FORTUNATA y JACINTA, NOVELA LmERTARIA

Julio Rodríguez Puértolas

Universidad Autónoma de Madrid

Que en Fortunata y Jacinta hay una presencia, como de trasfondo, de una

acuciante realidad socio-histórica en la España de la época, el anarquismo, es

evidente, y ello a través de diversos mecanismos, que van desde alusiones directas

a sucesos del momento hasta simples pero significativas palabras de varios

personajes. Recordemos que la acción de la novela (publicada en 1886-

'1887) tiene lugar entre 1869 y 1876, esto es, desde la fecha en que se promulga

la constitución radical subsiguiente a La Gloriosa hasta pocos meses antes de

la proclamación de la de 1876, la de la Restauración. Entre ambas fechas,

recordemos también, han ocurrido algunas cosas de importancia al respecto,

dentro y fuera de España: 1869, creación de la sección española de la Asociación

Internacional de Trabajadores; 1870, primer congreso obrero, en Barcelona;

1870-1871, la Comuna de París; 1871, debate y condena de la Internacional

en las Cortes Españolas; en 1873, una vez proclamada la República, epidemia

de cantonalismo y sublevación anarquista de Alcoy... El Partido Socialista

Obrero Español, por otro lado, no sería fundado hasta 1879, cuatro años después

de la muerte de Fortunata. A la luz de tales datos, no puede extrañar que

al marqués de Casa Muñoz «lo que le tiene con el alma en un hilo es que se

levante la masa obrera» 1. Tampoco sorprende que, desde otra perspectiva,

Juan Pablo Rubín «descubra» en cierto momento el anarquismo, esto es,

que la mejor organización de los Estados es la desorganización; la mejor de las

leyes, la que las anula todas, y el único gobierno serio, el que tiene por misión

no gobernar nada, dejando que las energías sociales se manifiesten como les dé

la gana. La anarquía absoluta produce el orden verdadero, el orden racional y

verdaderamente humano (p. 575).

Juan Pablo Rubín, más adelante, «embistió contra la propiedad individual»,

de tal modo que parecía haberse dado «un atracón de lecturas prudhonianas»

187

(p. 936). Pero no olvidemos el final «anarquista» de este Rubín: acepta el

llamado turrón alfonsino y la gobernación «de una provincia de tercera clase»

(p. 946), pues, como él mismo dice, «la vida es hermosa, y gobernar un pedazo

de país es el mayor de los deleites» (p. 947). Mas es sin duda José Izquierdo

-tío de Fortunata- en este sentido el personaje más representativo, y el de

más carga irónica si atendemos a su apellido. Tras participar -según él- en

todos los motines y sublevaciones populares, desde la libertad de 1854 hasta la

anarquista alcoyana de 1873 y el cantón de Cartagena (pero también en las

partidas carlistas de esas mismas fechas), y después de abogar apocalípticamente

por la destrucción de Madrid y la liquidación de los políticos republicanos

«por moderaos» (p. 196), acaba -suprema ironía- como modelo de los pintores

de tema histórico de la Restauración (pp. 199, 924). Sin embargo, la ambición

de Izquierdo era otra y bien poco anarquista: ser portero de un Ministerio,

por lo menos (p. 220).

Por otro lado, y ya en otro sentido, que los personajes de la novela han

internalizado los problemas del anarquismo parece claro si atendemos a lo

dicho por varios de ellos con referencia a otros, personajes siempre pertenecientes

a la alta burguesía (Jacinta, Juanito, Guillermina). Y así, Jacinta piensa

lo siguiente, acerca de su marido y las mujeres (Fortunata entre ellas) que

tanto atraen al Delfín: «¡Si yo pudiera ganarle de una vez para siempre y derrotar

en toda la línea a las cantonales ... !» (p. 154). y en otro lugar, cuando

descubre la traición final de su marido con Fortunata: «¿Qué sabes tú lo que

es la ley? ¡Farsante, demagogo, anarquista!» (pp. 582-583). Además, a Juanito

se le califica, precisamente, de anarquista al comienzo mismo de la novela,

como consecuencia de su participación en los sucesos de la noche de San Daniel

de 1864, de modo totalmente irónico (p. 10). Y él mismo, cuando decide abandonar

a Fortunata en el capítulo titulado «La Revolución vencida», piensa:

y no puedo parecerme a éste, y el otro y el de más allá, que viven en la anarquía

(oo.). En fin, que no puedo ya más, y hoy mismo se acaba esta irregularidad.

¡Abajo la República! (pp. 602-603).

Con otros matices, pero bien conocidos, se expresa Guillermina, la rata

eclesiástica, con relación a Fortunata:

Veo que usted no tiene ataderooo. Con esas ideas pronto volveríamos al estado

salvaje (oo.). Usted no tiene sentido moral (pp. 765-766).

Y así dice el narrador en cierto momento, también sobre Fortunata:

( ... ) añadió la señora de Rubín, volviendo a exaltarse y a tomar la expresión del

anarquista que arroja la bomba explosiva para hacer saltar los poderes de la

tierra (p. 765).

Y en fin, Mauricia la Dura es definida, también por el narrador, como «la

anarquista» (p. 763).

Todo lo dicho hasta aquí es pertinente para el desarrollo del presente trabajo,

con objeto de mostrar dos cosas. Una, ya dicha, el trasfondo de la realidad

anarquista en la novela, y cómo incluso personajes como Jacinta o Guillermina

utilizan conceptos ya para entonces tópicos que identifican anarquismo con

188

libertinaje y con anarquía, en su sentido más peyorativo y burgués. Dos, que

en lo que sigue ha de quedar claro no que Galdós esté propugnando unas tesis

anarquistas, pero sí libertarias en su sentido más radical. Pues Fortunata y Jacinta

es, en efecto, la novela de la libertad.

Es necesario acudir, en primer lugar, al proceso de «domesticación», esto

es, de asimilación, al que se ve sometida Fortunata, previo a su matrimonio

con Maximiliano Rubín. Proceso paralelo a otra domesticación de más envergadura,

la de la propia nación española tras el sexenio liberal y los golpes

militares que conducen a la Restauración en la persona de Alfonso XII, un rey

fabricado por la burguesía conservadora (d. Carlos Blanco Aguinaga; 1968, p.

15). Así lo entiende, con toda claridad, don Baldomero Santa Cruz:

Veremos a ver si ahora, ¡qué dianches!, hacemos algo; si esta nación entra por

el aro ( ... ) ¿Qué me dices del rey que hemos traído? Ahora sí que vamos a estar

en grande (pp. 581, 598).

Y Guillermina Pacheco, por su parte:

Le hemos traído con esa condición: que favorezca la beneficiencia y la religión

(pp. 581-582).

En efecto, y como se ha dicho (Carlos Blanco Aguinaga; 1978, p. 69; d.

también p. 76):

y a partir de aquí, precisamente, tras tanto «desorden», metidos ya en cintura

no sólo Juanito, sino también los progresistas, los federalistas y los libertarios,

van a empezar los diversos intentos de educar a Fortunata.

Por ejemplo los de la familia Rubín, es decir, los de una pequeña burguesía

que, de acuerdo con la conocida ley2, sigue las ideas dominantes marcadas por

la clase dominante, pues Maxi, sin ir más lejos, defiende «los principios fundamentales

de toda sociedad» (p. 938): la naturalidad burguesa de que «las cosas

son aSÍ», de los valores impuestos por la oligarquía de turno. La propia doña

Lupe, la de los pavos, tiene, entre otras especialidades, la de domesticar para

sus propios fines a jovencitas como Papitos:

Me la traje a casa hecha una salvajita, y poco a poco le he ido quitando mañas

( ... ). Pero con mi sistema la voy enderezando. Porrazo va, porrazo viene, la

verdad es que sacaré de ella una mujer, en toda la extensión de la palabra (p.

381).

Esa tendencia de doña Lupe se acentúa ante Fortunata:

La pasión de domesticar se despertaba en ella delante de aquel magnífico animal

que estaba pidiendo una mano hábil que lo desbravara (p. 416).

Tenía que enseñarle todo: modales, lenguaje, conducta ( ... ). Quería doña Lupe

que Fortunata se prestase a reconocerla por directora de sus acciones en lo moral

y en lo social; y mostraba desde los primeros momentos una severidad no exenta

de tolerancia, como cumple a profesores que saben al pelo su obligación (p.

488).

En cuanto al cura Rubín, Galdós explica así sus actitudes religioso-educativas-

represoras:

189

Practicaba su apostolado por fórmulas rutinarias o rancios aforismos de libros

escritos por santos a la manera de él, y había hecho inmensos daños a la Humanidad

arrastrando a doncellas incautas a la soledad de un convento, tramando

casamientos entre personas que no se querían y desgobernando, en fin, la máquina

admirable de las pasiones (p. 401).

Para el cura Rubín uno de los peores males es la imaginación, «la loca de

la casa», a la cual «se la mira con desprecio y se hace lo contrario de lo que

ella inspira» (p. 401). Sin duda. Para conseguir la adaptación, la asimilación,

es preciso eliminar, entre otras varias cosas, la imaginación. Y también el

amor, como veremos después. Es decir, hay que eliminar la libertad. El convento

de las Micaelas espera a gentes como Fortunata; allí serán asimiladas

definitivamente por el sistema, o al menos así se intenta. Recordemos que en

las Micaelas conocerá Fortunata a Mauricia -amistad de que se hablará

poco -, y también a Felisa, llevada allí por Guillermina Pacheco de modo

harto expeditivo, clara indicación de los prepotentes modos de todo un sistema:

La cazó, puede decirse, en las calles de Madrid: echándole una pareja de Orden

Público, y sin más razón que su voluntad, se apoderó de ella. Guillermina las

gasta así, y lo que hizo con Felisa habíalo hecho con otras muchas, sin dar

explicaciones a nadie de aquel atentado contra los derechos individuales (p.

456).

Algo semejante había ocurrido con Mauricia, a quien arrancó de los protestantes

entre quienes se había refugiado:

Doña Malvina sacó el libro de la Constitución, a lo que replicó Guillermina que

ella no entendía de constituciones ni de libros de caballerías (p. 684).

Incluso don Evaristo Feijoo, con su famoso «curso de filosofía práctica»,

intenta también «educar» a Fortunata, aunque desde otra perspectiva, pues en

un «curso», como dice Carlos Blanco Aguinaga (1978, pp. 78-79):

que se fundamenta sobre un profundo respeto no sólo por Fortunata (o por el

«pueblo» en general), sino por todas las libertades individuales. Sólo que éstas,

desgraciadamente, tienen que tener un «freno» ( ... ). La contradicción liberal,

sin embargo, es clara: la libertad así concebida se relegaba al secreto interior, o

bien traicionada en su pureza por el comportamiento engañoso hacia fuera - aun

cuando, por otra parte, entre ellos, Fortunata y Feijoo, compañeros de nuevo

estilo, se acuerda que no debe haber engaños, sino libertad y franqueza.

Mas todo intento de asimilación de Fortunata resultará, finalmente, inútil

-no así el de su hijo-, como veremos al tratar de su muerte. Lo que Fortunata

es y lo que Fortunata siente es más fuerte que las presiones de la sociedad,

aunque no sin contradicciones y no sin que en algún caso fundamental parezca

aceptar la asimilación e incluso alguna tentación burguesa básica, como la del

matrimonio y la «honradez». Así lo dice:

¡Casarme yo! ... ¡Pa chasco!. .. ¡Y con este encanijado!. .. ¡Vivir siempre, siempre

con él, todos los días ... de día y de noche!. .. Pero calcula tú, mujer ... , ser honrada,

ser casada, señora de tal... persona decente ... (pp. 332-333).

Y una vez que Fortunata ha caído en esa tentación, la gran pregunta: «¿Pero

es verdad que estoy casada yo? .. » (p. 514). La respuesta, definitiva y rotunda,

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vendrá al poco, cuando le dice a Juanito Santa Cruz las palabras acaso más

impresionantes de toda la novela, y más libertarias: «Mi marido eres tú ... Todo

lo demás ... ¡papas!» (p. 518; cf. Anthony N. Zahareas; 1968, p. 26, que habla

del «desafío casi anárquico» de Fortunata). Y más adelante, monologando

acerca de su situación, a punto de tener un hijo de Juanito y pensando en todo

ello y en Jacinta:

Dirá que es mujer legítima ... ¡Humo! Todo queda reducido a unos cuantos latines

que le echó el cura y a la ceremonia, que no vale nada ... Esto que yo tengo,

señora mía, es algo más que latines; fastidiése usted ... Los curas y los abogados,

¡mala peste cargue con ellos!, dirán que esto no vale ... Yo digo que sí vale; es

mi idea. Cuando lo natural habla, los hombres tienen que callar la boca (p. 914).

Extraordinario párrafo, en que Fortunata ha descubierto dos cosas tan libertarias

como fundamentales: la diferencia entre el matrimonio social y convencional,

con curas y abogados, y la relación libre y natural; lo natural frente a la

naturalidad burguesa. En otros momentos de lucidez, Fortunata -manipulada

por tantas gentes y de tan diversos modos-, «figurábase ser una muñeca viva,

con la cual jugaba una entidad invisible, desconocida, y a la cual no sabía dar

nombre» (p. 513); o «me traen y me llevan como una muñeca» (p. 521). En

fin, cuando consigue reaccionar frente a las manipulaciones y frente a la cosificación,

Fortunata es capaz de decir cosas como éstas: «yo no me civilizo, ni

quiero; soy siempre pueblo» (p. 518); «pueblo nací y pueblo soy; quiero decir,

ordinariota y salvaje» (p. 619). Sin embargo, se ve sometida a terribles presiones,

incluso por la vía divinal. No es posible olvidar el episodio de las Micaelas,

en que la versión de un Dios sin duda burgués -es decir, un Dios utilizado por

la burguesía e internalizado ya por Fortunata- le habla del siguiente modo:

¿Crees que estamos aquí para mandar, verbigracia, que se altere la ley de la

sociedad sólo porque a una marmota como tú se le antoje? El hombre que me

pides es un señor de muchas campanillas y tú una pobre muchacha. ¿Te parece

fácil que yo haga casar a los señoritos con las criadas o que las muchachas del

pueblo las convierta en señoras? ¡Qué cosas se os ocurren, hija! Y, además,

tonta, ¿no ves que es casado, casado por mi religión y en mis altares? ( ... ) Me

pedís unos disparates que no sé cómo los oigo ( ... ) Me sales con que sí, serás

honrada, todo lo honrada que yo quiera, siempre y cuando que te dé el hombre

de tu gusto (pp. 462-463).

Un Dios, en efecto, portavoz también de la naturalidad burguesa, de la

estratificación y del orden social; un Dios restaurador: las leyes divinas y humanas,

como dicen varios personajes de la novela, están contra Fortunata y su

libertad. .

Se hace ya preciso tratar de las relaciones entre Fortunata y Mauricia la

Dura. Mauricia la «anarquista» (p. 763), a quien la primera conoce en las

Micaelas y por quien sentía una «simpatía inexplicable» y una «atracción querenciosa

» (p. 695). Mauricia bien puede considerarse como una mujer del puéblo

con conciencia social y de clase - si bien de modo en ocasiones incoherente

y contradictorio -, es decir, justamente con aquello de que carece Fortunata,

y de la cual es, en algún modo y en este sentido, su conciencia. Véanse algunas

ideas de Mauricia:

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Pero a la que nace pobre no se la respeta, y así anda este mundo pastelero ( ... ),

que no se rían de ti porque naciste pobre (pp. 459-460).

Vete arrepintiendo de todo, menos de querer a quien te sale de entre ti, que esto

no es, como quien dice, pecado. No robar, no ajumarse, no decir mentiras; pero

en el querer, ¡aire, aire!, y caiga el que caiga. Siempre que lo hagas así, tu

miajita de cielo no te la quita nadie (p. 696).

La pobre siempre debajo, y las ricas pateándote la cara (p. 713).

Mauricia parece así la contrafigura de Fortunata, coincidentes ambas -junto

con Feijoo, dicho sea de paso- en sus ideas acerca del amor. Pero Mauricia, el

modelo, será destruida en primer lugar, y Fortunata quedará sola, sin esa extraña

amistad y solidaridad ofrecida por la Dura. Los destinos de ambas mujeres

del pueblo se entrecruzan «no sin misterio», como diría Cervantes. Mauricia,

independiente, arisca, alborotada, finalmente muere asimilada por el sistema

por la vía religiosa, en una espectacular escena (pp. 739-740) en que participan

Guillermina Pacheco y el padre Nones, en un incansable y acuciante asedio, los

mismos que intervendrán inútilmente en la muerte de Fortunata. Y ello pese a

la frase que antes de morir exclama Mauricia, en uno de sus últimos e inútiles

momentos de rebeldía: «A mí no me puede nadie» (p. 712)3. Y por otro lado,

Fortunata, que ha sido juguete de quienes la han rodeado en vida, dependiente

de todos ellos, muere libre, sin confesión, pese a los esfuerzos de Guillermina y

del padre Nones de repetir con ella la misma clase de victoria que lograron sobre

Mauricia. En dos aspectos, sin embargo, serán iguales tan curiosas amigas: uno,

en su necesidad de libertad, representada tan gráfica como simbólicamente en la

calle; el otro, en el destino de sus respectivos hijos. En efecto. Una vez que

Mauricia logra salir de las Micaelas, ocurre lo siguiente:

Cuando vio la calle, sus ojos se iluminaron con fulgores de júbilo, y gritó:; «¡Ay,

mi querida calle de mi alma!». Extendió y cerró los brazos, cual si en ellos

quisiera apretar amorosamente todo lo que veían sus ojos. Respiró después con

fuerza; paróse mirando azorada a todos lados, como el toro cuando sale el redondel.

Luego, orientándose, tiró muy decidida por el paseo abajo (p. 483).

Compárese lo anterior con esta página en que Fortunata camina por la calle

de Santa Engracia:

Siguiendo luego su vagabundo camino, saboreaba el placer íntimo de la libertad,

de estar sola y suelta siquiera por poco tiempo. La idea de poder ir a donde

gustase la excitaba, haciendo circular su sangre con más viveza ( ... ) Conveníale

sacudirse, tomar el aire. Bastante esclavitud había tenido dentro de las Micaelas

( ... ) El principal goce del paseo era ir solita, libre (p. 513).

La calle, esto es, la libertad. Dos vidas y dos muertes, así, desiguales y

cruzadas, pero un mismo sentimiento: el de la libertad y el del amor, también

como ejercicio de esa misma libertad. Mas es en el destino de sus respectivos

hijos donde Fortunata y Mauricia parecen irremediablemente unidas. Pues

como ya se anunciaba al comienzo de la novela - ante el espectáculo de la

tienda de la Cava Baja-, «la voracidad del hombre no tiene límites, y sacrifica

a su apetito no sólo las presentes, sino las futuras generaciones gallináceas» (p.

61). Y así, la hija de Mauricia, con la intervención de la inevitable Guiller-

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mina, será protegida por Jacinta y arrebatada a su madre; será internada en un

colegio apropiado y vestida «como una señorita» (p. 595), pues, dice Jacinta,

Es preciso que vaya aprendiendo los buenos modales ... , su poquito de francés,

su poquito de piano ... Quiero educarla para maestrita o institutriz, ¿verdad? (p.

595).

Y por otro lado, bien conocido es lo que ocurre, paralelamente, con el hijo

de Fortunata y de Juanito Santa Cruz. La hija de Mauricia será educada para

«maestrita»; convenientemente domesticada y asimilada contribuirá, sin duda,

a reproducir el sistema, a su continuación; el hijo de Fortunata, entregado al

matrimonio Santa Cruz (Julio Rodríguez Puértolas; 1975, p. 58),

lejos de ser ( ... ) representación simbólica de una síntesis armónica, no es sino

ejemplificación final del control de la burguesía sobre el presente y también sobre

el futuro de altos y bajos.

Ocasionalmente he hablado ya del amor en Fortunata y Jacinta, unido de

modo necesario al concepto de libertad. Ya ha sido mencionado algo de lo que

piensa Mauricia al respecto, así como también de lo que opina Fortunata, pero

conviene recordar dos ejemplos más de esta última. El primero: «querer a

quien se quiere no puede ser cosa mala» (p. 521). Y el segundo:

Lo que Fortunata había pensado era que el amor salva todas las irregularidades;

mejor dicho, que el amor lo hace todo regular, que rectifica las leyes, derogando

las que se le oponen (p. 606).

Pero es don Evaristo Feijoo quien articula con toda claridad esta idea de

amor y libertad, en su «curso de filosofía práctica». He aquí, por ejemplo, su

concepto de lo que habitualmente se califica como infidelidad:

Lo que llaman infidelidad no es más que el fuero de la Naturaleza, que quiere

imponerse contra el despotismo social (p. 637).

Y su definición del amor:

El amor es la reclamación de la especie que quiere perpetuarse, y al estímulo de

esta necesidad tan conservadora como el comer, los sexos se buscan y las uniones

se verifican por elección fatal, superior y extraña a todos los artificios de la

sociedad ( ... ) Todo lo demás es música, fatuidad y palabrería de los que han

querido hacer una sociedad en sus gabinetes, fuera de las bases inmortales de la

Naturaleza ( ... ) Por eso me río yo de ciertas leyes y de todo el código penal

social del amor (p. 638).

Y en fin, con palabras tan semejantes a otras ya citadas de Mauricia:

Porque no me entra ni me ha entrado nunca en la cabeza que sea pecado, ni

delito, ni siquiera falta, ningún hecho derivado del amor verdadero ( ... ). La

verdad, si me dicen que Fulano hizo un robo o que mató, o calumnió, o armó

cualquier gatería, me indigno, y si le cogiera, créelo, le ahogaría; pero vienen y

me cuentan que tal mujer le faltó a su marido, y que tal niña se fugó de la casa

paterna con el novio, y me quedo tan fresco (p. 627).

Amor y libertad, en efecto; esto es, amor y libertad naturales, frente a la

naturalidad burguesa, social, y sus normas. «Por encima de todo la Naturale-

193

za», dice Juan Pablo Rubín (p. 574). «Contra la Naturaleza no se puede protestan>,

exclama Maxi (p. 961). «Cuando lo natural habla, los hombres tienen que

callar la boca», proclama Fortunata (p. 914). Pues lo que ocurre es que «nada

es bueno ni malo por sí», como señala Feijoo (p. 641); los conceptos de bueno

y malo son conceptos sociales, no naturales. Sin duda, como ha dicho Karl

Marx (19745, p. 176),

Las sensaciones, pasiones, etc., del hombre, no son sólo determinaciones antropológicas

en sentido estricto, sino verdaderamente afirmaciones ontológicas del

ser (Naturaleza).

El resultado, en Fortunata y Jacinta, es que muchos de sus personajes no imaginan

siquiera la relación directa -y dialéctica- entre Humanidad y Naturaleza;

otros, como Feijoo, no buscan sino soluciones individuales y por lo mismo tan

ambiguas como contradictorias; otros, en fin, como Fortunata y Mauricia, intuyen

elementalmente y también angustiosamente esa relación, o al menos la necesidad

de esa relación. De este modo no hay, como dice Karl Marx (19745

, p. 143),

solución del conflicto entre el hombre y la Naturaleza, entre el hombre y el

hombre ( ... ), del litigio entre existencia y esencia, entre objetivación y autoafirmación,

entre libertad y necesidad, entre individuo y género.

Sin embargo, Fortunata tiene conciencia de que el amor «no depende de la

voluntad ni menos de la razón» (p. 326), esto es, de que es un ejercicio natural

de la libertad, pues como dice Maxi en otro de sus momentos de asombrosa

lucidez, «al amor no se le dictan leyes» (p. 965); «el mundo no vale nada sino

por el amor. Es lo único efectivo y real; lo demás es figurado» (p. 736). Lo

demás: los conceptos que la sociedad impone, que la clase dominante impone

como falsamente naturales. El resultado, sigue diciendo Maxi, es que

No somos dueños de nuestra vida. Estamos engranados en una maquinaria, y

andamos conforme nos lleva la rueda de alIado (p. 930).

Pero esa maquinaria -como en el caso de los «laberintos» del Quijote tiene

sus constructores y manipuladores, que tanto Cervantes como Galdós se cuidan

de poner al descubierto. En el segundo caso, bastaría recordar los asistentes a

la cena de Navidad de 1873 en casa de los Santa Cruz (pp. 248-249).

¿Es posible concluir, después de todo lo dicho hasta aquí, que en Fortunata

y Jacinta asistimos al fracaso de la libertad? Así parece, si, como ha dicho

Carlos Blanco Aguinaga (1978, p. 54).

194

todo lo que les ocurre a Fortunata y a los demás, les ocurre dentro del contexto

de un difícil proceso histórico que va desde el optimismo liberal-popular que

trae y provoca la Gloriosa, con su consiguiente «caos», hasta el «orden» restablecido

por los dos golpes militares en que se fundará la «legalidad» restaurada.

O como se ha escrito en otro lugar (Julio Rodríguez Puértolas; 1975, p. 55),

Lo que una lectura atenta de Fortunata y Jacinta nos ofrece precisa y escuetamente

es la existencia de una burguesía avasalladora, que gracias a su omnímodo

poder controla todo el mundo social de la época. Del rey abajo ninguno -recordando

el título de la vieja comedia del Siglo de Oro- escapa a ese control, ni

siquiera el hijo de Fortunata y Juanito.

Es cierto que buena parte de los personajes de la novela son destruidos, y

muchas veces al estilo cervantino (Julio Rodríguez Puértolas; 1975, pp. 61-92).

Cuatro lugares de encierro parecen simbolizar aquella sociedad y aquella España.

Uno, el manicomio de Leganés, donde será internado Maxi; recuérdese

además que entre los proyectos de Guillermina Pacheco figuraba la construcción

de «un manicomio modelo» (p. 862), una especie de manicomio nacional.

Otro, el convento de «arrepentidas» de las Micaelas; conforme se va alzando

la iglesia de aquél, «el panorama iba desapareciendo como un mundo que se

anega» (p. 448). Otro, el internado donde es educada la hija de Mauricia; en

éste y en las Micaelas también interviene Guillermina Pacheco. El cuarto, en

fin, y definitivo, el cementerio. Sin duda. Pero más allá de destrucciones, fracasos,

domesticaciones y asimilaciones posibles no debemos olvidar que la Historia

no es estática ni mecánica. Objetivamente, cuando termina Fortunata y

Jacinta, la Restauración ha vencido; cuando Galdós publica su novela, ese mismo

sistema se ha establecido sobre bases que entonces parecen firmes. Objetivamente,

históricamente, Galdós no podía escribir sino lo que escribió.

Más ahí queda lo que dice Maxi camino de Leganés, una vez que su libertad

interior no ha podido ser asimilada: «no encerrarán entre murallas mi pensamiento

» (p. 1.038). Pues Fortunata y Jacinta es, en última instancia, una defensa

apasionada y consciente de la libertad, de la necesidad de una utopía libertaria.

Hay que tener en cuenta que poco después, en 1888, aparece Miau, en que

don Ramón Villaamil, el perfecto burócrata y servidor del Estado, descubre

también la libertad. Y que años después, en 1909, se publica El caballero encantando,

ataque directo en nombre de la libertad contra un sistema ya en

descomposición, y que asimismo en 1909 dirige Galdós su manifiesto Al pueblo

español, donde exclama: «no temamos que nos llamen anarquistas o anarquizantes

» (cf. Víctor Fuentes; 1982, p. 84). Fortunata y Jacinta, novela de la

libertad, de la utopía libertaria. Como decía nuestra querida y hermosa Fortunata,

con su atractivo simplismo, «cuando 10 natural habla, los hombres tienen

que callar la boca». Pues en efecto, ella tenía, según afirma Maxi, «el sentimiento

de la liberación» (p. 817).

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Jacinta», «Bulletin Hispanique», vol. LXXXIII, Burdeos, pp. 379-398.

ZAHAREAS, A. M. (1968): El sentido de la tragedia en Fortunata y Jacinta, «Anales Galdosianos»,

vol. 111, Austin, Texas, pp. 25-36.

NOTAS

1 Fortunata y Jacinta (Madrid, 1968, Hernando), p. 156. En lo sucesivo, todas las citas de la

novela irán seguidas, entre paréntesis, del número de página correspondiente, según esta edición

y sin más indicaciones. Esa «masa obrera» que dice el marqués se había «desmandado», en efecto,

en Alcoy; cf. F. ENGELS, Los bakuninistas en acción, en Karl Marx y Friedrich Engels (s. f., pp.

183-221).

2 «Las ideas de la clase dominante son en cada época las ideas dominantes, es decir, la clase

que ejerce el poder material dominante en la sociedad resulta al mismo tiempo la fuerza espiritual

dominante. La clase que controla los medios de producción material controla también los medios

de producción intelectual» (Karl Marx y Friedrich Engels; 19743

, p. 78).

3 Nótese algo sin duda revelador. Si inicialmente Galdós compara el rostro de Mauricia con

el de Napoleón antes de ser Primer Cónsul, esto es, con el Napoleón todavía revolucionario (p.

436), cuando está enferma, asediada y vencida, a punto de morir, lo compara con el de Napoleón

en Santa Elena (p. 691).

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