ESCENARIO, PERSONAJE Y ESPACIO EN NAZARIN
Agnes Gullón
A diferencia de muchas novelas de Galdós, Nazarín ofrece al lector una
concepción de escenario y espacio poco típica de su autor, y el hecho merece
reflexión porque sin Nazarín las conclusiones a que pudiéramos llegar sobre
la utilización del elemento espacial en Galdós serían distintas. Al pensar en
los mundos novelescos de Galdós, ¿quién no recuerda la riqueza de sus
interiores y el ambiente de los barrios madrileños? ¿las iglesias e institu
ciones por dentro? ¿la influencia pictórica del Palacio Real? ¿los cafés?
¿los comercios en plena actividad? El escenario urbano, entrañablemente
conocido por Galdós, se ilumina primero aquí, luego allá, según el interés del
novelista, y la suma de esas iluminaciones es el mundo característico del
Galdós de las novelas contemporáneas.
No me propongo estudiar ese escenario urbano, sino evocarlo como de
nominador común de muchas novelas; denominador que parece caracterizar
los primeros capítulos de Nazarín, pero que en realidad falta. Sí hay una
detenida descripción del escenario que sirve para la presentación de don
Nazario, como la hay para situar a otros protagonistas, Benina y Fortunata,
por ejemplo; en este caso, sin embargo, entorno y personaje no comunican.
La técnica naturalista no sirve aquí para delinear cuadro y contenido, ha
ciendo que aquél exprese a éste, sino para mostrar cómo se repelen lo uno y
lo otro, sugiriendo así una ruptura del protagonista con su medio: el dete
rioro, el desaseo, el engaño, la animalización... Nazarín, a diferencia de For
tunata y Benina, no forma parte del ambiente en que le conocemos, y bien
lo muestra el lenguaje descriptivo del narrador: Fortunata era «madre pa
loma», y Benina, imagen de Santa Rita de Casia a la vez que una mendiga
211
más pidiendo limosna a la puerta de la iglesia. La figura de Nazarín, por
el contrario, aparece a lo lejos, como si formara parte visual del escenario,
sin pertenecer al espacio correspondiente:
Vimos que se abría una ventana estrecha que al corredor daba, y en
el marco de ella apareció una figura, que al pronto me pareció de
mujer. Era un hombre. La voz, más que el rostro, nos lo declaró.*
Arquitectónicamente, se le sitúa con una precisión ausente en el retrato
de otros personajes de este libro; la tía Chanfaina está sencillamente «en un
cuartucho» de la misma casa de huéspedes, calificada primero como «ex
traña mansión» y luego como «nidal de ratas». Y huésped, no habitante, es
el padre Nazario en este medio que impresiona al narrador como «lo más
abyecto y zarrapastroso de la especie humana». Si se le puede retratar al
sacerdote allí, sólo será en relación con las paredes, la ventana, o el corredor
contiguos: con lo inanimado, y aún así, el narrador se cuida de mostrar
cómo, incluso en lo inerte, hormiguea una sustancia asquerosa. Si hay deno
minador común entre los detalles incluidos en la descripción del barrio, es
su asquerosidad, y Nazarín nada tiene en común con ello. El lugar que ha
bita, ni le refleja, ni él lo refleja.
Interrumpiendo un momento estos apuntes sobre el principal escenario
urbano de la novela, quisiera hablar de la perspectiva que recomienda el
narrador hacia la materia descrita \ Se atribuye el descubrimiento de la casa
de huéspedes a un amigo del narrador, un periodista que como los de su
especie, «corre tras de la información». Lo encontrado en los barrios bajos
le interesa al periodista por su sensacionalismo, y se supone que cualquier
suceso importa en cuanto supone una noticia. Esa perspectiva, que informa
la Primera Parte, no se empleará para contar las aventuras de Nazarín (II-V),
una serie de sucesos, por cierto: después del robo, la bronca, y el incendio,
vienen muertes, crímenes, peleas, etc. No falta materia de interés periodís
tico en la historia, y sin embargo, el valor documental de los sucesos es es
caso: el narrador sigue al repórter, pero parece interesarse no tanto en los
datos como en la sustancia del personaje. Se unen el criterio periodístico
y el novelístico para construir la historia total. El narrador tiene plena con
ciencia de la riqueza del material; dice que la visita a la casa de huéspedes
«iba resultando de grande utilidad para un estudio etnográfico» (p. 18), pero
la desecha. No corre «tras de la información», como se comprueba en la
entrevista con Nazarín (técnica entonces super-moderna para crear un per
sonaje), cuando se muestra casi indiferente a los antecedentes del cura. Su
viva curiosidad sobre cómo piensa el singular clérigo es lo que sostiene el in
terrogatorio, del cual poco sacan en limpio el periodista y el narrador, a cau-
* La cita se encuentra en la pág. 17 de la edición que utilicé: Benito Pérez
Galdós, Nazarín (Madrid, Hernando, 19"69).
212
sa de la distancia considerable que media entre el lenguaje de éstos y el del
sacerdote, ajeno en sus creencias a las nociones oficiales y, por lo tanto,
distinto en su habla. La entrevista con el alcalde, más adelante, remacha el
punto.
Si no encaja Nazarín en la tipología del narrador, deseoso de clasificarle
como cura o semita, pero persuadido de que tiene delante una extraña mez
cla incomprensible; tampoco encaja en el ámbito vital que habita, ni en la
institución que sirve, la iglesia católica del siglo XIX. Por eso, en esta novela
el escenario no es extensión sino prisión del personaje; lugar aceptado como
refugio sólo porque pasivamente, se resigna a sus circunstancias; una vez
que cambian con el incendio, está y se sabe libre. La salida del interior no
será, pues, una evasión3, sino una aceptación del cambio de circunstancias.
El narrador no acaba de comprender a Nazarín, pero se siente atraído
por sus ideas, y esa atracción le lleva a reflexionar sobre las suyas; pone en
duda su propia identidad intelectual. Con una compenetración típicamente
galdosiana, se embarca en la historia del cura y su búsqueda de identidad
por sumir en la duda la identidad del narrador también. Al cerrar la Pri
mera Parte, el narrador transmite lo dicho por una voz que asegura «oír»:
"¿Quién demonios ha escrito lo que sigue? ¿Ha sido usted, o el repor
tero, o la tía Chanfaina, o el gitano viejo?..." Nada puedo contestar,
porque yo mismo me vería muy confuso si tratara de determinar quién
ha escrito lo que escribo, (p. 48).
El narrador se entrega a los sentimientos que le produce el personaje.
Esto no sorprenderá al lector de Galdós, pues ni la técnica, ni la intención
autorial son nuevas; compenetrarse con la criatura ficticia es la finalidad
perseguida.
Si en La de Bringas el procedimiento enriqueció el humor del final, y en
El amigo Manso dramatizó la desaparición definitiva de Máximo Manso,
aquí sirve para señalar que la historia de Nazarín, si contada por el perio
dista, sería mero folletín, pero referida por alguien que duda de su identi
dad, será una búsqueda espiritual en la cual se hallarán elementos folleti
nescos, pero no constituirán el centro de interés, ni mucho menos. El autor
invita a escoger la perspectiva que más nos plazca —es artista, somos espec
tadores, hay goce estético—; construye el comienzo de su narración desde
un punto de vista y con unas técnicas periodísticas que luego abandona, con
lo cual podemos unirnos, si queremos, al punto de vista del nuevo narrador
que se resume en la pregunta ¿quién es el personaje?
La pregunta y la forma elegida para contestarla son cruciales para nues
tro entendimiento de la novela. Aventuro que Galdós obraba con más con
ciencia literaria de la que aparentaba. Por una parte, escoge como protago
nista de la novela a un «héroe cristiano», ente anacrónico cuyo marco lite
rario adecuado sería una pre-forma de la novela: una vida de santo, o una
213
crónica. La novela es una corrupción de la crónica, y el autor somete al per
sonaje a las consecuencias de esta corrupción literaria; Nazarín será tra
tado como mito a la vez que como ente ficticio. Por otra parte, «historia»
se reduce a periodismo; la imparcialidad y la veracidad del historiador se
sustituyen por el sensacionalismo del periodista. La perspectiva es así la de
lo periodístico y lo ficticio, y la forma literaria, un híbrido si no una corrup
ción (Historia—^-periodismo y crónica—^novela). El personaje está fuera de
su elemento.
Al no saber (¿o no querer descubrirse ante el lector?) quién es, el narra
dor borra una relación habitual en Galdós. Entramos en el espacio del viaje
espiritual y geográfico sin trabas, obligados a considerar la escritura de ma
nera distinta a la corriente en este tipo de obras. El sacerdote emprende el
camino de la aventura al dejar atrás hábito, casa y ciudad, y en otro plano,
el lector hace lo mismo: deja atrás la relación acostumbrada con el narra
dor. Ya no le orienta esa voz familiar que suele servir de guía en el mundo
galdosiano y hace parecer cercano y «casi casi» conocido lo desconocido.
Esa perspectiva familiar suele funcionar en el escenario urbano, pero carece
de operatividad en esta obra, puesto que falta ese escenario típico. Sólo de
paso se habla de un lugar que pertenecería al Madrid galdosiano: la vivienda
de los alpargateros que hospedan a Nazarín en la calle de Calatrava. Pero
los detalles del interior de la casa no se mencionan, porque la tensión de la
ruptura inminente es grande y absorbe el interés del narrador.
Con el incendio, se asiste a la destrucción de un interior, y quien se
atenga a los términos descriptivos, captará la significación de esa destruc
ción. Es una calamidad, o «catastrofa» de la que —dice la tía Chanfaina—
«se había de hablar mucho en los papeles»; un suceso de interés periodís
tico. Metafóricamente, es una limpieza catártica y horrible, según sugiere
el narrador: «Apagar tal infierno era imposible, ni aunque vomitaran agua
sobre él todas las mangas del orbe católico» (p. 86). El fuego devora lo po
drido y mugriento, ya que el fuego espiritual del habitante no había conse
guido destruir los elementos infernales del lugar, descrito poco después co
mo «pleno Limbo» (p. 93). Así, pues, el incendio libera al destruir: pone
a Nazarín en la calle, en una «libre pobreza», en un espacio ilimitado. El
mundo exterior, compartido por todos, será «su» espacio, y lo que reciba del
trabajo o de la mendicidad, «sus cosas»; los interiores serán sitios por donde
pasa —imprecisos, ya que al itinerante no le importan las posesiones, ni las
propias ni las ajenas. Se orienta el sacerdote hacia un espacio nuevo más
ideal que real: el camino de sus acciones. Y los escenarios, en lo sucesivo,
servirán la función casi única de enmarcar los episodios, pues de aquí en
adelante la estructura de la obra será episódica, no escénica, como en la
Primera Parte.
No existe de antemano algo que pueda llamarse el camino de las accio
nes ; éste será, claro, el de la acción según se va desarrollando. Sólo hay cam-
214
po, para el cura la Naturaleza o «regazo» (p. 98) en el cual ansia refugiarse
al dejar los tejados de la civilización. Es difícil soslayar aquí una mención
de la morfología del relato, y difícil también, no recordar cierto paralelo con
el Quijote, señalado ya por la crítica. Trataré de matizar, resumiendo los
que me parecen elementos básicos de la morfología de Nazarín, a fin de rela
cionar mis comentarios sobre escenario, personaje y espacio con su función
morfológica.
Ciudad: tierra, civilización, sufrimiento, fealdad, humanidad: "sombría
cárcel".
Campo: cielo, Naturaleza, felicidad, belleza, Dios: "reino dichoso".
El protagonista sale, como Don Quijote, a vivir unos ideales caducados.
El acompañante representa un aspecto negativo de la sociedad (Sancho,
el materialismo; Andará, el pecado).
La imitación del protagonista engendra la acción, que será un combate.
La sociedad vence al héroe, y desvía de la trayectoria ideal; convierte
"destino" en regreso al lugar de origen, y define "aventura"
como locura.
Hay en ambas obras una idea idílica del campo, una pareja análoga, aven
turas, y un regresoi marcado por la derrota. Pero esta historia es híbrida,
como lo es su perspectiva narrativa: ¿es novela folletinesca, ocasionada por
el reportero? o ¿camino de perfección, planeado por la imaginación inquiet?
del narrador? Pudiéramos contestar que es novela de «cristianas aventuras»
(p. 114) de un «clérigo andante» (p. 111), y por tanto, ni folletín ni sermón,
sino extraña mezcla de ambos y de otras cosas.
Analicemos ahora el cambio de identidad del protagonista: de cura a
vagabundo, para ver cómo el nuevo espacio se ajusta a las necesidades del
personaje itinerante, así como el escenario del comienzo sirvió para mostrar
su incomunicación con el medio (el tema del Carnaval acentuó la idea de que
Nazarín estaba disfrazado de clérigo católico), y sugirió que «su» espacio
no era ése, pese a hallarse presente en el escenario.
Libre del impedimento que era la casa, Nazarín reconoce que las ropas
talares le estorban también. Opta por otras y prescinde del calzado, po
niendo en práctica una enseñanza suya dirigida previamente a Andará: la
carne viste los huesos. El lenguaje abstracto del predicador se le ha hecho
realidad, así que éticamente, hay armonía. Estéticamente, hay la misma
armonía. La realidad del incendio se volverá metáfora cuando ya en el cam
po, Nazarín vuelve a instruir a Andará, El diálogo empieza con un reproche
de él:
—Yo te conozco... Tú pegaste fuego a la casa en que te di asilo.
—Es verdad, y no me pesa. ¿No querían descubrirme y perderle a
usted por mi olor? Pues el aire malo, con fuego se limpia.
215
—Eso te digo yo a ti, que te limpies con fuego.
—¿Qué fuego?
—El amor de Dios.
— Pues diéndome con usted..., se me pegarán esas llamas, (p. 113).
Pegar fuego, un crimen, y pegarle a uno llamas, mejoría espiritual, están
descritos con la misma imagen. Sucintamente, el ingrediente periodístico de
mayor calado, el incendio, se ha cruzado con el germen del relato religioso:
el «fuego» o la pasión que inspira las cristianas aventuras. Debido al uso
poético de este elemento significativo, la historia adquiere vida artística pro
pia en vez de aparecer como variante del Quijote o calco de obras dedica
das al tema de Christus inscmit, la imitación de Cristo, o la historia de la
vida de Jesucristo5. Para describir el efecto que produce Nazarín en otros
personajes, dice el narrador:
El entusiasmo del sacerdote se les comunicó como chispa que cae en
montón de pólvora, (p. 130).
Y su discípula Beatriz siente así:
La de Móstoles se conformaba con todo lo que fuera abstinencia y
edificación, porque su espíritu se iba encendiendo en el místico fuego
con las chispas que el otro lanzaba del rescoldo de su santidad, (p. 196).
Para pintar el triunfo, más adelante, de la fe y la caridad en Andará y
Beatriz sobre la repugnancia que les causa ver los «cuadros de horror, po
dredumbre y miseria» (p. 199) en que el sacerdote les pide trabajar con los
enfermos, se dice:
Al fin, ¡vive Dios!1, fueron entrando, entrando en fuego, y a la tarde
ya eran otras, ya pudo la fe triunfar del asco y la caridad del terror,
(p. 200).
La catástrofe y la fuerza benigna de Nazarín están hechas del mismo
elemento, manejado por el escritor primero en lo literal, luego en lo figura
tivo. Los elementos morfológicos ya mencionados se manejan con análogo
cuidado. Como en el Quijote, se inscriben en el tema de la obra: Cervantes
explora, si bien con humor, el fracaso de la imaginación en el mundo post
renacentista, mientras Galdós muestra la futilidad del verdadero cristianis
mo en una sociedad materialista. Novelas de aventuras ambas, la cervantina
da rienda suelta a la fantasía del anacrónico manchego iluso, y la galdosiana
pone a dura prueba la fe de un «árabe manchego», figura que nadie logra si
tuar temporal o espacialmente. Si hay algo anacrónico en el padre Nazarín es
que, siendo un «héroe cristiano» (le califica así el narrador, p. 208), sirva
de protagonista de una novela dirigida a un público cuyos ídolos tenían más
parentesco con Juanito Santa Cruz que con él.
216
Pero es evidente que Nazarín es más que un héroe anacrónico. La canti
dad de nombres, epítetos, apodos y oficios atribuidos a este personaje marea;
indica, creo, no sólo complejidad —por ser difícilmente captable, es pre
sentado por facetas—, sino confusión de ideas sobre la fe y la figura de
Jesús, modelo mítico del lector y de algunos personajes. Si para unos Nazarín
es ladrón y hasta mujeriego, para otros será médico; para quienes quieren
el milagro, será milagrero e incluso encarnación de Jesucristo; quien no en
tiende por qué prefiere la pobreza a la comodidad (Belmonte), se inventa
una explicación lógica basada en la aceptación de la iglesia: Nazarín —cla
ro— es el obispo armenio que hace penitencia. Para la pueblerina empeñada
en arraigar y casar a todos, es un vagabundo sospechoso; y para el alcalde
escandalizado al ver a un cura seguido de mujeres, será objeto de chacota y
sarcasmo: «príncipe moro desterrado» con sultanas (p. 248) le llama. Los
nombres de Cristo son muchos. El último caso es curioso, porque hablando
en privado con Nazarín el alcalde muestra claramente lo que cree en su
fuero interno: Nazarín es un «señor eclesiástico» merecedor por su oficio
de protección e indulgencia jurídica, y ellas, dos «mujeronas» a quienes no
hay que hacer caso, salvo para condenarlas. La sociedad habla por su boca.
¿Sugiere Galdós que la descriptividad de las denominaciones depende de
nuestras llamadas «ideas»? Interpretaremos correctamente la conducta aje
na sólo si nos compenetramos con lo que hay detrás de la fachada, pero mu
chas veces lo que hay delante —nombre, indumentaria, título— se interpone
con fuerza dominante. Si el prójimo es representante oficial de una institu
ción, cualquier desviación de ese papel puede perturbar la percepción del
tipo, y de hecho, en esta novela observamos a menudo esa perturbación. Na
zarín recibe gran diversidad de trato, mientras él se mantiene siempre el
mismo.
La metáfora del fuego tiene función unificadora. Frente a la multitud
de nombres puestos al personaje, la descripción metafórica del narrador es
reiterada y ecuánime, reforzando nuestra tendencia a equiparar a Nazarín
con el fuego espiritual. Complementando la metáfora principal hay otras
que, incluso dentro de lo grotesco, le siguen relacionando con el fuego. El
alcalde piensa que el cura es «un galápago, a quien había que poner fuego
en la concha para obligarle a sacar la cabeza. Pues fuego en él, es decir, la
broma insolente, la befa y el escarnio» (p. 257). La distorsión de los términos
comparativos es vehemente, y preludia la corrección, que sucede en las
escenas de la cárcel, donde brilla de nuevo la pluma del autor. Las irreveren
cias de los presos provocarán al sacerdote hasta tenerle «ardiendo en santa
cólera» (p. 277), y rezando una «corta oración, dicha con todo el fuego y la
severa solemnidad de la elocuencia sagrada». Tendrá que combatir su deseo
de pegar al Parricida, «atizando el fuego de piedad que ardía en su alma»
(p. 281). Culmina la imaginería con su agotamiento al ser golpeado mental y
físicamente; y dice: «Ser león no es cosa fácil; pero es más difícil ser cor-
217
dero, y yo lo soy» (p. 282). El fuego de la fe ya no parece una expresión de
misal. Sometido a la tentación y al sufrimiento, el creyente aprende que ese
fuego causa nada menos que su propia destrucción corporal, así como el fue
go real causó la destrucción de la casa.
El escenario de la lucha es su cuerpo y su mente, no el trasfondo geo
gráfico, y siendo así, no hacen falta descripciones del campo. En este res
pecto, Nazarín no desmerece de otras novelas galdosianas, pues los porme
nores escénicos que el lector está acostumbrado a encontrar en ellas sobra
rían en este texto. Baroja, años después, pensó necesaria la descripción del
campo en Camino de perfección, y ciertamente allí resulta operante el es
crutinio de lo terrestre porque tiene la función de situar la batalla espiritual
de Fernando Ossorio al nivel entre sórdido y agónico en que ocurre. Nazarín
acepta sin pestañear ese nivel, como lo prueba la siguiente observación del
narrador:
Nazarín parecía connaturalizado con la fétida atmósfera de las lóbregas
estancias, con la espantable catadura de los enfermos y con la suciedad
y miseria que les rodeaba, (p. 201).
Se incluye la referencia no para describir el escenario —¡cuánto más po
dría decir Galdós si quisiera!— sino para establecer el contraste entre la
natural caridad del cura y el esfuerzo que han de hacer sus compañeras para
imitarle. El ojo narrativo no es naturalista ya, sino espiritualista: del último
Galdós.
Al no reflejar la civilización, el campo es en las páginas que comentamos
una especie de escenario ilusionista, telón de fondo sin real vinculación con
el conflicto moral planteado a los personajes, sobre todo a Andará y Beatriz,
enfrentadas como su mentor con la tentación. A ellas se les expone a ten
taciones menores, que Nazarín apenas siente (el ocio, el asco, el miedo, la
venganza, el odio, el desprecio, la superstición, la envidia, la violencia, la
cobardía...). A él se le expone a otras: la lujuria, la riqueza, el poder, la mi
lagrería, y —la más grave— la tentación sublime del martirio. La mirada
de los personajes es ascendente, y a ella adapta el autor sus técnicas descrip
tivas. Lo que figura en el espacio moral no son, pues, escenas campestres,
sino pensamientos y palabras de Nazarín, un campo mental en el cual van
entrando Andará y Beatriz. Vivir es vivir tentado, y el sacerdote que va
superando esta ecuación se va convirtiendo en creador de un espacio pro
pio y atrayendo a él a sus discípulas. Es el espacio místico.
En éste, último espacio de la obra, seres del mundo novelesco descritos
anteriormente con técnica naturalista reaparecen transformados por la ima
ginación de quien experimenta la visión. Y el lector, conociendo bien al per
sonaje, habiendo escuchado sus palabras y observado sus actos, puede avan
zar con él hacia esa visión, a ese espacio que, a diferencia del de la visión
mística de algún santo desconocido, resulta accesible y compartible. El cam
po, poco tiene que ver con un proceso espiritual que lleva hasta esa visión
218
donde tiempo y espacio se inmaterializan. Como preparación para esa inma
terialización, hay un diálogo entre Nazarín y las mujeres sobre lo que signi
fica «ir a la Gloria» (p. 195); así se apunta a la otra metáfora subyacente
en la obra: el viaje6. El simbolismo es patente: Andará y Nazarín viajan
a lo celestial. Sagazmente, el novelista introducirá paulatinamente al lector
en un espacio normalmente vedado, al dejarle leer su novela no como un
relato estrictamente religioso sino como una aventura psicológica, y en esto
Galdós es fiel al realismo; su arte simula una visión mística y a la vez se
mantiene en terreno sólido y «realista» al no insistir en presentar a Nazarín
como Cristo. La corrupción literaria antes referida (encajar en novela la his
toria de un santo) se justifica, pues.
El logro técnico se debe seguramente a la captación de las relaciones es
paciales experimentadas por el personaje extraordinario, para quien el cam
po es a la vez camino de itinerante (dirección horizontal), camino de peni
tente (dirección vertical), y presencia divinal (reflejo horizontal de lo alto).
El autor deja de señalar en esta obra tardía paralelos entre la Naturaleza y
el sentimiento, como si rechazara ya la noción romántica de que la Natura
leza puede reflejar estados de ánimo (la Naturaleza es reflejo, pero de Dios,
aquí). Adopta más bien la visión del protagonista quien, al tratar de conso
lar a Beatriz por haberse entregado al Pinto, dice esta sencilla verdad:
Caminamos por la vida palpando en las tinieblas, como ciegos, y sólo
Dios sabe lo que nos sucederá mañana. De lo que resulta que, común
mente, cuando pensamos ir hacia lo malo, nos sorprende el encuentro
de lo bueno, y al revés, (p. 300).
Y el desenlace de la novela me hace ponderar estas palabras. El camino
ascendente exige al trío nazarista resignarse al modo de seguirlo que la so
ciedad les asigna: una cuerda de presos. La vuelta a un espacio confinante
renueva la tensión del comienzo, con redoblada fuerza, pues el confinamien
to es ahora condena. Pero hay un cambio decisivo: el trío siente un espiri
tual ardor que los libera de la asfixiante realidad. He aquí cómo lo expresa
el narrador, refiriéndose a Beatriz:
En su alma se encendía súbitamente como una hoguera de cariño hacia
el santo que las dirigía y las guiaba. Otras veces sintiera el mismo
fuego, mas nunca tan intenso como en aquella ocasión. Después, obser
vándose hasta lo más profundo, creyó que no debía comparar aquel
estado del alma al voraz incendio que abrasa y destruye, sino a un
raudal de agua que milagrosamente brota de una peña y todo lo inunda.
Era un río lo que por su alma corría, (p. 241).
El fuego místico ha prendido, y el lenguaje registra el hecho: lo literal se
confunde cada vez más con lo simbólico, y así puede suceder que cuando
Beatriz entre en la cárcel, crea «entrar en la Gloria» (p. 304).
La preparación narrativa para la visión mística de Nazarín es realmente
magnífica: casi imperceptiblemente, se ha ido metamorfoseando el elemento
219
del fuego y matizando el concepto del espacio (¡cuan lejos del cursi «reino
dichoso» del comienzo!), de modo que el nuevo escenario, la cárcel, se di
luye veloz e insensiblemente en el cerebro de Nazarín, afligido por una fiebre
que altera sus percepciones. Escalofriado y delirante, no acierta a distinguir
entre la realidad y el pensamiento: empieza a «ver visiones», se diría. Pri
mero transforma el lugar: «Vio la cárcel como una anchurosa cueva» (p. 309);
luego, cuando trata de cerciorarse de si la luz viene del sol o de la luna, y
si la hora es la que parece, se encuentra igualmente aturdido. Con estos
apuntes fisiológicos, se predispone al lector para que admita más fácilmente,
quizá, las exaltadas versiones de Andará y Beatriz forjadas por el cura.
Si no fuera por su función en contexto, la visión mística tendría un in
terés muy relativo. Las imágenes son convencionales, con obvios anteceden
tes en el Libro de su vida, de Santa Teresa. ¿Por qué, entonces, conservan
fuerza expresiva? Creo que la preparación para la visión, y no la presenta
ción de ella, es la clave. Al retratar con delicadeza psicológica el sufrimiento
de Nazarín y sus compañeras, el novelista hace desear la llegada de un con
suelo: la visión lo proporciona. Pues como consuelo, y no como artículo
de fe, lo presenta el sabio autor. Cuida de mostrar el desvarío del cura fe
bril, sugiriendo la calentura como causa verosímil de la alucinación; pero
al lector atento no se le escapará la armonía existente entre la visión de Na
zarín y la realidad del mundo novelesco, expresada nuevamente a través de
las imágenes del fuego. En la visión, Andará «con su espada de fuego hen
día y destrozaba las huestes» (p. 315). El artista ha completado el cuadro.
Nazarín, el santo, es la llama de la fe; Beatriz, la pacífica, el fuego que se
vuelve agua; y Andará, la guerrera, la portadora de la espada de fuego. Y
por si fuera poco, quien prendió fuego a la casa de huéspedes, quien come
tió el crimen, ahora combate el mal.
Después de esta poetización en que la imaginación, incorporando la del
personaje, da a las figuras plenitud de significación, el autor vuelve a la lite
ralidad de «lo real» y se dispone a concluir. Ya se llegó al fin del camino es
piritual, una sublimación; pero todavía hay que precisar la dirección del otro
camino, el del argumento: la carretera polvorienta por donde son llevados
los presos. Este camino conduce al encierro, y Nazarín lo sabe bien; por
eso, entrando en Madrid nota que van por una «empinada calle», «doloroso
trayecto» hacia el martirio que rechaza. Con una simetría estructural muy
propia de Galdós, el final enlaza con el comienzo. Del vuelo imaginativo del
individuo, a la caída del juicio colectivo: don Nazario Zaharín está loco,
como el pobre Alonso Quijano y como Maximiliano Rubín'; es un enfermo
que cree estar celebrando misa «en un altar purísimo» cuando, en realidad,
internado en el hospital sufre corporal y mentalmente. Le saca del error
una voz divina —¿y ficticia?— que le dice:
Estás en mi santo hospital padeciendo por mí. Tus compañeras, las dos
perdidas y el ladrón que siguen tu enseñanza están en la cárcel. No
220
puedes celebrar, no puedo estar contigo en cuerpo y sangre, y esta
misa es figuración insana de tu mente. Descansa, que bien te lo mere
ces, (p. 320).
Irónicamente, las palabras de la voz divina no distan mucho de los jui
cios de la grosera tía Chanfaina que, sin proponérselo, resumió lo que sería
la acción de la novela cuando ésta empezaba. Profetizó el final cuando dijo
a Nazarín:
Si es usted pájaro, vayase al campo a comer lo que encuentre, o pósese
en la rama de un árbol, piando, hasta que le entren moscas... Y si está
loco, es un suponer, que le lleven al manicómelo. (p. 21).
Intuyó el destino del héroe, la victimación, aunque ella ni le hubiera
llamado héroe, ni creído que su fin fuese un destino. ¿Lo es? Galdós es
cribe el final como si fuera la clave de los episodios contados, y nuestra idea
del protagonista —¿héroe, Cristo, santo, individuo, personaje?— determina
rá la lectura que de ese final se haga8. Viéndole al personaje en un espacio
que el narrador identifica como «locura» y él, como «santidad», es casi
imposible saber dónde está. Hay una dualidad de creencias que atestigua la
complejidad de la obra. Al final no podemos optar por una conciencia —la
narrativa—, porque como ya se demostró, quedó en duda la consistencia de
ella desde antes de la Segunda Parte. Al faltar esa conciencia orientadora,
hemos de aceptar la coexistencia de dos voces, cada una transmisora de un
centro intelectual que opera independientemente hasta llegar a la última pala
bra del texto. Si la situación desorienta un poco, se debe al hecho de ser
Nazarín una novela polifónica, distinta de la característica novela homofónica
de Galdós y por ser polifónica, está hecha de contradicciones, como
hemos visto al examinar las denominaciones del protagonista, el punto de
vista narrativo, y la inmersión en un mundo ajeno al del narrador (la expe
riencia mística). En síntesis, pudiéramos recordar que esta novela, como
todas, no pretende ser una explicación, sino una ignición.
NOTAS
1 En su estudio "Galdós and The Aesthetic of Ambiguity" {Anales Galdosianos,
IX, 1974, pp. 99-109), Peter Goldman sugiere que el Carnaval es la clave para com
prender la perspectiva narrativa. Concuerdo con él en cuanto a la función complemen
taria que tienen la Primera Parte y las otras (II-V), aunque mi manera de considerar
la división es otra. Según Goldman,
At ihe outset of the novel, Galdós, in the guise of a narrator-reporter, does
not present the reader with any personal opinión regarding the veracity of the
chronicle which is about to be related. But in the last three sentences of the
novelistic birth, i.e., Part I, we are informed that the chronicle which is to
follow was indeed written with a specific intent by its unknown author:
221
[...] Our task is therefore to proceed from the theorizing Nazarín of Part I
to the activist of Parts II-V. We must examine Nazarín from the point of view
of the implementation of his ideáis and determine whether his actions are in
harmony with them. (p. 105, AG).
Discrepo, en cambio, de la conclusión de Goldman de que "Nazarín is simply a
well-intentioned individual" (p. 108); sus acciones le convierten en un modelo cris
tiano-anacrónico, quizá, pero modelo con discípulos cuya imitación prueba la validez
religiosa del mentor. La eficacia del modelo en esa sociedad es otra cuestión, y se
planteará en Misericordia, donde santidad será caridad.
2 Algo parecido ocurrirá casi un siglo después, en las largas conversaciones de
dos personajes de Miguel Delibes, el médico y Pacífico Pérez, en Las guerras de nues
tros antepasados; éstos hablan mucho, pero tampoco se encuentran.
3 Robert Ricard, en Galdós et ses romans (Centre de Recherches de l'Institut
d'Etudes Hispaniques, Paris, 1961), sostiene en su estudio del tema de la evasión en
Galdós, que la marcha de Nazarín no es una evasión, y estoy de acuerdo.
* Una aleluya del siglo XIX, "Don Quijote de la Mancha", lo expresa
Es D. Quijote vencido
y a su pueblo al fin regresa
viejo cansado y molido.
5 Es útil el estudio de Frank Bowman: "On the Definition of Jesús in Modern
Fiction" (Anales Gáldosianos, II, 19>67, pp. 53-66) para dividir en categorías formales
la literatura dedicada al mito de Cristo. Según este crítico, Nazarín pertenece a ia
sexta categoría, la que contiene "those stories which present, not Jesús himself, but a
figure of Jesús in some different age. In this category not only is the kerygma patte~*
unwarped, followed in whole or in part, but also the hero is identified as a figure i*
Jesús by his physical appearance, by other characters, because he is called upon to pía
the role of Jesús", (pp. 60-61).
6 John W. Kronik cree que "el peripatetismo del protagonista es en verdad e
fundamento estructural de la obra" (p. 81 del ensayo suyo, "Estructuras dinámicas en
Nazarín", en Anales Gáldosianos, IX, pp. 81-98). Kronik estudia las formas de movi
miento que hay en la novela, y traza bien la metáfora del movimiento en lo semántico,
lo narrativo, lo temporal y lo espacial, sostiene que la estructura es circular.
7 A los tres —Nazarín, Don Quijote, Maximiliano Rubín— se pueden aplicar estas
palabras de Ricardo Gullón :
.. .se consideran destinados a una misión: una misión regeneradora, permanente
delirio del español, temperado por Sanchos y Bachilleres, (p. 58, Galdós, novelista
moderno, 3.a edición, Gredos, Madrid 1972).
8 Creo que es acertada la observación de Alexandre A. Parker sobre el final
de esta novela y la índole del cambio que habrá en Halma:
That the Agony and Passion of Nazarín should lead only to this [the end of
Halma] is ludicrous. Such a novelistic commonplace as an unconventional
marriage and a consequent "happy ending" are incommensurable with the intensity
with which Galdós felt, and depicted symbolically, the fact of redemptive
suffering and the drama of the "madness" of the spirit in a materialist world.
Nazarín needed for its completion a religious experience of an altogether deeper
kind than Halma gives it. It is, in consequence, best read alone, (p. 99 de su
artículo: "Nazarín, or the Passion of our Lord Jesús Christ According to Galdós",
Anales Gáldosianos, II, 1967, pp. 83-101).
222