DISCURSO DE CLAUSURA
Pío Cabanillas Gallas
Ministro de Cultura
Si la cultura es producto y consecuencia de la obra conjunta de los crea
dores humanos que el saber del pueblo asimila y sedimenta, no cabe duda
de que la cultura española debe un recuerdo imperecedero a la memoria de
Benito Pérez Galdós. Y no me refiero al decir esto, a su ingente aportación
como novelista, como dramaturgo, y hasta —en pequeña parte— como poeta,
sino a la huella que la obra galdosiana ha dejado en el español medio desde
el último cuarto de siglo pasado, hasta los años treinta, cuando la tendencia
fatal e ineludible de los ciclos literarios, que tanto han influido en la crítica
española le hace perder atractivo en aras de modas pasajeras.
Muchos, recordamos ya, cómo los hombres de las generaciones de nuestros
padres y abuelos, en sus últimos años, se refugiaban en la renovada y repetida
lectura del Galdós de los Episodios Nacionales, de «Doña Perfecta» o de «Mi
sericordia». Así fue descubierta esa Historia de la España del siglo XIX que
no se aprendía en ningún manual, y que tampoco se encontraba en los nume
rosos volúmenes de Castelar o de Pirala, densos y discursivos. Era una histo
ria viva tejida sobre un cañamazo de hechos reales, en el que se entrelazaban
los personajes creados por él, los hijos de su fantasía, la vida nacional misma
y la del Madrid de su época.
Como Balzac —del que fue admirador y lector infatigable— Galdós se
propuso, y consiguió, pasar revista a lo largo de sus Episodios a la sociedad
en que vivía, con una objetividad descriptiva que acaso le viene de su primera
época de periodista, y que convierte su producción en un documento indispen
sable para todo el que quiera bucear en aquel momento español, sin quedarse
en la superficie de las cifras y las estadísticas.
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Su mordaz y aguda crítica de la burguesía, no oculta, sin embargo, su
hondo sentimiento de afecto a aquella clase social que heredera de todas las
virtudes y defectos del antiguo régimen, no pudo o no quiso hacer una revo
lución pacífica, a la europea, que hubiera evitado seguramente las guerras car
listas, las revoluciones del siglo XIX y otras grandes tragedias del siglo XX.
Esta burguesía, que cuando empieza a decaer económicamente se refugia
en el «querer y no poder», que Galdós refleja admirablemente en la valora
ción de «lo cursi», actitud identificadora de aquel entorno social.
Parece ser —y se ha recordado con intención— que Galdós no conservó
a lo largo de su vida más contacto con su tierra natal que sus tertulias y amis
tades canarias en Madrid. Pero se ha olvidado al hacer esta consideración que,
precisamente, fue puramente canaria la etapa más decisiva de su vida, la de
su formación como persona, la de su infancia y adolescencia. Aquí nació su
enorme vocación por la pluma y su gran disposición para el dibujo que le
lleva a llenar paredes, cartulinas y hasta los márgenes de libros y periódicos
con personajes y motivos de la vida canaria. Aquí también, en la anfibia tierra,
don Agustín Millares se encargará de despertar su interés por la música y ya
a la temprana edad de doce años Galdós interpretará a Beethoven. Esta afi
ción, tan poco destacada hasta ahora por los críticos, se plasmaría en un ori
ginal intento: la aplicación de recursos musicales a la confección de su novela
«Fortunata y Jacinta», calificada de «novela sinfónica» en la que recientes es
tudios han querido ver una coincidencia estructural y rítmica con los movi
mientos y tempos de la III Sinfonía «Heroica» de Beethoven.
Nunca pudo olvidar estos años y tanto debió de influir en su vida esta
añoranza de la infancia feliz y esperanzada, que a través de su obra literaria
aparece acaso por vez primera en la novela española, el personaje niño tra
tado con ternura y vivido como un ser digno de atención y afecto. Otro ca
nario, José Betancourt («Ángel Guerra»), rigurosamente estudiado por Anto
nio Cabrera, en su tesis doctoral, lo puso de manifiesto. Recordemos las Nelly
y Dolly de «El Abuelo», el Celipín y la protagonista de Marianela, la simpa
tía protectora de la sirvienta de «Misericordia», el Valentinito de «Torquemada
en la hoguera»... seres todos que despiertan en el lector un sentimiento
de entrañable y melancólico afecto a la infancia, reflejo acaso de la frustración
paternal de don Benito.
Galdós era étnicamente un español típico, es decir, un producto de las
distintas etnias que constituyen el pueblo español. Canario de nacimiento, del
barrio de Vegueta en Las Palmas, era nieto de guipuzcoano de Azcoitia —la
cuna de los Caballeritos de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del
País—. De modo que, tanto su biotipo —estirpe vasco - canaria— como su sociotipo
—entre la Ilustración y el oscurantismo— nos presentan esa concien
cia de español total, universal, por encima de limitaciones aldeanistas y de
atrincheramientos ideológicos. Muchas veces se le utiliza para lo sectario, in
evitable deformación que suele rodear el destino de las figuras auténticas.
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Pasó por la política con un talante antidogmático; fue un republicano, que
simpatizaba con Alfonso XII; y un sagastino, al que no le gustaba Sagasta.
Pronto retornó a la realidad y se hizo espectador otra vez de todo y de todos.
El simbolismo que late en el fondo de muchas de sus novelas insiste una
y otra vez en la necesidad de salvar a aquella España tan varia y diversa, y a
la vez tan homogénea. Para Galdós, la regeneración de España sólo podría
conseguirse por el trabajo y la educación. Su persistente lucha por la libertad,
está matizada por un elevado espiritualismo y considera que aquella sólo
puede lograrse mediante el respeto a la ley y la entrega al trabajo; los polos
opuestos a los dos vicios desgraciadamente típicos de la España decimonóni
ca : la anarquía y la vagancia. Estas ideas galdosianas no resultan demasiado
alejadas de los problemas de nuestro tiempo.
Cabe preguntarse un siglo después, si en España hay mucho todavía de
«Torquemada en la hoguera» que debe superarse precisamente como paso
imprescindible, que nuestro país tiene que dar de la «incógnita» a la «reali
dad», igual que en el orden de creación y aparición de estos tres títulos de
Don Benito.
Por ello no quiero terminar sin leeros, precisamente en este trozo de Es
paña unas palabras suyas. Están escritas hace mucho y parecen de hoy. Están
escritas para vosotros por un hombre de vuestra tierra cuando la colonia ca
naria le rendía homenaje en el Madrid de 1900. Tienen la profundidad, la
sinceridad y la vigencia de lo que es permanente. Son advertencia, consejo
y lección. Dicen así:
«Ensanchemos acá y allá nuestros corazones, tengamos fe en nuestros des
tinos... imprudente y peligroso es hablar tanto de embestidas, de extranjeros
codiciosos. España sufre pesadillas en las cuales sueña que la despojan, que la
mutilan... Contra este pesimismo, que viene a ser una forma de la pereza,
debemos protestar confirmando nuestra fe en el derecho y en la justicia, ne
gando que sea la violencia la única ley de los tiempos presentes y próximos, y
declarando accidentales y pasajeros los ejemplos que el mundo nos ofrece del
imperio de la fuerza bruta. Ahora que la fe nacional parece enfriada y oscure
cida, ahora que en nosotros ven algunos la rama del árbol patrio más expuesta
a ser arrancada, vemos el ejemplo de confianza en el porvenir. No seamos jac
tanciosos, pero tampoco agoreros, siniestros y fatídicos. Nosotros los más chi
cos, seamos los más grandes en la firmeza y vigor de las resoluciones; nos
otros, los últimos en fuerza y abolengo histórico, seamos los primeros en la
confianza, como somos los primeros en el peligro; nosotros, los más distantes,
seamos los más próximos en el corazón de la patria».
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