LA SOMBRA: UNA INTERPRETACION
Francisco Ynduráin
«Entre ñoñeces y monstruosidades dormitaba la novela española por los años
de 1870, fecha del primer libro del señor Pérez Galdós», decía Menéndez Pelayo
en su contestación al discurso de ingreso en la Española, del escritor canario! .
Opinión que con alguna salvedad, nos pone ante algo admisible en la historia
de la novela moderna a la altura de aquel tiempo, en tanto que la aportación
galdosiana venía a remozar el panorama, tanto con su propia inventiva, como
con el estímulo y magisterio consiguientes. Al considerar hoy, desde nuestro
presente, la obra de Galdós, ocurre que no podemos eludir cuanto sus coetáneos
y posteriores siguieron aportando, nuevo término de comparación ineludible
en nuestra estimativa. Si partió nuestro novelista de un nivel próximo mediocre,
muy pronto tuvo competidores de calidad, cuyo recuerdo ha de ser
tenido en cuenta. Son otros tantos términos de comparación, de contraste y de
solicitación inmediata y más urgente que la de los maiores ínter pares, entre los
cuales tiene un lugar don Benito. En última instancia cada autor, cada obra del
género que sea, ha de ser sometida al cotejo con los mejores, si se pretende
lograr juicios de valor con vigencia exenta de partidismo estrecho, o no caer en
admiraciones a prestigios fundados en causas ajenas a las puramente literarias:
prestigio valió tanto como engaño, embaucamiento.
Confieso que desconozco casi todas las novelas de cuando Galdós publicó
la que ahora me ocupa, los centenares que cita Juan Ignacio Ferreras en su
minucioso Catálogo de novelas2• Primera exigencia para situar a Galdós en su
tiempo y poder aproximamos a lecturas posibles o probables. Esto, sin olvidar
que también leyó novelistas extranjeros, y quede este punto para más adelante.
Cierto que no me considero un comparatista a ultranza, aunque no me sean
ajenos los problemas de tal índole, ni, mucho menos, cuando alcanzan conclusiones
fundadas. Recordaré a este propósito el libro de Alejandro Cioranescu
275
sobre literatura comparada3, que me da pie para recordar cómo las Islas fueron
el lugar en que más temprana y abiertamente se acogió y cultivó movimientos
literarios innovadores antes que en la Península. En fin, y para recordar lo que
de sobra saben mis oyentes, resumiré la copiosa bibliografía sobre comparatismo
en la obra de Mandred Schmeling4 con todas las reservas que sean oportunas.
Cuando me propongo estudiar un texto literario, si con ello no estoy deturpando
el puro goce estético, me gusta adelantar mis puntos de vista, metodología
y crítica -si a tanto llego- con objeto de que mis posibles oyentes o
lectores tengan referencias que les permitan acompañarme o dejarme solo.
Con los años, y ya pasa largamente del medio siglo mi profesión, uno ha ido
viendo desfilar con brillo fulgurante y extinción paulatina a maestros acatados
como autoridades inexcusables, muchos de los cuales ni son mencionados en
los medios escolares. En el caso que me ocupa ahora he procurado contar con
lo más sobresaliente que tenemos en la bibliografía sobre la novela, mientras
me la leía una vez más. No puedo traer resumidas y contrastadas todas las
opiniones, y tanto si encontráis discrepancias como si veis coincidencias, no
voy a apurar distinguiendo ecos de hallazgos propios. Lo que no practico es
sumisión a doctrina previa, calco tomado para aplicar al texto que sea. Uno es
más bien inductivo en su método o camino, sin olvidar que tampoco le es
posible prescindir totalmente de principios, latentes o explícitos, desde los que
la lectura del texto pueda resultarle más fecunda. En esto trato de seguir a
Karl Jung cuando oponía visión a explicación, con el intento de pasar desde la
una hasta la otra. En fin, trataré de hacer un pacto entre mi afán de independencia
individualista y las exigencias del mester.
Para empezar, ya, veamos qué hay del texto elegido. Primera aparición, en
la Revista de España5• Esta misma redacción pasa a libro, primera vez en 1890,
junto con otros cuentos: Celín, Tropiquillos y Theros6• Parece que el autor
pensó en edición separada ya en 1879, y Montesinos supone que la primera
redacción sería anterior a 1866-1867, como precisaré más adelante. Nuevas
ediciones: Madrid, Hernando, 1909; Aguilar, Madrid, 1954 en Obras Completas
con prólogo de Federico Sainz de Robles. El Profesor Cardona, en New
York, 1964, para estudiantes. Eduardo Chamorro prologa la de Madrid, 1972.
El prologuista es autor, entre otras obras, de una muy notable novela corta de
eco joyceano, El zorro enterrando a su abuela debajo del arbusto, de reciente
publicación7
• Sin entrar en discusiones con el teorizante, creo oportuno recoger
parte de su interpretación: «El lector advertirá acentos de Nerval, ciertas influencias
de Teófilo Gautier y determinados ecos de Calderón». La casa de Anselmo
la ve «a medio camino entre la buhardilla de Silvestre Paradox y la villa
de d'Annunzio a orillas del lago Como», y nota la mente esquizoide de Anselmo,
con humorismo velado, y tratado el personaje someramente <<por voluntad
de don Benito».
Carlos Clavería, de tan vasta y precisa cultura literaria, se ocupó de la
novela en las entregas de su estudio «Sobre la veta fantástica en la obra de
Galdós». Allí pone nuestra novela en relación con Realidad (1889) y ve como
un poso romántico, más el cientificismo del siglo, con análisis de visiones, «demisommeil
», alucinaciones hipnagógicas. Y aduce posibles fuentes o análogos:
276
Dumas, Hugo, Soulié, Sue, en temas que «el romanticismo hizo populares en
folletines y novelas de entregas» 8
•
José F. Montesinos, a quien recuerdo primero en el Centro de Estudios
Históricos, antes de nuestra guerra, y luego, exiliado, en la Universidad de
Berkeley, donde murió después de un admirable magisterio allí ejercido, nos
ha dejado estudios admirables sobre la obra de don Benito, entre otros. Es
obligado acudir a sus Estudios sobre la novela del siglo XIJ(9. Aquí advierte un
primer atisbo del Paris de La sombra en un artículo de Galdós en «Crónica de
Madrid» (1865). Ahora es Mefistófeles, vestido como vosotros; pero es el diablo,
«el diablo social. El diablo católico ... vuelto al caos de donde ha nacido».
Ve en la novela algo aprendido en Hoffman (me pregunto si Kater Murr del
germano no tiene algo que recuerda el Coloquio de los perros cervantino).
Conviene con Ricardo Gullón del que toma «algunos finos atisbos», como el
de que Galdós «disimula la tendencia al sentimiento bajo el disfraz naturalista»,
según leyó en «Lo maravilloso en Galdós»10. Más extensamente Gullón se ha
ocupado del tema en su libro Galdós, novelista moderno 11 • Volviendo a Montesinos,
resume su análisis y considera la «obrita» como «un ensayo anovelado»
en el que el autor había visto «las posibilidades dramdticas de un conflicto entre
la intimidad de un personaje y ese espíritu social que lo rodea como un vaho
denso y asfixiante, y lo tortura y alucina». En cuanto al estilo: «la novela estd
bastante bien escrita, aunque verbosa, sin que las demasías de estilo hayan sido
objeto de una discreta poda en la versión definitiva, cuyo texto, en cuanto he
podido apreciar, es el de la 'Revista de España' con ligerísimas variantes. No lo
sometió a la rigurosísima lima por que pasaron sus novelas primerizas, según
veremos luego» 12. Lima que la Dra. Arencibia ha dejado netamente establecida
en su reciente libro La lengua de Galdós, desde Zumalacdrregui13
•
No puedo detenerme en resumir otros estudios cuya lectura recomiendo:
H. S. Turner, «Rhetoric in La sombra: the author and his story»14; «La sombra,
primera novela de Galdós», por Sebastián de la Nuez, que hace un ceñido
análisis formal y temático 15 . Germán Gullón ha dedicado dos estudios: «La
sombra, novela de suspense y novela fantástica»16 y «La imaginación galdosiana:
su funcionamiento y posible clasificación»17.
Se habrá advertido la reiteración de algo que califica y determina limitando
un aspecto en la novela de Galdós, el que ahora me ocupa. Inmediatamente se
me plantea un problema: ¿qué se quiere significar cuando se define La sombra
como una novela fantástica? Otras lecturas la califican de «maravillosa». En
uno y otro caso se remite el texto a lo opuesto polarmente a la realidad. Mejor,
como advierte Ricardo Gullón, como lo maravilloso oculto en zonas de la realidad
y «vigorosamente operante» 18. Ocurre que ahora necesito un término de
aplicación puntual y unívoca para nuestra novela. Sobre el vocablo «fantasía»
viene proyectada una dilatada tradición, que, por no remontarnos más allá,
tomo de nuestro Luis Vives, en su tratado De Anima et Vita (1538), acogido
por Coleridge, Biographia Literaria (1817) donde contrapone: Phantasia = función
activa de la mente, frente a imaginatio = vis receptiva. Sería prolija la
aducción de aplicaciones que se han venido haciendo de ambos vocablos sin
alcanzar un sentido valedero para tantos modos de enfocar uno y otro trata-
277
miento en la escritura. Incidentalmente y sin más precisiones, creo que se tendría
que proponer algo como un subíndice aplicado a cada autor, si se trata de
lograr una precisión motivada: tal vez sí distinguiríamos lo que hay de peculiar,
dentro de ciertas notas comunes, en autores como Kafka, Rulfo, Lewis Carroll,
García Márquez, hasta Ramón Gómez de la Serna, e via dicendo ... Un relato
del propio Galdós, bajo el título de Fantasías: ¿Dónde está mi cabeza? de
1871 19 • Se trata de una humorada, del matemático que ha perdido la cabeza,
que luego encuentra en un escaparate, mejor peinada y con más lucido pelo.
Tanto para nuestro caso como para tantos más, tomo la opinión de Jacques
Chevalier cuando precisaba que el sentido de un término se define por el uso
que de él se hace. ¿Dónde está la frontera que separa la realidad observable y
. sujeta a comprobación, de lo que llamamos fantástico? ¿Línea, franja, zona
fluctuante ... ? Supongo que todos hemos tenido algún atisbo siquiera de algo
que trasciende la experiencia cotidiana y común. Momentos en que nos sorprende
una como iluminación, entrevisiones de lo que resulta indecible, inefable,
estimulados por lo que fuere: amor, miedo, un paisaje, la música, una
lectura... La vetusta sentencia de que fue el temor lo que primero hizo a los
dioses debe ser ampliada hasta el amor, sin más que recorrer las variadas experiencias
místicas en todas las religiones mayores, por lo menos. Léase The
perennial philosophy, de Aldous Huxley para comprobar mi aserto. Una ingenua
mirada en torno nos revela que hay mucho más celado que palmario, más
misterio que evidencia20 • Espero disculpa de mi extravío, preámbulo nada más
para mí proposición que habré de explicar en breve.
Desarrolla Galdós en esta novela el motivo de los celos, tanto en su proyeción
y resonancia sociales, como en sus efectos individuales hasta alcanzar estados
patológicos cuando tal pasión entra en la obsesión y llega a crear imaginariamente
lo que no tiene realidad o sea sólo apariencias, fruto de suspicacias
exacerbadas por presuntos indicios. El escritor ha jugado el planteamiento y
progreso del relato desde distintos enfoques, aunque nunca con más de dos
personajes en diálogo directo o referido. Dos puntos de vista conforman lo
narrado: el del narrador, testigo de segundo grado que sólo nos trasmite lo que
le ha contado el protagonista, el doctor Anselmo, ya sea resultado de sus propias
experiencias, ya de las compartidas con otros personajes, un amigo, la
suegra y el suegro. Así nos va llegando una exposición distanciada, cribada por
varios contrastes de sucedidos y de imaginaciones. Anselmo, celoso en grado
extremo de su esposa, llega a la convicción de que la efigie de Paris en un
cuadro que hay en su casa sale de la pintura, del lienzo, se materializa en
cuerpo humano y se ve con ella en su mismo cuarto. Lo que padece Anselmo
es, justamente, una alucinación: imagen falsa que se reproduce en la mente sin
que exista realmente el objeto que representa (así la define María Moliner).
Tan fuerte es el efecto del estado patológico en Anselmo, que llega a dialogar
con Paris, a perseguirlo, a sepultarlo con piedras en el pozo del jardín, donde
se ha querido ocultar, a desafiarlo y herirle en duelo, a atormentar a su inocente
esposa, a reñir con sus suegros, los condes del Torbellino. Lo que Anselmo
va contando al narrador, cada vez más exaltado, hace apelación a su honor, al
que tiene por medida su conciencia, ese que no puede ser mancillado, y no al
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de lo que opinen las gentes, aunque en definitiva es más bien un problema de
fama en la sociedad a que pertenece. Tan viva es la obsesión alucinatoria que
nota la ausencia de la figura de Paris en el cuadro, o si ha vuelto al lienzo
después de la imaginada aventura, advierte cómo sonríe burlonamente. Después
de dos tiempos en sendos capítulos, el relato alcanza su clímax en el
tercero: ahora se nos presenta otro personaje, no imaginado, sino de carne y
hueso, Alejandro, un elegante madrileño con fama de gato burlador, que no
ocultaba su admiración por Elena, pasea con el marido por el Paseo del Prado
y Recoletos, mientras los transeúntes les miran con sorna, hasta con burla
ostensible. Ahora el narrador comenta que Paris tuvo también el nombre de
Alejandro (el varón que protege, o protegido), y ahora sabemos que el visiteo
del galán era motivo de murmuraciones. Muere Elena, Alejandro la llora y le
guarda luto; pero queda casi en claro la virtud de la esposa. Como final, el
supuesto burlado dice al narrador: «Bien dije a usted que mi fantasía era una
potencia frenética y salvaje, una enfermedad más bien que una facultad». Comentario
y explicación que lleva al narrador a esta conclusión: «El orden lógico
del cuento es el siguiente ... usted conoció que ese joven galanteaba a su esposa;
usted pensó mucho en aquello, se reconcentró, se aisló; la idea fija le fue dominando
y por último se volvió loco». «Así es -contesta Anselmo-, sólo que yo
para dar a mi aventura más verdad, la cuento como me pasó, es decir, al revés ...
cuando me ocurrió la primera de mis alucinaciones ya no recordaba los antecedentes
de aquella dolorosa enfermedad moral». Por estas explicaciones puede
entenderse, posiblemente, que Montesinos calificara de «ensayo» a la novelista,
limitando demasiado su sentido. Lo que me parece más admisible es que el
autor -no su doble, el narrador imaginario- hace una finta al final, como un
signo de connivencia con el lector , por donde remite todo el cuento a un plano
meramente literario, como si propusiera una lectura más allá de problemas
científicos y sociales, aunque en el texto queden y operen en su juego. Esto
puede parecer incurso en la falacia intencional, de la que prefiero guardarme,
remitiendo a los demás la mejor lección.
Me suena a voz del autor, no del narrador innominado, persona interpuesta,
cuando leo: «Bien se echaba de ver que aquello había de concluir pronto de
cualquier modo, pues no era posible que semejante invención o lo que fuese, se
prolongara por más tiempo del que la ley del arte exige, y además, según lo
último que refirió mi amigo, se comprendía que el desenlace no podía estar
lejos». He aquí a don Benito adoptando un notable perspectivismo ante su
narración y teniendo presente la expectativa de sus lectores. Otro aspecto de
la función que desempeña el autor-narrador fundidos, lo tenemos al final,
cuando el que nos ha trasmitido las visiones obsesivas de Anselmo, muerta ya
Elena, se propone subir hasta la habitación donde esta el cuadro con Paris y
Elena para ver si seguía allí todavía el supuesto seductor: «Pensé subir a que
me sacara de dudas satisfaciendo mi curiosidad; pero no había andado dos escalones
cuando me ocurrió que el caso no merecía la pena, porque a mí no me
importaba mucho saberlo, ni al lector tampoco». ¿Se quiere provocar la suspensión
de la duda, desvirtuada por el no importa a mí ni al lector saberlo? Nuevo
y último quiebro del texto.
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A estas alturas se me plantea un dilema y es el de la vigencia o no de
supuestos científicos dentro del mundo novelado, como posibles determinantes
de una conducta. En cierto modo podríamos ver un primer asomo a la teoría
de los naturalistas al presentar y analizar acciones y pasiones en sus personajes.
Por ejemplo: «l'héredité a ses lois comme la pesanteur», por resumir en una
sucinta frase tomada de Zola en Les Rougon-Macquart (1870), con vigencia
literaria ya en su Thérese Raquin (1867). Balzac acude a motivos patológicos
ya en Le lys dans la vallée (1836) para la hipocondría de M. de Montsauf21. J.
Borel ha estudiado Medicine et psychiatrie balzaciennes22 • Pero debo resumir y
eludir algo que no es de mi competencia, no sin detenerme a considerar cómo
las reacciones de Anselmo están definidas con un término que veo de mucha
precisión: sus alucinaciones. Antes he recordado la definición llana hoy día, y
no veo inconveniente en remitir a lo que dictaminan especialistas, ahora Jacques
Chevalier y H. Bouyer, en un artículo «De l'image a l'allucination. Comment
se perd le sens du réel»23. Me limitaré, simplemente, a recoger lo que allí
caracteriza a la alucinación, y es nada menos que en caso de objetos exteriores
obtiene una concepción pura, mientras la ilusión se limita a deformarlos. ¿Una
vez más se ha anticipado el escritor al teorizante? Me lo pregunto.
Debo cambiar mi atención para un sucinto repaso por el texto y sus implicaciones
formales y temáticas. Empiezo por la composición o macroestructura.
Uno de los enfoques de más radio parece regido por un planteamiento desde
el narrador hasta el que se trata de inducir al lector y cuya fórmula consiste en
un aserto seguido de una adversativa que pone en tela de juicio aquél, si es que
no lo invalida del todo. Por ejemplo: después de darnos datos en la línea de
brujas, akelarre, etc., sigue <<Aquí no había bóveda gótica .. . ». Si la habitación
la ve «vulgar», inmediatamente se nos presenta un esqueleto con un caldero,
un Cristo, y poco después, dos pistolas. Si se apunta a la alquimia con retortas,
alambiques, líquidos verdes y rojos ... viene luego corregida con «su afición a
la química». El narrador asume una omnisciencia narrativa con problemas.
La novela está basada en un relato del dr. Anselmo, trasmitdo al narrador
en quien se subsume sin más el autor cediéndole la palabra y la pluma. Hay,
sin embargo, una cierta confusión entre Galdós y su delegado, que, como se ha
dicho, no tiene nombre individualizante. Desde este testigo nos llegan rasgos
caracterizadores del dr. Anselmo, empezando por: «su hábito, su temperamento,
su personalidad, era la narración. Cuando contaba algo, era él, era el doctor
Anselmo en su genuina forma y exacta expresión». Hay en este rasgo un justificante
de la capacidad y función fabulatriz, de experiencias y comunicación,
aunque se desvirtúa el fondo del asunto cuando insiste: «sus narraciones eran,
por lo general, parecidas a las sobrenaturales y fabulosas empresas de la caballería
andante», confundiendo lo sobrenatural con lo fabuloso. Más centrado en
la personalidad del doctor me parece: «el hablar consigo mismo era en él, más
que un hábito, una función en perenne ejercicio: su vida un monólogo sin fin».
un introvertido al que no le son ajenas otras cualidades: «momentos de buen
sentido y elocuencia, la afable cortesía... su prodigiosa facultad imaginativa ...
los frecuentes rasgos del genio de aquel hombre incomparable». Pero la novela,
el novelista debiera presentar en acción tales rasgos mejor que dárnoslos defini-
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dos. Esto me induce a dejar, de mometno, los personajes, para atender a la
estrategia narrativa.
Tenemos una historia y un discurso, lo que sucede y cómo se nos cuenta.
Alternan sumario y presencia, en tres capítulos: el dr. Anselmo, la obsesión,
Alejandro. Y la historia se nos cuenta al revés, con calculado efectismo, desde
los resultados a las causas que los motivaron. Tiene, pues el lector un intermediario,
el que escucha y comenta lo que le va diciendo el Dr. Anselmo, con lo
que se propone una lectura de segundo grado, de donde nace una expectación
más acusada. Y ya se sabe que la expectativa tiene dos polos: planteamiento
estimulante y satisfacción o decepción. Ahora los capítulos obedecen a esa
técnica, probablemente tomada de la literatura de folletín. Se provoca una
tensión más acusada y efectista al final del capítulo 1.0: Anselmo va contando:
« ... cuando vi». - ¿Qué vio usted, hombre? .. Vi, vi ... un ruido horroroso, una
detonación tremenda ... ».
Los personajes actúan como en una representación escénica, sólo dos en
cada episodio, cuya conversación, entradas y salidas parecen vistas teatralmente.
Hay un trasfondo ambiental de una sociedad con vigencia sobre nuestro
héroe, puntualizado en el Paseo elegante de Madrid (Prado y Castellana) aunque
con nota somera, pero que actualiza la opinión del medio. Hay también un
tiempo implícito, la amistad entre Anselmo y Alejandro, anterior a los sucesos
contados, pero que pesa sobre el presente próximo. Ni ha descuidado el autor
una muy aceptable caracterización de sus personajes, ya desde su mismo nombre:
Alejandro, igual a Paris; Anselmo es el mismo nombre del marido en El
curioso impertinente; Elena, ella sola se define. Los condes del Torbellino,
esposa ridícula, no necesitan de más precisiones.
En cuanto a supuestos socioculturales ya se ha dicho cómo pesan y actúan
desde un exterior, y me limito a tomar palabras de Montesinos que ponen las
cosas en su punto preciso: «Galdós ha entrevisto las posibilidades dramáticas de
un conflicto entre la intimidad de un personaje y ese espíritu social que lo rodea
como un vaho denso y axfisiante y lo tortura y alucina tan claramente». Por
«dramáticas» ha de entenderse «de acción», y no se pase por alto lo de «alucina
», palabra clave en el conflicto.
No quiero dejar de atender al estilo de la novela, porque pese al olvido que
tal punto de vista sufre hoy en el análisis de las obras literarias, creo, sigo
creyendo, que es algo fundamental cuando de una obra de arte por la palabra
se trata. Antes me he referido a la reimpresión de nuestra novela, cuidada por
su autor en 1890 (Imprenta La Guirnalda), junto con otros relatos. De su
pluma es una introducción con algunas observaciones sobre esta su primera
novela, en la que «hice los 'primeros pinitos', como decirse suele, en el pícaro
arte de novelar». Se justifica, de paso, por haber tratado de cosas fantásticas en
las cuatro obras, siendo autor «más aficionado a las cosas reales que a las
soñadas y que sin duda en éstas acierta menos que en aquéllas». Y concluye:
«El pícaro 'natural' tira y sujeta desde abajo ... y cuando uno cree que se ha
empinado bastante y puede mirar de cerca las estrellas, éstas, siempre distantes,
siempre inaccesibles, la gritan desde arriba: zapatero a tus zapatos» (junio,
1890).
281
Montesinos calificó el estilo de «verboso», y no le faltó razón. Tenemos, en
efecto, un prolijo vocabulario, especialmente de cosas, aunque con visión que
ha de matizarse. Nos encontramos con ese afán descripcionista que Balzac,
Flaubert, luego los Goncourt exhibieron como en competencia por la palabra
con las artes figurativas: realismo, en suma, que ahora limito a res = cosas (Por
contraste evoco cosas reales, tangibles, materiales, en los grabados de Piranesi,
Carceri, que nos llevan hasta un plano fantástico. Vendrá luego Ramón Gómez
de la Serna a recrear las cosas, y más tarde el chosisme del «noveau roman»
con su «école du regard»). La novela pudiera haber sido redactada en dos
tiempos si vale una observación de su estilo en cuanto a la utilización de comparaciones
con una fórmula comparativa de carácter generalizante, como: «La
habitación del dr. parecía laboratorio 'de esos' que hemos visto en más de una
novela y que han servido de fondo para multitud de cuadros holandeses». He
subrayado de esos, que puede ser «de estos» en otros casos y que aparecen una
docena de veces sólo en el primer capítulo, para casi desaparecer en los siguientes.
Dejo aquí, en mero apunte un rasgo de estilo que merece más atención,
no sólo en su gramática, sino, más aún, en lo acertado del salto comparativo,
remitido al opinable campo del gusto, sin omitir su historia que, si se me tolera
un ceñido resumen, limitaría su vigencia desde el «realismo» a las literaturas
de vanguardia. Pero no es ocasión para aducir pruebas.
Volviendo a Galdós y su novela, advierto algunos rasgos de ironía, una
mirada distanciada que pone en duda o sujeto a discusión lo narrado, y no
tanto por su posible verosimilitud, sino por la forma en que se nos trasmite.
Propongo un pasaje, cuando el narrador comenta: «Bien se echaba de ver que
aquello había de concluir pronto ... pues no era posible que aquella invención, o
lo que fuese, se prolongara por más tiempo del que la ley del arte exige» 24 • Y
prosigue: «Confieso que la narración del dr. Anselmo me iba interesando un
poco, por pura curiosidad, se entiende, pues no podía ver en ella realidad ni
verosimilitud». O cuando se nos dice que la levita del dr. Anselmo ha provocado
burlas en los paseantes madrileños, el narrador lo registra y prosigue: «no
hallamos en ninguno de los cronistas que han tratado de este hombre extraordinario
datos que induzcan a creer que el público se fijaba en la holgura de su
chaleco, donde cabían cuatro doctores ... »25. y continúa con la caricatura.
Esta tonalidad y distancia suponen y crean una recepción lectora que no
sólo atañe al enfoque literario, sino al fondo mismo del asunto. Sin embargo,
lo que puede parecer por mis citas textuales degradación del fondo, esto es,
celos y honor frente a la opinión, no llega a tanto, porque el trastorno del
celoso se va apuntando a excitantes patológicos también y con atención preferente,
motivo que no recuerdo aducido antes en la literatura española. Por esta
vía ha de tenerse en cuenta el saber médico de Galdós y su aprovechamiento
literario, por lo que uno tiene que limitarse solamente a marcar el rumbo para
entendidos. Apuraré mi insinuación con dos textos más de la novela. Uno en
boca del narrador, que recuerda «haber leído en el prólogo de un libro de
Neuropatía que cayó por azar en mis manos, consideraciones muy razonables
sobre los efectos de las ideas fijas en nuestro organismo». Otro, cuando Anselmo
trata de explicarse a sí mismo: «A veces he pensado en la existencia de un
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entozoario que ocupa la región de nuestro cerebro, que vive aquí dentro, alimentándose
con nuestra savia y pensando con nuestro pensamiento»26. Remito, en
fin, a los estudios sobre el saber de don Benito en este campo, por lecturas
directas o por intermedio de lo que Claude Bernard estimuló en novelistas
franceses que pudo conocer Galdós: la Introduction a l'étude de la medicine
experimentale data de 1865. Luego vendría Le roman experimentale. He sido
inexacto al haber negado a nuestra literatura anterior motivos y tratamiento
correspondiente tomados de la pura fantasía, de uno u otro origen. Sin necesidad
de incidir en la literatura de creación, basta con espigar en las Cartas de
jesuitas que José M. a de Cossío publicó en la colección Austral (libro retirado
incluso del repertorio que figura al final de cada volumen de la colección).
Ortega y Gasset se valió de textos allí reproducidos, que acogió en su Velázquez,
ampliado en Papeles de Velázquez y Goya27 , donde recoge las lecciones
dictadas en San Sebastián, el verano de 1944. Todavía pudo añadir casos tomados
de los Avisos de Pellicer (Semanario Erudito) y de los de Barrionuevo
(1654-58). Asombra la credulidad que dominaba del Rey abajo una sociedad
que admitía imágenes sacras sudando, ejércitos fantasmales combatiendo, la
muerte de un criado de los Alba, por haber mirado en misa a una mujer,
Cristos que sangran, demonios que aparecen como Pedro por su casa, o que
practican de íncubos ... Es una sociedad alucinada, cuyas creencias han descendido
desde una fe limpia hasta la superstición más desenfrenada, con el pecado
o su sombra al acecho. Cierto, no es literatura propiamente dicha esa plétora
de escritos, más lo que se contara sin llegar a letra escrita, y con un origen de
creencias en un mundo sobrenatural, desvirtuado. Pero dejando este mundo
visionario, tal vez tratado satíricamente y con la mayor cautela por Quevedo,
ejemplo insigne, tengo que rectificarme en lo que escribí sobre las novelas de
Lope de Vega cuando sólo registraba una de las incluidas en El peregrino en su
patria y como visión alucinada. Debía haber hecho lugar eminente para la
«novela» de Cervantes, El coloquio de los perros, justamente para proponer
ahora la hipótesis de una presunta o presuntiva influencia en La sombra, un
recuerdo al menos. Sabemos y se ha analizado, lo mucho que don Benito había
leído y asimilado del Quijote, sobre todo, y nos saltan a la vista, al oído, fraseo
y figuras de abolengo cervantino. Veamos ahora algunos detalles. Una de las
novedades que Cervantes introdujo en el relato novelesco, o si no tanto, sí que
le dio ingeniosa eficacia, fue el de su problematicidad, borrando y entremezclando
fronteras entre autor, texto y personajes. Recordaréis que el Coloquio
es una secuencia de El casamiento engañoso, y no podemos considerar aquél
aisladamente, sobre todo si atendemos a la proposición de credulidad por parte
del lector. La duda, normal, sobre la verdad objetiva del diálogo perruno, con
todas sus dificultades, no impide que pueda haber otra lectura exenta de las
exigencias que impone el criterio de la verosimilitud, libre, en cambio, para el
placer gustado en la recepción literaria. Al manifestar el Licenciado su incredulidad
del coloquio canino, le replica el Alférez, testigo por audición: «Pero
puesto caso que me haya engañado y que mi verdad sea sueño y el porfiarla
disparate, ¿no se holgaría vuestra merced, señor Peralta, de ver escritas en un
coloquio las cosas que estos perros, o sean quien fueren, hablaron?»: final del
283
Casamiento engañoso para llegar al Coloquio. Todavía hay otra justificación
cuando Cervantes acude a la ascendencia brujesca de los perros y cómo la
Cañizares explica sus vuelos hasta los montes «Pirineos», habitáculo de brujas
muy pronto objeto de proceso famoso en Burdeos, que Cervantes no pudo
conocer. Pero con muy fino sentido dice por boca de la Cañizares: «Hay opinión
que no vamos a esos convites sino con la fantasía, en la cual nos representa
el demonio las imágenes de todas aquellas cosas que después contamos que nos
han sucedido. Otros dicen que no, sino que verdaderamente vamos en cuerpo y
en ánima; y entre ambas opiniones tengo para mí que son verdaderas, puesto
que (es decir, aunque) nosotras no sabemos cuándo vamos de una u otra manera,
porque lo que nos pasa en la fantasía es tan intensamente que no hay que
diferenciarlo de cuando vamos real y verdaderamente». Menciona luego las
pruebas de los Inquisidores, «y viendo -sigue- que han hallado ser verdad lo
que digo». Cautela muy indicada.
Salvadas las distancias que proceda salvar, en Cervantes el caso tiene mucha
más complejidad no sólo en el sentido último de lo contado y experimentado,
sino en el artificio de la narración. Ni falta en la «novela ejemplar» un posible
estímulo patológico, sin tal nombre por supuesto: los sudores a que está sometido
como terapia del contagio de bubas, la nocturnidad de su escucha, en el
hospital. Todavía, y para hacernos verosímil su buena memoria, dice el oyente
que la mejoró con la dieta de pasas y de almendras a que estuvo reducido
durante la cura. También puede ser recuerdo cervantino la retrolección que se
nos provoca en ambas narraciones. Sí, Galdós abre su relato: «Conviene empezar
por el principio, es decir, por informar al lector de quién es Anselmo». Pero
muy pronto: «El orden lógico del cuento -dije- es el siguiente: usted conoció
que ese joven galanteaba a su esposa ... -Así es, contestó el doctor- sólo que
yo, para dar a mi aventura más verdad, la cuento como me pasó, es decir, al
revés». En el Coloquio la lectura tiene referencia retroactiva.
Como detalles minúsculos, pero no inoportunos, recordemos que Galdós
mezcla en los trastornos mentales de Anselmo «Fantasías de caballería andante
», que no son el caso, porque estamos en el Madrid de su tiempo. O cuando
completa «las locas imágenes mezcladas con discretos juicios», en Anselmo,
fusión que conviene a don Quijote, y apelo a las connotaciones de «discreto»
en la pluma de Cervantes28 • Tal vez resulta más excesivo y nada probatorio
recordar que el celoso tiene el mismo nombre que el marido en El curioso
impertinente29 • Son notas que ocurren sin acudir a rebusca y que, probablemente,
no convenzan. Uno se queda en la duda metódica previa, salvando la distancia
entre un principiante y quien estaba en la plenitud de su granada madurez.
Considerando La sombra desde otra perspectiva y para situarla en línea de
posibles estímulos literarios -no digo fuentes- me viene a la memoria una
novela de Balzac, Louis Lambert, fechada en 1832, «Au chateau de Saché».
Caundo Galdós cuenta en sus Memorias de un desmemoriado su primer viaje a
París y la compra por un franco de Eugenia Grandet y cómo en sucesivos viajes
-el primero en 1867 - completó la colección de ochenta y tantos tomos «que
aún conservo con religiosa veneración»30, no menciona la primera de las dos, y
es de notar que puede verse en la Casa-Museo galdosiano, en Las Pal-
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mas, gracias al exquisito cuidado con que se conservan libros y muebles, ropa
incluso. No tenemos ahora un argumento novelesco parecido, pero el narrador
cuenta: «Malgre moi déja, je viens d'intervenir l'ordre dans lequel je dois dérouler
l'historie de eet homme» (p. 7). También se trata de un personaje en el que
domina lo visionario, y que «se livrait a ses eontemplations» (p. 21), Y explica
naturalmente el milagro: «La Pensée ... une puissanee tout physique» (p. 56). Si
Louis se vuelve loco antes de casarse, todo el proceso tiene y obedece a una
explicación natural: Swendenborg, Mme. Guyau, Mesmer, Lavater, al fondo.
Mucho más problemática se me hace la relación con un cuento de Mérimée,
La Venus d'Ille (publicado primero en la Revue de deux mondes, luego en
libro, París, 1841) basado en De regibus gestis anglorum (1125) de Guillaume
de Malmesbury. Lo que ocurre en el cuento de Mérimée es algo puramente
maravilloso, pero tratado con naturalidad, como si no fueran necesarias explicaciones
para admitir lo radicalmente inverosímil. Galdós hace que su personaje
vea, oiga, hable y luche con la efigie de Paris, el seductor de Helena; en
Mérimée es una estatua, la de Venus, recién excavada en las cercanías de lIle
la que realmente posee al recién casado en su primera noche nupcial y lo
aplasta en el lecho, según contará la novia. El relato tiene un entorno realista
muy concreto: Mérimée, nombrado inspector general de monumentos podría
documentar el aspecto arqueológico. En cuanto al costumbrismo de Rousillon,
como el juego de pelota con la intervención de aragonés y navarro, da lugar a
que el novio participe y quitándose el anillo de prometido, le ponga en el dedo
de la estatua. Cuando, terminado el partido, va a recuperar la alianza, le resulta
imposible porque la estatua ha flexionado el anular reteniendo la sortija. El
autor nos deja sin la menor explicación ni margen para la duda. Como muy
bien viera Valéry Larbaud: «'La Venus d'Ille' est le ehef-d'oeuvre de Mérimée,
paree que e' est la qu 'it a réussi a donner le maximum de vraisemblanee au maximum
de surnaturel» (en «Préface» a la edición de Carmen, 1927). André Maurois
a propósito de la misma novela: «Para mí - traduzco - que sigo siendo
bastante refractario a lo sobrenatural, le debo el haberme dejado elegir el final
del cuento, entre una explicación racional y la admis¡~n de lo increíble. ¿Es en
verdad la estatua de Venus la que ha matado al joven desposado? .. Mérimée se
cuida de responder. Ello provoca largas resonancias que sobreviven a la lectura
»31. Con esto me sumo a la que me vale, ahora, como lección más adecuada
para lo maravilloso fantástico, con la restricción de que si no sea verdad, sia
ben trovato. Lectura literaria, desde dentro y exentos de convicciones, creencias
e ideas: hay que integrarse -enterarse- in lectione al menos.
Por esta vía, por la que hace intervenir objetos inanimados en las relaciones
amorosas de seres humanos, me veo tentado a dar un gran salto para proponer
no una influencia, sino, todo lo más, una analogía de situaciones y actos. Pienso
en la novela corta de Ramón Gómez de la Serna, Museo de reproducciones,
cuyo autógrafo tuve ocasión de publicar por primera vez (Barcelona, 1980),
gracias a la fineza de mi amigo el escritor y diplomático José Antonio Jiménez
Arnáu, a quien el autor había regalado el texto cuando ambos coincidieron en
Buenos Aires. Insinuaba yo en el prólogo -no iba más lejos- que la obsesión
celosa del autor pudo haberle inducido a imaginar la aventura central de su
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relato: el personaje y su prometida visitan un museo de reproducciones escultóricas
de la antigüedad clásica, y él ve cómo la estatua de Antinoo se fija en la
prometida, la mira y hasta le escribirá una carta de amor. El final feliz para el
novio termina con Antinoo ahorcado en una comisa del museo 32 • Pero Ramón
cierra el relato con algo muy suyo, la cosa, el objeto material trasladado a
fantasía: «Antinoo aparece colgado de esa triste cornisa de la arquitectura hecha
para el suicidio de la estatua». Estamos muy lejos ya de Galdós, no tanto en los
motivos de lo visionario. Todavía puede relacionarse La sombra con otra obra,
en este caso sin duda alguna, aunque con remoto parentesco: La manaza, de
León Felipe y en sus dos redacciones, como <<poema cinematográfico»33, que
más tarde convertiría en texto para la escena en el teatro, con el subtítulo de
«Fábula o juego poético y simbólico de hombres y mujeres contado en español
»34. Ya en 1945, y en un artículo firmado en México, había anticipado el
asunto y motivo de sus dos piezas: «La manzana paradisíaca y cezanneana».
Como dramaturgo León Felipe no ha inventado fábula, personajes ni situaciones
dramáticas, y él mismo se tituló «parafraseador» nada más, aunque tanto
con temas de alto coturno (Shakespeare) como argumentos de entremés en El
juglarón. Nos ha dejado testimonio de haberse inspirado en La sombra, «un
cuento de don Benito Pérez Galdós». En cuanto al juego de símbolos que añade,
«lo aprendía de mi amigo, el maestro de poetas, Juan Larrea»35. La anécdota
es la misma que en Galdós: el marido celoso que ve salir del cuadro la figura
de Paris y termina en suicidio, mientras el supuesto engañador surge envuelto
en una nube que brota de la cabeza abierta por un disparo. Pero León Felipe,
a diferencia del novelista, ha cargado de símbolos el sencillo cuerpo de la historia,
sin implicaciones sociales ni recursos patológicos. La manzana que Paris
ofrece a Helena en una pintura quiere hacerla valer el poeta-dramaturgo para
demasiados sentidos, por donde la obra me resulta confusa y de escasa relevancia.
Sucesivamente veremos la manzana en la mano de Eva, en un cuadro de
Velázquez, en la escena de Guillermo Tell y su hijo, en la persona de Newton,
en un cuadro del Greco con San Francisco, en los de Cézanne o en el impresionante
de Van Gogh, In the Threshold o[ Eternity: un anciano sentado, de frente,
doblado por la cintura y con sus dos puños enmarcando la cabeza, casi
calavera. El autor concluye: «La manzana ecuménica, terrestre y sideral...Icabe
en el cuenco justo de la mano de Paris ... /lo mismo que en el cuenco de la mano
de Adán/tiene la blanda curva femenil de la Tierra/y es la exacta medida del
amor. / Cabe en el cuenco de la mano del hombre/yen el cuenco infinito de la
mano de Dios. Fin».
Se me exculpará si traigo para cerrar la cosecha de manzanas, lejos ya de
don Benito, un texto del autor de los Emblemata, Alciato (Lyon 1548-9):
«Poma etenim Veneris sunt. Sic Scoeneida vicit Hippomenes, petiit sic Galatea
virum». Emblema, cxc, Atalanta y Acis vencidos por sendas manzanas.
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NOTAS
1 MENÉNDEZ PELAYO, PEREDA, PÉREZ GALDÓS, Discursos leídos ante la Real Academia Española
en las recepciones públicas del 7 y 21 de febrero de 1897. Madrid. Establecimiento tipográfico
de la Viuda e Hijos de Tello, 1897, p. 56.
2 Catálogo de novelas y novelistas españoles del siglo XIX, Madrid, Cátedra, 1979.
3 Principios de Literatura Comparada, La Laguna, 1964.
4 Teoría y praxis de Literatura Comparada, Barcelona, Alfa, 1984.
5 Revista de España, Madrid, XVIII, n.OS 70, 71 Y 72, 1871, pp. 269-292,417-439 Y 601-623.
6 B. PÉREZ GALDÓS, La sombra. Celín. Tropiquillos, Theros. Madrid, La Guirnalda, 1890.
Edición en octavo menor, de pobre impresión.
7 Madrid, E.C., 1976.
8 En Atlanta, 1,2, 1953, p. 85.
9 Madrid, Castalia, 1968. En nuestro caso, vol. 1, pp. 45-51.
10 Insula, X, n.O 113, 1955.
11 Madrid, Gredos, 1976.
12 Op. cit., p. 51.
13 Las Palmas, Consejería de Cultura y Deportes, 1987. Col. «Clavijo y Fajardo».
14 Anales Galdosianos, VI, 1971, pp. 5-19.
15 Letras de Deusto, vol. 14, n.O 14, n.O 8, jul-dic. 1974.
16 Actas del Primer Congreso Internacional Galdosiano. Las Palmas de Gran Canaria. Editora
Nacional, 1977, pp. 351-375.
17 Actas del Segundo Congreso Internacional Galdosiano, 1. Las Palmas de Gran Canaria.
Ediciones del Excmo. Cabildo Insular, 1978, pp. 155-169.
18 Galdós, novelista moderno, Op. cit.
19 Obras Completas, pp. 1.162-1.165.
20 Recientemente se ha despertado una atención mayor a lo fantástico en literatura. Ya en
SARTRE, Aminadab ou du fantastique considéré comme un language, «Situations», 1, París, 1947
(sobre la novela de Blanchot); A. M.a BARRENECHEA, Ensayo de una tipología de la literatura
fantástica, «Rev. Iberoamericana», 78-80, 1972. A. GONZÁLEZ SALVADOR, Continuidad de lo fantástico,
Barcelona, 1980. La editorial Siruela ha dedicado un volumen a esta literatura (Madrid,
1985) y publica colecciones de cuentos en esa línea.
21 París, Garnier Flammarion, p. 82.
22 París, Corti, 1971.
23 Joumal de psychologie normale et pathologie, 15-IV-1926.
24 Obras Completas, 1, p. 215 b.
25 Idem. cap. 1, 2.
26 Idem. cap. 1, 4.
27 Madrid, Revista de Occidente, 1950.
28 J. BATES MARGARET, «Discreción» in the works of Cervantes. A disertation, Washington,
The Catholic University Press, 1945.
29 El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Parte primera, caps. XXIII-XXV.
30 Todavía en El doctor Centeno (1883), Alejandro Miquis: «tenía casi completa la comedia
humana (sic) y estaba familiarizado con todos sus personajes», «Obras Completas», IV, Aguilar,
p. 1.328, b).
31 Dialogues des vivants, Paris, Fayard, 1959, p. 68.
32 En un texto tan temprano como El libro mudo (1910) escribía RAMÓN, «Estar como colgado,
como ahorcado, de una comisa ... », en la ed. que ha cuidado Ioana Zlotescu, muy documentada,
puede leerse p. 130 (México, F.C.E., 1987).
33 México, Tezontle, 1951.
34 Puede leerse en Obras Completas, Buenos Aires, Losada, 1963.
35 Idem, p. 424.
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