EL TERROR DE 1824: LA TRANSFIGURACIÓN DE ROMO

Joaquín Gimeno Casalduero

El terror de 1824, como los otros Episodios Nacionales, describe, a través

de una trama novelesca en la que se introducen personajes y sucesos proce

dentes de la realidad, un momento de la historia de España. Lo que se des

cribe ahora es el terror que siguió al triunfo de Fernando VII sobre los libe

rales; es decir, la represión que tiñó de sangre los primeros años de la lla

mada década absolutista. La acción novelesca que se encarga de realizar este

propósito transcurre en algo menos de un año: desde el 2 de octubre de 1823

al 6 (ó 7) de septiembre de 1824. Se organiza, por otra parte, en torno a un

personaje: Patricio Sarmiento. Y cuenta los sucesos que acaecieron a éste en

la última etapa de su vida; etapa que va desde que contempla, en el primer

capítulo, la entrada en Madrid de Riego prisionero, hasta su propia muerte

en la horca \

Riego y Sarmiento

Al relacionar a Riego con Sarmiento se hace posible la estructura circular

que da sentido a la novela. En efecto, la obra comienza con cinco capítulos

que llevan a la ejecución de Riego; termina con otros cinco que narran, de

forma paralela, la ejecución de Sarmiento y los preparativos que la antece

dieron. Preparación y muerte que coinciden en los dos casos: cuarenta y

ocho horas en capilla, recorrido sobre el lomo de un asno, Plaza de la Cebada,

subida al patíbulo y suspensión —en la que ayuda a morir el verdugo lanzán

dose abrazado con el reo—. Muerte, por otra parte, que a pesar de ser la

135

misma, es por entero diferente: vergonzosa la de Riego, la de Sarmiento

digna y noble.

Utilizó Galdós la falta de grandeza de la muerte de Riego para explicar

la razón de ser de su Episodio, para justificar su trama novelesca. En efecto,

cómo va a hablarse del terror, de la crueldad y de la injusticia que precisa

mente con la muerte de Riego se iniciaron, y cómo la muerte de Riego, por

ignominiosa no podía utilizarse, siente el autor la necesidad de inventar una

ficción verosímil para embellecer con ella la verdad histórica: «De seguro,

no ha brillado en toda nuestra historia un día más ignominioso. Es tal, que

ni aun parece digno de ser conocido, y el narrador se siente inclinado a vol

ver, sin leerla, esa página sombría, y a correr tras de una ficción verosímil

que embellezca la descarnada verdad histórica» (1739)2.

De ahí la diferencia entre las dos narraciones: para explicar la muerte

de Riego y sus preparativos se utiliza tan sólo un capítulo (el V), se trabaja,

además, de forma indirecta; es decir, aludiendo brevemente a los sucesos y

manteniendo la decisión de no contarlos. Los preparativos y la muerte de

Sarmiento, por otra parte, se explican de manera directa y minuciosa a lo

largo de cinco capítulos. Muy especial atención, por supuesto, se otorga a las

palabras del protagonista. Existe, por otro lado, toda una serie de pormenores

paralelos y distintos que marcan la diferencia entre los dos momentos y los

dos personajes:

En capilla.

Riego "estaba frío, caduco, los ojos fijos en el suelo, amarillo como

las velas que ardían junto al Crucifijo A ratos suspiraba, parecía

vagar en sus labios la palabra perdón, acometíanle desmayos . Ni

mostró apego a las ideas políticas que le habían dado tanto nombre,

ni dio alas a su espíritu con la unción religiosa, sino que se abatía

más y más a cada instante" (1739). "A diferencia de otros que en horas

tan tremendas se atracan de los ricos manjares con que engorda el

verdugo a sus víctimas, no quiso comer, o comió muy poco. Ningún

amigo pudo visitarle, porque la visita hubiera sido quizás el primer

paso para compañía perpetua hasta la eternidad" (1738).

Sarmiento "desde que le entraron en la capilla en la para él felicísima

mañana del 4 de septiembre, pareció que se rejuvenecía; tales eran

el contento y la animación que en sus ojos brillaban. De un rojo insano

se tiñeron sus ajadas mejillas, y su espina dorsal hubo de adquirir una

rectitud y esbeltez que recordaban sus buenos tiempos de Roma y

Cartago. Soledad, a quien permitieron acompañarle todo el tiempo que

quisiera, se hallaba en estado de viva consternación" (1804). "Sabía

[Sarmiento] muy bien cómo se había de preparar para el fin no lamen

table, sino esplendoroso, que le aguardaba, y que, por lo mismo que

moría proclamando su ideal divino [político], pensaba morir cristiana

mente, con lo cual aquél había de aparecer más puro, más brillante y

más ejemplar. Esto decía cuando vinieron los hermanos de la Paz y

Caridad . pregunáronle que cuándo quería comer añadiendo que

136

si el reo tenía preferencias por algún plato lo designara Sarmiento

dijo que pues él no era glotón, trajeran lo que quisiesen, sin tardar

mucho, porque empezaba a sentir apetito. Desde los primeros instantes,

los tres cofrades pusieron cara muy compungida, y aún hubo entre

ellos uno que empezó a hacer pucheros Sarmiento dijo muy cam

panudamente que si habían ido allí a gimotear, se volviesen a sus casas,

porque aquélla no era mansión de dolor, sino de alegría y triunfo"

(1805).

Recorrido.

A Riego "como si montarle en borrico hubiera sido signo de nobleza,

llevábanle en un serón, que arrastraba el mismo animal. Los hermanos

de la Paz y Candad le sostuvieron durante todo el tránsito para que

con la sacudida no padeciese; pero él, cubierta la cabeza con su

gorrete negro, lloraba como un niño, sin dejar de besar a cada instante

la estampa que sostenía entre sus atadas manos" (1739).

A Sarmiento "le ataron las manos y le pusieron un cordel a la cintura,

a cuyas operaciones no hizo resistencia, antes bien se prestó a ello

con cierta gallardía El padre Alelí le ató un Crucifijo en las manos,

y Salmón quiso ponerle también una estampa de la Virgen; pero

opúsose a ello el reo, diciendo: «Con mucho gusto llevaré conmigo

la imagen de mi Redentor, cuyo ejemplo sigo; pero no esperen., que

yo vaya por la carrera besando una estampita. ». Al llegar a la calle

presentáronle el asno en que había de montar, y subió a él con arro

gantes movimientos" (1816-1817).

Muerte.

Riego "sube a gatas la escalera del patíbulo besando uno a uno todos

los escalones; un verdugo que le suspende y se arroja con él, dándole

un bofetón después que ha expirado" (1740).

A Sarmiento "quisieron ayudarle a subir la escalera fatal; pero él,

desprendiéndose de ajenos brazos, subió solo Al ver que el cordel

rodeaba su cuello dijo con enfado: «Y qué ¿no me dejan hablar?»

Juzgando que el silencio era permiso para hablar... se dirigió al pueblo

en estos términos: «Pueblo, pueblo mío, contémplame y une tu voz

a la mía para gritar ¡Viva la !». Empujóle el verdugo y se lanzó

con él" (1817-1818).

Comentarios del autor que unen a Riego y a Sarmiento.

"Si toda la Historia fuese así, si no sirviera más que de afrenta, ¡cuan

horrible sería! Felizmente, aun en aquellos días tan desfavorecidos,

contiene páginas honrosas, aunque algo oscuras, y entre los miles de

víctimas del absolutismo húbolas nobilísimas y altamente merecedoras

de cordial compasión. Si el historiador acaso no las nombrase, peor

para él; el novelador las nombrará, y conceptuándose dichoso al llenar

con ellas su lienzo, se atreve a asegurar que la ficción verosímil ajus

tada a la realidad documentada puede ser, en ciertos casos, más his

tórica y, seguramente, es más patriótica que la Historia misma" (1740).

137

Así, pues, se justifica dentro del carácter histórico de la obra la inven

ción del protagonista. Está éste en la novela para morir, y a su muerte con

ducen los demás personajes y todos los sucesos. Está para morir la misma

muerte de Riego, pero con dignidad y con grandeza: para mostrar de ese

modo la dignidad y la grandeza de la España liberal que muere entonces en

manos absolutistas.

Don Patricio, sin embargo, viene de Episodios anteriores cargado con

toda clase de malas cualidades y miserias: trivial, fanático, cruel, exaltado,

gárrulo, poco inteligente. Incapaz, en suma, de servir a una causa noble. El

que sea don Patricio el elegido ahora para representar a los liberales y para

mostrar el terror de 1824, significa, nos parece, que Galdós concebía así a la

mayor parte de los liberales de entonces y que a ellos atribuía el fracaso

del régimen.

Se encuentra el autor de esa manera en una complicada encrucijada: por

un lado ha de reunir el protagonista todo un grupo de cualidades negativas,

ha de ostentar, por otro, cualidades heroicas, y debe glorificar la causa liberal

con su muerte. Es por eso, como ha demostrado Montesinos 3, por lo que

Galdós decide convertir a don Patricio en una figura que, dicho sea de paso,

es frecuente a lo largo de su obra: decide hacer un loco de Sarmiento. La

locura del héroe, de veta cervantina —pero originada en un Cervantes enten

dido a lo siglo XIX—, tiene por necesidad que caricaturizar al protagonista,

que convertido en un personaje grotesco *. Eso es lo que sucede. Don Patri

cio, enamorado de una idea como un nuevo Quijada, choca con la realidad

que le incluye y se convierte con sus agudas observaciones y con sus pala

bras insensatas en el hazme reír de grandes y de chicos 5. Pero a la vez, esa

misma idea que le caricaturiza le transmite su grandeza. Y don Patricio,

enamorado de la libertad y de la gloria, se enaltece más y más según su locura

se acentúa; hasta el punto que esta locura es la que hace de él el héroe y el

mártir con que termina la novela. Y Galdós —incansable acusador de Riego—

decide añadir un breve capítulo —el último— para explicar a su héroe. Es

decir, para explicar la dualidad que entraña, su miseria y su gloria:

¿Quién puede afirmar adonde van las almas inflamadas en entusiasmo

y fe? ¿Habrá quien marque de un modo preciso la esfera donde el

humano sentido, merecedor de asombro y respeto, se trueca en la

enajenación digna de lástima? Siendo evidente que en aquella alma

se juntaban con aleación extraña la excelsitud y la trivialidad, ¿quién

podrá decir cuál de estas cualidades a la otra vencía? Glorifiquémosle

todos. Murió pensando en la página histórica que no había de llenar

y en la fama postuma que no había de tener. ¡Oh Dios Poderoso!

¡Cuántos tienen ésta con menos motivo, y cuántos ocupan aquélla

habiendo sido tan locos como él, y menos, mucho menos sublimes!

(1818).

138

Y añade Montesinos: «Sublimado por el martirio, Sarmiento, tan humano

en casa de Sólita, vuelve a disolverse en un gran símbolo; recoge en sí, des

cargado de las gangas demagógicas que lo envilecían, cuanto de ideal tu

vieron aquellas masas que la reacción sacrificó como reses»6.

Estructura del Episodio

El Episodio se organiza sencillamente y sencillamente se distribuyen los

personajes. Forman estos dos grupos: el de las víctimas (Sarmiento, Sólita y

los Cordero) y el de los verdugos (Chaperón —presidente de la Comisión Mi

litar—, Garrote —coronel del ejército— y Romo —capitán de voluntarios

realistas—). Entretejiendo la vida de unos y otros, logra el novelista recrear

el terror de 1824.

Comienza la novela con una introducción de cinco capítulos que, a la vez

que presenta, directa o indirectamente, a los principales personajes, relaciona

a Riego y a Sarmiento, dispone y describe la ejecución del primero, y justi

fica la trama novelesca que a continuación se narra. Viene después el cuerpo

de la obra, constituido por diecinueve capítulos que se dividen en tres nú

cleos: ocho que ligan a los diferentes personajes y que preparan los conflic

tos, tres que explican la delación que de sí misma hace Sólita y otros ocho

que deciden la salvación o la pérdida de las víctimas.

El primer núcleo relaciona a Sólita con Sarmiento y después con los Cor

dero: es Sólita quien recoge a don Patricio de la miseria en que se halla, es

también la amiga de Elena y su confidente. Por Elena sabe las pretensiones

de Romo. Romo ocupa un lugar principal en este núcleo, por ser causa —al

acusar falsamente a sus amigos— de las futuras desdichas. También Pipaón

aparece entonces; el cual intervendrá más tarde en la salvación de don Be

nigno y de Elena. Los ocho capítulos introducen, además, las cartas de los

emigrados: pretexto para la acusación y motivo de las desgracias de Sólita.

Transcurre el núcleo en casa de los personajes; en libertad, por lo tanto.

Y los personajes, con la excepción de Pipaón y de Romo, pertenecen a las

futuras víctimas. El segundo núcleo —de tres capítulos—, que es eje y centro

de la obra, lleva a los edificios de la policía, y allí queda la acción aprisio

nada el resto de la novela. Aquí Sólita se entrega generosamente a los ver

dugos para salvar a sus amigos; aquí también aparece Jenara que salvará

a Sólita. El tercer núcleo, como ya hemos indicado, nos mantiene siempre

en los edificios policiales; pasamos así, gracias al segundo, de la libertad al

cautiverio. Se oponen de esa forma los ocho capítulos del tercer núcleo a los

ocho del primero; se oponen, además, porque son ahora los verdugos los que

se destacan, los que atormentan a las víctimas. Aquí —donde fuerzas distin

tas chocan para destruir o para salvar a los reos— aparecen también los per

sonajes a cuya intervención se supedita la salvación de éstos: Pipaón y Je

nara sobre todo. Pipaón salva a los Cordero gracias a Sólita y, aunque parez-

139

ca paradójico, gracias a Garrote; y Jenara, también de manera paradójica

—es decir, gracias al rey—, salva a Sólita. La intervención, si muestra por

una parte los buenos sentimientos de los intercesores, muestra, por otra, la

arbitrariedad y la perversidad con los que el régimen absoluto (Chaperón,

el rey, Romo, Garrote) administra la justicia y el castigo.

Así resumiríamos el esquema de la obra:

Introducción

5 capítulos

(1-5)

\

Cuerpo de

[a novela,

18 capítulos

(6-24)

Final

5 capítulos

(25-29)

(1

Presentación de personajes

(

Núcleo I: 8 capts. (6-13).

Libertad. Relación entre las

víctimas, cartas, Romo,

Pipaón, introducción del

conflicto.

' Núcleo II: 3 capts. (14-16).

Cautiverio. Comisaría:

conflicto.

Núcleo III: 8 capts. (17-24).

Cautiverio. Conflicto: se

desarrolla y resuelve.

(

Desenlace

i

1:

2:

3 =

4-5:

6-7:

8-10:

11:

12-13:

14:

15:

16:

17-18:

19-21:

22-23:

24:

25-28:

29:

Sarmiento,

Sarmiento,

Sarmiento

Garrote, Romo

Riego

y Sólita

Preparativos (Chaperón), capilla

y muerte

Sarmiento

de Riego

y Sólita

Sólita (cartas), Corderos (Romo)

Sarmiento y Sólita

Los Corderos (cena y detención),

Pipaón

Comisaría

Comisaría

Comisaría

Comisaría

Comisaría

Garrote y

(descripción)

(entrega de Sólita)

(Jenara)

(Sarmiento y Sólita)

(Jenara; Chaperón,

Romo; Chaperón)

Cárcel (Sarmiento y Sólita)

Comisaría

Sarmiento

y muerte

(Chaperón y Jenara)

(y Sólita): capilla

Comentario del autor

Así, pues, con una simetría extraordinaria se organiza la novela: 5 + 19

(8-3-8) + 5. Su introducción y su epilogo nos llevan de la muerte de Riego,

ignominiosa, a la noble de Sarmiento. El cuerpo narrativo, por otra parte,

nos traslada de la libertad a la prisión, de las víctimas a los verdugos, de la

luz a las tinieblas, pasando para ello por toda la injusticia, perversidd y

terror de 1824.

Romo

La importancia de los personajes es, naturalmente, distinta. No hay duda

de que, entre las víctimas, el papel de Sarmiento es el más relevante; Sar

miento, sin embargo, sirve también para poner de manifiesto la nobleza de

Sólita. Adquiere Sólita así una importancia grande y una excepcional tras-

140

cendencia: importancia y trascendencia que se ven acentuadas además por

las desdichas de la familia Cordero. De otra manera se dibuja la función de

los verdugos. Entre ellos es Chaperón el que realmente importa, y es él, por

eso, el que encarna toda la malicia que al gobierno absoluto quiere atribuirse.

Romo y Garrote, por el contrario, sirven para ayudar a Chaperón en su papel

y para destacar sus rasgos. En este sentido podemos decir que Francisco Ro

mo es una figura secundaria. A pesar de eso tiene otra función en la novela

que le da también, pero de una manera distinta de lo que con Sólita sucedía,

una especial trascendencia. En efecto, es a Romo a quien se encarga la acción

que precipita de manera directa o indirecta los sucesos de la obra7. Es decir,

porque Romo, enamorado de Elena y rechazado por ésta, persigue y acusa

de un falso crimen a la familia Cordero, son don Benigno y su hija detenidos.

Y porque ellos son detenidos, Sólita —autora de las acciones que se atribu

yen a los Cordero— se delata a sí misma, y con su delación, aunque de ma

nera involuntaria, acarrea la muerte de Patricio Sarmiento. De ahí la especial

importancia de Francisco Romo; de ahí también el que, a pesar de lo breve

de sus apariciones, le dedique Galdós una atención muy grande. Atención

que se traduce en la forma en la que se describe, y que lleva de un modo

casi obligado a revelar el sentido del personaje a quien principalmente acom

paña; e incluso, como consecuencia, a mostrar el significado de la novela.

Pretendo, por eso, en este breve estudio acercarme a la figura de Francis

co Romo para analizar sus características buscando desentrañar el sentido

de la obra.

En efecto, Romo aparece en el umbral mismo de la novela, empezado ape

nas su primer capítulo. Aparece para con su actuación revelarnos el amor que

hacia Elena siente —es decir, la circunstancia que le hará convertirse más

adelante en causa motivadora de los sucesos— y aparece también para aplas

tar con su brutalidad al desgraciado don Patricio. Sin embargo, antes de que

su actuación haya descubierto lo que hemos señalado, Galdós lo describe de

tal modo que la descripción en sí es más rica y más reveladora que la actua

ción del personaje mismo. Acude Galdós para describirlo a una comparación

arquitectónica semejante a las pictóricas y escultóricas que en otra ocasión

hemos analizado8. Esa comparación, como afirmé al estudiar la técnica de

Galdós que con ella se relaciona, no individualiza todavía ni en realidad des

cribe al personaje; sí le atribuye, sin embargo, ciertos sentimientos o ciertas

actitudes. Eso es lo que sucede en el presente caso; la descripción ni describe

ni individualiza a Romo, pero sí le atribuye ciertas notas, muy poco elabo

radas, que le confieren un peculiar carácter que se irá recordando en el fu

turo 9:

De la venta salió un hombre pequeño, doblado, de mezquina arqui

tectura, semejante a la de esos edificios bajos y sólidos que no tienen

por objeto la gallarda expresión de un ideal, sino simplemente servir

para cualquier objeto terrestre y positivo. Siendo posible la compara-

141

ción de las personas con las obras de arquitectura, y habiendo quien

se asemeja a una torre gótica, a un palacio señorial, a un minarete

árabe, puede decirse de aquel hombre que parecía una cárcel. Con su

musculatura de cal y canto se avenía maravillosamente una como falta

de luces, rasgo misterioso e inexplicable de su semblante, que a pesar

de tener cuanto corresponde al humano frontispicio, parecía una fa

chada sin ventanas. Y no eran pequeños sus ojos, ciertamente, ni

dejaban de ver con claridad cuanto enfrente tenían; pero ello es que

mirándole no se podía menos de decir: «¡Qué cara más obscura!»

(1721).

Esa oscuridad que la persona de Romo difunde hace juego con la falta

de expresión que caracteriza a su fisonomía y con su calma torva: o Su fiso

nomía no expresaba cosa alguna, como no fuera una calma torva, una especie

de acecho pacienzudo» (1721)10. Comenzamos de ese modo a penetrar en el

interior del personaje; si la oscuridad que lo envuelve se iluminará más ade

lante mostrando la negrura de su alma, esa calma torva que le caracteriza

señalara naturalmente un rasgo de su carácter: la capacidad de esperar con

paciente acecho la hora de la venganza u.

A continuación sí se describe al personaje y, al hacerlo, muestra Galdós

el ansia tan marcada con que busca al individuo y las dificultades que por lo

general encuentra en la búsqueda. Esas dificultades en este caso se supeditan,

para sostener lo funcional del motivo que antes se introdujo, a la oscuridad

calificadora: «Siempre que vemos por primera vez a una persona, tratamos,

sin darnos cuenta de nuestra investigación, de escudriñar su espíritu y co

nocer por el mirar, por la actitud, por la palabra, lo que piensa y desea. Rara

vez dejamos de enriquecer nuestro archivo psicológico con una averiguación

preciosa. Pero enfrente de aquel sótano humano, el observador se aturdía

diciendo: «Está tan lóbrego, que no veo nada» (1721).

Después, precisamente entre elementos que en vez de individualizar tipi

fican, se apunta un tic que deberá individualizar poco a poco al personaje:

Vestía de paisano con cierto esmero, y todas cuantas armas portátiles

se conocen llevábalas él sobre sí, lo cual indicaba que era voluntario

realista. Fusil sostenido a la espalda, con tirante, sable, machete, bayo

neta, pistolas en el cinto, hacían de él una armería en toda regla.

Calzaba botas marciales con espuelas, a pesar de no ser de a caballo;

más este accesorio solían adoptarlo cariñosamente todos los militares

improvisados de uno y otro bando. Chupaba un cigarrillo, y a veces

se pasaba la mano por la cara, afeitada como la de un fraile; pero su

habitual resabio nervioso (estos resabios son muy comunes en el orga

nismo humano) consistía en estar casi siempre moviendo las man

díbulas, como si rumiara o mascullase alguna cosa (1721).

De esta manera, pues, la descripción se apoya en dos rasgos que se des

tacan con fuerza: el tic que sigue como una mueca al personaje y la oscu-

142

ridad que como una sombra le acompaña. Esos dos rasgos, que quedan carac

terizando a Romo cuando la presentación ha terminado, tienen como función

precisamente la de individualizarle y a la vez la de dotarle de un especial sen

tido. De ahí que, con más o menos frecuencia, aparezcan los dos como leitmovit

a lo largo de la obra. En efecto, cada vez que la acción hace aparecer

ante nosotros al soldado realista alude Galdós a la fosca tenebrosidad que

le acompaña; su tic, sin embargo, se recuerda sólo en otros dos momentos

esenciales: cuando se enfrenta con Elena en el capítulo X y cuando, en el

capítulo XX, se reúne con Chaperón y con Garrote.

Volvamos un instante sobre el argumento. Tras su aparición al principio

de la novela no encontramos a Romo hasta cuando el capítulo IV narra los

preparativos para la ejecución de Riego. Su intervención entonces es breve,

y el autor lo identifica aludiendo a su oscuridad congénita y apoyándose en la

descripción con la que al comienzo lo había presentado («Llegó... un hombre

cuadrado y de semblante obscuro», 1734), insistiendo también en la impene

trabilidad que esa oscuridad supone («Romo no dijo una palabra ni abandonó

aquella seriedad que era en él como su mismo rostro», 1737). Cuando más

tarde, en el capítulo IX, hablan entre sí Elena y Sólita, alude de paso la se

gunda al rasgo que distingue al personaje; pero ese rasgo entonces, sin re

velar su sentido todavía, implica ya algo más que la impenetrabilidad de Ro

mo; implica, todo lo vagamente que se quiera, una maldad horrible: «Tienes

razón en decir que ese hombre es malo... Parece que va pasando por delante

de él una máscara horrible que le hace sombra en la cara» (1753).

El segundo momento importante en relación con Romo es, como indica

mos, su enfrentamiento con Elena en el capítulo X. Desde su aparición la

oscuridad le sigue: bien para identificarle («Dijo el hombre obscuro tomando

una silla», 1755); bien para ocultar todavía sus sentimientos y sus propósitos

(«Romo contrajo su semblante, expresando sus afectos... de una manera muy

opaca», 1756); bien para empezar a revelar los unos y los otros: los senti

mientos, apoyándose en la ya conocida comparación arquitectónica («Es terri

ble cosa —continuó el hombre-cárcel con hueco acento— que ni siquiera

gratitud haya para mí», 1756), y los propósitos, tiñendo por primera vez de

un color distinto la faz sombría del realista («Sin embargo —añadió el hom

bre opaco, poniéndose más amarillo de lo que comúnmente era—, soy bueno,

tengo paciencia, me conformo, callo y padezco. Es verdad que tengo en mi

poder un instrumento de venganza», 1756). Color amarillo que prepara el

episodio que a continuación se desarrolla y que hace posible la relación del

tic, por tantos capítulos silenciado, con la oscuridad, tantas veces recordada12.

En efecto, después de que Elena insulta al personaje tiene lugar un tenso

y violentísimo silencio. Romo no contesta con insultos, sino que parece en

tregarse a oscuras meditaciones: «Pero el tenebroso Romo, más que colérico,

parecía meditabundo» (1757). Entonces sus mandíbulas, como se nos advirtió

en el primer capítulo, repiten automáticamente el tic que les caracteriza;

143

pero su masticar ahora se relaciona con su bilis, llenándole la boca de amar

gura, y explicando así el color amarillo-verdoso que tiñó su faz momentos

antes: «Su resabio de mascullar se había hecho más notable. Parecía estar

rumiando un orujo amargo, del cual había sacado ya el jugo de que nutría

perpetuamente su bilis» (1757).

De esa manera el «resabio nervioso», como Galdós denominó al tic en el

primer capítulo, revela el temperamento del realista. Se trata de un tempe

ramento bilioso, y éste explica la amargura que llena la vida del personaje

y que determina sus acciones: ese esperar con paciente acecho la hora de la

venganza. Paciente espera en la que, como indica el masticar continuo, se va

rumiendo la amargura de las constantes experiencias a la vez que se rumia

la amargura de la bilis.

El tic, así, explica y no sólo identifica al personaje: señala de alguna for

ma su maldad terrible, el origen fisiológico de ésta y la manera como se

desarrolla. Por otra parte, esa maldad, particularizada y explicada, descubre

entonces, trascendentalizándose hasta cierto punto —es decir, uniendo al

amarillo el negro, y extendiendo el negro, del rostro, al corazón y a toda la

figura— el sentido de Romo, su papel en la novela:

El tenebroso Romo, más que colérico, parecía meditabundo... juzgando,

sin duda, indigno de su perversidad grandiosa el conmoverse por la

flagelación de una mano blanca . Veíase el movimiento de los músculos

maxilares sobre el carrillo verdoso, donde la fuerte barba afeitada

extendía su zona negruzca. Después miró a Elena de un modo que, si

indicaba algo, era una especie de paciencia feroz o el aplazamiento de

su ira. La córnea de sus ojos era amarilla, como suele verse en los

hombres de la raza etiópica, y su iris negro, con azulados cambiantes.

Fijaba poco la vista, y rara vez miraba directamente como no fuera

al suelo. Creeríase que el suelo era un espejo donde aquellos ojos se

recreaban, viendo su polvorosa imagen (1757).

Y sigue así un poco más abajo: «Ya veo que no puede ser —añadió Romo

mirando a su espejo, es decir, a los ladrillos—. Puede que sea un bien para

usted. Mi corazón es demasiado grande y negro... tiene esquinas y picos...

no podrá querer sin hacer daño. A mí me llaman el hombre de bronce. Adiós,

Elenita. Quedamos en que me resigno. Es decir, en que me muero. Usted

me aborrece. ¡Rayo, con cuanta razón! Es que soy malo, perverso» (1757).

Termina el momento con la salida de Romo y con el descanso que su ausen

cia supone para la joven: «Elena no respiró fácilmente hasta que vio la casa

libre de la desapacible lobreguez de aquel hombre» (1758).

No aparece después el personaje hasta el que hemos llamado su tercer

momento. Es verdad, sin embargo, que se le recuerda en el capítulo XII

cuando se explica la cena que en su honor y en el de Pipaón celebran los

Cordero. Aunque Romo —que trama ya la venganza contra sus amigos—

144

no asiste al homenaje, está presente, y continúa perturbando, con su ausen

cia misma. Y su ausencia, al hacerse presencia mediante alusiones a su color

característico, insiste, sin apuntarla, en la maldad que se le viene atribuyen

do: «Menos alegre que su comensal, a causa de la ausencia de Romo, don

Benigno conversaba con chispa y donaire, volviendo con graciosa movilidad

el rostro hacia Pipaón, hacia su esposa y hacia la silla vacía, donde se echaba

de menos la torva figura del voluntario realista; y, ¡cosa singular!, aquella

silla, donde no se sentaba el hombre obscuro, tenía cierto aspecto lúgubre.

Romo no estaba allí, y, sin embargo, parecía que estaba» (1763).

El tercer momento tiene lugar en el capítulo XX cuando Romo y Garrote

se reúnen con Chaperón y se esfuerzan por conseguir que intensifique éste la

crueldad, la represión y la injusticia. Es entonces cuando Romo trabaja para

que sean condenados los Cordero. La impasibilidad del rostro caracteriza to

davía al personaje: «—Eso, eso es —afirmó Romo sin variar su impasible

semblante—» (1787). Impasibilidad que esconde sus sentimientos y que ex

plica, como hemos señalado, esa oscuridad que desde el principio se le había

atribuido.

Es decir, esa oscuridad que parece envolver a Romo tiene una causa que

la origina: la inmutabilidad de su siniestro rostro. Inmutabilidad que le dis

tingue incluso en las ocasiones de emoción más alta, que le convierte en un

hombre de bronce, que impide penetrar en su corazón y en sus pensamientos.

Romo se caracteriza por una voluntad que, como niebla, le oculta a los ex

traños. Niebla que nunca ha sido disipada: ni ante la negativa de Sarmiento

a terciar en sus amores, ni ante la muerte y suplicio del odiado Riego, ni ante

el desprecio y la humillación con que le rechaza Elena. Ahora, sin embargo,

y en marcado contraste con los rasgos oscuros que se acentúan y con las

notas de impasibilidad que se intensifican, sentimos como si la niebla comen

zara a disiparse y nos parece adivinar entre sus sombras relámpagos lumi

nosos capaces quizá de revelar los secretos del realista: «El hombre obscuro

emitió su opinión sin inmutarse, y las palabras salían de su boca como salen

de una cárcel los alaridos de dolor: sin que el edificio ría ni llore. Tan sólo

al fin, cuando más vehemente estaba, viose que amarilleaba más el globo de

sus ojos y que sus violados labios se secaban un poco. Después pareció que

seguía mascullando, como en él era costumbre, el orujo amargo de que ali

mentaba su bilis» (1788).

Se trata, pues, únicamente de una intensificación del amarillo de los ojos

y de la sequedad de los violados labios. Intensificación que se atribuye a la

vehemencia con que Romo busca la venganza. También el tic apunta hacia

el mismo motivo y mediante la doble perspectiva en la que ya antes se había

proyectado: indicando la enfermedad biliosa que corrompe el carácter del

realista y mostrando la paciencia con que aguarda éste la desgracia de sus

enemigos. Relámpagos luminosos que al apagarse de inmediato espolean más

aún la curiosidad que siente el lector ante aquel humano enigma: aRomo

miró a todos, uno tras otro, impasiblemente. Jamás había su rostro aparecido

145

10

más frío, más obscuro, de más difícil definición que en aquel instante. Era

como un papel blanco, en cuya superficie busca en vano la observación una

frase, una línea, un rasgo, un punto» (1789).

El hombre oscuro, sin embargo, tiene sentimientos, y el no poder distin

guirlos y analizarlos perturba a los lectores. Perturba más todavía el que

Romo, hablando como hizo antes en casa de Elena, intente desorientar alu

diendo a la existencia de esos sentimientos: «Bien conocen todos —dijo con

tranquilo tono— mi carácter leal, mi amor a la veracidad... Si mi padre falta,

y me lo preguntan, digo que sí. No significa esto que sea insensible, no. Yo

también tengo mis blanduras. Soy de bronce, y tengo mi cardenillo —el hom

bre duro y lóbrego se conmovía—. Yo también sé sentir. Bien saben todos

que quiero mucho a don Benigno Codero» (1789). De ahí la importancia de

la reunión y del capítulo: esos sentimientos que tan bien oculta Romo —y

que no son precisamente amor como él afirma— van a revelarse a pesar de su

voluntad y encontra de sus deseos.

Hay primero —cuando parecen escapar de la muerte Elena y don Benig

no— una tímida protesta que traiciona a Romo: «—Yo digo que habrá no

poca ligereza en el Tribunal si aprueba eso —insinuó con hosca timidez Ro

mo—» (1790). Pero muy pronto, ante la defensa que Pipaón hace de las víc

timas, empieza el personaje a perder la impasibilidad que siempre le había

acompañado. Se quiebra primero por una alteración que le convierte en un

ser desconocido: «Repito que usted no sabe lo que habla —dijo Romo pre

sentando en su rostro creciente alteración, que le hacía desconocido» (1791).

Alteración que se trueca enseguida en una fealdad horrible que descompone

su rostro y que acompaña las palabras que, escapándose violentas de su boca,

aclaran —como el mismo indica— el oscuro secreto de la anónima delación

que había destruido a los Cordero: «Mírenme a la cara —el señor Romo

estaba horrible—, para que se vea que sé afrontar con orgullo toda clase de

responsabilidades. Y para que no duden de la verdad de una delación por

suponerla obscura, se aclarará, sí, señores, se aclarará. Mírenme a la cara

—cada vez era más horrible—; yo no oculto nada. Para que se vea si la

delación de Cordero es una farsa, declaro que la hice yo» (1791).

Es la maldad, pues, lo que dentro de Romo se escondía y lo que se ocul

taba tras la imperturbable calma de su rostro. Y es la cólera producida por

la posibilidad de no satisfacer una venganza por mucho tiempo deseada lo

que provoca la tormenta que alumbra violentamente el interior de Romo:

interior oscuro iluminado ahora por el amarillo de la bilis; un amarillo que

precisamente en este momento culminante —rebasando los límites y la fun

ción del tic que lo había producido— adquiere unos matices sulfúreos que

convierten al realista en un infierno en el que la maldad se aloja: «Al decir

yo, diose un gran golpe en el pecho, que retumbó como una caja vacía. Bri

llaban sus ojos con extraño fulgor desconocido; se había transfigurado, y la

cólera iluminaba sus facciones, antes obscuras. El lóbrego edificio, donde ja-

146

más se veía claridad, echaba por todos sus huecos la lumbre amarillenta y

sulfúrea de una cámara infernal» (1791).

Todo queda, pues, ahora extraordinariamente claro: la razón del tic ner

vioso que pugnaba por revelar al personaje y la de la oscuridad que se es

forzaba en ocultarlo. Tic y oscuridad, amarillo y negro, que mezclándose

descubren el infernal interior del realista, la maldad satánica que lo gobierna

y preside.

Chaperón

Ese infierno que el interior de Romo oculta y esa maldad con que la os

curidad se identifica no son el único infierno y la única maldad que aparecen

en la obra. Hay otros, indudablemente de más trascendencia; los cuales, si

los conectamos con el infierno y con la oscuridad de Romo, nos revelarán su

sentido y su función en la novela. Eso sucede con don Francisco Chaperón,

Presidente de la Comisión Militar, que encarna en la obra la represión abso

lutista. Con Chaperón se trabaja de modo distinto, sin embargo; es decir,

no se recurre a la sorpresa, sino que desde su primera aparición se alude a su

condición malvada: «Un hombre alto, seco, moreno, de ojos muy saltones,

de rostro fiero y ademán amenazador, mirar insolente, boca bravia, como de

quien no muerde por no menoscabar la dignidad humana; un hombre que,

francamente, mostraba en todo su condición perversa, y en cuyo enjuto es

queleto el uniforme de brigadier parecía una librea de verdugo» (1734).

Por otra parte, desde el comienzo también, se le relaciona con lo infernal

y con lo oscuro. Muy vaga e indirectamente primero: haciendo que se le

acerquen los personajes que representan esas categorías. La oscuridad, por

supuesto, la difunde Romo («Un hombre cuadrado y de semblante obscuro

e indescifrable... le saludó», 1734), lo demoníaco se encarga al famoso Trapense

(«Bestial fraile, retrato fiel de Satanás», 1735-1736). Con todo, al ter

minar la desagradable escena se sumerge a Chaperón en una oscuridad que

le acompaña desde entonces: «Chaperón echó sobre aquella infeliz gente

[los detenidos] una mirada... y cuando el último preso... se perdió en el obs

curo zaguán de la prisión, rompió por entre la multitud curiosa y entró tam

bién con sus amigos» (1738). Es que Chaperón ha entrado en sus dominios,

en la región oscura en la que ejerce su justicia. Por eso precisamente no inter

vendrá de nuevo hasta el capítulo XIV, en el que Galdós nos transporta a la

cárcel, a la comisaría militar y a todas sus infinitas dependencias. Debe ob

servarse ahora que Galdós al tratar a Chaperón utiliza la misma técnica con

que trató a Sarmiento; distinta, por otro lado, de la utilizada al tratar a

Romo. Es decir, emplea la parodia. Sirve ésta para descubrir el sentido de los

dos personajes principales: del más importante entre las víctimas y del más

importante entre los verdugos. Parodia de origen diferente y que lleva, por

supuesto, a desvelar diferentes realidades: quijotesca la que se relaciona con

147

Sarmiento ilumina la grandeza heroica de los liberales perseguidos; queve

desca la que se relaciona con Chaperón alumbra la maldad mezquina del ab

solutismo de Fernando.

Gradualmente se nos entrega el personaje que representa a los verdugos;

primero, en el capítulo XIV, se dibuja su morada; después, en el XV, se le

describe a él mismo. Es su morada un reino oscuro y amarillo en donde la

maldad se alberga. Se alude a la oscuridad primero, a una oscuridad húmeda

y fría, odiosa y repugnante («Las odiosas antesalas de la horca eran negras,

tristes, frías, con repulsivo aspecto de vejez y humedad, repugnante olor a

polilla, tabaco, suciedad, y una atmósfera que parecía formada de lágrimas y

suspiros», 1768-1769). Inmediatamente, sin embargo, con una imagen gene

ral —que ya relacionándose con Quevedo, introduce la parodia— se prepara

la transformación en un infierno del recinto que se viene dibujando: «En to

das las grandes poblaciones y en todas las épocas ha existido siempre un in

fierno de papel sellado, compuesto de legajos en vez de llamas, y de oficinas

en vez de cavernas, donde tienen su residencia una falange no pequeña de

demonios bajo la forma de alguaciles, escribanos, procuradores, abogados,

los cuales usan plumas por tizones, y cuyo oficio es freír a la Humanidad en

grandes calderas de hirviente palabrería, que llaman autos» (1769). Esa ima

gen general termina refiriéndose al presente de la novela con una concreta

pincelada: «El infierno de aquella época era el más infernal que puede ima

ginar la humana fantasía espoleada por el terror».

Se deja paso, así, a la descripción de las oficinas policiales. Alternan en

ellas el negro con el amarillo; con un amarillo como el de Romo, bilioso y

amargo, y que, también como en el caso de Romo, permite que el lugar se

transfigure mostrando su verdadera esencia. Es decir, presentándolo como

un infierno, como la grotesca morada de la maldad más grande:

En una serie de habitaciones sucias y tenebrosas tenían sus mesas los

demonios inferiores, muy semejantes a hombres a causa de su ham

brienta fisonomía y de su amarillo color, resultado, al parecer, de una

inyección de esencia de pleito, que se forma de la bilis, la sangre y

las lágrimas del género humano. Con los brazos enfundados en el man

guito negro, desempeñaban entre desperezos, cuchicheos y bocanadas

de tabaco sus nefandas funciones, que consistían en escribir mil cosas

ineptas. Con su pluma, estos diablillos pinchaban, martirizando lenta

mente; pero más allá, en otras salas más negras, más indecorosas y

más ahumadas con el hálito brumoso de la curia, los demonios mayores

descuartizaban como carniceros. Sus nefandas rúbricas, compuestas de

trozos nigrománticos, abrían en canal a las pobres víctimas, y cada vez

que llenaban un pliego de aquella simpática letra cuadrada y angulosa

que ha sido el orgullo de nuestros calígrafos, daban un resoplido de

satisfacción, señal de que el precito estaba bien cocho por un lado

y era preciso ponerlo a cocer por el otro.

148

Las mesas negras, desvencijadas, cubiertas de hule roto, por donde

corría libremente la arenilla secante esperando a que se acercara una

mano sudorosa para pegarse a ella, sostenían los haces de llamaradas,

los paquetes de ascuas en forma de barbudos legajos amarillos, todos

garabateados con la pez hirviente de los tinteros de plomo o de cuerno,

en cuyo horrendo abismo se cebaban las ávidas plumas.

Mientras algunos de estos demonios escribían, otros no se daban re

poso, entrando y saliendo de caverna en caverna y llevando recados

a la Superintendencia y a la cárcel. Los alguaciles y ordenanzas, que

eran unos pajecillos infernales muy saltones, transportaban grandes

cargamentos de materia ígnea de un rincón a otro; sonaban las cam

panillas, como una señal demoníaca, para activar los tizonazos y la

quemazón; se oían llamamientos, peticiones, apuradas preguntas; bus

cábase entre mil legajos el legajo A o B; se recriminaban unos a otros

los del manguito en brazo y pluma en oreja; arrojaban fétidas colillas;

volaba el papel con el pesado aire que entraba al abrir y cerrar las

puertas; oíase chirrido de plumas trazando homicidas rúbricas, y

movíanse, gimiendo sobre sus goznes mohosos, las mamparas, en cuyo

lienzo roto se leía: Departamento de purificaciones, Padrón general,

Sentenicas, Pruebas, Negociado de sospechosos (1769).

Infierno caricaturesco en el que, como en los Sueños de Quevedo, pulula

toda clase de diablejos martirizando a la España de la época.

Poco a poco, así, nos vamos acercando, al compás que la oscuridad se

intensifica, al antro de don Francisco. Trabaja Galdós de manera graduada.

Primero la espera de la muchedumbre:

Aguardaba el público en la portería de la Comisión (plazuela de San

Nicolás), impaciente, mugidor, grosero, blasfemante. Componíase en

gran parte de los obscuros ministros de la delación y de los testigos

de cargo, porque los de descargo no eran en ningún caso admitidos.

Había personas de todas clases abundando las de la clase popular.

De la clase media eran pocas; de la más elevada, poquísimas. Reuniéndolo

todo, lo de dentro y lo de fuera, el gentío que escribía y el que

esperaba, los diablos grandes y pequeños y sus cómplices delatores,

podría haberse formado un magnífico presidio. La inocencia no habría

reclamado para sí, sino poquísimas personas (1770).

Viene después la entrada en aquel oscuro infierno, que recuerda la Divina

Comedia por sus resonancias literarias. La parodia, por supuesto, no dismi

nuye la maldad del hombre, sino que acentúa su ridiculez y su sinsentido:

«—Ya puede usted pasar —oyó decir al fin, y otro voluntario, especie de Caronte

de aquellos infernales pasadizos, la guió adentro—. Al atravesar el ló

brego pasillo, oprimiósele el corazón, tembló, creyendo que una infernal boca

se la tragaba y que jamás vería la clara luz del día» (1770). Y entonces, al

abrirse el capítulo XV, a la vez que se nos introduce con Sólita en el antro

del absolutista, se presenta a éste. La presentación alude a su anterior apa-

149

rición en la novela; es decir, a su odiosa intervención en la Plaza de la Ce

bada. Es el mismo personaje, pero el color negro que le tiñe y la luz que lo

recorta trascendentalizan su figura haciéndole rezumar toda la maldad —os

cura y amarga— que puede adivinarse en la novela: «Estaba en pie, colocado

frente al marco de la puerta; recibiendo la luz por detrás, todo él parecía

negro: negro el uniforme, negras las manos, negra la cara. Pero en la sombra

podía reconocerse fácilmente al celoso funcionario que dispuso la elevación

de la horca en la Plaza de la Cebada el 6 de noviembre de 1823» (1770-1771).

El capítulo XV recuerda a cada momento las características que a Chaperón

se han atribuido, actúan éstas sobre el personaje desde distintas pers

pectivas y, a tono con la técnica paródica que se viene utilizando, constante

mente lo deforman y caricaturizan. Tiene lugar así una continua metamorfosis

que bajo luces muy varias pone siempre de manifiesto la perversidad del per

sonaje. Esto es lo que sucede desde el principio, desde que Chaperón aparece

como el Lucifer de aquellos lugares infernales; un Lucifer bufonesco, pero,

por ello, no menos horrible13.

A partir de entonces —bajo el efecto de la oscuridad, de su bufonería,

de su función de verdugo— proteicamente don Francisco se transforma:

«tenebrosa cara» (1772), «vestiglo» (1772), «hombre-horca» (1774), «ogro»

(1774), «corpachón negro» (1775). Transformación que no se limita al capí

tulo que estudiamos, sino que ocurre en adelante casi cada vez que aparece

don Francisco: «diablazo» (1780), «vestiglo» (1780), «perro» (1781), «Judas

Iscariote» (1786), «Lucifer» (1787), «horrendo cráter de sus labios» (1793),

«hombre-horca» (1799), «lobo» (1800), «fiera» (1800), «vestiglo» (1801). Meta

morfosis, pues, que, al iluminar desde tan varias perspectivas al malvado per

sonaje, permite presentar de modo definitivo su realidad, su función y su

trascendencia: es el verdugo brutal y sanguinario que se cierne sobre España.

Y lo permite, porque el comisario encarna entonces toda la brutalidad, toda

la maldad sangrienta, que en aquellos momentos tortura y aflige a los espa

ñoles: «Aquel hombre terrible, que era el Presidente de derecho del pavoroso

Tribunal, y de hecho fiscal, y el Tribunal entero; aquel hombre, de cuya va

nidad sanguinaria y brutal ignorancia dependían la vida y la muerte de miles

de infelices» (1803).

Sólita y Fernando VII

Teniendo en cuenta el significado de Chaperón entenderemos lo que sig

nifican otros personajes. A Chaperón —el verdugo— que representa al abso

lutismo se opone Sólita —la víctima— representando a España ". Y así como

a Chaperón se atribuían rasgos satánicos que le trascendentalizaban; con ras

gos angélicos se trascendentaliza a la joven. Es precisamente Sarmiento el

que penetra con sus ojos de loco la bondad esencial de Sólita («Esta es mi

hija adoptiva, mi ángel de la guarda... Dios, que dispone todas las grandezas...

150

ha dispuesto que este ángel divino me acompañe también ahora», 1780)15.

Es también Sarmiento, el que próximo a la muerte, recomienda el matrimonio

de Sólita con Monsalud; es decir, de España con los liberales:

Declaro ante ti que ese joven debe tomarte por esposa, de lo cual

resultará ventaja para entrambos: para ti, porque vivirás al arrimo de

un hombre de mérito, capaz de comprender lo que vales; para él,

porque tendrá la compañera más fiel, más amante, más útil, más hacen

dosa, más cristiana y más honesta con que puede soñar el amor de un

hombre. Tengo la seguridad de que él comprenderá así —al decir esto

mostraba la convicción de un apóstol—. Si no lo comprendiese, dile

que yo se lo mando, que es mi sacra voluntad, que yo no hablo por

hablar, sino transmitiendo por el órgano de mi lengua la inspiración

celeste que obra dentro de mí (1811).

Es Sarmiento, por último, el que augura la derrota final del absolutismo:

«Porque esto durará poco, señor don Francisco: el absolutismo, a fuerza de

estrangular, se sostendrá un año, dos, tres, pongamos cuatro... pero al fin

tiene que caer y hundirse para siempre, porque los siglos muertos no resuci

tan, señor don Francisco; porque los pueblos, una vez que han abierto los

ojos, no se resignan a cerrarlos» (1807).

Así se explica el que las notas que caracterizan a Chaperón no queden

reducidas a lo que a su persona se refiere, antes, por el contrario, se extienden

por la habitación que lo rodea, e identificándole con ella le dibujan como la

expresión del régimen político que cae sobre el país entonces. En efecto, la

pieza, lóbrega y triste, aparece como una tumba; como el panteón simbólico

que puede contener un día el cadáver de España: «La joven balbució un sa

ludo... Después extendió sus miradas por toda la pieza, que se le figuró no

menos triste y lóbrega que un panteón» (1771)16.

Esa tristeza que sale de las cámaras del comisario invade la nación con

virtiéndose en un terror oscuro y amarillo. Es, no hay duda, un terror que

fluye del «rey neto»: el terror que Fernando VII instaura y ejercita. Ahí lle

va, claro está, el simbolismo de la novela: «Los muebles no superaban en

aseo ni en elegancia al resto de las oficinas, y las mesas, las sillas, los estan

tes, ostentaban el mismo tradicional mugre que era peculiar a todo cuanto

en la casa existía, no librándose de él ni aun el retrato de nuestro Rey y se

ñor don Fernando VII, que en el testero principal, dentro de un marco deco

rado por las moscas, mostraba la augusta majestad neta. Los grandes negros

ojos del Rey, fulgurando bajo la espesa ceja corrida, parecían llenar toda la

sala con su mirada aterradora» (1771).

El terror, pues, partiendo de los negros ojos del monarca, de su corrida

ceja, se transmite a su satánico ministro, llena sus habitaciones, sus cámaras

de tortura y de muerte, y, como una riada incontenible, invade la nación y la

inunda. De ahí que vuelva Galdós en el capítulo XVII sobre el simbólico re-

151

trato para trascendentalizar con él a Chaperón y para convertirle en el re

presentante del absolutismo y de la justicia de Fernando:

En el fondo había la indispensable estampa de Su Majestad, y sobre

ella, un Crucifijo, cuya presencia no se comprendía bien, como no

tuviera por objeto el recordar que los hombres son tan malos después

como antes de la Redención.

Delante de Su Majestad en efigie y de la imagen de Cristo crucificado,

estaba en pie, apoyándose en una mesa, no fingido, sino de carne y

hueso, horriblemente tieso y horriblemente satisfecho de su papel, el

representante de la Justicia, el apóstol del absolutismo, don Francisco

Chaperón, siempre negro, siempre de uniforme, siempre atento al

crimen para confundirlo dondequiera que estuviese, en honra y gloria

del Trono, del orden y de la Fe católica. Pocas veces se le había visto

tan fieramente investigador como aquella noche. Parecía que el tal

personaje acababa de llegar del Gólgota, y que aún le dolían las manos

de clavar el último clavo en las manos del otro, del que estaba detrás

y en la cruz, sirviendo de sarcástico coronamiento al retrato del señor

don Fernando (1779).

Todavía vuelve Galdós en el capítulo XIX sobre el retrato del monarca,

pero entonces poniendo énfasis en el rey mismo, revelando a través de la fo

tografía lo que para España significó Fernando: «Hasta el retrato de Fer

nando VII que decoraba la pared era el más feo de toda la casa, y comido de

polilla, no presentaba a la admiración del espectador más que los ojos y parte

del cuerpo. Lo demás era una mancha irregular con grandes brazos al modo

de tentáculos. Parecía un gran cefalópodo que estaba contemplando a su víc

tima antes de chupársela» (1783) ".

La España liberal, pues, víctima del absolutismo, apresada en los ten

táculos de una maldad oscura, introducida en un infierno bilioso y degradan

te, se va depurando entre dolores e injusticias, dejando atrás debilidades y

miserias, y ennoblecida por una enajenación sublime, acepta con heroísmo la

muerte que le glorifica, y siembra con su sangre semillas de esperanza.

De ahí las palabras de Sarmiento camino del suplicio: «Pueblo, pueblo

generoso, mírame bien, para que ningún rasgo de mi persona deje de grabarse

en tu memoria. ¡Oh! ¡Si pudiera yo hablarte en este momento! Soy Patri

cio Sarmiento, soy yo, soy tu grande hombre. Mírame y llénate de gozo, por

que la Libertad, por quien muero, renacerá de mi sangre, y el despotismo que

a mí me inmola parecerá ahogado por esta misma sangre, y el principio que

yo consagro muriendo, lo disfrutarás tú viviendo, los disfrutarás por los si

glos de los siglos» (1817).

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NOTAS

1 Sobre la muerte de Sarmiento véase el artículo de Javier Herrero, "La «ominosa

década» en los Episodios Nacionales", Anales galdosianos, 7 (1972), 112-113.

2 Citamos El terror de 1804 de Pérez Galdós por sus Obras completas, I (Madrid:

Aguilar, 1968). Indicamos siempre, entre paréntesis, tras la cita el número de la página.

Hans Hinterhausen en Los "Episodios Nacionales" de Benito Pérez Galdós (Ma

drid: Gredos, 1963), 183-184, indica ya la relación que entre la muerte de Riego y la

de Sarmiento establece el Episodio, y la influencia que dicha relación tiene en el nove

lista ("Ante un caso como el de Riego, la tarea patriótica del novelista consiste en

reemplazar al historiador", 183).

3 Galdós, I (Madrid: Castalia, 1968), 151-153.

4 Alfred Rodríguez en An Introduction to the "Episodios Nacionales" of Galdós

(New York: Las Américas, 1967), 92, afirma ya que Sarmiento "ís the product of a

Cervantine formula that would later supply the novelist with many exceptional characterizations".

Véase sobre Cervantes entendido a lo siglo XIX el libro de Joaquín

Casalduero, Vida y obra de Galdós (Mardid: Gredos, 1974); por ejemplo las

pp. 125-126 y 182.

5 "Este licenciado Vidriera", dice de Sarmiento Chaperón mostrando una de las

características que Galdós atribuye al personaje (1808).

6 Op. cit., I, 153.

7 Es decir, como causa motivadora o como causa de reacciones.

8 Nos referimos a "La caracterización plástica del personaje en la obra de Pérez

Galdós: del tipo al individuo". Anales galdosianos, 7 (1972), 19-25.

9 Hans Hinterhausen se refirió ya a la interesante fisonomía de Romo: "Dedica

Galdós un estudio, extenso y sazonado de ironía, a la siniestra fisinomía del «voluntario

realista» Francisco Romo" (Op. cit., 179).

10 Hace juego con su nombre: "Romo" = "chato"; es decir, aquello en lo que

nada sobresale.

11 No es ésta la única imagen significativa que puede revelarnos el sentido de la

novela. Javier Herrero, en su artículo ya citado —muy importante, por cierto, para

estudiar la técnica galdosiana—, ha analizado una de ellas: la del barro. También

Javier Herrero se ha referido a la imagen de la oscuridad que nosotros estudiamos.

Sus observaciones nos han sido especialmente útiles.

12 Vernon A. Chamberlin, aunque no habla del amarillo de Romo en su artículo

"Galdós' Use of Yellow in Character Delineation", PMLA, 79 (1964), 158-163, nos ha

ayudado con sus afirmaciones al acercarnos al personaje.

13 Galdós, al explicarlo, explica hasta cierto punto la función de la parodia:

"—Cordero, inocente; inocente Cordero. ¡Que bien pegan las dos palabrillas!, ¿eh?—

dijo el Comisario militar con la bufonería horripilante que le aseguraba el primer

puesto en la jerarquía de los demonios judiciales" (1772).

11 Recuérdese que, según la división de Joaquín Casalduero, estamos en el período

abstracto: "Con el primer Episodio de la segunda serie entramos en otra etapa de la

labor galdosiana. En esta segunda etapa el análisis histórico es sustituido por un es

quema abstracto inmediatamente los personajes adquieren carácter simbólico" ("El

desarrollo de la obra de Galdós", Hispanic Review, 10 [1942], 245).

15 Así es como en diferentes ocasiones se dirige a la joven: "Animo, ángel de mi

vida" (1782); "¿Por qué, ángel delicado, inocente?" (1795); "Dejaré de recrear mis

153

ojos con la contemplación de tu angelical persona" (1870). También Galdós se refiere

en términos parecidos a Sólita (1744, 1776).

16 Insiste Galdós en esta imagen cuando Sólita se desmaya: "La puerta se abrió,

dando paso a cuatro hombres de fúnebre aspecto, que parecían pertenecer al respetable

gremio de enterradores Los cuatro hombres levantaron en sus brazos a la joven y

se la llevaron, siendo entonces perfecta la similitud de todos ellos con la venerable

clase de sepultureros" (1777).

17 Y cuando unas páginas después lamenta el licenciado Lobo —a cuya oficina

pertenece el retrato— los tiempos injustos en que viven, vuelve Galdós sobre el motivo:

"—En estos tiempos, señora, ¿quién es el guapo que puede dar una seguridad? ¿No

ve usted que todo está sujeto al capricho?— Jenara, vagamente distraída, contemplaba

el cefalópodo formado por la humedad sobre el retrato del Monarca" (1786). El detalle,

nos parece, tiene una función doble: si, por una parte, la mirada de Jenara al retrato,

al seguir al comentario de "en estos tiempos", ilumina el sentido de Fernando VII en

lo que a España se refiere; por otra, al seguir también a la afirmación de que "todo

está sujeto al capricho" revela que es entonces cuando la dama —para liberar a Sólita—

decide visitar al monarca, quien en Episodios anteriores había mostrado su interés

por ella.

Hans Hinterháusen en su libro ya citado dedica ocho páginas (266-272) a las di

ferentes descripciones que de Fernando VII o de sus retratos hacen los Episodios. En

la página 270 se refiere al último que citamos y alude a su valor simbólico.

154