«ANGEL GUERRA, O LA NOVELA-MONSTRUO»

Noel M. Valis

University of Georgia

Los críticos de la novela galdosiana conceden que Angel Guerra (1890-91)

es una de las obras más sugestivas del escritor canariense, llena de percepciones

agudas sobre el proceso de la conversión espiritual y la psicología de la rebelión.

y sin embargo, la ha tratado bastante mal esta misma crítica hasta tiempos

recientes!, achacándole el archipecado hispánico, o sea la prolijidad (según

Clarín, Galdós, p. 244) y, en otras ocasiones, el defectillo hasta cierto punto

perdonable en Galdós, de amontonar tantos episodios y personajes secundarios

que al fin y al cabo llegan a dejarnos turulatos de puro leer (esto, según Pardo

Bazán). Acierta esta última en sus finas matizaciones sobre la novela al añadir

que «el método de Galdós tiene el inconveniente del bailoteo horizontal de los

ojos de Leré: marea y distrae» (pp. 1.104-05). Es esta capacidad galdosiana de

marear a su lector la que merece la pena de reevaluar a la luz de otros criterios

estéticos menos comprometidos por el régimen mimético de antaño. Debe haber

algo en este novelón de mil páginas y pico que no encajaba bien con las

nociones imperantes de las justas proporciones que según Clarín y otros eran

necesarias a la estructura orgánica del género 2

• Se podía admitir la posibilidad

de la novela abierta, donde faltaba el marco del cuadro, pero, paradójicamente,

no se conceptuaba la novela de forma tan apararentemente desproporcionada

y desequilibrada que no existiera una composición comprensible o, mejor

dicho, verosímil. Aquello no era natural. Implícitamente, se aferraba a la norma

en el arte, la norma de no ir contra lo natural. Al concebir la novela en

términos biológicos como un organismo vivo e imperfecto que siempre está

por terminar (pero que al fin muere), se permitía todo aquello que era explicable

según (y dentro de) el proceso vital de todo ser animado. Esto quiere decir

que para escritores como Galdós y Alas, Flaubert y Tolstoi, sí existía una

forma latente -y captable- en la vida misma. Así podía usar Clarín el mismo

251

argumento de los críticos más hostiles al movimiento realista-naturalista para

convertirlo en arma suya, cuando escribía: «-¡Qué detestable composición!grita

el lector idealista. -¡Vea usted!- como la del mundo, que en efecto está

muy mal compuesto ... » (Galdós, p. 112). Como herederos de los últimos vestigios

de la gran tradición racionalista, escritores como Galdós y Clarín no podían

negar las cualidades formales del universo; lo que sí criticaban era la mala

composición de nuestro mundo, no la ausencia de dichas formas. Se puede

argüir que precisamente lo que hacía Galdós - como todo artista antes y después

- era imponer una forma sobre la realidad externa, pero queda patente

que el modelo que seguía era el gran libro impreso de la naturaleza.

Pero entonces, ¿dónde cabe lo que se ciñe a la norma de lo natural? Lo que

va contra la naturaleza es, simplemente, monstruoso. O como lo expresa Gilbert

Lascault en su sugestivo libro sobre lo monstruoso en el Arte de Occidente:

«L'imitation par l'art des formes naturelles est également, par définition,

en opposition avec les formes m (los monstruos), qui sont ... contre nature» (p.

23). Dicho sea de paso que los monstruos biológicos quedan excluidos de este

concepto de lo monstruoso por no ser voulus, ya que nacen debido a otros

factores fuera del control humano. Lo menciono aquí porque, como se sabe, la

novela realista y naturalista rebosa de estas lamentables criaturas; sólo hay que

pensar en el Valentín de la serie Torquemada o en el fenómeno llamado «el

monstruo» del mismo Angel Guerra. La importancia de estas manifestaciones

anormales estriba más en las consecuencias creativas intuidas en ellas que en

su mera fisiología, sea determinista o no. Incluso se podría decir que es parte

fundamental del arte moderno lo que se ha llamado «la resurrección de los

monstruos», empezando con Goya y Blake y terminando en tendencias irracionalistas

como el surrealismo (V. Lascault, pp. 59-60; Abell, p. 198).

Lo que quiero sugerir en las páginas siguientes es una interpretación de

Angel Guerra que la inserte dentro de esta corriente teratológica, que la explique,

en fin, como una novela-monstruo. Por ser novela de transición en la

trayectoria galdosiana, esta obra se desplegará siguiendo impulsos contradictorios

de su creador, impulsos que se podría denominar como modus biológico y

modus imaginativo. Utilizando términos neofreudianos, Marthe Robert ha hablado

del género novelístico como una especie de «foundling», o niño expósito

cuyos padres reales se imagina ser otros, más grandiosos y espléndidos, procreadores

idealizados -y creados- por la mente infantil frente a las primeras,

desatisfacciones sentidas al encararse con las imperfecciones e indelicadezas de

sus protectores. Esta explotación estética de un mito freudiano -que también

sirve para explicar la creación de las neurosis - ilustra bien la tensión nunca

resuelta entre lo ideal y lo real en el género bastardo por excelencia (v. pp.

21-40). Dicho de otro modo, se ve que lo imaginativo nace del descontento

humano ante al implacabilidad biológica. En Galdós, este conflicto genérico se

manifiesta de modo cuasi determinista en una novela como La desheredada

(1881), donde la protagonista Isidora Rufete duplica con su propia vida el mismo

antagonismo existente entre procreador (biología) e hijo (imaginación) que

ha creado la forma novelística originalmente. En este caso, el personaje posee

una relación de sinécdoque con la obra de que es parte, creando una especie

252

de mise en abyme o duplicación interior, con una estrecha identificación entre

los dos.

De esta unión entre biología e imaginación pueden nacer no sólo novelas

sino también monstruos. Bajo el imperio naturalista uno de sus productos era,

de hecho, el monstruo biológico; y aquello era perfectamente natural, porque

se explicaba dentro del doble marco de las leyes hereditarias y las normas

miméticas de la observación directa. Pero siempre hubo el problema de poder

distinguir clara e inequívocamente entre el ser humano clasificado como normal

y su negativo fotográfico, malformado y grotesco. Es ésta la dificultad que

encontramos también en el pensamiento racionalista de un Diderot cuando

declara que «l'homme n'est qu'un effet commun, -le monstre qu'un effet rare;

tous les deux également naturels, également dans l'ordre universel et général. ..

Et qu'est-ce qu'il y a d'étonnant a cela? .. tous les etres circulent les uns dans

les autres, par conséquent toutes les especes ... tout est en un flux perpétuel»

(p. 269). Al validar lo monstruoso como otra forma de lo natural, ha terminado

por negar su misma monstruosidad; sin normas, «el hombre y el monstruo»,

según Emita Hill ha demostrado, «son iguales» (p. 195, trad. mía). Al sustituir,

el código de la herencia, tal como se entendía en el siglo XIX, por el de la

razón, no se evitaba el problema, se lo magnificaba: sólo de esa manera pudo

llegar a ser el símbolo zolesco de todo un imperio corrupto y decadente una

prostituta que también llevaba como signos de identificación «devoradora de

hombres» y «mosca de oro» (Nana). Es decir, un monstruo humano con toda

su mancha hereditaria disfrazada de una carnalidad sana y dorada.

Pero en Angel Guerra este modus biológico va a chocar contra el imaginativo

para producir distintos estratos de lo monstruoso, pasando por el nivel fisiológico

más crudo y horripilante hasta llegar a un concepto de ello como paradigma

de la imaginación creadora. Expresado de otra manera, es como si el

mismo Galdós hubiera engendrado una criatura como resultado del entrecruzamiento

de lo cervantino y lo goyesco; porque lo monstruoso en Angel Guerra

será «la loca de la casa», simultáneamente creadora y cosa creada. «El sueño

de la razón produce monstruos», afirma Goya en su Capricho 43. Aun teniendo

en cuenta la suma ambigüedad del término «sueño», como han notado Paul

Ilie y otros, y la falta de definición del vocablo «razón», queda patente que se

refiere en esta instancia a todas las fuerzas profundamente irracionales que nos

rigen psíquica e imaginativamente3

• Porque estos monstruos pueden simbolizar

nuestra angustia, nuestro terror, igual que nuestra capacidad inventiva, por ser

la fuente de todos estos fenómenos el inconsciente. Pero es curioso observar

en el aguafuerte de Goya cómo se representa este parto de lo monstruoso: se

recuerda que la figura central es el artista dormido (más bien se diría postrado),

con sus útiles abandonados sobre la mesa, yen el fondo, una serie de criaturas

aladas -lechuzas y murciélagos que llegan a ser más y más informes - y un

gato o lince. Si lo que presenciamos aquí es, entre otras cosas, el acto creador,

es notable desde luego este engendramiento no sólo por ser puramente mental

sino por ir contra natura. Es el privilegio del artista crear formas anti-naturales,

o en otras palabras, invocar la imaginación en defensa de la artificialidad y de

sí misma. Si nos preguntamos de dónde vienen estos monstruos últimamente:

253

pues, de la nada, se diría, ya que lo monstruoso como forma hecha de los

restos de otras formas ya preexistentes, no tiene antecedentes en el sentido

biológico de la palabra. Como había sugerido Descartes, el monstruo, igual

que el arte, es muchas veces el resultado extravagante y fantástico de una

especie de bricolage, o actividad combinatoria (Lascault, pp. 102-104)4. De ahí

la noción lógica y perfectamente sostenible del «arte en general considerado

como deformación de la realidad perceptible», según Lascault y otros (p. 27,

trad. mía), o sea el arte como monstruo de monstruos. Y no hay que tomar

esto en sentido negativo, porque sólo pensar en la exuberancia con que se

plasman los contornos amenazantes y tétricos de aquellos monstruos románicos

esculpidos de la masa informe que es nuestro inconsciente, nos convence no

sólo del poder exorcizan te del arte sino también de su capacidad invocadora.

Piénsese si no en el título mismo de Angel Guerra. Lo primero que se nota

es su carácter compuesto porque ha juntado Galdós dos sustantivos que normalmente

son incompatibles, sugiriendo dualidades tradicionales tales como

negativo/positivo, paz/guerra, vida/muerte, etc. Son términos que no deben

convivir en el mismo plano proque son antagonistas en el pensamiento de Occidente

y, sin embargo, ahí están. No se puede negar tampoco la indiscutible

tensión que se exhala en el mismo grupo fónico, al yuxtaponer el primer sonido

suave que se convierte en algo indeterminado (<<Angel») con otros más duros

que terminan vibrando en el aire (<<Guerra»). Pero es ese mismo sentido de

conflictividad reprimida precisamente, el que hace adherirse a dos vocablos

que pugnan por separarse. Lo que se ve, desde el principio de esta novela, es

la potencia de la imaginación galdosiana en dominar a las criaturas aladas de

su inconsciente, en forzarlas a tomar residencia en la tierra: eso es, en ser

angel guerreado. Pero al insistir Galdós en unir dos entidades mutuamente

hostiles, las ha desnaturalizado en el doble sentido del vocablo. Y al quedarse

exiliadas por un lado, y convertidas en sustancia ajena por otro, «ángel» y

«guerra» se desplazan a un nuevo territorio, que ni es cielo ni tierra, sino

ambas cosas y algo más: con el título de Angel Guerra se crea un tercer término

que ocupará el espacio ficticio (y a la vez real), trascendiendo las categorías

binarias con que empezó el novelista.

Esa tercera realidad que constituye el texto mismo la llamaremos novelamonstruo.

Siendo como es una combinación de disparidades -o bricolage, si

se quiere - fundidas a la fuerza por el escritor, esta monstruosidad textual es

notable en especial por contener dentro de sí todos los términos posibles y

relevantes, negando y confirmándolos al mismo tiempo en un crisol de differance

desconstruccionista. Si es monstruoso Angel Guerra -en tanto novela y

personaje- es porque abarca también su contrario, lo angelical. Se recuerda,

por ejemplo, que en la escultura gótica los espíritus angélicos, que como los

héroes y los santos se consideran enemigos de los demonios y otras monstruosidades,

van a triunfar sobre los monstruos (Abell, pp. 130-31; 144-46). Pero

aquí, Angel Guerra, como héroe (o «ángel»), es también monstruo; es decir,

cada término suplementa al otro, destruyendo y afirmando simultáneamente la

dialéctica tradicional entre los demonios y los ángeles (De paso se observará

que «ángel» llegará a ser un leit motif obsesionante en la novela). El mismo

254

status equívoco se revela en el caso de Leré, denominada repetidas veces «la

santa», pero cuya aversión al acto sexual la convierte según ella misma, en otro

«monstruo» como sus hermanos, que sí lo son en el sentido fisiológico (p.

1.280).

Es ésta una inversión de valores que resulta ser, últimamente, una verdadera

subversión de la jerarquía de ángeles y monstruos. Crear ángeles que son

monstruos y monstruos que son ángeles, en realidad, poco importa en sí, porque

ambos fenómenos - que se dan igualmente en la novela - apuntan hacia

una mayor creación, la del texto mismo, ese ángel que es guerra y guerra que

es ángel. ¿Cómo imaginar un texto cuyo engendramiento no puede seguir las

normas biológicas, precisamente por su altereidad monstruosa? ¿Cómo se conciben

los monstruos? Se los conjura, mediante las artes mágicas de secretas

combinaciones cuya clave se halla en el uso ritual y apropiado de las palabras

mismas. Hay que invocar a los monstruos. Piénsese en cómo empieza Angel

Guerra con las palabras iniciales de «Amanecía ya». Desde el principio uno

siente que está leyendo una especie de invocación novelística, donde Galdós,

literal y figurativamente, insta a su texto a realizarse. Recordamos, por ejemplo,

la manera cómo Angel Guerra mismo, dando fuertes golpes en la puerta

de su amante Dulcenombre, entra impetuosa y precipitadamente en la vida del

lector. Oímos los golpes al mismo tiempo que la luz matutina invade suavemente

el cuarto. Y antes de que Dulcenombre pueda abrir la puerta, «ya la [empuja]

él, ansioso de refugiarse en la estrecha y apartada vivienda» (p. 1.198).

La voz narrativa también acelera la acción -y nuestro entusiasmo- al

decir un momento después: «Precipitemos la narración diciendo que la que

abría se llamaba Dulcenombre, y el que entró, Angel Guerra ... ». Es como si

el narrador no pudiera esperar más tiempo para dejar caer sus personajes en el

regazo del lector . El efecto provoca una serie de vértigo en el narrador, forzándole

a asumir una mayor lentitud en el ritmo narrativo cuando dice: «Pero, ¿a

qué tal prisa?». Parece, en este momento, abrumado por esa energía creativa

que ha desatado, ese movimiento que se podría comparar al bailoteo inquieto

de los ojos milagrosos de Leré, o al marear del marinero sin mar, don Pito.

Este mareo novelístico es, en efecto, la encarnación del Espíritu Santo que

invoca Galdós en su texto, espíritu que infunde el acto creativo y, a la vez,

gobierna las vidas de los personajes galdosianos.

Este es un libro que desafía los antecedentes. Quiero decir -sin olvidar

que Angel Guerra es en muchos sentidos de la palabra una novela transicional-

que los personajes principales de Galdós, Angel y Leré, parecen hacer

un esfuerzo tremendo por anular sus antecedentes, por superar lo que eran y

volver a forjarse, ex nihilo, del mismo modo que el impulso irracional de crear

parece surgir del amanecer con el cual empieza Galdós su libro. Significativamente,

se inicia la acción novelesca con una revolución abortada, es decir, con

una tentativa de volver a constituir radicalmente la realidad histórica. A consecuencia

de este momento frustrado, llega herido el héroe titular a la casa en

que le ha estado esperando (palabra subrayada por Galdós) toda la noche su

amante Dulce, como si sólo con los porrazos del «incorregible trasnochador»

se pudiera galvanizar -así de repente- la actividad humana en esta novela.

255

La gran energía e impaciencia del protagonista, ejemplificaciones dramáticas

del soplo creador que incita y da vida a toda la novela, van a asumir en esta

primera escena la forma nerviosa de un molesto zumbido de abejón 5

• O como

lo dirá el narrador: «Poco faltaba para que en la excitada imaginación de Guerra

se representase el zumbador insector como animal monstruoso que llenaba

todo el aposento con sus alas vibrantes» (p. 1.200). Por fin, tras referir la

absurda y desigual lucha entre la fiera y su perseguidora Dulce, «el monstruo»,

sigue la voz narradora, «sin exhalar un ¡ay!, cayó al suelo con las patas dobladas,

las alas rotas». «Pereció», dice Dulce. Y como de remate se escribe: «En

su agonía parecía comerse sus propias patas y hundir la cabeza en la panza

turgente» (p. 1.200). Ya desde las primeras páginas de Angel Guerra se asocian

las nociones de lo imaginativo y lo monstruoso, en una unión estrecha y quizá

inseparable, por ser difícil distinguir claramente aquí y en otras instancias, entre

la facultad creadora y el producto de esa misma facultad6

• La imaginación

poderosa de Angel - demostrada plenamente en otras ocasiones también - al

magnificar el tamaño natural de una criatura que en principio es, en fin, real,

utiliza un procedimiento semejante a la técnica de Goya en su Capricho 43,

quien engrandece el número de las formas aladas hasta llenar más y más espacio

en el cuarto del artista. O en otras palabras, hasta desplazar la realidad

visible y externa por la imaginativa. Igualmente tiene que morir el abejón real

de Galdós porque su naturaleza verdadera en sí ha dejado de interesarle.

Es notable además el modo en que observa el narrador la cesación de vida

en el insecto, como si ese ensimismamiento fisiológico fuese una especie de

vuelta hacia sí mismo, hacia sus orígenes. Nada de esto debe sorprendemos, ya

que la preocupación por los orígenes será una constante no sólo en la obra

galdosiana sino en casi toda la novela de cepa realista y naturalista. Lo que sí

nos llama la atención en Angel Guerra es una corriente medio escondida y

tensa de conflictividad que será provocada e intensificada justamente por ese

mismo interés en los orígenes. O en otras palabras, al concepto de los orígenes

Galdós unirá el de los no-orígenes. Al morirse el abejón nos hace recordar la

circularidad inevitable de nuestro ser biológico: el retorno a los orígenes que

es, a la vez, el encuentro irreductible con la muerte. Pero también no hay que

olvidar que el abejón muere por lo menos dos veces: la primera cuando lo

aplasta de verdad Dulce; y la segunda, cuando la imaginación excitada de Angel

cree oír de nuevo el zumbido irritante, y lo vuelve a matar su amiga para

complacer las alucinaciones de su amante. Y aun así, «verás, verás cómo resucita

... », va a murmurar después el revolucionario en su delirio (p. 1.209).

Esta resurrección - que en realidad es una segunda reaparición por ser la

primera tan ficticia como ésta - demuestra, por su mismo carácter repetitivo

algo esencial en el funcionamiento de la facultad imaginativa. Lo primero que

notamos es la facilidad con que se amontona un elemento imaginativo sobre

otro; o dicho de otro modo, cómo se produce de uno de estos elementos toda

una serie que en teoría es infinita. Es esto lo que sugiere el mismo Angel al

hablar de cómo es capaz de resucitar el «abejón de la imaginación». Pero duplicar

aquí es magnificar, como en el Capricho 43, porque cada repetición está

cargada de la previa repetición, y ad infinitum. En este sentido, el artista se

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encuentra atrapado en su propia cadena de artificios, de invenciones que, paradójicamente,

amenazan con independizarse, al fin y al cabo, de su propio creadar.

Recuérdese si no en el aguafuerte de Gaya el ambiente de pesadilla que

rodea la figura del artista, encadenándole a su mesa al mismo tiempo que salen

volando las criaturas de su imaginación, con gestos ambivalentes de atormentar

a su procreador y escaparse de él simultáneamente. El abejón de Galdós funciona

de manera parecida; ofreciéndonos el espectáculo visible de lo que es

quizá el problema fundamental para todo escritor o artista: la incapacidad de

volver a los orígenes, deseo que se transforma singularmente en un miedo

atroz. Porque el retorno a esta primera realidad es morirse. Por eso está condenado

el artista a la repetición, porque jamás puedo crear algo de la nada:

siempre hay «otro abejón». Y cada abejón es una especie de bricolage metafórico,

fabricado de los restos de otro ser alado. No hay modo de escaparnos de

nuestra propia imaginación.

Este anhelo de trascender lo imaginativo que podríamos señalar como originario,

anhelo que es, a la vez, terror ante lo mismo, se manifiesta en Angel

Guerra, de acuerdo con esa conflictividad biología/imaginación, como una apología

de la procreación, o sea una defensa de la génesis: la pro-creación. Fíjese,

por ejemplo, en lo que dirá el narrador en el primer capítulo ya: «La Humanidad

no sabe aún qué es lo que precede ni qué es lo que sigue, cuáles fuerzas

engendran y cuáles conciben» (p. 1.207). Pues bien, esta misma dicotomía entre

engendrar y concebir -que, en realidad, como bien lo ve Galdós mismo

aquí, es una oposición falsa- o mejor dicho, la confusión entre los dos va a

preocupar, con una intensidad inusitada, al protagonista en sus esfuerzos constantes

por fundar un nuevo orden espiritual. Incluso llegará al punto de trastocar

los papeles tradicionales -y biológicos- de hombre y mujer al atribuir a

Leré la capacidad de engendrar y a sí mismo la de concebir. Esa «imaginación

alada» de Leré, revelada en el bailoteo de sus ojos, es, para Angel, «el aleteo

del Espíritu Santo, que ha hecho dentro de ellos su palomar» (p. 1.372). Las

ideas de Leré las va a parir la mente de Angel. «Trocados los organismos»,

escribe el narrador, «a Leré correspondía la obra paterna, y a Guerra la gestación

pasiva y laboriosa» (p. 1.366). Más tarde, se hablará también del «laborioso

parto» del protagonista al componer, pieza tras pieza, las varias partes que

van a formar el edificio dominista (p. 1.369) (No es mera coincidencia el hecho

de que ocurra todo esto en una ciudad como Toledo, cuya apariencia arquitectónica

ofrece las mismas irregularidades caprichosas de haber sido construida

de pedazos sueltos y dispares, es decir, como una especie de bricolage). Y

hacia el final, cuando don Juan Casado le pregunta a Angel si no teme «el

vértigo» que parece desprenderse de la sor Lorenza, Guerra responderá: «Ya

no tengo ideas, ya no tengo planes. Ella se encarga de pensar por mí. En la

esfera del pensamiento, yo no soy yo, soy ella. Ya lo ve usted: me da forma,

como si yo fuera un líquido y ella el vaso que me contiene» (p. 1.508).

Sin olvidar por nada el motivo difícilmente suprimido de la pasión que a

menudo inspira las decisiones y actos de Angel, es evidente también que el

ansia de fundar señala algo más inclusivo y más totalizador, algo que relega el

amor a ser una manifestación significativa pero secundaria de ello. Los ideales

257

revolucionarios del héroe galdosiano son otra expresión temprana de lo mismo.

Lo que impulsa a Angel a ser como es, será idéntico a lo que motiva al mismo

autor: el deseo irresistible de crear. Si hay algo que caracteriza a Angel Guerra

es su capacidad imaginativa, o como él mismo dice: «Le prevengo a usted que

tengo una increíble facultad de materializar las ideas ... » (p. 1.454). Piénsese,

por ejemplo, en el doppelgiinger eclesiástico que logra inventar, modelándolo

según como la imaginación suya ha proyectado en el futuro al «hombre nuevo»:

«Eran, si así puede decirse, dos yOS, el uno frente al otro; el uno espectador,

el otro espectáculo» (p. 1.420). Ya se puede figurar la gran sorpresa que le

causara la súbita aparición de lo que parece ser un verdadero alter ego; «la

confusión y el mareo que sintió», escribe el narrador, «no pueden definirse»

(p. 1.437). Este desdoblamiento, que funciona de manera semejante al episodio

del abejón, no sólo demuestra el mismo carácter duplicativo sino, además, el

poder invocatorio que posee la imaginación. Angel se lo explica en parte al

referirse a su sed de lo sobrenatural: «Una de las ansias que más me atormentan

es la de lo sobrenatural, la de que mis sentidos perciban sensaciones contrarias

a la ley físisa que todos conocemos» (p. 1.454). Pero «materializar» las

ideas e imágenes de su cerebro es otro modo de decir «convertirlas en verbo»;

este don milagroso, desde luego, nos descubre que Angel es una especie de

conjurador, en el mismo sentido que lo es Goya o nuestro propio Galdós, por

ser su magia puramente estética, sea un producto de palabras o de pigmentos.

Ejemplo sobresaliente de Angel como artífice es la escena horrorosa del

cabritillo perdido que se transforma en «el más feo y sañudo cabrón que es

dado imaginar, con cuernos disformes y retorcidos y unas barbas asquerosas».

Es significativo, me parece, el hecho de que invocara Angel ayuda sobrenatural

contra la maléfica criatura que intenta devorarle: «Invocando todas las fuerzas

de su espíritu, pudo al fin el hombre sacar su voz del pecho aplastado y clamó

con angustia: -Huye, perro infame. No tentarás al hijo de tu Dios» (p. 1.480).

Acto seguido, aparece Leré, quien después de arrojar un pedazo de carne

blanca y gruesa de su pecho para aplacar al animal netamente se va; dejando a

Angel a la merced de un sinfín de «animales repugnantes y tremebundos, culebras

con cabezas de cerdos voraces, dragones con alas polvorientas y ojos de

esmeralda, perros con barbas y escamas de cocodrilo, lo más inmundo, lo más

hórrido que caber puede en la delirante fantasía de un condenado. Todos aquellos

bichos increíbles le mordían, le desgarraban las carnes, llenándole de babas

pestíferas, y uno le sacaba los ojos para ponérselos en el estómago; otro le

extraía los intestinos y se los embutía en el cerebro, o de una dentellada le

dejaba sin corazón» (p. 1.481).

He extraído esta larga descripción que nos hace recordar innumerables tentaciones

de San Antonio -tan pictórica y literaria es- porque es aquí donde

se asocian lo más claramente imaginación-invocación-monstruosidad. No sólo

se materializan seres desnaturalizados y obviamente artificiosos, sino que su

mismo creador, Angel, se convierte en otro monstruo, fabricado de distintas

partes desplazadas de su propio cuerpo. Desplazamiento y recombinación

-dos elementos de bricolage- producen no sólo monstruos sino arte. El hecho

de que el origen de este arte/monstruo comparta también la misma natura-

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leza señala, primero, la dificultad en distinguir entre la facultad inventiva y la

cosa inventada. Y segundo, el carácter interno del proceso mismo, ya que, al

llamar para que salgan afuera los seres de la imaginación, se llama al mismo

tiempo hacia dentro. Invocar es, según esto, crear con la voz vida, vida que

oscila entre independizarse de su creador y quedar esclavo al mismo ser. Recuérdese,

una vez más, la imagen goyesca encontrada en el Capricho 43.

Invocación es también, como lo apunta Covarrubias, «el auxilio que se pide

antes de empycar la obra, usado de oradores y poetas»; según el Diccionario

de la R.A.E., es esa «parte del poema en que el poeta invoca a un ser divino

o sobrenatural, verdadero o falso»; y en un sentido general, es pedir ayuda.

Así Angel llamará a la Virgen o a Dios en varios momentos críticos de la

novela. Y Leré le aconsejará: «-Invocar, invocar sin descanso a la Santísima

Virgen ... », a lo cual contestará Guerra fervidamente: «-Invocaré, invocaré»

(p. 1.392). Pero en su pesadilla, como hemos visto, va a ser Leré misma la

presencia fantasmal invocada, lo mismo que es ella la que engendra ideas en la

mente de Angel. Me parece significativo también el hecho de que el narrador

la describa como un ser «emancipado» en absoluto de las leyes físicas» (p.

1.341), recordándonos la actitud de Angel hacia lo sobrenatural y todo lo que

va en contra de dichas leyes físicas. Pero hay que tener en cuenta, además, que

los ojos de Leré -depósito del Espíritu Santo- son un verdadero esperpento.

La voz narrativa nos dirá que «sus ojos verdosos con radiaciones doradas,

hallábanse afectados de una movilidad constitutiva, de una oscilación en sentido

horizontal que la semejaba a esos muñecos de reloj que al compás del

escape mueve las pupilas de derecha a izquierda ... Como si esto no fuera bastante,

contrajo, ya grandecita, el tic o maña de pestañear incesantemente ... ; y

de la oscilación horizontal de sus pupilas junto con aquel abre y cierra de las

pestañas largas y negras, resultaba un cruzamiento y enredijo tal de destellos y

sombras que, al hablar con ella, no se la podía mirar atentamente sin marearse»

(pp. 1.229-30).

Se atribuye este defecto en parte a factores biológicos ya que los primeros

hijos de la familia «se volvían monstruos a poco de nacer», pero Leré nos dice

que «no saqué más monstruosidad que esta cosa que tengo en los ojos ... » (pp.

1.256-57). Pero también se dice que fue por un gran susto que tuvo la madre

mientras estaba embarazada. Eso quiere decir que Galdós nos ofrece dos explicaciones

posibles por los ojos espasmódicos de Leré: una que es biológica, y la

otra que es puramente imaginativa. Sea como fuere, el resultado es un fenómeno

que claramente va contra natura y, como tal, trastorna los sentido humanos,

provocando un mareo y una confusión profundamente inquietantes. Se recuerda

que antes hablé de cómo se invierten los papeles tradicionales al notar que

es Leré la que engendra y Angel el que concibe. ¿No es posible ver aquí

también que lo que engendra es la imaginación y lo que concibe, la biología?

En este caso, Leré, o mejor dicho sus ojos temblones a nivel de sinécdoque,

representa una nueva versión de la musa inspiradora, ya que se hace femenina

la facultad creativa en este contexto. Pero el producto de esta fusión es, evidentemente,

andrógino, o sea en última instancia, monstruoso, porque lo que nace

de la unión espiritual entre Angel y la sor Lorenza - tan poco probable como

259

heroína galdosiana a primera vista, pero que en efecto lo es - es precisamente

ese texto que se llama Angel Guerra.

Sugeriría que el «nuevo hombre» inventado por los deseos sólo medio conscientes

de Angel y Leré es la encarnación de una imaginación biológica, donde

fuerzas oscuras se conjugan en un querer trascender y repetir simultáneamente

el impulso engendrador de todo ser humano. Los dos ya habían repudiado sus

propios antecedentes; Leré, al manifestar una profunda repugnancia por el

acto sexual y el matrimonio a consecuencia de la brutalidad viciosa del padre

y, más tarde, del padrastro, y Angel, al rebelarse contra la tiránica autoridad

de su madre. Psicológicamente, han emprendido una lucha intensa por liberarse

de sus progenitores inmediatos. Este deseo de volver a empezar, de eliminar

la historia personal (paralelo al intento de reescribir la historia política del

país) es un modo de proclamar la conciencia individual sin tener que enfrentarse

con los demás, con la intersubjetividad. Afirma la subjetividad de la imaginación

singularizadora, que por sí sola parece capaz de reinscribir el universo.

Pero aun así la presión de la familia vibra en su misma ausencia; o dicho de

otro modo, dentro de este rechazo de lo familiar se esconde el idéntico impulso

procreador. De ahí también la imposibilidad de que nazcan espontáneamente

los hijos de la imaginación, así superando la vileza de nuestros orígenes innombrables.

Porque la facultad imaginativa parece ser hondamente encajada dentro

de nuestro propio ser biológico.

Pero entonces, ¿por qué nos trastorna lo imaginativo? Precisamente por ser

monstruoso. El bailoteo defectivo de los ojos de Leré que tanto perturba a

Angel es una consecuencia hereditaria, destino biológico del cual no se ha

escapado ninguno de sus hermanos. Aun al más pequeño, Sabas, que nació sin

deformidad y parece que es un genio musical, le llaman el nuevo Mozart, el

nuevo monstruo de la música; mientras al hermano Juan le denominan «el

monstruo» por antonomasia. «De la cintura abajo», le describe Leré, «todo su

ser es momio y blando como si no tuviera huesos; la cabeza de hombre, el

cuerpo de niño, los brazos y piernas como fundas vacías ... si le ve usted en la

mesa donde le tienen, con los brazos y piernas formando como un lío y en el

centro la cabeza, no comprenderá que aquello es persona humana». Pero curiosamente

este ser que sólo gruñe sabe «repetir con perfecta afinación los trozos

de música que oye» (p. 1.257). Al presentarnos uno de esos casos raros y

emocionantes de lo que llamaríamos quizá hoy día idiot savant, es evidente que

Galdós vio muy bien la existencia de una misteriosa conexión entre el genio y

la idiotez. ¿En qué consiste lo genial? Y si es algo monstruoso, ¿cómo distinguimos

entre los dos? El hermano Sabas también imita los sonidos musicales

que oye, reproduciendo perfectamente, por ejemplo, «el registro fIauteado, los

bajoncillos [y] dulzainas» del órgano de la catedral (p. 1.258). Pero la capacidad

imitativa es, a lo más, sólo sintomática de un enlace mucho más profundo

y complejo entre imaginación, arte y algo que parece residir en los intersticios

biológicos nuestros, cruzando y entrecruzando con lo imaginativo: el monstruo

que nos habita.

En este sentido, quizá sería más apropiado hablar, refiriéndose a la imaginación,

no tanto de la «loca» sino del «monstruo de la casa». Lo que más nos

260

llama la atención en el caso del hermano Juan no sólo son las proporciones

anormales de su cuerpo sino el hecho de no poseer una verdadera forma humana,

por decirlo así. Parece, en efecto, informe, lo cual causa horror en el observador.

Pero, además es un monstruo doméstico, anidado en el regazo de la

familia. Esta fusión de lo informe y lo familiar se evidencia también en el

ejemplo de los Babeles, la familia de Dulcenombre. Ya desde el principio se

entronca con lo caótico por la invención del nombre mismo. A Dulce se le

describe como una mujer sin antecedentes regulares (p. 1.231). Y toda la familia

es, según el narrador, «inverosímil» (<<lo cual no quita que sean verdaderos»

ellos, p. 1.213). Al darnos la historia de los Babeles (Cap. 11, Parte 1) en forma

de una lista de sus miembros como si fuere un catálogo descriptivo de una

especie rara de bicho humano, el novelista deja ver no sólo sus inclinaciones

realistas mediante esta técnica, sino a la vez el absurdo del mismo procedimiento;

porque es ésta una familia tan extravagante, tan desquiciada que no hay

modo de encajarla inequívocamente dentro de las explicaciones racionales del

naturalista. Sólo hay que pensar en el ejemplo de la madre de Dulcenombre,

doña Catalina de Alencastre, auténtica chiflada cuya obsesión con su linaje

(inexistente, huelga decir) le produce «una vibración epiléptica, un impulso de

risa con lágrimas y un braceo y un bailoteo tales que parecía la estampa del

movimiento continuo» (p. 1.214). Al burlarse de los orígenes familiares de los

Babeles, de su inverosimilitud, Galdós ni rechaza ni acepta por completo la

fuerza de las leyes hereditarias, lo cual le conduce no sólo a una subversión de

dichos valores sino también a un vaivén constante entre lo biológico y lo imaginativo

que estructura toda la narrativa de Angel Guerra.

Ilustrativa de esta oscilación fundamental es la actitud del narrador al enfrentarse

con la tarea misma de narrar. Las dimensiones excesivas de esta novela

en gran parte se deben a la predilección evidente del narrador por dilatarse

en una multitud de episodios y personajes secundarios. Galdós, so capa de la

voz narrativa, no puede refrenarse de decirnos las biografías individuales de

cada personaje, aun cuando no sea absolutamente necesario al desarrollo de la

acción central. Lo que le domina aquí es la incitación biológica de ser padre de

su propia creación, lo mismo que Angel Guerra siente la compulsión de duplicarse

a sí mismo en forma de un alter ego clerical. Pero al mismo tiempo esta

materialización de las «ideas» que hierven en la mente del protagonista es,

como sabemos, una función de su facultad imaginativa. La noción de un impulso

biológico lleva implícitamente su sentido contrario, proposición ésta que se

puede igualmente invertir. Pero más importante para nosotros, la fusión de

ambos términos apunta hacia una tercera categoría tan inestable como sus propios

componentes, esa imaginación biológica a que ya aludí y cuya presencia se

intuye desde el título mismo: Angel Guerra, o sea, monstruo/invención nacido

de un parto/bias inverosímil.

Esta compulsión de contar se reitera, casi diría yo de manera inconscientemente

obsesionante, como parte integral del actuar vital desplegado en la novela

galdosiana. Angel, por ejemplo, siente unas «ganas de hablar [que] rayaban

en frenesí», la noche de su aventura revolucionaria, y en efecto, va a recrear

para Dulceno~bre todos los sucesos - vistos y no vistos por él- del movimien-

261

to abortado. Su hija Ción, precoz y de una «inquietud ratonil», tiene la particularidad

suya de que «tramaba mentiras e inventaba historias con mil detalles de

realidad que las hacía verosímiles» (p. 1.255). Poco antes de morir, dice el

narrador, está ávida «por oír contar a su padre cosas estupendas y fabulosas, y

contarlas ella también con una galanura de imaginación que a todos asombraba

» (p. 1.270). A don Pito, ese marinero desterrado de su mar y emborrachado

de nostalgia igual que gin cock-tail, «las palabras se le salían de la boca antes

que el pensamiento las ordenara» (p. 1.299), llegando a ser más y más incoherente.

Más tarde durante las noches del cigarral toledano, este «cronista de sí

propio» (p. 1.217) contará cuento tras cuento de sus aventuras de mar, constituyendo

esto quizá un eco literario de las narraciones cortas enmarcadas del

siglo XVII. Su carácter de fábula lo va a destacar Galdós al enumerar cada

relato anafóricamente con la repetición de la frase «oiríais ... como». Pero no

llegará al colmo narrativo hasta sus reminiscencias disparatadas de la secta

mormónica de Brigham Young (p. 1.424). Y como último ejemplo: don Francisco

Mancebo, quien es, simplemente, un despotricado chorro de palabras,

creando diálogos enteros con un interlocutor fantasmal.

Todo lector de Galdós habrá visto el papel significativo que asume la imaginación

en estos personajes, pero lo que no se ha subrayado lo suficiente es el

verdadero entusiasmo con que muchos de ellos se echan a hablar y narrar.

Este contar que es vivir nos lleva a ver en ello una manía por lo inventado que

suplanta la mera biografía. De hecho, lo imaginado aquí posee la fuerza del

acontecer biológico, y de ahí el efecto profundamente mareante producido

igualmente en el lector y los personajes. Las veces que utiliza Galdós palabras

como «marear», «mareo», «bailoteo», «trastornar», «confusión», «vértigo» y

otras por el estilo, son innumerables. Hay un movimiento constante en esta

novela, movimiento de enorme vitalidad que se transmite por los ojos temblones

de Leré, y el zumbido molesto del abejón, por la febril energía de Ción y

las convulsiones epilépticas de doña Catalina. Se revela en el mareo alcohólico

que siente don Pito al ver «el mundo trastornado, los mapas al revés y el agua

volviéndose tierra ... » (p. 1.301). Yen el «vértigo de la lotería» que va a producir

un «mareo para todo el día» en don Francisco Mancebo (p. 1.334). O el

«maremagnum de reparaciones, revocos y apartadijos» encontrado en la caprichosa

arquitectura toledana (p. 1.336); Y las calles que «ofrecían a cada instante

tropiezos, estorbos y peligros» después de una nevada (pp. 1.348-49). O la

música del Dies irae, «tan bailable» que «los chicos se pusieron a dar brincos ... y

el monago seise danzaba frenético ... » (p. 1.387). Yen otro momento, como un

eco: las «pupilas [de Leré que] bailaron frenéticas, como no habían bailado

nunca» (p. 1.418). El texto de Angel Guerra es un universo inestable, en pleno

desequilibrio, regido por una proliferante serie de oscilaciones y desquiciamientos;

de ahí, la sensación de mareo que este mundo poblado de seres trastornados

debió haber producido en una mente tan razonable como la de Emilia

Pardo Bazán.

En este sentido, lo perturbador de una obra como Angel Guerra reside

fundamentalmente en su monstruosidad. Por sus mismas proporciones exorbitantes,

por sus miles y miles de palabras, que en cierto modo anticipan los

262

horrores del libro grabado (<<taped books») de hoy día (v. Elizabeth Hardwick,

p. 6), esta novela ya contiene los gérmenes de su propia deformidad genérica.

Pero en un sentido mucho más profundo las conexiones entre el arte y lo

monstruoso que he tratado de sugerir aquí apuntan hacia otro tipo de creación

novelística, la que pone todo su peso por arriba. Como la cabeza desproporcionadamente

grande del hermano de Leré denominado «el monstruo», Angel

Guerra se caracteriza por su cerebro febrilmente incitado a imaginar, imaginar

ante todo. Y como esa misma cabeza desmesurada, desde una posición central.

Expresado de otra manera, se podría decir que lo que Galdós ha fabricado es

una novela encefálica -recordamos que la encefalitis es una inflamación de la

sustancia cerebral- en que el encéfalo (o sea, el cerebro) quiere sustituir el

falo. En este desplazamiento de lo fálico a lo encefálico, actúa la imaginación

como procreador supremo, desafiando las leyes biológicas y naturales que nos

gobiernan. Al ir contra natura, la facultad imaginativa llega a ser un modo de

vencer el miedo a la muerte, un modo de proclamar nuestra frágil individualidad

humana. Lo que invocamos con nuestras palabras silenciosamente recitadas

es pura invención, pura monstruosidad, hecha de partes ya existente que

sin saberlo repetimos incansablemente, por no poder llegar a los orígenes mismos

del ser (pensamos en el abejón). Pero esta invocación inevitablemente nos

conduce más adentro de lo que quizá queremos. Al crear su doble, el protagonista

de Angel Guerra anuncia su propia muerte, creyendo, sin embargo, que

es un augurio de otro fallecimiento, el del clérigo don Tomé. La creación siempre

es un acto de intento originario, lo cual significa últimamente un retorno a

la nada. Por eso, la muerte de Angel es un final lógico, acabado, porque el

dilema éste no se resuelve sino mediante la muerte.

El híbrido que es Angel Guerra, como obra y personaje 7

, es la novelamonstruo,

el arte como deformación. Pero este producto a la larga nos inquieta,

y tratamos de aplacar sus consecuencias del mismo modo que Leré intenta

apaciguar al cabritilla trocado en cabrón demoniaco cuando le arroja un pedazo

de su propio pecho. Lo irónico es, cuando actuamos contra natura en el arte,

que volvemos a caer en la misma trampa biológica, ya que los pedazos de

carne arrancados de la facultad imaginativa nos remiten de nuevo a lo biológico,

al pecho como órgano sexual y reproductivo (imagen que se repite varias

veces en la novela). Porque si el monstruo es el arte, también es el monstruo

que nos habita. Si hay algo que reproducimos en el arte tal vez sea precisamente

esos orígenes monstruosos, o animales, que, en verdad, siempre tratamos de

olvidar, de exorcizar al conjurarlos estéticamente: de ahí la imaginación biológica

de Angel Guerra. Al intuir que el arte parece tener una base biológica,

base que el mismo tiempo está tratando de domar, Galdós nos sugiere también

que «el monstruo de la casa» lo somos nosotros mismos.

263

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NOTAS

1 V., por ejemplo, en la bibliografía los estudios citados de Lowe, Hafter, Scanlon, Sinnigen

y Montes Huidobro.

2 Clarín escribiría, por ejemplo, que debe existir un «sentido genérico» de la composición

novelística, donde se ve la «simetría literaria» en «la proporción justa del esfuerzo del ingenio

entre lo principal y lo secundario, la intuición clara de los momentos capitales del asunto ... »

(Ensayos y revistas, p. 84). Se refería específicamente a la desproporción de las partes en La

Montá/vez de Pereda.

3 V. IUE, Goya's Teratology and the Critique of Reason; CIRLOT, A Dictionary of Symbols,

pp. 213-214; DE VRIES, Dictionary of Symbols and Imagery, pp. 325-26.

4 Conceptos relacionados a éste serían «el capricho» y «el grotesco», los dos son términos de

mucha ambigüedad y de múltiples sentidos. V. DOWUNG, Capricho as Style in Life, Literature, and

Art from Zamora to Goya; IUE, Capricho/Caprichoso: A Glossary of Eighteenth-Century Usages y

KRONIK, Galdós and the Grotesque.

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La noción de bricolage que utilizo aquí viene de Lévi-Strauss, pasando por Derrida, Lascault y

otros. Es importante recordar, claro está, que uno no debe limitarse a la posición cartesiana porque

aunque describe en gran parte la mecánica de lo monstruoso no explica el por qué (v. Lascault,

pp. 177-95). Subraya Lascault como antídoto al cartesianismo «la recherche de caractere herméneutique,

que provoque la forme monstrueuse» (p. 185).

5 Montes Huidobro ofrece un análisis inteligente de esta escena, enfatizando las múltiples

transformaciones de la realidad. «El moscardón», escribe, «parece nacer de Angel (interior), hacerse

realidad en el cuarto (exterior), volver al subconsciente del hombre (interior)>> (p. 55).

6 Ilie discute este mismo significado doble y confuso del término «capricho» (Capricho/Caprichoso,

p. 241).

7 «Era Guerra uno de estos tipos de hombre feo que revelan por no sé qué misteriosa estampilla

etnográfica, haber nacido de padres hermosos. Bien se veía en sus facciones la mezcla de dos

hermosuras de distinto carácter» (p. 1.210). De manera parecida, la cara de Leré posee los rasgos

irregulares y desproporcionados de un «capricho» (p. 1.229).

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