas; y si al

principio no había en ella más que pura afición, sin verdadero celo,

si sus visitas a la iglesia eran al principio actos de lo que podría

llamarse dilettantismo piadoso, no tardaron en ser actos de piedad

verdadera, y por etapas insensibles vinieron las prácticas católicas, el

oír misa, la penitencia y la comunión, (cap. 28).

No debemos dudar de la sinceridad de Tristana, la misma con la que se

dedicó a la pintura, al italiano, al inglés, a la música. El mismo Galdós se

pregunta, no obstante, «¿sería, por ventura, aquella su última metamorfosis?

¿O quizá tal mudanza era sólo exterior, y por dentro subsistía la unidad pas

mosa de su pasión por lo ideal?». Sí, las «mudanzas» continúan. Acaba por

ir a la iglesia, «pues la contemplación mental del ídolo érale más fácil en la

iglesia que fuera de ella». Así llegamos al final, a la cojita, le entra una nueva

afición a un nuevo arte. Sus manos van a dedicarse al arte culinario «en su

rama importante de repostería. Una maestra muy hábil enseñóle dos o tres

tipos de pasteles, y los hacía tan bien, tan bien, que Don Lope, después de

catarlos, se chupaba los dedos, y no cesaba de alabar a Dios».

Con vocabulario naturalista, Horacio nos cuenta la impresión que le pro

dujo Don Lope al conocerle y hablar con él.

Se alegraba de tratarle, admirando de cerca, por primera vez, un

ejemplar curiosísimo de la fauna social más desarrollada, un carácter

que resultaba legendario y revestido de cierto matiz poético, (cap. 25).

Baltasar de Alcázar hace consistir su juego en contarnos la cena en lugar

de decirnos algo sobre Don Lope de Sosa. Don Benito acepta el juego y nos

dice lo que Alcázar calló. También de Tristana, hablando Horacio con Don

Lope, pronuncia este juicio, Tristana detesta el matrimonio. «Quizá ve más

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que todos nosotros; quizá su mirada perspicua, o cierto instinto de adivina

ción concedido a las mujeres superiores, ve la sociedad futura» (cap. 26).

La sociedad es inmisericorde, el ser humano, rastrero y egoísta, la natu

raleza ciega e indiferente impone su ley. Los tres personajes son relativamente

complejos. No son genios ni demasiado excepcionales, pero así es la enorme

masa de la humanidad, de aquí la última frase del libro: «¿Eran felices uno

y otro?... Tal vez». ¡Los pobres mediocres! Manos para hacer pasteles, pero

no olvidemos, lo que es muy galdosiano, la profecía, quizás Tristana no dejará

de ser voluble e inquieta, pero quizás «ve la sociedad futura».

NOTAS

1 Forma literaria y sensibilidad social (Madrid: Gredos, 1967). "Galdós y el

vocabulario de los amantes", pp. 105-138.

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