EL DIPUTADO SEÑOR PÉREZ GALDOS

César Lloréns Bargés

PREÁMBULO

Ya fue un deseo frustrado para mí, el no haber participado en el I CON

GRESO INTERNACIONAL GALDOSIANO. Esas ocupaciones, que con du

doso criterio, llamamos «preferentes», me lo impidieron. En esta ocasión,

también circunstancias de última hora, casi me lo impiden y sólo la buena

voluntad y la afectuosa ayuda de la dirección del Congreso van a permitir

esta exposición de mi ponencia, que por esa misma razón ha de ser breve,

apremiada por los minutos y los kilómetros al aeropuerto.

Pero esa brevedad no me eximirá de la gratísima obligación de expresar

mi gratitud a la Presidencia y Comisión Ejecutiva de este Congreso y de una

manera muy especial a su director, este infatigable galdosiano, que es el

profesor Armas Ayala. Gratitud, como digo, especialísima, pues le debo en

parte el texto de esta ponencia, pues al preguntarle sobre el carácter más o

menos inédito, ya en este siglo, me animó a investigar en los archivos de

nuestras Cortes y me hizo referencia a una pintura que ha sido para mí,

plástico acicate para este modesto trabajo.

Trabajo este, que no pasa de ser una somera evocación a ese don Benito

que en la Carrera de San Jerónimo después de ocupar como espectador mu

chas veces la tribuna pública, lo hizo en varias ocasiones ocupando su es

caño de Diputado por derecho propio, entre los demás padres de la Patria,

de los que tantos han quedado reflejados en sus páginas inmortales.

Esa evocación somera como digo, al aspecto parlamentario del gran es-

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pectador de nuestra historia, se concreta a los dos períodos de este siglo,

a las dos legislaturas, que comienzan en 1907 y en 1914 y en las que don Be

nito resultó elegido Diputado por Madrid y por Las Palmas, respectivamen

te. Anteriores experiencias parlamentarias, de un Pérez Galdós más joven

representando a provincias ultramarinas, serán expuestas a Vds. en más auto

rizada y documentada ponencia que la mía, por el profesor Armas Ayala

en este mismo Congreso.

Y he dicho que este menos que discreto trabajo mío, va ser fundamen

talmente una evocación, un recuerdo donde la imaginación se entremezcla

y aun sobrepasa los datos y los hechos, y ello por una doble razón: en pri

mer lugar porque los vestigios que he podido encontrar en la Biblioteca de

las Cortes sobre las actividades e intervenciones del Diputado Sr. Pérez Gal

dós, tanto en una como en la otra legislatura son harto escasos, sin que

pueda achacarse la ausencia al acopio documental y a los expresivos índices

que remontándose al siglo pasado son realmente excelentes. De ahí que la

razón de esa parquedad documental haya de explicarse más bien por la

correspondencia a la propia realidad: La escasa actividad del parlamentario,

que como tantos otros, porque no quieran o no puedan, apenas son nomi

nados en los Diarios de Sesiones y en las actas de sus credenciales. En el caso

de don Benito, es además natural, porque don Benito no era un político.

Era sin duda y es, nuestro mayor escritor político. Ni la mayor parte de

sus novelas, de obras de teatro, de sus comentarios sobre política en el pe

riodismo, por no hablar ya de sus Episodios, escapa al análisis o a la des

cripción del entorno político de nuestro atormentado siglo XDÍ, sobre todo

en su segunda mitad, sobre todo en su último tercio. Don Benito fue el gran

liberal de fina sensibilidad política que allá a mediados de siglo, cuando em

pezaban las convulsiones de los grandes movimientos sociales por Europa,

se permitía olfatear por medio de unos de sus personajes: «me parece que

por aquí, pronto vamos a tener masas». O profetizaba con acierto, a veces,

como en aquella maravillosa crónica periodística que escribió con motivo

de la muerte de Prim, en la que al final, después de haber contemplado la

triste entrada en Madrid de don Amadeo pensaba: «No hará carrera. Pa

rece una buena persona».

Pérez Galdós conocía mejor que nadie la política española, sus males,

sus luchas, sus esperanzas y sus fracasos. Pero don Benito no era un político

activo, no era ni quiso ser un hombre de gobierno; no era ni quiso ser un

buen parlamentario. En las ocasiones que son objeto su candidatura fue

concesión a la amistad de quienes se lo pidieron. Su compensación fue la de

ocupar asiento de buena fila para observarlo todo con su mirada socarrona

cada vez más débil. Porque eso fue don Benito: El gran observador, el gran

espectador de la Historia.

De ahí que nadie piense que este pequeño estudio del Diputado Pérez

Galdós, añada nada especial a su figura o aumente en algo su dimensión hu

mana, política o literaria. No fue ni siquiera un discreto parlamentario. Co-

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mo tampoco lo fueron, digamos de pasada, otros literatos de prestigio, más

o menos de su tiempo, que también ocuparon escaño. Podíamos citar a

Azorín, Baroja, Unamuno y tantos otros, cuyos méritos no han quedado

ciertamente en el Diario de Sesiones.

Pero con eso y con todo es un aspecto que no se puede desconocer. Una

actividad que permite constatar posturas y criterios en algunos detalles no

por pequeños poco reveladores. Un honor en fin, cuando como en la pos

trera ocasión, don Benito vuelve al Parlamento representando a su propia

tierra que abandonara hacía ya tantos años y de alguna manera un desmen

tido para cierta versión que entre algunos de sus paisanos ha corrido de

que don Benito había no sólo olvidado sino denostado a esta su ciudad natal.

Con estos pensamientos, con estas limitaciones, con estas previas adver

tencias para que nadie se sienta defraudado en espera de inauditas imáge

nes o escondidas facetas de nuestro genio y de su personalidad, entremos

con más emoción que cerebro, con más afecto que erudición, a hablar du

rante unos minutos del Diputado don Benito Pérez Galdós.

EL PARLAMENTO ESPAÑOL

No parece ocioso, siquiera sea en pocas líneas, hablar de ciertas preci

siones en lo que —a mi juicio con poco acierto y acento foráneo— llama

mos Parlamento o parlamentario.

En España tenemos el más antiguo parlamento quizá del mundo, al me

nos de Europa. Las Cortes de León, se reunían en el siglo XII. Es ese nom

bre castellano de Cortes el que felizmente se conserva, para designar el

Parlamento español.

Distinto del concepto de Parlamento —que es la institución— es el de

parlamentarismo, que es un sistema político. Como tal sistema en España

hemos de partir de nuestra primera constitución, la de 1812, la llamada

Constitución de Cádiz, por haberse hecho y promulgado allí en plena inva

sión napoleónica.

En la Constitución de 1838 se habla ya del Congreso de los Diputados,

sin abandonar el término Cortes. La denominación de Procurador es tam

bién de contenido histórico, dentro de nuestra azarosa vida constitucional

y parlamentaria.

A los efectos de precisión terminológica e histórica, será suficiente decir

que en la época a que nuestro estudio se contrae, el Diputado don Benito

Pérez Galdós, lo era con arreglo a la constitución vigente de 1876 que fue

una de las más estables, fruto de la restauración de don Alfonso XII. Como

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en la actualidad las Cortes se componían de dos Cámaras: el Congreso de

los Diputados y el Senado. Era la Constitución que se llamó de Cánovas.

El Reglamento a que estaba sujeto don Benito en ambas legislaturas,

era el de 4 de mayo de 1847, sin que haya podido comprobar que en su

segundo mandato llegase a acogerle el de 1918.

Dentro de estos trazos ambientales que sitúan históricamente nuestro

estudio, y en cuanto al lugar, cabe decir que el llamado Palacio de Las Cor

tes y también Palacio del Congreso de los Diputados, es el mismo actual

en la época de don Benito e incluso con muy escasas modificaciones internas.

Es el tradicional palacio de la Carrera de San Jerónimo, que se terminó

en 1850 y cuya puerta principal flanquean —desde 1862— los dos célebres

leones. Pese a que con los años ha venido resultando de insuficiente capa

cidad, lo cierto es que ha venido albergando la vida parlamentaria española

—al menos, la de los diputados— durante más de un siglo, con su famoso

hemiciclo, tan barroco y en que sólo la disposición y forma de los escaños ha

sufrido alteración.

En los años a que hacemos referencia, al viejo palacio de la Carrera de

San Jerónimo y por la entrada de Diputados por la calle Fernanflor, acudía

don Benito a cumplir sus deberes parlamentarios. Al menos en la segunda

época, por su edad y por vivir tan lejos, en la calle Hilarión Eslava habría

de venir en coche.

Y ocuparía su escaño. En 1907 y por el cuadro de Mañanós —del que

luego hablaremos— sabemos que lo tenía en la sexta o séptima fila junto a

la escalera y a la izquierda desde la Presidencia. Yo me permitiría, añadir,

con una referencia al momento en que esto escribo que su escaño —enton

ces en forma de banco de terciopelo— no estaría muy lejos del que hoy

ocupa el Diputado comunista don Santiago Carrillo.

EL PARLAMENTO EN PÉREZ GALDOS

Comentando en cierta ocasión con alguien —no excesivamente culto o

no excesivamente atento a la conversación— que me gustaría hacer un tra

bajo sobre el Parlamento español en la obra de don Benito, desde las Cortes

de Cádiz hasta las últimas de que formó parte muy poco antes de su muerte,

pues pocos como él las habían conocido, me preguntaba distraído, ¿ ¡ ah!...

pero, en las de Cádiz, estaba ya?

Le contesté sin ironía, que más o menos físicamente, don Benito había

estado en todas. Y creo que es verdad. Un investigador de nuestro siglo XLX,

tuvo necesariamente que seguir la tortuosa senda constitucional por la que

todos intentaron marchar. Y España conoció o sufrió unos cincuenta golpes

de estado, cambios de régimen o «Cuartelazos» cruentos —es decir, sin

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contar los que no pasaron a mayores, entre el final de la Guerra de la Inde

pendencia y 1936 y OCHO Constituciones, sin contar las «nonatas» y los

proyectos.

Pues bien, creo que puede afirmarse que nuestro don Benito ha estado

en todo eso, más o menos de cerca. Pero sintiéndolo vivamente. A mí, al

menos me parece que estaba allí en la Isla de León, en aquella mañana bulli

ciosa en el viejo teatro; poco más tarde en el convento de San Felipe; que

oía el discurso inaugural de Muñoz Torrero. Luego Ostolaza, Villanueva,

Tenreyro, Calomarde. ¡Cuántas figuras vivas nos trae don Benito! Allí ex

plica la palabra novedosa «pre-opinante» que ahora vuelve al uso parla

mentario.

También estuvo don Benito en las Cortes que se reunieron en Sevilla,

cuando la aventura de los Cien Mil Hijos de San Luis, reunión permanente

que nos hace seguir a través de su gran personaje Monsalud.

Y ya físicamente, hubo de estar don Benito en aquella histórica sesión

del Senado en la que Prim en un inteligente discurso que se prolongó tres

días, explicó lo insensato de una guerra en América y la conveniencia de

un plan que fuese un proceso de autonomía que evitase la rebelión que de

otra suerte acabaría en desastre. Con qué atención escucharía don Benito

al General liberal.

Presente estuvo sin duda, años más tarde, nuestro Pérez Galdós, en una

de las más memorables sesiones del Congreso para oír en medio de un si

lencio sobrecogedor la barroca sinfonía de la pieza maestra castelarina:

«Grande es Dios en el Sinaí, el trueno le precede, el rayo le acompaña...

que terminaba: «vengo aquí a pediros, que escribáis al frente de vuestro

Código fundamental, la libertad religiosa».

¿Y no había de estar nuestro republicano liberal, al menos por los ale

daños del Palacio de San Jerónimo, al cobijo de algún portal, cuando los

guardias civiles, por orden del General Pavía, pusieron punto final a la Pri

mera República Española?

En fin, no es necesario seguir para concluir que con sus conocimientos

históricos, su poderosa imaginación y su genial expresión literaria, el Parla

mento español está en la vida y en la obra de Benito Pérez Galdós muchos

años antes de que éste ocupase su escaño, en el que en varias ocasiones

habría de participar más de cerca en el triste final de la aventura colonial

americana que abatió una vez más de un bofetón, aquella cara sonriente de

payaso mal tratado, cayéndose y levantándose como había calificado nuestra

triste situación el novelista en los lamentables años del XIX.

Pero vamos ahora a seguir a don Benito, en la medida que nos sea posi

ble, en sus pasos por el caserón de San Jerónimo, a donde llega de la mano

de su joven amigo y correligionario, don Melquiades Alvarez.

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DIPUTADO POR MADRID

El Boletín de Las Cortes, de fecha 14 de mayo de 1907 publica la relación

de Diputados electos y recuerda las normas reglamentarias vigentes para la

constitución de la Cámara. En dicha relación de Diputados electos, en la pá

gina 12 figura don Benito Pérez Galdós, con la credencial número 336, por

el distrito y provincia de Madrid. En la misma relación y página figuran al

gunos diputados canarios por sus provincias o distritos, así don Feliz Benítez

de Lugo y Ranees de la Gándara por Santa Cruz de Tenerife y don Pedro

Poggio por Santa Cruz de La Palma y por Las Palmas: don Felipe Pérez

del Toro, don Pedro del Castillo Olivares y Matos y don José del Perojo

y Figueras1.

En el Diario de Sesiones del Congreso vienen las actas aprobadas por la

Comisión Correspondiente —entonces muy animada y tensa— y entre ellas

la del Diputado por Madrid, don Benito Pérez Galdós 2. Era la fecha la del

28 de mayo del mismo año de 1907.

Habría que preguntarse el porqué de la presentación de la candidatura

de don Benito, como sabemos no muy aficionado a la política activa y que

por aquel entonces frisaba ya los sesenta y cinco años. Andaba mal de salud

y peor de dinero. Eran, como dice Sainz de Robles, allá por el 1910, los pri

meros años de su larga decadencia.

Evidentemente, sus amigos habían llevado al Congreso no al hombre

sino al nombre. Una lista de Madrid donde la gloria literaria de Galdós

eclipsaba cualquier otra, con una fama insobornable de liberal y republicana,

que contase con su nombre, era una elección bien segura.

Debió costar trabajo convencer al Maestro para que se presentase. El

propio Sainz de Robles nos lo cuenta bien gráficamente en su notable In

troducción a las Obras Completas (Ed. Aguilar, Madrid, 1950, p. 91). La

embajada del amigo común que enviaron a Galdós, a quien llama la «sirena

mediterránea», quien «le cantó los deberes de ciudadanía, las exigencias del

bien de España, la necesidad imperiosa de variar de moldes y de utilizar

más rigurosos módulos». Como vemos cada época política aporta su especí

fica fraseología.

Fracasó dos y tres veces el emisario, ante la oposición de don Benito que

aducía que nunca había sido político y lo poco que había participado en ella,

pocas satisfacciones le había dado. Al fin, «acaso por librarse de mil presio

nes» el maestro accede a que su nombre figure en la candidatura republica

na. Y salió elegido.

Y don Benito pasó a ocupar su escaño, con poca fe y sin ningún entu

siasmo. Ya hemos dicho que comenzaban los largos años de decadencia.

Del año 1906 al 1908 escribe muy poco. Perdida su fe en la política, aparece

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poco por el Congreso y cuando va, rehuye cualquier intervención. Vale la

pena reproducir por su expresividad en este sentido la biografía de Sainz de

Robles que venimos siguiendo:

¿Es que jamás pudo Galdós pronunciar un discurso? Cuatro palabras

dijo en el Congreso cierta vez, para pedir que se declarase una vacante

de Diputado por Madrid: —¡el señor Pérez Galdós tiene la palabra...!

parece ser que anunció de pronto don Eduardo Dato, que ocupaba la

presidencia de la Cámara. El estupor de ésta fue visible y audible. Los

diputados presentes clavaron sus miradas en Galdós, y los ausentes

avisados del acontecimiento, se reintegraron a sus escaños, prefiriendo

perder mediadas sus bebidas, iniciados sus chistecitos verdes, no bas

tante recalcadas sus insinuaciones malévolas, en el regodeo culminante

sus vegueros, al suceso exótico que iba a desarrollarse en el hemiciclo.

Y Galdós no pudo clavar sus ojos en el señor Pérez Galdós a quien

buscaba por todo el ámbito en vano. ¿Quién sería —se preguntaba él

para su capote— aquel señor Pérez Galdós que tenía el uso de la

palabra? Y de corazón no le envidiaba y se alegraba de que no hubiese

ido a la Cámara...

Salvado el ingenio de la anécdota y el hecho cierto de que no era un

orador parlamentario y quizás de ninguna otra clase, al menos hemos de

creer que en alguna ocasión sí se dio por aludido y tomó la palabra que le

cedían. Así aparece en el Diario de Sesiones del Congreso del 1.° de junio

de 1909, página 4.570 3, en una brevísima intervención, pero en cuyo inicio

se advierte bella expresión, como cuando dice:

... dos palabras nada más. Sres. Diputados, y aún dos me parecen

muchas, palabra y media, o media no más, para deciros...

Siguiendo su cansina vida parlamentaria en las huellas de las publicacio

nes oficiales, le encontramos en el Boletín del 1.° de julio de 1910, integrán

dose en la Comisión de Gobierno Interior4. Comisión esta tranquila y de

Diputados comodones —y no lo digo, por que debajo del nombre «Pérez

Galdós», aparezca el de «Lloréns», que todo es pura coincidencia—.

El 9 de marzo al formarse nuevas comisiones —Boletín de igual fecha de

1911, p. 44— vemos que al seguir en la de Gobierno Interior ha extendido

sus actividades a una que se llama «Comisión de Corrección de Estilo». Es

presumible que el genial escritor y Académico, no pudiera negarse a esta

designación5.

Entre los trabajos o Comisiones Especiales, le vemos figurando en el

Boletín del 18 de enero de 19096, mas comprometidamente sin duda, como

Presidente de la Comisión encargada de dar dictamen sobre proyecto de

Ley creando un Teatro Nacional, siendo su secretario don Felipe Picón.

Y ninguna otra huella de interés hemos podido espigar sobre esta etapa

parlamentaria, que por otra parte —siempre en opinión de Sainz de Ro-

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bles— produjo no pocos recelos y disgustos al escritor ya camino de la an

cianidad, por el olvido de muchos, el apagamiento de su popularidad, la

saña de los reaccionarios otrora combatidos por él y sobre todo las manio

bras políticas, que puede ocasionaran la pérdida del premio Nobel para el

que estuvo propuesto.

En definitiva, mala experiencia esta de don Benito como Diputado por

Madrid, de 1907 a 1911. Pero con todo y pese a sus años y su soledad, no

iba a ser la última. Una vez más sus amigos le tentaron, con la mejor de las

intenciones y tampoco esta vez salió triunfante él.

De esta postrera y efímera entrada en el Parlamento vamos a hablar

ahora.

DIPUTADO POR LAS PALMAS

En el índice de Actas que publica el Boletín de las Cortes en mayo de

19147, en la entonces «Provincia de Canarias y en el Distrito de Las Palmas,

aparece como Diputado electo, don Benito Pérez Galdós, que presenta la

credencial 362.

Por este mismo distrito de Las Palmas, le acompañan como Diputados,

don Leopoldo Matos y don Baldomero Argente del Castillo.

Resulta curioso en principio este regreso de don Benito a la vida parla

mentaria y política, ya en su ancianidad, con esa ceguera que no puede disi

mularse, cuando ya le quedan cinco años de vida, hasta agosto de 1919. Y

resulta también importante señalar, cómo este retorno final de Galdós a su

Isla, de la que había partido tantos años atrás, sino con una presencia física,

al menos con la alta cualidad de ser su representante ante el Parlamento.

Esta relación final de don Benito con su tierra debiera sernos más cono

cida a los canarios. Y hasta quizá una de las últimas cartas que escribiera

fuera para rendir un servicio a la cultura canaria.

Marcos Guimera en su excelente libro, El Pleito Insular (S. C. de Tene

rife, 1976, p. 358), nos da una explicación a esta postrera «reentré» de don

Benito. Sus amigos de Las Pahuas quisieron presentarle como candidato a

Diputado, en una especie de homenaje de su tierra al gran escritor y al pro

pio tiempo, facilitar por esta vía su nombramiento como Senador Vitalicio.

La primera parte de la idea tuvo éxito y Pérez Galdós salió elegido Di

putado por Las Palmas, como siempre en el partido republicano. Pero, no

la segunda intención, ya que parece que la elección molestó a Romanones

quien dejó a Galdós sin la prevista Senaduría. Tengo para mí, que don Be

nito estaba a la sazón alejado de todas estas cosas.

Obviamente, si el rastro que dejó Pérez Galdós, la vez anterior ya fue

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bien parco, en esta segunda ocasión, de su presencia por el viejo caserón

del Congreso, existe nulo testimonio, a no ser el que prueba que ocupó legalmente

su escaño y por cierto acompañado de figura de fuste.

En efecto, en el Diario de Sesiones del 12 de mayo de 1914, página 6088,

figura prometiendo por su honor el cargo de Diputado don Benito Pérez

Galdós y jurando el Duque de Alba, ingresando a continuación en las sec

ciones correspondientes. Esta ceremonia no deja de ofrecer su curiosidad,

dado el precepto reglamentario.

En efecto el artículo 41 del Reglamento del Congreso entonces vigente

que era, como hemos dicho el de 4 de mayo de 1847, después de transcribir

la fórmula literal que se debía «jurar o prometer» —una vez más observa

mos, que nihil sub solé novum— se añadía la solemne formalidad con que

se procedía:

Los Diputados se acercarán de dos en dos al lado derecho del Presi

dente, que estará sentado y los que pusieren la mano sobre el libro

de los Evangelios y se hincaren de rodillas, dirán: SI JURO; los que

permanecieren en pie, con la mano puesta sobre el pecho, dirán: SI

PROMETO POR MI HONOR.

No es difícil imaginar la escena. El duque de Alba arrodillado y a su

lado en pie con su figura imponente y maciza don Benito, jurando y prome

tiendo, respectivamente. Lástima de fotografía para nuestro museo.

En las actas del Congreso no he podido encontrar más veces mencionado

el nombre de don Benito. Es posible que avanzando en su enfermedad y

en su ceguera fuese poco por allí.

Sin embargo, otra actividad como Diputado, aunque extraparlamentaria

pueden anotarse y de manera muy especial, su intervención en 1914, es decir,

a raíz de su elección como Diputado por Las Palmas, presidiendo a los de

más representantes de la provincia, para la creación de un Instituto de En

señanza Media que había de lograrse definitivamente en 1916, suprimiendo

así la dependencia incómoda de la Laguna, cuya Universidad se gestionó

también por entonces.

Con motivo de tales gestiones se siguió expediente en el Cabildo de Gran

Canaria, en el que se conserva carta de don Benito sobre la gestión enco

mendada9. Por la fecha de la carta y correspondiente edad de Galdós no

parece verosímil que el texto sea de su puño y letra y si la no muy distinta

de su secretario habitual, Pablo Nougués, «Don Pabífero». La firma sí será

la del maestro.

No resulta por ello caprichoso que un Instituto de Enseñanza Media de

Las Palmas, se llame «Pérez Galdós» y bien podemos reputarlo por justicia

a aquella gestión, que vino a ser en las postrimerías de su vida un servicio

a su isla natal a la que volvería con su todavía poderosa imaginación.

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22

EVOCACIÓN EN EL CONGRESO

Si se tiene la oportunidad de entrar en el despacho del Presidente del

Congreso de los Diputados —hoy el del Presidente de Las Cortes— en el

Palacio de la Carrera de San Jerónimo, al ocupar el habitual asiento frente

a su mesa y volver la mirada a la derecha, quien esté familiarizado con el

noble aspecto físico que ofrecía don Benito Pérez Galdós, ya camino de su

ancianidad y su gesto habitual de apoyar la cabeza en la mano, quedará

sorprendido de verle destacado claramente en un cuadro de gran colorido

y de multitud de personajes.

Es un cuadro de la época, de A. Mañanós que se titula: «Una sesión

del Congreso en 1908». Con colores muy vivos que, por otra parte respon

den al estilo barroco del salón, se recoge una panorámica muy detallada del

Hemiciclo durante una sesión. Conserva prácticamente su disposición y de

coración actual la pintura se hace tomando la mayor perspectiva desde la

puerta que se encuentra a la izquierda de la Tribuna de la Presidencia. Un

taquígrafo de espaldas en primer término —antes no se sentaban como aho

ra, en el centro del hemiciclo— y una figura que sube por la escalera hacia

su escaño que no es otra que la de un joven, Melquíades Alvarez. Preside

don Eduardo Dato y en pie se encuentran algunos políticos de entonces,

de mayor o menor edad, de mayor o menor porvenir: un joven Cambó, un

Marqués de la Vega de Armijo, don Antonio Maura...

Y a la izquierda también en primer término, don Benito Pérez Galdós,

en su peculiar postura, sentado en su escaño, pero mirando a un lado, como

distraído, aburrido o tan ausente, como seguramente solía estar en todas

aquellas sesiones que le aburrían.

Pérez Galdós, Diputado a la sazón por Madrid, contaría entonces unos

sesenta y cinco años. Aunque todavía escribiría cosas importantes y acaba

ría algunos de sus episodios, se acercaba a lo que iba a ser un prolongado

y melancólico declive. La política activa no le había interesado nunca y los

políticos desde la atalaya de sus años y de la Historia le resultaban en ge

neral unos farsantes. ¿Qué interés podían tener para él aquellas sesiones

del Congreso, sobre 1908? Acaso se avivaría al año siguiente su actitud an

te los sucesos de la Semana Trágica de Barcelona? Aunque... había seguido

paso a paso un siglo trágico, la España Trágica que aún habría de serlo mu

cho más. Desde Trafalgar a don Amadeo, pólvora, humo y muertos.

El mismo visitante, del despacho presidencial de la Carrera de San Je

rónimo, podrá ver enfrente del cuadro a que nos hemos referido, custo

diada en viejo estuche algo inestimable: el ejemplar original de nuestra

primera Constitución de 19 de marzo de 1812, con sus páginas amarillas y

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las firmas completas y manuscritas de aquellos padres de la Patria, reunidos

en la Isla de León.

Es una digna compañía para don Benito desde su cuadro. Me lo imagino

así en el recuerdo. Abstraído en su escaño allá arriba, pensando en la his

toria de nuestro parlamento, en la historia de nuestras constituciones, sus

vigencias y sus ausencias. Las ilusiones que suscitaron y las frustraciones

que se sucedieron. La pugna eterna entre lo liberal y lo conservador.

Sonreiría socarronamente Pérez Galdós al recordar aquella declaración

lapidaria de la que se considera la más liberal de nuestras Constituciones,

cuando hablaba en su artículo 12, de la religión de la Nación española, que

es y será perpetuamente... única verdadera... y se prohibe el ejercicio de

cualquiera otra».

Volvería a sonreír de la ingenuidad de aquellos que escribieron en el

artículo 6.°, que una de las principales obligaciones de los españoles, era la

de ser «justos y benéficos».

Quizá volviera a preguntarse por qué el Obispo de Orense, ante la espectación

general, en el viejo Teatro de la Isla de León, se negó por motivos

de conciencia a firmar la Constitución que contenía principios tan seguros

y prometedores.

Acaso porque, el pensamiento de don Benito se haría aquí más serio,

lo más importante de aquella Constitución estaba en su artículo tercero al

establecer que la soberanía reside esencialmente en la Nación. Pasarían mu

chos, muchos años y correría mucha sangre, hasta que este principio consti

tucional volviera a recogerse.

FINAL

Allí quedan en la Carrera de San Jerónimo, el cuadro con don Benito y

la Constitución de Cádiz. Y el hemiciclo vuelve a llenarse con viejos y re

flexivos diputados y con jóvenes impacientes. Y todos hablan de España,

aunque ahora se vuelve a la moda de Mariano José de Larra, para decir,

«este país». País que sigue ventilando sus destinos en el viejo salón.

No sé qué pensamientos inspiraría ahora al Diputado Sr. Pérez Galdós,

retraído en su escaño de entonces. Pero no sé por qué me parece que ex

clamaría algo así como...

— ¡Bah... lo mismo de siempre!

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NOTAS

1 Diarios de Sesiones y Boletines del Congreso de los Diputados.

2 Sáinz de Robles, F. C.: Introducción a las Obras completas de B. Pérez Galdós.

3 Fernández Flores, W.: Acotaciones de un oyente.

1 Reglamentos de las Cortes Españolas.

5 Constituciones de España.

6 José L. Comellas: España contemporánea.

7 Guimerá Peraza, M.: El Pleito Insular.

8 Cabildo Insular de Gran Canaria: Expediente para la creación de un Instituto

de Enseñanza Media.

9 Gil Mugarza: España en llamas.

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