«EN AQUELLA CASA»
José Pérez Vidal
C.S.I.C.
Dos esclarecidos críticos galdosianos —Montesinos y Cardona— han coinci
dido en la sospecha de que Galdós en El Doctor Centeno recrea las experien
cias de sus primeros años en Madrid1. Ahora, con más noticias sobre la vida
del joven canario en tan decisivo período, se puede precisar mucho mejor el
trasfondo real sobre que está montada la novela.
Desde la primera ojeada se advierte que En aquella casa, en el capítulo
sobre la pensión de doña Virginia, se concentran elementos de varias casas,
por lo menos de dos, y que análogamente, se comprimen, funden y recrean
vivencias y peripecias de más de un curso.
Montesinos acierta cuando piensa que Galdós va dando fechas a lo largo de
El Doctor Centeno para insistir en lo histórico de la novela; mas se equivoca al
decir que «el año a que constantemente se está refiriendo fue el de su primer
curso de facultad». El 10 de febrero, que figura al comienzo de la narración, y
el 4 de noviembre, fecha de la carta de los estudiantes a don Jesús Delgado,
pertenecen al mismo año, 1863, pero no al mismo curso. Y esta disconformidad
tiene aquí bastante importancia. Galdós se hospedó el primer curso en una
casa y el segundo en otra muy diferente; en la que, al parecer, está inspirada
la de doña Virginia.
La documentación académica y otros papeles nos informan de que Galdós,
al llegar a Madrid en septiembre de 1862, se alojó en la calle de las Fuentes, 3,
2.°, y de que allí mismo se hallaban hospedados dos estudiantes paisanos suyos:
Fernando León y Castillo y Miguel Massieu2. «Mi familia me mandó aquí con
León y Castillo», dirá el propio Galdós mucho después3. Y Fernando había
elegido seguramente aquel hospedaje por estar próximo a su tío, el diputado
don Jacinto León y Falcón, que vivía a dos pasos, en la Plaza de Oriente.
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Aquel primer alojamiento no debió de ser una verdadera casa de huéspe
des, abierta y declarada. El inquilino del piso, don José García, un asturiano
de 42 años, debía de admitir, como ayuda, en pupilaje, sólo a algún que otro
estudiante recomendado. En el empadronamiento general de 1862 sólo figuran
como habitantes del cuarto el matrimonio y una criada4.
Durante su primer curso en Madrid, Galdós vivió todavía fuertemente vin
culado al Archipiélago. Fernando León y Castillo, su antiguo compañero de
colegio y ahora de pensión, le sirve de introductor y guía en sus primeros pasos
por la corte; ninguno tan a mano ni de tanta confianza5.
La tertulia canaria del café Universal, a la que asiste con frecuencia, le
permite iniciarse en el conocimiento de la vida madrileña desde la seguridad de
un islote conterráneo. Y la Universidad, con varios paisanos entre los compa
ñeros y uno, Valeriano Fernández Ferraz6, entre los profesores, le facilita el
brusco acceso a la enseñanza superior en un ambiente también casi familiar.
Por otra parte, para que todo fuera agradable, aquel curso preparatorio estaba
compuesto por asignaturas de Letras, y Galdós lo siguió con bastante gusto y
aplicación. Ferraz, su paisano y contertulio en el café, le puso con un sobresa
liente la guinda a las notas; el único sobresaliente que recibirá en su frustrada
carrera de Derecho.
El café, la Universidad, las correrías por las calles y plazas a la descubierta
de Madrid y, sobre todo, la asistencia a los teatros, fueron, como se sabe, los
componentes principales de la vida de Galdós fuera de la pensión durante su
primer curso universitario.
En la pensión, además de estudiar algún rato, seguía entregado al gran
empeño, ya iniciado en Canarias, de ser dramaturgo. «Benito —según refiere
León y Castillo7— se pasaba seis o siete horas diarias encerrado en su cuarto
llenando cuartillas, cosa que nos intrigaba, pues no estábamos convencidos de
sus aptitudes para autor dramático». En alcanzar esta meta cifraba todas sus
ilusiones.
Aparte de obras teatrales, Galdós sólo escribió, por lo que se sabe, una
Revista de Madrid, que firmada con el seudónimo H. de V., se publicó como
folletín en El Ómnibus de Las Palmas (17 de junio).
Pero en la pensión, lo mismo que fuera de ella, ya iba conociendo y ateso
rando, sin darse cuenta, elementos de la vida española que más tarde le habrían
de ser de gran utilidad en su labor de novelista. Don José María, el marido de
su patrona, era nada menos que un empleado de la Deuda pública8. Este sim
ple dato no basta para identificarlo con el imponente don Basilio Andrés de la
Caña, el funcionario de Hacienda que en El Doctor Centeno figurará convivien
do por entonces con los estudiantes huéspedes de doña Virginia9. Aparte de
las obligadas alteraciones de los sujetos y sucesos de la vida ordinaria para
adaptarlos a los argumentos, la buena creación novelística suele ser más real
que la realidad misma. La convivencia de Galdós durante todo un curso con un
empleado de la Deuda debió de proporcionarle, sin embargo, un conocimiento
bastante amplio y minucioso de la existencia, no sólo de aquel burócrata, sino,
en general, de la situación siempre insegura de la burocracia española. La de
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su patrono, a juzgar, por la admisión de pupilos en la casa, no debía de ser
muy holgada; tal vez atravesase en aquel tiempo la trinquetada de una cesantía.
Don Basilio Andrés, como se sabe, tampoco andaba por entonces muy
desahogado. El «sesudo varón», en sus dos primeras apariciones, como hués
ped de doña Virginia —en El Doctor Centeno— y, mucho mejor delineado,
como punto fijo del café —en Fortunata y Jacinta—, se encuentra cesante.
Malvive con el pequeño sueldo de redactor de un periódico10.
Esta segunda coincidencia entre el empleado de la Deuda verdadera y el de
la novela tampoco dice mucho; eran entonces muy numerosos los cesantes. Sin
embargo, parece razonable admitir la existencia de alguna relación entre am
bos. Por lo menos en los apasionados y obsesivos comentarios de don Basilio
sobre la situación de la Hacienda, sobre los presupuestos y el déficit..., debe
de haber resonancias de las conversaciones del patrono-hacendista con sus
huéspedes.
Los minuciosos y expresivos rasgos con que Galdós completa el retrato
físico y moral de don Basilio en Fortunata y Jacinta proceden sin duda de
observaciones hechas principalmente en el café más frecuentado por el escritor:
el Universal11.
El final de las relaciones de Galdós con don José García constituye otra
muestra de la vida inestable de los empleados públicos. El sufrido asturiano,
por razones que desconozco, desistió del pupilaje y dejó el piso de la calle de
las Fuentes. Un inquilino de situación mucho más segura, un notario, lo ocupó
en seguida12.
En el nuevo curso —1863-64— Pérez Galdós se alojó en otra pensión: calle
del Olivo, 9, 2.° piso13; una auténtica y conocida casa de huéspedes14. La regen
taba un matrimonio formado por Jerónimo Ibarburu, ingeniero, según él, natu
ral de Pasajes, con veintiséis años, y Melitona Muela, de Villanueva (Guadalajara),
cuatro años mayor que su marido. A Melitona, que era quien, en verdad,
llevaba el peso de la casa, la acompañaba y ayudaba Crucita, una hermana de
catorce años. Los huéspedes ajenos a la grey estudiantil solían ser muy pocos15.
El barrio de la Abada, en que se hallaba la nueva pensión, era de categoría
muy inferior a la del barrio del Arenal, asiento de la calle de las Fuentes.
Precisamente con referencia a la calle de la Abada, transversal de la del Olivo,
dice Galdós que, «según cuenta quien lo sabe», es mala calle, situada en un
barrio peor16. Este tenía, sin embargo, la ventaja de estar más cerca de la
Universidad.
La mala fama del barrio se debía en buena parte al gran número de estu
diantes que albergaba y a los incontables locales de fiesta y expansión, que al
favor de las juveniles diversiones, funcionaban noche y día. Una clara prueba
de la concentración estudiantil que allí se daba, se puede ver, sin ir más lejos,
en el mismo número 9 de la calle del Olivo; en el piso principal existía otra
pensión de estudiantes17, y hasta en la tienda, de Juan Rico López, un salchi
chero de Candelario, tenía humilde pero bien abastecido hospedaje un estu
diante salmantino18.
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Las coincidencias de la casa de doña Virginia con la de doña Melitona son
bastante significativas e identificadoras. Su vecindad: la primera en la calle que
«si llevara nombre de macho como lo lleva de hembra, se llamaría Rinoceron
te»19, esto es, en la calle de la Abada; la segunda en una transversal suya; la
del Olivo; la igualdad de piso, el segundo; la semejanza, hay que suponer, en
todo lo que entonces era frecuente en las casas de Madrid: la escalera oscura y
sucia, el largo pasillo, la estera rota, los cuartos que al estrecho pasillo se
abrían, la sala y gabinete, el olor de fritanga que desde la cocina salía hasta la
escalera para dar el quien vive a todo el que entraba20, y completando todas
estas correspondencias materiales, la conformidad en los habitantes de ambas
casas; por lo menos, en líneas generales: una patrona con un marido en segun
do término, unos huéspedes jóvenes que alborotan, discuten y a veces estudian,
y otros, en menor número, que se dedican, fuera de la pensión, a diferentes
actividades.
Al tratar del matrimonio y de los huéspedes, Pérez Galdós se toma, a lo
que parece, mucha mayor libertad en su recreación: introduce personajes, alte
ra y transfigura a los verdaderos, caricaturiza... Conserva, más o menos retoca
dos o adaptados, a los que le interesan, por ejemplo, a la patrona; doña Meli
tona, según ella misma declara, ya había cumplido los treinta años y era guadalajarena21;
doña Virginia, en casi completa concordancia, «representaba más
de treinta y tenía el habla dulce y castellana fina»22. En cambio, el marido,
sujeto extraño —ingeniero, según dice, y con todo lo que un ingeniero repre
sentaba entonces, tan mal casado—, es sustituido por otro más extraño y nove
lesco: el bárbaro Alberique, de inseparable gorro turco y facha berberisca.
En este punto conviene hacer una breve observación: la frecuencia con que
por entonces aparecen relacionadas las gentes de la Alcarria y las de la more
ría. Antonio Flores, a quien Galdós leyó bien y elogió mucho23, describe, pre
cisamente en 1863, una bulliciosa madrugada madrileña con restos de un baile
de disfraces, entre los que aparecen, aunque por separado, una alcarreña y un
moro: «la maritormes alcarreña, que iba a la sisa y a la compra antes de amane
cer», la beata que «viene platicando con un morazo de diez dedos sobre la
talla, con el turbante medio caído, la faja desceñida, las babuchas maltratadas,
el jaique arrugado y el albornoz partido»24. Esta coincidencia ha hecho pensar
si no influiría en la creación posterior de Misericordia, centrada en Almudena
Mordejai, ciego hebreo, oriundo de la morería, y Benina, la más generosa
sisona de todos los tiempos25. La sisona alcarreña llegó a ser un tópico por
entonces. Y tan cierta era la presencia de la Alcarria en el trasfondo de Benina,
que la desprendida mujer inventa un personaje justamente alcarreño, don Ro
mualdo, un sacerdote rico, para justificar y dignificar ante su antigua ama arrui
nada, el dinero que, para socorrerla, obtenía pidiendo limosna.
Con estos dos casos a la vista, ya no resulta tan caprichoso el emparejamien
to de doña Virginia, alcarreña en la realidad, con el morazo de Alberique; un
personaje absurdo y pegadizo, cuya principal misión consistía, según parece,
en no cohibir, como un marido verdadero, los movimientos de la gallarda pa
trona; tan pronto como ésta sacaba el mugriento portamonedas y le daba algún
dinero para ir al café o al billar, le dejaba el campo libre para sus gatuperios.
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La natural atracción entre conterráneos explica que en casa de doña Melitona
hubiese casi siempre paisanos suyos tanto entre los huéspedes como entre
las sirvientas más o menos sisonas26. Y que paralelamente tampoco faltasen en
la de doña Virginia. «Había dos propietarios de la Alcarria —se recuerda27—
que venían alternativamente a negocios y se alojaban en la sala». Estas hospé
denles relaciones de paisanaje se completaban con otras exteriores, urbanas,
de las cuales también alguna pasó a El Doctor Centeno; por ejemplo, las que
mantenían con una posada de la calle de las Velas, en la que se alojaban los
mieleros de la Alcarria. En ella pensó hallar cobijo Felipe cuando con su amo
fue echado de casa de doña Virginia28.
A los huéspedes fijos de ésta presta Galdós especial atención. Empieza por
el calladísimo don Jesús Delgado, que se pasa la vida metido en su cuarto
escribiéndose cartas a sí mismo y contestándoselas. Se dice de él que después
de veinte años de empleado en la Dirección de Instrucción Pública29, le destitu
yeron por loco, pero su única locura, la de escribirse a sí mismo, más parece
consecuencia de la cesantía que causa de ésta. En el fondo más bien se adivina
una ironía tremenda. Según uno de los estudiantes, en la Dirección empezaron
a notar rarezas en sus informes y extrañísimas teorías traducidas del alemán.
Por algunas de estas ideas había tenido el director un gran disgusto con el
arzobispo de Toledo. Tales teorías, a juzgar por una de las cartas que se pudo
leer, no tenían, sin embargo, nada de revolucionarias ni nefandas; se limitaban
a la introducción de un plan de Educación completa para preparar a vivir una
vida también completa, pero chocaban con la mentalidad rutinaria de la Direc
ción. En resumen, una clara referencia al enfrentamiento de los reaccionarios
contra las teorías pedagógicas de los krausistas30.
Don Leopoldo Montes, otro de los huéspedes fijos, era uno de tantos figu
rones como, por desgracia, ha habido que padecer en todas las épocas; le
llamaban el señor de los prismas por la frecuencia con que en las conversacio
nes empleaba con el tono más petulante la frase bajo el prisma...
Don Basilio Andrés de la Caña pecaba, según ya se ha visto, de fachoso y
farolero como Montes, pero por otra cuerda.
Estos eran los únicos huéspedes fijos dignos de ser destacados. Había otros
«de fisonomía moral y física menos caracterizada», en los que el narrador no
se detiene.
La documentación de que disponemos sobre los huéspedes de doña Melitona
demuestra que los más fijos en su pensión eran algunos estudiantes. Los
que se dedicaban a otras actividades no tenían más de un año de antigüedad ni
habían traspasado los límites de la juventud: Melitón Aguirre, de 27 años,
comerciante, natural de Tafalla (Navarra); Pablo Pardo, de 24 años, empleado
de Rivadavia (Orense); J. T. Desdonets de Sarignac, de 37 años, tenedor de
libros, de la Dordoña, y Pauline Alexandrine, su esposa... Pero en las pensio
nes no ha sido rara la existencia de huéspedes mayores, de personalidad ya
bien cuajada, que han prestado cierto empaque a la casa. Y Galdós, que no
sólo debió de conocer algún ejemplo en las pensiones verdaderas31, sino en las
novelescas —allí mismo, según se verá32, en la de la viuda de Vauquer, de
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Papa Goriot— introduce en la pensión de doña Virginia tres personajes que le
facilitan la crítica, y por sus manías o jactancias, dan origen a escenas cómicas
y a las inevitables bromas estudiantiles.
Los estudiantes que se hospedan en casa de doña Virginia son bien conoci
dos: Zalamero, de Leyes; Sánchez de Guevara, de Estado Mayor; Poleró, de
Caminos; Arias Ortiz, de Minas y Cienfuegos, de Medicina. Y sus retratos, en
algunos casos bastante minuciosos, parecen ajustarse, sin grandes alteraciones,
a estudiantes de carne y hueso. Tal vez a algunos de los compañeros de Galdós
en la calle del Olivo, de los cuales conocemos a los siguientes: Javier Iñiguez
de La Habana; José Torrelló, de Igualada; José Huarte y Pablo Bustos de
Tafalla; Victoriano Felip, de Madrid; Eusebio del Vado, de Marchámala (Guadalajara);
Eusebio López, de Torres (Guadalajara); Mariano López, de Valladolid
y Benito Pérez Galdós, de Las Palmas, como se sabe33.
Ante estos dos grupos de estudiantes, cabe hacer unas breves observacio
nes: la semejanza de apellidos y la identidad de origen de Poleró y Torelló,
ambos catalanes; la diversa oriundez predominante; la antigüedad y veteranía
de Benito Pérez Galdós y Victoriano Felip como huéspedes y amigos34; el he
cho de ser Benito el único estudiante de Canarias.
Galdós aprovecha en El Doctor Centeno las discusiones que se entablaban
durante la cena, no sólo para dar a conocer mejor el carácter de los huéspedes,
sino para acabar de fijar, con los temas, la época en que la acción se desarrolla:
«el retraimiento estúpido»; «la fórmula de todo o nada»', «lo que no sea traer
y llevar a sor Patrocinio ya...»; «De Santo Domingo hay malas noticias». «En
pocas épocas históricas —resume el novelista— se ha hablado tanto de política
como en aquella» (p. 1.370).
Entre los jóvenes de la pensión, igual que entre los de la tertulia del café
Universal, predominaban los progresistas (p. 1.369). Era la natural.
La vida de Madrid, sobre todo en el aspecto político, había ido trasladando
sus principales latidos desde los antiguos cafés románticos a las tertulias de los
nuevos cafés, a las redacciones de los periódicos, a los pasillos del Ateneo, a
las cátedras de la Central, a los pupilajes de los estudiantes universitarios35.
Los estudiantes no tardarían en librar desigual batalla —de pitos frente a ba
las— contra el gobierno del general Narváez: el liberal aldabonazo de la noche
de San Daniel.
En todos estos ambientes —en la redacción de un periódico y en el Ateneo
ingresará en seguida— Pérez Galdós aprecia pronto la gran transformación
que se está produciendo en todos los órdenes de la vida. En la esfera literaria,
que es la que aquí de modo especial interesa, se cambia de temas, de modos
expresivos, de actitud ante la realidad. Giner de los Ríos, mozo que llega
entonces de Granada, al hablar del nuevo ideal, precisa que no lo constituyen
«ojeadas retrospectivas, ni prediciones fantásticas, sino imágenes de la vida»36;
en la escena se inicia la orientación realista con El tanto por ciento y El nuevo
don Juan, de López de Ayala; la Real Academia Española (octubre 1863)
adopta el acuerdo de premiar con 20.000 reales al autor de una novela original,
no histórica, de costumbres contemporáneas españolas; Sanz del Río observa
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en el discurso hablado el predominio de la construcción directa puramente
indicativa sobre la construcción adjetiva y figurada37; Zorrilla ya hace notar a
Romea su naturalidad: «Tú no representas; tú te presentas»; Pacheco introduce
en el Ateneo la novedad de explicar sus lecciones sentado, para acentuar el
descenso a la expresión sencilla38.
Este aterrizaje estilístico a la realidad está originado en gran medida, como
se sabe, por el desarrollo de las ciencias. La exactitud científica frena las fanta
sías románticas. Las décadas centrales del siglo son decisivas para la infraes
tructura científica española. Se establecen las Facultades de Ciencias, se funda
la Academia de Ciencias... Se publican numerosas revistas para divulgar los
avances técnicos. Pero todo este movimiento no margina la literatura. Las cien
cias y las letras conviven en la más estrecha armonía; y tan integral empareja
miento se da en España tanto en los planos elevados como en los bajos niveles;
igual en Echegaray, introductor en 1865 de la Matemática moderna y años
después premio Nobel de Literatura que, pasando al campo de la novela, en
los inquietos pupilos de doña Virginia. Uno de ellos, después de cumplir, por
las noches, con las matemáticas, «hace rezos de Balzac y se encomienda a
Víctor Hugo» (p. 1.376); otro, Arias Ortiz, alumno de minas, conoce, como si
los hubiese tratado, a los personajes de la Comedia humana (p. 1.382)39; todos
tienen aficiones literarias.
Durante los primeros meses de aquel curso, Pérez Galdós había proseguido
en sus tentativas teatrales. El dramático era el género literario que se cultivaba
con más brillo. Además el éxito directo y espectacular que podía lograrse en
los estrenos, atraía entonces, como siempre, hacia la literatura teatral a los
literatos en ciernes. «En el teatro tenía puesta mi ilusión», confesará más tarde
el propio Galdós40. Un día, ya entrado 1864, cogió, movido por la más viva
esperanza, una de sus últimas obras, —un drama en verso que se titulaba La
expulsión de los moriscos— y se lo entregó nada menos que a Manuel Catalina,
a quien hacía poco había visto interpretar Venganza catalana de García Gutié
rrez. Pero, después de recibir buenas palabras y de mucho esperar, se conven
ció de que su obra no sería puesta en escena41.
El fracaso y el ambiente general de cambio le hacen desistir de sus intentos
teatrales. Cae en una desorientada crisis. Y ya no escribe, por aquellos meses,
que se sepa, sino una solitaria Revista de Madrid. Igual que en el curso ante
rior, quiere al menos con una prueba demostrar que no ha olvidado las prome
sas hechas a la redacción de El Ómnibus de Las Palmas. La crónica aparece,
también como folletín, en el número correspondiente al 16 de abril.
Durante las vacaciones de verano, que vuelve a pasar en su isla, Galdós se
serena, reflexiona y logra expulsar de sí al poeta dramático que tanto le ha
atormentado; lo debió de enterrar en el monte Lentiscal. Llegado el otoño, el
joven estudiante, autoexorcizado y con otros propósitos, retorna a Madrid.
Ahora sí que va a satisfacer los deseos de la redacción de El Ómnibus, tan
vinculada al profesorado del colegio de San Agustín. En el nuevo curso, 1864-
1865, el curso decisivo en el cambio de rumbo, envía mensualmente, desde
octubre, una Revista de Madrid al periódico insular. Este género de colabora-
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ción se duplica muy pronto. En febrero empieza a publicar en un diario progre
sista madrileño una serie de revistas musicales que en seguida son sustituidas
por unas más amplias revistas de la semana. Es curioso que la firma del futuro
autor de los Episodios Nacionales figurase por primera vez en Madrid al pie de
un artículo del diario La Nación, cuyo primer número había aparecido en una
fecha simbólica: el 2 de mayo del año precedente. En el otoño de 1865 deja de
enviar la Revista de Madrid a El Ómnibus y empieza a escribir otra Revista de
la semana para la Revista del Movimiento intelectual de Europa; desde entonces
escribe, pues, dos revistas de la semana.
Forzado por estas revistas, que constituían una de las secciones más distin
guidas y prestigiosas de los periódicos —Larra había tenido a su cargo la de El
correo de las damas; Bécquer, la de El Museo Universal, etc. — Pérez Galdós
se engolfa en el estudio de la historia y de las costumbres madrileñas. Para
comentar con acierto muchos sucesos, fiestas y ceremonias, tenía que conocer
bien sus antecedentes. Y así, por esta modesta vía, con frecuencia costumbris
ta, llegará a la más amplia de la narración novelesca. Contribuyen a encarrilar
le en este sentido la censura, que primero casi le impide escribir de la actuali
dad, que arde, y después suspende los periódicos liberales; las prolongadas
vacaciones, con la pensión medio vacía, por causa del cólera; las concienzudas
y amplias lecturas: novelas históricas, historias noveladas, Balzac, Dickens,
etc.; las tremendas enseñanzas de la historia viva: la noche de San Daniel en
aquel barrio estudiantil (1865); la sublevación del cuartel de San Gil y las tan
das de fusilamientos... (1866); el ahondamiento en los pozos de la sociedad y
de la vida, etc., etc.
Veinte años después, muy adentrado ya en el mundo de la novela, Pérez
Galdós recordará sus ilusionadas vivencias de aprendiz de dramaturgo y las
recreará en El Doctor Centeno. Recreará todo lo que ya se ha visto: el barrio
de la Abada de tan mala reputación, la pensión con su patrona y sus huéspedes,
y sobre este fondo, en partes apenas esbozado, en partes más acabado, presen
tará un trasunto de sí mismo injertado en un hidalgüelo manchego: Alejandro
Miquis. Igual que él, tiene veintiún años, ha sido enviado a estudiar Leyes,
pero odia el Derecho, y va a clase lo menos posible y siempre de mala gana;
tiene puesto todo su afán en la creación dramática y pasa largas horas encerra
do en su habitación limando versos y más versos; en su delirio artístico, se cree
llamado a revolucionar el arte escénico; pero sus compañeros no aprecian por
igual su ingenio y el director de un teatro, aunque le dedica buenas palabras,
no le estrena la obra en que tiene puestas sus mayores esperanzas... Como
consecuencia de tantas desilusiones y dificultades, cae en una honda crisis,
enferma y muere justamente en el verano de 1864.
Miquis no es sino una lejana y febril reencarnación de aquel joven y exalta
do poeta dramático que Galdós, durante sus últimas vacaciones veraniegas en
Gran Canaria, había expulsado de sí y enterrado en el monte Lentiscal.
60
NOTAS
1 J. F. Montesinos, Galdós (Ed. Castalia, 1968), II, p. 79; R. Cardona, «Nuevos enfoques
críticos con referencia a la obra de Galdós», Cuadernos hispano-americanos, 250-252 (Madrid,
octubre 1970-enero 1971), p. 71.
2 El común alojamiento consta en los respectivos expedientes académicos.
3 E. González Fiol, El Bachiller Corchuelo, «Nuestros grandes prestigios. Benito Pérez
Galdós», Por esos mundos, XXI, 186 (Madrid, 1910), p. 46. Por razones obvias no lo mandaron
con su hermano Ignacio que cursaba en la Escuela Especial de Estado Mayor, ni con otros parien
tes que vivían también en Madrid; entre ellos, su tío José Manuel, un primo de su madre, con
quien Benito Galdós, hermano mayor de doña Dolores, había querido casar a ésta.
4 Archivo Municipal de Madrid, Empadronamiento General 1862 (Leg. 3-449-7). Los restan
tes moradores de la casa no ofrecían nada digno de ser notado: un propietario, casado, con nume
rosos hijos, en el principal; un agente de negocios, también con buena carga familiar, en el tercero;
un militar en el cuarto; la portera y una guarnecedora en la buhardilla, y un herbolario y un
esterero de Crevillente, ambos viudos, en los bajos.
5 Se le adivina bajo la figura de Maltrana, enseñándole los nuevos edificios de la Puerta del
Sol: «¿Ves qué magnificencia? Los edificios de la curva ya están terminados...». B. Pérez Gal
dós, Prim. Ob. compl. Aguilar, 1951, III, p. 537.
6 Profesor de Geografía histórica. Las relaciones de Pérez Galdós con Fernández Ferraz se
desarrollaron, más que en la Universidad, en la tertulia del café Universal, donde Ferraz descolla
ba sobre todo por su progresismo.
7 C. Ramírez Suárez, Latidos de mi tierra, Las Palmas de Gran Canaria, 1975, p. 39.
8 Arch. Municipal de Madrid. Estadística. Empadronamiento general, 1862.
9 Y esto, a pesar de que Galdós lo relaciona también con la Deuda: «Consideraba la risa
como acto impropio de la dignidad humana y habíala desterrado casi en absoluto de su cara,
tomando por modelo una página, del Nomenclátor o de la Memoria de la Deuda pública», Fortu
nata y Jacinta, Ob. compl., V. p. 296.
10 Después reaparecerá ya como jefe superior de Administración y dispensador de empleos en
Miau y en Ángel Guerra.
11 Aunque Galdós no lo dice expresamente, el café a que acudía don Basilio era el mismo
Universal; son muchas las coincidencias: era «uno de los más concurridos de la Puerta del Sol»,
Fortunata y Jacinta, p. 294; don Basilio recostaba en el marco de los espejos su cabeza calva y
lustrosa», Ibid., 294 (Y el vulgo llamaba al café Universal «El café de los Espejos» por los muchos
que tenía, R. Gómez déla Serna, Toda la historia de la Puerta del Sol, Madrid, 1920, s. p.), etc.
12 Don Zacarías Alonso y Caballero. Arch. Municipal de Madrid. Estadística. Empadrona
miento general, 1863.
13 Hoy de Mesonero Romanos, en memoria del célebre costumbrista que entonces era uno de
sus vecinos.
14 Si no en aquella casa, por lo menos en otras de la misma calle, venían hospedándose desde
hacía años estudiantes canarios. Aunque en una novelita — Ella yyo—, ed. Biblioteca Canaria,
Santa Cruz de Tenerife, s. a. —, huelen a autobiográficas estas palabras de Agustín Millares Torres,
profesor de música de Galdós: «Tenía entonces veintiún años, allá por el año 1848 y vivía en una
casa situada en la calle del Olivo, segundo piso, que nuestros amigos de Madrid llamaba La Paja
rera», porque en él nos anidábamos cinco o seis canarios». También en aquella calle vivió (1850)
José Plácido Sansón, periodista, amigo y valedor de Galdós desde la llegada de éste a Madrid. S.
Padrón Acosta, Poetas canarios de los siglos XIX y XX, ed. Aula de Cultura de Tenerife, 1966,
p. 18. Pérez Galdós no cambiaría de pensión; no así sus compañeros de la calle de las Fuentes;
León y Castillo se hospedaría el 63 en la calle de las Pileras, 8, 3.°; el 64, en la de la Madera, 3,
3.°; el 65, en Jardines, 40, 3.°; Miguel Massieu, en las calles de Jacometrezo, de la Cruz, etc.
Expedientes académicos.
15 Arch. Municipal de Madrid. Estadística. Empadronamiento general, 1863, 1865, 1866 y
1867, legs. 4-487-4; 4-491-8; 4-421-10 y 5-371-4; el de 1864 falta.
16 En El Doctor Centeno, IV, p. 1.309.
61
17 Su patrona, Visitación Vicent, se hallaba casada con Andrés Samper, ebanista; ambos va
lencianos. Arch. Munic. Madrid. Empadronamiento general, 5-371-4. Y entre los huéspedes había
uno que escribía en La Razón Española; bien claro lo dice en el número correspondiente el 28 de
nov. de 1863: «... le advertiré donde vivo; / en la cale del Olivo / nueve, cuarto principal». De este
periódico unionista, era redactor León y Castillo. Además de los dos pisos indicados, es posible
que el tercero albergase también huéspedes, como ampliación del segundo; tal vez sólo para dor
mir. Se basa esta sospecha en el hecho de que en el padrón de 1866 figura como inquilino del
mismo Jean T. Desdonets de Sarignac y en el del 67 Jerónimo Ibarburu, el marido de doña
Melitona. Mr. Desdonets y su esposa aparecen en el 67 como huéspedes del segundo. Concuerda
todo esto con lo que en El Doctor Centeno se dice y se repite: «Temporada hubo en que se
reunieron veinte», «sentados a la mesa los quince o más huéspedes» (pp. 1.370 s.); siempre con
relación al comedor. Tal cantidad de huéspedes no podía ser alojada en un solo piso.
18 Arch. Municipal Madrid, Empadronamiento general, 5-371-4.
19 El Doctor Centeno, p. 1.309.
20 Ibid., p. 1.367.
21 Había nacido, según declara, el 10 de marzo de 1833. Arch. Municipal Madrid. Empadrona
miento general.
22 El Doctor Centeno, p. 1.367.
23 En los Episodios (Las Tormentas del 48, p. 1379 y Prim., p. 599) se le supone escribiendo
una historia de su tiempo y en la Crónica de Madrid (pp. 1.520-1521) se reseña su muerte con
palabras de sentimiento y respeto, calificando sus novelas de «interesantes» y sus cuadros de cos
tumbres de «verdaderos».
24 A. Flores, Ayer, hoy y mañana, V, Madrid, 1863, pp. 89-90.
25 M. Fraile, «Una autocorrección y una ironía galdosianas en Misericordia y un posible
germen de esta novela», Boletín de la Real Academia Española, Cuadernos CCXXXI-CCXXXII,
enero-agosto 1984, p. 287.
26 Entre los huéspedes, Eusebio del Vado, de Marchámala y Eusebio López, de Torres, ambos
estudiantes, y como sirvienta, Luisa García, de Valdepeñas de la Sierra.
27 El Doctor Centeno, p. 1.368.
28 Ibid., p. 1.393.
29 La enseñanza no había alcanzado todavía categoría suficiente para contar con un ministerio
propio. Todo lo concerniente a ella dependía de la Dirección General de Instrucción Pública, en
el Ministerio de Fomento.
30 «Si ésta [la instrucción] es completa y verdaderamente humana, debe operar, como indica
su mismo nombre, una reconstrucción interior de todo nuestro ser en alma y cuerpo, un perfeccio
namiento continuo y como una nueva creación del hombre»: Valeriano Fernández Ferraz, en su
primer discurso en Costa Rica (1870), cuyo gobierno le llamó para que reorganizase la enseñanza.
M. Sancho, El Doctor Ferraz. Su influencia en la educación y en la cultura del país. San José de
Costa Rica, 1934, p. 40. Fernández Ferraz, el profesor, amigo y paisano de Pérez Galdós pertene
ció a la primera promoción de disdpulos de Sanz del Río y fue director de la Revista de Instrucción
Pública (Madrid, 1856-61), que devino órgano del krausismo.
31 Sin salir de la casa, en la pensión del principal, pudo ver hospedados dos viudos, uno de
Sevilla, al parecer militar retirado, y otro de Alcuéscar (Cáceres), empleado.
32 Al tratar de la omnipresencia de las obras de Balzac en la pensión.
33 De la poca exactitud de los padrones, sirva como prueba esta sarta de errores: en el de 1.°
de enero de 1867, Benito Pérez Galdós figura como nacido el 4 de julio de 1845 en Santa Cruz
(Canarias).
34 Felip figuraba como fiador de Galdós en la Universidad. A él están dirigidos varios oficios
en que el Rector comunica que Benito ha sido dado de baja en las listas de curso por falta de
asistencia. Expediente académico de Benito Pérez Galdós. El padre de Felip, de su mismo nombre,
era empleado de Hacienda; escribió varios libros sobre la renta del tabaco.
35 M.a D. Gómez Molleda, Los reformadores de la España contemporánea, Madrid 1966 p
180. '
36 F. Giner de los Ríos, «Dos reacciones literarias», El Museo Universal, Madrid, 6 y 13 de
septiembre de 1863.
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37 J. Sanz del Río, «Algunas consideraciones filosóficas sobre la situación actual del lengua
je», La razón, Madrid, III, 1861, pp. 89-90.
38 A. Ruiz Salvador, El Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid (1835-1885), Ma
drid, 1971, p. 80.
39 Aunque con extrañeza, se venía aceptando, porque lo aseguraba el propio Galdós, que éste
no había leído a Balzac hasta 1867. Después se vio que tal retraso era uno de tantos errores de sus
bien tituladas Memorias de un desmemoriado. Entre los meses finales de 1865 y primeros del 66,
había adquirido, según constaba de su puño y letra, diez y nueve volúmenes del autor de la
Comedia humana, todos al parecer, de la misma colección, de la Librairie Nouvelle. Y esta adqui
sición puede interpretarse aún como un deseo de poseer y leer en su texto original obras que ya
conocía, al menos en parte, traducidas. Existían traducciones al español desde 1839 y desde los
catorce años había tenido Galdós al alcance de la mano Eugenia Grandet en una edición canaria:
Imprenta de M. Collina, Las Palmas, 1857. La explicación de todas estas contradicciones parece
clara: durante muchos años Balzac había sido lectura obligada de románticos y postrománticos;
pero desde hacía poco se había empezado a valorar al Balzac realista; e igual que a Manzoni,
Walter Scott y a otros románticos observadores de la realidad y cultivadores de las formas sencillas,
se les leía con muy distinta disposición. La presencia de Balzac en manos de los huéspedes de doña
Virginia no resulta ni mucho menos anacrónica.
40 L. Antón del Olmet y A. García Carraffa, Los grandes españoles. Galdós. Madrid
1912, p. 29.
41 Ibid.
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