EL TEMA DE LA UNIDAD EN EL TEATRO DE GALDOS

Luis Lozano

A los hombres, como a sus obras, para ser verdaderamente grandes, les

hace falta provocar controversias, agitar los espíritus en sentidos diamentralmente

opuestos. Todo lo que al rozarnos nos deja indiferentes revela por

ello mismo su mediocridad e intrascendencia, a menos que tal reacción se

deba a nuestra incapacidad para comprenderlo.

Pedro Antonio de Alarcón se preocupaba de que nadie hubiera dicho

nada contra su obrita El sombrero de tres picos: «A tal extremo ha llegado

esta unanimidad ■—confiesa en La historia de mis libros— que muchas veces

he sentido aborrecimiento y desdén a la picara obra por nadie impugnada,

atribuyendo su fortuna a nulidad e insignificancia interna» \

No podríamos decir lo mismo de don Benito Pérez Galdós, ni de su labor

literaria. La cohorte de detractores y admiradores que sus escritos han pro

ducido se extiende de un extremo a otro.

Sobre este tema en particular existe la obra de Domingo Navarro Na

varro titulada Enaltecedores y detractores de Pérez Galdós, publicada en

Madrid, en 1965 2, y no necesitamos hacer un estudio minucioso de ellos;

pero, aunque sólo sea como muestra de la intensidad de ciertos antagonis

mos, mencionaremos, por ejemplo, el artículo sin firma titulado «El crimen

del día» que apareció en El Siglo Futuro a raíz del estreno de Electra, en el

que se califica a Galdós de «calamidad literaria» y «novelista de folletín», y

se le acusa de hablar un castellano lamentable» 3.

En la misma vena, Luis Bonafoux, en un suelto publicado en El Heraldo

de París el 5 de abril de 1902, dijo que Galdós no era más que un mal imi

tador de Zola4.

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Valle-Inclán, en Luces de Bohemia, lo llamó «Don Benito, el garbancero» ,

despiadada burla en que se apoyaron otros como el periodista Antonio Espi

na quien, en una crítica acerca de la obra de Galdós Fisonomías sociales,

que apareció en Revista de Occidente, I (1923), 114-117, lo califica de «enor

me medianía» 6, mientras que el hispano-americano Juan C. Zorrilla de San

Martín (no el destacado poeta uruguayo, sino alguien de igual nombre, tal

vez pariente suyo), autor de una Historia de la Literatura Universal, lo acu

sa de «espíritu netamente sectario y anticlerical» 7, añadiendo que «sus nove

las Gloria, Doña Perfecta y La familia de León Rock son de las más conoci

das y anticristianas»8.

Así, durante años, recibió golpes de la derecha y aun de ciertos elemen

tos liberales. Los primeros fueron los clericales y reaccionarios que se sentían

ofendidos por las ideas expresadas en sus libros; los segundos, la misma

generación del 98, a la que José F. Montesinos llama «el rencoroso grupo

noventiochista, siempre mal dispuesto a aceptar nada de su próximo pa

sado que pudiera hacerle sombra» 9.

El sentido crítico de ciertas personas es tal que, a aquél que no se ex

prese en términos halagüeños para sus convicciones o patrones artísticos,

le niegan todo mérito. Entre estos detractores ha habido, naturalmente, quie

nes han confundido el anticlericalismo de Galdós con la irreligiosidad, sien

do así que muchas de sus obras están realmente impregnadas de un delicado

y profundo sentimiento espiritual y religioso, como le reconocen general

mente sus críticos imparciales. Un erudito del prestigio de Gustavo Correa,

dedica todo un libro al tema de El simbolismo religioso en la novela de

Galdós10 y Arnold M. Penuel al de Charity in the Novéis of Galdós u.

Digamos de paso que, así como antimilitarismo no significa oposición

al ejército, sino a la hegemonía de los militares en materias de orden civil,

así tampoco el anticlericalismo implica —por lo menos en Galdós— lucha

contra el clero, sino contra el poder abusivo del clero, contra su ingerencia

en las vidas ajenas.

Pasado cierto período de indiferencia o antagonismo hacia nuestro au

tor, se inicia una etapa de reconocimiento de sus méritos literarios que, afor

tunadamente, ha seguido increscendo hasta nuestros días.

Para el profesor J. E. Varey, el despertar del interés por Galdós empezó

durante la guerra civil española, pero podemos situarlo unos años antes. Ya

en 1928, el profesor Romera-Navarro, catedrático de la Universidad de Texas,

exponía los siguientes juicios sobre el escritor canario: «Por su com

pleta y profunda visión, es el mayor novelista hispano de los tiempos mo

dernos. Lo es, asimismo, desde el punto de vista meramente artístico»12. Y a

esto sigue un comentario detallado sobre los rasgos característicos del arte

galdosiano, en el que Romera-Navarro ve concentradas ciertas cualidades

que en otros autores de fama aparecen dispersas.

Algo después, alrededor de 1930 —año más o menos— la revista Lectu

ras, editada en Barcelona por la Sociedad General de Publicaciones, presentó

312

Marianela en forma de suplemento mensual, y en 1931 se publicó Torque

mada en la hoguera, según indica el mismo Varey".

En su artículo, Varey cita las siguientes palabras de Vicente Aleixandre:

«almorzando un día en una tabernita madrileña con Federico García Lorca,

nos descubrimos ambos admiradores apasionados de Galdós» u.

Esto, aunque escrito por Aleixandre en 1952, se refiere a un encuentro

que tuvo lugar antes de la guerra, pues ya se sabe que García Lorca quedó

atrapado en Granada en julio de 1936 y allí murió poco después.

Más tarde, durante la misma guerra, el interés por Galdós se extendió

rápidamente en la zona republicana. Galdós había sido un escritor del pue

blo y sus Episodios nacionales eran una fuente de inspiración por el parale

lismo que sugerían entre la invasión napoleónica y la de los elementos ítalofascistas

y germano-nazis que apoyaban a Franco. En 1938 aparecieron en

Valencia o Barcelona los dos o tres primeros volúmenes de una nueva edi

ción de los Episodios, que no pasaron de ahí debido a la adversa suerte de

las operaciones militares para los republicanos.

Así, a través de los años y tal vez ayudada por los mismos embates de

sus detractores, la fama de Galdós se ha ido consolidando, y hoy ya nadie

le disputa el lugar de primerísima fila que ocupa en las letras españolas. Tan

prestigiosos eruditos como Pattison15, Ángel del Río16, José María Valverde17

y otros, coinciden en considerarlo el mejor novelista de las letras hispa

nas, después de Cervantes. Salvador de Madariaga va más lejos; según él,

«en la historia de la novela española, Galdós sólo le cede en eminencia a

Cervantes; en la de la europea, sólo a Dostoievsqui» 18.

Faltaba, sin embargo, que este aprecio general se extendiera a su produc

ción escénica, y a ello se han venido dirigiendo los esfuerzos de especialistas

como Stanley Finkenthal, Ricardo Doménech, Ildefonso Manuel Gil, Rodol

fo Cardona, Gonzalo Sobejano, Joaquín Casalduero, y muchos más.

Hay quien ha dicho que Galdós era novelista, pero no autor teatral;

algunos lo han acusado de carecer de talento dramático, sobre todo los espí

ritus sectarios que discrepaban de sus ideas.

Esta miopía intelectual queda derrotada ante la fina percepción de erudi

tos como Joaquín Casalduero, quien define claramente la aportación del tea

tro galdosiano a las letras españolas en declaraciones como la siguiente:

«Después de Don Alvaro y El Trovador, el teatro español tiene que es

perar hasta Galdós para poder contar con una escena propia y original. Don

Benito trae una temática y un mundo imaginativo completamente nuevos» 19.

Con todo, Casalduero reconoce que «el drama galdosiano arrastra mu

cho lastre novelesco»20, lo cual da origen a ciertas imperfecciones; pero Gal

dós va depurando su arte dramático a medida que pasa el tiempo y, por fin,

«todo eso [es decir, las imperfecciones] desaparece en las últimas creaciones

dramáticas» 21.

En lo que los críticos parecen concordar, ya sea que compartan o recha

cen las ideas de Galdós, es en que toda su obra —la novelística tanto como

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la teatral— encierra un importante contenido doctrinal; es decir, que en sus

escritos se destacan ciertas ideas o actitudes que vienen a ser como los pila

res sobre los que se asienta el edificio de sus personajes y tramas.

Los comentaristas de Galdós señalan con frecuencia los grandes princi

pios —tolerancia, concordia, unidad— que constituyen los temas de sus

obras. Los tres están íntimamente ligados, puesto que faltando uno de ellos

es difícil mantener los otros, pero cada cual representa una fase de la dispo

sición psíquica necesaria para conducir las relaciones humanas de un modo

constructivo. Se puede decir que cada una de las obras de Galdós de con

tenido idealista es una incitación a la práctica de esos ideales, ya sea al

mostrar los beneficios de su aplicación, o bien al describir los desastres que

su ausencia puede acarrear.

De estos tres principios, hemos querido destacar en este trabajo el que

se refiere a la unidad en el teatro de Galdós, por parecemos la raíz esencial

de donde arranca toda la ideología de nuestro escritor. Cuando no es la uni

ficación material de las distintas capas sociales por medio del matrimonio

—como en La loca de la casa y La de San Quintín— es la unidad espiritual

que resulta de la práctica del amor al prójimo y el perdón de las ofensas,

como apreciamos en Realidad y El abuelo. Ocasionalmente, Galdós presenta

la antítesis, el efecto destructor de la intransigencia, como es el caso en

Doña Perfecta.

En otro de sus bien documentados libros, dice Casalduero: «Galdós ama

lo que une a los hombres, odia lo que los separa» 22.

Observemos que el concepto de unidad está íntimamente ligado a la idea

de progreso. Unidad y progreso son dos lados de una misma moneda, y a

ambos se refiere Galdós con harta frecuencia. En el primer capítulo de Marianela

oímos a Teodoro Golfín en su soliloquio: «adelante, siempre ade

lante... (me gusta esta frase, y si yo tuviera escudo, no le pondría otra divi

sa)». Y este «adelante» que es una referencia al progreso material o moral,

sirve sin duda de divisa o de lema al autor, a través de toda su obra.

Ahora bien, progreso vale tanto como decir civilización, y ésta ha sido

siempre el ideal promotor de los grandes esfuerzos constructivos de la hu

manidad.

Un ejemplo de la aplicación de esta doctrina en su teatro lo hallamos

en las siguientes palabras de Sor Simona, en el drama que lleva su nombre:

«¡ Matar, matar!... Vosotros creéis que vivís en un siglo que llamáis dieci

nueve, o no sé qué. Yo digo que vivimos en la Edad Media» 33.

Comentando esas y otras palabras advierte Casalduero que en ellas se

denuncia «lo anacrónico de la vida política española» u y, en nota al pie de

la página, añade un acertado comentario: «También hoy hay un anacronis

mo en los países de Occidente, debido al estancamiento político y el inmen

so avance científico, tecnológico, y al aumento de la población» 25.

Es decir, al progreso científico no ha correspondido un progreso social

y espiritual, lo cual no sólo es una contradicción, sino que pone en peligro

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el concepto íntegro de civilización. Para que haya civilización es preciso que

haya, ante todo, armonía, concordia, unidad de aspiraciones colectivas; y

esta unidad ha de nacer precisamente del libre albedrío, de la libertad de

acción y de pensamiento.

Citando de nuevo a Casalduero, digamos que no conviene «confundir la

unidad con la tiranía, el orden con el reino del terror» 26. Es evidente que

la unidad impuesta por la fuerza lleva en sí la semilla de la discordia. El

espíritu humano se rebela contra cualquier coacción, y estalla a la primera

oportunidad.

Sin embargo, como todo en el universo, la unidad también tiene sus lí

mites. A causa de nuestra propia naturaleza, nos distinguimos exteriormente

unos de otros por nuestras características físicas, e interiormente por nues

tros rasgos morales o psicológicos. La «madre» naturaleza tiende a diferen

ciar a los individuos hasta crear nuevas familias, razas y especies. De la pa

reja original de que descendemos han surgido los innumerables pueblos que

hoy habitan la tierra, con sus profundas divergencias.

Precisamente porque la naturaleza nos empuja instintivamente a la lucha,

al antagonismo y a la separación, el hombre, al primer chispazo de inteligen

cia, debió comprender que el futuro de la especie exigía hallar fórmulas de

armonía, es decir, de unidad, que permitieran detener —o por lo menos ami

norar— el curso de la acción ciega de los elementos y modificar éstos para

sus propios fines; ésa es, en suma, la labor de la civilización.

Civilización fue inventar sonidos y darles una interpretación convencio

nal común para que pudiéramos entendernos unos con otros; y a partir de

ahí, la escritura, el vestido, las normas en que se basan todas las artes y las

ciencias son actos de unificación que han contribuido al progreso de nuestra

especie.

Pero el ser humano no puede ignorar su naturaleza. El verdadero hombre

civilizado es el que sabe tomar las riendas y dirigir sus impulsos siguiendo el

sistema de normas que se haya trazado. Si, por el contrario, son los impul

sos los que dirigen nuestros actos, no podemos sostener que contribuimos a

la marcha de la civilización. Y esto es precisamente lo que está ocurriendo

en nuestros días, el anacronismo a que se refiere Casalduero.

Veamos, pues, en qué forma se encadenan los principios a que hemos

aludido. Aunque los mismos aparecen en sus novelas, hemos prestado es

pecial atención al papel que desempeñan en la producción escénica de Galdós,

primeramente porque se ha hablado menos de ésta que de su prosa y,

en segundo lugar, porque compartimos la opinión expresada por Pattison

de que «he realizad that the quickest way to give currency to, and to provoke

discussion of, his ideas was to put them on the stage and, disillusioned with

politics, like Ángel Guerra, he now sought to regenérate some fundamental

national character traits by advocating charity, tolerance, and a breakdown

of class barriers. Even his anticlerical plays —Electra and Casandra— indirectly

plead for tolerance by attacking intolerance. Taken as a whole, the

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plays show Galdós advocating the total regeneration of his compatriots».

(«El comprendió que la manera más expedita de dar curso a sus ideas y so

meterlas a discusión era ponerlas en escena, y así, desencantado de la polí

tica, como Ángel Guerra, trató de regenerar algunos rasgos fundamentales

del carácter nacional, abogando por la caridad, la tolerancia y la abolición

de las barreras entre las clases. Aun sus dramas anticlericales —Electro y

Casandra— defienden indirectamente la tolerancia al atacar la intolerancia.

Tomada en conjunto, la producción teatral viene a ser la campaña de Galdós

por la regeneración total de sus compatriotas»)27.

La idea de la fusión de elementos sociales dispares se apunta claramente

en la segunda de sus obras escénicas, La loca de la casa, estrenada en enero

de 1893. En ella se desarrolla el tema que servirá de base, un año después,

a La de San Quintín: la unión de la clase alta, refinada pero empobrecida,

con el elemento popular representado por el joven que ha triunfado en la

vida, ya sea por su habilidad comercial o su preparación técnica.

En ambos casos, la clase alta está encarnada en una mujer, que viene a

ser el símbolo de la propia España, dormida en sus glorias pasadas y nece

sitada de una renovación que la ponga al compás de los países progresistas

de Europa y América.

El contraste entre patricios y plebeyos es más violento en La loca de la

casa que en La de San Quintín porque el personaje Cruz de la primera con

tinúa siendo, a pesar de sus millones, un hombre tosco en modales y en

ideas, el prototipo del indiano tradicional, mientras que Víctor, en La de

San Quintín, es un joven de origen humilde, pero dotado, no sólo de dina

mismo y ambición como el otro, sino también de refinamiento y preparación

técnica; en una palabra, el símbolo del progreso.

En el acto I, escena VII de La loca de la casa, Cruz —es decir, Pepet—

explica los móviles de sus acciones: «hallóme amasado con la sangre del

egoísmo, de aquel egoísmo que echó los cimientos de la riqueza y de la civi

lización» w. En estas palabras y en las que siguen se expone un sistema de

ideas que a Ramón Pérez de Ayala y, más tarde, a Gonzalo Sobejano les

parecen calco de las de Nietzsche29.

Sin embargo, el mismo Pérez de Ayala reconoce que «en el momento de

estrenarse La loca de la casa, Nietzsche era absolutamente desconocido en

tre nosotros»30. Y añade: «¡Pasmosa intuición, del genio de Galdós!»31. A

nuestro juicio, más que intuición, lo que Galdós señala aquí es la influencia

de la teoría darwiniana de la lucha por la existencia, reflejada en la filosofía

de Spencer, según sugiere Rafael Altamira, en De historia y arte, también

citado por Gonzalo Sobejano32.

No obstante, ello no quiere decir que Galdós se identificara con tales

ideas, sino que las reconocía como hechos reales, utilizándolas como factor

en la creación de una sociedad que supiera aprovechar su fuerza creadora,

una vez limadas sus asperezas con los refinamientos que aportaran los ele

mentos tradicionales.

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Singularmente, las doctrinas de Nietzsche, antes de ser deformadas y

adaptadas por los nazis para sus propios fines, atrajeron la atención de los

anarquistas y otros «espíritus libres» que veían en el dionisíaco canto al in

dividualismo la exaltación de sus anhelos; pero Pepet Cruz es un apolíneo,

un hombre que vive según las reglas, sin las cuales «no hay ley, ni crédito...

no hay trabajo, ni vida, ni nada» (I, VII).

Este hombre que sólo da valor a la fuerza y a la laboriosidad, es anti

clerical: «Ya sabe usted que detesto a toda la caterva de frailes, clérigos y

beatas, cualquiera que sea su marca, etiqueta o vitola» (I, IX).

No conviene perder de vista que, en la época en que Galdós escribía,

ya se barajaba, junto al concepto de la lucha por la existencia, el de la lucha

de clases, que viene a ser lo mismo trasplantado al terreno social.

En la lucha por la existencia, el fuerte elimina al débil, e igual ha de

entenderse de la lucha de clases, que terminaría con la abolición de las dife

rencias sociales mediante la aniquilación de todo lo que no sea la clase tra

bajadora.

Sin entrar a discutir lo que esto pueda tener de utópico y lo que la rea

lidad actual en los países socialistas pueda probar en un sentido u otro, el

hecho es que toda solución violenta responde a los impulsos ciegos de la

naturaleza, al desbordamiento de las pasiones. Lo razonable y ordenado, en

cambio, es modificar, aprovechar los elementos de que disponemos para

obtener de ellos el mejor partido posible, lo cual ha sido siempre la trayec

toria del progreso. En todo caso, acertada o no, tal es la doctrina que sus

tenta Galdós.

En La loca de la casa, Cruz se hace intérprete de esta doctrina al indicar

su deseo, no de destruir, sino de adueñarse de lo que en su juventud fue

para él inaccesible: la tierra, la propiedad, la familia.

«Mi ilusión constante, mientras viví en América —dice— fue poseer

Santa Madrona, ser señor donde fui criado... Deseo asimilar todo esto sin

ofender a las personas; al contrario, haciéndolas mías, o que ellas me hagan

a mí... suyo» (I, IX).

Para ello quiere casarse con una de las hijas del señor Moneada y «tener

muchos hijos... robustos, sanotes, para que aventajen a estas generaciones

tísicas» (ibid).

Sobre esta idea vuelve Galdós en diversas ocasiones, puesto que es su

tema central. Así, Huguet, al dar cuenta a Moneada de sus gestiones, dice

en presencia de Victoria y refiriéndose a Cruz: «parecía un niño contándome

su ilusión de entroncar con los Moneada, de juntar las dos razas» (II, III).

Más claramente queda expresado el mensaje galdosiano en las siguientes

palabras del mismo Cruz: «deseo que el pueblo se confunda con el señorío,

porque así se hacen las revoluciones... sin revolución» (II, XII).

Mientras que Cruz parece triunfar en todo lo que se propone, los per

sonajes que representan la clase alta están condenados al fracaso. El difunto

marido de la marquesa de Malavella se arruinó, a pesar de «su gran enten-

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dimiento, la extraordinaria alteza de sus ideas... Se emborrachaba con el

maldito progreso», dice la viuda (II, I).

En suma, al marqués le faltaba la habilidad, el sentido de economía que

posee Cruz, el hombre del pueblo. Otro tanto le sucede a don Juan de Mon

eada, quien parece tener grandes ideas, pero pisar un terreno poco firme.

Además, a todos sus negocios los persigue la mala suerte:

«Al mes de ver partir a mi Victoria para el convento, ocurre la espan

tosa baja de los algodones... Al mes siguiente, una inundación hace estragos

en la fábrica de Igualada. Pasan veinte días y el fuego destruye parte de los

almacenes de Barceloneta» (I, IV).

Pero la unión que busca Pepet es en cierto sentido el sometimiento de los

demás, su plena conquista, aunque a la postre sólo consiga una avenencia

lograda tras una serie de concesiones. Quien en realidad lleva a cabo el pro

ceso unificador de una manera equitativa es Victoria: su nombre simbólico

sugiere pugna, pues no hay victoria sin obstáculos que dominar. Ella misma

lo explica: «El mayor gusto mío es que tenga que vencer dificultades gran

des, o afrontar algún peligro que me imponga miedo, más bien terror, o aho

gar con esfuerzo del alma mis gustos de siempre, mis aficiones más arraiga

das. Quiero padecer y humillarme» (II, I).

Victoria, la religiosa, la loca, que en un principio muestra aversión por

este hombre rudo, termina por comprender que de ella depende el bienestar

de su padre y de su familia, y por ello acepta el sacrificio de casarse con él.

Este enlace exige de ella un gran esfuerzo que sólo se justificará por sus

frutos. Sus reflexiones no dejan lugar a dudas: «Por más que miro y rebus

co en ese tosco semblante, no encuentro más que la expresión del egoísmo,

de la insaciable codicia» (II, XII).

Pepet es el hombre a quien su hermana Gabriela ha rechazado por no

sentirse con valor «para ser esposa de una bestia» (II, V). En esta escena, las

palabras de Victoria tienen un valor doctrinal y simbólico: «Cada cual le

vanta los pesos que puede. El sacrificio, la querencia de las dificultades, el

desprecio de nuestra felicidad para buscar en la desdicha una dicha mayor...

no es, no, para todos los caracteres» (ibid).

El mensaje de Galdós a la sociedad española parece bien claro. Cuando

el bien perseguido trasciende los intereses particulares del individuo, éste

debe sacrificarse por el bien de la comunidad.

Muchos años después, el Presidente Kennedy decía algo parecido diri

giéndose a su nación: «An dso, my fellow Americans: Ask not what your

country can do for you —ask what you can do for your country—». («Y así,

conciudadanos americanos, no preguntéis qué puede hacer vuestro país por

vosotros —preguntad qué podéis hacer vosotros por vuestro país—s)33.

Galdós es muy cuidadoso al elegir los nombres de sus personajes. El ape

llido Moneada, de ilustre prosapia catalana, nos recuerda al famoso histo

riador Francisco de Moneada, que escribió la Expedición de los catalanes

contra los griegos y turcos y fue conde de Osuna, gobernador y virrey de

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Flandes y embajador de España en Alemania; una figura ideal como repre

sentante de las tradiciones hispánicas y de la unidad peninsular.

Después del enlace de Pepet y Victoria, surgen las desavenencias entre

los esposos por la prodigalidad con que ella dispone de los fondos del mari

do para practicar obras de caridad. Llegan a separarse momentáneamente,

pero pronto descubren que ni él puede vivir sin ella, ni ella sin él. En con

fidencia con su padre, Victoria admite: «La vida con Pepet es árida, traba

josa: pero es vida. Es un batallar constante» (IV, VII).

La reconciliación no tarda en llegar. Al anuncio del hijo próximo, Cruz

siente desarrollarse en él un orgullo paternal, y exclama: «Victoria y yo

seremos fundamento de una gallarda generación» (IV, XII).

En la conversación que mantienen después los esposos, se establecen las

condiciones de un nuevo entendimiento que se basará esencialmente en la

mutua aceptación de sus respectivas personalidades. Dice Cruz: «¿Qué pre

tendes? ¿Que me vuelva otro?... Si soy así, ¿qué remedio hay más que to

marme o dejarme... Tú también tienes defectos... Acéptame tú a mí con

mis asperezas, como yo te acepto a ti con las tuyas» (IV, XVI).

La pareja se instala en el edificio sin terminar que dará albergue al nuevo

hospital o asilo, y que bien puede simbolizar a España, del que ella será di

rectora con la ayuda que él promete: «Quiero velar por la niñez. Me inte

resa extraordinariamente la generación que ha de sucedemos» (IV, XV).

Así Galdós expresa vde un modo alegórico, pero bien transparente, su

deseo de ver a todos los españoles unidos, sobrellevándose sus faltas y coope

rando unos con otros para completar con felicidad la construcción de ese

gran asilo que es su propia patria.

El mensaje es algo más sutil en La de San Quintín, pero no menos fir

me. Aquí, el hombre humilde es don César de Buendía, un patriarca de 88

años que empezó sin recursos, como él mismo confiesa: «el día de mi boda

no tenía yo valor de cuatro pesetas» (I, X), y termina siendo el potentado

más rico de Ficóbriga, «terrateniente, fabricante y naviero» (I, I), gracias a

la buena administración. El llega a emparentar «con ilustres familias de la

nobleza de Castilla» (I, I) por el matrimonio de su hermana, pero su linaje

terminará en su hijo, don César, que es un débil degenerado, y su nieta, Ru

fina, que se irá a un convento cuando él falte (III, VII).

La verdadera prosperidad ha de venir de fuera, traída por el joven Víctor,

supuesto hijo ilegítimo de don César y una institutriz italiana, criado en

Francia y con estudios técnicos en Bélgica. Habla francés, inglés, alemán y,

por supuesto, español; pero se ha dejado influir por las doctrinas revolu

cionarias de la época: «En Bélgica me sedujo la idea socialista... pronuncié

discursos, agité las masas... ¡Terrible campaña que terminó con mi pri

sión!» (I, XIII).

El sistema oficial de educación le interesa poco a este protagonista y, por

lo tanto, a Galdós —recordemos que él tampoco se distinguió en sus estu

dios. «Lo que sé —afirma Víctor— lo sé, sin diploma, y no poseo ninguna

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marca de la pedantería oficial» (ibid). Pero, eso sí, lo mismo puede hacer

una locomotora que construir una catedral o fabricar agujas, vidrio o ce

rámica.

Además de su preparación técnica y de su habilidad práctica, Víctor

posee notables rasgos de carácter. El primero de ellos, decisión —como Vic

toria en La loca de la casa— para hacer frente a la vida: «Diré a usted...

sin altanería, que yo me atrevo a todo... las dificultades, los peligros, aumen

tan mi valor» (I, XIII). Además, ama la verdad «sobre todas las cosas», se

guro de que «la verdad no puede ocasionar males» (II, XI); y cuando se

descubre que no es hijo de don César y pierde la protección de éste, su

entereza no se quebranta: «No temo nada... soy un hombre, y me basta»

(II, XIX).

Si Víctor representa el progreso técnico europeo de que España estaba

necesitada, la joven duquesa Rosario de Trastamara simboliza a esa España

del pasado, arruinada por la mala administración y las rancias ideas, pero

capaz de regenerarse por el trabajo y por la fusión con el pueblo.

El mismo nombre de la protagonista parece ser una alegoría humorística

muy propia de Galdós, un juego de palabras de doble sentido en el que las

cuentas de que se compone un rosario simbolizan las deudas de la duquesa.

Por otra parte, el sugestivo nombre Rosario de Trastamara es, sin duda,

propio de persona de la alta aristocracia, «descendiente de príncipes y re

yes» (I, X), pero no olvidemos que el fundador del linaje fue don Enrique de

Trastamara, un bastardo.

Con frecuencia, Galdós recuerda al lector que si el pueblo español es una

mezcla de razas, la aristocracia tampoco tiene ninguna pureza de que bla

sonar; o quizá fuera mejor decir que el pueblo español puede enorgullecerse

—al revés que los racistas nazis— de llevar en sus venas sangre de diversas

procedencias, cada cual capaz de aportar algo positivo a los rasgos caracte

rísticos de la raza.

La cuestión de la pureza racial era un tema candente en la época en que

escribía Galdós, puesto de moda por escritores como el conde de Gobineau

y, más tarde, por Nietzsche y sus admiradores en España. Galdós, al con

trario que todos ellos y en consonancia con sus propias ideas unitarias y

progresistas, alaba y enaltece el hecho de que España haya sido un crisol

de pueblos.

En Rosario, que llega a casa de los Buendía empobrecida, decepcionada

y en busca de retiro y soledad, se opera una rápida transformación con su

cambio de vida y el contacto con Víctor. Bien pronto adquiere afición a las

tareas domésticas: «Me habéis acostumbrado a no estar mano sobre mano,

y ya no hay para mí martirio como la ociosidad» (II, I).

Desde su primer encuentro con Víctor se siente fuertemente atraída hacia

él, quien ya la amaba platónicamente desde que se conocieron en el extran

jero, en sus tiempos de estudiante. Esta atracción se extiende al terreno del

pensamiento: «Las ideas de este hombre me seducen, me enamoran» (II, X).

320

Así, esta mujer, que en otros tiempos tuvo fama de altanera (I, X), va

derribando barreras sociales y acercándose al pueblo. El proceso lo iniciaron

sus reveses: «las desdichas me han abatido el orgullo más de lo que usted

cree» (I, X) —confiesa ella a don José— y continúa con su apego al trabajo,

acelerándolo su amor por Víctor.

En una graciosa explicación metafórica, compara ella la tarea de hacer

rosquillas con la evolución social. Primero toma yemas y azúcar, que repre

sentan la aristocracia de sangre unida con la del dinero; «luego cojo yo las

aristocracias y las mezclo, las amalgamo con el pueblo, vulgo harina, que es

la gran liga» (II, VIII). Su convicción es ya firme cuando asegura a Víctor:

«creo que todo anda muy mal en este planeta... y habrá que hacer un revol

tijo como éste, mezclar, confundir, baquetear encima, revolver bien para

sacar luego nuevas formas» (II, IX).

Finalmente, a su amor se une el remordimiento cuando, en un acceso de

indignación contra don César, que la quiere para sí, le entrega unas cartas

de su antigua amante, la italiana, en las que se revela el nombre del verda

dero progenitor de Víctor. A raíz de esto, el joven pierde sus privilegios en

la casa de los Buendía, razón de más para que ella se sienta obligada a com

partir su suerte: «Mi nobleza —dice— me obliga a proceder... conforme a

la ley eterna del honor, de la justicia, de la conciencia. Yo privé a este

hombre de todos los bienes de la tierra. El cree que mi mano es la única

compensación de su infortunio, y yo se la doy» (III, VII). Después se casarán

y marcharán a América, es decir a un mundo nuevo, volviendo la espalda

a aquél en que han vivido. Don César ve en su partida «un mundo que

muere» (III, VII), mientras que el anciano don José la interpreta como «un

mundo que nace» (ibid).

Esta obra es más sólida —desde el punto de vista ideológico— que La

loca de la casa; su mensaje es mucho más preciso y elaborado; la acción

parece también más animada y entretenida. Francisco F. Villegas dijo de

ella: «hay en la comedia tanta fuerza dramática, tanta cantidad de talento,

tanta verdad y tantas bellezas, que, al contemplarlas, todo lo demás se

borra» M.

La siguiente pieza teatral de Galdós fue Los condenados. Tan interesante

o más que la obra misma es el prólogo escrito por el propio autor, donde

da a conocer su credo estético y especula acerca del arte escénico. Aunque

él puso todo su esmero en la empresa y creía haberse superado, la obra «no

agradó al público» 35.

El tema de la unidad social o nacional desaparece en Los condenados,

siendo reemplazado por otro también caro a Galdós: la convicción de que

una atmósfera de tranquilidad, de amor y de misericordia tiene más fuerza

que todo acto de violencia. El pueblo de Ansó ofrece los dos aspectos: por

un lado la población hostil que exige el castigo de un delincuente y, por otro,

el ambiente casi medieval de religiosidad que, influyendo en el criminal

321

21

José León, le impulsa a entregarse a la justicia para expiar sus culpas, ven

cido por la bondad y el amor de algunos de sus semejantes.

La tesis del autor, eminentemente cristiana, sigue siendo la fe en la

solución de los problemas humanos por medios pacíficos, por el entendi

miento de unos y otros —la unidad de criterio— antes que la pugna.

Voluntad, estrenada en 1895, es la respuesta de Galdós al problema de

la abulia de que padecía la nación entera, y que fue tema favorito de los

escritores de la época. Unos años más tarde, en 1902, publicaba Azorín su

novela La voluntad.

En esta comedia hay dos personajes que representan las dos fuerzas que

dirigen los actos humanos: el instinto y la razón, el corazón y el intelecto.

Estas fuerzas fueron simbolizadas por los griegos en sus dioses Dionysos y

Apolo. Ambas conviven en el ser humano, pero una de ellas predomina en

nuestra personalidad y se impone sobre la otra. En la comedia de que ha

blamos, Alejandro es el dionisíaco, Isidora la apolínea.

Al principio encontramos la casa de comercio que poseen los padres

de Isidora a punto de quebrar, por descuido y falta de administración; los

créditos no se cobran y los acreedores apremian.,La hija mayor, Isidora, ha

abandonado el hogar, seducida por Alejandro. Las primeras palabras son

las de Isidro, el padre: «Si Dios no hace un milagro, no hay salvación para

mi casa» (I, I).

Aquí podemos ver una alusión a España y a su precaria situación hacia

fines del siglo XIX, en vísperas del desastre colonial y la guerra con los

Estados Unidos.

A la hija extraviada se le reconoce talento, energía, gracia. «Hace dos

años —dice Isidro— cuando caí malo, tomó a su cargo el establecimiento,

y llevaba los negocios de un modo admirable. Mejor, mejor que yo» (I, III).

Pero Isidora ha seguido alucinada a Alejandro Hermann, «un sonámbu

lo, con la cabeza llena de fantasmagorías, palabra engañadora, buena figu

ra..., simpático él, eso sí» (ibid).

Esta ofuscación, producida por el amor, es una «enfermedad tan horrible

como pasajera, y que se cura con otra dolencia, con un buen empacho de

la realidad de las cosas» (I, V), según afirma Santos, tío de la muchacha.

En efecto, la joven vuelve a casa arrepentida y es acogida en su hogar,

a pesar de los reparos del padre, ofendido en su honor. Trinidad, la madre,

es quien aplica el bálsamo de sus palabras: «Al error todos estamos sujetos.

Perdonemos para que nos perdone Dios» (I, V).

Pronto Isidora toma las riendas del negocio; ella sabe dónde están las

mercancías, cómo venderlas y en qué forma recuperar cuentas que parecían

perdidas. La debilidad de sus padres ha sido la indolencia: «Es que os dor

mís, papá —dice— es que lo dejais todo para mañana» (I, X). Con su activi

dad y acertada administración, el negocio vuelve a flote: «Da gusto ver

prosperar la casa en que uno aprende para comerciante» (II, I), asegura Bo

nifacio, uno de los dependientes.

322

Pero Alejandro la anda rondando: «Ella es el reposo, la exactitud... yo

la fantasía, el ensueño... somos el sí y el no, el alfa y la omega, el fin y el

principio, y por lo mismo, del choque, de la fusión de nuestras almas, de

biera resultar la perfectísima y hermosa síntesis» (II, II).

Aunque Isidora declara: «Soy como los defensores de Zaragoza. No me

rindo», llega un momento en que titubea: «¡Si tendrá razón Alejandro, que

sostiene que estos afanes embrutecen el alma, amargan la vida y secan la

fuente del ideal y de los goces puros...!» (II, IX).

Pero su sentido realista no la abandona completamente: «como no vuel

va la edad de oro, en que se mantiene la gente con bellotas, habrá que tra

bajar» (ibid).

Galdós procura hacer de Alejandro una figura simpática, a pesar de su

influencia negativa. Representa un factor real en la vida, que no se puede

soslayar. Como él mismo dice: «Si no existiera la disparidad de caracteres,

no existiría el amor, el sentimiento universal que mueve los mundos» (II, IX).

A la postre triunfa el tesón de Isidora, su ambición, su constancia y te

nacidad, pero sin descartar a Alejandro: «Tú serás mi sostén —dice ella—,

mi defensa, mi apoyo en esta lucha formidable, y mi victoria, si la consigo,

será también la tuya» (III, Di).

Así, de la unión de estos elementos, opuestos pero necesarios —como los

que se encuentran en la sociedad española o en la misma alma de cada indi

viduo— surgirá el equilibrio deseado, según lo proclama Santos: «los hijos

de estos hijos serán la perfección humana» (ibid).

Doña Perfecta, como ya dijimos, es la antítesis de los principios que

sustenta Pérez Galdós, la demostración del efecto corrosivo y aun trágico

que la falta de unidad —o de tolerancia y entendimiento— puede acarrear

a los protagonistas y, paralelamente, a la nación española, que ha compro

bado la verdad de esto en cada una de sus contiendas civiles.

El título de La fiera se refiere a las pasiones destructivas, a los odios que

suscitan en el corazón de los españoles las diferencias doctrinarias. Su men

saje —como en otras obras— es un llamamiento a la paz y la concordia, a

la piedad y el perdón.

La acción se desarrolla en 1822 en Urgel, durante las luchas entre cons

titucionales y absolutistas. Hay un pasaje que parece una visión profética de

la guerra civil de 1936; son las palabras de Juan, jefe de realistas y gober

nador de la plaza: «Vivimos en pleno furor. España es una jaula de locos

delirantes. Las ideas no son ya ideas, sino furores. Luchamos, ellos y noso

tros, no por vencer al contrario, ni aun para someterlo, sino para destruir

lo» (II, IV).

La voz de la razón está encarnada en Susana, joven aristócrata educada

en Francia, «el país de las ideas» (I, II). Se intenta casarla con su primo Juan,

el guerrero, pero ella advierte que el Cupido que conoce «odia con toda su

alma la guerra fratricida, y no ve con buenos ojos a los héroes de estas lu

chas crueles y feroces, cualquiera que sea su bandera» (I, III).

323

Los adversarios de uno y otro bando se sienten espoleados por el mismo

celo fanático, y ambos se creen intérpretes de la voluntad divina. Si Juan

proclama que lo que importa es «el valor rudo, la ira santa, perseguir al

democratismo en sus últimas guaridas, despedazarlo sin compasión» (I, I),

Berenguer asegura no menos fervorosamente que «con la ayuda de Dios...

castigaremos los crímenes de estos infames sectarios» (I, VIII).

Este último se ha unido a la causa liberal no tanto por convicciones polí

ticas como por afán de venganza contra quienes asesinaron a su padre, ul

trajaron a su hermana e hicieron a su madre «víctima inocente de estas

terribles discordias» (I, X).

Sin embargo, enamorado de Susana, se va dejando influir poco a poco

de sus sentimientos de concordia. Dice ella: «Quiero que el sectario se hu

manice y arroje de su alma esas brasas del Infierno, perdonando para olvidar

y olvidando para perdonar» (I, X). En otra escena, emplea palabras semejan

tes a las de Trinidad, en Voluntad: «Perdonadles a todos, para que os per

done Dios» (III, VII).

Cuando la influencia de esta mujer va conquistando su corazón, Beren

guer llega a admitir: «He venido aquí con engaño para ser lo que fuisteis

con los míos: falaz, primero; después, brutal, sanguinario; he venido a cas

tigar la iniquidad con iniquidad, los crímenes con crímenes. Triste condi

ción de la Humanidad..., ya ves... Que no siente verdaderamente la justicia

sino por la venganza» (II, X).

Susana no es la única mujer que predica la benevolencia, pero sí la más

destacada de la pieza. Otra que se expresa en términos semejantes es Monsa,

la madre de Juan, quien se dirige a éste con las siguientes palabras: «Hijo

mío. Todo puede conciliarse: el deber y la clemencia» (I, IV); y algo más

adelante: « ¡ Hijo mío, piedad! » (I, V).

Al final, convertido enteramente a las pacíficas ideas de Susana, Beren

guer rompe con sus compañeros y cae prisionero junto con ellos en manos

de las fuerzas realistas. En una exposición de ideales, Valerio, el liberal,

declara con orgullo: «Detesto el absolutismo... Tal como son mis enemigos,

fanáticos y crueles, así soy yo, por ley de guerra. Desconozco la piedad;

vivo para exterminar a mis contrarios y limpiar la tierra de toda tiranía»

(III, V). Berenguer, en cambio, más moderadamente, admite que «Susana

ha sido el ángel que despertó en mi alma los sentimientos humanitarios de

perdón» (ibid).

Con la proximidad de las tropas liberales se inicia la desbandada de los

absolutistas, pero antes del desenlace Berenguer se ve obligado a batirse

primero con Valerio y después con Juan, representantes de las dos fuerzas

antagónicas. Ambos mueren a sus manos, lo que le hace exclamar: «He ma

tado a la fiera. ¡ Muertos los dos!» (III, IX).

Aquí el tema, según vemos, viene a ser, como en Doña Perfecta, el de la

discordia ideológica, pero enfocado desde un nuevo punto de vista. Los pro

tagonistas, en vez de ser aplastados por sus adversarios, resultan triunfan-

324

tes, y de este modo presenta Galdós su tesis al público, la cual, a través de

la exhortación a la concordia, viene a ser un llamamiento en favor de la uni

dad nacional.

Electra es, indudablemente, la obra galdosiana que mayor revuelo causó

en su época. Para Mariano de Cavia fue «el drama que hacía falta a toda

una generación, a toda una sociedad cual la española, ansiosa de no concluir

siendo un rebaño»36.

El ambiente político estaba caldeado por el recuerdo del desastre colo

nial del 98 y la inepcia de los gobiernos de la monarquía para remediar los

males del país. Las ideas revolucionarias se extendían con rapidez y se refle

jaban en la literatura de la época. Los ánimos se hallaban excitados y se

acogían al menor pretexto para expresar su descontento.

Al acercarse el estreno de Electra, confiesa Pío Baroja en sus Memorias

que «la mayoría de los escritores jóvenes nos dispusimos a defender la obra

de Galdós con un cierto entusiasmo que podía recordar en otras proporcio

nes los preparativos del estreno de Hernani» 37. La representación tuvo lugar

en medio de una gran efervescencia. «La gente acompañó a Galdós por la

calle entre gritos y aplausos» 3S.

Días después se organizó un homenaje a Galdós en el Frontón Central.

Las masas se congregaron a la salida del edificio, lanzando vítores a Galdós

y mueras al clericalismo. Galdós se escabulló discretamente, acompañado de

Baroja y, a una pregunta de éste, respondió: «Yo me voy al extranjero. Yo

no tengo nada que ver con estas algaradas» :w.

Faltaría saber si esto se puede tomar al pie de la letra, pero de todos

modos lo que nos interesa aquí son los siguientes comentarios de Baroja:

«Tengo que reconocer que la actitud de Galdós no me fue completamente

simpática. Tanta pusilanimidad me pareció excesiva. Yo creo que cada hom

bre debe responder de sus acciones y de sus ideas» 4ít.

Sin embargo, para cualquier espíritu imparcial, la cosa está clara: Pérez

Galdós no era un agitador, sino un pacificador que predicaba el entendimien

to colectivo, la cooperación social, sin que ello significara jamás la sumisión

de unos a otros. En ninguna de sus obras aboga por la violencia, aunque

a veces le sea preciso describirla. Por ello es de comprender que no quisiera

ponerse al frente de unas turbas revueltas, ni permitir que su figura sirviese

de bandera a los promotores de tumultos y desórdenes, de cualquier bando

que fuesen, cuando precisamente las campañas de toda su vida habían sido

en el sentido contrario.

En el drama, la joven Electra simboliza la nueva España, con sus virtudes

y defectos, necesitada de guía. He aquí cómo la describe su tío don Urba

no: «Momentos hay en que la chiquilla nos revela excelsas cualidades, mal

escondidas en su inocencia; momentos en que nos parece la criatura más

loca que Dios ha echado al mundo» (I, II).

Sus orígenes son obscuros; su madre, Eleuteria, se había dejado corrom

per y había tenido amores promiscuos; como resultado de ello hay tres per-

325

sonas que se disputan la paternidad de la joven: el financiero Leonardo Cues

ta, el fanático Salvador Pantoja y el aristócrata marqués de Ronda. No es la

primera vez que Galdós da a sus personajes simbólicos una filiación espuria,

como si quisiera abatir todo orgullo racial y, de paso, recordarnos que Es

paña es un mosaico de pueblos distintos y no por ello menos entrañable

para los españoles. Estas tres figuras simbolizan también las tres fuerzas

que dominaban a España en la época de Galdós: la burguesía acaudalada,

la Iglesia y la aristocracia.

En el acto I, escenas IX, X y XI, Electra se encuentra sucesivamente con

sus presuntos progenitores, Cuesta, el marqués de Ronda y Pantoja, cada

uno empeñado en decidir el futuro de la joven. Galdós parece más bien

indiferente hacia el papel de Cuesta, decididamente simpatiza con el mar

qués y pinta con rasgos tenebrosos la figura de Pantoja, como antes había

pintado la de doña Perfecta; Pantoja, como esta última, mostrará una tena

cidad inquebrantable y usará del engaño sin escrúpulos para lograr sus fines.

También es importante señalar el hecho de que Electra se haya criado

en Francia —como Susana en La fiera— con lo que se nos da a entender

que vuelve a España sin prejuicios ni preferencias, con la mente abierta a

nuevas experiencias.

En realidad, la educación y el porvenir de Electra es asunto que afecta

vehementemente a Pantoja y Máximo, el ilustre metalúrgico, también for

mado en Francia. Máximo es el símbolo del progreso técnico y del espíritu

de libertad que campea por Europa y que la nueva España reclama. Por

supuesto, también es el portavoz de las ideas del autor. Lo que él propone

para Electra es «que aprenda por sí misma lo mucho que aún ignora; que

abra bien sus ojitos... para que vea que no es todo alegrías, que hay también

deberes, tristezas, sacrificios» (I, VII).

En cambio, Pantoja no piensa más que en proteger la inocencia de la jo

ven, evitándole todo contacto con el mundo o, en otras palabras, alejándola

de la realidad y dominando su espíritu: «Determinémonos... a poner a

Electra donde no vea ejemplos de liviandad ni oiga ninguna palabra con

dejos maliciosos» (II, XII).

El marqués de Ronda tiene un papel secundario de apoyo a Máximo:

«Mis ojos —dice— se van tras de la ciencia, tras de la Naturaleza..., y Má

ximo es eso» (I, X).

Sobre todo, Galdós defiende el principio de libertad de acción y de pen

samiento, y así lo expresa a través de Máximo, cuando éste aconseja a Elec

tra la independencia, la emancipación e incluso la insubordinación, añadien

do: «corran libres tus impulsos, para que cuanto hay en ti se manifieste, y

sepamos lo que eres» (I, XIII).

En otro plano, Electra representa la poesía de la vida, los ideales, todo

aquello que nos eleva sobre la materialidad de la existencia, mientras que

Máximo simboliza el trabajo, el método, la disciplina. Cuando don Urbano

326

asegura a éste que se hará rico como fruto de su inteligencia privilegiada,

él responde: «No; de la perseverancia, de la paciencia laboriosa» (II, II).

Ambos elementos -—el idealista y el prosaico— se combinan y comple

mentan en la vida, y para remachar su punto el autor se sirve de una alego

ría muy adecuada: Máximo prepara una aleación de aluminio y cobre; el

aluminio se parece a Electra: «pesa poco... pero es muy tenaz» (III, I). El

cobre, en cambio, representa a Máximo y, aunque menos atractivo en apa

riencia, es muy útil. El marqués aconseja: «active usted la fusión... que

queden los metales bien juntitos» (III, II).

La batalla por la posesión de Electra prosigue con escenas de intenso

dramatismo y es ganada temporalmente por Pantoja cuando éste, de un

modo insidioso, asegura a la joven que Máximo es hermano de ella, hijo de

su propia madre. La muchacha lo cree y se deja conducir a un convento, de

donde es rescatada por Máximo y el marqués cuando la verdad resplandece.

Hay un diálogo entre Máximo y el marqués, en el que el primero se ex

presa con la fogosidad propia de un hombre joven y enamorado, inclinado

a la violencia para conseguir lo que cree pertenecerle, mientras que el se

gundo, que es la voz de la prudencia, aconseja métodos sutiles y, a la postre,

más eficaces, en lo cual se advierte la preferencia de Galdós.

Dice el marqués, refiriéndose a Pantoja: «Imitémosle, seamos como él,

astutos, insidiosos, perseverantes» (V, V). Y poco después: «Tenemos que

ir con pulso. Es forzoso que respetemos el orden social en que vivimos»

(ibid).

En las demás obras escénicas de Galdós —comedias y dramas— que no

podemos analizar aquí por no extendernos demasiado, reaparece con fre

cuencia el tema de la unidad, lograda ya sea mediante la fusión de las clases

sociales o mediante la liquidación de antagonismos ideológicos y la creación

de una atmósfera de concordia destinada a hacer posible la convivencia so

cial. Todo ello como base del progreso que conduce al bienestar material y

moral de los seres humanos. La lección tiene hoy más validez que nunca.

NOTAS

1 Obras completas (Madrid: Ediciones Fax, 1954), p. 20.

2 Citada por Hensley C. Woodbridge en "Benito Pérez Galdós: A Selected

Annotated Bibliography", Hispania, Lili (Diciembre 1970), 901.

3 Citado por E. Inman Fox en "Galdós' Electra", Anales Galdosianos, I (1966), 134.

4 Citado por A. F. Lambert en "Galdós and Concha-Ruth Morell", Anales Gal

dosianos, Vin (1973), 37.

5 Obras escogidas (Madrid: Aguilar, 1971), II, 1215.

6 Citado por J. E. Varey en Galdós Studies (London: Tamesis Books Limited,

1970), p. 1.

7 Op. cit. (Santiago: Editorial Nascimento, 1940), p. 553.

327

8 Ibld.

9 Galdós (Madrid: Ed. Castalia, 1968), I, ix.

10 Madrid: Gredos, 1962.

n Athens: University of Georgia Press, 1972.

13 Op. cit. (Bostón: D. C. Heath y Compañía, 1928), p. 582.

13 "Galdós in the Light of Recent Criticism", Galdós Studies, 1970, p. 5.

14 Ibíd., p. 3.

15 Benito Pérez Galdós (Bostón: Twayne Publishers, 1975), Preface.

16 Historia de la Literatura Española (New York: Holt, Rinehart and Winston,

1963), II, 197.

17 Breve Historia de la Literatura Española (Madrid: Guadarrama, 1969), p. 192.

18 "Nota-Prefacio", Anales Gáldosianos, I, 1.

19 J. Casalduero, "Sor Simona y Santa Juana de Castilla", Letras de Deusto,

Bilbao, núm. 8 (Julio-Diciembre 1974), p. 119.

20 Ibíd.

21 Ibíd.

22 Vida y Obra de Galdós (Madrid: Gredos, 1961), p. 21.

23 Sor Simona, acto II, escena 4.

24 "Sor Simona y Santa Juana de Castilla", Letras de Deusto, Bilbao, núm. 8, p. 122.

25 Ibíd.

26 Ibíd., p. 117.

27 Walter T. Pattison, Benito Pérez Galdós (Bostón: Twayne Publishers, 1975),

p. 143.

28 Pérez Galdós, Obras completas, Cuentos y teatro (Madrid: Aguilar, 1971),

p. 176.

29 Gonzalo Sobejano, Nietzsche en España (Madrid: Gredos, 1967), p. 154.

30 Ibíd.

31 Ibíd.

32 Ibíd.

33 Discurso inaugural, 20 de enero de 1961.

34 "Impresiones literarias", La España moderna, 62 (febrero de 1894), p. 126.

Citado por H. C. Woodbridge en Hispania, diciembre 1970, p. 965.

35 Los condenados, prólogo.

36 "La mejor bandera", artículo en El Imparcial, 1.° de febrero de 1901, citado por

E. Inman Fox en "Galdós' Electro", Anales Gáldosianos, I (1966), p. 134.

37 Final del siglo XIX y principios del XX, O.C. (Madrid: Biblioteca Nueva, 1949),

VII, 742.

38 Ibíd.

39 Ibíd., p. 743.

40 Ibíd.

328