SOBRE EL BIEN Y EL MAL EN LA NOVELA DE GALDOS
Robert Kirsner
Universtity of Miami
El proceso creativo de Galdós abarca un período de medio siglo, aproximadamente.
La técnica literaria del autor refleja una visión madurativa. La humanidad
se proyecta en función vital dentro de los conceptos y sentimientos de un
escritor que principia la labor artística como crítico riguroso a estilo de un
Aristarco, luego va conformándose con las limitaciones sociales, y con el tiempo,
hasta llega a cobrar afición a no pocas cualidades que antes juzgaba como
defectos nacionales. La sensibilidad inmanentemente creciente de Galdós respecto
a patria, religión, y urbanidad va forjando nuevas imágenes del mundo
en torno a él; el panorama social se va ensanchando con aprecio y ternura. Y
la moral, siempre sujeta a valores sociales temporales (la ética sí tiene características
absolutas), forma parte íntegra de la visión evolutiva que se difunde en
la novelística galdosiana.
En las tempranas novelas de Galdós, en las que se sitúan La Fontana de
Oro, El Audaz y Doña Perfecta (La sombra es más bien novela experimental),
existe un rígido régimen de valores morales. El bien y el mal están irreductiblemente
marcados, virtualmente independientes el uno del otro, apenas sin posibilidad
de desarrollo y compenetración. Es decir, rige un concepto estático de
la virtud y de la vileza. Sobre todo, en cuanto a la política y a la religión se
destaca una especie de cortina de hierro entre los bienaventurados y los maliciosos.
La heroicidad se mide con vara ideológica; fácil es determinar quiénes
obran bien y quiénes hacen mal. (En cierta medida, toda obra comprometida
viene a ser una clase de representación parabólica).
En La sombra la cuestión moral (como es el caso con los demás temas de
la novela: matrimonio, locura, verosimilitud) se presenta en función de un
juego agridulce entre el autor, los lectores y los propios personajes. Se ensaya
Galdós como novelista tanteando su talento de escritor. No cabe duda de que
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París es inmoral; sin embargo sin él no habría novela. Es él el plenipotenciario
del arte; pintado en un cuadro, sale al plano de la experiencia inmediata para
realzar la condición oteliana del doctor Anselmo, el pobre marido que tanto
como «el moro de Venecia» enloquece de celos y causa la muerte de su esposa.
Pero, en último término, París no es más que el símbolo tenebroso de «eso que
llamáis vulgo, sociedad, gente, público ... »; el fallo que se hace poco alumbra;
todo queda en suspenso.
Las novelas patentemente doctrinarias de Galdós, La Fontana de Oro, El
audaz y Doña Perfecta revelan un concepto fijo del bien y del mal, fundado en
el culto del liberalismo y en la promesa de la ciencia. Se manifiesta el deseo de
acabar con lo antiguo, de reemplazar lo tradicional con lo moderno. Lo nuevo
con no más que serlo ya obtiene valiosa categoría y por lo tanto la heroicidad
está en manos de los jóvenes. Los personajes simpáticos de estas novelas son
flamantes donceles. Es decir, el ánimo del autor, como había de esperarse,
descansa en un juicio juvenil sumamente optimista, virtualmente mesiánico. Se
iza la bandera de la fe en el porvenir. Detrás de los conflictos más aparentes,
entre ciencia y religión, entre los liberales y los conservadores, entre la tradición
y la modernidad, se deja ver, intrahistóricamente, la rebelión de una juventud
impaciente en contra de una generación que para «los revolucionarios»
huele a una vejez caduca. Por ejemplo, el que Doña Perfecta apoye la iglesia
y el caciquismo representa una situación circunstancial; fueran lo que fueran
sus valores tradicionales, habrían sido dignos de oposición de parte de un joven
héroe, imbuido de novedosas ideas, completamente entregado a los efímeros
descubrimientos recientes. Aun antes de conocer a su tía, apenas entra Pepe
Rey en Orbajosa, ya es hostil al status quo.
En Gloria, la novela que sigue a Doña Perfecta, ya se va complicando el
asunto del bien y del mal. En términos morales, nos encontramos ante sutilezas
inesperadas. Apenas hay buenos. En cambio, escasean los malos. En resumidas
cuentas, rige el «sálvese el que pueda» como lema temático; cada uno actúa en
pro de su propio beneficio: la religión, sea la que sea, el individuo, en fin, la
sociedad. En el mundo de los «intereses creados» no caben exortaciones a la
bienaventuranza más que en forma de apariencia. En realidad, todos, sin excluir
a nadie (los mismos amantes son los más egoístas), están obrando a base
de sus anhelos existenciales faltos de consideración hacia el prójimo. No se
trata de malhechores sino de egoístas.
En Marianela tampoco hay maldad, y el bien ya comienza a manifestarse
aunque de una manera tenue. Se quiere ser bueno aunque se desvía la mayoría.
Quien logra compenetrarse, quien llega a sentir la agonía de una pobre joven
desvalida es el doctor Golfín. Pero el doctor Golfín no es tipo de héroe a la
manera de Pepe Rey; el médico es héroe moderado, intelectual. Bien ajustado
a la sociedad en que vive (se lleva bien con todos), tiene presente las injusticias
que acosan a la protagonista, prejuicios tradicionales que causarán la destrucción
completa de la chica, cuya «alma vive en estado de naturalismo poético».
El mal reside en la dura realidad que honra la beldad femenina, en la adoración
del cuerpo de una mujer, en fin, en el culto que se le rinde a la belleza trans-
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cendente, sin darle importancia a la forma poética inmanente. El mal que se le
hace a Marianela nace de una realidad circunstancial. Es como si se dijera, «así
es la vida; ¿qué se va a hacer?».
En La familia de León Roch se enfoca la cuestión moral de otra forma: se
trata de proyectar la contienda de dos equivocados, uno hipnotizado por la
ciencia, la otra persona embelesada por la religión. No es que sean malos (el
caso es que ambos se consideran buenos, quizás demasiado buenos), sino que
obran mallos dos al no querer transigir. Los dos, él tanto como ella, se juzgan
dueños de la verdad absoluta. Y si León Roch y María Egipcíaca son dos
equivocados, Pepa Fúcar y Federico Cimarra, el otro matrimonio, son dos
desgraciados; ella se deja llevar por un espíritu vengativo, él por una pasión
crematística. El sufrimiento de ambos procede de obsesiones poco admirables.
y se les tuerce el camino: ella creía que se casaba con un «tonto» (todo lo
contrario del sabio León Roch) y resultó ser el marido un «bergante»; él, que
se creía en su sórdida codicia estar fuera de sentir amor por nadie, se aleja de
Pepa y del manejo pecuniario por amor a su hija. En último término, algunos
más, otros menos, pero no hay quien no se confunda en la vida.
La confusión vital explota como tema ardiente en La desheredada. Y hasta
se nos presenta una «moraleja» que funciona como epílogo de la novela. Claro
está que se trata de una moraleja que ha de servir para obrar con cordura,
aconsejando que para «llegar a una difícil y escabrosa altura ... lo mejor, creedme,
lo mejor será que toméis una escalera». Advierte Galdós, «no os fiéis de
las alas postizas». Innecesario añadir, «como hizo Isidora Rufete». Pero no es
ella la única tejedora de sueños. Hay tantos en la novela que se hacen ilusiones.
Hasta el mismo Joaquín Pez, el marqués de Saldeoro (nombre más irónico
difícil sería de imaginar) se engaña, creyéndose vivir en las esferas sin necesidad
de apoyarse en una «escalera»: «¡Trabajar aquí!. .. ¡Qué trabaje el Obispo!
». Sin quitarle el bien merecido denominativo de «sinvergüenza», el marquesito
se lastima, tanto como los demás, al ponerse «alas postizas»».
En términos morales galdosianos se van diferenciando el bien y el mal a
base del grado de ensimismamiento que exista en cada cual; hasta podría decirse
que si los buenos se distinguen por sus aspiraciones personales, que siempre
son algo egoístas, los malos sufren de egolatría. Es decir, llegan éstos a una
posición tan extremada que apenas son capaces de palpar la vida ajena; para
ellos no hay más felicidad ni más tristeza que las que sienten ellos por su
propia cuenta. Máximos ejemplos de tal estado vital son «el misántropo» Pedro
Polo en Tormento y «el Traviatito», José María Bueno de Guzmán en Lo
prohibido. En cambio, hay quienes comienzan su carrera de personaje literario
mal encaminados, como sucede con Rosalía de Pipaón en Tormento, y llegan
a lucirse como salvadoras de familia, tal como ocurre en La de Bringas. Entiéndase
bien, hay que insistir en ello sin cesar, la moral novelesca hay que medirla
con vara relativa. Aunque parezca bastante cínica la conclusión, hay que preguntarse,
¿qué más podría haber hecho Rosalía para imponerse como «piedra
angular de la casa»? El juicio tiene que tomar en cuenta lo que llama Galdós
«las conflictivas circunstancias». ¿Habría sido mejor que Rosalía dejara morir
de hambre a la familia? Como en tantos otros casos novelables, no pocas veces
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la vida sólo da a escoger entre lo malo y lo menos malo. La comprensión de la
vida novelizada a estilo de Cervantes o Galdós requiere una perspectiva amplia
de valores humanos.
(Pero hasta La Santa Biblia demanda amplitud intelectual, por eso nos
amonesta que Noé era buen hombre en su generación; en realidad tomaba
demasiado) .
Se encierra la cuestión moral en las más grandes novelas de Galdós dentro
de un marco irónico: en un mundo imperfecto (<<decir humanidad es lo mismo
que decir debilidad» se nos advierte en Fortunata y Jacinta), en un mundo en
que se enfoca la existencia humana como novela, es decir, como vida conflictiva
que exige enfrentamiento sin promesa de solución. En la lucha novelesca
entre el quiero y el no puedo, entre el ser y el querer ser, se rozan el bien y el
mal - y a veces hasta se entrelazan. Si no se disciernen diablos, tampoco se
revelan santos. Ni «la rata ecc1esiástica», Guillermina Pacheco, logra mantenerse
por encima de una existencia algo fangosa en Fortunata y Jacinta. Se
mancha ella al satisfacer la curiosidad mórbida de Jacinta, proporcionándole a
ésta la posibilidad de ocultarse para escuchar la conversación fatal entre Guillermina
y Fortunata, sobre todo el hiriente manifiesto romántico de Fortunata.
La acción traicionera de «la Virgen y Fundadora» perjudica a todos. La productora
de este encuentro es Jacinta, pero si~ Guillermina, la directora del
drama, no hay espectáculo. ¡Y bien reconoce Guillermina que ha hecho un
mal irreparable! «El escondite escénico» de Jacinta da lugar a que la propia
misericordiosa mujer se califique de estar en «¡pecado mortal!» Está demás
decir que en términos de creación literaria esta representación inspira el desenlace
novelístico. De ahí sale «la pícara idea», dulce venganza que forjará la
unión espiritual de «las dos casadas». Dicho de otra manera, el pecado mortal
da fruto a una inmortal relación simbiótica entre las dos protagonistas.
En Fortunata y Jacinta quien más se acerca al reino de la heroicidad moral
es el bien equilibrado «simpático coronel», Evaristo Feijóo. Realiza proezas el
sabio solterón guardando la forma, manteniendo la apariencia del buen gusto,
rindiéndole culto a los finos modales de la sociedad. El bien consiste en no
lastimar, en no hacerle daño a nadie, y en saber acompañar al prójimo tanto
en sus anhelos como en sus problemas inmediatos. Si se tratara de una evaluación
abstracta, difícil, casi imposible, sería concebir que «el viejo más guapo,
simpático y frescachón que se podía imaginar» fuera una especie de paladín
moral. Pero tanto como Noé, lo es en su medio ambiente vital, «en esta generación
».
El vestir a Feijóo de héroe no significa que él esté tan lejos de quienes no
merezcan tal indumentaria. Los demás personajes masculinos tampoco son tan
malos. Ni Juanito Santa Cruz, ni Jacinto Villalonga, ni los amigotes de Maximiliano
Rubín llegan a encarnar la malevolencia.
Juanito está limitado a realizar su «diminutivo sino»; no se puede esperar
más de quien es incapaz de salirse de su marco existencial. Cada uno tiene el
suyo pero el del famoso señorito queda apegado a su propia persona. Más que
de Fortunata, más que de Jacinta (y a su manera hasta cierto punto a las dos
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las quiere), de sí mismo está enamorado el amante. Al fin y al cabo, se encuentra
él tan solo como Maximiliano Rubín; en cambio el destino de cada una de
las dos casadas se refleja como el mismo para las dos. Si no es loable Juanito
Santa Cruz, tampoco se le puede achacar de execrable, siempre que se le juzgue
en su generación. Hay que mantener equilibrio y no perder la perspectiva.
Preciso es aplicar criterios sociales a la conducta individual; toda época tiene
su actualidad.
Tanto en Misericordia o en Tristana como en las demás novelas acabadas
de Galdós se mide a los buenos y a los malos con una proteica vara novelística.
El comportamiento individual nace de las posibilidades de cada cual. Para Benina
en Misericordia existe una irradiante pasión por la miseria; la desgracia le
impele a engañar a un pobre ciego (hasta le promete casarse con él), inventar
personas que no existen (el que don Romualdo resulte ser personaje en carne
y hueso no quita la maña de la criada; sólo se interpone la del autor). ¿Y qué
diremos de doña Paca? A primera vista nos impresiona como una ingrata perdida.
Pero es el caso que la pobre señora es víctima de unos valores sociales
que exageran la apariencia y prohíben un intercambio de amistad con personas
de otra categoría. El que tal actitud pueda aparecer como posición falsa, no
disminuye su valor intrínseco en su generación. Presumida y vanagloriosa podrá
concebirse fuera de su actualidad, pero en una atmósfera que induce a
aparentar, a vivir de ilusiones, tendría q~e haber sido doña Paca mucho más
buena que los demás para concederle trato más familiar, más compasivo, a la
criada. Y la verdad sea dicha, tampoco tiene carácter bondadoso la dueña
ilusionada.
Si los lectores de la novela galdosiana descubren que los personajes que
habían de ser buenos dejan mucho que desear, no menos es la sorpresa al
encontrarse con los que están marcados como malos, sea el usurero, don Francisco
«el Peor» en Torquemada en la hoguera o don Lope, «jefe y señor ... al
cual no será justo dar el nombre de familia» en Tristana. En ambos casos se
nos revelan hombres dignos de compasión. Aunque han sido autores del mal,
tienen sus momentos de aparecer más bien como víctimas que como malhechores.
En última instancia, más daño se han hecho a sí mismos que a nadie.
Además, he aquí el truco artístico, en ellos nos vemos a nosotros mismos hasta
cierto punto. Al principio, nos sentimos alejados de la crueldad que puedan
representar ellos; increíble pensar uno que esté ligado de alguna manera con la
brutalidad de personas tan evidentemente inhumanas. No obstante, a medida
que se va penetrando en la existencia de ellos, se va uno ablandando, hasta
efectuar la unión de sentimientos y simpatía. Los personajes galdosianos novelizados
se imponen sobre los prejuicios personales y tienden a borrar de nuestra
esfera los conceptos estáticos. Mientras más se mueve la vida más nos adentramos
en el columpio vital de la experiencia más íntima de la realidad, que sólo
nos puede ofrecer la ficción de un Cervantes, de un Galdós.
La novela de Galdós proyecta una visión total de la vida humana. No hay
problema social o individual que no esté incluido dentro de la descripción de
un mundo en marcha, un mundo en lucha consigo mismo. No obstante, la
novelística no se reduce a un plano de nuestra experiencia inmediata. Abundan
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enfoques psicológicos, políticos, económicos, religiosos, morales, etc., etc. Sin
embargo, todos son aspectos irreducibles. Asimismo, todos se compenetran en
función vital; la única entidad que queda se contiene en un movimiento candente
íntegro. En una palabra, se deslizan las consideraciones problemáticas
sociales para crear circunstancias y personajes a lo vivo, no como ciencias sociales.
La novela de Galdós está fuera de un examen científico parcial a lo muerto.
Trátese de enfocar la ley, la economía, la moral, etc., la situación humana y,
por encima de todo, la reacción del individuo hacia sus circunstancias se proyectan
dinámicamente. No puede esperarse que haya resultado anticipado, simétrico;
es decir, a medida que los seres humanos van enfrentando nuevas
situaciones (por semejantes que sean, nunca son iguales) se van creando experiencias
únicas -para los personajes y para los lectores. En tomo a los valores
sociales, con frecuencia en conflicto con los intereses personales, poca importancia
tienen en plano abstracto. En cuanto chocan con el desdoblamiento de
vidas particulares sí que adquieren transcendencia temática. El bien y el mal,
por ejemplo, carecen de fuerza vital inmanente; por su propia cuenta, en su
estado teórico, no llaman la atención. Apenas chispean dentro del contexto
novelesco. En cambio, en relación con la actuación literaria de un personaje,
sea Guillermina o Torquemada o cualquiera de los demás actores en la novelistística
galdosiana, fulminan el bien y el mal en tensión irónica, captando la
disonancia de quienes se hallan en medio de la encrucijada que forman los
conflictos que no ofrecen más solución que la experiencia agónica del vivir. En
tales momentos existenciales se pone de relieve el bien y el mal como dos
angostas figuras, a la vez peleando y dándose las manos.
BIBLIOGRAFIA
PÉREZ GALDÓS, B.: Obras Completas, Tomos IV y V. Madrid, Aguilar, 1941.
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