TRES "CASANDRAS": DE GALDOS A GALDOS
Y A FRANCISCO NIEVA
Andrés Amorós
I.—Introducción: El Teatro de Galdós
Muchas veces se ha dicho que el teatro de Galdós no ha sido todavía
estudiado como merece. Lo malo es que, como tantas veces ocurre, el tópico
encierra una verdad indudable. No busco ahora ser original ni descubrir nada
nuevo, sino proclamar, una vez más, algo que me parece indudable: el teatro
de Pérez Galdós está insuficientemente estudiado, tanto en términos absolutos
como, por supuesto, con relación al resto de su obra. Y me parece que este
Congreso Galdosiano es una buena ocasión para que tomemos conciencia de
ellos y nos propongamos, cara al futuro, ir subsanando esta carencia, cada uno
dentro de sus posibilidades.
¿Cuál es la causa de todo esto? No hace falta ser muy perspicaz para
señalar dos:
1. El peso de las narraciones de Galdós aplasta al resto de su obra. No
es un caso único: igual sucede, salvando las distancias oportunas, con las crí
ticas de arte de Marcel Proust, con los poemas de Juan Valera, con los inten
tos dramáticos de Eugenio d'Ors o José Luis Sampedro. Hace poco, Antonio
Gallego Morell ha podido reunir más de veinte estudios sobre poemas de au
tores que, básicamente y para la imagen común, no son poetas.
2. El caso de Galdós tampoco está aislado si consideramos el conjunto
de nuestro teatro contemporáneo. Creo firmemente que nuestro teatro de los
siglos XIX y XX constituye el terreno más olvidado por la crítica académica
de toda nuestra historia literaria. El número de trabajos importantes dedica-
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dos a este sector sigue siendo bastante escaso. ¿Por qué? No me parece ocio
so señalar tres posibles concausas:
a) Nuestra crítica de poesía se renovó con las aportaciones de los hom
bres del veintisiete (Cernuda, Guillen, Salinas) y de la estilística que une base
lingüística y sensibilidad poética (Dámaso Alonso, Carlos Bousoño, Amado
Alonso, Emilio Alarcos, Manuel Alvar...). Un poco después, me parece, nues
tra crítica del relato contemporáneo incorporó y divulgó una serie de técnicas
procedentes, en buena parte, de la crítica anglosajona y francesa: Ricardo
Gullón, Gonzalo Sobejano, Mariano Baquero Goyanes, yo mismo... No me pa
rece que haya sucedido lo mismo en el campo del teatro. El arsenal de con
ceptos teóricos con que se suele analizar, entre nosotros, el fenómeno teatral
resulta, muchas veces, excesivamente limitado.
b) La universidad española ha vivido, en general, totalmente de espaldas
al fenómeno teatral vivo. No hay en nuestras universidades cátedras de teatro
(salvo las incipientes de Murcia y Salamanca), asignaturas especializadas so
bre teatro, laboratorios teatrales ni, por supuesto, dada la rigidez burocrática,
hombres del mundo del teatro, invitados como profesores visitantes. Si no me
equivoco, Fernando Lázaro Carreter y yo hemos sido de los pocos —quizá los
únicos— profesores universitarios que hemos ejercitado la crítica teatral, de
modo habitual, en los últimos años, en publicaciones no especializadas.
c) No es fácil realizar buenos trabajos sobre teatro español contemporá
neo cuando no se suele disponer de los medios bibliográficos y documentales
necesarios. Muchas ediciones de obras teatrales de los dos últimos siglos re
sultan pese a su escaso valor (o, quizá, precisamente por eso mismo) práctica
mente inencontrables. Pero, si pasamos de la estricta bibliografía al terreno
de la documentación, ¿dónde encontrará el investigador testimonios gráficos
de las representaciones, bocetos de figurines y decorados, archivo sonoro, car
teles, programas de mano y tantos elementos más que serían útilísimos —si no
necesarios— para una adecuada comprensión del fenómeno escénico? A título
de pura información, debo añadir que ésta ha sido la causa de la apertura en
Madrid, en la Fundación Juan March, de una Biblioteca y Centro de Docu
mentación de Teatro Español del siglo XX.
Todo esto se traduce, a mi modo de ver, en dos consecuencias:
1. Se han multiplicado los estudios sobre algunos autores dramáticos (Valle-
Inclán, García Lorca, Buero Vallejo...) mientras que escasean sobre muchos
otros —éste sería el caso de Galdós— y hasta sobre géneros enteros: el saí
nete, el teatro musical, la parodia, el apropósito...
2. Los estudios sobre teatro contemporáneo —y también clásico, por su
puesto— suelen limitarse a lo literario, sin intentar siquiera abrirse a la com
plejidad del fenómeno escénico. Y nos falta información y crítica suficientes
sobre los locales escénicos, las compañías, los directores de escena, los gran
des actores, el repertorio, los grupos independientes...
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Disculpe el lector toda esta larga introducción, pero no he podido resistir
a la tentación de hacerla. Por otra parte, me parece que el problema de la
crítica sobre el teatro galdosiano —nuestro objetivo— no se plantea adecua
damente si no se tienen en cuenta, aunque sea de modo muy esquemático, to
das estas circunstancias.
Volvamos al teatro de Galdós. No se trata de plantear ahora una discu
sión general, que excedería ampliamente lo que ahora pretendo, sino de recor
dar unos pocos datos básicos. Ante todo, por supuesto, que su teatro no al
canzó el éxito popular de sus novelas, salvo casos como el de Electra, en el
que jugaron factores extraliterarios \ Es bien sabido que Galdós se dedica al
teatro en una fase avanzada de su carrera literaria, como evolución natural
—luego lo veremos— de su talento creador, pero eso no supone que carezca
de instinto dramático.
Luis Cernuda pone esto en conexión con su estilo, en general: «Galdós ha
dicho en alguna parte que su inclinación, al comenzar a escribir, le llevaba
hacia el teatro, pero que la pobreza de la escena española y sus limitaciones
que circunstancialmente imponía al dramaturgo le desviaron hacia la nove
la... Lo que aquí nos interesa, sin embargo, es que aquel instinto dramático
pudo aconsejarle el uso del diálogo y del monólogo en sus novelas, dejando
que sus personajes hablaran y esquivándose él. Así inventa una lengua dramá
tica, que anticipa lo que años después se llamaría monólogo interior» 2.
A comienzos de siglo, por supuesto, el teatro predilecto del público ma
drileño era el de Benavente, y de poco sirvieron los esfuerzos críticos de Pé
rez de Ayala por mostrar la debilidad dramática de este teatro conversacio
nal y elevar, en cambio, el de Galdós hasta alturas shakespearianas3. Como
sucede siempre que hablamos de nuestro teatro, hay que tener en cuenta aquí
—aunque no nos demoremos más en ello— las limitaciones que la vida teatral
madrileña imponía a cualquier talento creador. Es decir, si aceptamos la fa
mosa fórmula de Ladislao Kubala: habría que atender no sólo a lo que al
guien supo hacer como dramaturgo, sino también a lo que quiso y a lo que
pudo. El autor dramático no puede —entonces y ahora— desarrollar plena
mente sus creaciones sin la colaboración de empresarios, directores de escena,
actores, crítica y público.
Un teatro como el que pretendía realizar Galdós tenía que chocar, inevita
blemente, con todo un mundo de «carpintería» teatral, de convencionalismos
y rutinas que encorsetaban el libre desarrollo de la escena española. Como ha
escrito Luciano García Lorenzo, en frase en la que parecen resonar ecos unamunianos,
«Galdós no necesitaba elementos plásticos ni 'escenarios a la ita
liana', como el teatro español de finales del s. XDC no necesitaba muñecos en
escena, sino seres de carne y hueso que pudieran mostrar su alma»4. A lo
largo de los años, no fue Galdós el único que participó en esta lucha: muchos
otros consumieron en ella buena parte de su energía creadora.
En una carta a su amigo Tolosa-Latour, en diciembre de 1898, don Benito
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afila su pluma más de lo habitual para describir la atmósfera teatral madrile
ña: «A toda costa quiero estrenar la obra en el extranjero, pues aquí la at
mósfera literaria, artística y teatral ha llegado a ser asfixiante, casi, casi, mefí
tica. Es una vergüenza cómo están los teatros. Y cómo está el público, cada
día más imbécil... El público, aún en las obras de éxito, permanece alejado de
los teatros... Francamente, no creo estar en el caso de soportar los desdenes
y a veces las groseras burlas de los niños góticos que asisten a los estrenos;
ni estoy tampoco en el caso de que me juzgue con cuatro línea un señor Laserna,
u otro punto de igual calidad» 5.
Por supuesto, Galdós, como dramaturgo, es un ejemplo claro del artista
preocupado por lo que quiere comunicar más que por fórmulas, recetas y tru
cos de «habilidad técnica» que pronto pasan de moda y dejan clara su inani
dad. No llamó «drumas» a sus obras, como haría Unamuno, pero bien pudiera
haberlo hecho. Recordemos lo que dice en una de sus más importantes decla
raciones programáticas, el prólogo a Los condenados: «El fin de toda obra
dramática es interesar y conmover al auditorio, encadenando su atención,
apegándole al asunto y a los caracteres, de suerte que se establezca perfecta
fusión entre la vida real, contenida en la mente del público, y la imaginaria
que los actores expresan en escena. Si este fin se realiza, el público se identi
fica con la obra, se la asimila, acaba por apropiársela, y es al fin el autor mis
mo recreándose en su obra» 6.
Teatro de conciencias, realismo trascendente, obras más dramáticas que
teatrales... Con su habitual agudeza crítica, Gonzalo Sobejano nos da razón
de la dramática galdosiana en una fórmula resumida que puede ser el mejor
cierre para esta introducción: «Galdós llega al drama movido por una necesi
dad personal de inmediatez expresiva; orienta su labor como una misión so
cial de adoctrinamiento en la verdad, la libertad, la voluntad y la caridad;
y configura sus obras —consciente de la situación histórica del teatro español
en tales fechas y de la urgencia de su renovación artística— como obras en
las cuales lo esencial del drama (el suceder de un conflicto entre hombres
delante del espectador) se establece desde una actitud prospectiva, sobre una
temática de trascendencia actual, a través de unos personajes expresamente
signados por su historia y su ambiente y dotados de relevante potencia sim
bólica, en unas estructuras análogas al común proceder de la vida y mediante
un lenguaje de variados registros, práctico, funcional, anticonvencional»7. Por
si a alguien la cupiera duda, baste con esta fórmula para apreciar la ambición
y el interés de la empresa dramática que acomete Galdós.
II.—La «Casandra» galdosiana: De la novela al drama
a) La técnica dialogada
Galdós firma Casandra en «Santander (San Quintín), julio, agosto y sep
tiembre de 1905». Es una novela dialogada, dividida en cinco jornadas. Ya
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había iniciado este camino en Realidad y El abuelo, también novelas dialoga
das, que luego, igualmente, se convertirán en dramas. Desde las declaraciones
del propio Galdós, la crítica no ha dejado de señalar la relatividad de las
barreras genéricas, en nuestro siglo, así como la línea que une estas creaciones
galdosianas, hacia atrás, con La Celestina y La Dorotea; hacia delante, con las
«comedias bárbaras» de Valle-Inclán.
No es cuestión de demorarse ahora en algo suficientemente demostrado ya
por la crítica: el quicio que supone, dentro de la obra galdosiana, Realidad8,
como nueva perspectiva narradora que se proyecta sobre un tema ya tratado
(en La incógnita) y como expansión de la técnica dialogada. Por supuesto que
el autor nunca llega a desaparecer, ni en la novela ni en el teatro. Así lo pro
clama el propio Galdós en su prólogo a otra novela dialogada, El abuelo'. «Por
más que se diga, el artista podrá estar más o menos oculto; pero no desapa
rece nunca ni acaban de esconderle los bastidores del retablo, por bien cons
truidos que estén. La impersonalidad del autor, preconizada hoy por algunos
como sistema artístico, no es más que un vano emblema de banderas litera
rias, que si ondean triunfantes es por la vigorosa personalidad de los capitanes
que en su mano las llevan. El que compone un asunto y le da vida poética, así
en la novela como en el teatro, está presente siempre: presente en los arreba
tos de la lírica; presente en el relato de pasión o de análisis; presente en el
teatro mismo. Su espíritu es el fundente indispensable para que puedan entrar
en el molde artístico los seres imaginados que remedan el palpitar de la vida».
Sin embargo, también es cierto que esta novedad técnica, como todas las
auténticas, no se limita a ser un puro ejercicio de virtuosismo estético sino
que va unida a una visión del mundo: «El sistema dialogal, adoptado ya en
Realidad, nos da la forja expedita y concreta de los caracteres. Estos se hacen,
se componen, imitan más fácilmente, digámoslo así, a los seres vivos, cuando
manifiestan su contextura moral con su propia palabra y con ella, como en la
vida, nos dan el relieve más o menos hondo y firme de sus acciones. La pala
bra del autor, narrando y describiendo, no tiene en términos generales, tanta
eficacia ni da tan directamente la impresión de la verdad espiritual. Siempre
es una referencia, algo como la Historia, que nos cuenta los acontecimientos
y nos traza retratos y escenas. Con la virtud misteriosa del diálogo parece
que vemos y oímos, sin mediación extraña, el suceso y sus actores, y nos olvi
damos más fácilmente del artista oculto que nos ofrece una ingeniosa imita
ción de la Naturaleza»9.
En términos de técnica narrativa, diríamos hoy que Galdós participa ya de
tendencias que serán básicas en la novela contemporánea: el autor que se li
mita a presentar, en vez de decir; los personajes que se definen por sus he
chos y sus palabras, no por lo que de ellos nos informa el narrador10. A la vez,
enlaza Galdós con toda una teoría que surge más o menos cercana al natura
lismo, a fines de siglo: limitación del narrador, búsqueda de una cierta imper
sonalidad (no total, por supuesto, eso sería imposible). En esa línea están,
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por ejemplo, por encima de las distancias que los separan, Flaubert, Zola y
Chejov. En nuestro tiempo, eso dará lugar al llamado «objetivismo», tanto en
el neorrealismo de signo social (técnica del «ojo de cámara» de Dos Passos)
como en el detallismo chocante del «nouveau román» (Robbe-Grillet) y, sobre
todo, en las magníficas muestras de la «novela negra» norteamericana (Dashiell
Hammett, Raymond Chandler...), en las que la apariencia de fría obje
tividad encubre y potencia un sentimentalismo que, así, no puede ser cursi, y
una ironía desgarrada que es, quizá, una de las mejores voces de nuestro
tiempo.
Pero no quiero perder al lector en estos rápidos panoramas, tan frecuentes,
en los que unas etiquetas pretenciosas y unos nombres ilustres suelen encu
brir la falta de esa sensibilidad para los matices diferenciales que debe tener
todo crítico. Volvamos a Galdós. Lo que me interesa subrayar, en relación a
esta técnica de la novela dialogada, es lo siguiente, dicho en esquema:
1. La búsqueda de Galdós rima bien con algunas de las tendencias más
vivas en su momento.
2. Por eso, se anticipa a técnicas características del siglo XX.
3. No se deja deslumhrar por las teorías novedosas sino que las somete
siempre a su crítica, llena de buen sentido.
4. Lo más importante de todo: esta novedad técnica es natural en Galdós,
porque obedece a una evolución espontánea, y encierra un profundo sentido:
el deseo de superar las iniciales posiciones de la novela de tesis; ahondar en la
comprensión cordial de sus personajes, dejándoles el mayor grado posible de
autonomía; mostrar, según la certera fórmula de Montesinos, que, si no la
razón, sí tienen todos sus razones personales para actuar como lo hacen. Todo
esto, dicho en síntesis telegráfica, que requeriría mucho mayor desarrollo, está
en el fondo de estas novelas galdosianas en las que sólo hay diálogo.
b) Algunos temas gáldosianos
Los pormenores técnicos y el cotejo textual que luego realizaremos no de
ben hacernos olvidar que estamos ante una novela galdosiana de la última épo
ca, fuertemente espiritualista y simbólica, en la que se expresan algunos de los
típicos temas y preocupaciones de su autor u. Para no alargarme, me limito a
enumerar algunos de los más significativos:
1. La verdadera santidad no depende de la Iglesia ni de normas abstrac
tas. Una persona (aquí, doña Juana) es santa o perversa según el efecto de su
conducta sobre los demás. Es la misma lección, por ejemplo, de Nazarín o
Misericordia.
2. Los sueños son una vía para que aflore el elemento normalmente es
condido : «En el sueño nos acometen pasiones que salen del seno de la bestia
humana, donde yacían ocultas (...). En el sueño de una nerviosa leeré el poe
ma de la bestia humana» (p. 161). Por supuesto, no sólo interesa la teoría —di-
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gámoslo así— freudiana sino, sobre todo, su utilización para ampliar el ám
bito de las experiencias a las que se extiende el relato realista.
3. Galdós muestra cómo la religión, paradójicamente, puede ser, en algu
nas almas, raíz de crueldad y dureza de corazón: el caso de Doña Perfecta
se repite aquí en Doña Juana, y también —nótese que no es un caso único,
sino una posibilidad permanente— en Cebrián.
4. Los héroes de Galdós aspiran a una moral personal, en lucha con la
moral vulgar, «por kilos», que suele imperar en la sociedad. Era el caso, por
ejemplo, de Orozco, en Realidad. Aquí, siente ese mismo impulso, en algún
momento, Rogelio: «¿Es esto como someternos a la moral menuda y corriente
después de pisotearla, o como aspirar a moral más alta y hermosa?» (pág. 207).
5. La veta simbólica, tan frecuente e importante en Galdós, se manifiesta
aquí en la sustitución de los nombres de varios personajes por los de los de
monios que poseen las cualidades correspondientes. Incluso en las acotacio
nes: «Despacho en casa de Baalbérith (Cebrián)» (p. 203).
6. Superada la primera etapa de las novelas de tesis, Galdós insiste en
desmontar el fácil maniqueísmo; eso le sirve no sólo para censurar la moral
rígida sino para profundizar como narrador en el misterio del alma humana.
En un momento de confusión, la dura Clementina lo comprende así: «Desco
nocemos los enlaces misteriosos del mal con el bien... No nos metamos a
desentrañar las causas de lo que sucede» (p. 184).
7. Para Galdós, en la madurez, esa sociedad oficialmente cristiana es in
compatible por completo con la auténtica «misericordia», único valor que ele
va a los hombres hasta la altura divina. Por eso, en la tierra, fracasarán y se
rán perseguidos Nazarín y Benina. El final de Casandra expresa también este
simbolismo religioso:
Rosaura.—Ruido de gente inquieta y gritona. Son los altareros que, cie
gos, desalojan las almas, arrojando de ellas la fe de Cristo... ¿No ves tú en
nuestra sociedad ese tumulto irreverente y triste?
Casandra.—Sí... (Con visión lejana). Y más allá veo la sombra sagrada de
Cristo... que huye» (p. 219).
8. El novelista realista es, en suma, un observador de la realidad, en toda
la multiplicidad vital de sus manifestaciones. Su arte —observación, expresión,
comunicación, creación de un mundo— obedece al deseo de que, en definitiva,
toda esa multiplicidad se resolviera en armonía; o, más sencillamente, que el
debatirse de sus criaturas tuviera un sentido. Es la lección que expresa Ríos,
al final de la novela: «Libro de oro es la Humanidad. La última página que
leemos nos parece la más interesante. Pero al volar cada hoja encontramos
mayor interés. De las amarguras y desengaños propios nos consolamos admi
rando el grandioso conjunto que este libro nos enseña día tras día, hora tras
hora» (p. 217). Por eso prosigue su tarea el narrador realista. Esta creencia
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—se comparta o no— me parece esencial porque da base coherente al trabajo
del novelista y está en el fondo de cada una de sus creaciones.
Estos son, en esquema, algunos temas galdosianos que aparecen en la no
vela. (La lista podría alargarse fácilmente, por supuesto). Me ha parecido con
veniente detenernos un poco en ellos para que el árido cotejo textual no nos
haga perder de vista la atmósfera humana en que nos movemos.
c) Las acotaciones
La técnica dialogada supone, en la práctica, que el novelista renuncia a ex
presarse de modo directo y se limita a hacerlo por medio de las palabras que
pone en boca de los personajes. Pero esta renuncia, como casi todas —públi
cas y privadas: la vida diaria nos lo muestra constantemente— no es total,
tiene también su pequeña trampa; le queda al narrador el recurso de las aco
taciones escénicas: un elemento que suele ser puramente funcional pero que
en no pocas ocasiones posee mayor interés y alguna vez —caso de Valle-Inclán—
un auténtico valor de creación estética.
No se limita Galdós, desde luego, a ofrecernos la descripción externa de
los personajes o la circunstancia local y temporal precisa para comprender
adecuadamente su actuación. Se dirige al lector, tratando de implicarle en la
acción dramática: «(¿Veis en el testero del fondo, colocados con simetría bur
guesa, dos grandes retratos, señora y caballero? Pues son...)» (p. 118).
Alguna acotación incluye las palabras de los personajes: «(Baal extiende
su brazo hacia Ismael, y ofreciéndole la palma de su blanca mano como para
que la adore, dícele que no es de varones píos bromear con las cosas santas)».
Y, más adelante: «(Insiste Baal en que no vale tomar a chacota lo que es ele
mental obligación)» (p. 204).
Alguna vez, al aparecer por primera vez un personaje, su presentación in
cluye los antecedentes —como es habitual en la novela realista— y la acota
ción se extiende a un corto relato de hechos pretéritos: «Dando tumbos fue
a caer con su displicencia y sus catarros bajo la mano piadosa de su prima
Doña Juana, que le recompensó con largueza la abjuración de sus errores, y
le metió en cadenas de religión para tenerle bien trincado. Titulábase, para
disimular su parasitismo, corredor de comercio; mas casi nada trabajaba, y
sólo parecía corredor de constipados, porque los traía y los llevaba de una
parte a otra, colocándolos, leves o graves, en las personas de sus amigos y
clientes» (p. 153).
El caso más llamativo, quizá, es el de una acotación de la jornada IV que
incluye comentario psicológico del autor, narración en presente y palabras de
los personajes. La acotación constituye, evidentemente, una pequeña célula
narrativa que ha adoptado esa forma y no la de la presentación escénica por
razones de economía expresiva. Esta es la larga acotación a que me refiero:
«(La nota final alegra todas las almas. ¡ Ay, qué gusto poder moverse, salir de
aquel antro tenebroso, pestífero, y devolver la luz a los ojos, a los pulmones
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el aire! En la confusión que se produce por la prisa con que caballeros y se
ñoras abandonan sus puestos, las clases sociales se rozan, se enzarzan como
pólipos que cruzan sus tentáculos en enmarañado revoltijo. Resulta de esta
confusión que Blas Samaniego, Roque Villasante y uno de los Berdejos tienen
el honor de ser saludados con finura exquisita por el Marqués del Castañar,
que les pregunta por la familia, y se entera graciosamente del buen giro de los
negocios de cada uno de ellos. Aprovecha Samaniego esta coyuntura para re
comendar al procer que se encarguen algunas misas (de las mil y quinientas)
a su primo Gonzalito, capellán de las Carboneras. Acoge Don Alfonso con
benévolo asentimiento petición tan justa. Por otro lado, Clementina, lastima
da por los puntiagudos codos de Cayetana Yagüe, se vuelve, la saluda y entre
las dos señoras se cruzan remilgadas expresiones de afecto. Pónese en movi
miento, entumecido y atontado, Zenón, El Cínico, rezongando un discurso;
sus pasos inciertos le llevan por el centro del crucero, donde se alza el cata
falco entre blandones: trompica, se tambalea, cae contra la base del túmulo,
y al golpe de su dura cabeza socrática responden las maderas de aquel vacío
armatoste con un ruido seco y fúnebre. Lo levantan Ismael y Ríos, y él, más
aturdido, sólo dice: 'Creí que se abría la tierra...'. La explosión de risa, efecto
natural de las caídas súbitas, es sofocada por las personas graves, que nunca
olvidan la santidad del lugar. Pero la juventud no puede contenerse, y singu
larmente María Juana y Beatriz se ven muy comprometidas, por ser ambas
impotentes contra la tentación de risa cuando ésta se presenta con todo su
ímpetu fisiológico. Llegan al pórtico oprimiéndose boca y nariz con el pañuelo,
congestionadas, lagrimeando. Sin quererlo se contagian otras muchachas, y
hasta los palos vestidos. Amelia y Casilda son tentadas a regocijarse. Las se
ñoras más circunspectas acaban por expulsar de sus rostros la forzada serie
dad. La presencia de Lenon concita mayor escándalo. Sale de la iglesia cojo,
aturdido y con un chichón en la frente. Cuenta y explica el suceso de este
modo: se le iba la cabeza; cortinones y luces giraban en derredor de él. Pú
sose el hombre en marcha con gran debilidad de piernas; buscaba algún ob
jeto a que agarrarse...; al pasar junto al túmulo pisó una alfombra de paño
negro, que se le presentó como profundo abismo...; echóse atrás, quiso aga
rrarse a un blandón..., resbaló el pie... cayó cuan largo era... El golpe fue
duro y sonante, mas la contusión no era de cuidado. Dispútanse el llevarle en
su coche los del Castañar, los de Armada y Ruy-Díaz. Este puede más. Di
suélvese el enlutado concurso, partiendo unos en coche, otros a pie, por las
calles que convergen a Santa Eironeia. Todos respiran satisfechos, alabando
a Dios misericordioso y providente, gozando de la caridad y calor de un her
moso día y recreándose en el estímulo vital que sienten en su cerebro y en su
corazón. ¡A trabajar, a vivir» (pp. 189-190).
Una vez más, el examen muy somero de un elemento técnico concreto nos
ha permitido apreciar el equilibrio inestable de esta «híbrida familiar» de gé
neros (p. 116). Galdós llega al teatro —no cabe duda— desde la maestría del
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arte narrativo, y eso irá unido siempre a la fuerza y a la debilidad de sus crea
ciones dramáticas.
d) De cinco jornadas a cuatro actos
El drama Casandra es cinco años posterior a la novela. Apareció como
«arreglo de la novela del mismo título» y se estrenó en el Teatro Español de
Madrid el día 28 de febrero de 1910, por la compañía que encabezaba Carmen
Cobeña.
Galdós era consciente de que, al dejar el mundo de la narración, «será
menester atajar el torrente dialogal, reduciéndolo a lo preciso y ligándolo con
arte nuevo y sutil a las más bellas formas narrativas» 12.
La poda, desde luego, ha sido notable. Las cien páginas de la novela se
han reducido, en el drama, a cuarenta. La diferencia fundamental radica en
que la obra de teatro, en sus cuatro actos, sólo llega hasta el final de la jornada
tercera de la novela, cuando Casandra mata a Doña Juana: faltan las jornadas
cuarta y quinta del relato.
En una carta fechada en Madrid, el 22 de septiembre de 1909, Galdós es
cribe a Federico Oliver, empresario teatral y marido de la actriz Carmen Co
beña, contándole sus dudas: «Recibirá Ud. el tomo de Casandra, escrita en
forma dialogada con el fin y propósito de arreglarla para la escena. Léala Ud.
cuando no tenga otra ocupación más apremiante y hágase cargo del contenido
y dificultades de la obra y luego me dirá si emprendo el arreglo o lo dejo para
las calendas griegas. Debo advertirle que el arreglo no se hará más que de los
tres primeros actos, que son los actos de acción, por decirlo así; lo demás se
deja. Pero deberá tenerla leída, vista (...) para abarcar por completo el pen
samiento de la obra» 13.
No podía escapar a la atención de la crítica este tipo de adaptaciones, rea
lizadas por su propio autor. Así, Luciano García Lorenzo ha analizado las
diferencias entre la obra teatral Doña Perfecta y la novela, basándose en cinco
puntos: acción, personajes, tiempo, espacio y lenguaje. Según eso, para acer
carse a las tablas, Galdós toma los centros de interés, donde se enfrentan dos
maneras de pensar y de vivir, y condensa los diálogos1*. La observación es
válida, en buena medida, para la obra que nos ocupa.
En el caso de Casandra poseemos un trabajo fundamental, el de Manuel
Alvar15, que nos ha de servir de guía continua en nuestras observaciones. En
cierto modo, podría pensarse que ese artículo hace innecesario el nuestro, al
menos en este apartado, pues el Profesor Alvar ha realizado un cotejo textual
minucioso de las novelas (incluida Casandra) que Galdós convirtió luego en
obras dramáticas. Sin embargo, quizá se pueda decir algo todavía, teniendo
en cuenta, como ha escrito el propio Alvar, que su cotejo «será útil para algún
otro quehacer»16.
Forzoso será, ahora, realizar una indigesta enumeración y comentario de
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los principales cambios que hemos observado en el paso de la novela al teatro.
(Se recomienda calurosamente al lector que salte todo este apartado, inevita
blemente árido, y vaya directamente a las conclusiones. Considere éste un
«capítulo prescindible», como los de las novelas de Pérez de Ayala y Cortázar.
Para el posible estudioso interesado, me referiré a la numeración de las esce
nas en la novela, N, y en el drama, D).
En el acto primero, al suprimir la escena 2-N, Galdós limita el papel de las
criadas y los amoríos de una y otra con Insúa y con el carpintero Apolo.
Escena 6-D: Alfonso y Rosaura se tratan de tú (no de usted, como en la
novela). Añade una frase nueva, en boca de Alfonso, que explícita la tesis en
forma irónica: «Sin darnos cuenta de ello, cultivamos todas las virtudes. La
tía acabará por haceros perfectos a todos sus herederos» (D, p. 1161).
Escena 7-D: suprime la larga y pintoresca biografía de Don Hilario, redu
cida sólo a esto: «¿Qué hiciste tú en tu fecunda vida más que practicar la
dulce usura?» (D, p. 1163).
Escena 8-D: suprime la visión simbólica de Doña Juana como «la bárbara
diosa Jagrenat» (N, p. 130). En el discurso de Zenón ante el retrato de Doña
Juana, que pasa al teatro, todavía pone entre asteriscos algunas frases que
pueden suprimirse en la representación (D, p. 1164). Suprime las referencias
a los estudios sobre los demonios que realiza Rogelio (N, p. 1131).
Al comienzo de la escena 10 de la novela, suprime el absurdo de que Ro
gelio se meta en la capilla, pese a sus ideas, con Zenón e Ismael, sólo por mie
do a la soledad (N, p. 132). Así, en la escena 9 del drama quedan en escena
Zenón e Ismael, y suprime a Doña Juana, precisamente —según señala Al
var— para subrayar dramáticamente que es el «personaje que mueve los hi
los de la trama» ".
Galdós suprime las escenas 12 y 13 de la novela: la doce, que anunciaba
ya la distancia entre la interesada Clementina y la angélica Rosaura. (Es lo
que desarrolla la segunda parte de la novela, que no llega a las tablas). La
trece, quizá por disminuir las dificultades de la presentación escénica de la
fiesta con las niñas y, a la vez, lo acre de la sátira sobre las mujeres españolas.
La descripción de Cebrián, en un aparte de la novela (p. 133), da lugar, en
el teatro, a una escena breve en la que un personaje lo presenta y otro lo juz
gue ya peyorativamente (D, pp. 1165-1166), anticipando cosas que en la novela
se irán viendo después.
Reduce Galdós la escena 15 de la novela. Por un lado, los comentarios de
Doña Juana «sólo servían para hacer burdamente odiosa a su figura» (Alvar).
Por otro, la necesaria poda se ha llevado la referencia histórica a Mendizábal
(N, p. 138), que el lector de Galdós lamenta, pues es importante para su vi
sión de la historia de España.
En el tránsito de la novela al teatro, Galdós cambia el final del acto pri
mero. Según Alvar, así, «gana en intensidad». No estoy yo tan seguro, pues
los dos finales me parecen interesantes, por distintos motivos. El nuevo final
79
del drama es efectista, teatral: Rogelio sí que está en escena, los dos jóvenes
proclaman su amor y Doña Juana cierra el acto con su comentario: «Alma
tuya es. ¡Pobres almas!» (D, p. 1170). Con las debidas diferencias, no me
parece que estemos tan lejos de la herencia del drama romántico. Recuérdese,
por ejemplo, el final del acto segundo de La conjuración de Venecia:
Morosini.— ¡Imprudente..., cuántas lágrimas va a costarte tu loca pa
sión !»18.
En la novela, en cambio, el final de la Jornada primera no es tan efectista:
al anochecer, en el jardín, Casandra busca a su enamorado. Las sombras le
sugieren malos encuentros. Un bulto pasa a la carrera. Y, cuando grita el nom
bre de su compañero, es una figura neutra, la criada Martina, la que surge de
la oscuridad para dar el final implacable: «No está... Se ha ido...» (N, p. 142).
Me parece claro que, en este punto, Galdós, por querer «dramatizaar» la no
vela, ha pagado tributo a la concepción escénica entonces dominante en Es
paña. Hoy, en cambio, me parece que un director de escena con talento sa
bría sacar buenos resultados de este final narrativo. Desde mi punto de vista,
resulta más atractivo este final simbólico —soledad, negrura, vagos presa
gios...— que el rotundo y efectista.
En el acto segundo, Galdós suprime las escenas dos, tres, cuatro y cinco
de la novela. Nótese que se ha suprimido un monólogo de Casandra y la des
cripción del cambio de Rogelio: es decir, momentos psicológicos que no son
necesarios para que avance la acción. También se elimina el cuento de las na
ranjas (escena tercera), característico del Galdós simbólico y lírico, pero sin
especial valor dramático.
En cambio, hay añadidos en las escenas dos y tres del drama. El enfrentamiento
del trío Casandra - Clementina - Rosaura subraya el contraste entre las
dos últimas, que en la novela es más gradual. En el drama queda más claro
que Alfonso y Clementina tienen confianza con Doña Juana, son sus preferi
dos, pero son egoístas y no se atreven a contrariarla. En el teatro, además,
Alfonso le dice claramente a Casandra cuál es el plan de Doña Juana: sepa
rarla de Rogelio. Me parece que en la novela —como corresponde a un género
durativo— Casandra vive más tiempo en la oscuridad, sólo se entera en la
escena seis de la jornada tercera, y la impresión que recibe es tan fuerte que
casi la mata. En el drama, en cambio, oye la noticia con más serenidad y no
la acepta (p. 1175).
La escena cuarta del acto segundo del drama añade una frase final que
tiene cierta importancia:
Clementina (acometida de risa histérica).— ¡ Ja, ja! me río de mí misma;
me muero de ridiculez; ¡ja, ja!» (p. 1179).
Me parece interesante porque, además de constituir un buen efecto tea
tral, subraya un tema de crítica social en clave esperpéntica: la tragicomedia
de lo cursi.
Galdós añade también a este acto segundo del drama otro final efectista:
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la transtornada Clementina cree oír pasos y ver a un fantasma: no es la cau
sante de su desgracia (Doña Juana), sino la compañera de infortunio a la que
ella no ayudó (Casandra).
En el acto tercero del drama, el comienzo (escena primera) lo toma de las
escenas nueve y diez de la segunda jornada de la novela, pero trasladando
todo al mismo escenario (la casa de Ismael) de la jornada tercera de la novela.
Las escenas dos a seis del drama son nuevas. Desaparecen la ocho y nueve
de la novela, con el paseo de Zenón y Guillermo Ríos, en el que éste declara
su amor por Casandra. La escena séptima de la novela pasa a ser el final del
acto, en la obra de teatro. Pero, en ésta, Casandra es ya la leona rugiente, en
vez de mostrar —como hacía en la novela— la serenidad desolada de lo trá
gico. El acto termina con otro buen efecto teatral, en una escena muda:
Casandra.—Hijos míos, ¿dónde estáis?... Ya no os veré más. (La escena
hasta fin del acto es muda. Casandra besa y acaricia a los dos niños, derra
mando sus lágrimas sobre las cabecitas de ellos. Alfonso y Zenón contemplan
con emoción viva el cuadro tiernísimo. Los gemidos de Casandra son lo único
que rompe el grave silencio. Rosaura y Clementina, en pie tras ella, lloran
también, el pañuelo en los ojos. Levántase Casandra de súbito. La expresión
de la idea impulsiva que estalla en su pensamiento y que hace vibrar todo
su ser, queda encomendada al talento de la actriz. Lanzando un rugido, sale
con la velocidad del rayo por la puerta del fondo. Telón rápido)» (D, p. 1188).
El acto cuarto del drama es un desdoblamiento de la jornada tercera de
la novela. En realidad, es una conclusión muy corta: solamente cuatro escenas.
La escena diez de la novela se desdobla en la primera y segunda del dra
ma: coinciden la situación básica y el escenario, no los personajes que dialo
gan (novela: Doña Juana y Martina; drama: Martina y Cebrián) ni las pala
bras que dicen. Como ya señaló Alvar1£>, por error de numeración no existe
escena XI en la novela. En la escena básica 12-N = 3-D) del enfrentamiento
de las dos protagonistas, Doña Juana y Casandra, respeta casi todo, acortan
do un poco, y con pequeños retoques estilísticos: por ejemplo, Casandra le
llama ahora «víbora», en vez de «monstruo». Y la escena última del drama
es idéntica a la que cierra la jornada III de la novela.
e) Juicio crítico
Al estudiar las claves de Troteras y ¿Lanzaderas, dediqué un capítulo a
don Sixto Díaz Torcaz (es decir, don Benito Pérez Galdós) y al estreno de su
obra Hermiona20. En contra de lo que había dicho la crítica, pude demostrar
que Pérez de Ayala no se refería al estreno —famoso por tantos motivosde
Electra, sino al de Casandra.
Pérez de Ayala se estrenó como crítico teatral al ocuparse de esta obra en
la revista Europa, que dirigía Luis Bello, el 6 de marzo de 1910. La crítica iba
firmada por «Plotino Cuevas», el mismo seudónimo que empleó para su pri-
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mera novela, Tinieblas en las cumbres. Esa crítica, con algunos cambios, sir
vió luego para abrir el libro primero de Las máscaras y coincide de modo total
con lo que se nos dice en la novela de Hermiona. Si sumamos a esto la coin
cidencia de fechas, me parece indudable que Pérez de Ayala incluyó el estreno
de Casandra como uno más de los elementos que configuran, en su novela,
la atmósfera del Madrid literario y bohemio al cumplirse la primera década
del siglo. Y este episodio y el famoso de la lectura de Ótelo por una prostituta
—clave para entender las teorías estéticas de Pérez de Ayala— se apoyan
mutuamente.
A la vez, Ayala, admirador de Galdós, reacciona contra las críticas poco
favorables que ha suscitado el estreno de Casandra. Ya recogí en otra ocasión
la reacción irónica del Madrid Cómico: «Cuando se estrenó Electra, Canale
jas arrastraba a la multitud agitando un pañuelo y gritando entusiasmado so
bre una butaca: —¡Viva la libertad! Ahora, al anunciarse el estreno de Ca
sandra, el propio Canalejas, que ya es Presidente del Consejo de Ministros,
aconsejaba a la Dirección artística del Español que se dulcificara la obra todo
lo posible para que no resultara demasiado liberal (...). Galdós, según algunos
críticos, sólo encuentra digno competidor como dramaturgo en Shakespeare.
[Probable alusión a Pérez de Ayala, el crítico que más defendió este parale
lismo]. Sin embargo, había más gente en la segunda representación de Mi papá
que en la de Casandra. No diremos que Arniches y García Alvarez sean dos
Shakespeare precisamente; pero, a juzgar por las señales, no les falta para
codearse con el dramaturgo inglés ni un perro chico»21.
Pocos días después, la misma revista le dedica a Galdós la portada y unos
versitos en los que, reconociendo su categoría literaria indiscutible, se burla
un poco de sus opiniones políticas; o, más bien —precisaríamos nosotros—,
del carácter de símbolo político en que la circunstancia histórica había con
vertido a Galdós. Es decir, exactamente lo mismo que nos cuenta Troteras y
danzaderas. Los versitos, bien ramplones, dicen así:
"Genial pensador y artista,
laurel que busca, conquista
con su numen soberano;
es el mejor novelista...
y el peor republicano" 22.
No hace falta mucha penetración —decíamos— para darse cuenta de que
los tres primeros versos son de puro relleno y que toda la estrofita está con
cebida pensando en el efecto de contraste final.
Quiero ahora añadir un dato más para demostrar que Pérez de Ayala no
se inventaba las cosas; la reacción contraria a Galdós no fue algo exclusivo
de las revistas satíricas sino que se extendió también a un diario tan serio y
biempensante como el ABC. Al día siguiente del estreno, la sección de carác
ter general «Madrid al día», publicada sin firma, se inicia así: «Si no llega a
82
estrenarse Casandra anoche no sabemos qué cosa notable habría que consig
nar en esta sección diaria del periódico». Siguen luego varias pequeñas noti
cias del mundo laboral, municipal y de política exterior, para concluir así:
«Lo dicho, que si no es por Casandra no ocurre nada. Y el estreno de Casan
dra, además, fue muy poquita cosa. No entusiasmó al público, que iba com
pletamente decidido a entusiasmarse; la obra del eximio maestro pareció floja,
floja también la interpretación y más floja todavía la manifestación espontánea
previamente preparada y anunciada. ¡Ea!, que no se puede ser profeta en
tierra de garbanzos» ». Como tantas veces, el mundo del teatro no queda al
margen de la circunstancia histórica y política.
Al día siguiente, una sección íntegra del periódico se dedica a comentar
más ampliamente el estreno. Se titula «Crónica» y va, de nuevo, sin firma.
Dice así: «El espíritu observador que haya querido deducir de lo escrito por
la Prensa de ideas radicales el verdadero éxito literario y político de Casandra
no habrá vacilado en afirmar el fracaso. No podía ser de otro modo. Los más
sinceros admiradores del ilustre maestro, los más interesados en que Casan
dra fuera una Electra para los efectos de la política, confesaban la noche del
estreno, entre acto y acto, que la obra que se estrenaba era una decepción
más. Una decepción más, porque siempre que estrenó Pérez Galdós fue el pú
blico esperanzado de que la producción teatral tuviese el éxito feliz que tu
vieron sus Episodios Nacionales y siempre resultó lo mismo: que el hombre
de libros más leídos resultaba el nombre de comedias menos aplaudidas.
«Para que el éxito de Casandra fuese el de Electra, faltaba en el ambiente
lo que había hace nueve años. Faltaba también una señorita recién recluida
en un convento, con su odisea de obscurantismo, y una boda Real con su le
yenda de reaccionarismo.
«Los profesionales del jaleo lo sabían, y sabían también que el insigne
maestro de la novela está, desgraciadamente para las letras, en período de
decadencia, que precipitan tardíos amores de ultrarradicalismo.
«Por eso fueron a la apoteosis sin grandes entusiasmos, dispuestos a apro
vechar un solo momento de fiebre popular provocada por una frase de efecto.
Pero la fiebre amodorró al auditorio. Si Casandra no es de Pérez Galdós; si
es de Pérez, no pasa del primer acto. Esta es la verdad exacta, no disimulada
entre líneas por los que más quieren exagerar el elogio entre equilibrios de
pluma y alambicamientos de frase.
«Y más doloroso que el fracaso teatral fue el espectáculo callejero.
«Pena grande, pena profunda produce ver un hombre de los prestigios del
autor de los Episodios Nacionales servir de estandarte a un grupo bullanguero
que sigue a un coche dando vivas incoherentes..., reproduciendo alguna esce
na de las que tantas veces puso él en solfa, para burlarse de ellas con admira
ble ironía, en sus populares novelas...» * Como suele suceder, las medias ver
dades se mezclan con las insidias y la política sirve para descalificar literaria
mente una obra, aunque se finja —otra cosa sería imposible— respetar los
83
méritos de su autor. Una vez más, aquí vemos con qué ambiente tuvo que
enfrentarse el Galdós dramaturgo.
Veinticinco años después, pocos meses antes de estallar nuestra guerra, la
compañía de Ana Adamuz repuso Casandra en el Teatro Español de Madrid.
Enrique Diez Cañedo hizo la crítica en La Voz, con su habitual perspicacia.
Me parece interesante recordar esta crítica porque, junto a la admiración y
defensa del arte de Galdós, no faltan las objeciones al drama, en comparación
con la novela. Dice así:
«Cuando terminó la desastrosa temporada del Español, encabezada por los
nombres de actores muy renombrados, algunos maliciosos, amigos de arries
gadas comparaciones, equipararon aquel período con el mando conjunto del
lerrouxismo y la Ceda; y ante las nuevas formaciones que aspiraban a regir
los destinos del coliseo municipal, encontraron pronto nuevos y atravesados
remoquetes, inocuos, porque no respondían a una realidad probada; dijeron
que vendría, primeramente, un ministerio Chapaprieta, y después un Gobierno
Pórtela Valladares, antes del triunfo definitivo y seguro de las izquierdas en
el Frente Popular. Según esos cálculos, nos hallamos en pleno período chapaprietista;
pero, a juzgar por las prendas que nos han dado el programa, la
actriz y la obra elegida para el comienzo de la temporada, ésta no va a sig
nificarse por restricciones, sino por una amplitud loable sin reservas.
«La Casandra de Galdós no cuenta entre las obras más populares del maes
tro. Escrita por él en esa forma híbrida, mitad teatro, mitad novela, a que
aludió en un prólogo —leído, con muy buen acuerdo ahora, ante el público
de la primera noche, por Nicolás Navarro—, y que ha dado a las letras de
España obras insignes, desde La Celestina hasta las «comedias bárbaras» de
Valle-Inclán, fue, primero, amplio estudio, en que el personaje central no es,
ciertamente, la Casandra epónima, sino la vieja Doña Juana, cuyo espíritu
prolonga su acción más allá de la muerte, que no es el episodio terminal del
libro; después, convertida en drama, vino a tener su conclusión en aquel tran
ce, convirtiéndose así Casandra, es decir, el espíritu vengador y justiciero, en
figura principal, quién sabe si con ventaja para el total efecto de la obra, aun
que de seguro con certera visión de los intereses teatrales.
«No consigue del todo, a mi ver, el drama, destacar la acción de Casandra
como un resultado de la vindicta personal, llevada a cabo por la mujer herida
en lo más íntimo de su sensibilidad y dignidad humanas, y de la voluntad im
pulsiva y subconsciente de los demás, perjudicados en sus intereses materia
les, burlados en sus esperanzas legítimas, pero exclusivamente egoístas. Ello
se apunta como alucinación y desvarío en la escena final del acto segundo, en
el ataque de nervios que sufre Clementina, pareja, y en ello ha de verse una
honda intuición de autor, que atina a caracterizar en dos personajes, con reac
ciones análogas, sus lazos de hermandad, de la exaltación con que recibe
Ismael la noticia del golpe que le atañe.
«Los dos actos centrales del drama, divididos en cuatro, nos traen a es-
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cena a la opulenta 'malhechora del bien' (para decirlo con la expresión benaventina);
pero su presencia se siente, como en toda la novela originaria. La
obra dramática es más brusca; todo en ella aparece menos claro, un tanto ca
prichoso y llevado a punto de exageración. Mas es indudable la fuerza expre
siva, que convierte una cuestión de herencia, desviada de sus cauces naturales,
en la lucha de los que padecen de escasez y desamor con los que hallan su
satisfacción íntima en una seca y mostruosa dedicación de sí mismos a un
Dios exigente y sin misericordia. Si es doña Juana un espíritu alucinado o una
grandísima hipócrita, refinada en su crueldad, no lo decide el autor, aunque
nos hable de hipocresía; y éste es el más grave defecto de Casandra, que des
taca, en cambio, sin pararse en perfiles, una arrogante figura de mujer. Nos
agradaría, sin embargo, conocerla en su intimidad, contrastarla con el hombre
a quien ama, con ese Rogelio, en el drama esfumado y aun en la novela, que
nos le hace ver ligero, casi femenino, frente a la varonil decisión de ella.
«Sea como fuere, la obra de Galdós tiene un alto interés, en igual sentido,
pero con menos intensidad, que lo tienen Electra, Doña Perfecta y tantas otras
obras del maestro, en que vemos debatirse a las almas nobles con las asechan
zas de la superstición: drama eterno, y quizá no cerrado, de nuestra historia
reciente.
«Ana Adamuz ha sabido dar, con su presencia majestuosa y su expresión
enérgica, su modelado al tipo que Galdós no ve con líneas y colores, como
otros de su galería riquísima de figuras femeninas, trazadas con sumo arte,
que compite con la pintura; la ve como escultor, en grande, y sus palabras y
comparaciones así lo sugieren. Los actores de su compañía contribuyeron a la
impresión total, acogida por el público con visible favor, que se acendró en
el acto último. La primera actriz ofreció gentilmente los aplausos a Carmen
Cobeña, primera creadora del tipo en 1910, que asistió emocionada desde un
palco a la reposición de Casandra, en que se cifraba el máximo interés inau
gural de esta temporada de primavera, un cuarto de siglo más tarde» 25.
Hace poco, en el manual hoy más utilizado por nuestros estudiantes, Fran
cisco Ruiz Ramón defiende que «Casandra y El abuelo son, como teatro, las
dos mejores creaciones galdosianas. Este es el mejor drama de la intolerancia,
mejor que Electra y Doña Perfecta». Alaba especialmente las escenas finales
del drama: «La escena III del acto IV es, teatralmente, de las mejores que es
cribió Galdós. El diálogo de Doña Juana y Casandra, y la muerte de aquélla
a manos de ésta, es esta vez ceñido, esencial, pleno de emoción rigurosamente
dramático» 26.
Como he señalado anteriormente, Manuel Alvar es autor del estudio, qui
zá, fundamental sobre este tema. En el tránsito de la novela al drama, Alvar
advierte una serie de criterios básicos que parece necesario recordar, en es
quema :
1. Economía y verosimilitud, buscando la quintaesencia del drama.
2. Teatralidad de los finales de escena y acto.
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3. Simbolismo amarrado a la realidad concreta.
4. Falta proyección al mundo circundante.
5. Feroz tala de detalles, que produce intensificación dramática.
6. Cada personaje no valora a los demás, no nos cuenta lo de los demás
personajes.
7. Vemos, en resumen, a unos seres que actúan directamente ante noso
tros, como en la técnica cinematográfica.
En conclusión, le parece muy superior el drama a la novela.
A todo esto, que es básico, se podrían añadir, quizá, algunos detalles:
1. Elimina Galdós muchos personajes:
— la niña Socorro, Corrita (p. 143), una preciosa muestra del amor de
Galdós por los niños.
— las dos beatas odiosas, Amelia y Casilda (p. 149).
— el abogado Guillermo Ríos (p. 175), figura romántica que, en la
jornada III, sólo aparecía y anunciaba su amor por Casandra, para
actuar luego en las jornadas IV y V.
— la Condesa de Navalcarazo, singular personaje episódico, graciosa
y malintencionada, a la que Galdós presenta con afecto como gran
lectora (p. 157).
Además de todos estos, y de varios hijos de los personajes principales, hay
que mencionar a todos aquellos que sólo aparecían en las jornadas IV y V,
eliminados en el drama: la prima beata pero bondadosa, Doña Cayetana Yagüe;
varios nobles, que simbolizan, en general, actitudes reaccionarias y hasta
inquisitoriales; y, sobre todo, los parientes populares de Doña Juana, Blas
Samaniego, Roque, etc., que representan un contraste llano y humorístico
(p. 189) con los ambiciosos parientes.
Por supuesto, la adaptación escénica tiene sus exigencias. Pero también
es cierto, como se ha señalado muchas veces, que una de las características
más notables del estilo galdosiano es la riqueza desbordante en la creación
de personajes, la capacidad de forjar, con pocos rasgos, figuras secundarias
dotadas de una profunda humanidad y que resultan inolvidables para el lec
tor. Así sucede, en este caso, con la niña Corrito, los parientes pobres o la
irónica lectora Navalcarazo. El lector de Galdós no puede por menos de la
mentar que no hayan llegado a pisar los escenarios.
2. Elimina escenas aparatosas como la del jardín.
3. Reduce la explicación del nombre de la protagonista.
4. Quita los amores de las criadas de Doña Juana.
5. Suprime algunas sátiras sobre las mujeres españolas.
6. Modera el contraste entre Clementina y Rosaura.
7. Añade algunas cosas: lo cursi, Clementina descubierta...
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8. Cambia el momento en que Casandra se entera del plan de Doña Juana
y su reacción ante ello. Como ya he dicho, el efecto es más rápido y pierde
buena parte de la serena grandeza trágica.
9. Galdós se preocupa por lograr finales de acto y escena «en punta».
Llevado por esa preocupación, como he analizado antes, olvida algunas posi
bilidades dramáticas que ya existían en los finales de la novela y rinde culto
a un efectismo dramático que remonta en algunos aspectos al drama romántico
y nos resulta algo desfasado. Desde una perspectiva actual —y más amplia—
del fenómeno teatral podemos, quizá, comprender mejor los elementos dramá
ticos que existían en la novela de Galdós y que no han pasado a su obra tea
tral, sustituidos por otros más directamente efectistas y apropiados para aquel
público. Eso supone comprobar, una vez más, que el Galdós creador de figuras
humanas y hondos conflictos permanentes es muy superior al adaptador tea
tral.
Al afirmar esto, me parece, no estoy repitiendo, sin más, lo que siempre
se ha dicho, sino algo, a la vez, parecido y opuesto: si Galdós no es un genio
absoluto del teatro (como sí lo es de la novela) no se debe a que no domine
las pequeñas reglas de la «carpintería» escénica habitual en su circunstancia
histórica —lugar y tiempo—, sino a que su imaginación plástica queda por
debajo de su visión de los personajes, a que vacila en la búsqueda de un len
guaje específicamente teatral. Por eso mismo, se refugia en el intento de aco
modarse a lo que entonces era habitual en los escenarios españoles. Así, se
queda, un poco, en un incómodo término medio: ni rompe del todo con las
convenciones teatrales ni domina el engranaje tan bien, por ejemplo, como
un Benavente. No se trata, naturalmente, de juzgar con dureza esta actitud,
desde nuestra circunstancia actual, sino de tratar de comprender el fenóme
no. Un Galdós más seguro de sí mismo, en el terreno teatral, hubiera podido
producir obras dramáticas más libres: de menor aceptación popular, quizá,
a corto plazo, pero de mayor vigencia universal y permanente. Porque —así
lo creo— en las bases de su creación escénica existe una raíz comparable a la
de Ibsen o Strindberg. Por eso me parece tan interesante analizar la adapta
ción libre de Casandra que ha realizado un talento dramático de hoy como
es Francisco Nieva.
10. Buscando «la acción», la obra de teatro concluye al final de la jor
nada III de la novela, cuando Casandra mata a Doña Juana. Faltan, pues, las
jornadas IV y V, que muestran las consecuencias de su asesinato y la actitud
que ante él adoptan los diferentes personajes. Especialmente, no aparecen so
bre las tablas cuatro elementos:
a) El simbolismo de los diablos. En general, la obra dramática rebaja todo
el elemento simbólico, demoníaco y mitológico que existía en la novela.
b) La terrible crítica de la religiosidad social española.
c) La evolución psicológica de todos, una vez que les ha correspondido
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la ansiada herencia, de modo comparable a lo que presenta al final de Mise
ricordia.
d) La aparición final de la vieja en que parece revivir Doña Juana, con
la ambigüedad inquietante de su simbolismo.
Así, sobre el escenario, resulta una obra más unitaria y —por decirlo así—
clásica, pero se ha perdido buena parte de la complejidad (psicológica, ética,
social, humana) que posee la novela.
III.—La versión libre de Francisco Nieva
Francisco Nieva es hoy, sin duda, una de las figuras más interesantes del
nuevo teatro español: escenógrafo de primera línea; autor «maldito» primero,
conocido por la lectura, triunfador después con el estreno de La carroza de
plomo candente y El combate de Ópalos y Tasia, que obtuvo el Premio Mayte
al mayor acontecimiento teatral de la temporada. Con su «teatro furioso», ha
hecho irrumpir en la escena española una vía verdaderamente nueva, que reú
ne cultura europea, brillantez de lenguaje e imaginación plástica. Nieva es,
también, autor de excelentes trabajos de teoría y crítica teatral27 y adaptador
lleno de talento: no se olvide que Nieva se dio a conocer y hasta hizo méritos
públicos para estrenar comercialmente con su «representación aleccionada» de
la vida y la obra de Larra No más mostrador.
A su talento creador innegable une Nieva una amplia cultura teatral y el
deseo de ampliar los horizontes, habitualmente limitadísimos, de nuestra vida
escénica. (Hace muy poco, por ejemplo, ha seleccionado para su estreno en
el Centro Dramático Nacional una obra olvidada de Rojas Zorrilla, que se
está empezando a ensayar cuando escribo estas líneas). Era casi inevitable,
por lo tanto, que apreciara el teatro de Galdós y deseara su revisión.
Si no me equivoco, la lectura de mi libro Vida y literatura en ^Troteras y
danzaderas» pudo servirle en alguna manera para atraer su atención sobre la
Casandra galdosiana. Con vistas a la organización del repertorio de una com
pañía estable, Nieva ha realizado una versión libre de esa obra. Luego, el pro
yecto no ha llegado a realizarse, como tantos otros del mundo del teatro. Así
quedó este trabajo, ni estrenado ni publicado. La amabilidad de su autor me
ha permitido disponer de una copia, para su estudio, pero mis opiniones perso
nales pueden ser discutidas fácilmente, porque ha quedado depositada también
otra copia en la Biblioteca de Teatro Español del siglo XX de la Fundación
Juan March de Madrid, que posee ya más de cien textos dramáticos inéditos.
Todas mis citas se referirán a este ejemplar, indicando la página.
Me apresuro a declarar, como motivo de especial interés, que Nieva, en su
versión libre, no sólo ha tenido en cuenta el drama de Galdós sino también la
novela que lo inspiró. De esta forma, conjuga en su creación los elementos
dramáticos que ha encontrado en ambas Casandras y que le parecen hoy más
válidos, desde una concepción actual del hecho teatral.
a) El prólogo
Además de artista creador, Nieva es buen ensayista y crítico. Sus obras
dramáticas suelen ir precedidas de prólogos o notas introductorias de positivo
interés porque, con brillantez estilística innegable, proporcionan al espectador
o al crítico informaciones útiles sobre sus antecedentes literarios, su actitud
y sus propósitos, al escribir la obra.
A un galdosiano, sin duda, no le resulta indiferente conocer la opinión que
tienen de la obra de don Benito los escritores que representan mejor, en nues
tro país, la nueva sensibilidad. No hace falta hacer grandes esfuerzos de me
moria para recordar algunos juicios apresurados e injustos. En el caso de
Nieva, resulta satisfactorio comprobar cómo conoce y estima los valores dra
máticos de Galdós.
Nieva se proclama «galdosiano de corazón» y dice que su labor ha sido
la de un «admirado restaurador ante un cuadro que le subyuga». Ante la po
sible acusación de que la obra sea un melodrama, defiende el género, mencio
nando los testimonios paralelos de Visconti y Wadja.
En la obra dramática de Galdós, Nieva encuentra unos temas, una tensión
y una modernidad que le hacen equiparable a Ibsen. A la vez, señala su carác
ter revolucionario con relación al teatro y al público de su tiempo: Galdós se
atreve a llevar a la escena temas y situaciones que no parecerían de buen gus
to a la burguesía de su tiempo. (Quizá a eso se debe el escaso éxito del es
treno, tal como lo narra Pérez de Ayala). Con su tonalidad trágica, «éste fue
un teatro que no se hizo antes de él y escasamente se ha podido hacer des
pués». Sus obras poseen un profundo valor histórico porque en ellas palpitan
«toda la actualidad de su tiempo» y «profundas preocupaciones españolas».
En contra de lo que se ha dicho —opina Nieva—, sí tenía don Benito
«malicia teatral, instinto finamente alusivo para que sus tesis no fueran osten
tosamente verticales». Varias veces insiste el adaptador en esto, que hace po
sible la calidad específicamente literaria de la obra y puede dar lugar a lectu
ras paralelas en las que aparezcan sucesivos trasfondos. Uno de los mayores
atractivos de la obra es la humanidad de los personajes secundarios, que los
humaniza, y eso —precisa Nieva— «se manifiesta en la novela dialogada más,
desde luego, que en la comedia». De ahí que uno de sus aspectos más intere
santes sea el del destino posterior de los beneficiados por la herencia de Doña
Juana; es decir, como ya he señalado antes, lo que Galdós no llevó al esce
nario.
Una nota más muestra la perspicacia crítica de Nieva: su comprensión
del modo peculiar con que el arte galdosiano reúne realidad e imaginación.
Con carácter general, afirma brillantemente: «No hay como los grandes rea
listas para ejercitarse con soltura en lo visionario». Este criterio —bastante
diferente al del propio Galdós, cuando adapta su novela— guiará su trabajo.
Por eso, como afirma Nieva, «para su refundición he empleado ese alegorismo
realista —algo 'buñueliano'— que el propio Galdós emplea, incluso en sus más
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realistas novelas, y que emplea en otro de sus grandes dramas novelescos:
Realidad».
Desde esta perspectiva, Nieva conservará y subrayará la importancia de
dos temas que Galdós creó en su novela pero no le parecieron adecuados para
la obra teatral: el elemento demoníaco y la aparición misteriosa, al final, de la
sombra de Doña Juana; es decir, el «revés de la trama» que completa y da
densidad auténticamente realista a la observación minuciosa de la vida co
tidiana.
b) El lenguaje
Si el lenguaje de la obra teatral galdosiana conservaba la huella de su ori
gen narrativo, una de las tareas del adaptador consistirá en intentar poten
ciar su vivacidad coloquial. Como señala el propio Nieva en el prólogo, eso es,
a la vez, «falta muy disculpable» y «fácilmente subsanable».
Nieva maneja con verdadera libertad —luego lo iremos viendo— el mate
rial dramático de don Benito. A la vez, se complace con la jugosidad de su
lenguaje coloquial. En la adaptación que estoy considerando, reaparecen una
y otra vez frases castizas de la novela, pero no en la escena correspondiente,
sino en otra, lo que demuestra el impacto que han causado en el adaptador:
para los nervios, Ismael aconseja «reposo, distracciones, bromuros» (pág. 1).
Doña Juana considera a Casandra «la coima» (pág. 7) de Rogelio. Su difunto
marido se lio con «una desvergonzada que cantaba coplas obscenas y alzaba
la pata en un teatrucho»; por eso, ella considera que Casandra sólo está
«enamoriscada, encandilada, como quien dice» (pág. 16).
No se ha señalado, me parece, que, en la novela, Galdós intercala irónica
mente citas literarias que han pasado a formar parte del lenguaje cotidiano.
Hay referencias, por ejemplo, a Calderón: «Las humanas voluntades son pol
vo, humo, nada» (N, pág. 124). A Bécquer: «Hoy le he visto; hoy creo en
Dios» (N, pág. 176). A Cervantes: «Vive Dios que me espanta esta grandeza»
(N, pág. 187). En general, estas citas disimuladas cayeron en la poda que rea
lizó Galdós para construir su obra dramática. Es curioso comprobar que una
de ellas, de Zorrilla, fue eliminada por Galdós y «resucitada» en su versión
por Nieva; el filósofo cínico Zenón, dirigiéndose al retrato de don Hilario,
el fallecido procer, declama así: «Cuando la nación no tenía con qué dar
rancho al ejército, ¿no es verdad, ángel de amor, que practicaste la usura
grande y épica que por arte sutil convertía tus miles en millones?» (pág. 12).
Una de las características de Nieva, como autor teatral, es la creación de
un lenguaje personal y brillante, con una triple fuente: literaria, popular e
innovadora, de base surrealista. (Es habitual compararle, en este sentido, con
Valle-Inclán). Si en su última obra estrenada, Delirio de amor hostil, une la in
fluencia lingüística de Ramón Gómez de la Serna y la del género chico, no es
de extrañar que sepa apreciar bien el sabor del lenguajje galdosiano. Ya en el
prólogo declara: «Devoto placer ha sido para mí imitar la campechanía del
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diálogo galdosiano, sus antiguos y familiares giros y apoyaturas, su cadencia».
(Exactamente lo mismo sucedía con la Tristona de Buñuel). En efecto, a lo
largo de toda la obra nos encontramos con una serie de expresiones, de base
popular más o menos estilizada, que son creación de Nieva pero que encajan
con absoluta naturalidad, sin que nada rechine, en el universo galdosiano. Re
cordemos algunas de las más llamativas.
El lenguaje coloquial se suele desbordar al calificar alguien a otros perso
najes, ya sea irónica o despectivamente. Así, Rogelio es un «locatis» (pág. 2).
Clementina, una «pazguata» (pág. 2). Ismael y Alfonso, «sois unos sandios»
(pág. 2). Apolo, un «tipejo» (pág. 5). Martina, una «rabisalsera» (pág. 6). Los
hombres del día, unos «pejes» (pág. 9). La señorita de compañía de las hijas
de Clementina, «una pava». La Pepa, «una pindonga» (pág. 20). Etcétera.
En otro terreno, Apolo le «hace cucamonas» (pág. 6) a la criada. Doña
Juana tiene que recibir «a todo ese familiaje» (pág. 6). Insúa emplea como
fórmula de cortesía, ante la autoritaria señora: «si no estoy trascordado»
(pág. 7). Rogelio es un «retoño de la mano izquierda» (pág. 7). Doña Juana,
irritada, exclama: «Cordero de Dios, dame el aguante necesario» (pág. 8) y se
burla de la «voz de gramófono» (pág. 8) de Insúa. Zenón previene a una joven
de «las malas tentaciones nocturnas con tanto lobito de gorra y tufos» (pág.
12). Las palabras de amor se califican de «dicharachos» (pág. 16). Las jóvenes
cursis se asoman al balcón a ver pasar a los chicos, «como con ganas de to
mar varas» (pág. 31). Los pobres se sienten al margen de «el gran mangoneo»
(pág. 34). En la escena más dramática, Doña Juana propone a Casandra: «An
da, siéntate, hablaremos hasta que me vacíes todo el saco» (pág. 42). La deci
sión de Doña Juana de entregar su dinero a la religión produce gran revuelo:
«Si cuando digo que aquello es un tiberio» (pág. 20). Y la propia Doña Juana
se lamenta: «Esta casa es un cafarnaum» (pág. 41). Etcétera.
Al anotar estos ejemplos, uno no puede por menos de recordar todas esas
voces —¡hace tan poco tiempo!— que negaban valor estético al lenguaje de
Galdós o, más radicalmente, decían que Galdós no era un «artista». Bueno...
Sin entrar en polémica tan inútil, señalemos, sólo, cómo un artista del lengua
je tan refinado como Francisco Nieva ha sabido apreciar el sabor del lenguaje
galdosiano y —como Buñuel— se ha complacido prolongándolo.
c) La recreación dramática
Al adaptar libremente la Casandra galdosiana, Francisco Nieva ha adop
tado una decisión básica: no limitarse a las tres jornadas que Galdós llevó a
la escena. En otros términos: incorporar a su versión muchos elementos de la
novela dialogada que Galdós no consideró oportuno llevar a la escena. Por
ejemplo, más de seis veces (págs. 13, 21, 28, 30, 32, 38...) menciona a los de
monios que Galdós suprimió en su drama, y que dan profundidad misteriosa,
simbólica, al drama cotidiano.
En la misma línea, la versión de Nieva comienza con el final de la novela
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(suprimido en el drama): la sombra de Doña Juana. Por un lado, eso va unido
a la ruptura de la linealidad cronológica y a los cambios de lugar a la vista
del público. Veamos lo que dice una acotación: «Van surgiendo los elemen
tos de un ámbito casi palacial...» (pág. 4). Además, la presencia de la mendiga
misteriosa, que no se sabe si es o no Doña Juana, añade un elemento de ambi
güedad, de misterio, que me parece muy positivo para ampliar la resonancia
simbólica del drama. Uno se pregunta cómo no advirtió Galdós el valor teatral
de este hallazgo suyo, dejándolo reducido a la novela.
Pero hay más. El talento de Nieva se demuestra porque no sólo advierte
el valor teatral de este recurso sino que lo potencia y multiplica. En efecto,
con un juego escénico verdaderamente eficaz, la salida de escena de la vieja
(Doña Juana muerta, se supone) da paso a la entrada en escena de Doña Juana
(viva, por supuesto, con lo que saltamos a un tiempo anterior). Así, en una
metáfora plástica que no dejará de impresionar al espectador, vemos, a la vez,
dos tiempos, dos lugares y dos figuras: el haz y el envés de un personaje, la
síntesis de un drama. Así dice la acotación, al comienzo de la obra: «Salen.
Una pausa. De nuevo se escucha el golpe de bastón, cada vez con mayor cla
ridad. Por el extremo que desapareció se muestra la propia Doña Juana Samaniego,
exacta réplica de la mendiga en lo físico, pero vestida con adustas
galas pardas o negras» (pág. 4).
En otra ocasión, es la sombra (la presunta Doña Juana) la que conduce a
Casandra hasta Doña Juana (la real). Y, en un desdoblamiento verdaderamente
dramático, esta última no reconoce a su alter-ego. Entra Casandra «(pero tras
ella, en las sombras, parece conducirla y señalar la dirección con su bastón
la figura de la mendiga. Doña Juana se altera).—¡ Ah! ¿Eres tú, Casandra?
¿Quién te sigue...? Casandra.—Señora, es Martina que... me dijo... (La men
diga, de espaldas, irreconocible de cara, sale con lentitud)» (pág. 16).
El mismo efecto se produce al comienzo de la segunda parte. (Como hoy
es habitual, la obra está dividida sólo en dos partes): «(Cruza tras la verja la
silueta de la mendiga. Sólo es al desaparecer ella cuando, por delante, digamos
en el interior del jardín, surgen Doña Juana y Casandra emparejadas. El bas
tón de Doña Juana reproduce el mismo sonido que con él hacía la mendiga)»
(pág. 28).
De este modo, la sombra de la vieja —y, concretamente, el toe-toe de su
bastón— sirve de nexo conductor de la acción dramática. Lo mismo sucede,
a otro nivel, con el ambiente sofocante, mantenido: «(Tras la alta y labrada
verja de un jardín, morados celajes de un atardecer de finales de verano)»
(pág. 28). Casandra busca su camino entre las sombras del jardín. Y la borras
ca que se ha ido concentrando —como el odio de los parientes de Doña Jua
na— estallará, al fin, en un gran chaparrón. Como en la canción de Dylan,
«It's a hard rain a'gonna fall».
Otra serie de novedades, grandes y pequeñas, aporta Nieva. Recordaré
aquí algunas. Añade, por ejemplo, una queja de Martina sobre la condición de
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las criadas: «Y luego me dijo cosas que me hicieron subir los colores a la cara.
Todo el mundo es a sospechar del servicio. ¡Ay, qué martirio!» (pág. 11). Si
no me equivoco, esto forma parte de un costumbrismo irónico madrileño que
a Nieva le divierte mucho; entre otras cosas, porque conoce su origen lite
rario: La Celestina —Cervantes («Tristes de las mozas...)— La Gran Vía
(«Pobre, chica, la que tiene que servir...»).
Es bien sabido que la obra literaria de Galdós, en general, se asoma a ve
ces a turbios abismos del alma humana pero, en algunos aspectos, lo hace con
una notable pudibundez. Así, al evocar la educación de Casandra, ésta rechaza
tajantemente que posara desnuda para las esculturas de su padre:
Doña Juana.—(Después de una pausa). ¿Desnuda?
Casandra.— ¡Ay, no!
Doña Juana.—No te ofendas. Dicen los artistas que, en la estatuaria, la
desnudez es honesta, casta... ¡Qué cosa más rara!
Casandra.—Por honesta la tenía yo. Pero mi padre no me desnudaba cuan
do yo le servía de modelo» (D, pág. 1168).
Un leve cambio bastará a Nieva para sugerir que Casandra sí posó des
nuda: «Alguna vez le servirías de modelo... (Una turbia pausa). ¿Desnuda?
(Un silencio)» (pág. 17). Así no sólo resulta más verosímil sino más acorde con
el distinto carácter de los dos escritores; en definitiva, el público de la obra
también ha cambiado.
En una línea semejante, Nieva sugiere un turbio afecto de Doña Juana por
Casandra. Cuando la conoce, le dice, entre otras cosas: «Yo... yo te querría
como nunca me pude querer a mí misma...». Al despedirla, poco después, «la
besa en la frente». Y la acotación precisa: «(Las manos juntas de Casandra
y Doña Juana se separan con lentitud)» (pág. 18).
En la siguiente entrevista, mientras Doña Juana la amonesta, también está
«acariciando la rodilla de Casandra con leves palmaditas» (pág. 28). Así, ad
quieren una resonancia ambigua sus palabras: «Chiquilla, compasión me pi
des... Amor te doy» (pág. 30). Pero Casandra no reacciona ante esta posible
llamada y Doña Juana se refugia en su dureza de corazón, desengañada porque
«no me has entendido o no quieres entenderme. ¡Qué lejos te siento de mí!
¡Como todos! (...) Tu corazón ardiente me odia» (pág. 30).
¿Por qué esta novedad, que puede escandalizar a algún galdosiano? Ante
todo, creo que no se trata sólo de un deseo de escandalizar (aunque Nieva,
en su teatro, también busca, entre otras cosas, escandalizar a los biempensantes).
Pero hay más, me parece. Nieva está mostrando, si no me equivoco, que
un fanatismo como el de Doña Juana es la faz manifiesta o la compensación
de una frustración oculta. Por otra parte, esto serviría —al margen de cual
quier juicio moral— para justificar artísticamente su conducta.
Dicho de otra forma: uno de los peligros de Doña Juana (igual que de
Doña Perfecta) consiste en que aparezcan ante el lector como puros símbolos
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de maldad, con fácil división maniquea. Para evitar el riesgo del panfleto,
Nieva trata de humanizar al personaje y —espero que se me entienda bien—
creo que lo consigue al añadir algún rasgo a su carácter que permita com
prender mejor los móviles de su conducta.
En esa misma línea, me parece, está el hecho de hacer patentes algunos
rasgos de carácter de Doña Juana que destruyen su aparente dogmatismo mo
nolítico. En su conversación con Casandra —en la adaptación de Nieva, por
supuesto— reconoce lo siguiente: «Quiero a los desgraciados y para los cul
pables tengo toda mi indulgencia. ¿No sabes, Casandra? Culpable he sido yo
misma, culpable por intentar rebelarme un día contra el desamor, contra el
dolor... Como tú, igual que tú yo pedí lástima y piedad... (Pensativa, con una
muestra de lacerante rencor). Alma en pena he sido, niña mía» (pág. 29). Y, al
final de la obra, confiesa su cansancio: «Estoy cansada. Soy una pobre vieja.
Me pesa el mundo... Oh, tú no sabes cuánto me pesa. Para ti todo puede
comenzar, para mí es el fin» (pág. 41).
No estoy diciendo que, gracias a estos rasgos señalados por Nieva, Doña
Juana sea más buena. Ni más mala, por supuesto. En realidad, no se trata de
dar un juicio moral sobre la conducta de un personaje literario, sino de com
probar cómo se humaniza al mostrarse complejo, contradictorio, inseguro.
Algo semejante sucede con Rosaura. En un momento dado, el dolor rom
pe la máscara imperturbable de sus buenas maneras y hace que estallen los
sentimientos ocultos; Nieva se preocupa mucho de hacer notar cómo ese ins
tante de sinceridad va unido a la toma de conciencia de su condición feme
nina: «¿Pero veis cómo me trata? Miradle convertido en revolucionario por
que no hereda. ¿Se ha visto cosa más ridicula? Y eso después de hacerme
ocho hijos y tratarme toda la vida como si fuera una tonta. Me ha engañado
cuanto ha querido y yo haciéndome la sorda y la ciega. Así ha puesto a prue
ba mi paciencia (conteniéndose) que no pienso perder» (pág. 35). Por supuesto,
estos conflictos estaban ya en Galdós, pero sólo implícitamente, y Nieva los
hace patentes sobre el escenario. Más humano y más interesante es que Ro
saura también reaccione contra su marido, en un momento de debilidad
(igual que Doña Juana reconocía su fracaso y su cansancio), aunque en se
guida vuelve a adoptar la máscara de respetabilidad social que habitualmente
lleva: el final de la frase lo muestra.
En cuanto a la estructura, Nieva divide la obra en dos partes, aproximada
mente iguales; en realidad, como hoy es habitual, un poco más larga la pri
mera, antes del descanso: 27 folios frente a 20.
Los actos I y II de la obra dramática de Galdós los resume Nieva en una
sola escena, prolongada, sin divisiones estrictas, mezclando con libertad espa
cios y tiempos. No usa la división tradicional en escenas (aunque no sería di
fícil añadirla), pero sí fracciona esta primera parte con un oscuro (pág. 19).
Para no quedarse sólo en los interiores galdosianos, propios de la comedia
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burguesa, Nieva multiplica con sencillez los escenarios: la calle, el jardín, la
oscuridad de la conciencia...
Inventa un diálogo (inexistente en Galdós) entre Doña Juana y Rogelio,
reiterado luego en una escena nocturna en que vemos a ella ordenándole lo
que debe hacer. (En la obra de Galdós se nos contaba, no lo veíamos). A la
vez, esta escena nocturna parece estar inspirada por el recuerdo de la que ce
rraba la jornada primera en la novela, y que no pasó al teatro.
De la obra dramática, en cambio, toma Nieva el final del acto segundo,
que no estaba en la novela, con lo que yo llamaría el abismo de lo ridículo y la
visión de Casandra.
Inventa Nieva imágenes plásticas, que permiten ver en escena lo que Gal
dós exponía discursivamente. Por ejemplo, lo que explica Alfonso: «¿Le pa
rece estar delirando porque me ve comer bellotas? Pues no le extrañe. Es un
capricho. Para irme acostumbrando. Un taleguito me ha traído un pobre arren
datario mío de la Crespa de Avila. Me estoy sometiendo a esta prueba. ¿Por
qué no afrontamos la pobreza antes de someternos a una vil comedia por con
graciarnos con esa vieja... y con los contratistas de la vida de ultratumba?
Pastor me hago» (pág. 32).
Para evitar el interés melodramático, folletinesco, Nieva anticipa varias
veces el crimen final. Se sirve, para ello, de saltos temporales, expresados plás
ticamente. Por ejemplo, así: «El lejano grupo de parientes se nimba de una
luz irreal. Quedan alineados como un tribunal familiar de fotografía, sumergi
dos en un pasado de evocación». El mismo efecto de la foto inmovilizada de
un grupo familiar, con su valor decorativo y su simbolismo vidente (la familia
queda muerta, en el pasado, siempre igual a sí misma) lo utilizó Nieva con
brillantez en su versión de Bodas de sangre, de García Lorca, para Antonio
Gades. Poco después, Rogelio habla a Casandra, sin mirarla, «como en una
comunicación a través de un tiempo invertido, o en un clima que tanto puede
ser de premonición como de síntesis temporal» (pág. 38).
Del mismo modo, el efecto final del vals está preparado un par de veces
a lo largo de la obra. La primera, como un toque de locura de Rosaura:
«(Se escucha lejano el canto de las niñas de San Hilario. Rosaura, con tor
peza graciosa, da sola unas vueltas de vals).
Alfonso.— ¡Pero criatura, qué haces! Aquí se ha perdido la razón.
Rosaura.—Ya lo veis: bailo. ¡Ay, Dios, quisiera bailar! Todo el mundo
baila en Madrid y yo no he bailado nunca, nunca (...).
Zenón.—Eso es todo lo que nos falta, un baile en toda regla, con bastone
ro y gala final. Hagamos lo posible por meter aquí, aunque sea con calzador,
los compases del vals para ver si se despeja el horizonte» (pág. 14).
Coinciden en la imagen plástica —tal es su riqueza— deseo de gozar y eva
sión de los problemas, repulsa del ascetismo —algo positivo, para Nieva— y
frivolidad culpable: algo negativo, frustración individual y síntoma de los ma
les que aquejan a una sociedad.
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Lo mismo, subrayando el vitalismo y la ceguera social, se repite más ade
lante, en el momento de locura furiosa de Clementina, dirigiéndose a sus hi
jas : a ¡ Pobrecitas! Por bailarle el agua [nótese un uso metafórico más del
baile] a la señora tía les hago confesar cada mes, cada semana... ¡Y aún le pa
rece poco! Les hemos puesto un director espiritual que no las deja ni respi
rar, que las priva de los esparcimientos más inocentes, no hacen visitas, no
bailan, no bailan de verdad, cuando aquí baila todo el mundo. (Bailando). \ La
- la - la, la - la - laaa! » (pág. 26).
El baile se convierte, así, en imagen universal: Rosaura no pudo bailar,
por su pobreza. A las hijas de Clementina les impide bailar su director espiri
tual, en nombre de una moral puritana impuesta para agradar a su tía. Todos
los parientes le bailan el agua a Doña Juana, buscando su dinero. Todo Ma
drid baila, para cerrar los ojos a los problemas —religiosos, sociales, políti
cos...— que tiene planteados esa sociedad. Llegamos, así, a una especie de
«El gran baile del mundo». Recuerdo, también, el título que dio Luis de Pablo
a su obra de homenaje a Antonio Machado: todos, como osos de titiriteros,
bailamos, «al son que tocan», el vals o el rock que nos ha tocado bailar.
En la obra de Galdós se habla de Apolo (Apolonio), el menestral que pre
tende a una de las criadas de Doña Juana. Ahí queda todo, como tantas veces
sucede con Galdós, en una figura apenas esbozada. Nieva ha advertido sus
grandes posibilidades dramáticas y lo ha llevado al escenario, con una notable
pluralidad de significados. Recordemos solamente algunos.
Ante todo, Apolo es la sombra que se desliza en la oscuridad, que aparece
y desaparece en el jardín de Doña Juana: una presencia eminentemente tea
tral. Si recordamos una obra de Nieva que antes cité, Delirio de amor hostil,
comprenderemos muy bien que no haya podido resistir la tentación de que
aparezca en escena este Apolo, encarnación del mundo proletario, en medio
de la alta o baja burguesía galdosiana.
Apolo, además, es un ser de la sombra, de la oscuridad; trae el mensaje
de los demonios —tan presentes en la novela de Galdós, tan olvidados en su
drama—, de una clase social que se rebela contra los poderosos, de los odios
y los deseos criminales ocultos bajo la máscara de la buena educación. No es
casual que sea Apolo el que abre la cancela del jardín y encamina a Casandra
hacia el asesinato.
Pero hay más. En un mundo de actitudes rígidamente estereotipadas, de
fotos fijas, Apolo representa el desgarro y la chulería de los barrios bajos,
pero también el profundo de lo turbio, de lo prohibido, de lo vital. Por
eso, un acierto dramático de Nieva que me parece verdaderamente admirable
es que, a los ojos de Casandra, Apolo aparece con los rasgos de su amado
Rogelio. ¿Es que Casandra desearía un hombre como Apolo, en vez del tími
do y vacilante Rogelio? ¿O es que Rogelio, bajo su apariencia de caballero,
es tan canalla como Apolo, que lo manifiesta mucho más abiertamente? La
línea de posibles sugerencias podría multiplicarse.
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Apolo, exteriormente un chulo barriobajero, es también un «demonio in
terior», una presencia inquietante. Por eso, aparece bajo el nombre ambiguo
de «la sombra»:
«(Rasca una cerilla, enciende el cigarro. Bajo la visera del chulillo es el
rostro de Rogelio).
Casandra.— ¡ Rogelio!
La sombra.—¿Quién es Rogelio? Soy Apolo... ¿U no me conoces? (...)
¿No tienes miedo, pichona? Mía tú si acaso no sea yo un diablo. O que lo
lleve dentro. Cada hombre tiene el suyo. Y cada mujer. La Doña Juana tiene
legiones que le guarden los tesoros» (pág. 30).
Todavía más. La presencia costumbrista se eleva a la región del mito...
sin abandonar el suelo madrileño, en el que se asienta. Apolo es un dios cas
tizo: «El del paseo. El que está tan fresco entre la señora de los leones y el
'Netuno' del tenedor» (pág. 30). Es decir, entre las fuentes de la Cibeles y
Neptuno, el Apolo del Paseo del Prado.
Galdós imaginó a Casandra como a una estatua, que depura en serena be
lleza clásica su trágico destino. A eso obedece el haberla hecho hija y modelo
de un escultor, así como una curiosa escena de la novela en la que Casandra
parece representar un «cuadro vivo» & de sí misma:
Alfonso.—Su figura y rostro helénico parecen creados para el horror su
blime de la tragedia. (Mirándola desde la antesala). Véanla desde aquí. (Ca
sandra aprieta el puño y da un fuerte golpe sobre su rodilla).
Clementina.—Posee el arte de las actitudes. (Alza Casandra su cabeza
y queda en actitud de arrogante fiereza). Ahora me causa miedo» (N, pág. 171).
Pero esto no pasa al drama. Nieva, en cambio, recoge la intuición galdosiana
y le da forma dramática. Ante todo, al revés; no es que Casandra se
parezca a una estatua, sino que la visión de una estatua, en la penumbra, hace
pensar en Casandra:
Ismael.—Alguien parece haber allí. No distingo. Veo una figura blanca.
Zenón.—No es persona, sino estatua. Piedra inmortal, Ismaelito. ¿Sabes
que muchas estatuas me recuerdan a Casandra?
Ismael.—Pobre estatua sin pedestal» (pág. 31).
Un paso más. Si Casandra es una estatua, y su pareja, Apolo = Rogelio
= dios Apolo del Paseo del Prado, resultará que Casandra se identifica tam
bién con un mito madrileño, la Mariblanca:
Apolo.— ¡Y dale bola! ¿Quién te ha metido en la cabeza que soy ese Ro
gelio? Apolo me llaman, Apolo el fresco, el gachó de la lira. Y tú eres la es
tatua Mariblanca que se dispone a ser mi novia. ¿No? Pues ven, que te lleve
a un baile que yo me sé y te convidaré a buñuelos. ¿Eh? No es mal buñuelo
el que podemos hacer tú y yo» (pág. 39).
Así, el círculo se cierra. Gracias a la intuición de Nieva, el drama burgués
de Galdós, con un trasfondo trágico de estatua clásica, ha descendido a las
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fuentes del saínete popular, que brotan de oscuros manantiales, a la vez que
se eleva al mito madrileño; mito dieciochesco de la Mariblanca, olvidado, por
cierto, y maltratado —la estatua por los suelos— por la incuria municipal.
Otro acierto dramático de Nieva: Casandra oye voces, en la oscuridad,
que son llamadas diversas, mensajes contradictorios. Su puro nombre encierra
ya una profecía trágica. El cínico Zenón lo pronuncia, sin llamarla, como un
conjuro y una amenaza para la vieja: «(Y el nombre clamado sonorea como
en un temible vacío, lejos del mundo)» (pág. 31). Casandra cumplirá su des
tino y Apolo, chulo madrileño doblado de dios clásico, se diluirá en la oscu
ridad, como una sombra inquietante. No tiene más cuerpo que un silbido cas
tizo, un gesto chulángano o un sentimiento que va naciendo, sin que poda
mos sofocarlo.
He hablado ya bastante de la noche, de la oscuridad, del jardín-laberinto,
de las voces, de las sombras. Los tiempos y los lugares se anudan, sin cortes
tajantes, y todo parece ser una larga escena única, un conflicto prolongado.
Ese es, si no me equivoco, el tono de esta adaptación escénica de Nieva:
«La transición ha de ser algo fantasmagórica. Al principio, las acciones tienen
una rapidez crispada». Y un personaje burgués, Clementina, «se muestra de
plorable, toda chorreante, sacudiéndose las faldas y enjugándose el pelo»
(pág. 19). De modo paralelo, Doña Juana, en su enfrentamiento final con Ca
sandra, «queriendo enderezar su cofia, se mesa el pelo y algunos blancos me
chones hacen de aquel rostro, antes digno, una máscara infeliz y grotesca»
(pág. 43). Pero la máscara —sugiere Nieva— era la anterior y ahora ha apa
recido el verdadero rostro.
Las sombras inquietantes del jardín se transforman en una apacible escena
doméstica: «(Casandra se lleva las manos a la frente, como a punto de des
vanecerse. De las sombras van surgiendo otros personajes. En un diván se
hallan sentadas Clementina y Rosaura. Parecen estar tomando una taza de
café. Zenón e Ismael hablan en un rincón. La luz aumenta y todo adquiere un
tono real y cotidiano)» (pág. 32).
A la inversa, el apacible grupo familiar parece corroído por una fuerza in
terior hasta que se deshace: «El lejano grupo de parientes se nimba de una
luz irreal» (pág. 38). La terrible escena del asesinato se remata por el mismo
procedimiento: «Se escucha un confuso vocerío, ruido de puertas y de pasos.
El grupo de Doña Juana y Casandra ha quedado fijo, iluminado de forma
irreal. Un pequeño cúmulo oscuro de guardias y gentes de justicia, con Ca
sandra esposada, se manifiesta también de modo estático, mientras comienza
a alejarse levemente» (pág. 45).
Alterna, pues, lo cotidiano con lo fantasmal. Así, por un lado, encuentran
fácil solución muchos problemas de técnica teatral que planteaba la adapta
ción de un material inicialmente narrativo. Por otra parte —y creo que no
hace falta subrayarlo más—, me parece que la unión de esas dos tonalidades
posee un hondo sentido. Como en el caso de su trabajo sobre Larra, Nieva
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también podría subtitular esta adaptación «representación alucinada» de la
Casandra galdosiana.
Al adaptador le quedan todavía, en la manga, dos ases para concluir bri
llantemente el juego. He aludido antes a los anuncios anticipados del vals, al
tema que podríamos llamar del baile universal. En efecto, esta versión libre
se cierra con un vals: «La escena se ilumina en primer término con la bajada
de dos grandes y suntuosas arañas encendidas. Un gran vals irrumpe sonora
y rítmicamente, y de los lados surgen Clementina y Alfonso, Ismael y Rosaura
en actitud danzante al ritmo del vals. Zenón hace molinetes con el bastón y
conversa con Insúa. Otras parejas danzantes crean un fondo que da entorno
al grupo, que se presenta como una vieja estampa de sucesos» (pág. 45).
Una vez más, en la obra de Nieva, la plástica va unida al significado. Ha
muerto Doña Juana y todos sus parientes han cobrado la herencia. (Casandra,
la asesina, que ha realizado lo que todos deseaban, está en la cárcel). El vals
nos sirve para conocer su evolución. Todos siguen fieles al decoro social, al
justo medio, al qué dirán: «Criatura, entre la pena rigurosa y la excesivamen
te benigna hay un justo medio. Un medio razonable que es la verdadera jus
ticia» (pág. 45).
Nieva muestra aquí, una vez más, su afición por la ópera, por el gran teatro
musical: La Traviata, La Boheme, La viuda alegre... Y, desde luego, ese Gatopardo
filmado por Luchino Visconti que concluye con un larguísimo baile,
mientras Burt Lancaster ve acercarse la muerte.
Como en la película, lo que vemos aquí, también, es el último baile. Como
en ella, el vals es la conclusión de un drama individual, pero también de una
época, de una sociedad. Nieva lo subraya con un último golpe de efecto.
Cuando se está planteando la utilidad o la justificación del crimen de Casan
dra, el tema se unlversaliza: aparecen dos chicos, con mazos de periódicos,
que anuncian El Imparcial, con la última noticia, el asesinato de Cánovas por
un anarquista. (Por supuesto, Nieva usa aquí libremente la cronología). Con
cluye así una época española, una fórmula política, una sociedad. Sin embar
go, «el baile continúa, girando rápidamente mientras se oscurece la escenan
(pág. 46). La imagen plástica nos ha hecho ver —si no me equivoco— la famo
sa frase de El Gatopardo: todo ha de cambiar —todo ha cambiado— para
que todo siga igual.
d) Conclusión
El drama de Nieva, como el de Galdós, desemboca en el asesinato de
Doña Juana. Pero no concluye ahí. Mediantes ágiles prolongaciones y antici
paciones, se abre también a lo posterior: las consecuencias del asesinato, la
actitud de los parientes de Doña Juana ante Casandra, cuya acción les ha per
mitido beneficiarse de la herencia. Es decir, todo el conflicto que Galdós creó
en su novela y que después suprimió, al adaptarla a la escena. De este modo,
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el drama psicológico, burgués, de un pequeño grupo, amplía su horizonte y
muestra su significado social.
En su versión libre, en definitiva, Nieva limina algo de lastre retórico y
melodramático, herencia del siglo XLX. Explicita tensiones y conflictos laten
tes en la obra galdosiana. En mi opinión, logra presentar teatralmente el con
flicto, mejor que lo hizo el propio Galdós en su adaptación escénica. Pero no
olvidemos que su invención escénica y sus imágenes plásticas no pretenden
otra cosa que ahondar dramáticamente en el camino abierto por la creación
galdosiana.
Hace unos años, en este mismo lugar, en la primera reunión del Congreso
Internacional Galdosiano, planteé un tema hasta cierto punto semejante:
«Tristana, de Galdós a Buñuel». En ambos casos, un gran creador de nuestros
días toma como punto de partida una obra del novelista canario para ofre
cerla al público de hoy. Los galdosianos ortodoxos pueden sentirse molestos
con Nieva lo mismo que con Buñuel. Y, sin embargo...
En el anterior Congreso señalaba cómo algunos lectores pueden juzgar
con dureza a Buñuel porque poseen una imagen demasiado limitada del pro
pio Galdós. O porque, conscientemente o no, son partidarios de una fidelidad
al texto inspirador que hubiera conducido a una obra puramente arqueológica,
«literatura filmada» y no auténtico cine.
El teatro posee también, por supuesto, sus leyes propias: es espectáculo,
a la vez o antes que literatura. Cuando escucho solemnes y puritanas decla
raciones de que a los clásicos (y Galdós es ya, para bien y para mal, un clá
sico) no se les puede tocar ni una coma, no puedo evitar el sonreírme. La re
presentación impone sus leyes; también a los textos actuales de Antonio Buero
Vallejo, Alfonso Sastre o Antonio Gala, por ejemplo. El que niegue esta
evidencia es que no se ha acercado a un teatro, por dentro. Por otro lado,
mantener escrupulosamente un texto no significa necesariamente autenticidad,
cuando los otros elementos del hecho teatral han variado inevitablemente, cor
;1 paso de los años. En este caso, como en tantos otros, la fidelidad a la letr"
puede matar el espíritu.
Francisco Nieva ha realizado una versión muy libre de la obra galdosiana.
En mi opinión, ha sabido unir magistralmente la fidelidad al espíritu de Gal
dós con la originalidad creadora. Su labor es una muestra admirable —me pa
rece— de lo que se puede y debe hacer hoy con el teatro de Don Benito, sin
aferrarse a tradiciones escénicas polvorientas ni desvirtuar el mensaje esencial
de sus grandes novelas. Espero y deseo que esta versión suba efectivamente a
un escenario. Con intentos como éste, el teatro de Galdós podrá mostrar su
vitalidad histórica y actual, su significado, dentro del conjunto de la obra gal
dosiana, y su verdadero valor en la historia de la escena española de nuestro
siglo.
Concluyo igual que hace unos años: la versión libre de Francisco Nieva
—igual que la de Luis Buñuel— ha venido a probar la actualidad inagotable
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de Galdós: como todo auténtico clásico, se presta a sucesivas interpretaciones
históricas y personales, sin dejar de ser él mismo ni perder su grandeza. Pro
poner nuevas lecturas, libres y personales, de Galdós, si se hace con talento,
es un modo más de mostrar su permanente vigencia.
Agosto de 1978.
NOTAS
1 Inman Fox, "Galdós' Electra. A Detailed Study of its Historical Significance
and the Polemic between Martínez Ruiz and Maeztu", en Anales Galdosianos, 1, 1966,
pp. 131-41.
2 Luis Cernuda, Poesía y literatura, Barcelona, ed. Seix Barral (Biblioteca Breve),
1965.
3 En su libro de crítica teatral Las máscaras, en Obras Completas, III, Madrid,
ed. Aguilar (Biblioteca de Autores Modernos), 1963.
* Luciano García Lorenzo, "Sobre la técnica dramática de Galdós: Doña Per
fecta. De la novela a la obra teatral", en Cuadernos Hispanoamericanos, n.° 250-1-2,
extra de homenaje a Galdós, Madrid, octubre 1970 - enero 1971, p. 461.
5 Cartas entre dos amigos del teatro, eds. del Excmo. Cabildo Insular de Gran
Canaria, Las Palmas, 19*69.
6 Obras Completas, IV, 4.a edición, Madrid, ed. Aguilar, 1960, p. 696.
7 Gonzalo Sobejano, "Razón y suceso de la dramática galdosiana", en Anales
Galdosianos, volumen conmemorativo 1920-1970, año V, 1970, p. 40.
8 Se consultará con provecho, por ejemplo, la introducción de Ricardo Gullón a
su reciente edición de Realidad, Madrid, ed. Taurus (Temas de España), 1977. Espe
cialmente, el apartado "La novela hablada".
9 "Prólogo del autor" a El abuelo, en Obras Completas, VI, 4.a edición, Madrid,
ed. Aguilar, 1961, pág. 11.
10 Véase mi Introducción a la novela contemporánea, 4.a edición, Madrid, ed.
Cátedra, 1976.
11 Citaré la novela siempre por la edición de Obras Completas mencionada en la
nota 10, pp. 115-221. El drama, ibídem, pp. 1156-1194.
12 Prólogo a la novela, ed. cit., p. 117.
13 Elsa María Martínez Umpiérrez, "Epistolario: el problema de la transforma
ción de la novela en drama a través de algunas cartas de don Benito", en Actas del
I Congreso Internacional de Estudios Galdosianos, eds. del Excmo. Cabildo Insular de
Gran Canaria, 1977, p. 113.
14 Artículo citado en nota 4, p. 448.
15 Manuel Alvar, "Novela y teatro en Galdós", en Estudios y ensayos de literatura
contemporánea, Madrid, ed. Gredos (Biblioteca Románica Hispánica), 1971.
16 Ibídem, p. 90.
17 Ibídem, p. 103.
15 Martínez de la Rosa, Obras dramáticas, edición de Jean Sarrailh, Madrid,
ed. Espasa-Calpe (Clásicos Castellanos), 1972, p. 282.
101
19 Alvar, Art. cit., p. 105.
20 Andrés Amorós, Vida y literatura en "Troteras y danzaderas", Madrid, ed.
Castalia (Literatura y Sociedad), 1973, pp. 78-85.
21 "Chismes y cuentos", en Madrid Cómico, n.° 3, 5 de marzo de 1910.
22 Madrid Cómico, n.° 5, 19 de mayo de 1910.
23 ABC, Madrid, martes 1 de marzo de 1910.
24 ABC, Madrid, miércoles 2 de marzo de 1910, p. 5.
25 Enrique Díez Cañedo, Artículos de crítica teatral. El teatro español de 1914
a 1936: I: Jacinto Benavente y el teatro desde los comienzos del siglo, México, ed.
Joaquín Mortiz, 1968, pp. 96-99.
26 Francisco Ruiz Ramón, Historia del teatro español: I, Madrid, ed. Alianza
Editorial, 1974, p. 485.
27 Pueden verse sus frecuentes artículos en los suplementos literarios de los diarios
El País e Informaciones, y sus colaboraciones en dos volúmenes colectivos:
— Análisis de cinco comedias (en colaboración con Andrés Amorós y Marina
Mayoral), Madrid, ed. Castalia (Literatura y Sociedad), 1977.
— Teatro español actual, Madrid, ed. Cátedra, Fundación Juan March (Crítica Li
teraria), 1977.
28 Sobre los "cuadros vivos" puede verse mi estudio citado en la nota 20, p. 143.
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