LO "CURSI" EN LA OBRA DE GALDOS
Francisco Ynduráin
Trato de proponer a la consideración de ustedes una suerte de modelo
teórico —dicho sea sin la menor pretensión— para acercarnos a la novela
galdosiana desde un ángulo que, acaso, pudiera también hacerse extensivo a
otros puntos de vista, desde supuestos metodológicos similares. Es evidente
que incluso en una lectura acrítica, el término cursi aparece y salta con no
toria frecuencia, especialmente en las que llaman novelas de la segunda época.
Trato, pues, de ver cómo opera lo cursi, esto es, lo que llamaré desde ahora,
un «juicio de valor» en el contexto psico-social de la narrativa galdosiana.
Por razones obvias, y no preestablecidas, se ha elegido y dado más atención
a las novelas comprendidas entre 1878 y Cánovas (1912), donde el campo his
tórico y social novelado es por supuesto, bastante anterior a su escritura y
edición. Si apenas he tocado el teatro, ha sido por la menor frecuencia de la
materia que voy a observar. Cierto que acaso la revisión de los artículos de
Galdós en la prensa, especialmente los aparecidos en El Debate, de Madrid,
y los que publicó en La Nación y La Prensa, de Buenos Aires, nos darían más
información sobre nuestro tema \
Sería largo y prolijo recorrer la bibliografía sobre lo cursi, anterior y pos
terior a Galdós, desde sus primeras apariciones, hasta las contemporáneas y
aun posteriores. Diré que no me he excusado de ese trabajo, pero que muy
poco o casi nada me sirve para mi propósito presente. En todo caso, quede
para otra ocasión, aunque no puedo menos de notar, aunque sé anticipándome
a mi planteamiento, que parece un tanto sorprendente que no aparezca el
término cursi, cuando era esperable y venía muy a cuento. Me refiero al ar
tículo de Galdós, «Cuatro mujeres» (en Las españolas pintadas por los espa-
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ñoles... ideada y dirigida por Roberto Robert, 2 vols. Madrid, 1871 y 1872).
Allí ya aparece un artículo del promotor del libro, Robert, «La señorita cursi»
(pp. 83-91); pero don Benito, en el artículo citado arriba, nos presenta una
familia sometida a las alternativas de penuria y bienestar como consecuencia
de los cambios políticos hasta 1868, «y entonces la sombría casa se iluminó
con todas las irradiaciones del poder y del presupuesto» (p. 100, op. cit.).
Ahora uno de los personajes, «vistió con cierto lujo» y tuvo una tertulia
«casi fashionable» (ibíd.). El término cursi parecía obligado, bien que no haya
podido ver el artículo completo, pues en la B. N. de Madrid, el ejemplar, úni
co, de la obra aparece mutilado delicadamente entre las páginas 100 y 107,
con lo que nos falta el texto en su integridad. (B. N. signatura, 1/25743). En
Los españoles de ogaño (sic), «Colección de tipos de costumbres dibujados a
vuela pluma por varios escritores», Victoriano Suárez, Madrid, 1872, 2 vols.,
se encuentra un poema en cuartetas octosilábicas, de Enrique Prugent, «La
cursi»: «Por la calle de Carretas / pasa una joven de estudio, / maniquí de un
publicista / melodramático y bufo...». La composición apenas tiene interés
para nuestro tipo de cursi; pero es de advertir que Galdós colaboró en esa
obra con un trabajo, «Aquel» (pp. 266-274), donde presenta a un tipo de vago
ubicuo. Con esto quiere dejarse constancia de que para nuestro autor el mo
tivo del cursi ya le era conocido en los primeros años de la década2. Es, creo,
precisamente en el último tercio del siglo XIX, cuando adquiere estado de uso
general, más o menos preciso y unívoco. Benavente, tan atento a usos y ca
racteres de la sociedad madrileña, estrenó en 1901 (19 de enero) su comedia
«Lo cursi». Sería muy fácil ampliar autores que han incorporado a su obra
literaria el tipo del cursi, con más o menos atención, nunca con la que Galdós
le ha dispensado. No es momento de aducir textos, que he recogido, en Alarcón,
P. Coloma, Clarín, Pardo Bazán, Valera, Selgas y otros contemporáneos
de don Benito. Los posteriores son muchos también.
Hora es de proponer una definición del vocablo, creación arbitraria según
creemos saber, y me atendré a la que trae Casares en su Diccionario ideoló
gico de la Lengua Española (2.a ed. Barcelona, 1959), que se repite en el Drae,
última edición (19.a, Madrid, 1970): «Dícese de la persona que pretende ser
fina y elegante sin conseguirlo. Aplícase a lo que con pretensión de elegancia
o riqueza, es ridículo o de mal gusto». La Academia añade una tercera acep
ción a las dos transcritas: «Dícese de los artistas y escritores, o de sus obras,
cuando en vano pretende demostrar refinamiento expresivo o sentimientos ele
vados». Pretensión fallida de valores sociales y estéticos, denunciada y juz
gada ¿por quién? El caso es que de esta voz, tan reciente, el hablante ha
hecho y sigue haciendo amplio y frecuente uso, creo que en ambientes urba
nos principalmente y, acaso, más en Madrid. De su incorporación al léxico
normal da buena prueba la familia de derivados que ha tenido, con varia
fortuna: «cursería», luego, «cursilería», «cursilón», «cursificar», etc.3. Sin
poder entrar en hipótesis que se apoyen en motivos de psicología, individual
y colectiva, para intentar dar algún asomo de explicación a la fortuna del
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término (acaso la fácil tendencia a la censura ajena, desde una seguridad en
nosotros mismos), me parece menos improbable que, de una parte, el vocablo
ha venido a llenar un vacío en el área semántica y, de otra, la rareza de su
entidad fónica, verdadero hápax, habrá favorecido su propagación, junto con
la comodidad de un expresionismo fonético.
Sería demasiado aventurado el andar a la rebusca de antecedentes del
concepto y de términos equivalentes o próximos. Dejo para otra oportunidad
el comparar nuestro término con los de «snob», «kitsch», «rastacouére»,
«parvenú», etc. Que el juicio o calificación haya nacido y se haya propagado
más acusadamente en medios urbanos y, más aún, cortesanos o metropolita
nos, parece admisible. Ya en el «Arbiter elegantiarum», Petronio, en la corte
de Nerón, nos encontramos con un pretencioso frustrado, y en el liberto Trimalchio.
Baste recordar la entrada del nuevo rico en el triclinio: «Habebat
etiam in minimo digito sinistrae manus anulum grandem subauratum, extre
mo vero articulo digiti sequentis minorem, ut mihi videbatur, totum aureum...
Deinde pinna argéntea dentes perfodit» (Satiricon, 33, 1, ed. C. Díaz y Díaz,
vol. I, Alma Mater, Barcelona, 1948). Pero he de dejar aquí tan lejos, el tema.
Recogiendo el cabo suelto de mi declaración inicial de propósito, diré que
la hipótesis de trabajo ha surgido no por un apriorismo, sino como resultado
de lecturas y relecturas. He partido de una observación de textos, de hechos,
para intentar una síntesis interpretativa, esto es, de lo inductivo a la teoría.
Y aquí del «modelo teórico», que me ha llevado al «motivo de lo cursi», y
reiteraré, motivo psico-social, pues entiendo que es en una sociedad que com
parte juicios de valor donde puede advertirse el funcionamiento de ciertos
«motivos». Supongo que se espera una clarificación y precisión en el sentido
con que voy a utilizar aquí, ahora, el término, «motivo». Simple, llanamente,
me sirve para designar a cuanto «mueve», quiero decir, provoca y crea accio
nes, opiniones, estimativa en un determinado campo, aquí especialmente de
valores operantes en un contexto social4.
El haber escrito que en la calificación de cursi hay implícito un juicio de
valor que aconseja apelar a una definición, por lo menos de urgencia, de qué
sea o entienda yo aquí por «valores». Fue Ortega quien puso de moda entre
nosotros la teoría de los valores (su artículo, «¿Qué son los valores?», en la
Rev. Occ, octubre, 1923) con aquella iniciación a la estimativa. Me importa
recoger —confirmando lo que ya había visto— que en la estimación de cua
lidades se suele operar en un juego de oposiciones, digamos entre valor y con
tra-valor, positivo y negativo. El término medio suele quedar excluso. Pero
esto ya estaba, mucho antes que en Lotze, a quien se le atribuye la teoría de
los valores, mediado el siglo XIX, en Aristóteles, en su Etica a Nicómaco, se
gún puede comprobarse al hacer el análisis de distintos tipos de ethoi sin ex-
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clusión del medio. Pero no he de entrar en este terreno, y vengo al mío. Si lo
cursi es un juicio de valor entre estético y moral, cuyo opuesto polar sería el
de la elegancia, la distinción, materias tan opinables, de tan lábil contorno;
pero que pueden, y suelen, tener el contraste y la confirmación social, de un
cierto entorno social que acredita y da validez al veredicto. En fin y en últi
ma instancia la clasificación entre cursis y elegantes será materia de «gusto»,
y ya se sabe que suele haber una tautología en nuestras calificaciones de
«buen gusto», «mal gusto», pues damos por probada la legitimidad de nuestro
criterio y tabla de valores.
Voy, pues, a reconstruir el motivo de lo «cursi», tal como funciona en las
novelas de Galdós, precisamente en aquellas que tienen como escenario Ma
drid y su sociedad, observados para su mundo novelado. Ello supone que en
nuestro autor hubo una deliberada voluntad de observador y de testimonio
en sus escritos de esa naturaleza. No es necesario recordar cómo practicó
aplicando sus dotes de observador y de hasta qué punto lo hizo apoyado en
principios teoréticos de plena aceptación. Me remito a sus escritos tempra
nos, como el XXV de su Crónica de Madrid (1866) cuando escribe sobre las
«novelas sociales» como algo deseable, luego en su «Don Ramón de la Cruz
y su época», donde con motivo de «La comedia casera» de éste, toma como
principio el de «la vida humana» para texto de lección (1871). En la misma
línea sigue cuando pone prólogo a la 3.a edición de La Regenta (1901), o, poco
antes, en su discurso de ingreso en la Española, «La sociedad española como
materia novelable» (1897), o en «Observaciones sobre la novela contemporá
nea en España» (1870)5. No entraré en reconstruir las ideas de Galdós acerca
de la sociedad como ente dinámico y en su historia, pues creo que operaba
más bien intuitivamente en la observación de usos y convenciones dentro de
la sociedad que pudo ver por experiencia propia, o reconstruir por documen
tación de personas y de escritos, como se ve en su correspondencia con Me
sonero Romanos, por ejemplo.
Dentro de las convenciones al uso en la novela «realista» —¿habrá que
recordar su admiración y su lectura de Balzac?— viene a cuento del «motivo»
que persigo, en un aspecto al menos, la minuciosa atención dispensada por el
novelista al atuendo, al pergeño de sus personajes, que completan su aspecto
físico y etopeya. Cada figura de sus novelas se nos da con el mayor cuidado
en la caracterización desde el vestir.
Como hemos de ver, es el vestir, sobre todo, lo que servirá a Galdós para
clasificar dentro de la cursilería a muchos de sus personajes. Y más que el
buen gusto, lo que está en juego es la pretensión de aparentar más de lo que
la economía permite, la economía o la familia.
Para empezar, y teniendo como término contrastivo la elegancia y la dis
tinción, así como la condición social elevada, voy a entresacar algunos textos
galdosianos, para ilustración de lo que me propongo.
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Así, de Irene, en El amigo Manso (1882), se nos dice por boca del autor:
«La persona tiene su fondo y su estilo: aquél se ve en el carácter y en las
acciones, éste se observa no sólo en el lenguaje, sino en los modales, en el
vestir. El traje de Irene era correcto, de moda, sin afectación, de una senci
llez y limpieza que triunfarían de la crítica más rebuscona». En Lo prohibido,
(1884), Eloísa, amante de turno de Fúcar, «adoptaba la moda a su manera
de ser [...] y sabía imprimirse el sello de la distinción decente... y tiene esa
elegancia espiritual que tan diferente es de las que trazan las tijeras de las
modistas» (2a, V, ii, 1802). Todavía y volviendo a El amigo Manso, éste dice
de sí mismo: «Visto sin afectación, huyendo lo mismo de la novedad llama
tiva que de las ridiculeces de lo anticuado». Gloria, en la novela de su nom
bre, era «el polo opuesto de cursi». Federico Viera —de La incógnita (1888)—
encubre su penuria y la lleva «con arte exquisito», «Viste bien y con esa fácil
elegancia que es una cualidad antes que una costumbre», frecuenta el «gran
mundo» y es bien recibido en todas partes. Un ejemplo de elegancia refinada
lo tenemos en don Narciso Pluma (el nombre, definición?) que aparece en
El audaz, y «tenía la vanidad de su vestido y blasonaba» de su elegancia y
refinamiento. «Era rico y podía consagrar seis horas de cada día a los cuida
dos de tocador...». «Era admirado por los hombres como un apóstol de la
moda», y era arbitro de elegancia para hombres y damas. En Misericordia,
don Frasquito Ponte, tenía «un arte exquisito para conservar la ropa». Los
Pez en La desheredada (1881) —y en otras, que no se aducen— son modelo
de atildamiento. Padre e hijo: el primero «vestía como un figurín. Así como
en los grandes estilistas la excesiva lima parece naturalidad fácil, en él la
corrección era como un desgaire bien aprendido». El hijo, el mayor de ellos,
tiene «maneras distinguidas, humor festivo, vestir correcto y con marcado
acento personal y todo lo que corresponde a un tipo de galán del siglo XIX,
que es un siglo muy particular en este ramo de galanes». Las hijas pontifican
en materia de elegancia y su contrario: «No se les caía de la boca la palabra
cursi, aplicándola a este o aquel que no viviese inmergido en el mar de feli
cidades de la familia Pez; y al hablar de este modo no comprendían las tontuelas
que ellas caían también debajo del fuero de la cursilería, porque ésta
es un modo social propio de todas las clases, y que nace del prurito de com
petencia con la clase inmediata superior». Añade que tienen poca o ninguna
instrucción y su pasión es la de figurar. Habría que poner alguna restricción
a lo de «todas las clases», pues parecen quedar exentas las más altas, ya que
no tienen con quien competir desde su alto nivel, y a las más bajas, general
mente despreocupadas de ese afán de figurar y de emular a las inmediatamen
te superiores. En todo caso, la novela de Galdós no suele denunciar esa cursi
lería más que en la clase media, cada vez más numerosa y con estratos más
diferenciados en poder y dinero. La transformación social y económica en la
España desde 1868, que es la época más atendida en la novela galdosiana,
tuvo en ésta su más clarividente notario en las letras hispanas. La Bolsa, los
ferrocarriles, las profesiones liberales, la industria pesada incipiente, la textil,
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la construcción, el comercio y el dinero fácil de Ultramar, vinieron a trastocar
el status económico y, por consiguiente, el social, de una sociedad apenas
movible hasta entonces, abriendo brechas en las barreras que venían sepa
rando los distintos estratos, aunque con no pocos resabios en criterios de es
timación y jerarquía. No es necesario aducir bibliografía, tan obvia y abun
dante sobre este punto.
Vengamos ya a las novelas, y, salvo las rectificaciones que se me hagan,
es en La familia de León Roch (1878 donde aparece por vez primera el «mo
tivo» de lo cursi. Sí, el motivo central y casi exclusivo, es el de la tolerancia
religiosa, con su contraria, la intrasigencia, que llevará al fracaso el matri
monio de María Egipcíaca y León Roch. La acción se sitúa en Madrid, con
unos personajes que pertenecen a clases sociales bien definidas. Lo cursi apa
recerá con validez muy significativa. Así, cuando Gustavo, uno de los Tellería,
jurista afamado, dice a su cuñado, León, en censura del otro Tellería,
aristócrata fatuo y calavera, generalmente impecune y sablista: «Es muy
exacta tu observación de que así como la plebe tiene su aristocracia, la no
bleza tiene su populacho» (la, xii, 791, Aguilar). Y el narrador, que no esca
tima la expresión de daros su punto de vista, aduce, como de pasada, esta
información sobre la sociedad moderna, la cual «tiene en su favor el don del
olvido, y se borran con prontitud los orígenes oscuros y plebeyos... No hay
país ninguno entre los históricos que esté más próximo a quedarse sin aristo
cracia. A esto contribuyen, por un lado, el negocio, haciéndonos a todos ple
beyos, y, por otro, el Gobierno haciéndonos a todos nobles» (la, viii, 780/1).
Los capítulos iii y iv de esta primera parte están dedicados a dar a «conocer
en cierto modo el carácter nacional».
Por de pronto y para venir ya a nuestro «motivo», el vivir según las exi
gencias sociales, por ejemplo, en la calidad del veraneo que se disfruta es algo
que marca, como cuando la Marquesa de Tellería, en una especie de monó
logo interior, sólo indicado con signos de admiración: «¡Todos libres, y ella,
esclava, amarrada al nefando potro del veraneo en Madrid, a ese potro no
tan ignominioso por lo molesto como por lo cursi!» (c. xviii, «La desbanda
da»). Y antes, en carta de María Egipcíaca a su marido, León Roch, desde
Ugoibea, 30 de agosto, «Mamá [...] está aburrida. Dice que este es un lugar
de baños eminentemente cursi, y que antes se quedará en Madrid que volver
a él. Ni casino, ni sociedad [...] ni gentes de cierta clase».
Siguiendo en busca de otros matices, leemos, comentando una función re
ligiosa, en boca de la San Galonio, «aquel barniz general de cursilería que lle
van consigo todas las cosas de Antonia (2a. xiv, p. 879). Aquí, es la elegancia
en las manifestaciones externas, como cuando María, abandonando su hábito
penitencial y su ascético porte, se pone elegante para tratar de reconquistar
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a su marido, León: «le asaltó la idea... que siendo aquel traje como para salir
a la una de la tarde, impropio para una excursión tan de mañana, la señora
estaba ridicula y hasta cursh (2a, xvi, 883). En esta misma línea funciona el
juicio de la Tellería sobre el «palacio de similor» —nótese lo aparencial y
falso—, que se ha preparado, el banquero Fúcar (3a, viii). Pero hay otro posi
ble, y efectiva, aplicación del término despectivo, ahora desde el punto de
vista aristocrático y políticamente reaccionario, cuando la Marquesa de San
Salomó, que ha censurado la cursilería de «las cosas de Antonia», en sus
funciones religiosas: «¡Si vieras qué cortinajes, qué pabellones! [...] Parecía
una fiesta cívico progresista [...] En fin, si llegan a tocar el himno de Riego,
no me hubiera sorprendido» (2a, xv, 879). Otro tanto en atribución a la mar
quesa de San Selonio, «furiosa enemiga de toda cursilería, materialista y libe
ralesca, y delirante por los discursos contra esa basura de la civilización mo
derna. Elegante y muy discreta» (2a, xii, 867). (Los subrayados del texto, son
frases que el narrador atribuye a la bella y joven marquesa).
Por último, en nuestra novela hay un cursi implícito, sin calificar directa
mente y que nos pone ante un problema que necesita tratamiento y estudio:
los niveles de lenguaje caracterizador, del idiolecto en los personajes. El curita
Paoletti, confesor de María, hace considerable gasto de lo que el narra
dor califica «como superlativos dulzones» (3a, vi) o «no sacando ya los super
lativos de un tarro de dulce, sino de un depósito de hiél» (3a, xix, 953). Así
encontramos: «Para poder platicar... sobre temas dulcísimos y preciosísi
mos», «nuestro amadísimo Luis», «¡Oh, qué dulcísimo gozo será para este
pobre combatiente ganar a Satanás una nueva batalla!», «vuelvo al lado de
mi queridísima muerta» (3a, xix). De pasada, diré que debe notarse cómo no
abusa Galdós de la utilización de tales recursos, sino que los apunta y co
menta, discretamente.
La desheredada, 1881 —la acción en 1873 (la, xvii)
En esta novela nos presenta a Isidora Rufete, pobre vergonzante y con
aspiraciones a herencia rica y aun a título nobiliario. Isidora tiene el miedo,
obsesivo casi, a incurrir en el dictado infamante. Si hay personajes en plena
cursilería, como los hijos de don José Relimpio, Isidora se muestra distan
ciada, y verá en su sala, «el tipo y modelo de sala cursi». Cuando es solicitada
de amor por el rico Joaquín Pez, resiste, y el defraudado galán dispara su
despecho «dejando escapar de sus labios trémulos esta palabreja: ¡Cursilona!
(Tal es el título del capítulo). Y en el siguiente Isidora «Dio al olvido sus
agravios: pero si perdonó a Joaquín la injuria intentada contra su honor,
tuvo que hacer un esfuerzo de bondad para perdonarle el que le hubiera lla
mado cursilona. Tal es la condición humana, que a veces el rasguño hecho al
amor propio duele más que la puñalada asestada a la honra» (xiv). Por el
contrario, es muy tenida en cuenta la elegancia de los personajes que por ella
272
se distinguen. Como el médico famoso, que «venía de frac... iba a un sarao
de cierta casa de tono». O el notario afamado, pues «En estos tiempos de re
novación social las figuras antiguas fenecieron» (2a, i). He aquí el ascenso de
las profesiones liberales en el cuadro social.
El amigo Manso, 1882
He de pasar muy someramente por esta novela, ya que nuestro motivo
apenas merece atención, si bien se aplica a un seudo-poeta de «suspirillos
germánicos», Francisco de Paula de la Corte y Sáinz del Bardal —nada me
nos— secretario que fuera de Manso; el cual tenía, «un desmedido reper
torio de composiciones varias distribuidas por todos los álbumes de la cursi
lería... En todos los álbumes pone sus endechas, expresando la duda o la me
lancolía, o sonetos emolientes». La cursilería es, naturalmente, el conjunto de
gentes cursis y el calificativo afecta a un uso, una literatura y productor y
consumidores de la misma.
La de Bringas, 1884
Aquí nos hallamos ya en pleno dominio de la cursilería, y con una de sus
más peculiares manifestaciones, la del quiero y no puedo, la de la falsa apa
riencia de bienestar y sus resultados. Ya, antes, la de Bringas había aparecido
fugazmente en otra novela publicada en el mismo año, aunque escrita poco
antes, Tormento, y caracterizada la dama como cursi de hecho y derecho
(p. 1482, a). La novela que lleva en el título el nombre de la heroína tiene su
acción entre la primavera y setiembre del 68. A lo largo de la obra se nos
presenta a la pobre Rosalía tratando de cubrir las apariencias decorosas, en
trampándose y llegando hasta el adulterio por lo menos en grado de tentativa
a fin de procurarse el dinero con que poder figurar y ser estimada por sus
relaciones. Vive pendiente del qué dirán, temía «que las amigas la mirasen de
reojo y cuchichearan entre sí, observando en ella una falda de taracea o una
prenda cursi o anticuada» (xvii). El no estar a la moda, suponía, hacía supo
ner escasez de numerario. Ha de oírse lo que Tellería pensaba de ella, según
Refugio: «Dijo que era usted una cursi», porque, según la misma Refugio,
«aquí no hay aristocracia verdadera, y la gran mayoría de los que pasan por
ricos y poderosos no son más que unos cursis» (xlvii). Tacha gravísima: «Ro
salía se quedó petrificada. Aquella frase la hería en lo más vivo de su alma...
¡Una cursi! El espantoso anatema se fijó en su mente, donde debía quedar
como un letrero eterno estampado a fuego sobre la carne»... «atormentada
por aquella inscripción horrible que le quemaba la frente» (xlviii). Porque
ella quiere lograr el «efecto más llamativo dentro de la distinción». Cuando
los amigos se van de veraneo, dejando el sofocante verano madrileño, su tor-
273
18
cedor está en «tener que decir: No hemos salido este verano», lo cual «era
una declaración de pobreza y cursilería que se negaban a formular los aristo
cráticos labios de la hija de los Pipaones y Calderones de la Barca, de aque
lla ilustre representante de una dinastía de criados palatinos» (xxxix). Para
sostener las apariencias indumentarias a que se debe, tiene que engañar una
y~otra vez a su marido, del cual piensa que «nació para cursi y morirá en
olor de santidad» (xliv). Reniega del «pisahormigas» de su marido, cuyo ideal
es no deber nada a nadie», «hombre pedestre» con el que vienen siendo «tan
cursis como honrados y tan pobretes como felices» (xxxi). Ya sabemos el con
tinuo forcejeo con dinero y telas, trampa adelante, para aparentar ante los
demás.
Lo prohibido (1884/5)
Seguimos en la sociedad madrileña, ahora entre el otoño de 1880 y verano
de 1884, como nos informa el héroe-narrador, que ha venido escribiendo sus
memorias hasta que, después de haber sufrido una hemiplejía, termina dic
tándolas a Ido del Sagrario. Nuestro personaje central, José María Bueno de
Guzmán, de distinguida familia y sólida fortuna heredada, es el galán de
amores adulterinos con sus primas, logrado con una de ellas, aunque la aban
dona por pretender a otra. Pero tanto y casi más que el motivo erótico-sentimental,
no apurado lo bastante, el autor atiende a la sociedad madrileña de
esos años, especialmente a las clases altas de una burguesía que tiene preten
siones y a veces, alcanza logros aristocráticos. Escribe el supuesto memorialis
ta: «la mayor de las groserías es la improvisación de la fortuna y poner las
manos sucias, mojadas aún con el agua de un fregadero, en los emblemas de
la nobleza, pertenecientes por natural derecho a las personas bien nacidas»
(2a, VI, v). ¿Hasta qué punto podemos atribuir esta opinión a don Benito,
o se trata, de una proyección en el personaje y su sentido social? Me inclino
por lo segundo. Hay un momento en que Eloísa, tan enamorada del lujo, y
para recuperar a su amante, le amaneza: «Si te digo que te me has de asustar
cuando me veas hecha una pobre cursi defendiendo el ochavo» (la, XII, i).
Y más adelante, ya viuda, se le dirige proponiéndole: «Dame palabra de ca
samiento y no seas sinvergüenza... y yo empezaré mi reforma de vida, me
haré cursi de golpe y porrazo. Tú, editor responsable: yo, señora que ha ve
nido a menos» (2a, i). A lo que él: «Te pido lo razonable y te escapas por lo
absurdo. Si yo no quiero que seas cursi, sino que vivas con modestia, como
vivo yo» (Ibíd.). Luego, Eloísa «Estaba decidida a vestirse hábito de la Sole
dad, como una cursi» (la, XII, i). [Y persiste en ello: «¡ Si te digo que te vas
a asustar cuando me veas hecha una pobre cursi, defendiendo el ochavo y
apartada de todas esas farándulas... tan agradables y que han estado a punto
de perderme» (la, XII, ii)].
274
Torres Gonzalo, el que había sido, hortera, carnicero y ya bolsista afortu
nado tiene por mujer a otra de las hermanas, María Juana, que quiere orga
nizar comidas los lunes, en su casa, pero: «El adorno de la casa era un cam
po de maniobras, en que lo elegante y lo cursi andaban a la greña» (2a, VI, i)
y sigue la descripción minuciosa.
Volviendo a Eloísa [en boca del narrador, más sensato], se le censura:
«para vivir constantemente acechada, escarnecida, solicitada y requerida se
sacrificaba mi prima a una etiqueta que no vacilo en llamar cursi, pues era
una mala imitación de la ceremoniosa, natural y no estudiada etiqueta de las
pocas y grandes casas que tenemos! ¡Y se gastaba tontamente su caudal,
aparentando un bienestar que no poseía, ostentando un lujo prestado y men
tiroso! ¡Y todo por tener una corte de aduladores y parásitos! ¡Comedia, o
mejor, aristocrático saínete! (la, ii).
En lo que viene a coincidir con Fúcar que comenta con el narrador, al que
llama Traviatito: «Esta gente no ha podido apartarse de la corriente general,
y gasta el doble o el triple de lo que tiene. Es el eterno quiero y no puedo, el
lema de Madrid, que no sé cómo no lo graban en el escudo para explicar la
postura del oso... (la, ii). Pero continúan las reuniones de los jueves de Eloí
sa, que no corta por «el maldito qué dirán» y por que no se supiese y dijera
«que estaba tronada» (la, V).
En una sola ocasión, que recuerde, se aplica la nota de cursi al pueblo
bajo. Al describir un 2 de julio, en Madrid, dicen las memorias: «el vocear
soez y pintoresco de los vendedores ambulantes... se oían pianos de manubrio
que son la más bonita cosa que ha inventado la vagancia. Dan a Madrid la
animación de una tertulia o baile de cursis, en que todo es bulla, confianza,
ilusión juvenil» (2a, IX, v). A la entonces amante de José María, Eloísa le
oímos referirse a «la turba dominguera... en Recoletos... aquella considerable
porción del mundo que nos parecía cursi» (la, XII, iii). Son dos puntos de
vista, desde una supuesta posición superior, como se advertirá.
Fortunata y Jacinta, 1887
Menos operante en esta la más ambiciosa de las novelas galdosianas es el
motivo de lo «cursi», aunque aparece esporádicamente en varios pasajes con
varia aplicación. La indumentaria, desde luego, como cuando se habla de «la
toquilla de una cursi», o de «esas santas cursis» (opinión de Moreno sobre
su tía la rata): de reacciones extremosas: «matar a la rival es hasta cursi»
(Feijóo a Fortunata); sobre sucesos peregrinos: «si como historia es falso,
como novela es cursi» (Juan a su mujer, sobre el niño encontrado): sobre teo
rías seudocientíficas: «el dogma de la solidaridad de sustancia ha sido decla
rado cursi por todos los sabios de la época», o, en fin, de un lenguaje afecta
do, según opina Segismundo del crítico que escribió sobre una obra estre-
275
nada, «que en ella se planteaba el problema»... y de su moraleja, que, «sin
religión no hay felicidad», y como resumen: «es el alcaloide de la cursilería».
Sátira en que se ridiculiza y cursifica el lenguaje de tópicos al uso. Ayer co
mo hoy.
Miau, 1888
De nuevo la acción se remonta, al menos inicialmente, al 68, aunque ocurre
en la actualidad del 88. Otra vez estamos ante una familia en permanente
conflicto con el dinero, ahora como efecto de la cesantía 6 del padre, lo que
obliga a las hijas a una continua taumaturgia para seguir a tono en sociedad,
en el nivel que les había correspondido. Arreglarán sus trapitos, pedirán pa
ses de favor para asistir al teatro y aun a la ópera, aunque sea a localidades
de medio pelo. En el fondo hay una crítica de la arbitrariedad con que se
daban y quitaban los empleos y destinos en la Administración pública, con
las consiguientes alternativas de fortuna en las familias que no tenían otros
medios de vida. Madrid, capital de España, era escenario particularmente
propicio y ostensible para tales fluctuaciones en la economía casera y personal.
En este grupo de ciudadanos, la cursilería era un riesgo constante y no siem
pre evitable, y constituía una obsesión, especialmente entre las mujeres. Es
curioso notar cómo opera una escala estimativa que, de abajo arriba, empieza
con el hortera —el obrero apenas merece atención—, sigue con el empleado
y se corona con el alto funcionario de la Administración. Si prestamos aten
ción al modesto funcionario Arguelles, trompa de orquesta además en sus
ratos libres, para sacar adelante a su familia, tendremos un cuadro muy sig
nificativo: «Cuando me acuerdo, ¡cascarones!, de que mi padre quería colo
carme de hortera en una tienda y yo me remonté creyendo que eso no era
cosa fina!... Era allá por el 51. Pues no sólo no quise hablar de mostrador,
sino que me metí a empleado por aquello de ser caballero» (xxi). Ahora ya,
desde las alturas del funcionario, Arguelles, dirigiéndose a Villaamil: «Sí,
después de todo su yerno de usted es un cursi..., así como suena, un cursi
lón. No se ve ya un mozo verdaderamente elegante, como los de mi tiempo»
(xxx, vi). En cuanto a Víctor, se cree muy por encima de la familia de su
difunta mujer, y si galantea a una de las cuñadas, una infeliz, lo hace con
distanciamiento irónico y hasta cruel. «La idea de no ser comprendido la había
expresado Víctor, no sólo en aquella temporada, sino en otra más antigua,
dos años antes, cuando pasó algunos meses con la familia. ¿Cómo habían de
comprender las pobres cursis a un ser de esfera o casta superior a la de ellas
por la figura, los modales, las ideas, las aspiraciones y hasta por los defectos?»
(xv). El pasaje está tomado de la mente de Víctor, en una transición de lo
narrativo a discurso indirecto libre.
Cuando Abelarda, la cuñada requerida de amores, escudriña los papeles
276
de Víctor, que lleva una segunda vida misteriosa, halla unas cartas con mem
brete nobiliario, que no se nos declara y seguirá intrigándonos. Tampoco se
nos dan más que insinuadas las andanzas de Víctor, que resultará ser el
amante achulado de una aristócrata deteriorada. La pobre soltera, Abelarda,
se dice: «Había nacido Víctor para las esferas superiores de la vida... Pensar
que hombre de tales condiciones descendiese a las esferas de la cursilería y
pobreza en que ella vivía... ¡absurdo!». A continuación, mientras ella se
peina, pasa el narrador a nuevo monólogo exterior, justificándose de la in
trusión : «El espectador habría podido oír lo siguiente: «¡ Qué fea soy, Dios
mío... nos llaman las de Miau o las Miaus... Somos unas pobres cursis. Las
cursis nacen, y no hay fuerza humana que les quite el sello. Nací de esta ma
nera, y así moriré. Seré mujer de otro cursi y tendré hijos cursis, a quienes el
mundo llamará michinos» (xviii). Lo que no está muy claro, o no lo veo yo,
es hasta dónde llegan las implicaciones del calificativo, si se limitan a la con
dición socioeconómica, o van hasta algo de casta, genético, insuperable. Víc
tor será más puntual cuando reflexiona sobre su turbio galanteo: «Si me
descuido [...] Y ¡cuidado que es antipática y levantadita de cascos la niña!
[...] Y cursi hasta dejárselo de sobra, y sosita [...] Es una pepla que no hay
por dónde cogerla para echarla a la basura» (xx, final). Cierto que Víctor tie
ne fácil la aplicación del dicterio de cursi, como puede verse en otros luga
res (xxiv). Y, sin embargo, incurre en esa tacha, acaso con cinismo y fingi
miento, al requerir de amores a su cuñada, en forma equívoca y con frases,
«de un romanticismo pesimista que está ya mandado recoger. Mas para la
señorita Villaamil, la quincalla deslucida y sin valor era oro de ley, pues su
escasa instrucción no le permitía aquilatar los textos olvidados de que Víctor
tomaba aquella monserga de la fatalidad» (xvi). Nos hallamos ante un cursi
implícito de clara progenie: «Víctor, sosteniéndose la cabeza con ambas ma
nos... haciéndose el romántico, el no comprendido, algo de ese tipo de Manfredo
adaptado a la personalidad de mancebos de botica y oficiales de la cla
se de quintos» (ib'td.).
Al mismo tiempo privaba en los gustos de nuestros personajes otro tipo
de literatura dramática, según se nos dice de la comedia casera que iban a
representar en casa de las Miau. Abelarda representará el papel de criada de
una familia tronada, «La pieza pertenecía al género predilecto de los inge
nios de esta Corte, y se reducía a presentar una familia cursi, con menos di
nero que vanidad... Una señora hombruna, un marido tratado a zapatazos,
un noviazgo, un enredo fundado en equivocaciones de nombres, hasta que
salía el padre memo. 'Ahora lo comprendo todo'. Un pollo calavera y achula
do, que era el autor del lío, la sal y pimienta de la pieza... imitaba el len
guaje chulo, sa cantaba flamenco por tolo lo alto» (xviii). En fin, las Miau
iban simulando, aunque sin convencer a nadie ni salvarse de la censura: pero,
apunta el narrador, «¿Cuántos no irán disimulando con menos gracia la tronitisl
» (final de xxvi).
277
Cánovas, 1912
En el último de los volúmenes de Episodios Nacionales hay una marcada
atención a la nueva sociedad en la que priva la preocupación por la elegancia.
La protectora del protagonista, Tito Liviano, es decir: «Yo me llamo Proteo
Liviano, de donde saqué el Tito Livio [...] y el Tito a secas» (en Amadeo, I,
vii) advierte al joven buscavidas: «Vístete bien... y no busques tu sastre en
tre los de medio pelo [...] El pro se acerca taconeando recio [...] La pobre
tería se aleja pisando con el contrafuerte». Insiste aún: «Cuídate ahora de la
ropa, porque se ha concluido el reinado de los cursis y de la pobretería» (ii).
O: «Vienen tiempos en que las personas han de ser estimadas según su pres
tancia y el tono que se den al presentarse en el escenario social» (iii). Por su
parte, Segismundo Fajardo, recién llegado de París, dirá: «Ya sabes que la
elegancia es el signo de los tiempos»... «Nos asimilamos la característica ele
gancia alfonsina» (xii). Tito perderá la ocasión de ser recibido por Cánovas,
y lograr quizá una sinecura, porque le han sustraído su mejor ropa y habría
sido mal acogido de no presentarse a la moda elegante.
Con Tito, Casiana, su amiga, se considera incluida entre «los míseros de
levita y chistera, legión incontable que se extiende desde los bajos confines
del pueblo hasta los altos linderos de la aristocracia, caterva sin fin, inquieta,
menesterosa, que vive del meneo de las plumas en oficinas y covachuelas, o
de modestas granjerias que apenas dan para un cocido. Esta es la plaga, esta
es la carcoma del país, necesitada y pedigüeña, a la cual, ¡oh, ilustre compa
ñera!, tenemos el honor de pertenecer» (iii). ¿No es algo como los viejos
pretendientes en Corte, salvadas las diferencias de las respectivas sociedades?
Todavía más, Tito recapitula su unión con Casiana: «Ya he dicho, y
ahora repito, que nos habíamos declarado muy a gusto figuras culminantes
de la cursilería. Para que mis simpáticos lectores se rían un rato, les contaré
lo que hacíamos mi compañera y yo, ganosos de afianzarnos y sobresalir dig
namente en aquella interesante clase social. Sigo creyendo que la llamada
gente cursi es el verdadero estado llano de los tiempos modernos, por la ex
tensión que ocupa en el censo y la mansedumbre pecuaria con que contribuye
a las cargas del Estado... [y sigue contando cómo compraban telas baratas y
se las arreglaban para aparentar] «Cuando teníamos aderezado nuestro equipo
nos echábamos a la calle, pistonudos y fachendosos, y exhibíamos nuestras
personas en Recoletos, la Castellana y el Retiro, saboreando el efecto que
causábamos en la plebe ignara. A los teatros íbamos comúnmente con el no
ble carácter de tifus... Rara era la noche que faltábamos al café... entre la
escogida sociedad de señoras equívocas y señoritas del pan pringado, sin
olvidar a última hora la rapiña picaresca de terrones de azúcar. Procedía yo
de esta manera extremando las formas de la ordinariez presumida, no por el
corto gusto que tal vida supone, pues bien podía dármela mejor, sino porque
se me habían hecho odiosas las elegancias faranduleras y la hinchada presun-
278
ción traídas a la sociedad española por el cambiazo de Sagunto. Me cargaban
los hombres jactanciosos y vacíos que se habían elevado de la pobreza cesantil
a las harturas del presupuesto... Me reventaban los Condes y Marque
ses, mayormente los de nuevo cuño, sacados de don Amadeo y don Alfonso
del montón de indianos negreros, de mercachifles enriquecidos o de agiotistas
sin conciencia» (vi). Es un detenido ejemplario de aquella sociedad, en la que
incluye a «los señoritos, salidos de las Universidades en su mayor parte».
Con la Restauración, «A todos los que no tuviésemos exquisita hechura per
sonal en modales y ropa, nos miraban como a raza inferior, no más digna de
aprecio que las turbas gregarias despectivamente llamadas masa obrera. Entre
ellos y los de abajo ponían una barrera de lenguaje, neologismos extraños,
chistes y camelos, mezclados de una galiparla insustancial» (VI). Se me per
donará lo extenso de la cita en gracia a su valor testimonial, con su ironía
a cargo de Tito-Galdós, entiendo.
No he pretendido agotar, ni mucho menos, las ocurrencias del motivo, que
podrían, a buen seguro, aumentarse, si bien creo haber aducido textos sufi
cientes para ver cómo lo cursi es una constante y sus varios matices 7. De
modo tangencial aparece en Mariucha, donde Faustino del Corral es un nuevo
rico que galantea a Mariucha, y que se nos pinta como tosco, zafio y cursi en
la manera de vestir, presentarse, etc. (c. VI). En la pieza dramática, Volun
tad (1895) los hijos de un comerciante van vestidos con «relativa elegancia»
—acotación escénica— y uno de ellos se burla de su hermana que está pre
parando un concierto casero, acto social especialmente calificador en el ám
bito de la sociedad: «Simplezas tus conciertos y soirées de niñas cursis.
Unas aporrean las teclas, otras imitan el canto de los grillos» (I, ii).
En El caballero encantado (1909), el Marqués de Torralba de Sisones,
aparece presentado en el capítulo, «Lo que se decía del señor Marqués»:
«Nada de escándalos, nada de singularizarse en sitios públicos: evitar en todo
caso la nota de cursi; proceder siempre con distinción».
Sin mención precisa de cursilería, en esa novela del aparentar, del quiero
y no puedo que es, en buena parte, Misericordia (1897) hay alguien que per
cibe, y lamenta, el barajar de clases y grupos sociales. Ponte Delgado dirá:
«Sólo en nuestra sociedad heterogénea, libre de escrúpulos y distinciones, se
da el caso de que un hidalguete, poseedor de cuatro terruños, o un empleadillo
de mediano sueldo, se confundan con marqueses y condes de sangre
azul o con los proceres del dinero, en los centros de falsa elegancia... No digo
esto por Frasquito Ponte, el cual era algo más que un pelagatos fino en los
tiempos de su apogeo social» (XVI, p. 1918, Aguilar).
Entre los matices y gradaciones sociales que se nos proponen desde la no
vela —menos desde el teatro— galdosianos, resulta bastante definida la sepa
ración entre varios estamentos, según profesión u oficio. Por ejemplo, los
particulares, que desde un alto puesto administrativo están vistos como
«aquellos a los que el honrado designaba con el desdeñoso nombre de parti-
279
culares: comerciantes de vinos al por mayor... Miau, xxxvi. Estos «particula
res son cursis socialmente. Como lo es el hortera, voz cuya historia no tengo
tiempo de seguir (La Academia y, antes, Casares: «En Madrid, apodo del
mancebo de ciertas tiendas de mercader»). En la pieza dramática Realidad,
1892, cuya acción ocurre en el Madrid coetáneo hay un pretendiente de la
hermana de Federico, y ambos se tienen por aristócratas. Este pretendiente
es sobrino de un tendero, «hortera de unos veinte años, guapín, sentimental,
con el romanticismo dulzón de una libra de pasas convertida en Persona»
(II, ii). Luego resulta que el «horterita» es un chico lleno de empuje y ganas
de trabajar. Clotilde, su novia, que se ha ido de casa para poder llegar al ma
trimonio, le defiende ante amigos de clase y parientes: «Pero nunca sirvió
en el mostrador, que repugna sus hábitos» (III, vi). Si trabaja, será de pluma
y en oficinas.
Como sabemos la burocracia, la administración constituía una ancha capa
social, madrileña sobre todo, sujeta a las fluctuaciones del cambio en el po
der, con alternativas de cesantía o empleo y las consecuencias obvias. Desde
el 68 hasta ya asentada la Restauración hubo múltiples cambios y casi hay
que llegar hasta la Regencia para que haya un Estatuto que asegure la esta
bilidad en los cargos. En el quinquenio sagastino —1885-90— ya parece con
solidada la situación. (Ver, Alejandro Nieto, La burocracia española, Rev. Occ.
Madrid, 1974 ?). Galdós fue diputado cunero, sacado por Sagasta, en 1887
y para Puerto Rico). Por ello, antes de la regulación legal, el favor y la suerte
coyunturales deciden las colocaciones y eso hace que los alejados de la urbe
estatal sean vistos despectiva o compasivamente por los favorecidos. Hay
todo un rejuego de intereses, halagos, influencias, etc., que vivió y llevó a su
obra. Campo especialmente propicio para el desarrollo de la cursilería, entre
otras manifestaciones. Creo que Marx denunciaba ya en escritos de 1842/3
que los burócratas reducían la realidad social al ámbito de sus reglas e inte
reses, y hasta a un lenguaje, lo que cabría llamar «cretinismo burocrático»,
según leo en J. L. Aranguren, en El País, Madrid, 19-viii-78.
Final, sin conclusiones, abierto.
El juicio del valor que funciona en la determinación de lo cursi supone,
entre otras cosas, un juego de motivos implicados en una situación social y
localizada casi exclusivamente en el Madrid finisecular, según ya se había
apuntado y creo haber mostrado en la novelización galdosiana. Esto supone
algo como una connivencia implícita entre autor y lectores, que nos propor
ciona un punto de vista privilegiado y superior desde el que contemplar a los
personajes incursos en el calificativo y emitir el fallo inapelable, al tiempo
que nos situamos en un plano exento de esa censura.
Repetiré que estamos ante una tensión de opuestos: penuria/holgura;
mal gusto/elegancia; aparentar/ser, etc. Nos encontramos, pues, ante uno de
los más frecuentes resortes de la literatura, narrativa o dramática, que se
suele servir de oposiciones y contrastes de fuerzas en confleto, unas veces
280
imputables a los personajes, otras, a fuerzas coercitivas superiores, desde el
Destino y la Divinidad a las convenciones sociales. El conflicto que hemos con
siderado es de radio corto y de vigencia ocasional. Compárese con tensiones
como amor/muerte; anhelo/fracaso; limitación/infinitud, o el caso de hon
ra/deshonor. Diría que hay motivaciones profundas y someras, como es la
de nuestro caso. Otra cuestión es el grado de acierto con que el autor ha sa
bido liberar y entregarnos esa materia trasmutada en literatura.
Lo que falta en esta ponencia, grave falta, es, de una parte, la compara
ción de nuestro «motivo» con otros que aparecen en la novela del canario,
para obtener, o intentarlo, el grado de dosificación, la proporcionalidad rela
tiva dentro del conjunto de ese vasto corpus novelesco. No he pretendido,
ni remotamente, atribuir una primacía al aspecto aquí tratado. Por otra
parte, sería conveniente y hasta necesario una información sobre la realidad
social, en su historia, para contraste de ese juego de valores en su vigencia
real dentro de la sociedad novelada. La prensa, el teatro, la literatura ínfima,
dibujos y caricaturas, podrían suministrarnos ese término comparativo, útil
para estimar la diagnosis galdosiana y su trascendencia. Creo que rarísimas
veces, si alguna, se queda en lo caricatural o propone un cómico gratuito.
Una tolerante indulgencia benevolente parece envolver a esta galería de personajillos
y tipos. Pero ocurre también que esa sociedad, sin bases econó
micas sólidas, acuciada por aparentar más que por producir, viviendo más
para la opinión que para hacerse en autenticidad, era consecuencia deturpada
de viejos valores, degradados y en nuevas condiciones de vida. Por ello diría
que Galdós ha logrado una muy eficaz sátira, más insinuada que definida y
explicada al lector. A cargo nuestro deja sacar las consecuencias.
NOTAS
1 Pedro Ortiz Armengol, en un libro inédito aún, dedica un capítulo, "La aven
tura amadeísta de Galdós", f. 204, n. 1, llama la atención sobre estos escritos no lo
bastante beneficiados para el estudio de la obra de Galdós. Añadamos las colaboraciones
en la revista La Broma, según el mismo galdosista. No aparece tampoco en sus pri
meros escritos, algunos de los cuales parecían muy propicios para el tipo de cursis. Así
no lo encuentro en los artículos que recogió luego bajo el título común de Crónica de
Madrid (1865-1866), y no son menos de veintisiete, ni en el "Madrid", de su Guía
espiritual de España, donde tanta atención presta al lenguaje popular madrileño. Tam
poco en un artículo, "Soñemos, alma soñemos", (publicado en Alma española, núm. 1,
noviembre, 1903), donde rememora sus correrías por la capital en sus años de estu
diante.
2 Dejo sin recoger los datos que nos proporcionan los que, hasta donde alcanzo,
se han ocupado de lo cursi. Por ejemplo, Augusto Conté, diplomático gaditano, en sus
Memorias de un diplomático, 3 vols., Madrid, 1901, especialmente en el capítulo V,
281
' De Cádiz y Sevilla, de 1837 a 1841", vol. I, pp. 71 y ss. Como dato negativo debe
tenerse en cuenta que Mesonero Romanos, en su artículo "La vida social en Madrid,
carácter de los habitantes" —entre 1851 y 1860— final de su galería de "Tipos y
caracteres", ofrece personajes que bien merecerían el calificativo de cursis, aunque no
aparece. Hay una cursilería denunciada, avant la lettre. Ver Obras en BAE, continua
ción, vols. CC y CCI, pp. 283 y 476, respectivamente. Francisco Silvela y Santiago
Liniers figuran como autores de La Filocalia o arte de distinguir a los cursis de los
que no lo son , Madrid, 1868. Pero cada autor firma una parte, correspondiendo la
primera, empezando por la definición de la palabra, a Liniers. Silveia trata, a conti
nuación, del "Reglamento instructivo para la constitución del club de los Filócalos",
en que se establecen normas articuladas para la apreciación de lo cursi y de la cursilería.
La fecha, de 1868 parece importante a la hora de datar la aceptación de nuestro vocablo.
He visto citados artículos de Aparisi Guijarro, en el diario madrileño, La Regenera
ción, de hacia 1869, donde se le atribuye la utilización del término cursi. No he podido
comprobarlo. (Ver, Benjamín Jarnés, Castelar, hombre del Sinaí, Madrid, 1935, p. 149).
Por descontado, Corominas y Julio Casares nos remiten al origen de la voz, propuesto
por Arcadio de Larrea. En cuanto a estudios posteriores a Galdós, Francisco Ichaso,
Crisis de lo cursi, en Homenaje a fosé Varona, La Habana, 1935. Tierno Galván, en
Desde la tnvialización al espectáculo, Taurus, Madrid, 1961 (antes, en Clavileño, 1951,
núm. 8. M. Fernández Almagro, artículo en ABC, "¿Qué es lo cursi?" (Madrid, 2 de
enero de 1951). Antes, claro, Ramón Gómez de la Serna, en su ensayo, "Sobre lo
cursi", Cruz y Raya, núm. 16, 1934. Y tantos más.
3 Ramón Gómez de la Serna, en "Lo cursi", utiliza "cursicional", "multicursi",
siguiendo su desenfadado gusto en derivación de voces.
* No estoy en la línea del Motif índex, de Thompson, por ejemplo, tan útil. Ni
me sirven los usos que de nuestro término hacen A. Jolles, Tomachevski, entre otros.
No pretendo complicar ni ampliar gratuitamente el fárrago de terminología que pade
cemos y, algunas veces, disfrutamos. Véase, por ejemplo y para "motivo", en otros
sentidos, Michel Potet, "Place de la thématologie, Mise au point", Poetique, 35
(sept. 1978) 374-384. O, A. Jolles, Formes simples, trad. fr., eds. Seuil, París, 1972.
5 A mayor abundamiento, ver Lloréns, "Galdós y la burguesía", en Anales Galdosianos,
III, 1968, luego recogido el trabajo en Aspectos sociales de la literatura es
pañola, Castalia, Madrid, 1974, pp. 112 y ss. También, el más reciente estudio, de
Francisco Ayala, "Galdós en su tiempo", Santander, 1978.
6 Robert J. Weber, en su reciente edición crítica de Miau (Guadarrama, Madrid,
1978) recoge varios artículos de Galdós en que trata de los cesantes, tipos que ya
tenían trato literario antiguo, por ejemplo, en Los españoles pintados por sí mismos,
ed. Gaspar y Roig, Madrid, 1851, donde tenemos "El cesante", por Antonio Gil de
Zarate, pp. 44-47. Los artículos de Galdós proceden de La Prensa, 1881, 1886 y 1893.
Ver pp. 18-21, ob. cit., de Weber.
7 Mi buen amigo y gran especialista en Galdós, Pedro Ortiz Armengol, me hace
notar que en Fortunata y Jacinta, la palabra "cursi" no aparece hasta la segunda mitad
de la novela, y me proporciona no menos de siete citas de cursis, algunas ya utilizadas
por mí. Curiosamente veo en esas nuevas cómo hay una "filosofía cursi", unas "santas
cursis", y un farmacéutico que ve al crítico Ponce como "alcaloide de la cursilería".
Juan Pablo Rubín considera "el dogma de la solidaridad de la sustancia cursi", en
opinión de "todos los sabios de la época".
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