LA PSICOLOGÍA TRAVIESA DEL GUERRILLERO Y SU
COINCIDENCIA CON LA DEL PILOTO DE COMBATE
Y CON LA DEL CAZADOR
(Vislumbres de Galdós, Baroja, Valle-Inclán, Ortega,
Unamuno y otros)
Anthony Gooch
'La travesura (pues no es otra cosa que travesura) de los grandes guerri
lleros...'
— Galdós
'El enemigo avanza, nosotros nos retiramos;
el enemigo acampa, nosotros le hostilizamos;
el enemigo se cansa, nosotros le atacamos;
el enemigo se retira, nosotros le perseguimos'
— Mao Tse-tung
'Corazón de león, pies de liebre y vientre de mosca'
— Dicho popular español
I. El espíritu aventurero e inquieto;
el afán de vida emocionante y de lucha
Elemento esencial de la psicología guerrillera es el espíritu aventurero e
inquieto, el espíritu del barojiano Zalacaín y de muchos de los de la partida
del Empecinado de la novela de Galdós: «...están aquí porque les gusta
esta vida vagabunda, aventurera, en la cual aparece la fortuna detrás del pe
ligro. Son sobrios, se alimentan con poco, y no gustan de trabajar. Yo creo
que si la guerra durase largo tiempo, costaría mucho obligarles a volver a
sus faenas ordinarias. El andar a tiros por montes y breñas es una afición
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que tienen en la masa de la sangre y que mamaron con la leche. ...[Algunos]
desean la guerra eterna, porque así cuadra a su natural inquieto» (Juan Mar
tín, El Empecinado, IX).
Como dice Carlos Martínez Campos, en Figuras históricas: Zumalacárregui,
«El guerrillero auténtico es un hombre cuyos ideales están directamente
conectados con la aventura»; lo que busca, sobre todo, es una vida activa,
emocionante, apasionante que le llene de entusiasmo. Tal vida la encuentran
los empecinados en la guerra de la Independencia, en la lucha contra los
franceses, igual que, en los dos conflictos mundiales y en la Guerra Civil es
pañola, muchos jóvenes la encontraban en el combate aéreo. Las palabras
que siguen son del as español García Morato: «Cuánto duró [aquello] no
lo sé; nos olvidamos del tiempo con el entusiasmo del combate, y nada nos
importaba; era algo sublime, magnífico... ¡Qué emoción la de la lucha!
Picados, tirones...; las ametralladoras disparando constantemente...; un ins
tante la vida, otro la muerte... Olvidado de todo y de todos, mi única preo
cupación era derribar más y más enemigos... ¡Qué magnífica esta vida del
piloto de guerra! Momentos de emoción única allá en el cielo, momentos de
emoción grande también aquí, en la tierra, recordando, viviendo de nuevo
aquellos instantes inolvidables... Ya estaba una vez más por completo en
mi elemento, volando, volando constantemente» (Guerra en el aire, pp. 62,
67, 75).
Y, ahora, oigamos al canadiense W. A. Bishop: «La emoción de la caza
me producía una gran exaltación y la sensación de que lo único que me
interesaba era continuar en la brecha, seguir luchando, luchar sin tregua.
Creo que en mi vida he sido más feliz. Tenía la impresión de haber dado
con una actividad que me apasionaba y llenaba más que cualquier otra.
Para mí, el combate aéreo no era un oficio ni una profesión, sino, simple
mente, un maravilloso juego... Parecía que lanzar acrobáticamente por los
aires el aparato era, desde luego, el mejor deporte que jamás se hubiera
ideado. ...cogí y me pasé una hora volando nada más que por el gustazo de
hacerlo. No cabía una vida más grata» (La guerra con alas, XIII).
Compárense las siguientes palabras de un personaje de la novela galdosiana:
«Esta gente se ha echado al campo por dar gusto al dedo, meneando
el gatillo» (El Empecinado, I).
Valle-Inclán, como Baroja, gran gustador vicario del espíritu guerrillero,
habla, en su obrilla La media noche: visión estelar de un momento de guerra,
de la tremenda impresión de fuerza y belleza que le produjo un vuelo noc
turno sobre las trincheras de Flandes, y de los 'alegres oficiales locos del
vértigo del aire, como los héroes de la tragedia antigua del vértigo erótico'
(cap. IV). Y también García Morato comenta la especial emoción del vuelo
nocturno: «Volar de noche es siempre magnífico; pero aún más en tiempo
de guerra» (op. cit., p. 48).
Por otra parte, Ortega y Gasset, refiriéndose a la emoción de la caza, nos
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dice que es 'un drama, una tragedia zoológica', en la cual todos los elemen
tos —cazador, pieza y ambiente— llegan a la plenitud de su ser (La maza:
Vacaciones de humanidad)
Guerrillero, aviador y cazador: todos comparten el mismo afán de bus
car la aventura y de huir de la gris vulgaridad cotidiana, de la vida insulsa,
anodina, carente de alicientes; buscan la manera de vencer el tedio, de
echarle a la existencia pasión, sal, gracia, en una palabra, atractivo: «La vida
es, de suyo, insípida», dice Ortega, «porque es un simple 'estar ahí'. De mo
do que existir se convierte para el hombre en una faena poética, de drama
turgo o novelista: inventar a su existencia un argumento, darle una figura
que la haga, en alguna manera, sugestiva y apetecible» (op. cit.: Caza y feli
cidad). Y Ramón Sender nos dice, en Valle-lnclán y la dificultad de la tra
gedia, que los españoles de espíritu aventurero son 'capaces del sacrilegio
para defenderse del tedio o de la sensación del vacío en el alma' (p. 85).
Volvamos a oír hablar a Galdós en su descripción del Empecinado: «Es
taba formado su espíritu con uno de los más visibles caracteres del genio
castizo español, que necesita de la perpetua lucha para apacentar su indo
mable y díscola inquietud, y ha de vivir disputando de palabra u obra para
creer que vive» (op. cit., cap. V).
Dicha afición a la disputa y a la lucha —Eugenio D'Ors decía que la vida
española era un perpetuo motín de Esquilache— conlleva una fuerte propen
sión a la contradicción, en el sentido de contradecir, de llevar la contraria,
postura de signo negativo: cuando la francesada, parecía con frecuencia que,
en Cádiz, no se sabía a ciencia cierta lo que se quería; sin embargo, en el
país en general, sí se sabía, y muy bien, lo que no se quería: no se quería
la dominación francesa. La idea instintiva de luchar contra el invasor inspi
raba un entusiasmo incontenible. Y entonces nació lo que Galdós llama 'la
picara afición' al 'militarismo silvestre': «Napoleón, aburrido al fin, se mar
chó con las manos en la cabeza, y los españoles, movidos de la picara afi
ción, continuaron haciendo de las suyas en diversas formas, y todavía no
han vuelto a casa» (op. cit., cap. V). Había triunfado el espíritu de la trave
sura.
II. El espíritu de mando;
soberbia, insumisión e independentismo;
desorden, anarquismo y libertad
Otro elemento fundamental de la psicología guerrillera es el espíritu o la
vocación de mando, o bien, según la frase de Marañón, 'la pasión de mandar',
de ser jefe, de ser caudillo. Ya Gracián decía que «la nación española es por
naturaleza señoril; se aplica al mando» (El Discreto, II), y en La malquerida
de Benavente, encontramos la siguiente gráfica expresión del mismo concep-
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to, en boca del personaje llamado El Rubio: «A mí me sobra too; yo no
bebo, no fumo, toos mis gustos no han sío siempre más que andar por esos
campos a mi albedrío; lo único que me ha gustao siempre, eso sí, es tener
yo mando... yo no quieo naa más que tener mando, eso sí, mucho mando»
(Acto III, Escena VII).
En Otra historia de España: La familia de Carlos IV, Fernando Díaz-Plaja
dice que «la base del movimiento guerrillero es el jefe que se impone a los
demás y manda mientras no fracase», y, en Zumalacárregui, Carlos Martínez
Campos declara que «El guerrillero es la quintaesencia de un jefazo. Lo sabe
todo, y no sabe nada. Tiene gran confianza en lo que piensa. Tiene orgullo».
Pero, casi más importante que mandar es que no le manden a uno. Mar
tínez Campos nos dice que, ya en tiempos de Viriato, las tribus ibéricas «es
taban siempre en guerra para no ser subyugadas por las más próximas», y,
en El Empecinado, Mosén Antón Trijueque confiesa que ha hecho traición
para librarse de 'una superioridad que le era insoportable': «Hice traición
para desposeerte de un puesto que, en mi entender, me pertenecía; para
emanciparme de una superioridad que me era insoportable, porque yo, Mo
sén Antón Trijueque, no quepo debajo de nadie, ni he nacido para la obe
diencia; porque yo he nacido para llevar gente detrás de mí, no para ir de
trás de nadie; porque yo... necesito dar pasto a mi iniciativa; porque mi
cerebro pide batallas, marchas, movimientos y operaciones que no puede
realizar un subalterno; porque yo necesito un ejército para mí solo, para mi
propio gusto, para llenar todo este país con mis hazañas... me dispuse a caer
sobre ti y a aniquilarte, para que vieses cómo se burla esta águila poderosa
de los cernícalos que te rodean... Yo desprecio a todos: me basto y me
sobro. Fuerte soy en la adversidad, y no bajo, no, del picacho donde clavo
los garfios de mis patas y desde donde os veo como ratas» (cap. XXDC). En
el capítulo XIX, el mismo personaje se expresa así: «Juan Martín... se em
peñaba en deslucirme... Yo quería mandar por mi cuenta y hacer lo que me
diera la gana... no me gusta que nadie se ponga sobre mí... [yo soy] un hom
bre que sería capaz de afianzar la corona en las sienes del rey José o en las
del rey Fernando, según su antojo y voluntad!». Y, volviendo al capítulo
XXIX, leemos lo siguiente:
—Desgraciado —exclamó el Empecinado— ¿hay en esa alma alguna otra
cosa que bravura?
—Sí —repuso el cura, sombríamente—. Hay algo más: hay ambición de
gloria, de llevar a cabo grandes proezas, de asombrar al mundo con el poder
de un solo hombre; hay un ansia horrorosa de que ningún nacido valga más
que yo, ni pueda más que yo; hay la costumbre de mirar siempre para abajo
cuando quiero ver al género humano.
—Bárbaro envidioso —gritó don Juan—, eres capaz de vender a Dios
por... envidia, sí, por envidia de que El haya hecho el mundo y tú no...
Aunque de proporciones casi satánicas, la soberbia y la envidia de Mosén
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Antón no son más que una forma extremada de la postura de otros muchos.
Casi todos los jefes de la novela galdosiana tienen el rey dentro del cuerpo:
quieren hacer lo que les da la real, la realísima gana. Si Trijueque le suelta
al Empecinado «Te he desobedecido porque me ha dado la gana» (cap. X),
no le va muy en zaga Albuín al espetarle «Yo le digo a mi jefe que me mande
fusilar al instante porque no me da la gana de darle el dinero» (cap. XI), y
hasta el mismo Juan Martín dice «¿Y si a mí me diera la gana de indultarle
a usted, vamos a ver?» (cap. XI).
De mandar, y de mandar a su manera, estos caudillos hacen lo que viene
a ser casi un culto religioso, cuya quintaesencia se expresa en la frase 'hacer
su santa, su santísima voluntad'.
Como ya hemos comprobado, Mosén Antón se considera un 'águila po
derosa' que vuela, solitaria y señera, muy por encima de los demás, y es de
notar que también el Empecinado, al preparar 'la más gorda hazaña de nues
tra historia', dice que, si los suyos no le quieren seguir, irá él solo (cap. XIV).
Aquí ya nos vuelve a parecer válida la comparación con el piloto de caza,
que, poseído del afán de llegar a ser as, vuela solo, a gran altura, en busca
del romántico combate singular, e igualmente válido el paralelismo con el
cazador aislado que, desde elevada peña, otea el campo que hay debajo, an
sioso de medir su capacidad con los recursos de la pieza, y, quizás, sobre
todo, la comparación con el furtivo, con el cazador que añade a la emoción
cinegética el picantillo de realizar su actividad fuera de la ley. Y, a este
respecto, no deja de ser significativo que Galdós declare que el guerrillero
es hermano espiritual del contrabandista, del salteador de caminos y del
bandolero (El Empecinado, cap. V).
Sin cabida posible en la organización militar normal, el concepto guerri
llero del mando comporta el desprecio de 'los generales de entorchado' y
del formulismo castrense. Oigamos a don Vicente Sardina: «Batallitas, eh?
Y mandadas por generales de entorchado... Me parece que las veo... Mucha
escritura, parte acá, parte allá, oficios en papel amarillo con sello, y mucho
de 'Excmo. Sr., participo a Vuecencia que, habiéndose presentado el enemi
go...' ¡Farsa, pura farsa!» (El Empecinado, I).
Los guerrilleros aspiraban a librarse de las limitaciones, de la artificialidad
y esclavitud de las grandes unidades del 'hueco y retórico oropel' del
Ejército con mayúscula: «Las guerrillas no necesitan, como los ejércitos,
mil prolijos melindres para organizarse» (Galdós, op. cit., cap. XXVII). En
este sentido, pertenecen, más que a la Historia con mayúscula, a lo que Unamuno
llamó la intrahistoria: hay Historia e intrahistoria; hay Guerra y
guerrilla. El yo, la fuerza del individualismo y del independentismo, la idea
de 'más vale ser cabeza de ratón que cola de león'; todo esto fomentaba la
eclosión del grupo reducido, de la partida; lo bueno, lo bonito, era lo pe
queño. Por otra parte, como dice Fernando Díaz-Plaja, contra Napoleón in
tentar la Guerra con mayúscula era un desastre; lo sensato, lo que procedía
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era la guerrilla o guerra pequeña, modalidad bélica esencial de toda la histo
ria hispánica: «Guerrillero era Viriato y, en cierto modo, el Cid» (op. cit.:
La familia de Carlos IV).
Una manifestación significativa del espíritu independiente es el anarquis
mo que impera en la manera de vestir de los guerrilleros. Son hombres que,
rehuyendo instintivamente lo uniforme, rehuyen asimismo el uniforme, y,
a base de una pequeña fantasía, se buscan un detalle, un signo externo, una
nota de color, un adorno o trofeo cualquiera cogido al enemigo, que les dis
tinga, pues, consciente o subconscientemente, se dan cuenta de lo que vale
el atractivo carismático, ese toque personal mágico que hace que unos des
taquen mientras que otros siguen sumidos en la grisura. Recordemos, a este
propósito, los fantásticos caprichos colorísticos de la escuadrilla del célebre
aviador Barón von Richtofen, cuyo 'circo' se componía de auténticos arle
quines del aire. Los guerrilleros, pues, campando por sus respetos en esto
como en todo, van vestidos con atuendo sui generis, como quieren, 'como les
da la gana'.
Otros síntomas del mismo espíritu son la falta de orden, la improvisa
ción y la ya indicada propensión a la desobediencia, todo ello enseñado y
aprendido, en España, como nunca antes, en aquella 'gran academia del
desorden' que fue la guerra de la Independencia: «La guerra de la Indepen
dencia fue la gran escuela del caudillaje, porque en ella se adiestraron hasta
lo sumo los españoles en el arte, para otros incomprensible, de improvisar
ejércitos y dominar por más o menos tiempo una comarca; cursaron la
ciencia de la insurrección, y las maravillas de entonces las hemos llorado
después con lágrimas de sangre. ¿Pero a qué tanta sensiblería, señores? Los
guerrilleros constituyen nuestra esencia nacional. Ellos son nustro cuerpo y
nuestra alma; son el espíritu, el genio, la Historia de España; ellos son todo,
grandeza y miseria, un conjunto informe de cualidades contrarias, la digni
dad dispuesta al heroísmo, la crueldad inclinada al pillaje» (Galdós, El Em
pecinado, V).
Galdós nos dice que la partida del Empecinado era un pequeño ejército
'sin formación, orden ni concierto' (op. cit., cap. I), y Martínez Campos, en
su ensayo sobre Zumalacárregui, afirma que la estrategia del gran general
carlista «consistía, precisamente, en el desorden que él buscaba y en los en
cuentros imprevistos que lograba», y que «cuanto más absurdo parecía un
proyecto suyo, más bajas producía».
Como dice Galdós, el díscolo espíritu de la travesura da como resultado,
en las partidas, una especie de 'anarquía reglamentada', que «reproduce los
tiempos primitivos» (op. cit., cap. I) y que, a veces, llega hasta la indiscipli
na total. Así se explica el aparente contrasentido de que Trijueque y Albuín
«merezcan al mismo tiempo la faja de generales por su bravura y cincuenta
palos por su desobediencia» (op. cit. X).
Se trata, en esencia, del espíritu de la libertad. «Es», dice Unamuno, «la
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libertad, pero la libertad pura, primitiva, sin programa, sin bandera, sin
himno; es la libertad del aire de las cumbres; es la vida, es el libre juego
de los músculos, del pecho, de la mirada»; es 'la cabra que tira al monte';
es 'la lucha por la lucha' (Por tierras de Portugal y de España: De Oñate a
Aitzgorri).
III. Agilidad, ligereza y velocidad;
movilidad y movimiento;
el estado alerta y el ojo avizor;
la sorpresa y la fuerza ^invisible'
Características ineludibles del guerrillero son también la agilidad, la lige
reza y la velocidad.
Ya en la antigüedad, eran célebres las cualidades de los guerrilleros ibé
ricos que hostigaban a los romanos: la audacia, la destreza y la agilidad;
su modo de ataque preferido era el rápido golpe de mano; su defensa obli
gada era la ágil huida: «Son ligeros en la carrera; por ello, huyen o persi
guen con rapidez; ...Teniendo ligeras armaduras y siendo muy ágiles en sus
movimientos y muy vivos de espíritu, difícilmente pueden ser vencidos por
los demás. Consideran las anfractuosidades y asperezas de las sierras como
su patria, y en ellas van a buscar refugio por ser impracticables para los
ejércitos grandes y pesados» (García y Bellido, Bandas y guerrillas en las
luchas con Roma). Se reunían y se concentraban con suma rapidez, y, con
la misma rapidez, se retiraban y se dispersaban.
En El escuadrón del 'Brigante', Baroja dice que «el cura Merino, hombre
de poca carne y ligero, cansaba apenas a los caballos» (II, 3), que muchos
de sus hombres eran «pastores ágiles, fuertes, que corrían como gamos, mon
tañeses ligeros que corrían por el monte como cabras» (III, 3 y 4). «Agilidad,
agilidad sobre todo», dice Unamuno. «Los guerrilleros ágiles, de planta tan
ligera como segura, de marcha de zorro... son los que estuvieron a punto
de copar a Masséna; son los que, en dos guerras durante el pasado siglo,
tuvieron en jaque a los pesados ejércitos nacionales» (De Oñate a Aitzgorri).
En la guerra de partidas, lo primero que se exigía era la buena andadura. Ca
brera «quería gente capaz de realizar grandes jornadas y de caminar por la
montaña a una sorprendente velocidad» (Martínez Campos, Zumalacárregli).
Era todo 'cuestión de geografía, andada ciencia de los pies' (Galdós, La cam
paña del Maestrazgo, VII); 'saber dónde se pisa y pisar firme y pronto'
(Unamuno, op. cit). «El que no tenga buenas piernas», dice Mosén Antón,
«que se marche a su casa, porque aquí se vuela» (El Empecinado, II). Había
que tener 'pies de liebre' y ser 'un leopardo con alas' (Galdós, Zumálacárregui,
I). Y, muchas veces, las partidas se describían como 'volantes'.
Ello nos hace pensar en el vuelo de verdad y en lo fundamental que re
sulta, también en la táctica aérea, la velocidad: oigamos a García Morato,
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que cuenta en las siguientes palabras una de sus hazañas: «La rapidez con
que actúe me permitió incluso convertir en ventaja la desventaja de la me
nor altura, puesto que, aprovechando una circunstancia favorable, me lancé
por sorpresa contra los aviones de bombardeo» [esquivando a los cazas de
protección, que volaban a una altura mucho mayor] (Guerra en el aire, p. 74).
Por otra parte, Ortega, llamando la atención sobre la estrecha conexión
etimológico-semántica que existe entre la rapidez y la ligereza, por un lado,
y, por otro, la alegría (<alacer L.), nos dice que, en la alegría de la caza,
«la vida adquiere una emoción aerostática, y parece que se levanta, flota
leve en todo elemento» (La caza solitaria). Volvemos a pensar en los aviado
res, en los ya citados 'alegres oficiales, locos del vértigo del aire' que apare
cen en La media noche de Valle-Inclán. Y, en el capítulo III de El Empeci
nado, leemos que los guerrilleros «iban alegres, animosos, entusiasmados con
aquella vida, que, para gente de otra casta, será penosa, pero que, para es
pañoles, ha sido, es y será siempre placentera».
Todos los que escriben sobre el tema hacen hincapié en la movilidad y el
movimiento constante de las partidas: el guerrillero no para nunca; ni des
cansa ni deja descansar. Ya Viriato, que maniobraba 'a base de huidas mo
mentáneas y de reacciones continuadas', insiste en 'la conveniencia de reu
nirse cada noche en un lugar distinto, y así lograr que el enemigo no conozca
el sitio elegido' (Martínez Campos, Figuras históricas).
Del cura Merino, nos dice Baroja que: «De las veinticuatro horas del
día, se ocupaba de sus tropas lo menos veinte, y a veces las veinticuatro.
Merino tenía a sus fuerzas en una continua actividad y en un perpetuo mo
vimiento», con objeto de tener al enemigo, a su vez, en constante zozobra,
hostigándole con unas partidas que salían una y otra vez, 'cual enjambre de
avispas o de abejas de un panal' (El escuadrón del 'Brigante', II, 5 y 6). Oiga
mos, también, a este respecto, a Che Guevara: «Es preciso atacar constan
temente. No hay que dejar dormir al soldado enemigo que se encuentre en
la zona operacional» (véase Miguel Artola, La guerra de guerrillas).
En suma, la actividad incesante y el nunca detenerse mucho tiempo en
ningún sitio constituyen táctica y medida de seguridad básicas, en lo cual
vuelve a surgir el paralelismo con el piloto de combate, que maniobra con
tinuamente para no verse sorprendido.
Según el general napoleónico Blake, el arte magno del guerrillero consiste
en 'atacar siempre y no verse jamás forzado a aceptar combate' (véase Ar
tola, op. cit.). Mao Tse-tung declara que es esencial «...concentrar fuerzas
numerosas para derrotar pequeñas unidades del enemigo... reducir al míni
mo la duración de las operaciones... esforzarse por conservar las fuerzas pro
pias... Cuando estamos comprometidos en un combate que no podemos ga
nar, conviene no continuarlo... Saber retirarse es una de las características
del partisano» (véase Artola, op. cit). A esto añade Che Guevara su grano
de arena al afirmar que «nunca conviene librar batalla, combate o escaramu-
202
za que no esté ganada de antemano» (véase Artola, op. cit). Galdós, por su
parte, reconoce, sin ambages, que, ante un enemigo numéricamente superior,
«los guerrilleros no se retiran, huyen»; sin embargo, en ellos, «el huir no es
vergonzoso», es táctica (El Empecinado, V); en lo cual volvemos a compro
bar la coincidencia con los pilotos de caza, varios de los cuales, en sus me
morias, subrayan la importancia de no meterse, a lo loco, con una fuerza
enemiga más numerosa: «Hay que ser cerebral y no exponerse sin necesidad»
(W. A. Bishop, La guerra con alas, p. 170); si ellos son más, el ataque, de
realizarse, debe ser repentino, y la retirada rápida. No obstante, como ya
hemos comprobado, tanto los guerrilleros como los pilotos de caza se han
distinguido, muchas veces, precisamente por su temeridad.
También de suma importancia es la vigilancia: «Aquí no hay descanso»,
dice Mosén Antón, «aquí se come lo que se encuentra, y se descabeza un
sueño con el dedo puesto en el gatillo, dormido un ojo, despierto y vigilante
el otro» (El Empecinado, II); «Despierto, vigilante, inquieto, Mosén Antón
escudriñaba con sus ojos de buitre el estrecho horizonte del valle y las
cercanas colinas» (op. cit., IV); «La travesura de los grandes guerrilleros
puede compararse al vigilante acecho nocturno de los pájaros de la última
escala carnívora, las cuales... atisban la víctima descuidada y tranquila para
caer sobre ella» (op. cit., V). El guerrillero no cesa nunca de «mirar, mirar
y remirar», como el cazador orteguiano (La caza: El hombre alerta), o como
el 'cazador' aéreo; no deja nunca de observar, de escudriñar; está a la que
salta, siempre alerta, siempre ojo avizor, y se trata precisamente del ojo ve
natorio del halcón, del gerifalte, del águila o del cernícalo. Nótese, a este pro
pósito, que el lema de la escuadrilla de García Morato era 'Vista, suerte y
al toro', y que su insignia constaba de tres aves: el halcón, la avutarda y el
mirlo. «Tal vez», dice Unamuno, «desde estas mismas alturas, el inmortal Zumalacárregui
escudriñó alguna vez, con mirada de águila zorruna, los mil re
pliegues del terreno, meditando la caza del hombre» (De Oñate a Aitzgorri);
«Mosén Antón», dice El Empecinado, en el capítulo XIV de la obra galdosiana,
«es capaz de quitarles su puesto a los cernícalos para acechar la carne
que pasa», y, en el capítulo V, leemos que «con mirada de águila, el caudillo
ve mil accidentes escondidos a los vulgares ojos». Según Baroja, el cura Me
rino «tenía sentidos muy finos y despiertos; veía, a enormes distancias, la
hora en el reloj del campanario de una iglesia; distinguía, a lo lejos, por la
forma del polvo, si llegaba caballería o infantería» (El escuadrón del %Brigante1,
II, 3).
El guerrillero, dedicado a mirar insistentemente, ve lo que no ve el ene
migo, y, aprovechando al máximo esta ventaja, improvisa en el acto y hace
siempre lo imprevisto, abalanzándose inesperadamente sobre la presa, y ata
cando sin cesar las comunicaciones, para que el enemigo, privado de noticias,
'vea' lo menos posible.
El terreno se escudriña con mirada de águila; el plan se traza con astucia
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de raposo, y el ataque se realiza con zarpa de tigre: 'tigre' le dice Baroja
al 'Brigante'; 'tigre' era Cabrera: 'el tigre del Maestrazgo'; 'tigre' era Mao
Tse-tung: 'el tigre de la montaña'.
Como ya hemos constatado, el estar siempre alerta es, igualmente, obse
sión del piloto de caza. Veamos, ahora, unas palabras de García Morato:
«Era mi criterio vivir sólo con lo indispensable. Quería tener a los pilotos
en todo instante al lado de los aviones, para estar dispuestos a actuar en
todo momento, bastando pocos minutos para poder salir a cumplir la orden
que se recibiese. Y para esto era necesario vivir con austeridad, disciplina e
incomodidad... Y, dándome cuenta de la importancia vital que para el piloto
de caza tiene un estado físico perfecto... me dedicaba a realizar, con mis
'cazadores', ejercicios que conservasen su aptitud» (Guerra en el aire, p. 75).
La consigna fundamental: evitar, a toda costa, que le cojan a uno despre
venido, y, de ser posible, coger desprevenido al enemigo.
Efectivamente, en esencia, se trata de la sorpresa: «Las guerrillas son la
sorpresa», dice Galdós. El enemigo se ve constantemente desconcertado por
unas fuerzas vertiginosas, que, antes de asestar el golpe, son invisibles, y,
después, inaprensibles: «Se condensan como los vapores atmosféricos, para
llover sobre el enemigo cuando menos éste lo espera, y, para escapar a la
persecución, desparrámanse como el humo» (El Empecinado, V). «Eramos
como la tempestad, que no se sabe dónde va a caer, ni es vista sino cuando
ya ha caído» (op. cit., IX). Es sumamente interesante comprobar hasta qué
punto el guerrillero se comporta, alternativamente, como animal de presa y
como caza o pieza, y constatar que, según Ortega, «la caza es siempre es
casa y se caracteriza por no estar ahh (La escasez de piezas).
Con esta estrategia, basada en el arte de reunirse y dispersarse fantasmalmente,
estrategia de escamoteo, no hay líneas, no hay fortificaciones,
no hay nada estable, prácticamente no hay batallas, casi no hay contra qué
luchar. Como dice Galdós, «los esfuerzos del ejército atacado son inútiles,
porque no se puede luchar con las nubes» (op. cit., cap. V), o bien, como di
ce Lawrence de Arabia, no se puede luchar con un 'gas', con un 'hálito':
«Me puse distraídamente a calcular cuántos kilómetros cuadrados serían
[los de la zona que pretendíamos liberar]: ochenta, cien, ciento veinte, qui
zás ciento sesenta mil. Y los turcos ¿cómo habían de defender todo aquello?
Sin duda, con un frente de trincheras, en el caso de que llegáramos en forma
de ejército, con banderas desplegadas. Pero, ¿y si fuéramos (como muy bien
cabría que fuésemos) una influencia, una idea, un algo invisible, invulnerable,
sin vanguardia ni retaguardia, un algo que flotase de un lado para otro como
un gas? Los ejércitos son como las plantas: inmóviles, de raíces fijas; son
como plantas dotadas de largos tallos que nutren la cabeza. En cambio,
nosotros podríamos ser como un hálito, volando por donde nos viniese en
gana. El reino nuestro era el espíritu de los hombres; e igual que no nece
sitábamos nada material para vivir, de modo análogo, tampoco teníamos ne-
204
cesidad de ofrecer al enemigo nada material que atacar. Caímos en la cuenta
de que el soldado turco, dueño sólo de lo físicamente ocupado, sojuzgando
únicamente lo que, bajo orden, pudiera encañonar con el fusil, al verse sin
diana, se sentiría, sin duda, desorientado» (Los siete pilares de la sabiduría,
XXXIII). Con lo cual, como colofón y volviendo a la guerra de la Indepen
dencia, podemos compaginar muy bien estas palabras de Artola: «...los ejér
citos franceses son dueños sólo del terreno que pisan, y apenas lo abandonan
cuando vuelve automáticamente a caer bajo el control de las partidas»
(La guerra de guerrillas).
IV. El terreno: las alturas y el campo venatorio
En cuanto al escenario de la actividad del guerrillero, son sumamente
significativas las siguientes palabras de Galdós: «Su principal arma no es
el trabuco ni el fusil: es el terreno; sí, el terreno, porque, según la facilidad
y la ciencia prodigiosa con que los guerrilleros se mueven en él, parece que
se modifica a cada paso prestándose a sus maniobras. Figuraos que el suelo
se arma para defenderse de la invasión... eso, y nada más que eso, es la
lucha de partidas; es decir, el país en armas, el territorio, la geografía mis
ma batiéndose» (El Empecinado, V).
En la lucha de partidas, el espacio geográfico no es neutral, sino aliado
de los partidarios, que, como dice Mao Tse-tung, «se mueven por él y entre
la gente como el pez por el agua», mientras que, según acabamos de ver, el
enemigo no domina más que aquello que literal y materialmente pisa.
El guerrillero tiene un conocimiento excepcional de la geografía. Tal, el
cura Merino y Zumalacárregui, que se conocían el terreno como los pastores
y los contrabandistas, siendo, en efecto, muchos de sus hombres 'pastores
ágiles y fuertes', hombres del campo que «conocían la sierra como su casa...
montañeses ligeros que conocían el terreno palmo a palmo» (Baroja, El escua
drón del 'Brígante', III, 3 y 4).
Y, dentro del campo de operaciones, las zonas que más importan, las
decisivas, son las altas. Cuando estalla la guerra de la Independencia, la
gente se echa a la calle, al campo o al monte, pero sobre todo al monte. Y
es que, como dice Baroja, «la guerra en la montaña tiene, indudablemente,
grandes atractivos; el paisaje cambia a cada paso, el aire está fresco, el cielo
azul; no hay polvo, no hay marchas fatigosas, el agua brota de todas partes
(op. cit., II, 4). En El Empecinado, leemos que «el andar a tiros por montes
y breñas es una afición que tienen muchos españoles en la masa de la san
gre», y que a Mosén Antón le encantaba 'enriscarse' en una altura para sor
prender al enemigo (cap. IX y XIV). Cabrera tenía gran afición a los peñas
cos; y el cura Merino «corría por los precipicios como si fuese en llano» (Ba
roja, El escuadrón del 'Brígante', II, 3). El hombre con afán de lucha y de
dominio, de libertad y de vida emocionante pica alto: como el águila y el
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piloto de caza, busca las alturas. Oigamos a García Morato: «...he sido más
bien travieso por gustarme todo aquello que llevaba consigo algo de emo
ción y prohibitivo... excursiones por el campo entre riscos y precipicios, con
el auxilio de mis defensas musculares y de mi buena fortuna...» (Guerra en
el aire, p. 14).
Incluso antes de la época romana, los bandoleros hispánicos «anidaban,
como los pájaros de presa, en los escarpes de las sierras... Del monte y de
la sierra bajaban al llano, cayendo de modo imprevisto sobre el pueblo o
aldea elegido como víctima», y, en la lucha contra las legiones invasoras,
«todas las maniobras de ataque y de defensa [de las tribus lusitanas y carpetovetónicas]
estaban plegadas a la naturaleza del terreno, que, de intento,
se solía buscar entre los de condición más áspera, con el fin de facilitar el
ocultamiento tanto al dar el golpe como al rechazar la réplica» (García y
Bellido, Bandas y guerrillas en las luchas con Roma, pp. 5-6 y 48). Viriato
daba muchísima importancia a operar en la montaña y no en la llanura. Al
fin y al cabo, el guerrillero cuenta, casi siempre, con una fuerza inferior en
número y en potencia de armas, y pretende, a todo trance, evitar el tener que
enfrentarse con el enemigo a campo abierto.
Ortega sostiene que «sólo es de verdad campo el campo de caza; las
otras formas de él no son ya puro campo: ni el campo de labranza, ni el
campo de batalla, ni el campo del turista» (La caza; Vacaciones de humani
dad). Y es de notar que el guerrillero, al actuar en pequeña escala y rehuir
el 'campo de batalla' o, mejor dicho, la 'batalla campal', se aproxima, en
espíritu, mucho más al cazador que al militar formal. De modo que, en el
escenario de campo y monte elegido por el guerrillero, el drama que se re
presenta es, en muchos sentidos, de tipo cinegético. El guerrillero va a la
caza del enemigo, cual 'sabueso que adivina la presa' (Galdós, El Empeci
nado, IV). En Santillana del Mar, Unamuno evoca 'tiempos de una barbarie
ingenua en que la guerra era caza' (Por tierras de Portugal y de España: Ex
cursión). Del cura Merino, nos dice Baroja que «no había, en todo el país,
escopeta como la de aquel Nemrod de sotana (El escuadrón del ^Brigante',
II, 3); en el galosiano episodio nacional Zumalacárregui, un personaje decla
ra que, si no guerrero, ha sido cazador, y que «allá se va lo uno con lo otro»
(cap. VIII); y el mismo Empecinado, poniendo inconscientemente de ma
nifiesto la conexión etimológico-semántica que hay entre 'capturar' y 'cazar'
(<captum L.), dice, en un momento crítico, lo siguiente: «Esta noche, les
encontraré en un lado o en otro, y me cazan o les cazo» (Galdós, El Empe
cinado, XIV).
En parecidos términos se expresan, a menudo, los pilotos de combate.
En su Guerra en él aire, García Morato nos cuenta lo siguiente: «...desde
el primer día [de la Guerra Civil] presté mis servicios como cazador, que
era lo que, por mi carácter y facultades, cuadraba más en mí (p. 17); en
otro pasaje, nos dice que el jefe de cierta escuadrilla o 'grupo de caza' iba
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'seguido de sus fieles lebreles'; y, en una fotografía, le vemos en una finca
abulense, donde, 'cuando tiene algún rato libre, se distrae cazando' (pp. 48-
49). Dejemos, ahora, que hablen dos pilotos anglosajones, cuyo grito de
guerra predilecto era, precisamente, el grito de cazador 'tally-ho': «La emo
ción de la caza me producía una gran exaltación... el alemán se había con
vertido en una especie de conejo o pieza humana» (W. A. Bishop); «Lo
nuestro me hace pensar en la caza del pato salvaje» (Charles Biddle). Y el
célebre as alemán Manfred von Richthofen, gran aficionado a la 'jagd', de
cía: «Yo soy cazador. Cuando abato a un inglés, tengo saciada, durante un
cuarto de hora, mi ansia de cazar». Evidentemente, estos aviadores eran,
como los guerrilleros, auténticos 'leopardos con alas'. Y no deja de ser sig
nificativo que, como en otras lenguas, en alemán, en francés y en español,
el avión de combate se llame, respectivamente 'Jagdflugzeug' o 'Jáger',
'avión de chasse' o 'chasseur' y 'avión de caza' o, simplemente, 'caza'.
Comprobamos que el cazador, el guerrillero y el piloto de combate com
parten la capacidad y el afán de identificarse con el medio ambiente y de sa
carle el máximo provecho. «El cazador», dice Ortega, y bien pudo haber
añadido 'como el guerrillero', «ve todo y ve cada cosa funcionando como
facilidad o dificultad... viento, luz, temperatura, relieve de la tierra, mine
rales, vegetal tienen su papel, actúan, intervienen en el drama» (La caza;
Vacaciones de humanidad y Cazador, el hombre alerta), igual que, para el
aviador, el aire, la luz, el sol y las nubes actúan en el drama suyo. Es decir,
que la 'pequeña tragedia zoológica' orteguiana corre parejas con la pequeña
tragedia bélica del partidario y del aviador.
V. Instinto, intuición e inspiración;
imaginación y romanticismo;
misterio y rito
Otro concepto que, en relación con la psicología guerrillera, surge con
mucha frecuencia es el de lo instintivo.
Nos dice Galdós que las guerrillas «se organizan como se disuelven: por
instinto, por ley misteriosa de su inquieta y traviesa índole» (El Empecinado,
XXVII); se trata de una 'organización militar hecha por milagroso instinto
a espaldas del Estado', de unos 'ejércitos espontáneos, nacidos en la tierra
como la hierba nativa' (op. cit., cap. I), y del mismo Empecinado leemos que
«Su espíritu estaba por íntima organización instruido en la guerra y no ne
cesitaba aprender nada. Organizaba, dirigía, ponía en marcha fuerzas dife
rentes en combinación, y ganaba batallas sin ley ninguna de guerra; mejor
dicho, observaba todas las reglas sin saberlo, o de la práctica instintiva hacía
derivar la regla» (op. cit., cap. V).
Oigamos, ahora, a Baroja, hablando del cura Merino: «Merino, por ins
tinto, sin aprenderlo de nadie, era un gran técnico, ... Comprendía instinti-
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vamente que de sus guerrilleros toscos podía sacar lecciones, y las aprove
chaba. ...en el fondo, era uno de tantos campesinos en el cual se habían
perfeccionado los instintos guerreros como en un perro se perfeccionan los
instintos de caza. ...se ve que la guerra, en el fondo, es un producto instin
tivo» (El escuadrón del 'Brigante', II, 3 y 5).
En su ensayo sobre Zumalacárregui, Martínez Campos afirma que el gue
rrillero es un hombre que «tiene gran confianza en lo que piensa..., y tiene
fe en su ciencia, que es sólo instinto». Y del mismo don Tomás dice que
«Tenía el instinto de la guerra, y mucho don de mando. ...Luchaba con la
hora, y ganaba casi siempre. Ganaba porque su instinto le decía lo que el
tiempo autorizaba». Compárense estas palabras de García Morato: «...tenía
una gran fe en mí mismo. ...en esa certeza que me daba aquella intuición,
hice los preparativos necesarios para anular la efectividad del ataque rojo.
Preparé el combate... No me engañó mi instinto de 'cazador'» (Guerra en el
aire, pp. 26 y 65).
Aquí ya asoma el concepto afín de la intuición. Se trata de un tempera
mento que, a pesar de la cautela que, en muchos casos, le caracteriza, se
guía, en los momentos decisivos, más que por nada, por la 'corazonada', y,
a este respecto, es curioso comprobar qué poca diferencia hay, con frecuen
cia, en el mundo hispánico, entre el guerrillero, por un lado, y el militar de
carrera y el político, por otro. Oigamos, por boca de Cánovas del Castillo y
del marqués de Salamanca, a Valle-Inclán: (Habla Cánovas) «Espartero,
O'Donnell, Narváez, fueron en todo momento políticos de corazonadas. La
intuición de los guerrilleros, única norma de los militares españoles, imprime
carácter a su actuación de gobernantes. ¡Y era fatal que así sucediese! Si en
el arte militar, que tanto tiene de ecuación algebraica, lo habían fiado todo
al instinto, nada más lógico que actuasen en la gobernación con un igual
desprecio por la ciencia política. Zumalacárregui: un gran instintivo. Pro
bablemente, en otro tablero militar hubiera fracasado. Conocía el terreno
como los pastores y los contrabandistas, hacía la guerra allí donde había na
cido. Es el caso de todos nuestros guerrilleros fracasados en las campañas
de América. Martes analfabetos que no podían leer un plano, como le ocurre
hoy al héroe de los Castillejos. Otro gran instintivo». (Y contesta el marqués
de Salamanca) «Es lo que da la tierra. Usted, como es un pozo de ciencia,
nos desprecia a todos los instintivos: me cuento en el número. ¿Qué hu
biera sido de mí sin un poco de quinqué? Andar con las suelas rotas. Los
sabios, para las cátedras, para las academias... En la guerra, en la política,
en las finanzas, el golpe de vista» (Baza de espadas, ¿Qué pasa en Cádiz?,
VIII).
Muy interesante para nuestro propósito resulta la siguiente descripción
del general y dictador Primo de Rivera, según la visión de Salvador de Madariaga:
«Hombre representativo, ...espontáneo, intuitivo, ...imaginativo,
...dado a resolver los problemas complejos con sencillez pastoral, y a obrar,
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pensar y sentir con un punto de vista irremediablemente personal. ...traba
jaba por instinto e inspiración. Con la intuición y la experiencia pudo hacer
tales milagros, que se explica no concediese mayor importancia al estudio»
(España, pp. 323-325).
Obsérvese cómo, en esta cita, aflora un nuevo factor: el imaginativo, y
compárense estas palabras de Walter Laqueur: «En la guerra de partidas,
hay un elemento de imaginación romántica a lo Byron» (En dudosa batalla,
TLS, 1-8-75).
Y, otra vez, podemos volver a establecer el mismo tipo de paralelismos
que en las secciones anteriores. Ya hemos visto, en un escrito de García Morato,
la palabra 'intuición', y, en los de los pilotos de combate en general,
no faltan abundantes ejemplos del empleo de vocablos similares, como 'pre
sentimiento' y 'corazonada'. En cuanto a la caza, acabamos de ver, en una
cita barojiana, una comparación entre los instintos guerreros y los cinegéti
cos, y nos encontramos con que también Ortega le da apreciable importancia
al concepto del instinto y de la inspiración: «Cierto día [el hombre] tuvo
una inspiración genial, y, para detectar al animal cautísimo, recurrió al ins
tinto detectivo de otro animal; solicitó su ayuda. Esta es la entrada del perro
en la venación... Ahí está el perro, que era desde siempre y por propia ins
piración, cazador entusiasta» (La caza: De pronto, se oyen ladridos).
Y, por fin, consignemos que el factor romántico, de imaginación y de em
briaguez espiritual que se manifiesta tanto en el guerrillero y el piloto de
combate como en el cazador, entraña muchas veces un elemento misterioso,
místico o religioso. Fernando Díaz-Plaja dice que Merino «personificaba, en
su doble personalidad de cura y guerrillero, las dos fuerzas que movían a las
masas: patriotismo y religión (op. cit). Abundando en ello, Raymond Carr,
en su España, 1808-1939, declara que, como consecuencia de la guerra de
la Independencia, se forjó en torno a las grandes figuras guerrilleras una es
pecie de leyenda misteriosa, casi mística ('the mystique of the guerilla', op.
cit., p. 105), leyenda que, con el fervor carlista, llegó, en el caso de un Zumalacárregui,
a adquirir unas dimensiones excepcionales: «Zumalacárregui
invadió la Ribera de Navarra... Bien podría denominarse aquel movimiento
procesión militar, porque el afortunado guerrero del absolutismo llevaba
consigo el santo, para que los pueblos lo fueran besando unos tras otros,
al paso, con religiosa y bélica fe, acto que se efectuaba con suma presteza
conforme a la movilización prodigiosa» (Galdós, Zumalacárregui, I).
Y no falta, en Ortega, el paralelismo del 'rito sutil' de la caza: «En rigor,
el sentido de la caza deportiva no es elevar al bruto hasta el hombre, sino
algo mucho más espiritual que eso: una consciente y como religiosa humi
llación del hombre que liga su prepotencia y desciende hacia el animal. He
dicho 'religiosa', y no me parece excesivo el vocablo. Porque en el hecho
universal de la caza se manifiesta, como ya he apuntado, un misterio fasci
nante de la Naturaleza: la jerarquía inexorable entre los seres vivientes.
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Todo animal está en relación de superioridad o de inferioridad con respecto
a otro. La igualdad estricta es sobre manera improbable y anómala. La vida
es un terrible certamen, un concurso gracioso y atroz. La caza deportiva
sumerge al hombre deliberadamente en ese formidable misterio, y por eso
tiene algo de rito y emoción religiosos, en que se rinde culto a lo que hay
de divino, de trascendente en las leyes de la Naturaleza» (Caza y ética; Va
caciones de humanidad).
Y, llegada la hora de la verdad, ¿qué son, efectivamente, las asechanzas
del cazador, las estratagemas del guerrillero y las acrobacias del piloto de
combate sino 'rito sutil', cinegética o bélica danza de la muerte? Pues hasta
la travesura se ritualiza.
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— La media noche: visión estelar de un momento de guerra.
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