PÉREZ GALDOS: MEDITACIÓN DE LA MUERTE

Peter G. Earle

Hay un naturalismo implícito en los personajes de Balzac, Dostoyevsky

y Pérez Galdós. La condición predeterminada de casi todos es su calidad de

víctimas. Las novelas del siglo XLX elaboraban el tema de la sobrevivencia,

de la lucha personal contra la inevitabilidad histórica, del hombre subordi

nado a su época. A partir del romanticismo, la fina maquinaria del universo

dieciochesco es corroída por invisibles organismos subjetivos. Entre intelec

tuales el simbolismo físico es sustituido por el biológico; y la compulsión

raciocinante, por la curiosidad psicológica. En los mejores casos la novela

llamada realista ofrece nuevas y diversas realidades, y de esa multiplicación

nacen forzosamente nuevas perspectivas.

En su estimulante ensayo Classic, Romantic and Modern Jacques Barzun

escribe que el triunfo del Romanticismo sobre el Neoclasicismo es en el fon

do el de la biología sobre la mecánica. La causa motriz de los románticos es

«la sobrevivencia del individuo y de la especie». Barzun piensa que con el

Romanticismo la religión de Occidente se transforma en una «teoría energé

tica» que anima al hombre y a la naturaleza circundante. La religión es, desde

entonces, «una necesidad intelectual y emocional» \ Por eso mismo, la mul

tiplicación de realidades que encontramos en las máximas novelas del siglo

pasado tiene su paralelo en la religiosidad multiforme de aquella época. El

escepticismo —que es la verdadera base de la novela moderna— precipita

esa multiformidad. La novela, a partir de Balzac, Dostoyevsky y Pérez Galdós,

es barómetro de profundos cambios intelectuales. Desde Hegel hasta Nietzsche

la filosofía lógica se ha convertido en filosofía idealista; la física especulativa

en ciencia aplicada; los credos ortodoxos en nuevas místicas panteístas; la

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evocación (más o menos costumbrista) del pasado, en preocupación (princi

palmente social) por el futuro. Todo es definible como necesidad. La novela

de Balzac, de Dostoyevsky y de Galdós es un amplio cuestionamiento. En su

circunstancia cada protagonista se pregunta de la manera más completa po

sible, ¿qué debo hacer con mi muerte? Esa es su mayor aportación al ar

gumento.

Se ha intentado demostrar en un breve ensayo comparativo sobre Balzac

y Galdós que en la obra de aquél hay «la alegría ruidosa y optimista de un

bautizo», mientras que en la del español predomina «la tristeza silenciosa y

conmovedora de un viático» I Desde luego, la comparación es errónea. En

el fondo y en muchos detalles, la Comedie Humaine es una visión de la vida

como enfermedad incurable. Hasta se podría decir que varios personajes prin

cipales y secundarios de Pérez Galdós han conocido, en las pesarillas, en las

ilusiones perdidas, en los accesos de locura, o en la simple frustración econó

mica, el mismo infierno psicológico simbolizado en el primer capítulo de La

Peau de chagrín. En él la civilización moderna es una enorme casa de juego,

custodiada por un viejo siniestro que recibe del cliente su sombrero y que

parece ser guardián de la Muerte. En esa novela la vida fatiga y apremia,

como la misma piel de zapa: el talismán aceptado por Raphaél, «that powergiving

but steadily shrinking talismán —dice Victor Bronbert— in which

Balzac symbolizes the eternal dialectic of desire and death» 3. Con cada de

seo cumplido la piel se encoge un poco más. Por supuesto esa piel es la vida:

y un recordatorio constante de que la vida es un proceso disminuyente y una

serie ilimitada de desilusiones.

I. Los Episodios Nacionales: marco tragicómico de la historia

Galdós completa y humaniza en las Novelas Contemporáneas el panora

ma histórico de los Episodios Nacionales. No sólo en las alucinaciones o te

mores de algunos personajes principales en que se asoma la Muerte, sino en

la Historia misma. Ricardo Gullón subraya acertadamente la inseguridad y

hasta los «leves trastornos mentales» del narrador de la última serie de los

Episodios. Percibe además una consistencia trágica en casi todos los Episo

dios \ Yo veo, aun en los más amargos y pesimistas de la última serie, una

tonalidad más bien tragicómica: por el panorama de frivolidades, por las

ironías históricas y caricaturas políticas5, por el creciente sarcasmo galdosiano

frente a la cursilería social. Para Galdós la vida histórica —no menos que

la íntima— es tragicomedia, y el último capítulo del último Episodio (Cáno

vas) ofrece en la forma de una carta de la Musa de la Historia al narradorprotagonista

esta fúnebre visión del presente y del porvenir de España:

La paz es un mal si representa la pereza de una raza, y su incapacidad

para dar práctica solución a los fundamentales empeños del comer y

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del pensar. Los tiempos bobos que te anuncié has de verlos desarrollarse

en años y lustros de atonía, de lenta parálisis que os llevará a la con

sunción y a la muerte6.

A continuación Mariclío afirma que España acabará entregando a la Santa

Madre Iglesia «la enseñanza, la riqueza, el poder civil, y hasta la indepen

dencia nacional», que solamente alguna forma de revolución podrá levantar

al país de su letargo, y que mientras tanto ella, inquieta musa de la Historia,

se dormirá de puro aburrimiento. Así habló a través de su musa el Zarathustra

hispánico, el profeta fatigado de 1912; pero en muchas otras ocasiones y

circunstancias Galdós había expresado los mismos presentimientos. El no

velista tenía, como ha indicado Robert Ricard en su análisis del episodio

Prim, una visión histórica que oscilaba entre dos extremos, trágico y fársico,

y entre dos interpretaciones —podríamos añadir—, lógica e irracional. Pero

esas dos interpretaciones resultan ser ambiguas, y Ricard observa que Galdós

por medio de su historiador Santiuste quiere mostrar en el contexto de su

siglo la razón de la sinrazón. Juan Santiuste tiene el inequívoco apodo de

Confusio y es autor de una ambigua —por no decir oximorónica— Historia

lógico-natural de los españoles de ambos mundos en él siglo XIX. «Mi histo

ria no es la verdad pedestre, sino la verdad noble, la que el Principio divino

engendra en la Lógica humana. Yo escribo para el Universo, para los espíritus

elevados en quienes mora el pensamiento total» (OC, III, 619). La Historia de

Santiuste, o la conclusión borrosamente filosófica a la que conduce, corres

ponde a grandes rasgos a las últimas meditaciones de Maxi Rubín, es decir,

al «furor de la lógica» que lo aflige en el penúltimo capítulo («La razón de la

sinrazón») de Fortunata y Jacinta. El desatinado historiador y el filósofo

cuerdo-loco realizan sendas levitaciones espirituales. Son éstas una cómica

mezcla de lógica hegeliana y de fantasmagoría quijotesca. En una obra tras

otra, en Episodios y en novelas, Galdós ofrece el espectáculo del ilusionismo

socio-histórico, de personajes deslumbrados ante la realidad e incapaces de

comprender su circunstancia. Los simulacros políticos complicados por pro

nunciamientos militares ofuscan y agravan los problemas fundamentales del

país. «La verdad noble» de que habla Confusio será de otro mundo; «la

verdad pedestre», cotidiana, es la progresiva atonía, la restauración de una

monarquía caduca, la parálisis ideológica, la voracidad burocrática y la in

fructuosa pretensión social.

Los Episodios Nacionales fueron obra del testigo indignado, el contraste

irónico entre el ser y el querer-ser (según ese testigo de voluntad reformadora)

de la nación. Por ser género híbrido de novela, crónica y periodismo, los

Episodios interesan al estudioso de la historia española. Carecen de univer

salidad literaria, pero le sirven al autor de esquema y trasfondo histórico

para las grandes Novelas Contemporáneas que han sido su verdadero aporte;

los Episodios tienen dos funciones: son las notas formalizadas de un nove

lista históricamente orientado, y son los cuadernos de sus preocupaciones

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cívicas. Galdós fue aficionado y no filósofo de la historia; su acercamiento

a la historia es genealógica y familiar. Para él la sociedad era el desarrollo y

deteriorización de las tradiciones españolas. Todo en plan de familia, en el

laberíntico hogar de Madrid. Vidas íntimas, íntimas muertes.

II. Perspectivas de la muerte

Ciudadano y médico espiritual de la España del siglo pasado, Galdós in

terpretaba la Muerte de tres maneras: 1) como selección natural, 2) como

proceso degenerativo, 3) como desenlace espiritual.

1. El naturalismo galdosiano, siempre oblicuo mas no por eso menos

presente, es notable en varios personajes. «Todo lo que ha cumplido su ley

desaparece» afirma Máximo Manso al sentir la inminencia de su propia desa

parición (OC, IV, 1289). Luego, ya retrospectivamente, «el sosiego me dio a

entender que había dejado de ser hombre». José Ido del Sagrario, delirante

profeta y teórico literario en El doctor Centeno, declara con motivo de la

muerte de Alejandro Miquis que «el mundo elimina y echa de sí a los que

no le sirven» (OC, IV, 1448). Frasquito Ponte termina siendo, en Misericor

dia, otra inutilidad. Hidalguillo anacrónico, quisiera ocultar —así como es

conde sus harapos bajo un gabán de verano en toda estación— su miserable

circunstancia en sus vanos ensueños. Finalmente sufre dos caídas calamito

sas: la primera, humillante y simbólica, de su caballo; la segunda, física,

nerviosa y mortal, al rodarse por la escalera de la nueva casa de doña Paca.

Son personas, como el aristócrata degradado Rafael del Águila en Torquemada

en la cruz y Torquemada en el purgatorio, para quienes no queda fun

ción ni razón de ser en el mundo aburguesado de la Restauración y de la

Regencia. Son tres muertes y un suicidio determinados, al parecer, por las

circunstancias sociales de su tiempo. Galdós, lector de Herbert Spencer,

Darwin y Zola, aplicaba las teorías de selección natural y de la lucha por la

vida a la sociedad, no con rigor científico pero sí con una dimensión simbó

lica. El Madrid de su tiempo no dejaba lugar a los filósofos, poetas o nobles

sin recursos. Galdós se sentía testigo de una sociedad caduca que resistía a

toda innovación menos las puramente materialistas.

2. Otro aspecto del naturalismo, frecuentemente comentado en estudios

sobre La desheredada y Lo prohibido, es el proceso degenerativo. Lo prohi

bido es un catálogo de enfermedades psicofísicas causadas por la afición mor

bosa al lujo. Radix malorum cupiditas est. Walter T. Pattison indica que to

dos los Bueno de Guzmán sueñan con felicidades que sólo con dinero se

pueden lograr8, y por el despilfarro y la concupiscencia de los personajes el

dinero que consiguen nunca les basta. La enfermedad básica en Lo prohibido

como en la novela inmediatamente anterior (La de Bringas) y después en la

serie de Torquemada es la del materialismo. No se trata tanto de «mitigated

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naturalism» —la frase es de Pattison— como de naturalismo metafórico.

Constantemente Galdós emplea imágenes biológicas y fisiológicas para con

notar la deteriorización de una persona, la degradación de una familia, o la

atrofia de toda una clase social. Para Emile Zola, rigurosamente fiel al con

cepto determinista de Claude Bernard, los fenómenos (efectos) tienen causas

concretas y definibles; es decir, hechos observables según el «método expe

rimental». Zola afirma que el novelista es una síntesis del observador y del

experimentalista, y que su tarea es la de exponer a su personaje a una «serie

de pruebas» 9. Anticipándose al estructuralismo, Zola juzga que «la ciencia

experimental no debe molestarse por el por qué de las cosas; ella solamente

explica el cómo» 10. En cambio, Galdós el preocupado, «the liberal crusader»,

el padre espiritual de la España moderna, buscaba siempre, y sin olvidar nun

ca el cómo estilístico, el por qué caracterológico. En el fondo y de acuerdo

con Ortega y Gasset en España invertebrada y con Américo Castro en La

realidad histórica de España, Galdós nos presenta un naturalismo al revés,

en que las personas mediante sus voluntades y caprichos determinan las cir

cunstancias ; las circunstancias son espejos de las personas. La usura, la buro

cracia, las modas, el patriarcado familiar y social, el hambre visible y el ham

bre oculta son circunstancias de segundo grado: nacidas, es decir, de una

personalidad múltiple y tenazmente española; son el resultado de deseos,

sueños y razonamientos frecuentemente incompatibles con la realidad. La

muerte de Pepe Carrillo, el marido de Eloísa en Lo prohibido anticipa la del

Ivan Ilyich de Tolstoy; cada una es un macabro poema de dolores y gritos.

Los gritos de Carrillo «eran una exclamación de animalidad herida y en peli

gro, sin ideas, sin nada de lo que distingue al hombre de la fiera» (OC, IV,

1756). Más tarde, la muerte de su mujer es aún más bizarra; al narrador, su

antiguo amante, la cara de Eloísa le parece una «enorme calabaza». Tan re

pugnante es su máscara de moribunda que encubre la deslumbrante belleza

de antaño, que el narrador cree «ver expresadas en un solo visaje todas las

ironías humanas» (OC, IV, 1829). Eloísa, y Pepe Carrillo en menor grado,

habían ensayado una vida de máximas pretensiones sociales —tan extremas

que su único desenlace posible era el fracaso y la muerte. Eloísa tenía, según

la expresión popular, «mucha cara» y —simbólicamente— había de morir

con la cara enormemente hinchada. Rafael, tío paterno del narrador, repasa

al principio de Lo prohibido varias vidas de la extraña familia Bueno de Guzmán.

Por ejemplo, el abuelo de José María mandó construir su propio pan

teón, y fue su última voluntad que los restos de todos los niños pobres naci

dos en Ronda fuesen enterrados a su lado; por supuesto, varios de ellos

fueron sus propios hijos. Un tío de José María «coleccionaba papeletas de

entierro y hacía libros con ellas» (OC, IV, 1678). Raimundo, hijo de don

Rafael, es «un pasmoso talento improductivo», etc. Todos, en fin, encamina

dos a la muerte, real y simbólica, antes de su debido tiempo.

3. La muerte es, para los incomprensivos hasta para las conciencias más

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iluminadas, el mayor misterio y el mayor acontecimiento espiritual. Máximo

Manso, para quien la muerte es la no-existencia originaria y final, y el no ser

pensado por el creador (en su caso el creador es un novelista) la piensa con

tinuamente. Manso espiritualiza la vida, mientras que su discípulo Manolo

Peña la cosifica. Ambos experimentan la incompatibilidad del espíritu y de

la materia, y esa incompatibilidad es uno de los nombres sin número de la

muerte. A modo de contraste, Francisco de Bringas no piensa en la muerte,

pero la vive y expresa todos los días. Su imaginación endeble excluye al por

venir ; su dinero no circula; su sensibilidad no reconoce la verdad. La imagen

preliminar de La de Bringas es el cenotafio sin par de Don Francisco, enma

rañado espectáculo de la muerte a la vez humilde y ostentoso, fiesta barroca

de peludas penumbras. Han entrado en su composición pelos castaños, ne

gros y rubios de vivos y muertos. El catálogo de «emblemas del morir y del

vivir eterno», los motivos sentimentales, la caótica mezcla de lo gótico y lo

anacreóntico, de arquitectura eclesiástica y de paisajes seudorrománticos,

constituyen el colmo de lo moribundo en arte, literatura y cultura. Sus «es

pasmos de artista» son síntomas de la enfermedad más intensamente diag

nosticada por Galdós a través de sus obras: la cursilería. Es de notar que

inmediatamente después de su detallada presentación del cenotafio, el nove

lista nos da otra del interior del Palacio Real. La familia Bringas vive el oca

so de la monarquía española y experimenta la dificultad de sobrevivir en la

alborada de una nueva burguesía improductiva.

Si la familia Bringas es la prosa de la época, Fortunata es la poesía. Por

eso mismo resiste mejor a la muerte. Fortunata, como indica José Schraibman,

es el personaje más soñador de la obra maestra de nuestro autor (nueve de

los veintitrés sueños en Fortunata y Jacinta son de ella)u. «Morirse es cum

plir una ley de armonía», dice Juan Pablo Rubín en una reunión de damas

de «equívoca decencia» (OC, V, 307). Fortunata, su cuñada, parece cumplir

—ella misma— esa ley, entre cristiana, krausista y darwiniana, del bien mo

rir. Es uno de los pocos personajes galdosianos que realizan una vida natural.

Sus últimas palabras —«Soy ángel... yo también..., mona del Cielo» (OC, V,

541)— entonan satisfacción, y la convicción de haber logrado su destino de

mujer y madre con máxima libertad. Guillermina Pacheco le exige y consi

gue perdón para Juanito de Santa Cruz y para Aurora; pero es de notar que

Fortunata no rechaza, por mucho que insiste Guillermina, la tenaz idea de

que ella (Fortunata) y no Jacinta, ha sido la verdadera esposa de Juanito. Es

decir: la hora de la muerte, que es para la gran mayoría el momento defi

nitivo de todas las concesiones ante la Religión y la Sociedad, para Fortunata

es ocasión de reafirmar su voluntad. No concede a la sociedad derecho de

esposa, ni a la religión su mea culpa. «Soy ángel...». Eso es, agente del amor

sin condiciones, y también amona del Cielo», o sea, criatura pura y madre,

la única posible, que ha dado a luz al amono del Cielo»: madre e hijo que la

sociedad a través de la retórica de doña Lupe ha llamado «pájara mala» y

«pollo».

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III. Tres víctimas ejemplares

Bien sabía Galdós que la vida era especialmente dura para la mujer. Isi

dora Rufete, Mauricia la Dura, Tristana, entre otras, la averiguan. Pero tam

poco fue el autor de Fortunata y Jacinta un feminista. Aunque conocía y re

conocía las múltiples injusticias sufridas por la mujer, encontró en la socie

dad misma el origen de todos los males. La sociedad madrileña presentada

a través de su obra fue una inmensa familia de víctimas y victimarios, retra

tados todos en un momento crítico de la historia. El naturalismo implícito

de las Novelas Contemporáneas revela la irónica ineptitud del individuo en

una sociedad fundada sobre el principio del individualismo. A esa ineptitud

le complementa una actitud peculiar ante la muerte que a la vez muestra la

profundidad psicológica del autor al describirla. Las mujeres en las novelas

de Galdós son en muchos casos personajes más vivos y completos que los

hombres, pero son éstos lo que expresan, generalmente, una mayor preocupa

ción por la mortalidad humana.

Tres hombres, fascinantes en su defectuosidad, me parecen ejemplares

en su anticipación de la muerte. Maxi Rubín, por su continua experiencia del

malestar (físico, nervioso y mental); Ramón Villaamil, por ser la víctima más

completa de su circunstancia familiar, política y social; Francisco de Torquemada,

por su transformación de parásito menor en parásito mayor de la vida

española. El primero, aunque no muere antes de terminar Galdós la obra,

se encuentra desterrado de la vida, aislado de la sociedad, abandonado por

parientes y amistades, y encerrado en el manicomio. El segundo, frustrado

y humillado —casi, se podría decir, sistemáticamente— elige su último re

curso: el suicidio. El tercero, Torquemada, es el más explícito en preocu

parse por la otra vida, no como ha pensado erróneamente Antonio Sánchez-

Barbudo, anticipando la angustia existencial de Unamuno, sino como simple

animal económico en busca de la última inversión12. «Vivir», para Torque

mada, es seguir acumulando bienes materiales.

Maxi Rubín morirá porque no llega a ser hombre completo. Su condición

patológica es la metáfora de su debilidad de carácter. Morirá por falta de

amor, que tal vez le hubiera transfigurado. Cuando en el último capítulo

Fortunata le ofrece su amor, a condición de que él primero mate a Aurora y

a Juanito, no hay posibilidad alguna de que semejante amor se cumpla. Mo

rirá, en fin, porque Fortunata, símbolo a la vez del eterno femenino y de Es

paña en una encrucijada, es un enigma, y porque las circunstancias exigen su

separación ya desde la misma noche de bodas. Maxi, parodia del hombre, es

el reverso de la leyenda de Don Juan (Santa Cruz es una de tantas exacerba

ciones de esa leyenda); le faltan: autoridad, elocuencia, atractivo físico,

aplomo, potencia sexual. Será, en la relativa tranquilidad de Leganés, filósofo.

No por vocación o inclinación natural, sino por proceso de eliminación; no

sirve, sino para filosofía. Con cierta crueldad análoga a la de Cervantes, «pa

drastro» de Don Quijote, Galdós presenta a Maximiliano Rubín en el segun-

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do capítulo de la Segunda Parte en calidad de «redentor». La posibilidad de

que Maxi redima a Fortunata es tan remota como la de que Don Quijote re

dimiera a Aldonza Lorenzo, o el iluso protagonista de un cuento de Gogol

(«Avenida Nevski»), a una prostituta. Maxi no es un simple joven raquítico

destinado a fracasar; es el reverso total de la fuerza masculina, encarnado en

burlescos síntomas patológicos. Otros amantes de leyenda realizarán hermo

sos poemas de palabra o de acción. A Maxi le corresponden desmayos, fie

bres alucinatorias y destilaciones de la nariz. Cornudo y descontento, Maxi

sufre persistentes pesadillas, incitadas por la infidelidad de su mujer, y ellas

son parte integral del proceso de su enloquecimiento. En su simbólico en

cuentro con Francisco de Torquemada al principio de la última parte de

Fortunata y Jacinta (OC, V, 432), Maxi relaciona a éste con la «escuela» de

su hermano Juan Pablo Rubín: la de «fuerza y materia». Maxi dice, «Yo

expondré mi doctrina; que exponga Juan Pablo la suya, y veremos quién se

lleva tras sí a la señora Humanidad». Inmediatamente después, y en el mismo

estado febril, Maxi apunta esta meditación sobre el suicidio:

Solidaridad de sustancia espiritual. La encarnación es un estado peni

tenciario o de prueba. La muerte es la liberación, el indulto, o sea,

la vida verdadera. Procuremos obtenerla pronto...

Pattison ha observado que la paz última lograda por Maxi —encerrado

en Leganés— es una liberación espiritual evidentemente influida por la de

Pierre en La guerra y la paz («Me han llevado y encerrado. Me han aprisio

nado. Pero ¿quién soy yo? Yo —mi alma inmortal—. ¡ Ja, ja, ja! »)13.

La observación es atinada, sobre todo porque Pattison ha encontrado el

pasaje marcado por Galdós en su propio ejemplar de La guerra y la paz. Sin

embargo, hay que recordar que Tolstoy sentía mucho mayor admiración por

Pierre que Galdós por Maxi. Impotencia es la imagen básica de este personaje,

y su triunfo espiritual de último momento resulta pegadizo.

Más concreta es la liberación por suicidio de Ramón Villaamil al final de

Miau. Pero Villaamil sufre un aislamiento y exclusión parecidos a los de Maxi.

Los dos resultan ser unos enajenados de la realidad; los dos contemplan con

tinuamente sus frustraciones; los dos presienten, repetidamente, sus muertes,

y esas muertes coinciden con sus fracasos: Maxi, incapacitado para el amor;

Villaamil, para la eficacia burocrática. Villaamil es mártir no sólo del sistema

burocrático de su tiempo, sino de las pretensiones de su mujer (Pura) y su

cuñada (Milagros), de los trastornos nerviosos de su hija Abelarda, de las

maldades de su yerno Víctor Cadalso, y de la condición epiléptica de dos

hijas (una ya muerta) y del nieto Luisito. Más que nada, don Ramón es víc

tima de una de esas familias, numerosas en la obra de Galdós, dominadas por

mujeres (la de Rosalía de Bringas, la de doña Perfecta, la de Eloísa de Carri

llo, la de Cruz de Águila, entre otras). En Miau «las tres Miaus», unas cursis

empobrecidas, dominan y desprecian al viejo «tigre» enfermo de Villaamil y

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malgastan el poco dinero con que cuenta la familia. «Ramón, determínate a

empeñar tu reloj, que la niña necesita botas...» (OC, V, 678). Villaamil es el

hombre honrado derrotado por el sistema de las relaciones personales. Su

receta para resucitar la economía del país («Moralidad, Income tax, Adua

nas, Unificación») fue, por los años ochenta, lo que el país, en efecto, nece

sitaba. Por supuesto, no fue un plan aceptable para los que por entonces ma

nejaban el poder. La frustración de Villaamil se transforma poco a poco en

locura. Es el cesante permanente, y su proyecto imposible es sustituido por

una venganza imposible: «Muerte... Infamante... Al... Universo...» (OC, V,

679). Sólo su nieto, un niño de nueve años, lo quiere de verdad, y el estado

epiléptico y las pesadillas de Luisito reflejan directamente la vida insoporta

ble de Villaamil. «El mundo elimina y echa de sí a los que no le sirven»,

había dicho José Ido del Sagrario en El doctor Centeno (OC, IV, 1448), y el

mundo —entre los administradores socarrones y la familia veleidosa— echó

de sí a Ramón de Villaamil, que tan largo tiempo fue incubando su muerte

en un cuarto oscuro de su casa.

Francisco de Torquemada el materialista había repugnado a Maxi Rubín,

residente en las estrellas. Es el personaje que más crece, literalmente, a tra

vés de varias obras galdosianas. De la vaga imagen de un usurero se va hin

chando, adquiriendo bienes raíces, familia, título, prestigio político, y una

posición poderosa en el mundo financiero. Don Francisco es el personajeglobo

que se hincha progresivamente, hasta que en la Segunda Parte de Tor

quemada y San Pedro casi se truena en una enorme vomitada. En otro tra

bajo he comentado el gran catálogo de vulgaridades torquemadianas en los

cuatro libros de la serie, y la manera en que Galdós anticipó a Freud en

relacionar simbólicamente el oro con el excremento.

Importa recordar que Torquemada no es sólo el gran Materialista dispues

to a sacrificar al prójimo. Encarna una evolución que se mueve simultánea

mente hacia la abundancia y la muerte —desde la «usura metafísica» hasta

la «positivista» (OC, V, 908). Al rechazar la simple obsesión por los números

que caracterizaba a los antiguos prestamistas —la cantidad por la cantidad

misma— don Francisco desempeña una filosofía financiera más compatible

con la «religión de las materialidades decorosas de la existencia» de la se

gunda mitad del siglo XDC. Su primer guía espiritual fue un clérigo renegado,

José Bailón, de cuya teología Torquemada entendía muy poco. Pero le quedó

muy grabada un concepto predilecto de Bailón: «Dios es la humanidad»;

y el gran usurero aprovecha el enmarañado pensamiento del ex-fraile para

conciliar su avaricia y sus acciones.

Todo en la vida y persona de Torquemada es una deteriorización. El hijoprodigio

que muere en el primer volumen (Valentín, genio de números abs

tractos en contraposición a su padre maestro en duros y presupuestos con

cretos) renace debilitado en forma de fantasma y, por segunda vez, en la de

un monstruo defectuoso y demente. Y al desastroso papel de padre le acom

paña otro de novio y marido. Fidela, al fin de Torquemada en la cruz, se casa

57

con el gran Tacaño: no por voluntad propia, sino por decisión de su herma

na Cruz (simbólicamente: la sociedad). La ceremonia de bodas se celebra el

día de Santiago, «patrón de las Españas» (OC, V, 1011), y representa la unión

de la aristocracia ya vencida y de la nueva burguesía. No es casual que Fidela,

después de tomar un refresco de agraz (léase, de amargura) se haya en

fermado con altas fiebres, ni que el novio, bebiendo copiosamente el cham

paña que tenía que pagar de todos modos y oliendo mucho a cebolla del sal

picón que se había ingerido la noche anterior, haya prorrumpido en groseros

disparates y bárbaras risas durante la fiesta. Tampoco es casual la declaración

o prognosis del aristócrata Rafael del Águila que su hermana se muere a

consecuencia de casarse con don Francisco. Su propio suicidio al fin de Torquemada

en el purgatorio expresa no sólo su desilusión por el estado de su

familia y el sacrificio de su hermana, sino su convicción de que toda su clase

está en vísperas de extinción.

La muerte de Fidela en Torquemada y San Pedro le ocasiona a Francisco

un ataque epiléptico (OC, V, 1146), parecido al que sufre cuando muere el

primer Valentín. La muerte de Fidela señala la aceleración del descenso físico

del nuevo marqués de San Eloy, en una serie inacabable de dispepsias. José

Donoso, su consejero progresista, y el Padre Gamoborena, su San Pedro pre

liminar, no le pueden salvar ni ayudar. La muerte de Torquemada no será

más que un negocio mayor, fracasado.

Ni «la fuerza y materia» torquemadianas, ni la endeble «sustancia espi

ritual» de Maxi Rubín, ni la persistente honradez de Ramón Villaamil les

salvarán. Torquemada, primitivo que desconoce la Naturaleza lo mismo que

la Civilización, muere por tratar de existir en la pura (o la inmunda) materia

lidad. Maxi Rubín el impotente muere por querer vivir en el puro espíritu,

que coincide con la locura. Ramón Villaamil muere luchando contra la pre

tensión de su familia y la corrupción de sus ex-compañeros burocráticos.

Galdós deja a cada uno en su predestinada soledad; comprende, en el ocaso

de su siglo, la terrible dificultad de existir en una época de tanta tradición

vencida.

NOTAS

1 Jacques Barzun, Classic, Romantic and Modern (University of Chicago Press,

2nd ed., 1975), p. 56.

2 Carlos Ollero, "Galdós y Balzac", en Douglass M. Roger (ed), Benito Pérez

Galdós (Madrid: Taurus, 1973), p. 190.

3 Introduction to Honoré de Balzac, La Peau de chagrín (New York: Dell Publishing

Co., 1962), p. 19.

* Ricardo Gullón, "La historia como materia novelable", en Rogers, edición

citada, pp. 409, 414.

58

5 A raíz de la muerte de ¡a joven Reina Mercedes en 1878, Federico Bravo

Morata se refiere al empeño de encontrar una nueva esposa e "infanta adecuada" para

Alfonso XII y España: "El hombre moderno no puede menos que sonreír, siquiera

íntimamente, cuando conoce estas andanzas de ministros y diplomáticos buscando una

princesa para un monarca, repartiendo sus actividades convencionales con estas otras

más próximas al celestineo que a la política". (Fin del siglo y de las colonias [Madrid:

Fenicia, 1972], p. 42).

6 Obras Completas (Madrid: Aguilar). La cita es del volumen III, de la edición

de 1961, p. 1363. Citaré de esta edición para los volúmenes III y IV. Las citas del

volumen V son de la edición de 1967.

7 Robert Ricard, "Mito, sueño y realidad en Prim", Cuadernos Hispanoamericanos,

núms. 250-252 (oct. 1970-enero 1971), pp. 340-355.

8 Walter T. Pattison, Benito Pérez Galdós (Bostón: Twayne Publishers, 1975),

p. 86.

9 Emile Zola, Le Román experimental (Paris: Garnier-Flammarion, 1971), p. 64.

10 Ibíd., p. 61.

11 José Schraibman, "Los sueños en Fortunata y Jacinta", en Rogers, edición

citada, p. 163.

12 Antonio Sánchez Barbudo, "Torquemada y la muerte", en Rogers, edición

citada, pp. 351-363.

13 Pattison, Ob. cit., p. 102.

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