CUANDO GALDOS HABLA CON SUS PERSONAJES

Stephen Gilman

Hay dos anécdotas sobre Galdós y Balzac —ambos ya de edad avanzada—

que son archiconocidas: cuando llevan al ciego don Benito a una represen

tación de Marianela y, al oír la voz de la actriz, grita, «¡ Es mi Nela! ¡ Es mi

Nela! ». Y cuando el autor de La comedia humana en su lecho de muerte

pide que hagan venir al doctor Bianchon. Ahora bien, el aspecto interesante

de tales anécdotas no es si son o no son verídicas, sino más bien lo que re

velan sobre la actitud complacida y hasta sentimental de los que las conta

ban. Porque —como todos sabemos— cuando en el siglo XVII o en el XVIII

se confundían seres novelescos con seres de carne y hueso, el resultado era

cómico. Pero en el XIX parece que Alonso Quijano por fin habría triunfado;

el público sencillamente quería creer en la realidad real de sus amados seres

ficticios, y se conmovía al enterarse de que los autores de esos seres en

estado moribundo o senil confirmaban lo deseado.

Virginia Woolf que confesó en una carta que leía novelas «como una ti

gresa» llegó a poseer en pleno siglo XX lo que ella llamaba «a fictional mind».

Y Georg Lukacs postula la existencia desde el principio del género de una

«conciencia novelística» \ O sea, en la novela y en la manera de leer que

exige hay una tendencia al realismo primordial —una invitación a creer en

lo que se nos cuenta—. Sin embargo, como sugieren estas dos anécdotas (y

otras muchas que se les parecen) en el siglo XIX, siglo en el que el género

llega a su momento de triunfo o apogeo, esta tendencia se generaliza. El afán

de no distinguir entre lo vivido y lo leído ya no se limita a damas ociosas,

a venteros analfabetos, o a hidalgos excéntricos sino llega a ser característica

de culturas enteras —locas de lectura novelesca.

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Esto, desde luego, se debe en parte a la formación de un público nuevo,

aficionado no a los frivolos libros caballerescos o pastoriles sino a la ostensi

blemente sesuda costumbre de leer periódicos. Como nos explican Mary

McCarthy2 y otros, el nexo entre las «noticias» y las «novelas» es estrecho,

y de por sí puede llevar a la identificación de ambas. Es decir, en un siglo

dedicado a las novedades las reales y las ficticias se entrecruzan. ¿Qué mu

cho que Coletilla, por ejemplo, llegue a ser considerado como personaje real

e histórico si la novela en la que vive, La Fontana de Oro, es obra compuesta

por un joven periodista como si fuera un periódico? 3. Es decir, así como Fer

nán Caballero busca su público entre los aficionados a las verídicas escenas

costumbristas (y por eso se atreve a afirmar que sus novelas pintan las rea

lidades andaluzas «tales cuales son»), así Galdós en su primera novela busca

el suyo entre los furibundos lectores de las noticias políticas. Y esos lectores

por su parte la habrían leído con la misma clase de credulidad y pasión polí

tica con la que solían leer su periódico preferido.

Pero esta explicación externa no puede llevarnos al meollo de la cuestión.

La verdad es que la novela del siglo XIX se acerca al periodismo no sólo en

caza de lectores, sino porque aspira a mucho más que hacer reír o llorar —co

mo las de Fielding o Richardson—. La nueva novela —resultado de una pro

funda revolución interior— aspira a nada menos que a la historicidad, a la

misma validez histórica que fue blasonada por los redactores del primer pe

riódico que usó en su título la frase de evidente origen sansimoniano, «si

glo XIX» \ «Recueil pour servir a l'histoire du 19e siécle» (1815)5. Ahora bien,

los novelistas revolucionarios, primero Scott y luego Balzac, eran —claro es

tá— muy conservadores en cuanto querían conservar la historia, y en este

sentido se distinguirían de los periodistas liberales del «Recueil». Pero cuan

do Balzac proclama que los novelistas son los verdaderos historiadores, que

sólo ellos tienen el don de presentar «le vrai», y que personajes nacidos en

«las entrañas de su siglo» son más reales que los que tienen madres de carne

y hueso6, empezamos a comprender cómo al final tuviera más confianza en

el experimentado doctor Bianchon que en el «parvenú» que torpemente le

auscultaba.

Habiendo repasado someramente esta lección elemental, estamos en con

diciones para situar a Galdós dentro del cuadro. En primer lugar, como ya

hemos insinuado, Galdós, por lo menos al principio, está más próximo a los

periodistas liberales que los dos novelistas mencionados, es decir, más preo

cupado con la historia futura de España que con la pasada. Lukacs explica

el auge súbito de la novela histórica como expresión de la nueva conciencia

que nació cuando «las masas» experimentaron los cambios radicales que

acompañaron la revolución francesa y las guerras del Imperio7. Pero Galdós

ya en 1865 había dicho en un artículo de periódico, «...estamos en el si

glo XLX, aunque muchos... viven o quieren vivir en [los] felicísimos tiem

pos...»8 de los Hapsburgos, y sabía de sobra que en España la experiencia

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histórica de la invasión napoleónica no había cuajado. Había, por lo tanto,

que enseñar a sus compatriotas a pensar históricamente; había que prepa

rarles para el futuro; había que convencerlos de que pertenecían al siglo XIX

en forma positiva, y que no eran exilados (como creía el público de Fernán

Caballero, de Pereda, y de tantos otros) de la suave intemporalidad costum

brista del terruño añorado. Resultado: a La Fontana de Oro sigue la pri

mera serie de episodios como una especie de periódico de noticias históricas...

lecciones noveladas dedicadas a crear conciencia histórica.

Ahora bien, precisamente su experiencia como periodista y su inicial con

cepto periodístico de la función de la novela hacen a Galdós preocuparse de

la fusión de la imaginación y la observación en su proceso creador. Buen

discípulo de Cervantes, como sabemos, Galdós, sin embargo, no siempre goza

del juego irónico, ficción-realidad; a veces contempla con angustia su propia

conciencia novelística. Y no digo la angustia paradójica, teológica y un tanto

fingida de Unamuno en Niebla, sino un mirarse asombrado y hasta asustado

desde dentro. En aquellos cuentos preparatorios, La Sombra y La novela en

el tranvía, vemos la más nítida expresión de eso: Galdós, el novel narrador,

convierte su propio poder inventivo en tema. Es como si su anterior profe

sión de verídico observador le hiciese más consciente de la imaginación tur

bulenta y fecunda que va a entrar como parte integral en su futuro realismo.

Por debajo de su humorismo superficial, estos cuentos revelan un ánimo su

mamente inquieto, dedicado a un constante escrutinio interior.

O sea, Galdós en cuanto realista es todo menos candido, está al polo

opuesto de Fernán Caballero, y cuando se presenta a sí mismo como perso

naje y hasta llega a hablar con los seres creados por él como si fueran reales,

lo hace con malicia y por motivos bien calculados. Veamos el ejemplo más

conocido. Cuando al final de su carrera Galdós escribe sus memorias y re

cuerda la especial intensidad espiritual que acompañó la creación de Fortu

nata y Jacinta, lo hace por medio de una conversación fingida con los habi

tantes de la novela. Y esa conversación imaginaria y postiza se convierte en

un medio sofisticado para explicar al lector candido el doble vertiente —ob

servación y fantasía— de la conciencia novelística. No se trata ni de mal

estar juvenil ni de demencia senil sino de una fábula cuidadosamente fabri

cada. Aunque el pasaje es notable (y todos ustedes se acordarán de él), sin

embargo, quisiera releerles un trozo del texto para sacar a relucir el aspecto

que me importa.

Galdós ha abandonado Fortunata y Jacinta a medio hacer para pasar una

temporada en Portugal, y, al volver al manuscrito —nos dice— se le despiertan

de nuevo sus poderosas facultades imaginativas. Es como si entrara de pronto

en su casa aquel alter ego que representa en varias novelas la incontinencia

de la fantasía creadora: don José Ido del Sagrario. Y una vez lanzado por

Ido, nos cuenta Galdós nada menos que lo siguiente:

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Visité a doña Lupe en su casa de la calle de Cuchilleros, y platiqué con

el usurero Torquemada y la criada Papitos. Pasaba largas horas en el

café del Gallo donde me entretenía oyendo las conversaciones de los

trajinantes y abastecedores de los mercados de aves. Por la escalerilla

subía y bajaba veinte veces al día, y en Puerta Cerrada tenía el cuartel

general de mis observaciones. En la Plaza Mayor pasaba buenos ratos

charlando con el tendero, José Luengo, a quien yo había bautizado con

el nombre de Estupiñá. Ved aquí un tipo tomado fielmente de la

realidad9.

Ya lo han oído ustedes, y no hay que insistir más: la transición de la fan

tasía a la realidad, del mundo interior al mundo exterior, de la plática con

Torquemada a las observaciones en Puerta Cerrada, no sólo es impercepti

ble; de hecho no hay frontera ni línea divisoria entre la invención y la do

cumentación. Así —según Galdós— se es consciente novelísticamente.

Ahora bien, como él mismo confesó en varias ocasiones —Galdós fue

muy reacio a la crítica y sobre todo a la auto-crítica—. Por lo tanto puede

ser significativa su utilización del deseo sentimental de los lectores de creer

en la existencia autónoma de los seres ficticios para explicar su propia ex

periencia de esa autonomía. En todo caso, hablar con los personajes era un

medio para comunicar indirectamente con su público, y ahora veremos cómo

emplea la misma estrategia en dos novelas cruciales. El primer ejemplo

ocurre en La de Bringas cuando Galdós (o si ustedes prefieren el narrador,

aunque yo no creo que esa distinción tan esencial en Fortunata y Jacinta sea

indispensable para las novelas del período naturalista) nos sorprende al reve

larnos que él también ha sido cliente de la protagonista. Después de su caída

—nos explica— Rosalía no siente ninguna vergüenza de su nueva profesión;

más bien está orgullosa de ser «piedra angular de su casa en tan conflictivas

circunstancias», y lo sabe él directamente:

En términos precisos oí esto mismo de sus propios labios en recatada

entrevista. Estábamos en plena época revolucionaria. Quiso repetir las

pruebas de su ruinosa amistad, mas yo me apresuré a ponerle punto,

pues si parecía natural que ella fuese el sostén de la cesante familia,

no me creía yo en caso de serlo, contra todos los fueros de la moral y

de la economía doméstica10.

Para comprender este extraño final de novela con su inaudita admisión

de relaciones sexuales entre autor y personaje, hay que tener en cuenta lo

que nos han explicado muy bien Casalduero y Montesinos: que la evolución

de las novelas galdosianas (en forma parecida a la práctica de Flaubert)

puede trazarse como una serie de virajes. O sea, cambios abruptos que corres

ponden a su insatisfacción con la novela que acaba de terminar, insatisfac

ción que le lleva a emprender una senda creadora nueva e inesperada. Por lo

tanto, propongo que lo que Galdós quiere decirnos por medio de esta confe-

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sión es lo que le ha parecido mal en La de Bringas. Y naturalmente esa auto

crítica ha de prepararnos para su próximo proyecto narrativo.

Específicamente en La de Bringas Galdós da una segunda vuelta al tema

de La desheredada: presenta en forma renovada ese mito moderno del país

prostituido que Zola formuló explícitamente cuando Nana ya estaba publi

cado. El cuerpo agonizante de su protagonista —escribe el naturalista francés

a uno de sus traductores— representa a «Francia sometida a la agonía del

Segundo Imperio» u. Así también, la prostitución de Isidora y la de Rosalía

(es significativo que el desliz inicial de la primera sea con Pez hijo y el de la

segunda con Pez padre) representan respectivamente la degeneración de Es

paña después de «la Gloriosa» y la de la España de la Reina Castiza. Esta

explicación semi-alegórica de La desheredada ha sido comentado en artículos

muy convincentes por Antonio Ruiz Salvador y Chad Wright12, y su aplica

ción a La de Bringas me parece igualmente verosímil. Recuérdese, por ejem

plo, cómo las habitaciones de los Bringas repiten en miniatura la configura

ción de los aposentos reales.

Pero volvamos ahora a la insatisfacción de Galdós. A lo largo de dos no

velas —Tormento y La de Bringas— nos han repugnado la hipocresía bur

guesa, la cursilería y la extravagancia de Rosalía. Y de pronto la encontra

mos franca e íntegra, orgullosa y eficaz, dentro de su nueva situación peca

minosa, siendo el auténtico hipocritón el autor-cliente que interviene para

hablarnos en primera persona. Hipocritón, porque exactamente como ella en

Tormento, él disfraza su falta de generosidad (¡«la economía doméstica»!)

con el manto sagrado de «los fueros de la moral». Es como si Galdós se hu

biera preguntado: «¿porqué escoger siempre a la débil mujer para representar

los vicios de la sociedad? ¿No es más culpable el avaricioso y mentiroso (y

a la vez fatuo y desvergonzado) comprador masculino que la pobre vende

dora de sí misma?».

Por lo tanto —es lícito suponer— Galdós decide ampliar la breve confe

sión del último párrafo y escribir una nueva novela que revelaría la concien

cia enferma de un don Juan estilo siglo XIX. Es decir, un don Juan vestido

de frac, sin valor ni arrojo y para quien «las travesuras eran más sabrosas

cuanto más anormales». En otras palabras, después de La de Bringas viene

el desquite, Lo prohibido, la confesión en primera persona de la vida puru

lenta de José María Bueno de Guzmán.

Llego a estas suposiciones porque al final de Lo prohibido Galdós emplea

la misma estrategia pero en forma mucho más obvia. Entra en la novela;

habla con el protagonista ya moribundo; e indirectamente nos prepara para

el viraje más radical y sorprendente de todos: nada menos que Fortunata y

Jacinta y el abandono definitivo del Naturalismo. Lo prohibido fue escrito

en 1885, más o menos al mismo tiempo que Huysmans y otros empezaron

a sentir que Zola y su séquito se habían obcecado tanto con problemas sexua

les que se encontraban en un «cul de sac» donde lo único que importaba era

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si «monsieur un tel comméttait oú ne commettait pas l'adultére avec madame

une telle» 13. Y el que Galdós sintiera un disgusto comparable con su

propia novela mientras la redactaba, lo sabemos por una carta a Pereda re

cientemente publicada:

Estoy reventado. Por cierto ¿quién me metería a mí en estas cosas finas?

Ya estoy de caramelo hasta donde puede figurarse. Y la cosa no sale.

Aquí hay budoir sí, pero no problemas .. hay problemas adúlteros y

otras zarandajas. En una palabra, estoy arrepentido de haberme metido

en estos belenes, pero no hay más remedio que salir corno* pueda, aun

que sea jurando no volver a hacerlo más u.

Y una vez salido, el problema inmediato será adonde dirigirse, cómo en

contrar un nuevo rumbo con más posibilidades. La solución la hemos leído

todos, y a primera vista parece sencilla: convertir a la prima Camila (la única

de las tres que no está corrompida) en Fortunata y estudiar novelísticamente

una conciencia totalmente sana, una conciencia no necesariamente santa (eso

vendrá después) pero en estado de perfecta salud.

Veamos ahora cómo Galdós al final de la novela se refiere al cambio que

contempla. Bueno de Guzmán ya paralítico ha terminado su al parecer inter

minable confesión dictándosela —como era de esperar— a Ido, y, aconsejado

por él,

Remití el manuscrito a un amigo suyo y mío que se ocupa de estas

cosas y aún vive de ellas . Hoy ha venido el tal a verme; hablamos;

le invito a escribir la historia de la Prójima, de la cual no he hecho

más que el prólogo, a lo que me contesta que .. bien vale la pena in

tentar lo que yo propongo15.

La auto-crítica es aquí acertadísima y casi explícita, pero antes de acabar

quisiera comentar dos cosas más y después hacerles a ustedes una pregunta.

La primera sería invitarles a fijarse con qué sutileza Galdós va a emplear

el mismo mote, «la Prójima», para Fortunata. Y la segunda es observar que

los lectores apercibidos de entonces, según parece, comprendieron el sentido

de esta breve intervención. Según los extractos reproducidos por Leo Hoar16,

tres de los que reseñaron la novela —Clarín, Ortega y Munilla y hasta el

hostil Orlando— recomendaron a Galdós el mismo camino que él se había

propuesto. Para citar al más calificado, Clarín, el carácter de Camila «mitad

virtud, mitad salud» era «lo más bello del libro», y por ahí había que seguir.

En cuanto a la pregunta, la dirijo a ustedes los galdosistas profesionales aquí

reunidos: en el vasto universo ficticio que nos concierne ¿hay ejemplos pa

recidos o de otra índole en los que no me he fijado? Gracias.

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NOTAS

1 Para una meditación penetrante sobre este y otros aspectos de Die Theorie des

Romans, véase Paúl de Man, "Georg Lukács' Theory of the Novel", Modern Languaje

Notes, LXXXI, 1966, pp. 527-524.

2 Véase su ensayo en On the Contrary, New York, 1963.

3 Véase mi "History as News in La Fontana de Oro", Estudios literarios de hispa

nistas norteamericanos dedicados a Helmut Hatzfeld, Barcelona, 1974.

4 Aunque los filósofos del 18 hablaban de su siglo como algo especial ("siécle de

lumiéres, etc.), el rótulo numérico usado como nombre proprio se encuentra primero

en la Introduction aux travaux sdentifiques du XlXe siécle (Paris, 1807) de Saint Simón.

Y luego siete años después da el próximo paso al caracterizar cada siglo del pasado

como si fuese persona: "Au XVIP siécle les beaux arts fleunrent, et l'on vit naitre

les chefs-d'oeuvre de la littérature moderne " {Oeuvres, tomos I-III, Paris, 18'68,

p. 157).

5 Véase E. Hatin, Bibliographie de la presse periodique frangaise, Paris, 1866.

6 En el "Avant-propos" de La Comedie humaine.

7 Véase Die kistorische Román, Berlín 1955, p. 15.

8 Obras completas (Madrid, Aguilar, 1950-1951), vol. VI, p. 1516.

9 Op. cit., p. 1663.

10 Op. cit., vol. IV, p. 1671.

n Cit. por Harry Le Vin en The Gates of Horn, New York, 1963, p. 356.

12 Respectivamente: "La función del trasfondo histórico", en La desheredada,

Anales galdosianos, vol. I, 196<>, págs. 53-62, y "The Representational Qualities of

Isidora", Romanische Forschungen, vol. LXXXIII, 1971, pp. 230-244.

13 Cit. por Michel Raimond en La Cnse du román, Paris, 1967, p. 29'.

u Carmen Bravo Villasante, "28 cartas de Galdós a Pereda", Cuadernos his

panoamericanos, vol. LXXXTV, números 250-52, 1970-1971, p. 35.

15 Op. cit., vol. IV, p. 1890.

16 Pérez Caldos and his Critics, Harvard diss., 1965.

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