«EL ESTILO ES LA MENTIRA»:

EL VALOR DE LA PALABRA ESCRITA EN GALDOS (1881-1886)

Martha G. Krow-Lucal

University of California, Santa Cruz

Para Antonio Ruiz Salvador, el análisis del pasado llevado a cabo en las

primeras dos series de Episodios nacionales se vuelve «autopsia del presente»

en La desheredada 1

• Se suele pensar en el conocido «nuevo comienzo (o «segunda

o tercera manera») de Galdós como algo afirmativo, y lo es: la afirmación

de su creciente arte novelístico. Sin embargo, Ruiz Salvador nos muestra

la otra cara de la moneda: este «nuevo comienzo» cobra por muchos conceptos

un marcado signo negativo, a la vez que entra el autor en su período más

fecundo y el florecimiento de su habilidad narrativa. Nos proponemos examinar

un aspecto negativo de esta «segunda manera» galdosiana: la devaluación,

cada vez más comprehensiva, de la palabra escrita. Examinaremos las novelas

publicadas entre 1881 y 1886, dejando la devaluación total del lenguaje al agudo

análisis de la profesora Harriet Tumer2

Como todos saben, La desheredada es, entre otras cosas, una recreación de

la obra maestra cervantina3

• La crítica ha señalado menos la importancia de lo

apócrifo (desde el Quijote de Avellaneda hasta las formas «apócrifas» del lenguaje)

en esta novela. Por supuesto que Galdós deja entrever referencias al

Quijote apócrifo: el comienzo (<<Final de otra novela») en un manicomio, «la

casa del Nuncio de Toledo», etc. Pero en cierto modo esto es lo de menos.

Tomás Rufete, como el Quijote de Avellaneda, es apócrifo, inauténtico, farsante,

engañador y engañado a la vez. Y lo mismo se puede decir de la mayoría

de los personajes de la novela: Isidora por descontado, pero también Relimpio,

Bou, Mariano, Joaquín Pez, Me1chor, hasta Botín y el aborrecible Gaitica. Y

todos están relacionados estrechamente con alguna forma degenerada de la

palabra escrita4

• Rufete, aficionado a los periodiquillos y la jerigonza gubernamental-

burocrática, Isidora con sus novelas por entregas, Relimpio soñando

con huríes y dragones sacados, sin duda, de novelas parecidas a las que leía la

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ahijada, Bou el supuesto republicano/socialista/anarquista con su colección de

caricaturas políticas5, Joaquín el interesado que se cree sentimental, lector de

novelas como las que apasionan a Isidora, Melchor el colaborador de periódico

furibundo (<<porque no le tocaba mamar»), Botín enamorado de sus discursos

de congresista, Mariano y Gaitica casi analfabetos, pero muy prontos a asimilar

las ideas que oyen leer a otros, o que otros han leído 6. Nimetz nos recuerda

que la locura de Isidora degrada sin ennoblecer, a diferencia de la del Caballero

manchego 7

• Tal se podría decir de los colegas de nuestra heroína, y por la

misma razón: lo que les lleva a la locura está ya exenta de toda nobleza. Aunque

el autor haya dedicado su novela a los maestros de escuela, la contradicción

es manifiesta: saber leer simplemente no es suficiente. Hay que desconfiar

algo de la palabra escrita; aceptar lo escrito por el mero hecho de estar escrito

puede ser fatal8•

Desde las primeras palabras de su novela, Máximo Manso nos recuerda

que no es de carne y hueso, sino de tinta y papel. Y como tal, se deja influir

más por la tinta y el papel que por la carne y el hueso. Fabrica una Irene

parecida a él (es decir, una criatura hecha de palabras): la mujer positiva, la

mujer razón, la mujer sajona, etc., etc. Pero su hechura se parece poco a la

Irene que acaba casándose con Manuel Peña: mojigata, hipócrita, supersticiosa,

empeñada en trepar y en hacer trepar al marido a la cumbre de lo que

llama Carlos Blanco «el bloque oligárquico del poder»9.

El contraste entre el lenguaje huero, parlamentario, oratórico, y el español

hablado, fresco y gustoso, vuelve a intervenir en El amigo Manso como había

intervenido en La desheredada. Doña Javiera, la chulesca carnicera «platónicamente

» enamorado de Manso es el personaje de cuyo criterio nos podemos fiar

casi sin titubear. El análisis que hace «esta mujer sin lecturas» (p. 1.192b) de

su hijo y de lo que debe ser su educación (esto es, instrucción y crianza) deja

pasmados tanto al lector como al instruido catedrático de Instituto. Mientras

que la instrucción formal, escrita, de la Escuela Normal de Maestras apenas

hace mella en el ánimo de Irene, los agudos oídos y ojos de doña Javiera le

enseñan cómo ha de ser la instrucción si pretende influir en el estudiante.

La simpática familia cubana de José María Manso, Lica y la niña Chucha,

también muestran que la honradez se manifiesta a través del habla natural. No

tienen interés en engañar ni en estafar a nadie, ni en encaramarse sobre los

demás. Son objetos de burla en Madrid a causa de su habla, por los que vienen,

como dice Lica, a comerle los codos; se lamenta, llorando, a Máximo, de «tener

que olvidar las palabras cubanas para saber otras»lO.

Los demás personajes, cuya vida se basa en la palabra escrita, resultan en

el mejor de los casos equivocados (el propio amigo Manso) o si no, trepadores

poco escrupulosos (José María, Irene, la feroz Calígula, y los desagradables

personajes recurrentes que tan importante papel desempeñaron en novelas anteriores:

Cimarra, Pez, Fúcar, los Tellería ... ). Y en cuanto a Manuel Peña,

alumno predilecto de Manso, éste llega a saber «-pues nos está concedida la

preciosa facultad de visitar el pensamiento de los que viven-» (p. 1.306a) que

Manolo apenas recuerda nada de lo que le enseñó su amado magíster, enterrado

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como está su pensamiento bajo el «espeso fárrago de ... prácticas obtenidas en

el Congreso y en los combates de la vida política» (p. 1.309a). No está de más

recordar aquí la observación de Máximo, al saber que su hermano piensa «consagrarse

al país»: «existe un país convencional, puramente hipotético, a quien

se refieren todas nuestras campañas y todas nuestras retóricas políticas, ente

cuya realidad sólo está en los temperamentos ávidos y las cabezas ligeras de

nuestras eminencias» (p. 1.208a). O sea: ese país convencional es una construcción

en su mayor parte lingüística, pero a base del lenguaje escrito, bien sean

urnas electorales llenas de papeletas falsificadas o contratos como los de Fúcar

y Botín con el gobierno. Desde los inefables versos de Sainz del Bardal hasta

el discurso de Peña, en la que acopla a Lincoln, «el Cristo del negro», con el

cielo de Andalucía e Isaac Newton, la palabra escrita es radicalmente falsa e

inauténtica.

El doctor Centeno, novela de la cual se ha quejado porque al parecer le

falta «unidad» 11, es una de las más interesantes (aunque no sea de las más

logradas) de Galdós. El autor del Amigo Manso ya ha prevenido al lector

acerca del tema de la novela que vendría después de la historia de Máximo y

familia: «estaba encariñado con la idea de perpetrar un detenido crimen novelesco

sobre el gran asunto de la educación» 12. Y resulta que los dos protagonistas

(o héroes, como los llama entre burlas y veras el narrador) del Doctor

Centeno son estudiantes cuya vida, tanto compartida como por separado, está

íntimamente ligada a la educación. Vale la pena recalcarlo de nuevo: la educación

es la instrucción formal y el paulatino descubrir y descifrar el sentido del

mundo cotidiano. A Alejandro Miquis, el desarrollo de su educación le llevará

a una muerte temprana; a Felipe, a una visión más compleja y triste del mundo

y de la vida. La instrucción formal -la letra - brilla por su ínfima calidad y su

poquísima importancia en la vida de estos dos estudiantes. Es una respuesta

tan absurda a las preocupaciones y preguntas vitales de ambos que ni siquiera

merece la pena que se fijen en ella. Veamos primero el caso de Felipe Centeno,

el personaje secundario que apareció por primera vez en Marianela y que ahora

pasará a primer plano.

Celipín quiere aprender «todas las ciencias ... y ni una sola se me ha de

quedar»13. A fuerza de muchos trabajos logra reunir el dinero para ir a Madrid,

en donde piensa estudiar para médico; de ahí el título de la novela. Y parece

que se ha colmado su suerte cuando conoce al cura don Pedro Polo, dueño y

maestro de una escuela, que se ofrece para llevarle a Felipe como criado y

encaminarle en los estudios. Pero pronto se ve que don Pedro, maestro muy

afamado a la sazón, es la persona menos adecuada para desarrollar el interés

natural del muchacho en el mundo que le rodea: «Polo no enseñaba nada; lo

que hacía era introducir en la mollera de sus alumnos ... cantidad de fórmulas,

definiciones, reglas, generalidades y recetas científicas, que luego se quedaban

dentro indigeridas y fosilizadas ... » (p. 1.331a). La descripción espléndida que

ocupa casi por entero el capítulo 3 de la primera parte muestra el lamentable

estado de la enseñanza española (y no sólo española) de aquella época. Y lo

peor es que Polo, por otra parte no tonto, está muy satisfecho de sus hazañas

pedagógicas: «veía con gozo que sus discípulos se lucían en los Institutos, sa-

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cando a espuerta las notas de sobresaliente» (pp. 1.332b-1.333a). Lo cual quiere

decir que no es Polo solamente; el sistema educativo está podrido de arriba

abajo. Los que logran recordar un fárrago inútil de definiciones sacan los sobrasalientes.

Porque esto y no otra cosa enseña Polo. Todas las materias del pobre Felipe

que desfilan una tras otra en el capítulo 5 de la primera parte están cortadas

por el mismo patrón (gramática, historia sagrada, doctrina cristiana ... ), y todas

a base de la endiablada palabra escrita 14. Las cosas que le interesan al pobre

Doctorcillo no son las construcciones verbales tan hueras como la Restauración

vivida por Galdós mientras escribía la novela, sino «por qué las cosas, cuando

se sueltan en el aire, caen al suelo; por qué el agua corre y no se está quieta;

qué es el llover, qué es el arder una cosa; ... por qué se quita el frío cuando uno

. se abriga, y por qué el aceite nada sobre el agua; qué parentesco tiene el cristal

con el hielo ... qué significa el morirse, etc., etc.» (p. 1.338b). Estas preguntas

son señales de la inteligencia y sana curiosidad de Felipe, ignorada por los que

le rodean, tan preocupados como están por la palabra, sin recordar (como sin

duda lo recordaba don Benito) que «la letra mata, pero el espíritu da vida».

A Alejandro Miquis, el amo de Felipe, le aqueja otra enfermedad de la

palabra escrita. Esta dolencia se parece mucho a la de su paisana Isidora Rufete;

mientras que Isidora devora novelas por entregas, Miquis se dedica a la

«misión altísima ... (de) reformar el Teatro, a resucitar, con el estro de Calderón,

las energías poderosas del arte nacional» (p. 1.393b). Pero reformar el

teatro «con estro de Calderón» era absurdo; la dramaturgia de éste estaba tan

muerta (aunque no enterrada) como su autor. El socarrón Poleró pone el dedo

en la llaga cuando llama maliciosamente al Gran Osuna de Miquis, El gran

cerco de Viena. Todo el teatro español del XIX ya se apoyaba demasiado en

un necio neocalderonismo 15 •

Como las materias que «enseña» Polo en su escuela, El Grande Osuna y los

propósitos artísticos de Miquis se basan en palabrería pura, construcciones verbales

que apenas si tienen contacto con la realidad cotidiana que Balzac y

Dickens habían novelado en Francia e Inglaterra. Escritos el dramón de Alejandro

y las materias escolares en jerigonza (<<dramática» el uno y académica

las otras), ¿cómo ni irían a pervertir a los que estuvieran en contacto con ellos?

Si ya para Galdós evocar el teatro era evocar la radical falsedad de la sociedad

de su tiempo16, ¿qué buenas consecuencias podría tener ese Grande Osuna?

En El doctor Centeno, uno de los elementos más unitarios es la perversión del

lenguaje por la palabra escrita, y por lo tanto, de la vida por los que saben leer

y escribir.

Tormento es una novela, si no epistolar, ciertamente llena de cartas y papeles

escritos que desempeñan un papel importantísimo en el desarrollo del argumento17

• Los novelones de Ido, la «carta» (billetes de teatro) de Agustín que

Felipe lleva a Amparo, y la siguiente (que no es carta sino sobre, lleno de

dinero pero sin palabra alguna), las cartas desesperadas de Polo a su Tormento,

las malhadadas cartas de amor que ésta escribió a Polo y que cayeron luego

en manos de su hermana Marcelina -la novela entera parece ser impulsada

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por las epístolas que se entrecruzan y provocan una crisis tras otra.

Pero las escrituras (por así decirlo) de esta novela no son el Evangelio: o

son radicalmente falsas, o muestran una verdad a medias, truncada. Las novelas

de Ido pueden pasar sin comentario. Pero las cartas son otra cosa. Polo se

titula moribundo, y no se muere; después de volver a Madrid del Castañar, le

escribe a Amparo que «está dispuesto a hacer todas las barbaridades posibles»

justo antes de hacer el gran sacrificio de renunciarla para siempre. Agustín le

escribe una carta a la joven diciendo que ya la considera como su esposa (que

no lo es, ni lo llegará a ser). Y al final Amparo escribe su nota de suicidio al

indiano, que dice: «Todo es verdad. No merezco perdón, sino lástima». Pero

está clarísimo que nadie sabe «todo» (y que de hecho es imposible saberlo

«todo»), y que Amparo sí merece perdón. La única carta que no miente es la

que no dice nada.

Amparo misma, que no es tonta sino débil, reconoce en el fondo que no

hay que fiarse de la palabra escrita. Con los primeros billetes que le manda

Agustín viene un papel en blanco, y a la joven le parece correcto y naturaps.

y cuando se sienta para escribirle, para darle las gracias, no encuentra el modo

adecuado de hacerlo: «Todo cuanto se le ocurría resultaba pálido, insulso y

afectado, como si hablara por ella un personaje de las novelas de don José

Ido» (p. 44b). Y saca la conclusión: «El estilo es la mentira. La verdad mira y

calla» (p. 44b).

y así será. Al final, cuando Marcelina ya ha quemado las cartas y Agustín

va a despedirse de Amparo, ésta decide hablar (no escribir) y se confiesa con

el ex-novio (p. 122a). El estilo ya no importa, es la verdad limpia lo que brota

de sus labios. La palabra hablada la ha salvado y ha redimido tanta hoja escrita

que trajo la desgracia al autor o la autora de ella.

En Tormento Amparo y Agustín consiguen huir y hacerse una vida nueva

fuera de España a base de entenderse hablando19 • Quedan Rosalía y Francisco

Bringas para iluminar los acontecimientos del verano de 1868. Con La de Bringas

empieza una subversión de la propia novela, que no podrá soslayarse ni a

través del amor ni de la huida. Las cosas van vertiginosamente cuesta abajo.

Rosalía no es un Quijote apócrifo a modo de Isidora o Alejandro Miquis;

éstos, por lo menos, eran lectores apasionados. Pero a Bringas y consorte les

trae sin cuidado la lectura; don Francisco «no estaba suscrito a ningún periódico,

ni en su vida había comprado un libro, pero cuando Rosalía quería leer una

novela, no faltaba quien se lo prestase» (Tormento, pp. 30b-31a). De todas

formas, a Rosalía no se le ve leyendo nunca. No le dan tiempo lo que llama

Galdós sus «zarandeos» y sus carreras desaladas en pos del lujo.

La debilidad quijotesca de la Pipaón es otra: el qué dirán, los supuestos de

la sociedad de su tiempo, que los recibe y los pone en acción, como hacemos

casi todos, sin examinarlos ni criticarlos. Ya no es este o el otro tipo de lenguaje

escritQ que denuncia el autor, ni siquiera es la denuncia de todo lenguaje

escrito. Se trata de una denuncia global de su tiempo, en el cual están irremediablemente

implicados él y sus ficciones.' Es por esto que al final de La de

Bringas resulta que el narrador no es digno de la confianza que hemos reposado

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en él. Ha sido amante ocasional de la Pipaón; está tan corrompido como ella y

Pez, si no más. Y nosotros, los lectores que nos hemos reído de Rosalía y nos

hemos sentido tan superiores a ella, a instancias de ese mismo narrador, nos

encontramos implicados también en la corrupción. Empieza ya la subversión

de la propia palabra escrita del autor.

Esta subversión llega a su punto culminante en Lo prohibido. José María

Bueno de Guzmán es inteligente, no inculto, de la clase gobernadora y medio

inglés por añadidura. Pero nada de esto tiene importancia; tan esclavo es él

como Rosalía del qué dirán (mutatis mutandis, cuando se recuerda que José

María es hombre y por lo tanto goza de más libertad). Hasta resulta más corrompido

que la Bringas porque tiene más campo en que explayarse: la política,

la bolsa, el galanteo ...

Algunos lectores se han extrañado de la apariencia repentina de Ido del

Sagrario al final de la novela. Vistas las novelas anteriores como las hemos

visto, resulta bastante clara. La paulatina subversión de la palabra escrita, iniciada

en 1881, ya culmina con la subversión de la novela que acabamos de leer.

¿Son las memorias de José María? ¿En dónde ha tocado -o retocado- Ido?

Ese final tan moral, ¿es obra del narrador primitivo o de esa fuente de moralidad

que es don José Ido? Con la introducción del folletinista, Galdós ha socavado

adrede la veracidad de su propia palabra escrita. No es sólo que no podamos

fiamos del narrador, como en La de Bringas; es que ya ni sabemos quién

es.

A primera vista, parece absurdo sugerir que Galdós desconfiara de la palabra

escrita; ¿por qué desconfiar tanto, cuando conocía la importancia del alfabetismo

y cuando, al fin y al cabo, a base de la palabra escrita vivía su autor?

Quizá por eso mismo. Por otra parte, la idea no es tan insólita; dice M. Bakhtin

a propósito de Rabelais que «a parodic attitude toward almost all forms of

idealogical discourse philosophical, moral, scholarly, rhetorical, poetic and in

particular the pathos-charged forms of discourse (in Rabelais, pathos almost

always is equivalent to lie) - was intensified to the point where it became a

parody of the very act of conceptualizing anything in language»20 . Y cita como

herederos del punto de vista de Rabelais a Grirnmelshausen, Lesage, Cervantes

y V élez de Guevara, autores que lograron llevar a cabo «the parodic destruction

of preceding novelistic worlds». Esta es una descripción casi perfecta de

las novelas galdosianas que acabamos de examinar: las que se publicaron de

1881 a 1886.

Estas novelas son ensayos magistrales en el arte de novelar, obras maestras

basadas en las tentativas y la experiencia de los Episodios y La fontana de oro,

El audaz, Doña Perfecta, Marianela, Gloria y León Roch. A la vez, muestra

un Galdós cada vez más desengañado y crítico de la España borbónica, tanto

antes de la Gloriosa como después. Cada novela cala más hondo en la corrupción

de su tiempo. Sólo que, al final de Lo prohibido, surge algo sano de esa

sociedad tan malsana: Camila, la prima incorrupta e imposible de corromper.

Como si don Benito se cansara de buscar la salvación de España en la instrucción,

la letra, y fuera a buscarla en el espíritu. De ahí en adelante, su obra va

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a tomar otro sesgo; el adjetivo «quijotesco» va a cobrar un signo más afirmativo.

Aquí no hemos hecho más que indicar una posible clasificación de una

etapa de la obra de Galdós. Quedan por hacer estudios rigurosos de todas las

etapas, así como sugerencias acerca del significado de las etapas y las novelas

que las componen. Sólo aSÍ, a través de exámenes cuidadosos de los elementos

que enlazan las novelas unas con otras, podremos acercamos al prodigioso

creador de nuestro gran novelista.

NOTAS

1 A. RUIZ SALVADOR, «La función del trasfondo histórico en La desheredada, Anales Galdosianos,

I (1966), pp. 53-62. La cita del texto es de la página 61.

2 La profesora Tumer leyó una ponencia interesantísima en el Simposio Galdosiano celebrado

en la Universidad de Wisconsin (EE.UU.), 6-9 de marzo de 1985, que analizaba el lenguaje de

Fortunata y Jacinta y Miau.

3 M. NIMETZ, en su libro Humor in Galdós (Yale University Press, New Haven, 1968), ha

hecho notar que La desheredada utiliza como fuente también otras obras cervantinas como las

Novelas ejemplares (v. gr. la presencia de Rinconete y Cortadillo en «Hombres» 1,5), falta todavía

un estudio a fondo de las ramificaciones cervantinas de esta novela.

4 Los personajes aficionados al habla popular (o a la parodia del lenguaje escrito) son Miquis,

Encamación Guillén y Muñoz y Nones, los únicos que muestran (aparte del personaje secundario

Emilia de Relimpio y su marido) la bondad, la inteligencia y el sentido común que podrían fabricar

un futuro siquiera llevadero para España.

5 B. PÉREZ GALDÓS, Obras completas. Novelas l. La desheredada (Aguilar, Madrid, 1973),

11, IV. Todas las citas de las obras de Galdós son de esta edición en adelante citaremos solamente

por el tomo, el título de la novela, la parte del correspondencia y la página. El propósito de don

Benito, en su retrato de Bou, era demostrar que la política revolucionaria y la literatura popular

de la España de su tiempo eran una y la misma. Para un estudio más detallado, ver el artículo de

la autora que saldrá próximamente, «Revolutionary Politics as Bad Literature: The Case of Juan

Bou».

6 El maestro de Mariano es por supuesto Bou; Gaitica adquiere sus ideas políticas (si se les

puede llamar así) del otro polo político; ver las maravillosas páginas de 11, XIV.

7 Op. cit., p. 67.

8 Hay que tener en cuenta que el nudo del argumento viene a ser la veracidad de un documento.

El hecho de ser escrito no quita que sea mentira.

9 Ver C. BLANCO AGUINAGA, «El amigo Manso y el "ciclo céntrico de la sociedad"», Nueva

Revista de Filología Hispánica, 24, pp. 419-37.

10 Ver el sentido, lamento de Lica en El amigo Manso, Novelas 1, p. 1.236b.

11 Ver la refutación de Germán Gullón, «Unidad de "El doctor Centeno", Cuadernos Hispanoamericanos,

nos. 250-252 (10/70-1/71), pp. 579-85.

12 El doctor Centeno, Novelas 1, p. 1. 185b. Como suele acontecer en Galdós, la ironía no

puede quedar fuera; El amigo Manso, que se supone «un trabajillo de poco aliento», trata también

al «gran asunto de la educación».

13 Marianela, Novelas 1, p. 741a.

14 Ver las descripciones del participio (p. 1.336a) y del artículo (p. 1.337a), entre otras muchas.

15 Ver el artículo de G. Correa sobre Galdós y Calderón, «Pérez Galdós y la tradición calderoniana

», CHA, 250-252, pp. 221-41, Y también, de la autora «The Marquesa de Aransis: A Galdosian

Reprise», Essays in Honor of Jorge Guillén on the Occasion of His 85th Year (Abedul Press,

Cambridge, Mass., 1977), pp. 20-31. Sería útil un estudio de los personajes novelísticos y dramá-

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ticos del XIX y el XX que creen que quieren resucitar el mundo moral del Médico de su honra, en

Galdós, Clarín, Valle-Inclán ...

16 Ver A. CASTILLA, «Teatro y sociedad en la Restauración: La era de los divos», Tiempo de

historia, 57 (Sn9), pp. 92-109.

17 Le agradezco a mi alumna Marilyn Patton un ensayo muy interesante sobre este aspecto de

Tormento.

18 Tormento, Novelas ll, p. 43b.

19 No está de más recordar aquí el conocidísimo refrán español: «Hablando se entiende la

gente».

20 M. BAKHTIN, «Discourse on the Novel», en The Dialogic Imagination, tr. por C. Emerson

y M. Holquist (University of Texas Press, Austin, 1981), p. 309.

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