TRÍPTICO DE SACRIFICIO: UNA LECTURA COMPARADA
DE ALGUNOS FINALES GALDOSIANOS
Ana H. Fernández Sein
A veces concentrar el estudio de un texto en su final puede tener resultados
iluminadores. Después de todo se trata de un lugar por necesidad privilegiado,
donde convergen la mayoría, si no todas, las líneas de desarrollo del mismo y
que a menudo provee un esclarecimiento total o parcial de su sentido. Por lo
general, la clausura conlleva la solución de un problema, la terminación de un
conflicto o la reagrupación de elementos en pugna en un nuevo orden de cosas
(expresadas por lo común mediante los extremos de muertes o matrimonios) o
el retorno a un estado anterior. Anticipado e inevitable como su última línea,
feliz o desgraciado, el final permite al lector una mirada retrospectiva que
redescubre lo que antes no había percibido. En todo caso un estudio de los
finales empleados por un autor1 puede ayudar a identificar similaridades reve
ladoras en textos suyos que parecían muy diferentes entre sí.
Me parece que éste puede ser el caso de tres novelas de Benito Pérez Gal
dós muy próximas entre sí en el tiempo y que algunos críticos han considerado
anomalías en su producción. Al hablar de Marianela, Joaquín Casalduero ha
dicho en su ya clasico ensayo, «Es desconcertante hallar en la producción galdosiana
este tema, cuya nota esencial parece ser el sentimiento. Este idilio
trágico está completamente descentrado en la obra de Galdós, que no tenía
una visión poética del mundo, sino ética»2. Y por su parte, José F. Montesinos
mostraba su extrañeza ante el otro relato que Galdós escribió en 1878 con su
comentario de que «todo el episodio Un voluntario realista parece tan fuera de
la serie por muchos aspectos, que es como una novela aparte»3.
Las aportaciones de nuevas generaciones de galdosistas que se han acercado
a la II Serie de Episodios Nacionales y a las novelas de la primera época han
enriquecido incalculablemente nuestra comprensión de los textos y del medio
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cultural en que se produjeron. Y aunque algunos difieran de las interpretacio
nes de Casalduero y Montesinos sobre textos individuales sobre ellos parece
pesar todavía la noción de la anomalía que los dos mencionados constituyen en
el corpus galdosiano. Quizás en esto tenga que ver la costumbre establecida y
hasta ahora abandonada en contadas ocasiones de considerar Episodios y nove
las por separado, costumbre que tiende a opacar las relaciones profundas que
pueden existir entre unos y otras.
Si examinamos los dos Episodios que Galdós escribió junto a Marianela,
atendiendo a sus respectivos finales, advertimos que tanto El Terror de 1824
(1877) como Un voluntario realista (1878) concluyen con la muerte de uno de
los personajes centrales presentada abiertamente como un sacrificio personal,
con el cual la víctima asume el lugar que correspondería a otro. Y aunque a
primera vista ése no parece ser el caso de Marianela (1878) la aproximación de
textos tan contiguos podría ser muy fructífera. Me propongo así hacerlo, breve
mente, dadas las limitaciones de tiempo. Para mayor claridad en la exposición
tomaré primero los dos Episodios, ya que en ellos el desenlace procede con
relativa sencillez, y el caso más complejo de Marianela luego; algo así como
ocuparse de los paneles laterales de un tríptico primero para mejor destacar el
central después y de este modo apreciar lo que distingue a cada uno y la totali
dad que ofrece el conjunto también.
En El Terror de 1824 el final se justifica a partir de una llamativa interven
ción autorial que ocurre temprano en el Episodio. Me refiero al capítulo V, en
el que el narrador confiesa que los hechos constatables acerca de la ejecución
del general Riego el 7 de noviembre de 1823 le resultan tan repelentes y ver
gonzosos —«no ha brillado en toda nuestra historia un día más ignominioso»,
dice— que siente la tentación de «volver sin leerla, esa página sombría, y...
correr tras de una ficción verosímil que embellezca la descarnada realidad his
tórica» (I: 1716a)4. Eso es precisamente lo que hace en este Episodio ya que,
como asegura un poco más adelante, «la ficción verosímil ajustada a la realidad
documentada puede ser, en ciertos casos, más histórica y, seguramente, es más
patriótica que la Historia misma» (I: 1717a). Gracias a los enredos de una
trama que envuelve la distribución clandestina de la correspondencia de ciertos
conspiradores liberales un viejo maestro de escuela pasa a sustituir a la acusa
da, Soledad Gil de la Cuadra, como culpable ante las autoridades y como tal
es condenado a muerte por la Comisión Militar de Madrid, presidida por Fran
cisco Chaperón (personaje histórico), a un nivel más profundo, a quien sustitu
ye Sarmiento es el propio Riego, «el hombre diminuto» (I: 1716a) que le falló
tan lamentablemente a la causa liberal después de haber sido su ídolo, y la
forma en que se acerca a la muerte es la que la «ficción verosímil» nos propone
como «más histórica» y «más patriótica». A diferencia de Riego, sube solo y
erguido al patíbulo e incluso intenta dirigise a la multitud para gritar, «¡Viva
la...!» [Libertad, sería], grito que el verdugo le impide terminar (I: 1793a).
La puesta en práctica de una clausura aparentemente tan sencilla conlleva,
sin embargo, complicaciones característicamente galdosianas. El viejo maestro
Patricio Sarmiento guarda un parecido con don Quijote que va más allá de su
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alta estatura, delgadez, preocupación por su fama personal y propensión a los
vuelos retóricos, en su caso caracterizados por alusiones a proceres romanos y
a la Libertad (con mayúscula, según el uso de la época), en vez de héroes
caballerescos y Dulcineas imposibles. Puede, también, expresarse con lucidez
y tino sobre temas y circunstancias ajenas a la política pero su obsesión con las
manifestaciones más exaltadas del liberalismo del momento lo lleva en ocasio
nes a actuar como fanático ciego y hasta cruel, y en muchas otras a ser el
hazmerreír de quienes le escuchan. Puede, además, alcanzar momentos de elo
cuencia conmovedora y hasta profética, que no carece a pesar de ello de un
matiz marcadamente delirante. Estos rasgos se ponen de manifiesto en todas
sus actuaciones desde el momento en que se entrega a las autoridades (cap.
XVIII) y, sobre todo, durante los días que preceden a su ejecución (caps.
XXV-XXVIII); las alternancias de serena elocuencia y tontería, comentarios
atinados y dislates humorísticos, de aspiraciones generosas y caídas en una
egomanía delirante hacen que varios personajes duden de la cordura del viejo
liberal y estimen más prudente enviarlo a una casa de orates en vez del patíbu
lo. Hasta al propio Chaperon se le hace difícil creer que las expresiones dispa
ratadas de Sarmiento sean fingimientos de un conspirador muy listo que trata
de salvarse haciéndose pasar por loco. Sin embargo, cuando Sarmiento muere
heroicamente y un fraile allí presente lo despide con un «Desgraciado, sube al
Limbo», el narrador añade, «¿Qué sabía él?...» y elabora la interrogante en el
breve epílogo que cierra la novela5.
En una narración, sostiene Walter Benjamin, «la mort donne se sanction a
tout ce que rapporte le narrateur. C'est á la mort qu'il emprunte son autorité»6.
La muerte añadiríamos, provee la clausura definitiva para una novela, el mo
mento que otorga sentido al tiempo transcurrido y le permite convertirse en un
enunciado completo y transmisible por el narrador. Y si esta muerte ocurre
como un sacrificio asumido voluntariamente puede ofrecerle al narrador una
oportunidad crucial para plasmar su visión del ser humano y de su sociedad (o
al menos, sugerirla) con más fuerza que podría hacerlo una muerte natural,
por accidente o larga enfermedad.
Dickens había explotado esa posibilidad en su A Tale of Two Cities al brin
darle a su héroe la oportunidad de expiar una vida disipada y carente de senti
do mediante una arriesgada maniobra de rescate del marido de su amada,
sustituirlo en la prisión francesa donde se halla y luego morir en su lugar en la
guillotina. El sacrificio personal de Sydney Cartón adquiere resonancias más
amplias en las palabras proféticas con las que concluye la novela y que el
narrador atribuye al personaje; además de saberse regenerado y recordado
Cartón vislumbra el final de la violencia revolucionaria.
No dudo que Galdós recordara A Tale of Two Cities mientras trabajaba en
el Terror de 18241. Estamos, creo, ante una muestra más del profundo interés
que manifestaba, como bien señala Stephen Gilman en su libro Galdós and the
Art of the European Novel, en explorar cómo se podrían adaptar a sus propias
necesidades novelísticas ciertos temas y configuraciones narrativas hallados en
otras novelas y hacia los que experimenta una afinidad especial. «Having disco-
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vered as a reader a new and possibly reusable narrative pattern», apunta Gilman,
«he would the 'transíate' the foreign meaning there presented in terms of
his visión of nineteenth-century Spain»8.
La «traducción» de Galdós en este caso particular no comparte la visión
optimista y confiada en el futuro del país y de la salvación de sí mismo que
parece ser el legado del personaje dickensiano. Su Patricio Sarmiento muere
como mártir del liberalismo, confiado en sus propios méritos y en el triunfo
eventual de la libertad, pero su «testamento» personal y político queda en
entredicho por las interrogantes que rodean su estado mental. Tal parece que
sacrificarse heroicamente por un ideal político en la España del XIX —según
ve Galdós a la altura de 1877— requiere los arrestos de un Quijote que no
haya recobrado la razón, ni siquiera cerca de la muerte.
Si El Terror de 1824 deja un tanto perplejos a los lectores acerca del sentido
cabal de su final Un voluntario realista provoca reacciones más complejas. La
misma configuración narrativa de la sustitución de un condenado le sirve a
Galdós para rematar un relato de aventuras de corte semi-gótico y a la vez
plantear un complejo dilema moral, que surge de la misma sustitución. Vea
mos.
El levantamiento apostólico de 1827 en Cataluña permite a Galdós desarro
llar una complicada trama que se resuelve en 48 agitadísimas horas. Perseguido
por sus enemigos absolutistas, un conspirador liberal (llamado aquí Jaime Servet
y que no es otro que Salvador Monsalud disfrazado) escapa de ellos refu
giándose en el convento de San Salomó en Solsona; allí logra que una hermosa
monja aficionada a las intrigas y las luchas políticas lo auxilie con medicamen
tos y comida. Esa misma noche, para su desgracia, un joven y violento guerri
llero, ex-sacristán del convento y enamorado de la monja, incendia San Salomó
y rapta a sor Teodora mientras los absolutistas capturan a Servet durante la
conmoción. Por una serie de accidentes providenciales que incluyen la libera
ción de la monja y el arrepentimiento del guerrillero la noche siguiente coinci
den todos en el monasterio de Regina Coeli; Servet, por su parte, debe ser
ejecutado al amanecer. En una larga entrevista puntualizada por vaivenes emo
cionales y grandes gestos melodramáticos sor Teodora hábilmente seduce a su
frustado enamorado para que en vez de suicidarse sustituya a Servet, a quien
identifica como su hermano, ante el pelotón de fusilamiento. Alterna la «vio
lencia recriminatoria» con la «turbación piadosa» y le ofrece «el verdadero
amor de los ángeles» en el cielo. Deslumbrado, fascinado, Pepe el guerrillero
se entusiasma ante la idea,
Pues soy el hombre de corazón más grande que ha nacido de madre. La paloma
no lo cree... ¡Ah! Ella con su nobleza, con su hermosura, con su castidad, con
sus virtudes, con su santidad, no es capaz de hacer... esa cosa extraordinariamen
te rara y grandiosa que haré yo... ¡Abnegación, sacrificio, justicia! ¿Y si yo
dijera que todo eso me es familiar en un momento dado, que es mi centro, mi
elemento, como es al pájaro la altura?...» (I: 96a).
Y más adelante insiste, «yo, que he sido perverso, que he sido arrastrado
al crimen por mi despecho y mis bárbaras pasiones, consiento gozoso en reali-
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zar un sacrificio por salvar a otro hombre y agradar a la persona por quien he
vivido y por quien he deseado morir» (I: 98a). Las desilusiones que experimen
tó en su corta vida de guerrillero quedan atrás, sus aspiraciones de protagonizar
grandes hazañas se realizan en esta «solución terrible» y apta de su existencia.
La retórica melodramática de la hipérbole y el gran gesto de paso a la retórica
del silencio y la escena cierra con un cuadro que evoca la iconografía tradicio
nal de la mujer como inspiración: «Pepet salió mirando hasta el último instante
la figura majestuosa, sublime, soberana de sor Teodora de Aransis, que con
una mano puesta sobre su corazón y la otra alzada para señalar el cielo, le
despidió en el centro de la sala» (I: 98b).
Pero si Pepet muere convencido de que su muerte lo regenera y otorga
sentido a su vida, en esta nueva «traducción» galdosiana del final de A Tale of
two Ciñes hay otro personaje que no podrá vivir tranquilo. El capítulo XXXI
dramatizaba el debate interior de sor Teodora con su conciencia bajo la forma
de un animado diálogo entre la monja y dos «sombras» que la acosan hasta
hacerla enfrentarse a su verdad. A su argumento de «¿qué cosa más santa que
inducir al culpable a la muerte para salvar a un inocente?» una sombra le
replica que ella se engaña «disfrazando de piedad y de justicia [...] criminales
afectos de monja soñadora» (I: 100b) que durante doce años ha esperado que
se materializara «el mismo compañero imaginario de las soporíferas soledades
de San Salomó...». La otra sombra la hace gritar pidiendo a Dios misericordia
con un contundente, «Sacrificaste al feo para salvar al hermoso».
Sor Teodora no puede engañarse a sí misma. No sólo sabe a qué atenerse
respecto a sus sentimientos hacia el extraño que apareció repentinamente en
su celda la noche anterior, sino que también se percata de la magnitud del
engaño que acaba de poner en práctica. Se ha erigido a sí misma como juez de
vidas y muertes cambiando una vida por otra; la «terrible solución» que dio al
conflicto surgido de las muchas casualidades ocurridas la noche del incendio de
San Salomó requiere una retribución conmensurable a la transgresión cometida
que, como en todo buen melodrama, no se hace esperar. No puede evadir el
agradecimiento de Servet que no se atreve a hablar de amistad o de amor en
este caso porque «rebajaría la grandiosa personificación de la caridad cristiana
que veo delante de mí» y que se despide imaginándola de regreso a «la paz del
convento, los puros éxtasis del alma...» (I: 101). Al quedar sola, la pobre sor
Teodora logra sobreponerse y pide un confesor; pero los ancianos monjes están
ocupados cavando la fosa de Pepet y no la oyen gritar. Si alguna vez obtuvo
alivio espiritual adecuado en su trágica lucidez, ya no llegamos a saberlo.
Los dos personajes que mueren ejecutados en las dos novelas que acabamos
de ver creen hasta el último momento que sus respectivas muertes confieren
sentido y dignidad a sus vidas. El lector de El Terror de 1824 y de Un voluntario
realista puede advertir que ciertas circunstancias (la debilidad mental de Patri
cio Sarmiento o el engaño que padece Pepet Armengol) maticen de ironía
patética o trágica, según el caso, el sacrificio personal envuelto pero no puede
soslayar el hecho de que ambos están convencidos del valor de lo que hacen.
No es ése el caso de Marianela, quien muere —o se deja morir— probablemen
te porque le falta una razón para vivir.
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Este personaje es una de las criaturas galdosianas más patéticas. Ha careci
do de los más elementales afectos y cuidados desde niña, tiene tantas limitacio
nes corporales y culturales y, sin embargo —como ciertos casos de infancias
vulnerables y desvalidas en Dickens y Hugo— parece ejemplo de candor y
bondad natural, no contaminada todavía por las apetencias e inquietudes de la
sociedad en que le ha tocado vivir. Sus nociones esquemáticas y rudimentarias
de moralidad y del mundo que la rodea se rigen por su desmedida apreciación
de la belleza física, que prestigia por encima de todo, quizá por inclinación
innata, quizá porque carece de ella. Sus conversaciones con el guapo ciego
Pablo, a quien sirve de Lazarillo y quien tiene conocimientos amplios de histo
ria y ciencia por las lecturas que le hace su padre, modifican un poco los pensa
mientos de la Nela pero el narrador insiste en que «la base de sus ideas no
sufrió alteración. Continuaba dando a la hermosura física cierta soberanía au
gusta; seguía llena de supersticiones y adorando a la Santísima Virgen como un
compendio de todas las bellezas naturales, encarnando en esta persona la ley
moral y rematando su sistema con extrañas ideas respecto a la muerte y la vida
futura» (IV: 724b).
Estas ideas configuran la conducta de Marianela a lo largo de la novela. La
posibilidad de que el ciego vea, mediante una operación practicada por el re
cién llegado doctor Golfín, provoca un sacudimiento tan grande en la muchachita
que la lleva a pedir soluciones extremas a María Santísima:
Madre de Dios y mía, ¿por qué no me hiciste hermosa?... Mientras más me
miro, más fea me encuentro. ¿Para qué estoy en el mundo? ¿Para qué sirvo? ¿A
quién pudo interesar? A uno solo, Señora y Madre mía, a uno solo que me
quiere porque no me ve Si sus ojos nacen ahora y los vuelve a mí y me
ve, me caigo muerta Señora y Madre mía, ya que vas a hacer el milagro de
darle la vista, hazme hermosa a mí o mátame Daré mis ojos porque él vea
con los suyos; daré mi vida toda... Lo que no quiero es que mi amo me vea, no.
Antes que consentir que me vea, ¡Madre mía!, me enterraré viva; me arrojaré al
río... (IV: 724-5).
El rezo —o lamento— de Nela del que hemos entresacado algunas líneas
ofrece una especie de anticipo de los momentos decisivos de la novela: el ciego
la verá y la muchacha literalmente «caerá muerta»; pero también él verá y
amará a otra «grande y hermosa» que tomará su lugar —el real y el soñado—
en la vida de Pablo. Esta sustitución no se propone abiertamente en la novela
como ocurre en El Terror de 1824 por el narrador o en Un voluntario realista
por otro personaje interesado sino que más bien queda sugerida entre las líneas
del texto. Son varias las señales narrativas puestas en noción y la primera de
ellas es la extraña respuesta que recibe la petición nocturna de la Nela, cuando
al día siguiente se le aparece la Virgen en el campo.
En el capítulo XIV se narra este suceso que deja muda a la muchacha. En
un despliegue de erudición humorística el narrador devela el misterio de la
linda aparecida: la ubica en el modo rafaelesco según los prototipos de la pintu
ra religiosa y en la moda pueblerina contemporánea según la ropa («la bella
Virgen tenía una corbata azul... y, además, recoge moras silvestres y se las
come sin cumplidos de señorita fina. La recién llegada que tanto desconcierta
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a la Nela la acompañará primero en sus paseos con el ciego, de quien es prima,
y durante ellos se expresa casi tan fantasiosamente como ella), luego manifiesta
su deseo de hacerla su igual, su hermana, llevándosela a su casa y educándola;
después, y por pasos que se aceleran a partir de la operación del ciego, la señora
Florentina sustituye a Nela por completo en la vida sentimental de Pablo. La
muchacha fea y raquítica intuye que no tiene otra alternativa que desaparecer y
se esconde de sus pocos amigos. El narrador interpreta sus reparos como «la
dignidad más puntillosa. Si Marianela usara ciertas voces habría dicho:
«Mi dignidad no me permite aceptar el atroz desaire que voy a recibir. Puesto
que Dios quiere que sufra esta humillación, sea; pero no he de asistir a mi destro
namiento; Dios bendiga a la que por ley natural ocupará mi puesto; pero no
tengo valor para sentarla yo misma en él! (IV: 734a; énfasis añadido).
La interpretación del narrador articula lo que el personaje no puede expre
sar y provee al lector con una clave para descifrar el lenguaje gestual que
emplea para expresar su aceptación de su próximo relegamiento en la vida de
Pablo y su desplazamiento por la otra, «la que por ley natural ocupará mi
puesto»9.
La breve escena entre las dos muchachas que concluye con la sorpresiva
despedida de Marianela (capítulo XVII) y que ocurre en «el camino de Hinojales,
que es el mismo donde la vagabunda vio a Florentina por primera vez»
(IV: 735a) resulta incomprensible para la señorita pero no para el lector que
ya puede leer en las frases entrecortadas, lágrimas y besos de la Nela, y hasta
en su media explicación de por qué no puede ir con ella a ver a Pablo —«La
Virgen Santísima lo sabe». Un poco más inteligible para los personajes presen
tes aunque no del todo es la agonía y muerte de la infeliz, aquejada de una
enfermedad misteriosa que la ciencia médica de Golfín no puede ni explicar ni
curar; el lector puede intentar una lectura aproximada, apoyándose en algunas
señales narrativas del texto.
En esta escena (capítulo XXI) Galdós parece experimentar con las posibili
dades expresivas de los gestos, las miradas, los silencios y el grito aislado,
como el de Pablo cuando reconoce por el tacto la mano de la Nela (IV: 752-3).
En los Episodios que acabamos de comentar estos recursos aparecían más bien
como apoyos para la expresión verbal; los largos parlamentos retóricos domina
ban las escenas y el gesto servía para subrayar lo dicho o, en algunos casos,
sintetizar visualmente un mensaje ya explícito. Aquí, por el contrario, se limi
tan las participaciones verbales a frases cortas o párrafos breves y el lenguaje
empleado por el narrador parece forzar los gestos y miradas a comunicar lo
que no dicen las palabras o, si es posible, comunicar más de lo que podrían
decir las palabras. De hecho, la comprensión racional parece imposible y las
palabras fallan: en el caso de Pablo, «era preciso para ello que hubiera descu
bierto un nuevo lenguaje» y el hombre de ciencia sólo puede decir unas «lúgu
bres palabras», «¡La mató! ¡Maldita vista suya!».
La agonizante escasamente habla pero comunica más con gestos y miradas.
En mejores momentos hallaba su expresión plena en el canto, otra forma no
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verbal de comunicación, y ahora, después de «una pausa angustiosa, una de
esas pausas que preceden las catástrofes, como para hacerlas más solemnes»
—el narrador insiste, forzando al texto—, el personaje habla «con voz temblo
rosa, que en todos produjo trágica emoción» para decir sencillamente, «Sí,
señorito, yo soy la Nela» y besarle la mano tres veces con movimientos lentos.
Son sus únicas palabras durante la escena y su mímica se torna más parca y
expresiva: como respuesta a las ingenuas y dolorosas palabras de Pablo
«¡Nela!... Parece que me tienes miedo. ¿Qué te he hecho yo?», la muchacha
alcanza el punto culminante de su vida y de la novela:
La enferma alargó entonce sus manos, tomó la de Florentina y la puso sobre su
pecho; tomó después la de Pablo y la puso también sobre su pecho. Después las
apretó allí, desarrollando un poco de fuerza. Sus ojos hundidos los miraban;
pero su mirada era lejana, venía de allá abajo, de algún hoyo profundo y oscu
ro... Suspiró oprimiendo sobre su pecho con más fuerza las manos de los dos
jóvenes... (IV: 753b).
Los gestos de la agonizante hablan de renunciación, de aceptación de su
desaparición y sustitución por la otra al lado del señorito. Se trata, ciertamente,
de una aceptación de una situación sobre la cual Marianela no tiene control
(como es la atracción mutua y unión de dos jóvenes sanos y hermosos) de
modo que hay un caudal de resignación patética y amor hacia ambos en la
acción convencional de juntar sus manos sobre su pecho y, por lo tanto, de
deseos implícitos de bienestar y felicidad matrimonial en el futuro. El «testa
mento» de que hablan sus gestos parece ser uno de vida en la que, en último
término, la sacrificada no tiene parte y así lo sabe y acepta.
Peter Brooks termina su análisis de otro final misterioso que incluye muer
tes casi incomprensibles con la indicación de que, «for men in the post-sacred
universe, the mimesis of sacrifice no longer has clear referents. With the loss
of sacred symbolism, only the uncertain constructions of dramatic metaphor
remain»10. Me parece que otro tanto podría decirse de este amargo texto galdosiano
y la extraña metáfora dramática que nos ha legado, así como de los dos
paneles laterales que completan este tríptico de sacrificio.
Estas tres novelas que comparten la misma configuración narrativa en sus
finales se ubican dentro del contexto más amplio de la concepción decimonóni
ca, heredada del romanticismo, del amor ideal (por la patria, por otro ser
humano) vivido como devoción desinteresada y sacrificio de sí mismo. Las
novelas de Balzac, Dickens, George Eliot, Víctor Hugo y otros, proveen ejem
plos abundantes; el folletín y el melodrama se ocuparon de darle difusión ma
yor, entre públicos de todos los estratos sociales. En este tríptico de 1877-78
Galdós ensayó sus primeras versiones de esa concepción e incorporó a su reper
torio de finales posibles uno que tendría variaciones muy importantes en sus
novelas posteriores.
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NOTAS
1 Cualquier bibliografía sobre el estudio de los finales debe empezar con los ensayos de
Frank Kermode incluidos en The Sense of an Ending. Studies in the Theory of Fiction (Oxford,
1966) y el libro de B. H. Smith, Poetic Closure. A Study of How Poems End (Chicago, 1968).
Véanse también los trabajos de D. H. Richter, Fable's End: Completeness and Closure in Rhetorical
Fiction (Chicago, 1974); M. Torgovnick, Closure in the Novel (Princeton, 1981); D. A.
Miller, Narrative and Its Discontents. Problems of Closure in the Traditional Novel (Princeton,
1981). Me han sido de particular utilidad los ensayos de L. Bersani, «Le réalisme et la peur du
désir», Poétique 22 (1975): 177-195; G. Genette, «Vraisemblance et motivation», Figures II (París,
1969); y entre los galdosistas los trabajos de A. M. Penuel, «The Problem of Ambiguity in Galdós
Doña Perfecta», Anales Galdosianos XI (1976), 71-88 y P. B. Goldman, «El trabajo digestivo del
espíritu: sobre la estructura de Fortunata y Jacinta y la función de Segismundo Ballester», Kentucky
Romance Quarterly 31 (1984), 177-187, por sus comentarios en torno a los finales de las novelas
que estudian.
2 «Auguste Comte y Marianela», reproducido en Vida y obra de Galdós (Gredos, 1961), p.
197.
3 Galdós, 1 (Castalia, 1968), p. 140.
4 Cito por la edición de S. de Robles, Obras Completas (Aguilar, 1954). En adelante apare
cerán la página y columna correspondientes en el texto del trabajo.
5 Javier Herrero ve solamente «dignidad sublime» en el personaje en sus últimos momentos,
en su interesante artículo «La 'ominosa década' en Los Episodios nacionales», Anales Galdosianos
VII (1972): 107-115.
6 «Le Narrateur. Réflexions sur l'oeuvre de Nicolás Leskov», Oeuvres Choisis (París, 1959),
p. 306.
7 En el capítulo II de este Episodio hay, además, una clara reminiscencia del arranque del
capítulo V de la Parte I, titulado «The Wine Shop»: se trata de la escena del vino derramado,
ambas de valor simbólico y proléptico.
8 Galdós and the Art of the European Novel: 1867-1887 (Princeton, 1981), p. 155.
9 Pienso que más que una alegoría optimista de la concepción comtiana de la historia, como
ha propuesto Casalduero en su clásico ensayo mencionado en la nota 2, esta agridulce novela
sentimental hace referencia a los conceptos darwinianos sobre la selección natural y la superviven
cia de los más aptos.
10 The Melodramatic Imagination: Balzac, Henry James, Melodrama, and the Mode of Excess
(Yale University Press, 1976), p. 107.