GALDOS, AUTOR DE RELATOS DE VIAJES
Alberto Navarro González
Catedrático de la Universidad de Salamanca
En el prólogo que Galdós bondadosamente antepuso al pedestre libro de
Fray Candil, Viajando por España, decía:
«El mayor gusto mío es viajar por España y ser huésped de sus ciudades gloriosas
revolviéndolas de punta a punta, y persiguiendo en ellas la intensa poesía histórica;
recorrer después las villas y aldeas, los lugares desolados que fueron campo
de sucesos memorables, ya verídicos, ya mentirosos; habitar entre la gente humilde,
que hoyes reliquia preciosa de los pobladores de aquellas tierras y caseríos;
ver de cerca los hombres y las piedras, y hablar con unos y otras, buscando
en las fuentes que antes manaron la vida hispánica, los elementos de una nueva
y esplendorosa corriente vital».
Poco más adelante afirmaba:
«Es España el país de los viajes, un libro de amenidad y entretenimietno para
toda persona de espíritu artístico»1.
Elocuentes testimonios de las citadas afirmaciones galdosianas pueden verse
en sus Episodios Nacionales, novelas y dramas, obras que, como las de otros
grandes novelistas españoles de entonces, reflejan las impresiones del gran viajero
y del gran observador de las tierras, poblaciones y gentes de España que
fue Galdós.
Hoy no voy a ocuparme aquí de ello. Mi propósito es asomarme brevemente
a una marginal y marginada literatura galdosiana. Una literatura que, si no
ofrece la más valiosa muestra de la creación literaria de Galdós, posee el singular
interés de hacernos conocer mejor la talla humana, la amplia y benévola
comprensión, los acertados juicios y los gustos artísticos del insigne escritor
canario.
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Cuatro son las principales obras de Galdós que, de un modo u otro, podríamos
incluir entre los relatos de viajes que tan abundantemente proliferan entonces
y después, dentro y fuera de España: Cuarenta leguas por Cantabria,
escrito y fechado en Santander en Septiembre de 1879; La casa de Shakespeare,
relato que escribe en 1890, un año después de realizar su viaje a Inglaterra;
Excursión a Portugal, escrito en 1885, y Viaje a Italia (Las ciudades), escrito y
fechado también en Santander el 30 de Octubre de 1880.
I
Viajes por España
Cuarenta leguas por Cantabria (IX-1879).
Cuando Galdós, con 36 años, escribe su primer relato de viajes por España,
ya se han editado otros magníficos, con los que el novelista canario no quiere
competir.
Galdós conocía el monumental Viaje de España de Antonio Ponz (1772-94),
obra que, según Menéndez Pelayo, «más que un libro es una fecha en la historia
de l1uestra cultura» 2 • También conocía los espléndidos relatos de viajes de
su amigo Amós' de Escalante, a quién con elogio cita en Cuarenta leguas por
Cantabria (<<Costas y montañas» [1871]) y Del Manzanares al Darro (1863), y
con admiración habría leído al más inspirado autor del género, al poético autor
de Viajes por España (1858-1877) y La Alpujarra (1874), Pedro Antonio de
Alarcón3•
Galdós, ni puede ofrecer los eruditos datos y provechosas observaciones
que profusamente da Antonio Ponz en los 18 volúmenes de su citada obra, ni
quiere competir con las detalladas descripciones que de su propia tierra hace el
santanderino Amós de Escalante, ni tampoco desahogar su intimidad con tan
desbordante y atormentada pasión como Alarcón en La Alpujarra o en sus
Viajes por España. Galdós, con pluma no demasiado ágil ni inspirada, se limita
a describir los principales paisajes, villas y monumentos que va viendo en compañía
de Pereda y Andrés Crespo desde Santander a Potes, pasando por Comillas,
Santillana, San Vicente de la Barquera, etc.
La obra, aunque sea la inferior suya de este género, posee rasgos dignos de
Galdós y, sobre todo es clara muestra de su benevolencia y gratitud. Oigamos
al propio Galdós hablar de todo ello con mayor autoridad y conocimiento que
nadie, al final del último capítulo:
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«He descrito a grandes rasgos este viaje tan sólo por complacer a cariñosos amigos
montañeses, y seguro de que no podría en manera alguna reproducir en el
lenguaje escrito las bellezas y el inmenso atractivo del país cantábrico ...
Bien sé, pues, que no añado nada a lo que los montañeses saben de su país, y
que muy poco enseño a los extraños, que no lo conocen; pues no estaba en mí
escoger la prueba de consideración más apropiada a preciosas amistades de
aquella tierra, y he tenido que tomar ésta que fácilmente se me venía a la mano,
y cuyo único valor consiste en la gratitud que representaba» 4
•
11
Viajes fuera de España
Acabamos de ver que el único relato de viaje por España de Pérez Galdós
no fue fruto de un irreprimible impulso efusivo como solían ser los del poético
y apasionado artista granadino, Pedro Antonio de Alarcón.
Al entrar a hablar de los viajes de Galdós fuera de España, interesante
resulta observar que tampoco aquí desea competir con los excelsos y numerosos
cultivadores extranjeros y españoles de este género: Goethe, Viaje por Italia
(1816-1829); Chateaubriand, De París a Jerusalén (1812); Taine, Viaje a
Italia (1864); Antonio Ponz, Viaje fuera de España (Francia, Bélgica, Holanda
e Inglaterra, 1785); Leandro Fernández de Moratín Viaje por Inglaterra e Italia
(1867); Viera y Clavijo, Diario de un viaje desde Madrid a Italia y Alemania
(1848); Enrique Gil y Carrasco, Diario de viaje (1844) y Viaje a Francia (<<El
Laberinto» 1844); Mesonero Romanos, Recuerdos de viaje por Francia y Bélgica
(1840 a 1841); Pedro Antonio de Alarcón De Madrid a Nápoles (1859-1860);
Viaje a Francia de Fray Gerundio (Modesto Lafuente, 1847); Amós de Escalante,
Del Ebro al Tíber (1864); Castelar, Recuerdos de Italia (1877) y Un año
en París (1876)5.
También es fácil comprobar que, a diferencia de su amigo Mesonero Romanos,
Enrique Gil y Carrasco, Fray Candil y D.a Emilia Pardo Bazán, que escriben
sobre Francia, Bélgica y Alemania, Galdós, como antes los ilustrados Antonio
Ponz y Moratín, prefiere hablar de Inglaterra y de Italia, visitando también
como D. Juan Valera y Unamuno el fraterno país portugués.
Excursión a Portugal (28-V-1885, 4-VI-1885)
A Portugal dedica un breve relato de viaje, que resulta interesante cotejar
con los ocho artículos de España y Portugal de D. Juan Valera (1861-1862),
con la colección de ensayos unamunianos Por tierras de Portugal y España
(1911) y con Aventuras de una peseta de Julio Camba (1923)6.
Galdós, eludiendo voluntariamente la forma de diario, propia del género,
dará a su relato, el más breve de los suyos, el modesto título de Excursión a
Portugal, y, como luego en su Viaje a Italia, lo expondIja en forma epistolar
aun cuando no indique el nombre del destinatario. La primera carta lo data en
Lisboa (28 de mayo de 1885), y la segunda, al salir de Portugal, en Vigo (4 de
junio del mismo año). Las impresiones, pues, del Galdós que con 42 años hace
un breve viaje por Portugal, poseen el singular interés de su frescura, ya que
prácticamente las redacta como Alarcón «in situ».
Este relato de viaje carece de uno de los principales elementos que dan
especial interés a los relatos de viajes galdosianos. Me estoy refiriendo a la
ausencia casi total de juicios artísticos y literarios, ya que, como atinadamente
observa, la patria de Camoens carece de pintores, y únicamente cita como
monumentos notables, vistos por él, la Pla~a do Comercio y el monasterio de
Belem.
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En cambio, estas dos breves cartas ofrecen el interés de oír hablar a Galdós
sobre las excelencias y defectos del pueblo portugués y sobre la lamentable
desunión y mutuo menosprecio de españoles y portugueses. Galdós, como luego
Julio Camba, se entusiasma ante el panorama que se divisa en Cintra desde
el Castillo de Pena, y recuerda la típica figura de D. a Inés de Castro al visitar
la Fuente de las Lágrimas en Coimbra.
Deja también interesantes observaciones en torno a Oporto y Vigo, pero su
principal atención se fija en Lisboa y en el pueblo portugués, honrado, laborioso
y triste, y lastimosamente desvinculado del español. Lisboa, que se presenta
a Galdós como una «hermosa aparición», como «la capital más original de
Europa», «es ante todo -dice- un panorama; pero tan espléndido, que sólo
el de N ápoles o Costantinopla puede comparársele».
En cuanto a los lisboetas, certeramente percibe su buena educación y su
tristeza, que contrastan con la algazara madrileña y andaluza:
«Noto en las clases populares de Lisboa mejores formas que en las de Madrid.
Indudablemente esta raza está mejor educada que la nuestra.
En ninguna capital de Europa que he visto, he visto un pueblo menos inclinado
que ellisboense a hablar alto, meter ruido, y, en una palabra, a divertirse.
Si pudiéramos ceder a esta gente algo de la estrepitosa alegría andaluza a cambio
de sus apacibles modales ... , ganaríamos mucho en el cambio.
Galdós, como luego Unamuno aunque en diversa forma, percibe también
algo extraño en la falta de alegría de los lisboetas, menos imaginativos y soñadores
que los madrileños:
« ... a la larga -dice- ha de presentar algún vacío importante en la cultura
general del país» 7
•
La misma escasez de cafés, «alma de la población», es para Galdós signo de
que «la vida social y familiar es más íntima que la madrileña, hecho que habla
muy alto en pro de la cultura lusitana».
Galdós formula otros interesantes juicios en torno a la realidad portuguesa
de entonces, como el que le merece el penoso estado de la armada de «la
nación más marinera de Europa», armada que, sin embargo, no es inferior a la
española, «porque -según Galdós- la nuestra no admite inferioridad». El
escritor canario capta también el carácter profano y confortable de las iglesias
portuguesas de la época de Pombal, y la menor religiosidad del pueblo portugués
respecto del español:
«y creo no equivocarme al asegurar que en Portugal se reza mucho menos que
en España».
Don Benito, por último, como antes Espronceda y D. Juan Valera y después
Unamuno y Julio Camba, expresa su honda desazón ante la animadversión
e incomunicación que separan a portugueses y españoles, incomunicación
y animadversión que se perciben más notoriamente en Portugal que en España8•
Espronceda y D. Juan Valera culpaban de ello, en buena parte, a la nación
inglesa, interesada en fomentar la incomunicación y la hostilidad entre las dos
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naciones peninsulares, y ambos, como también Galdós, anhelaban, o mejor,
soñaban, el día lejano de su unificación9•
«Nos maltratan de palabra y por escrito», decía D. Juan Valera en 1862, y
así pedía, al menos, mutua comprensión:
«Dejad que nos engriamos de vuestro Camoens y tomad, en cambio, a Cervantes;
por vuestros líricos os damos el Romancero, por Alburquerque a Cortés y a
Pizarro, por vuestro rey D. Manuel a nuestra Isabel la Católica».
Galdós, sin indagar las causas, señala el hecho lastimoso, y, como buen
español, aunque lo sienta «como un sueño y un delirio», evoca el día lejano del
mutuo entendimiento y fusión de los dos fraternos pueblos ibéricos:
«Vendrán tiempos en que los dos pueblos hermanos encuentren una fórmula
para constituirse en hermoso y soberano grupo, el cual tendrá la fuerza que
ninguna de las dos naciones separada obtendrá jamás».
El Miño, dirá Unamuno años después, «verde, mimoso y riente, que otros
encuentran tan alegre me parece triste, hondamente triste, triste como la caricia
de una esclava». Antes que el Rector de Salamanca, Galdós nos transmitirá
una impresión análoga, hija de su gran patriotismo, al cruzar el hermoso río
que separa dos naciones hermanas:
«El Miño -dice Galdós- es la frontera más bella y más melancólica que se
puede imaginar, pues no está hecho, sin duda, para que en cada una de las dos
riberas flote pabellón distinto».
La casa de Shakespeare (1890)10
Galdós habría leído la descripción que de Inglaterra y de los ingleses hizo
Antonio Ponz en su Viaje fuera de España (1785), pues expresamente cita al
famoso escritor y pintor valenciano con alguno de cuyos juicios coincide, y
seguramente también habría leído el Viaje a Inglaterra de Leandro Fernández
de Moratín, editado póstumamente por Rivadeneira en 1867.
Como en sus restantes relatos de viajes, tampoco ahora desea Galdós competir
con quienes antes que él describieron Inglaterra. El mero título de la
obra nos indica que el novelista canario no va a narrar con mayor o menor
interés novelesco las perifrasis de sus andanzas por Inglaterra, ni tampoco nos
va a hablar detenidamente de las bellezas naturales, ni de las artes, ciudades y
costumbres inglesas. Su interés se centrará en exponemos sus impresiones de
gran escritor, al visitar la Patria chica de quien para él es «el más grande hijo
de Inglaterra», «asombro de los siglos» y «el primer dramaturgo del mundo».
Es aquí, sin embargo, donde Galdós, si bien con parquedad, nos informa
con algún mayor detalle sobre determinados detalles de su viaje. Como Antonio
Ponz, Galdós admira las prósperas e industriosas ciudades inglesas y las
confortables posadas en las que, llevado de sus lecturas, cree poder hallar todavía
alguno de los tipos pintados por Dickens:
«En algunos he creido encontrar aquella casta de filántropos inmortalizados por
el gran novelista, y les he mirado las piernas esperando ver en ellas las famosas
polainas de Mr. Pickwick».
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El escritor canario, como también Antonio Ponz, prefiere, sin embargo, las
verdes, risueñas y apacibles campiñas inglesas a las bulliciosas ciudades industriales
como Birmingham, cuyas chimeneas vomitando humo «agobian el espíritu
del viajero con su negrura satánica». Todo, campiñas dulces, ciudades industriosas
y bien cuidadas, posadas confortables, queda orillado por Strafford,
«Jerusalen literaria» que Galdós visita con religiosa veneración, como «lugar
de romería fervorosa». El escritor tiene elogios para los servicios municipales
de la pequeña ciudad, cuyo ambiente aseado le evoca «el olor de la ropa planchada,
que brota de la patriarcal alacena en esas casas de familia, más bien de
campo que de ciudad, donde reinan el orden tradicional y la economía».
Naturalmente, su principal atención se centra en los lugares shakesperianos,
dándonos así ocasión para ver cómo un gran escritor generosamente expresa
su admiración hacia quien juzga «superior ingenio». Al hablarnos, por ejemplo,
de la chimenea de la casa de Shakespeare, Galdós se lo imagina «contemplando
las llamas del hogar que, sin duda, evocaban en su ardiente fantasía las imágenes
que supo después reducir a forma poética con una maestría no igualada
por ningún mortal.
Galdós, hablando del «altísimo poeta», y visitando su casa o su tumba,
manifiesta un fervor religioso análogo al de un devoto peregrino que visitara
Santos Lugares. Al entrar, por ejemplo, en la iglesia donde reposan los restos
del dramaturgo inglés y de su esposa, habla del monumento a Shakespeare
como si de un sagrado retablo dedicado a un santo se tratara:
«Es propiamente un retablo, y quien no supiera qué imagen es aquella, la conocerá
por la efigie de un santo allí colocado para que le adoraran los fieles».
y así lo hace el escritor canario que a continuación escribe:
«el entusiasmo literario y la fanática admiración que las obras de un superior
ingenio despiertan en nosotros llegan a tomar en aquel sitio el carácter de fervor
religioso» 11 •
A diferencia de Antonio Ponz y de Moratín, él no se atreve a criticar las
obras de Shakespeare, «las cuales -dice- son patrimonio del género humano,
y por ésto quizás, y por su propia universalidad, parece que están exentas de
crítica». Galdós se limita a expresar una admiración sin límites, ni distancias,
hacia quien - dice - «ha sido y será siempre asombro de los siglos».
«Shakespeare -escribe de final- vivirá eternamente, y su humilde morada despertará
más curiosidad y admiración que todos los palacios de príncipes y magnates
».
Galdós, que en su visita a la casa de Shakespeare ha echado de menos
firmas españolas y estampa la suya, abandona los Santos Lugares shakesperianos
y, sobrecogido de religiosa veneración, concluye haciendo que sea el lector
y no él quien se suma en hondas reflexiones:
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«La visita ha concluido, y sólo queda espacio y margen para las reflexiones ...
Pero estas reflexiones mejor las hará el lector que yo».
Viaje a Italia (Santander, 30-X-1888)
Escribir sobre Italia significaba para Galdós, y para cualquier autor de su
época, una empresa de mayor empeño y más arriesgada que hablar sobre Portugal
o Inglaterra.
Galdós sabía que la mayoría de nuestros grandes escritores del Siglo de
Oro, desde Garcilaso a Calderón, pasando por Cervantes, Gracián, Quevedo,
etc., sobre Italia habían escrito y en ella habían situado e inspirado excelsas e
incontables obras poéticas, novelas, dramas, etc. Por otra parte, modernos
escritores extranjeros tan famosos como Goethe, Byron, Walter Scott, Lamartine,
Taine, etc., etc., ya habían publicado sus impresiones sobre el maravilloso
país del arte, y de él habían hablado o en él habían situado la acción de relatos,
romances y dramas, Moratín, Martínez de la Rosa, el Duque de Rivas, Zorrilla,
Estébanez Calderón, Alarcón, Castelar, Amós de Escalante, etc. 12.
De todos ellos, creo que quienes más presentes deberían estar en la mente
de Galdós a la hora de escribir sus impresiones de este viaje serían Moratín
(único al que cita al pasar por Bolonia) y Pedro Antonio de Alarcón.
Moratín, obligado a salir del sangriento París revolucionario, por Italia estuvo
disfrutando una generosa ayuda de Godoy desde 1793 a 1796. Su relato,
escrito en forma de meticuloso diario dividido en «cuadernos», es una preciosa
mina de datos para conocer la vida del escritor durante estos tres años y, sobre
todo, sus juicios en torno al teatro y a la vida italiana de entonces, sin que
falten prerrománticas descripciones de la naturaleza como la que expone al
atravesar los Alpes y ante las ruinas de Pompeya.
Mucho más valioso literariamente es el también extenso libro de Alarcón,
quien, en plena juventud y éxito, en Italia estuvo durante cuatro meses, tras ir
a París en busca de su amigo Charles de Iriarte, gran admirador de Alarcón y
de España y cuyas obras sobre la España decimonónica yacen olvidadas por
franceses y españoles.
De Madrid a Nápoles (1859-60) refleja bien la admiración que por Italia
sentía Alarcón. El poético escritor granadino narra las, a veces, novelescas
peripecias de su viaje y, arrebatado y conturbado por desbordantes entusiasmos
y trágicos sentimientos, explaya en artística prosa su volcánica interioridad en
descripciones repletas de aciertos expresivos y en apasionadas consideraciones
sobre el presente y el pasado de la tierra en que tan grandes hechos realizaron
españoles de otros tiempos.
Galdós, que visita Italia con 45 años, tiene el acierto de no desear competir
con los dos citados escritores españoles. El escritor canario que, a diferencia
de Moratín y Alarcón, no redacta «in situ» sus impresiones sino en Santander
quince días después de haber salido de Roma, rehúye voluntariamente la forma
de diario dividido en «cuadernos» o en capítulos con títulos. Galdós, volviendo
a la forma epistolar que utilizó en su Excursión a Portugal, hilvana caprichosamente
ocho breves apartados que titula con el nombre de cada una de las ocho
ciudades italianas por él visitadas. Es más, aquí, aún más claramente que en
sus relatos de viajes por Inglaterra y Portugal, rehúye la forma de diario y el
narrar peripecias de sus andanzas por Italia.
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Alejándose del método y orden cronológicos y geográficos propios de todo
libro de viajes, Galdós hablará de las ciudades italianas, no según el orden en
que fue visitándolas, sino ateniéndose al que caprichosamente le dicta su memoria,
y sin querer tampoco hablar de él ni de temas que ocuparon a otros
escritores anteriores.
«No me será fácil -dice- observar un orden metódico en esta reproducción de
lo visto, observado y sentido ...
Unicamente intentaré presentar algunos puntos de vista resultado de la observación
personal, y así, estas cartas contendrán apreciaciones artísticas e históricas
enlazadas con los nuevos aspectos que ofrece la moderna Italia transformada
por la unidad».
Galdós da lo que promete, y en forma alguna debemos exigirle lo que
voluntariamente quiso eludir.
En su breve Excursión a Portugal, Galdós expuso interesantes consideraciones
sobre la vida de los portugueses, y abiertamente manifestó los graves inconvenientes
que a lusitanos y españoles acarreaba su desunión y mutuo desconocimiento
y desdén. La casa de Shakespeare ofreció el singular interés de hacernos
conocer juicios literarios del novelista y dramaturgo canario. Don Benito,
que años antes había expresado su admiración por Calderón, manifestaba ahora
su incondicional veneración por el que juzga máximo dramaturgo de la literatura
universal, y dejaba también interesantes juicios e impresiones sobre la
vida y el paisaje de las villas, ciudades y campiñas inglesas.
En Viaje a Italia, la más extensa e interesante de sus obras de este género,
Galdós expone ideas sobre la moderna Italia, resaltando las inapreciables ventajas
de su unidad recién conquistada y, a la vez, formula juicios literarios y
otros sobre pintores, escultores y arquitectos, inapreciables para conocer los
gustos literarios y artísticos, y la generosa humanidad de Don Benito Pérez
Galdos.
Observación que hace Galdós, y que comparten la mayoría de los escritores
españoles que viajaron por Italia, es la de no sentirse extranjero, sobre todo en
determinadas ciudades:
«Los españoles nos encontramos en Italia como en nuestra propia casa. No se
qué hay allí de común. La raza, sin duda, la lengua, las costumbres. Las casas
parecen las mismas, el campo y los árboles idénticos; la gente idéntica también
en el vestir, y más aún en la viveza de la imaginación y en la rapidez un tanto
alborotada del lenguaje».
Común es también su percepción de que el arte sobreabunda por todas
partes, como fruto natural del suelo y cielo italianos:
«Lo que más asombra ... es que el arte existe allí como en terreno natural.
Se le ve y se le respira por todas partes».
Galdós empieza su relato, hablando precisamente de la última ciudad que
visitó: Roma.
Naturalmente, Roma no será para él el centro de la cristiandad, cuyas catacumbas,
coliseo, cárceles y basílicas hablan de apóstoles, mártires y santos.
140
Tampoco la evoca como cabeza del formidable Imperio Romano. Coincidiendo
con Julio Camba, más que la belleza de sus monumentos, Galdós admira la
grandiosa teatralidad de la ciudad eterna que, desde el punto de vista artístico,
ambos escritores posponen a Florencia donde el arte brilla con gracia y sencillez.
No le entusiasman las obras de Bernini que Moratín había antes relacionado
con otros «Grandes corruptores del arte como Marini, Góngora y Calderón
»; pero reconoce la majestuosa belleza de la columnata que rodea la Plaza
de San Pedro.
Roma «La ciudad más ilustre y gloriosa del mundo» según Galdós, es ahora
ante todo «la capital intangible y sagrada de la moderna Italia», a cuya unificación
recién conquistada se debe que esta nación unidad posea una idónea administración,
una hacienda próspera, y que su ejército y marina poderosos «puedan
compararse a los más formidables del mundo».
El único inconveniente de la reciente unidad Italiana lo ve el Galdós artista
cuando, con su acostumbrada clarividencia, sencillez y objetividad, dice:
«Creo que el brusco renacer de la política ha influido desfavorablemente en el
arte. Italia desmembrada cultivaba las artes todas con más acierto que ahora».
Esta exaltación de la unidad italiana, Galdós, con gran sentido práctico y
amplia comprensión humana, lo hace guardando el debido respeto y admiración
al Pontificado romano, preanunciando que la única solución al grave problema
planteado entre la reciente Monarquía y el secular Pontificado, estará
en la fórmula que cincuenta años después se acordará en el tratado de Letrán
(1929):
«El poder temporal del papado -dice- pertenece a la historia. Llegó su fin,
como a otras instituciones, y no hay fuerza humana que lo resucite».
Junto al reconocimiento de esta evidente realidad, Galdós, con serena objetividad,
no escatima elogios al papado que supo convertir a Roma en precioso
relicario del cristianismo y del paganismo. Porque, en efecto, así como Strafford
es la ciudad que guarda los venerados objetos y lugares relacionados con
Shakespeare, Roma es para Galdós la sede de la Biblioteca y del Museo Vaticanos
que encierran -dice- «las colecciones artísticas más hermosas del mundo
» y en especial las obras del inmortal autor de la Capilla Sixtina y del Moisés.
y es aquí, precisamente, en el terreno de los juicios artísticos, donde la
presente obra de Galdós orilla a las de Moratín y Alarcón, aun cuando, a
diferencia de ambos, para nada nos hable del teatro ni de la música de Italia
tan apreciados por los autores de el «Si de las niñas» y «El final de Norma».
Ante la capilla Sixtina, así se expresa Don Benito:
«Es una de las obras más asombrosas que ha producido el ingenio del hombre,
una verdadera creación ... todas las literaturas de los Santos Padres palidecen
ante esta inspirada composición».
y oigamos cómo el gran artista que el novelista Galdós llevaba dentro, sin
dejarse arrebatar por la belleza particular de las diversas figuras, capta y expresa
inspiradamente la arquitectural trabazón que las une para formar un poema
grandioso:
141
«Arquitectura, escultura y pintura forman conjunto estético de tanta hermosura
que la vista fascinada no puede apartarse de la composición ... el desnudo, prodigado
por el artista con devoción pagana le da mayor grandeza.
Pero con ser tan hermoso y valiente este fresco, no cautiva tanto como el techo
con su elegantísima distribución arquitectural y las actitudes admirables de las
figuras que al mismo tiempo enlazan y dividen los compartimentos. Estos, al
modo de cantos de un poema, si separadamente admiran, más admiración causan
unidos».
Para Galdós, Miguel Angel en las artes plásticas, como Shakespeare en la
literatura, es un ingenio superior y único:
«Su Moisés, -dice- impresiona y aterra por su tamaño descomunal y su aspecto
severo, pero jamás el arte ha simulado los caracteres del espíritu y la expresión
de la vida con mayor intensidad ... es de las cosas que una vez vistas, no se
pueden olvidar».
Siguiendo el arbitrario orden que le dicta su memoria, y sin saber cómo ni
por donde, Galdós nos lleva de Roma a Verona.
A ella le arrastró la lectura de Shakespeare, de quien nos torna a hablar
con la devoción que le inspiraba el autor de Romeo y Julieta. Porque Verona,
para Galdós como para incontables visitantes, es ante todo el «nido de los
amores de Romeo y Julieta», el «Santuario del amor juvenil», un «lugar de
recogimiento y devoción para los enamorados», que él también visita y describe
con religiosa unción:
«La peregrinación -dice- no puede compararse sino a las que acuden a ciertos
lugares de devoción católica». De Verona, Galdós nos hace saltar a Venecia. El
«nido de los amantes y recién casados» ya había sido profusamente cantado,
descrito y pintado por grandes artistas y escritores, pero la real contemplación
de «la reina del Adriático» no decepciona a Galdós como antes tampoco a Alarcón
».
Don Benito comienza elogiando la práctica utilizada de las famosas guías
turísticas del alemán Karl Baedeker, así como la de las agencias de viajes del
inglés Cook. Hace a continuación penetrantes observaciones sobre tan singular
y famosa ciudad, e interesante resulta comprobar que, tanto Alarcón como
Galdós, perciben la ausencia en ella de polvo, debido a la acción del agua, y
que los dos consideran a las 'palomas como uno de los grandes encantos de este
verdadero «Reino de la Luna de miel» cuyos maravillosos monumentos, rodeados
de luz y color describen ambos grandes nadadores, cada uno con su diferente
estilo.
De Venecia Galdós nos lleva a Florencia, probablemente la ciudad italiana
más admirada por Don Benito.
Para Julio Camba, Florencia poseía «el tesoro artístico .más rico del mundo»
y, al hablar de Roma, ya dijimos cómo también Galdós prefería «la sencillez
ingenua y la gracia inefable» del arte florentino a la magestuosa magnificencia
de los monumentos romanos. Florencia presentaba a Galdós el encanto de un
bello y melancólico paisaje:
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«El paisaje es bello sobre toda ponderación pero no risueño.
Hay en él una melancolía dulcísima que induce a meditar, que despierta anhelos
de soledad penitente. Es el paisaje triste y minucioso que sirve de fondo a los
cuadros de todos los pintores florentinos del siglo XV».
Pero Florencia era para Don Benito, sobre todo, la patria de un grupo de
hombres tan extraordinarios que «la distinguían de todas las poblaciones del
orbe y de sus hermanas de Italia»:
«Dichosa tierra -dice- la que ha visto hombres tan extraordinarios en el arte,
en la política, en la ciencia. Miguel Angel, Dante, Galileo, Maquiavelo. Bastan
estos nombres para ilustrar la Europa entera, y Florencia tiene la gloria de llamarlos
sus hijos».
En Roma, Galdós se explayó hablando de Miguel Angel, y ahora generosamente
también ensalza el ingenio superior de Dante, al que dedica completa la
primera de las cuatro cartas en que trata de Florencia. Sin escatimar elogios al
autor de la Divina Comedia, de la que prefiere los cantos relativos al Purgatorio
y cuya «Poesía - dice - no puede envejecer ni sus versos marchitarse»;
resalta el asombroso hecho de que Dante sólo en el siglo XIII, ennobleciera de
forma tan extensa y perenne la rica lengua italiana:
«Lo pasmoso es que en el siglo XIII tuviera un escritor la suficiente fuerza de
estilo para ennoblecer una lengua sin antecedentes literarios de cuenta ... si comparamos
el italiano de la Divina Comedia con las demás lenguas que en aquel
tiempo hablaban los pueblos de latino origen, nos parecería ver un refinado
palaciego rodeado de hombres rústicos y medio salvajes».
De Florencia, Galdós nos hace retroceder a Padua, Sede de «Una de las
más antiguas y florecientes universidades del mundo» y de una escuela de pintores
que da nueva ocasión a Galdós para exponer sus personales gustos y
juicios artísticos. «Donatello, Giotto y Fra Filipo Lippi trabajaron en Padua
gran parte de su vida», pero Galdós prefiere a Mantegna:
«El gran artista precursor de los venecianos, pintor de extraordinarias facultades,
que, a pesar de su estilo arcaico y duro nos asombra hoy al par de los primeros
maestros de Italia.
Ya, hablando de la pinacoteca del Vaticano, Galdós mostró su preferencia
por los cuadros de este pintor respecto a los de Rafael, y ahora afirma rotundamente:
«La vida, la expresión, el acento patético de los cuadros de Mantegna no han
sido superados por ningún artista, y, bajo estos conceptos, será siempre el maestro
de los maestros».
«Mantegna -dice en otra parte el gran dibujante que era Galdós- 'revela una
ciencia del diseño y una habilidad de composición que para Giotto eran desconocidas.
La expresión personal de las figuras es más dramática que mística, y la
influencia pagana aparece ya de una manera evidente.
En sequedad de estilo no se diferencia mucho uno y otro maestro, pero en la
gallardía de composición, Mantegna lleva a su antecesor la inmensa ventaja que
le daban el tiempo y el adelanto de los estudios académicos».
143
La principal atracción de Padua, ya lo que dedica la mayor parte de las tres
cartas, era, sin embargo San Antonio y su Basílica. Galdós reconoce que la
devoción «al más popular de los Santos del cielo, al menos en los pueblos
latinos» ha convertido a Padua en «lugar de peregrinación de los más frecuentados
que existen en Italia», añadiendo con risueño humor:
«Ello es que este bendito ha casado durante siglos a la mayor parte de las muchachas
en las aldeas de Italia y España. A él se debe, sin género de duda, el
aumento de la población de ambas Penínsulas».
Interesante resulta observar para conocer los gustos pictóricos de·Don Benito,
cómo, al verse frente al cuadro del Santo «Rubio, regordete, de ojos garzos,
de cara descolorida y aniñada», prefiere los San Antonios de Murillo cuyos
inspirados pinceles, pintando un «muchacho gallardo, morenito, de ojos negros,
y faz calenturienta», dotan al joven asceta franciscano de un «temperamento
meridional, un alma apasionada y entusiasta de la que desborda el amor
místico y la verbosidad».
En las tres cartas que dedica a Bolonia, «lumbrera de la Edad Media»,
Galdós recuerda el paso por ella de Moratín y hace un claro elogio del gran
Cardenal Don Gil de Albornoz, fundador del Colegio de España y, según
Galdós, «uno de los españoles más eminentes que figura en la Historia de
Italia» y «hombre extraordinario, dotado de un gran talento y de un carácter
de hierro». Lo más interesante, sin embargo, vuelven a ser de nuevo los juicios
artísticos que formula en torno a la pintura Boloñesa (Guido Reni, el Dominichino
y los Carracci), pintores nada desdeñables, pero en quienes -dice Don
Benito- «se ve muy claro que el dominio del procedimiento mata la inspiración
y perjudica el estudio sincero de lo natural».
Si las anteriores ciudades Italianas, sobre todo Roma, Florencia y Bolonia,
dieron ocasión a Galdós para exponer sus interesantes ideas artísticas, y literarias
en Nápoles, como antes en Lisboa oiremos a Don Benito hablar de la vida
y de la naturaleza de aquella privilegiada ciudad.
Lo primero que afirma al tratar de ella es que «Nápoles ostenta en todos
sus monumentos, en sus calles, plazas y fuentes, los vestigios de la dominación
Española», y de la ciudad y sus gentes se asemejan extraordinariamente a las
andaluzas:
«Por la configuración de las casas y lo irregular de las construcciones, Nápoles
se parece a Málaga y Sevilla; por la luz vivísima que la alumbra y el colorido del
mar a Cádiz; y por la alegría de sus habitantes, el bullicio de sus calles y el
constante aspecto de fiesta que en ella se advierte tiene gran semejanza a Madrid
».
El interesante cotejo que hace entre andaluces y napolitanos le da ocasión
para exponer ideas análogas a las que haremos en posteriores escritores que
trataron de Andalucía y de Nápoles; y también le sirve para manifestar de nuevo
su preferencia por las pobres y alegres ciudades industriales de Inglaterra:
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«Los napolitanos -dice- como nuestros andaluces, son los grandes filósofos de
la época presente; toman la vida con calma, viven sin cuidados ni penas, pensando
poco en el día de mañana y practicando aquella sentencia del Evangelio que
dice: «No te preocupes del día de mañana, que a cada día le vasta su propio
afán». Son alegres, afables, hospitalarios, comunicativos, habladores, y aparentan
hallarse satisfechos de haber nacido en aquel suelo risueño, en el centro del
más hermoso panorama que en el mundo existe. Allí, como en todo país donde
la vida es fácil, se trabaja poco. La naturaleza es allí una gran colaboradora del
hombre. Mentalmente comparo a Nápoles con Manchester y admirando mucho
la industria de la ciudad Británica compadezco a los que viven en ella. ¡Cuán
más feliz el napolitano, pobre y descuidado, que el inglés, reventando de rico,
respirando humo y trabajando a la luz del gas en pleno día!».
Es cierto que determinadas realidades y aspectos urbanísticos dejan mucho
que desear en la pintoresca ciudad y que, como luego Julio Camba, acusa la
molesta y vociferente plaga de los «lazzaroni», vendedores de baratijas y acosantes
cicerones:
«En ninguna otra ciudad -dice- se ve el viajero acosado de una tan fatigante
nube de molestos moscones, ya vendiendo chucherías de coral, lava y conquilla,
ya ofreciendo sus conocimientos de cicerones».
Pero Nápoles, como antes Lisboa, es ante todo el más hermoso panorama
del mundo, y a describirlo dedica don Benito interesantes párrafos significativos.
En relación con ello resulta que el isleño Galdós, aun cuando afirme que
«no hay en el mundo islas más bonitas como no sean las Cies a la entrada del
puerto de Vigo», renuncie a embarcarse para visitar al menos la famosa de
Capri, cuya Gruta azul cuarenta años antes describió tan brillantemente el
malagueño Estébanez Calderón. Es más, oigamos cómo el autor de Fortunata
y Jacinta habla con risueño humor burlesco del mitológico mar que tan bellos
versos inspirará a los poetas modernistas:
«Aquel mar es el mar mitológico, y en aquella masa cerulea la personificación
de Neptuno, está, digámoslo así, dentro de su propia esfera.
Las señoras aquellas que llamaba nereidas y que se pasaban la vida nadando; los
tritones y demás séquito del Dios de los mares así como las cercanas Scyla y
Caribdis y las engañosas sirenas debieron de andar por allí como Pedro por su
casa; y es posible que aún quede en aquellos seños azules alguna familia decadente
del buen Neptuno, algún individuo, degenerado en vesugo o pescadilla,
de estas ilustres razas acuáticas».
Don Benito, en vez de cruzar los azules suelos del mar, prefirió subir al
Vesubio, «alma de aquella hermosa porción de la tierra». De la subida al mismo,
ya el Duque de Rivas había dejado una interesante descripción en su
«Viaje al Vesubio» (1844), descripción que queda eclipsada ante la que hace
Galdós en la última de las cuatro cartas dedicadas a Nápoles. Con vigorosa
pluma e indudables aciertos expresivos, Don Benito nos transmite sus aterradoras
impresiones al caminar entre «horroroso calor» y peligro sobre aquel «sueño
ardiente», y al acercarse a la «horrible cavidad por donde sale el resuello
abrasado del volcán, con cadencia isócrona que se semeja a la respiración de
un gigante cuyo «tufo sulforoso» «nos abrasa, impidiéndonos respirar».
145
Galdós, tras describir la «visión sublime y terrorífica» de un suelo inhabitable,
sin detenerse en éticas consideraciones como Moratín, concluye expresando
su humanísimo alivio y placer por volver «a la vida normal»:
«Salimos a terreno seguro con la impresión de haber estado momentáneamente
fuera del planeta o en el mismo infierno, despertañdo como de un sueño, y
sintiéndonos felices por el regreso a nuestro mundo habitual» 13 •
Desde que el ingeniero militar español Don Roque Joaquín de A1cubierre,
por orden del rey Carlos III que entonces lo era de Nápoles, desenterró las
ruinas de Pompeya, escritores y pintores de diversos países dieron a conocer el
aspecto de la famosa ciudad sepultada en vida por el Vesubio, el año 79 d. C.
Como en el caso de Venecia y de Roma, Galdós torna a decirnos que los
incontables dibujos, retratos y descripciones de la ciudad desenterrada no le
impidieron que la visita a Pompeya fuera para él «fuente de emociones enteramente
desconocidas». Naturalmente que Galdós conocería la novela de E. Bulwer-
Lytton, Los últimos días de Pompeya (1834) y que, ciñéndonos a autores
españoles, habría leído también las descripciones de Moratín, Martínez de la
Rosa, el Duque de Rivas y Pedro Antonio de Alarcón. Las tres cartas en que
Don Benito habla de Pompeya, y con las que concluye su viaje a Italia, compiten
con las mejores páginas de los citados escritores españoles y con las de
otros posteriores como Blasco Ibáñez, Unamuno, Pío Baroja, Julio Camba,
Adriano del Valle, José M.a Alonso Gamo, etc. 14
•
Interesante resulta observar que, mientras Walter Scott llama a Pompeya
«The city of the Death» y que también Alarcón fatigado «de vagar todo el día
por este osario», Pompeya le hace pensar en el «Día del Juicio», a D. Benito,
como casi por esos mismos años al joven Unamuno, las ruinas pompeyanas no
le evocan ideas de muerte.
Así escribía en 1892 en el periódico «El Nervión» de Bilbao, exponiendo
las impresiones de la visita que a Pompeya hizo en 1889, el joven Unamuno:
«Pompeya, con sus desiertas calles, sus casitas sin techo caldeadas por el sol y en
soledad tan llena de luz, no me pareció triste ...
Yo no puedo representarme allí la muerte, ni evocar el horror de aquel día de
catástrofe. En donde el sol reina como soberano absoluto parece que el hombre
no es nada, que allí todo queda absorbido en la luz y el calor santos ... El mismo
sol que da vida mata con sus flechas de oro, hiere y cura, lleva en la acerada
punta de sus saetas el veneno y el cauterio. Las esplendidades del cielo infunde
sentimiento de universal y serena indiferencia, indiferencia olímpica ...
¿Quién piensa en la muerte como acostumbramos a pensar en ella, como algo
lóbrego, frío y oscuro, allí, donde a las ruinas rodea una huerta frondosísima y
las contemplan con pagana serenidad el cielo purísimo y el mar que baña a
Capri, a Castellammare y a Sorrento? ... ».
Anticipándose al joven Unamuno, con su acostumbrada sencillez y brevedad
y huyendo de toda grandilocuencia, dice Don Benito:
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«A pesar de ser un sepulcro desocupado, Pompeya no es lúgubre. No sé si en
todos los viajeros producirá la misma impresión; pero a mí me pareció una ciudad
relativamente alegre en medio del silencio misterioso que en ella reina.
Hay trozos que no parecen ruinas, más bien semejan edificios en construcción,
interrumpidos por haberse declarado en huelga los arquitectos, aparejadores y
albañiles» .
Galdós, lejos de engolfarse en profundas meditaciones como Alarcón, manifiesta
su regocijo de artista ante el hecho de que la madre tierra preservara
Pompeya de la destrucción que el paso del tiempo produce en toda obra humana,
permitiendo así que podamos conocer «la pintura antigua casi tan bién
como la del propio Renacimiento».
El autor de El sí de las niñas se detuvo con especial interés en las ruinas del
teatro en Pompeya:
« ... aquí se acomodaba el pueblo, allí la nobleza, por allí salían los actores, aquí
se oyeron versos de Terencio y Plauto, este recinto resonó con aplausos públicos;
los hombres desaparecieron y el lugar existe».
De forma análoga a como luego hará Julio Camba, Alarcón evocó la vida
de la ciudad sepultada, contemplando las huellas dejadas en las calles y aceras
por carruajes y viandantes:
«Una calle larga, recta y sola, embaldosada de lava, con altas aceras, se extiende
ante nuestros ojos ... En esta calle no hay otro vestigio humano que las huellas
marcadas en el pavimento por los cascos que rodaron muchos años antes sobre
él, y después no han rodado durante diez y ocho siglos ... Nada se oye. Nadie
pasa por ninguna parte».
«Oigamos, en cambio, a Galdós ponderar el regalo que para la posteridad significó
la catástrofe pompeyana».
«La muerte y sepultura -dice- la preservaron de las modificaciones que el
tiempo habría hecho en ella.
Es una verdadera resurrección de lo antiguo, guardado intacto por la madre
tierra, sin que la mano humana lo haya podido desvirtuar. Es como un libro
viejo que viene a nuestras manos después de siglos de olvido, revelándonos el
espíritu que lo inspiró y la mano que lo compuso.
Pompeya nos ha mostrado todos los secretos de la vida romana mejor que la
literatura. Por Pompeya conocemos la pintura antigua casi tan bien como la del
propio Renacimientos». A la circunstancia, para el arte feliz, de haber estado la
ciudad sepultada durante toda la Edad Media, debemos la conservación de los
curiosísimos frescos decorativos que guarda hoy el Museo de Nápoles»15.
CONCLUSIÓN
En conclusión. Los relatos de viajes de Galdós no dan la talla máxima del
escritor, ni descuellan entre sus grandes obras.
Los viajeros de la Ilustración, como sus predecesores del siglo XVI, pertrechados
de erudición y de preocupaciones económicas, iban afanosos de describir
y descubrir tesoros artísticos y arqueológicos, y deseosos de ver y fomentar
provechosas artes y riquezas agrícolas. Los viajeros románticos, y la mayoría
de los del siglo XX, caminan anhelosos de desahogar y exponer personales
147
ideas y sentimientos experimentados ante la vida, el paisaje y las bellezas artísticas
que contemplan, narrando de paso las más o menos interesantes peripecias
de sus andanzas. En los libros de viajes de unos y otros, expuestos en
forma de diario, carta o crónica, el autor es el personaje central y quien, utilizando
escasamente el diálogo, directamente habla al lector .
Don Benito Pérez Galdos, ni era un erudito arqueólogo o historiador, ni un
romántico escritor que disfrutara hablando de sí mismo y desahogando íntimos
pensares y sentires. El gran novelista canario era, ante todo, un fabuloso observador
de la vida y de los hombres españoles de su época, que supo épicamente
narrar con un verismo y amplitud inigualables. Los relatos de viaje de Don
Benito, si no la gigantesca talla del escritor, muestran el singular interés de oír
hablar directamente a Galdós, y de manifestar algunas de las excelsas cualidades
del gran hombre, buen conocedor de sus fuerzas y de sus límites.
Aquí hemos visto cómo en sendas y breves obras, relata algunos de sus
viajes realizados por determinados lugares de España, Inglaterra, Portugal e
Italia, entre 1879 y 1888.
Don Benito que tan humanamente hace hablar y actuar a sus personajes, a
diferencia de Alarcón y de Unamuno, elude hablar de sí mismo, y no quiere
narrar reales o fantásticas peripecias de sus andanzas. En los relatos de viajes
vemos exponer, con la serena objetividad y sencillez de estilo que le caracteriza,
atinadas observaciones sobre lisboetas, madrileños, napolitanos y andaluces,
sobre las lastimosas consecuencias de la falta de unión y comprensión de
portugueses y españoles, sobre las grandes ventajas que la unidad nacional ha
traído a Italia, etc., etc. También nos brinda valiosas descripciones de monumentos,
paisajes, etc. El principal interés de estos relatos radica -sin embargo-
en los juicios artísticos que Don Benito, más aficionado a las artes plásticas
y a la literatura que a la música y la danza, nos deja sobre famosas obras
artísticas y literarias, y sobre los grandes artistas que las crearon.
Escuchar los elogios que Galdós dedica a Shakespeare, Dante y Miguel
Angel, a quienes generosamente reconoce como «superiores ingenios», ha sido
para mí lo más impresionante de sus relatos de viaje, y lo que más palmariamente
muestra que Galdós no sólo fue un gran novelista, sino un artista de
excelente gusto y juicio, y de espíritu generoso.
NOTAS
1 EMILIO BOBADILLA (Fray Candil), Viajando por España, Madrid, 1912 (El prólogo de Galdós
10 redacta en Madrid, mayo, 1910).
2 Pudo también haber leído el poético Bosquejo de un viaje a una provincia del interior (<<El
Sol» 1843), donde el exquisito poeta Enrique Gil y Carrasco se lamenta de que los viajeros extranjeros
fueran directa y exclusivamente a Andalucía, orillando las regiones que dieron origen a
España y fueron cuna de Feijóo y Jovellanos.
3 Un ejemplar de La Alpujarra, interesante y profusamente subrayado, puede hoy verse en
la biblioteca de la Casa-Museo de Unamuno en Salamanca.
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4 B. PÉREZ GALDOS, Obras, Introducción de Federico Carlos SAINZ DE ROBLES, Madrid, Ed.
Aguilar, t. VI, Novelas y Miscelánea, p. 1.220.
5 Los interesantes relatos de viajes de D.a Emilia Pardo Bazán son posteriores a los de Galdós
(Pardo Bazán, Al pie de la Torre Eiffel [1880], Por Francia y por Alemania [1890], Por la España
Católica [1902].
6 Naturalmente que Galdós desconocería la humorística visión que de la tierra y ciudades
portuguesas da Torres Villarroel en su Viaje a Santiago (1737) y más aún los elogios que dedica a
Lisboa y a los portugueses Bartholomé de Villalba y Estaña en El Pelegrino curioso, escrito poco
antes de 1580 y por vez primera editado por Gayangos en la Colección de Bibliófilos Españoles,
Madrid, 1886-1889.
7 Años después, ante la melancolía, tristeza o «saudade» portuguesa, Unamuno, tan enamorado
de esta fraterna tierra, de sus gentes y de su literatura, escribía: «¿Qué tendrá esta tierra por
defuera riente y blanda, por de dentro atormentada y trágica? .. ». «Portugal es un pueblo triste, y
lo es hasta cuando sonríe. La literatura, incluso su literatura cómica y jocosa, es una literatura
triste. La vida no tiene para él sentido trascendente».
8 Según Galdós, «por cada lisboense que va a Madrid, creo que vienen cinco madrileños a
Lisboa». La desproporción aumenta en Julio Camba que da la relación de uno a diez.
9 D. J. VALERA, Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1954, t. 111, p. 684.
10 No he podido consultar el artículo de D. MACDERMOTI, Inglaterra y los ingleses en la obra
de Pérez Galdos, Filología Moderna, Madrid, 1965-1966, n.OS 21-22.
11 La idolátrica veneración de los ingleses hacia Shakespeare la captó también Antonio Ponz,
al hablar del teatro y templo dedicados al «ídolo de los ingleses».
12 GOETHE, Viaje por Italia (1816-29); H. TAINE, Viaje a Italia (1864); LAMARTINE, Graziella
(1852); MARTÍNEZ DE LA ROSA, La Conjuración de Venecia (1835); DUQUE DE RIVAS, Viaje al
Vesubio y Viaje a las ruinas de Perto (1844); P. ANTONIO DE ALARCÓN, De Madrid a Nápoles
(1859-60); AMós DE ESCALANTE, Del Ebro al Tíber (1864); E. CASTELAR, Recuerdos de Italia
(1777), etc. De los principales escritores españoles que después hablarán de Italia o en ella situarán
también la acción de algunas de sus obras, recuérdese a Pío BAROJA, César o nada (1912), El
laberinto de las sirenas (1924) y Ciudades de Italia (1949); B. IBÁÑEZ, En el país del Arte (1896) y
Mare Nostrum (1918); UNAMUNO, Pompeya (1892); J. CAMBA, Aventuras de una peseta (1923);
GÓMEZ DE LA SERNA, El Torero Caracho; A. DEL VALLE, «Sonetos a Italia», en Arpa fiel (1942);
A. DE FoXÁ, Poemas a Italia (1941); E. MONTES, Melodía italiana (1944); J. M.a ALONSO GAMO,
Sonetos a Pompeya que recoge Félix Fernández Murga en su interesante artÍCulo Pompeya en la
literatura española (<<Anali del Instituto Universitario Orientale», VII, 1, Nápoles, 1965).
13 Tras su magnífica descripción del Vesubio, así comenta el «moralista» dieciochesco, L.
FERNANDO DE MORATÍN, «Si se considera la inmediación de este volcán y el riesgo inminente de
que un día rebiente incendios, trastorne toda su circunferencia y sepulte en fuego y cenizas aquellas
moradas deliciosas, centro y lujo y de placeres, se conocerá cuán fácilmente se olvidan los hombres
del peligro por más que vean presente la amenaza».
14 Sobre éstos y otros autores españoles que escribieron sobre Pompeya, véase la nota (12).
15 Así termina el trágico narrador Alarcón su visita a Pompeya: «Se oculta el sol. Salió esta
mañana y se pone ahora, como ha salido y se ha puesto durante 1800 años, sin hallar a nadie en
Pompeya ... Es de noche. La vida exterior ha desaparecido. Las tinieblas se han apoderado del
cielo, tierra y mar. Refugiémonos en lo profundo del alma, donde también reside lo infinito». P.
A. DE ALARCÓN, De Madrid a Nápoles (<<Obras Completas», ed. FAX, Madrid, 1954, pp. 1.479 ss.
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