¿ES MANSO UN POBRE HOMBRE?

Harriet S. Turner

Desde la declaración inicial, «Yo no existo», plantea El amigo Manso el

problema de la creación del personaje. La crítica ha señalado las paradojas

y confusiones del primer capítulo que establecen la singular ambigüedad de

Manso, esa «dialéctica del sí y el no» dentro de la cual el personaje está en

trance de formarse1.

Tal dialéctica corresponde a dos maneras de valorar moralmente a Man

so. Por un lado, siendo personaje de papel —«sueño de sueño y sombra de

sombra»— al situarse frente al autor como remedo o máscara para recibir

su «forro corporal» (1965) parece ser doblemente ficticio3. Por otra parte,

una vez convertido en carne mortal y puesto en circunstancias y tiempos

históricos determinados, Manso, según Gustavo Correa, «conservará siempre

un aire de irrealidad que lo mantendrá al margen de una vida turbulenta, y

que le impedirá juzgar adecuadamente las situaciones de la vida» 3. Debido

al conjuro mágico del primer capítulo, visto retrospectivamente como peri

pecia irónica, Manso y su historia no pasan de ser «un poema burlón», opi

nión de Ortega y Munilla en su reseña escrita una semana después de pu

blicarse la novela4.

Esta valoración más bien negativa de Manso la refuerza un coro de voces

que surge de la novela misma. Según su hermano José María, su discípulo

Manuel Peña, doña Cándida e Irene, las metafísicas de Manso, sus costum

bres de célibe y cara de cura le califican de insignificante, inútil, un pobre

hombre. «—Tú eres otra calamidad, otra calamidad, entiéndolo bien», bufa

José María, hombre verdaderamente práctico, la noche de la velada. «'Nunca

serás nada..., porque no estás nunca en situación'» (1233). Manuel, otro

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hombre de acción, opina igual. En la buñolería, enardecido por el prurito

dramático, le echa al maestro esta filípica, tantas veces citada: «—Usted

no vive en el mundo, maestro—[...]. Su sombra de usted se pasea por el

salón de Manso; pero usted permanece en la grandiosa Babia del pensamien

to, donde todo es ontológico, donde el hombre es un ser incorpóreo, sin

sangre ni nervios, más hijo de la idea que de la historia y de la Naturaleza;

un ser que no tiene ni edad, ni patria, ni padres, ni novia'» (1215). La imagen

es repetida por doña Cándida, otro personaje con gran sentido práctico:

«—Pero, soso, sosón. ¿Por qué no me has avisado antes?... ¿En qué pien

sas? Tú estás en Babia'» (1190). Incluso Irene, siempre tan metida en sí

misma, se permite algunas frases espontáneas que confirman lo dicho. La

negativa de Manso a participar en la velada le hace decir: «—Pero qué soso,

qué soso es! [...] Lo que yo digo: es de lo más tremendo...» (1222). Manso,

soso, pedante, metafísico iluso, no es nada, ya que tremenda carece de sen

tido: es adjetivo que Irene usa para todo. «'Pobrecito Máximo'» (1199) dice

de improviso en otra ocasión, y sus palabras resuenan irónicamente: él sí

es el máximo pobrecito.

Manso, modesto y sensible, se deja contagiar por esas imágenes negati

vas. Hacia el final lamenta penosamente: «—¡Oh, cuánto más valía ser lo

que fue Manuel, ser hombre, ser Adán, que lo que yo había sido, el ángel

armado con la espada del método, defendiendo la puerta del paraíso de la

razón!... Pero ya era tarde» (1276). Aún en la novela se reconoce personaje

de papel, reflejo de la condición ficticia declarada en el primer capítulo. Por

eso, enfrentado con la «sonrisita irónica» (1286) de Irene, Manso se ve como

novela y a la muchacha como lectora de ella. Cree oírle hablar en su inte

rior: «—Te leo, Manso; te leo como si fueras un libro escrito en la más

clara de las lenguas. Y así como te leo ahora te leí cuando me hacías el

amor al estilo filosófico, pobre hombre...'» (1286).

¿Es Manso un pobre hombre? Sabemos que es, como todo personaje

novelesco, una creación verbal, pero no por eso menos real. Para Galdós

la ficción y la realidad existían en relación dialéctica, «así es que cuando ve

mos un acontecimiento extraordinariamente anómalo y singular, decimos que

parece cosa de novela [...]. En cambio, cuando leemos las admirables obras

de arte que produjo Cervantes y hoy hace Carlos Dickens, decimos: ¡Qué

verdadero es esto! Parece cosa de la vida. Tal o cual personaje, parece que

le hemos conocido»5. Más que en otras novelas esta relación se advierte en

El amigo Manso, «novela irónica, [...] novela a dos luces, como los tornaso

les» 6. Vista a contraluz, como se ve transparentado lo escrito en el reverso

del papel, ofrece variantes que proponen otra valoración de Manso y de los

demás personajes. Intentemos esa contralectura o, dicha de otra manera, la

lectura de la otra novela, irónicamente inscrita dentro de las ficciones fabri

cadas por José María, Manuel, doña Cándida e Irene. Tales ficciones, incluso

la del propio autor, expuesta en el primer capítulo, pintan a Manso como

ser inexistente, personaje de papel, mera «condensación artística» (1165).

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La contranovela propone lo contrario: frente al autor y al resto de ese «gru

po de somnámbulos» (1291). Manso impresiona por su realidad palpitante,

honradez y eficacia. Su mundo moral, lejos de flotar en el vacío, sirve de

correctivo a la huera y fantasmagórica sociedad española7. El hecho de que

nadie le entienda ni le haga caso constituye precisamente la clave de la crí

tica, la visión moral de esta novela que versa sobre «el gran asunto de la

educación» (1165).

La contralectura principia en el primer capítulo y en esta paradoja: la

condición declarada de Manso como ente ficticio acaba afirmando la reali

dad de su ser. Desde la proposición metafísica, «Yo no existo», que constata

la existencia por el hecho de ser pronunciada, se crea la ilusión de la auto

nomía de Manso8. Lejos de depender del autor para su historia, Manso es

creador y narrador de ella. Es su amigo novelista petulante y abusivo el que

decide comprarle ese «agradable y fácil asunto» (1166). La novela es «de dos

luces» o sea, hay dos autores y dos novelas: 1) la historia vivida por Manso

y después narrada a Galdós y 2) la copia o reproducción espúrea fabricada

por éste con «frases y fórmulas» (1166). Tal duplicación favorece a Manso

porque su novela es la original mientras la del autor será meramente copia

de una copia, ficción dentro de una ficción, «sueño de sueño y sombra de

sombra», doblemente alejada de la realidad.

Manso y el autor son amigos. La amistad califica al protagonista corno

ser autónomo al constatar su existencia fuera de la novela. Además su rela

ción amistosa es como la existente entre profesor y alumno: Manso, autori

dad que sabe, habla con tono benévolo y humorístico de su impetuoso ami

go, «aquel buen presidiario, aquel inocente empedernido», cuyas cualidades

profesionales son más que dudosas: Manso le despacha a él y a los de su

gremio como «ximia Deí», «holgazanes», «artistas, poetas o cosa así» (1165).

De tal modo sugiere que el autor no es lo que parece sino también máscara

o remedo, criatura ficticia soñada por alguien; en efecto, un mono de Dios.

Otro factor que determina la autonomía de Manso es la caracterización

del autor. Aparece en el primer capítulo como personaje novelesco, con las

trazas y movimientos de un joven simpático pero sin sustancia; listo, pero

incapaz de escribir bien. Para este niño-novelista escribir significa ante todo

dramatismo, teatralidad. Se lanza a novelar como si fuera a asaltar una

fortaleza, a «acometerla con brío», echando mano a «las armas, herramientas,

escalas, ganzúas, troqueles y demás preciosos objetos pertenientes al caso»

(1165). Una lectura retrospectiva demuestra que este «soldado raso» tiene

algo en común con otro alumno, Peñita. También simpático y de buen cora

zón, pero frivolo, Peñita, calificado dos veces por Manso como «soldado ra

so» (1270), es «rebelde al estilo» (1181), con una pobreza de vocablos que

deja pasmado al maestro. Su discurso de la velada, hecho de «conocimientos

pagados con saliva y adquiridos la noche anterior» (1231) duplica en cierto

modo aquel «trabajillo de poco aliento» (1165) del autor, hecho de «frases

385

25

y fórmulas, bien recortaditas y pegadas con más de una redoma de mucílago»

(1165).

Peñita, como el autor, inventa una novela: escribe cartas y calcula los

pasos, guardando todo en secreto, pues, como dice, «así es más sabroso»

(1261). Termina por fabricar sin clara conciencia de ello «una novela de

amor» (1261), imaginando la heroína como huérfana pobre y humilde a quien

hay que socorrer. Incluso intenta salvarla asaltando el balcón de la casa.

Pero todo es ficción: la desamparada y humilde es «arrogante, altiva» (1271),

y obra con energía y un gran sentido práctico. Es el metódico Manso quien

pone fin a la novela de amor: «La historia tenía un final triste y embrolla

do; mejor dicho no tenía final, y estaba como los pleitos pendientes de sen

tencia. Esta podía ser feliz o atrozmente desdichada. ¿Me correspondía in

tervenir en ella, o, por el contrario, debería yo evadirme lindamente dejando

que los criminales se arreglaran como pudieran?... ¡Pobre Manso! O yo no

entendía nada de penas humanas o Irene esperaba de mí un salvador y pro

videncial auxilio» (1269). Manuel, pasivo e inseguro, no acierta a solucionar

los problemas. No existe sino como héroe de novela —«criminal» le llama

Manso—, haciéndose eco del «crimen novelesco» que el autor pensaba per

petrar sobre «el gran asunto de la educación».

Manso y el autor, novelistas y personajes, empiezan por reflejarse mu

tuamente. Ocupan posiciones equivalentes y reversibles, creando así la duda,

la niebla, la dialéctica del sí y el no. Pero por este reflejo recíproco Manso

se sitúa en la realidad, dejando el espejo al autor y a Peñita. Si para el autor

escribir una novela significaba estrategias militares —premeditar un plan

y asaltar la fortaleza con «presteza mañosa» (1165)— frente a la empresa

no menos ardua de educar a su discípulo Manso echa mano de la misma

metáfora: «Sin vacilar, ataqué por la brecha del arte la plaza de su igno

rancia» (1174). La analogía equipara autor y personaje, novela y alumno;

escribir es igual a educar, autor igual a Manso, novela igual a Manuel. Este

sale imaginado como ficción, pero al mismo tiempo la novela se muerde la

cola y el autor y Manuel quedan equiparados. El autor es refractario; no

aprende, es un «inocente empedernido», reincidente en «el feo delito de es

cribir» (1165). Manuel Peña, roca dura y resistente, es otro «inocente em

pedernido» y no aprende, como Manso advierte: «Lo que yo le enseñé ape

nas se distingue bajo el espeso fárrago de adquisiciones tan luminosas como

prácticas, obtenidas en el Congreso y en los combates de la vida política,

que es la vida de la acción pura y de la gimnástica volitiva» (1290)9.

En resumen, la caracterización de Manso como ente declaradamente fic

ticio afirma, paradójicamente, la impresión de su realidad. Se sitúa frente a

un autor cuya autonomía es dudosa, ya que es personaje de papel creado

por Manso, siendo a la vez reflejo o duplicación de otro personaje, Peñita,

miembro al fin y al cabo de ese «grupo de somnámbulos». La dialéctica del

si y el no se ha resuelto a favor de Manso; la niebla de ambigüedades y con

fusiones ha cuajado en sustancia existencial.

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La inversión mediante la cual Manso, personaje de papel, aparece como

persona real a expensas del autor se advierte mejor en algunas variantes del

manuscrito10. Escogió Galdós palabras que perfilan el retrato burlesco del

autor y su relación amistosa con Manso, factores que dan al protagonista

autoridad y autonomía. Por ejemplo, Manso cuenta que su amigo, el supuesto

autor, «me pedía mi complicidad para añadir un volumen a los treinta desa

fueros consabidos» (1165). En el manuscrito la palabra ayuda fue sustituida

por complicidad, indicando como un primer paso a la autonomía la equipa

ración entre los dos amigos, los dos novelistas. Manso no es ayudante sino

colaborador, tan despabilado y listo como su compinche o más, bien instrui

do en la empresa algo sospechosa de escribir novelas.

En su conjunto las variantes forman un palimpsesto, imagen gráfica de

una novela compuesta de novelitas intercaladas nutridas por las fantasías,

ambiciones y apetitos de los personajes. Manso sale entre las líneas de la

escritura, de tinta negra y letra picuda. Se nos impone, como se impuso al

autor retratado en el primer capítulo, como se impuso a Galdós en el acto

de escribir. La declaración que cierra este primer capítulo testimonia su

vitalidad. Aparece así en el manuscrito:

El dolor me dijo que yo era hombre

Yo era un hombre

Manso va progresando del Era a secas al enfático Yo era un hombre y de

ahí a la constatación del dolor y del nacimiento pleno de la persona. Se vive

por el dolor, pues al cesar de existir Manso dice que «el sosiego me dio a

entender que había dejado de ser hombre» (1289). En realidad, nadie sufre

como él. Peñita, «niño mimado del destino» (1235) no conoce el dolor;

tampoco Irene, que sólo se preocupa por satisfacer pequeñas ambiciones bur

guesas. Los vemos salir en el coche después de la boda «bien agasajaditos,

entre pieles» (1287); para ellos son «vida, juventud, riquezas, contento, ami

gos, aplausos, goces, delirio, éxito», mientras a Manso le esperan «vejez

prematura, monotonía, tristeza, soledad, indiferencia, tormento y olvido»

(1289).

Al llegar al último capítulo la inversión es completa: por el dolor y el

olvido Manso vive; por el sosiego y comodidad Manuel e Irene ingresan en

un mundo de ficción donde todos son muñecos, remedos o máscaras de per

sonas. El autor participa de esa existencia ilusoria y no tiene poder sobre

su criatura. Manso muere por voluntad propia; pide que su amigo le saque

del mundo, desvistiéndole de su carne mortal. Como ha observado Gullón,

«el creador de Manso le devuelve o cree devolverlo a su estado primitivo:

lo desnace, como Unamuno hará con Augusto, pero no lo mata, pues en

ambas obras es clara la vitalidad de la criatura ficticia, y ciertamente aquí

están ahora, con nosotros, contigo y conmigo, los dos amigos»11.

El mecanismo de duplicación interior montado en el primer capítulo

387

—dos autores y dos novelas— se repite en los demás12. A partir del capí

tulo II Manso vive y narra su novela dentro de las ficciones inventadas por

otros: la novela de folletín francés de doña Cándida; las notas y volantes

de José María; las cartas de amor y los asaltos de «soldado raso» de Peñita

y, más singular y menos visible, la paradójica, sombría novela de Irene, he

cha de papelitos y actitudes hipócritas. La metáfora vida como novela se es

tructura como los espejos enfrentados: aparecen novelas frente a otras no

velas. La realidad misma es concebida como «consumada doctora que tiene

por cátedra el mundo y por libros sus infinitos fenómenos» (1175).

La novela de Manso, caracterizada por su «sinceridad y crudeza» (1169),

pretende ser espejo de la realidad y reflejar los infinitos fenómenos del mun

do. Pero tales fenómenos son páginas inventadas por los que ya son persona

jes de papel. Además, según los términos de la metáfora, es Manso quien

resulta equiparado a la realidad: como profesor de filosofía es consumado

doctor «que tiene por cátedra el mundo y por libros sus infinitos fenóme

nos». Irene ha calificado a Manso de «pobre hombre», leyéndole como novela

abierta, «fácil asunto» (1166), personaje de papel. Pero a su vez Manso lee

en ella, como leía tantas veces en doña Cándida, descifrando el «jeroglífico

moral» (1248) de su cara, como leía en José María e incluso en el mismo

Manuel: «Leí a mi hombre de una ojeada, como si fuera un cartel de los

que estaban pegados a la próxima esquina» (1259). Si es verdad que todos

son libros, pues «por doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela»,

dirá Galdós más tarde en Fortunata y Jacinta, esos libros no son de igual

valor13. Los conceptos morales y su valoración dependen de cómo leamos la

novela más verídica. Hay que identificarla, distinguirla de las demás, ver el

cruce y contagio entre ellas y sus discrepancias irónicas. Importa señala tam

bién la estructura, la disposición de episodios y personajes que determina

cómo, cuándo y en qué contexto son percibidos en la lectura.

Siendo Manso autor de un «verdadero relato» (1166) autobiográfico diri

gido en tono familiar al lector, compartimos en general su punto de vista.

En cuanto a la crítica social su voz es verídica, espejo correctivo de las

novelas-mentiras, médico que diagnostica los males de la sociedad, como lo

fue Augusto Miquis de La desheredada y como lo será Ortega del hombre

masa de nuestro siglo. El retrato que pinta Manso de esa «plena edad de

paradojas» (1209) lo personifican dos figuras: García Grande y su viuda

doña Cándida. Aunque figura marginal García Grande es un prototipo, masa

novelesca en el doble sentido del adjetivo, masa de la cual es hecha la mayoría

de los otros, proyecciones de este primer ejemplar. García Grande desempe

ña una función estructural en la caracterización de esos personajes porque

pone en duda su autonomía; por eso los veremos como ecos o reflejos de él.

García Grande queda en la novela como modelo de la esperpentica «de

mocracia rómpante* que la habita. Saliendo primero como «hombre de ne

gocios» pronto se le descubre «bifronte», con «una mano en la política me

nuda y otra en los negocios gordos». Después sabremos que fue «hombre sin

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ideas, pero dotado de buenas formas», «apetitoso de riquezas fáciles» y, por

fin, «sustancia antropomórfica, que, bajo la acción de la política, apareció

cristalizada de distintas maneras» (1175). La descripción es de una hinchazón

progresiva, como si García Grande, hombre-globo, se inflara con los aires

de sus pretensiones vanas: de «hombre de negocios» se descorporaliza, es

fumándose en la nada. Así se diseña metafóricamente la ficción en su doble

vertiente física y moral: Garría Grande, hombre corrompido, no existe sino

como muñeco, manipulado por las cuerdas de ambiciones y apetitos. En rea

lidad él es «remedo o máscara de persona viviente», mero «forro corporal»

(1165), así yuxtapuesto irónicamente a Manso cuya realidad viva se hace

resaltar por contraste. Garría Grande es otra variante de la metáfora vida

como novela. Al decir Manso que «no informaba sino decoraba las situacio

nes» (1175) queda marcado como hombre de trapo, pedazo de ropa, pura apa

riencia. El ser no existe; el parecer es todo: García Grande es «una nulidad

barnizada». La ropa funciona como emblema de la ficción, de una novelamentira

tejida en torno a vanidades y apetitos. Se anticipa así el tema de

La de Bringas y la caracterización del señorito satisfecho en Fortunata y

Jacinta, como lo demuestra el siguiente comentario sobre «la maquinaria,

más brillante que sólida» de Juanito Santa Cruz: «Todo era convenciona

lismo y frase ingeniosa en aquel hombre que se-había emperejilado intelectualmente,

cortándose una levita para las ideas y planchándole los cuellos

al lenguaje» u.

El complejo metafórico vida como novela como la móvil historia de los

trapos se desarrolla plenamente en doña Cándida, reflejo de la condición

bifronte de su difunto marido. Doña Cándida es, sobre todo, apetito voraz:

Manso la pinta echando mano a una gama de imágenes animales. Es «cínife»,

«chupador vampiro» (1191), buitre que contempla la casa de José María co

mo «carne riquísima donde clavar el pico y la garra» (1190). «Bajo la acción

de la política», o sea según las exigencias de su apetito, doña Cándida in

venta novelas, ficciones de palabras y de trapos. Pide dinero con papelitos,

confecciona tierras con una charla «llena de pomposos embustes» y finge

aristocracia por su modo de vestir. Se envuelve en un «cendal de nobleza»

(1176); se cubre de un «velo de mentiras» (1176) y su bata sufre la meta

morfosis de una «tercera edición» (1267) —imágenes de la triple vertiente

vida-novela-ropajes—. Lo papiráceo —notas, actas, tarjetas, poemas, perió

dicos y papelejos— y la moda son signos negativos, testimoniando existencias

ficticias, corruptas, pues es la corrupción el concepto que encaja con la dia

léctica ficción-realidad montada desde el primer capítulo.

Doña Cándida, cuyas mentiras revelan «la inspiración de un artista» (1190),

lleva consigo siempre, tan consustancial a su naturaleza como los tupidos

velos y crepés de diferentes colores que usa, la novela-mentira, de folletín

francés: la sidra es champaña, del propio Duc de Montebello; la carne es

casa y seca, el filet a la Maréchale (1275); su lóbrego comedor «'suntuosa

salle a manger'-a (1271) y, saliendo ya a la literatura comparada, «sus dolen-

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das eran lastimosa epopeya, digna de que Hornero se volviera Hipócrates

para cantarlas» (1191). Manso hace hincapié sobre su ingenio inventivo. Con

templándola en el momento de caer como plaga de langosta sobre la casa

de José María, dice: «En su mirada sorprendí destellos de su excelso inge

nio, conjunto admirable de la rapidez napoleónica, de la audacia de Roque

Guiñar y de la inventiva de un folletinista francés» (1191).

Como autor de una vida declaradamente ficticia doña Cándida es la con

trafigura del amigo Manso. Personifica la novela dentro de la novela: al

pintarla Manso, ella misma se pinta y pinta a los demás —los arrumacos

de José María, pretendiente frenético de Irene—, a Irene misma: «—¿Quie

res que te la pinte en dos palabras?... Pues es un mosquita muerta...» (1252).

Cuando la conocemos «había colgado los pinceles» y su traje, «hecho de

varios crepés de diferentes colores» (1178) expresa sólo la miseria monocro

mática, pero todavía funciona infatigablemente como pintora de un mundo

novelesco, de una «ciudad humorística» (1225). Por un lado, siendo doble

mente personaje de papel —creación de Manso y de su propio folletín fran

cés—, doña Cándida en general no engaña. Repetidas veces Manso lee en

ella, viendo «con qué rasgos y matices se traduce en el rostro humano aquel

excepcional modo de espíritu» (1258). Y advierte que «'no puede engañar a

nadie. Es como las actrices viejas y en decadencia, que no consiguen produ

cir ilusión ninguna en quien las ve representar'» (1249).

Pero en detalles referentes a Irene la novela de doña Cándida sí engaña

a Manso, susceptible a su mundo novelesco. Desde los primeros momentos

se reconoce afectado por la realidad circundante, «estafado», como dice, por

«la picara sociedad» (1213). Son lógicos los cambios producidos en su ma

nera de narrar, pues poco a poco adopta «las frases y fórmulas» de los de

más: el cliché «verdaderamente» de José María, la muletilla «tremendo» de

Irene, «¡ Virgen!», exclamación tan típica de doña Javiera e incluso llega a

repetir el zumbido de su cínife, doña Cosa Atroz. Tales adaptaciones lin

güísticas señalan el entrecambio vital entre Manso y ellos y no disminuyen

su autonomía. Más bien la aumentan, calificándole de humano y flexible

según vive y narra15.

Sin embargo, el contagio y cruce entre la novela de Manso y el folletín

de doña Cándida inicia una desviación mucho más seria. Si la miramos de

cerca descubriremos radiografiada en el texto otra ficción decisiva: la no

vela de Irene. Resulta, pues, que el «verdadero relato» de Manso es una

caja china que puede abrirse por arriba o por abajo. Por arriba, Manso autor

y creador, es responsable de la novela, compuesta de historias intercaladas;

por abajo es al revés: en su «verdadero relato» escribe una novelita de amor

provocada en gran parte por las ficciones de doña Cándida e Irene. Según

esta perspectiva es Irene y no Manso el supremo novelista; ella es la «con

sumada doctora», la realidad viva, la maestra que sabe más que todos los

profesores del mundo.

Al escribir su novelita de amor Manso funciona conforme al astuto plan

390

de su amiga. Llevado y traído por papelitos y signos equívocos llega a ce

derle la palabra, fuente de vida novelesca. Obedece su mandato y llega un

momento en que, aturdido y balbuciente, sólo dice frases de ella: «—Habla

remos de aquello... —repetí sintiendo en mi pensamiento el estímulo que

los novelistas llaman un mundo de ideas, y en mis labios cosquilleo de pa

labras impacientes—» (1211). Por ser gastada expresión romántica se sub

raya lo falso del mundo de ideas, puesto en su imaginación por la novelista

Irene. Más tarde Manso se da cabal cuenta de su condición de personaje

manipulado por las cuerdas de la ambición: «'Veo, Irenita, que no pierdes

ripio... ¿Conque yo mediador, yo diplomático, yo componedor y casamen

tero...? Es lo que me faltaba» (1270). Pero desempeña ese papel, movido por

la bondad más que por su natural mansedumbre: «Y vedme ahí convertido

en el hombre más bondadoso y paternal del mundo, como esos viejos com

ponedores que salen en añejas comedias, y cuya exclusiva misión es echar

bendiciones y solucionar todos los conflictos. Sin saber bien qué razones

espirituales me llevaban a desempeñar este papel, me dejé mover de mi bon

dad» [...] (1268).

El papel de casamentero motiva aún otra ficción, otro compartimiento de

la caja china. Para convencer a Manuel y aplacar a doña Javiera, Manso tie

ne que pintar el retrato operático de la pobre huérfana desamparada, su her

mana y protegida: «'Si, lo declaro: sépanlo tú y tu madre'», dice a su dis

cípulo, todavía indeciso a la idea del matrimonio. «'La maestra de escuela

es ahora mi hermana: su desgracia me mueve a darle este título, y con él,

mi protección declarada, que irá hasta donde lo exijan el honor de un hom

bre y el decoro de una familia'» (1279). Incluso contempla la posibilidad, algo

humorística, de sacar a su protegida el título de baronesa, ya que doña Ja

viera desconfía de las maestras de escuela. Irene, prestidigitadora sumamente

hábil, promueve a su alrededor provechosas ficciones múltiples.

La constitución propia de una caja china apunta al quid de la cuestión

en esta contralectura de El amigo Manso. Si la abrimos por arriba, viendo a

Manso como el autor responsable de todo —de la historia y por lo tanto de

la imagen falsa de Irene—, la novela propone una valoración positiva de su

persona: siendo declaradamente ficticio, no obstante es más «real» que el

amigo-autor y los demás; todos son creaciones suyas. Si la abrimos por

abajo, viendo su novela de amor como mero reflejo de ficciones fabricadas

por otras, entonces ellas son responsables de lo que inventa, de esa imagen

de la mujer positiva, mujer-razón, mujer del Norte. Paradójicamente resulta

que por arriba o por abajo, creador o criatura, Manso vale, pues, como se

ñala Gullón, «pudo ser pérfido e hipócrita pero escogió ser leal y sincero»16.

Veamos ahora los datos que califican a doña Cándida y a Irene como

progenituras de la novela de amor que tanto contribuyó a difundir la valo

ración negativa de Manso. Este conoció a la muchacha cuando era niña e

iba a pedirle dinero llevándole papelitos de la tía. Observaba su palidez,

mirada afanosa y pobreza, declarada en el sombrero deforme, vestido mar-

391

chito y botas como «horribles lanchas» (1179). Luego sólo sabe de ella lo

que doña Cándida le cuenta: Irene ha «caído en manos de unas señoras

extranjeras (doña Cándida no sabía bien si eran inglesas o austríacas)» que

habían ido «comunicándole esos refinamientos de la educación y ese culto

de la forma y del bien parecer que son gala principal de la mujer sajona»

(1184). El origen de la imagen de la mujer del Norte se debe a la fantasía de

doña Cándida. Dadas sus pretensiones y apetitos es natural que pinte a la

sobrina como «un prodigio, el asombro de los profesores y la gloria de la

institución» (1184), mujer del Norte dedicada al culto de la forma y del bien

parecer.

La imagen se imprime fácilmente en la cabeza de Manso, bien dispuesto

a especulaciones idealistas. Hay en su temperamento un curioso engranaje

de aptitudes críticas con instintos humanitarios que le hace lamentar la falta

de aristocracia verdadera en una democracia rampante que sólo sabe de «tí

tulos romanos» (1176). Si se tiene en cuenta el corazón caritativo de Manso,

conmovido por el recuerdo de Irene como niña pobre y valiente, es fácil

entender cómo se dejó contagiar por la versión de doña Cándida, viendo en

Irene cualidades anglo-sajoñas y la «discreción, mesura, recato y laborosidad

» (1191) que desde el principio le enamoraba. Una como negación de

estas cualidades se advierte en el primer estado del manuscrito, donde ve

rnos esto:

La discreción, mesura, recato y laborosidad de la joven

compostura

Gracia, cambiada en compostura, a su vez sustituida luego por mesura

indica cómo rectificó su visión de los valores morales de Irene, dotada de

un «prodigioso tacto para no decir sino aquello que bien le cuadra, ocultan

do lo demás» (1205). Como lo que le cuadra es casarse con un joven de mé

rito y ser «dueña de mil comodidades, coche, criado, palco...» (1278), engaña

a Manso. Artista innata tenía, como él advierte después, «un arte incompa

rable para el disimulo, arte con la cual supo mi amiga presentárseme con

caracteres absolutamente contrarios a los que tenía» (1274).

Sólo hay que cotejar la novela de ella con la de él para ver las mentiras

que va ideando desde el momento de instalarse como institutriz en casa de

José María. A Manso le sorprende primero «el sensato juicio de la maestra,

su exacto golpe de vista para apreciar las cosas de esta vida, y poner a res

petuosa distancia las que son de otra» (1195). Se siente atraído por este

«aplomo» y uno de los detalles que más le cautivaban era su paciencia y

dulzura con los niños, su desprecio por «las cosas triviales y de relum

brón» (1196) y el dominio de la razón sobre la imaginación. De buena gana

Irene se muestra conforme con las aficiones y gustos personales de Manso,

indicando que no le gustaban los toros, adoraba las bellas artes y que era

religiosa pero no rezona (1197).

392

Se ve claramente en el texto que Irene es responsable de los datos que

promueven esta imagen de la mujer razón. Manso padece a veces confusio

nes sobre sus propios sentimientos y modo de ser, pero es incapaz de men

tir, falsificando los hechos. «Sinceridad y crudeza» (1169) caracterizan su

«verdadero relato» hasta tocar puntos poco favorables a su persona. «Pongo

mi deber de historiador por delante de todo», dice, y «así se apreciará por

esta franqueza la sinceridad de las demás partes de mi narración» (1216).

Por su buena fe y «amor a la verdad» (1263) atribuye la misma sinceridad

a su amiga y hondamente impresionado por las apariencias, va componiendo

su historia sin sospechar que lo hace dirigido por Irene, llevado y traído por

un papeleo impresionante. Manso, al escribir, desempeña irónicamente el

papel de casamentero mientras Irene, burócrata sublime, despacha y recibe

notitas y cartas de amor.

Este «comercio epistolar» (1260) transparenta un fondo de interés y cálcu

lo, y resulta que las fantasías de Irene engañan a los dos Manso, a doña

Cándida, a Lica e incluso al mismo Manuel. Porque éste no se decide a com

prometerse hasta saber de la persecución de José María. Entonces concibe

la imagen melodramática de la pobre huérfana, acosada y necesitada de

auxilio. Cuando Manso ve la sutil y enmarañada dialéctica de su imaginativa

amiga le hace estas preguntas:

¿Por qué tenía usted tanta prisa en salir de la casa, donde no debía

temer las asechanzas de mi hermano? ¿No consideraba usted, en su

buen juicio, que doña Cándida, al poner esta casita y traerla a usted,

la trajo a una ratonera? [...]. Yo creí que usted no caería en seme

jante lazo, tan torpemente preparado... Usted misma se ha lanzado

al abismo (1249).

Al fin y al cabo, los dos deben tener cierto agradecimiento a José

María, que puso esta casa, y a doña Cándida, que trajo aquí a su

sobrina para repetir, confabulados, el pasaje de las tentaciones de

San Antón (1269).

La fábula de Irene ha sido, pues, confabulada con la de su tía, cuyo «loco

apetito de dinero ha corrompido en ella hasta los sentimientos que más re

sisten a la corrupción» (1249). La fábula, además de ficticia, es un melodra

ma vulgar, gastado por la repetición. Al calificarla de «pasaje de las tenta

ciones de San Antón», Manso repite adrede una imagen creada por doña

Cándida que pintó la escena como «la casa de San Antonio Abad, el de las

tentaciones» (1258), exponiendo así lo inauténtico de la fábula, más bien de

conveniencia que de amor, obra de la mujer positiva, de la mujer razón. Y

al escuchar la versión novelesca de Manuel comenta con sorna: «'Romeo y

Julieta'» (1262). El discípulo pasa a ser novelista o dramaturgo de tercera

o cuarta fila, él también manipulado como un muñeco. Por eso puede lla

marle Manso con punzante ironía «metafísico» y «poeta de redomilla...»

(1262).

393

La confesión de Irene es obra de Manso; tiene que «ayudarla en su con

fesión, como hacen los curas viejos con los chicos tímidos que por primera

vez van al confesionario» (1268). El juicio final del protagonista sobre la mu

chacha —«era como todas» (1288)—, tan verídico y tajante, indica la inver

sión irónica ficción-realidad montada desde el primer capítulo. Sentada de

espaldas a la luz, la cara en sombra, los ojos fijos en su labor —«procedi

mientos», dice Manso—, que «denotaban su práctica en el arte del disimu

lo» (1267), Irene se prepara a esquivar las preguntas sobre las páginas som

brías de su novela. Cose en ese momento la bata de doña Cándida, ya en su

«tercera edición» (1267), como la entrevista misma, pues es la tercera vez

que Manso intenta descubrir la verdad. La asociación de Irene con la metamorfoseada

bata diseña simbólicamente el parentesco espiritual entre tía y

sobrina y el enlace vida-novela-ropajes. Irene se ha creído siempre superior

a sus orígenes y Manso participa en la misma ilusión, viendo en la tía una

persona «contraria a su natural recto y a sus gustos delicados» (1197). Pero

esos «instintos de señora principal» (1273) son, como en doña Cándida, el

fondo egoísta de que arrancan sus novelas.

La lectura revela una red de correlaciones entre Irene y los García Gran

de, pareja modelo de la sociedad de su época. Ella es también «bifronte»,

con «una mano en la política menuda y otra en los negocios gordos». Señal

de esta condición es su ambigüedad: es bella... y no lo es, y su expresión es

elusiva, equívoca. Aún al final, ya instruido sobre sus modos, Manso pre

gunta perplejo: «¿La debilidad o la pena aumentan su belleza o la destru

yen casi por completo? ¿Está interesantísima, tal como el convencionalismo

plástico exige, o completamente despoetizada?» (1267). La ambigüedad de

Irene no es sólo impresión de un hombre tímido; ella misma se ve como

mujer secretera, distinta de lo que parece.

La ambigüedad de Irene supone frialdad y cálculo, sugeridos por el es

pacio novelesco. Trabaja en una «habitación de estudio», «la única de la

casa en que había orden, y al propio tiempo la menos clara» (1204). Orden,

estudio y sombra reunidos en un escenario donde Manso la ve con «hermo

so tinte de poesía y serenidad marmórea». Todo es mezcla, tintes y com

posturas frías, con aire de grabado romántico pasado de moda: Irene es, y

doblemente, una obra de arte de dudoso valor. Como tantos escenarios galdosianos

la habitación es proyección metafórica de la personalidad, pues es

una habitación metamorfoseada: «había sido comedor y estaba forrada de

papel imitando roble».

Frente a Manso, en esta ambigua estancia, Irene hace nudos. Cada uno

es como «un ergo de la enmarañada dialéctica que había en su cabeza, por

que indudablemente pensaba y discutía, y ergotizaba, y hacía prodigios de

sofística» (1219). Penélope aburguesada que teje frivolité en vez de tapices,

Irene es reflejo degradado del modelo clásico. Elabora su novela con nudos

mientras espera al marido rico y célebre. Pero en una de estas sorprendentes

394

inversiones irónicas es doña Cándida quien brinda sin saberlo la imagen de

cisiva: «'Irene se mantiene del aire, como los camaleones» (1275).

La imagen condensa la ironía de la sentencia final que, conforme a la

estructura circular de la historia, empareja a Irene con García Grande. Al

fin y al cabo la percibimos como eco o reflejo de él, de doña Cándida y de

las niñas de Pez. Vista así carece de personalidad propia. Como le señala

Manso: «'Cumple usted fatalmente la ley asignada a la juventud y a la be

lleza'» (1273). Ha sido siempre «airosa», es decir, llena de aire, de pequeñas

ambiciones que ha ido convirtiéndose en «sed furiosa», en «ardiente anhe

lo» (1269); pretende satisfacerlas cambiando de aspecto, como los camaleo

nes y así recuerda a García Grande que, «bajo la acción de la política, apa

reció cristalizada de distintas maneras». Si ese personaje fue visto como «nu

lidad barnizada», es porque en la novela el barniz es motivo que señala el

juego entre ser y parecer: la nueva casita de doña Cándida, oliendo a barniz

fresco, no es casa sino ratonera; la educación de las niñas de Pez sólo es

«barniz» (1208) y en cuanto a la educación confiesa Irene que llegó a tener

«'un barniz... tremendo'» (1272). Por eso es precisamente libro y no persona;

historia repetitiva, novela hecha de «frases y fórmulas». Al confesarla Manso

dice: «Parece que estoy leyendo un libro, y, sin embargo, no hago más que

generalizar...» (1269).

Manso se cree deficiente por su razón pura, llamándose «triste pensador

de cosas pensadas antes por otros» (1270). Se ve alejado de la vida, de la

realidad palpitante: «¡Ay!, aquellas prendas estaban en mis libros; pro

ducto fueron de mi facultad pensadora y sintetizante, de mi trato frecuente

con la unidad y las grandes leyes, de aquel funesto don de apreciar arqueti

pos y no personas» (1274). Pero en realidad es al revés: su aptitud para ge

neralizar descubre lo repetitivo y hueco de Irene, eco de los demás. Ella y

Manuel son espejos de su tiempo. Manuel da «saltos arriesgados y estupen

dos» en la política; «está cortado y moldeado para su siglo y encaja en éste

como encaja en una máquina su pieza principal» (1235). Irene es «una dama

de tantas, hechas por el patrón corriente» (1274). La metáfora vida-novelaropajes

señala aquí, como en tantos otros lugares, la condición ficticia. Los

dos son políticos; ella la más temible por obrar a oscuras, enmascarada por

la casa y por el papel de señora principal: «Cómo trataba Irene a los dis

tintos personajes; cómo atraía a los de importancia; cómo embaucaba a los

necios; cómo saca partido de todo en provecho de su marido, era una cosa

que maravillaba» (1288). Manso está pasmado, doña Javiera, «asustada»

(1288), pues Irene es más maquiavélica que su marido que sólo había leído

los libros del estratégico italiano.

Irene es como una edición seria de la fantástica Rosalía de Bringas y de

la «muy ladina y muy cuca» Marquesa de Tellería (1665). La novelita de

amor de Manso, tachada de ilusa, pedante e irreal, se corresponde irónica

mente con la realidad: el frío egoísmo de la mujer razón, la volubilidad de

Manuel, la fanfarronería de José María y los embustes de doña Cosa Atroz,

395

que, como las actrices viejas, es la que menos engaña. Lo que revela la con

fesión es el trasfondo social, esa «plena edad de paradojas» fatigada por las

repeticiones, por el progresivo desgaste del eje. En esta sociedad los perso

najes son libros, novelas, palabras, cascaras vacías como la oratoria de Pez

o las bolas de jabón de Sáinz del Bardal.

Ajenas o marginales a esa democracia rampante, las voces de la contra

novela hablan otro lenguaje: la voz de doña Javiera, mujer del pueblo, de

palabra «'francota, natural, más clara que el agua'» (1170); la de Lica, pros

crita cubana, todo sentimiento y verdad, y la de Ruperto el negro, esclavo y

bufón, siempre pegado cariñosamente a Manso. Este cubanito, cuyos dejos

tropicales apenas se oyen, es la figura más desdeñada de todas, pero como

el bufón de El Rey Lear, ve claro y dice la verdad, compartiendo con Manso

un modo de ser ficticio que es, no obstante, más «real» que el de otros: en

una ocasión es descrito como ser sacado de un tintero (1187). Como Manso

es artista, autor de la corona de flores y, como él, es bienhechor invisible.

Sabe apreciar el verdadero valor de cosas y personas y la noche de la vela

da, momento del triunfo teatral de Peñita, le oímos resumir el mensaje mo

ral de la novela en dulces, susurrantes palabras:

—Ninguno ha estado tan bien como taita. Mi amo Máximo les gana

a todos, y si dicen que no...

—Calla, tonto.

—Porque no lo entienden (1235).

NOTAS

1 Ricardo Gullón, "El amigo Manso, nívola galdosiana", Técnicas de Galdós

(Madrid: Taurus, 1970), p. 91. Publicado antes en Mundo Nuevo, núm. 4 (1966), 32-39

y núm. 5 (1966), 59-65. Gustavo Correa, Realidad, ficción y símbolo en las novelas

de Pérez Galdós (Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1967), atento también a "la doble

vertiente simultánea de realidad y ficción" (p. 100), expone con lucidez la dual condi

ción del personaje, "su independencia a la vez que dependencia" que "refleja exacta

mente la relación entre criatura y creador {novelista) y define su índole de ser de

ficción, la cual participa, al mismo tiempo, de la calidad de lo que existe y de lo que

no existe, de lo que es real, o de lo que se presenta como mera apariencia" (p. 105).

Aclara la potencia mítica de este ser de ficción, "consistente en su carencia de tangibi

lidad concreta, si bien dotado, al mismo tiempo, de una forma de existencia que es

susceptible de una potencialidad significativa y existencial, superior a la de los seres

vivos de la tierra" (p. 103). Anticipé el desarrollo del problema en mi tesis doctoral

"Rhetoric in Three Novéis of B. Pérez Galdós: A Study of Narrative Technique"

(University of Wisconsin, 1969). De ahí vienen las observaciones sobre la autonomía

de Manso y la correspondiente valoración de su persona frente al autor y personajes

como Peñita e Irene. Eamonn Rodgers, "Realismo y mito en El amigo Manso", Cua

dernos Hispanoamericanos, núms. 250-252 (1970-71), 430-444, analiza con precisión la

396

ambigüedad y complejidad implícita en la relación personaje-autor y subraya la "inte

gridad moral e intelectual" de Manso (p. 430). Ve que la escena de la velada "consti

tuye una crítica muy perspicaz de la vulgaridad de la España de la Restauración"

(p 436). Al mismo tiempo ve a Irene como "una chica normal, con deseos de medrar

como todo el mundo" (p. 434), y cuyas ambiciones son justificadas a los ojos de Manso

y del lector por apremiantes necesidades económicas (p. 437). Puede ser que Manso

la disculpe, aunque su explicación suena hueca en medio de los detalles que señalan

la hipocresía de Irene, antes y después de casada; sospechamos que no cree del todo

lo que dice al exclamar: "¿Execrable ligereza la nuestra!" (1288). Teniendo en cuenta

además el egoísmo de la muchacha respecto a su protector, resumido al final en ese

recuerdo "frío, mezclado de cálculo aritmético": "—No, tía; ya no más misas. Decidi

damente borro este renglón" (1290)— no es fácil que el lector la disculpe; la "honrada

pobreza' no justifica el engaño, la manipulación novelesca llevada a cabo por Irene. El

hecho de que Manso la quiere más por sus imperfecciones tampoco la redime; basta

recordar cómo persistió Fortunata en amar a Juanito Santa Cruz. De todos Modos,

aunque Manso la disculpara, su perspectiva no coincide del todo con la del autor y del

lector, debido a las discrepancias irónicas tan fundamentales a este "gran asunto de la

educación". Como ha dicho Rodgers, y con mucha razón, "Galdós siempre mantiene

a su narrador a cierta distancia de sí, y logra sugerir, por todo lo largo de la novela,

que la realidad tal como se presenta a Máximo no es precisamente la que ve el autor

y que el autor quiere compartir con sus lectores" (p. 433). Peter G. Earle, "La inter

dependencia de los personajes galdosianos", Cuadernos Hispanoamericanos, núms. 250-

252 (1970-71), 113-134, señala la autoconciencia de Manso, viendo su "yo no existo"

como un "punto de partida, la proclamación vital de uno que apenas se inicia en la

vida" (p. 124). Earle ha captado cómo Manso revela a los demás, pues tiene, dice, "la

doble función de ser-para sí y de ser reflejo de los personajes que le rodean" (p. 126).

Al mismo tiempo cree que el protagonista es amigo de todos, que todos, incluso doña

Cándida le estiman y que Irene y Manuel pueden clasificarse como "espíritus libres

o independientes de la sociedad" (p. 129). Creo que es al revés: doña Cándida y su

sobrina se mofan de él, fingiendo estimo para aprovecharse de su útil amistad. A fin

de cuentas Irene es "como todas", eco de los García Grande, y Manuel, pese a su

buen corazón, es un político más, sin sustancia real. Nancy A. Newton, "El amigo

Manso and the Relativity of Reality", Revista de Estudios Hispánicos, 7 (1973) 113-25,

estudia la ambigüedad de Manso en relación con otras consideraciones acerca de lo

real y lo ficticio. En un estudio titulado "El amigo Manso and the Game of Fictive

Autonomy" que se publicará en Anales galdosianos, 12 (1977), John W. Kronik analiza

también el problema de la autonomía ficticia. Ve El amigo Manso como una "metanovela"

que investiga el proceso creativo y la ambigua relación entre ficción y vida.

Comparte la visión positiva de Manso, aunque ve la idealización de Irene como error

fundamental del protagonista: "Irene is his mental construct of an ideal". Como digo

en el texto Irene, por ambiciones y actitudes hipócritas, novelescas, promueve esta idea

lización y es tan responsable como Manso, o más, de ella.

2 Cito por el volumen IV de Obras completas, ed. Federico Carlos Sáinz de Robles

(Madrid: Aguilar, 1966). Se da la página entre paréntesis.

3 Correa, p. 105.

4 Los Lunes de El Imparciál, 26 de junio de 1882. Ortega y Munilla reseña "las

tres novelas que se han publicado durante la anterior semana": El amigo Manso

(Galdós), El sabor de la tíerruca (Pereda), Lázaro (Jacinto Octavio Picón).

397

5 B. Pérez Galdós, "Observaciones sobre la novela contemporánea en España",

Revista de España, vol. 15, núm. 157 (1870), 164.

" José F. Montesinos, Galdós, II (Madrid: Editorial Castalia, 1969), p. 30.

7 En un artículo reciente, "La concepción moral en las novelas de Pérez Galdós",

Letras de Deusto. Número extraordinario a Galdós, núm. 8 (1974), Correa propone a

modo de resumen la siguiente valoración de Manso: "El mundo moral de Manso es

deleznable y flota en el vacío, por hallarse fuera del empuje vigoroso de la vida" (p. 16).

En cambio, Gullón entiende la condición ficticia de Manso como medio de crítica

social: "En tal sociedad un personaje de papel, una entelequia, podía ser aceptado sin

reparo, señalándose así que en el fondo no había diferencia de condición entre quien

se sabía mentira y los que se suponían verdad. Y estrictamente no la hay, porque, como

Ortega dijo luego, la España de la Restauración fue una fantasmagoría: de la espectralidad

de Manso participan cuantos le rodean" (p. 62).

8 Correa, p. 101. Según el artículo de Kronik, todavía no publicado, este para

dójico juego de palabras hay que entenderlo literalmente, como constatación del ser

ficticio de Manso. Como digo en el texto, éste existe precisamente por ser ficticio, por

su mitificación fuera de tiempo y espacio. Quiero destacar aquí el efecto producido por

la confrontación entre Manso y autor que destruye el equilibrio entre ficción y realidad.

La ambigüedad es medio, no fin afirma la ilusión de la realidad palpitante del prota

gonista. Siendo declaradamente ficticio, Manso es no obstante más "real" que el autor.

Tal autonomía corresponde a una valoración moral: por su ilusión de vida, de per

sonaje real y efectivo, Manso vale. Nada se hace sin su ayuda, su activa, pujante direc

ción. Llega a simbolizar la virtud, pues como señala Gullón, "Máximo Manso pudo

ser pérfido e hipócrita pero escogió ser leal y sincero" (p. 68).

9 En su artículo "Sobre el krausismo de Galdós" Denah Lida propone otra valora

ción de Manuel Peña: "No hay más que comparar a Manuel con los José María, los

Pez, los Sáinz del Bardal, y hasta con los Cimarra, para ver que está por encima de

ellos y que representa una esperanza de progreso". Anales galdosianos, 2 (1967) 19-20.

Aunque es cierto que Manuel no es tan vacío y fanfarrón como los otros, al fin y al

cabo es hombre inútil. Desde limbo, hecho ya espíritu semi-divino, Manso pronuncia

la sentencia final: "Manuel hace prodigios en el arte que podríamos llamar de mecá

nica civil, pues no hay otro que le aventaje en conocer y manejar fuerzas, en buscar

hábiles resultantes, en vencer pesos, en combinar materiales, en dar saltos arriesgados

y estupendos" (1290). Difícil es ver en estos saltos una esperanza del progreso.

10 Las fotocopias del manuscrito original están en la Biblioteca Nacional (Madrid)

y en la Casa-Museo Pérez Galdós (Las Palmas). La fotocopia consta de 916 hojas, in

cluyendo los vueltos. Cada una mide 14 1/2 X 20 1/2 centímetros, con un promedio

de 16 líneas de escritura. Montesinos infiere de las cartas a Galdós que Pereda poseía

el manuscrito (Galdós, II, p. 28). En efecto, sobre la primera página y a continuación

en la segunda está escrito lo siguiente:

Este [ilegible] de papel mal escrito y sucio

que para nada sirve, sea hoy prenda y

testimonio del duradero afecto fortísimo

[ilegible] y acendrada admiración que profesa

a d. José María de Pereda su amigo de

tantos años pasados y de los que han de venir

B. Pérez Galdós

Santander 20 de Sete de 1885

398

Quiero expresar mi agradecimiento al National Endowment for the Humanities por

la beca concedida durante el verano del 1976 que hizo posible el estudio del manus

crito; también a Ignacio Aguilera y la Biblioteca Menéndez y Pelayo, donde pude

consultar revistas y periódicos de la época.

11 Gullón, p. 82.

12 Para un análisis de la técnica de duplicación interior en El amigo Manso y

Niebla, véase León Livingston, "Interior Duplication and the Problem of Form in the

Modern Spanish Novel", PMLA, 73 (1958) 393-406.

13 Cito por la Parte Primera de Fortunata y Jacinta (Madrid: Hernando, 1958),

p. 82. La idea de que todo personaje es libro, texto, es expuesta también por Kronik.

Hablando de Manuel e Irene dice: "In the ligth of fiction, once created, they too

become texts that others read and créate. Their ultímate identity depends on these

readers' recreation of them". Ve que todos viven existencias ilusorias por las ficciones

que inventan: "Like Donña Cándida, the members of this bourgeois society are fictional

beings not only in the sense that they are the inventíons of Galdós, but in that

they have created themselves into something they are not and function in a society

structured on such fictions".

u Fortunata y Jacinta, p. 151.

15 Robert H. Russell apunta este proceso de humanización experimentado por

Manso, relacionándolo con la evolución novelística de Galdós. Ve la novela como

"a kind of allegory of Galdós' own artistic pilgrinage". "El amigo Manso: Galdós

with a mirror", Medern Language Notes, 78 (1963) 168.

16 Gullón, p. 68.

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