GALDOS: SUS VISIONES PERSONALES ANTE LA HISTORIA

INTRODUCCION

M. C. Yolanda Arencibia Santana

Colegio Universitario de Las Palmas

Galdós trata en sus Episodios Nacionales una serie de temas, de grandes

temas, podríamos decir. En tomo a ellos, y claramente extraíble a partir de los

textos, queda plasmada su personal filosofía al respecto. Es la visión personal

del autor, oficiando de narrador-autor implícito unas veces, subsumiéndose en

sus personajes otras, conduciéndonos hacia una determinada visión de la realidad

casi siempre.

La visión personal de nuestro autor ante algunos de estos grandes temas va

a ser el centro de nuestra ponencia· de hoy.

Límites de espacio y tiempo imponen centramos en dos de estos temas y

referimos sólo a una de las series de sus Episodios Nacionales: los temas son

el carlismo y las guerras; la serie, la tercera. Abundarán nuestras referencias a

Zumalacárregui, el primer episodio, y no sólo porque éste haya sido centro de

un estudio más amplio por nuestra parte, sino porque ninguno es tan explícito

como él respecto a estos temas, especialmente respecto al primero de ellos.

La Tercera serie de los Episodios Nacionales abarca un período cerrado y

completo: se abre con el inicio de las campañas del general Zumalacárregui y

se cierra con la boda de Isabel 11. También es cerrado y concluso el primer

episodio, la puerta de entrada es la misma, la de salida más lúgubre: la muerte

del protagonista principal. Las convicciones de Galdós respecto a los temas

que nos ocupan, el carlismo y las guerras, quedan perfilados con enérgicos

trazos en el primer episodio y van siendo matizados, conveniente yoportunamente

en el resto de la serie. Asistimos a la trama argumental en que la historia

se encaja guiados por un narrador, no imparcial, evidentemente, sino profundamente

interesado; un narrador irónico y socarrón, «escéptico y apasionado a

291

la vez» como dice Gullón 1; un narrador dolorosamente conmovido ante la realidad

que narra y que deja oír su voz para expresarnos el propio sentir ante

ella; un narrador en quien podemos ver al autor implícito que, desde una privilegiada

visión de los hechos, desde una perspectiva lejana, se sirve de los personajes

históricos y de sus creaciones de ficción: de los primeros como actores

secundarios, de los segundos con una triple finalidad: ser protagonistas del

indispensable entramado folletinesco, servir de símbolo o reflejo de determinadas

concepciones propias sobre la historia, y mantener a los lectores siempre

en primera línea de los hechos narrados. Por encima de todos ellos, este narrador-

autor preside los acontecimientos sinceramente conmovido ante ellos; vive

en historia, lo cual «no era su ideal sino su cruz» en palabras de R. Gullón.

Este narrador parece dirigirse a un lector «amigo» que va a aceptar sin

objeciones la visión histórica que él le proporciona, y que va a asumir sin

asombro la irrupción de la ficción en el entramado histórico cualquiera que

ésta sea. Este lector ideal obviará su propia visión histórica previa, si la tiene,

para asumir la verdad novelesca «invencionadora por naturaleza» que alterará

o mediatizará de algún modo la realidad 2•

Vayamos directamente a la observación de nuestros temas.

Conocemos los peligros de un estudio interpretativo y no querríamos caer

en la falacia, siempre condenable, de los personalismos gratuitos. Por ellos nos

hemos propuesto no aseverar conclusiones personales sino, basándonos en los

textos del autor, «mostrar analizando» o «analizar mostrando».

l. EL CARLISMO

Como buen liberal, la opinión de Galdós es totalmente contraria al carlismo.

No siempre podemos, en justicia, hablar de imparcialidad en la visión que

de la historia de la época nos da nuestro autor. Sin identificarnos con Avalle

Arce para quien «pedirle ecuanimidad a Galdós al tratar del carlismo es pedir

peras al 0Imo»3, sí podemos afirmar con Casalduero que Galdós aunque a

veces sea imparcial, ello: «no quiere decir que sea neutral. Ni por un momento

deja de mostrar sus ideas a favor de un régimen de libertad y democracia,

aunque tampoco disimula, y este es su dolor, que el gobierno cristiano apenas

puede diferenciarse, con frecuencia, del partido carlista»4.

La figura de D. Carlos, apenas merece algunos comentarios intencionados,

a veces irónicos y burlones pero nunca agrios: Opina el narrador:

292

«una sonrisita bonachona, en la cual era más fácil distinguir al pretendiente que

al soberano».

(Zumalacárregui, p. 545).

En boca de D. Beltrán de Vordaneta:

«El hombre (el rey) no sabe ser guerrero ni político ni posee el arte de tratar a

las personas cuyo concurso anhela ( ... ) No tenía yo ideas muy optimistas de su

inteligencia; más aquél día formé opinión cabal y definitiva de los puntos que

calza esta pobre majestad, y no vacilo en afirmar que no calentará el trono si en

él llega a sentarse».

(La estafeta romántica p. 152)6 ..

La etopeya más dura sobre D. Carlos V aparece en palabras del narrador

al interpretar el pensamiento de F. Calpena en De Oñate a la Granja 7

:

«vio (en el Rey) la cara de Fernando VII con menos nariz, más quijada, el labio

grueso, bigote y patillas cortas, la mirada fría y oscura, de las que no penetran

ni alumbran, señal de entendimientos apagados. Bien podía expresar la mandíbula

del Rey, más larga que saliente, la terquedad, que hacía las veces de voluntad

firme, y su mirar vago el fanatismo religioso, que ocupaba el lugar de las

ideas ( ... ) D. Carlos era un hombre de bien sin pena ni gloria ( ... ) Las ideas de

D. Carlos eran pocas, tenaces, agarradas al magín duro como el molusco a la

roca» ( ... )8.

Al tratar la huida del rey a Francia, tras el abrazo de Vergara podemos leer

estos juicios nada agresivos:

«Había entrado D. Carlos seis años antes por el mismo boquete de la frontera

( ... ); se retiraba escoltado por algunos números de su guardia, solo, triste, más

abatido que desengañado, sin ninguna gloria personal. La corona de la dignidad

con que supo sobrellevar su destierro fue la única que poseyó en su vida».

(Vergara, p. 203)9

La visión negativa del carlismo se expresa sobre todo a través de los personajes

de la camarilla; ellos, el Consejo Real que rodea a D. Carlos, son para

el autor los más culpables y los merecedores de todos los reproches:

«No se concibe mayor obcecación que la de esos señores aúlicos, que han puesto

la causa al borde de este abismo».

(Zumalacárregui, p. 285).

Cuando Zumalacárregui es obligado a interrumpir su brillante campaña

guerrera para acudir a Segura, con «malísimo talante», ante la apremiante llamada

de D. Carlos; Galdós, escondido tras el narrador, aprovecha la ocasión

para hacer un encendido reproche, no exento de ironía, a la corte Carlista tan

remisa en reconocer los méritos de su héroe:

«no ignoraba (Zumalacárregui) que en la tertulia del Rey y en los corrillos de

toda aquella caterva de vagos y aduladores, se le iba formando una opinión

adversa, regateándole sus méritos y servicios, censurando sus actos. Las victorias

que uno y otro día alcanzaba la facción se atribuían al valor de las tropas realistas,

y al desmayo y falta de fe de las de la Reina. Indudablemente Zumalacárregui,

según los habladores y covechuelistas del Cuartel Real, había hecho bastante,

quizás mucho, pero sin duda pudo hacer más, y seguramente otro general se

habría planteado ya en tierra de Castilla ( ... ) Ganaba terreno la opinión de que

el propio Rey debía ponerse al frente del ejército y dirigir por sí mismo las

operaciones, en la seguridad de que el Espíritu Santo, como a predilecto de

Dios, le asistiría con luces de ciencia militar, concediéndole los laureles de Pelayo,

los Alfonsos y el Cid».

(Zumalacárregui, pp. 257-8).

Más duro es el reproche a la misma corte que podemos leer, de nuevo en

boca del narrador, en De Oñate a la Granja:

«(D. Carlos V) pretendía establecer un ridículo simulacro de organización política

y administrativa. Era un estado de papel, compuesto de denominaciones

293

enfáticas, burocracia sin materia administrable, palaciegos sin palacio, intendencias

sin dinero, ministros con las carteras y las cabezas totalmente vaCÍas»

(p. 106).

Yen Zumalacárregui:

«En una habitación próxima, abuhardillada y polvorienta, trabajaba el individuo

que era como la representación sintética de todo el personal del departamento,

un pobre chico, acólito en Oñate ( ... ) en campaña escribiente, secretario y ayuda

de cámara del señor Consejero. Lo mismo le limpiaba las botas que extendía la

minuta de un Real Decreto. Natural era que viviese con tales estrecheces y

privaciones una corte ambulante, más rica en entusiasmo y fe que en materiales

recursos ( ... ) con ( ... ) los tinteros vacíos, y las cabezas más llenas de esperanzas

que de ideas sólidas»

(pp. 192-3).

La figura del Consejero Real, D. Fructuoso de Arespacochaga es, en Zumalacárregui,

la creación literaria destinada a encarnar a la camarilla religiosa

que rodea a D. Carlos. Del tratamiento que da el autor a la misma podemos

colegir sus ideas al respecto. Veamos su retrato:

«Era el tal cortesano de D. Carlos persona de muy cortas luces, ambicioso forrado

en beato, de ideas comunes y palabras rebuscadas y ampulosas ( ... ) su mirada

se esforzaba en ser aguada y luminosa; pero no lograba su vanidad lo que sólo

es privilegio de la inteligencia ( ... ) usaba en el trato social tosecillas, pausas,

caídas de ojos, y otros medios auxiliares de expresión que conceptuaba indicadores

de pensamientos recónditos: realmente era un juego que respondía a la vaciedad

de su inteligencia ... »

(pp. 176-7).

Hallamos este personaje junto al Rey teniendo «la honra de concretar la

cuestión en el consejo», y con voz autorizada a la hora de decidir las cuestiones

militares en presencia de Zumalacárregui (p. 263); luego contará las novedades

al resto de la camarilla faltándole «poco para reventar como una bomba, de la

satisfacción que el dar noticias auténticas le causaba» (p. 269).

Galdós maneja a este personaje de manera despiadada haciéndole, por

ejemplo, dar, con grandes precauciones y con la mayor reserva, la primicia de

la preparación de un Real Decreto por el cual Su Majestad va a nombrar

Generalísima de sus ejércitos a la Purísima Concepción ... «para que dé la victoria

a las armas que se esgrimen en defensa de la fe de nuestros padres» (p. 194).

En otra ocasión nos lo presenta cínico y vacío de escrúpulos acallando la

conciencia del personaje José Fago ante el peligro que para éste supone el

encontrarse de nuevo con su amada Saloma:

294

«Ya sé que hablo con un sacerdote. Pero la causa es la causa ( ... ) No pido el

sacrificio de la conciencia; basta con el de los actos ( ... ) Poniéndome en su

caso ... no me sería difícil conquistar la voluntad de esa hembra, conservando mi

conciencia en paz y ofreciendo a Dios la pureza de mis intenciones... como

garantía de algún pe cadillo formal que pudiera cometer ... formal digo, de forma,

per accidens ... usted me entiende» ...

(p. 200).

Otros personajes del carlismo reciben las pullas de su creador, pero ninguno

de ellos de forma tan despiadada como éste.

Entre las oscuras sombras que perfilan la visión que del carlismo y los carlistas

nos da Galdós, no falta en ocasiones la nota du1cificadora que para la

Cruzada significó la devoción, la fe, el fanatismo, el romanticismo incluso de

sus generales, de sus leales y fieles seguidores. Basta un solo texto reflejador

del tema, extraído de La Campaña del Maestrazgo lO en el curso de unas reflexiones

preocupadas que el autor supone al General Cabrera:

«Sin poder apartar de su mente las ideas que le atormentaban, Cabrera se paseó

en el estrecho espacio de la tienda embozado en su capa blanca. No se conformaba

con que el ejército real, mal organizado y pésimamente dirigido, viniese a

compartir con él el dominio en la región valenciana ( ... ) Cierto que al Rey no

podía disputársele la supremacía. Aunque incapaz para la guerra y para el Gobierno,

era el Rey, por divino mandato, la sacra bandera, el símbolo de la causa;

y de la regia persona, absolutamente inepta para todo, provenía la fuerza moral

de las cohortes del absolutismo. No había, pues, más remedio que cargar con el

ídolo, aunque esto fuera una de las obras más burdas del fetichismo dominante

( ... ) Claro que todo se hacía por 'la idea'. El grosero ídolo era una idea».

Para Galdós la muerte del caudillo carlista Zumalacárregui significa la sentencia

de muerte del carlismo que se vería materializada en la huida de D.

Carlos V a Francia el 14 de septiembre de 1839. Es por ello por lo que no se

ocupa del tema, directamente, a partir de la tercera serie de sus Episodios.

Sólo en D. Carlos VI en la Rápita, séptimo título de la cuarta serie, aprovecha

como tema el frustrado intento del general Ortega encaminado a lograr la

proclamación del pretendiente, D. Carlos VI, Conde de Miramamolín. Pero

sólo se vale de él de manera tangencial: para Galdós, seguramente, la causa

carlista ya no tenía ninguna posibilidad de victoria.

11. LAS GUERRAS

Que Galdós era enemigo de toda violencia y, sobre todo, enemigo de cualquier

suerte de enfrentamiento armado, parece ser incuestionable para sus biógrafos

(aunque en alguna ocasión se vea en ello no razón humanitaria sino un

símbolo del miedo de una burguesía cómoda, incapaz de sacrificios) 11.

Veamos el tratamiento que este tema merece en nuestros Episodios

A) Entresacaremos primero una serie de citas que reflejan el sentido antibelicista

del autor, en general frente a toda guerra (Todas son de Zumalacárregui,

si no se expresa otra fuente).

La primera huella antibélica surge al comenzar el narrador lá sentencia de

D. Adrián Ulibarri, en las primeras páginas de la obra:

«tales justicias, que dentro del convencionalismo de la religión militar así se

nombran ... » (p. 15).

Y poco más adelante, relacionado con el mismo suceso:

«y (quedó) cristianamente sepultada la víctima de las horribles leyes militares,

obra maestra del Infierno» (p. 15).

295

A principios del capítulo IV, Y refiriéndose esta vez al sitio que a una iglesia

ponen los carlistas, comenta el narrador:

«Los lugares sagrados, mediante una breve salvedad de conciencia, caen también

dentro del fuero de guerra, y los militares atan y desatan al demonio según les

conviene» (p. 26).

«Despojos tristísimos de la guerra» leemos más adelante (p. 166) cuando el

narrador comenta el desolador aspecto de un campo de batalla tras el encuentro.

Entre las expresiones más antibélicas de este Episodio destaca por su dureza

y su fuerza las que surgen en torno a un ermitaño que huyendo de la barbarie,

se ha refugiado en la soledad del monte:

« ... Yo les digo que la guerra es pecado, el pecado mayor que se puede cometer,

y que el lugar más terrible de los infiernos está señalado para los armeros que

fabrican fusiles, y para todos, todos los que llevan a los hombres a ese matadero

con reglas. La gloria militar es la aureola de fuego con que el demonio adorna

su cabeza. El que guerrea se condena, y no le vale decir que guerrea por la

religión, pues la religión no necesita que nadie ande a trastazos por ella ( ... ) (p.

108).

«Yo rezo todos los días, porque los militares abran los ojos a la verdad y abominen

de las matanzas. Pero nada consigo» (p. 108).

B) Si repugnante era a Galdós cualquier enfrentamiento bélico, la guerra

que se evoca como punto de partida de la Serie de Episodios que Zumalacárregui

inicia, no puede ser más odiosa: el enfrentamiento fratricida, tan cruel y

despiadado como inútil. «A toda guerra la cree fratricida, porque se desarrolla

entre hombres, que deben considerarse como hermanos; pero a la civil ( ... ) la

cree doblemente fratricida y más brutal y feroz», afirma Regalado García12

Clara E. Lida, siguiendo la misma línea asevera que el desmoronamiento de la

Restauración al que asiste Galdós en 1898, consecuencia de los odios y fanatismos

fratricidas, se proyecta en la visión que de la guerra civil nos da en esta

Tercera Serie13 •

Podríamos decir que toda este Tercera Serie es la proyección literaria del

candente y desgraciado tema de las dos Españas, tan característico -según

parece - del pueblo español. Hinterhauser ve la muestra personificadora del

tema de este antagonismo histórico concretamente en el Episodio Zumalacárregui,

en el enfrentamiento fratricida que tiene lugar en el pueblo navarro de

Villafranca y que ocupa los capítulos IV y V del Episodio14 15.

Veamos textos concretos reflejadores del antibelicismo galdosiano: a principios

del capítulo XXVIII el narrador comenta sobre Zumalacárregui:

«En tan breve tiempo crece y se complementa una figura militar, que sería muy

grande si no la hubiera criado a sus pechos la odiosa guerra civil» (p. 261).

«¡Que tiempos! ¡que hombres! Da dolor ver tanta energía empleada en la guerra

de hermanos. Y cuando la raza no se ha extinguido peleando consigo misma es

porque no puede extinguirse» (p. 283).

En De Oñate a la Granja, Fernando Calpena reflexiona, o Galdós reflexiona

a través de su criatura:

296

«En todos los países, la fuerza de una idea o la ambición de un hombre han

determinado enormes sacrificios de la vida de nuestros semejantes; pero nunca

( ... ) se han visto la guerra y la política tan odiosa y estúpidamente confabuladas

con la muerte. La historia de las persecuciones del 14 al 20, de la reacción del

24, de las campañas apostólicas y realistas, así como del recíproco exterminio de

españoles en la guerra dinástica hasta el convenio de Vergara, causan dolor y

espanto por el contraste que ofrece la grandeza de tan extraordinario derroche

de vidas con la pequeñez de las personas en cuyo nombre moría o se dejaba

matar ciegamente lo más florido de la nación» (pp. 128-9).

C) La más dolorosa reflexión del autor radica en la inutilidad básica de la

contienda. La guerra es inútil porque en el fondo las dos causas son semejantes,

tanto en sus dirigentes y protagonistas, como en los fines que cada bando decía

defender:

«Por desgracia nuestra y baldón de España, otros caudillos carlistas y liberales

de gran renombre ( ... ) habían de olvidar pronto los procederes humanitarios,

derramando torrentes la sangre cristiana, y escarneciendo con sus crueldades los

ideales que decían defender: el honor patrio, la religión, la fe» (p. 258).

Reflexiona Fago conversando con Zumalacárregui, su «alter ego»:

«La guerra, digo yo, deben hacerla en primera línea aquellos a quienes directamente

interesa. Verdad que si tuvieran que hacerla ellos, quizás no habría guerras,

y los pueblos no se enterarían de que existen éstas o las otras causas por las

cuales es preciso morir ( ... ) Pienso yo, mi general, que nos afanamos más de la

cuenta por las que llaman causas, y que entre éstas, aun las que parecen más

contradictorias, no hay diferencias tan grandes como grandes son y profundos

los ríos de sangre que las separan» (p. 308).

En De Oñate a la Granja, dice Demetria, la mayorazga sensata:

«porque ha de saber usted que en la villa andaban a tiros cada lunes y cada

martes por un 'Quítame allá un Carlos' o un 'Ponme acá una Isabel'» (p. 145).

En Luchana16 Saloma la navarra, la heroína invisible del primer Episodio,

no puede dormir preocupada por su guerrero marido: «¡Y que esto pasara un

cristiano por derechos de Isabelita, de Carlitos o del demonio coronado!» (p.

226).

En La Campaña del Maestrazgo es un oficial cristiano el que expresa con

toda crudeza y desenfado:

«( ... ) Yo me doy a pensar en esto y digo '¿por qué combatimos?' ( ... ) ¡La libertad,

la religión! ... ( ... ) ¡Los derechos de la Reina, los de D. Carlos! Cuando me

pongo a desentrañar la filosofía de esta guerra, no puedo menos que echarme a

reir ... , y riéndome y pensando, acabo por convencerÍne de que todos estamos

locos ( ... ) Creo que se lucha por la dominación, y nada más, por el mando, por

el mangoneo, por ver quien reparte el pedazo de pan, el puñado de garbanzos y

el medio vaso de vino que corresponde a todo español» (p. 46).

En Vergara conocemos a D. Eustaquio de la Pertusa un «despabilado

mozo», un «romántico personaje» que ha desertado dos veces, de las filas carlistas

y de las cristianas, porque «la realidad y la experiencia persuadiéronle de

297

que ambos ejércitos eran cuadrillas de locos, igualmente ominosas ambas banderas,

funestos sus caudillos~ infernales sus armas» (p. 30).

Según parece indicarnos Galdós, el pueblo bajo ve la contienda del mismo

modo:

«¡A mí con esas! Condenado D. Fernando VII, condenado D. Carlos María

Isidro, y condenadas todas las reinas magnates y archipámpanos que andan en

este pleito» (p. 107).

«y por qué no viene el absoluto a ponerse aquí, en los sitios donde pegan? ¡Ah!

Mientras sus soldados echaban aquí el alma, él tan tranquilo en Artaza, sentadito

al amor de los tizones ... Ellos, ellos, el D. Isidro ese, y la Isidra de allá, Doña

Cristina, debieran ser los primeros en meterse en el fuego ... pues de no, no veo

la equidad ¡Ay, españoles, que es lo mismo que decir bobos!. .. » (p. 135).

Tratando del valor y de la dignificación de la obra de Galdós, afirma Angel

del Río que éste «a diferencia de los novelistas de su tiempo, abanderados de

la tradición o del liberalismo, es el único que intenta la conciliación entre lo

nuevo y lo viejo, y logra comprender la identidad de carácter en todos los

españoles, apasionados en su intransigencia, la tradicionalista o liberal, con

todas su cualidades nobles y heroicas ( ... ) y su incapacidad para poner estas

cualidades positivas al servicio de unos ideales comunes» 17.

En conclusión, la tesis antibélica que Galdós parece defender en Zumalacárregui,

según hemos podido colegir de los textos, podría descansar en estos tres

puntos:

a) Toda guerra es mala.

b) Peor aún la que enfrenta hermanos.

c) La guerra fraticida es además inútil, pues las «causas» son, en su fondo,

iguales.

La Guerra y La Religión

N o vamos a tratar aquí la importancia de la problemática religiosa en el

mundo novelesco de Galdós, porque no viene al caso en un estudio interpretativo

concreto, como es el nuestro. Sí queremos, no obstante, recordar cómo las

preocupaciones de índole religiosa son básicas en la conformación de los personajes

que toca a lo largo de toda su producción creativa, en uno y otro género;

por otra parte, este tema, tan fundamental en el existir humano, tan primordial

y determinante en la sociedad que refleja Galdós, no podía quedar soslayado

en una obra tan profundamente hurgadora en la humana contingencia, como

es la suya. Evidentemente, el tema religioso no sólo no se soslaya sino que se

convierte, como sabemos, en uno de los más característicos del mundo galdosiano.

Este tema aparece muy destacado en Zumalacárregui. Como apunta

Regalado García 18 en este Episodio lo religioso cobra verdadera importancia

como aspecto fundamental de la nacionalidad. Muestra su desarrollo en dos

vertientes temáticas: 1) el de la guerra «Cruzada» y 2) el del sacerdote guerrero.

298

1. La guerra como cruzada

Desde la primera página de la obra, Galdós califica de «procesión militar»

el paso de Zumalacárregui, victorioso, entre el pueblo que lo aclamaba «con

religiosa y bélica fe» (p. 7), aunando guerra y religión en la imagen. A partir

de ahora, Galdós encomienda a su complejo personaje José Fago el papel de

portavoz suyo en este tema.

Se toca por primera vez en el capítulo 111, cuando un capellán real afirma:

«vamos al triunfo de Dios y del Rey», mientras Fago «meditaba mirando al

suelo» (p. 23).

En el capítulo VI, durante una discusión entre Fago y unos campesinos

reaparece con acentuado calor:

Habla Fago:

«Creo en la legitimidad, creo en los derechos indiscutibles de D. Carlos, creo

que los ejércitos carlinos defienden al verdadero Rey y al Dios verdadero».

- y yo creo que usted es bobo. Miá que Dios ... ¿qué tiene que ver Dios con la

guerra? ¿A Dios le puede gustar que haigan fusilado a Mediagorra? «-Fago

callaba sin saber que decir» (p. 49).

El tema estallará en el capítulo siguiente entre confidencias de Fago y otro

capellán:

«Yo pregunto: ¿Dios autoriza las guerras? ¿Dios puede tomar partido por uno

de los combatientes, amparándole contra el otro, o abomina por igual de todos

los que derraman sangre humana?

-Amigo mío, Dios ha de mirar mejor a los que defienden sus derechos.

-¡Los derechos de Dios! ¿qué es eso?» (p. 66).

De esta conversación parece Fago quedar convencido, efectivamente, como

asevera su colega, de que:

y que:

«es forzoso impedir, como se pueda, que el mal impere sobre la tierra» (p. 57).

«un sacerdote no debe tener escrúpulos en lo tocante a los derechos augustos de

la legitimidad, ni vacilar tampoco en la creencia de que D. Carlos es la religión,

la virtud, la moral, el bien de los pueblos» (p. 66).

Conceptos parecidos son los que oímos en boca de una tosca mujer del

pueblo:

«con este cañón que llevar haceís, ya querrá Dios que D. Tomás hacer polvo a

los negros ... ( ... ) Pensar, pues, que a rastra llevar el mismo religión, y quitar el

de herejes, y Dios ya dará fuerzas á vos ... » (p. 109).

Tras la conversación con el ermitaño, en la que ésta presa sus resueltas

convicciones antibélicas, en el capítulo XII, Fago vuelve a dudar.

En el capítulo XXIV repare ce el tema a propósito de los temores de un

valeroso soldado ante su inminente muerte:

«¿Los que pelean y matan entran en el reino de Dios? Yo he matado ayer más

de veinte cristianos. ¿Ellos y yo entraremos juntos en la gloria eterna, o es que

299

los cristianos que luchan por el ateísmo no pueden entrar? ... Fago se apresuró a

tranquilizarle ( ... ) los directores de esta matanza eran los responsables, y entre

ellos, Dios escogería los suyos ... » (p. 222).

La sentencia final de la cuestión la dictará, ya en el capítulo XXX, en

palabras tan breves como seguras, José Fago:

«-¿Usted que sabe? (le increpa un colega a propósito de unas premoniciones

pesimistas de Fago).

-Lo sé.

-¿Tan poco puede D. Tomás? (Zumalacárregui).

- Puede; pero no tanto como Dios.

-¿Ya sale usted con Dios? .. ¡Bah!. ..

Es irreverencia pensar que Dios puede estar en contra nuestra.

- Lo está» (p. 286).

Galdós parece haber cerrado la cuestión de manera conc1usiva contra la

manipulación de la idea Divina para una «causa» concreta.

2. El sacerdote guerrero

Intimamente relacionado con este tema de «la guerra santa» está el del

«sacerdote guerrero», también personificado en el José Fago de Zumalacárregui

que opina:

«Si soy guerrero, si Dios lo quiere así, no puedo ser sacerdote» (p. 69).

La opinión de Zumalacárregui al respecto no dista de la de Fago, según nos

la presenta el autor:

«El soldado es el soldado, y el cura, el cura: cada cual en su profesión ... » (p. 79).

Fago sale triunfador en su primera misión como militar y sus dudas anteriores

parecen olvidadas. Reaparecen sin embargo en el capítulo XIII:

«Todo aquello que hacía, ¿no era contrario a la ley de Dios? ( ... ) el hombre de

guerra, maestro de tropas, organizador de combates, y el hombre consagrado a

las espirituales batallas del Evangelio, ¿pueden fundirse, como si dijéramos, en

una sola persona? (pp. 114-5).

Repasa Fago en su soliloquio la historia de España viendo «la intervención

divina en las batallas» y halla en San Fernando «santo y capitán general de los

ejércitos de Castilla» la síntesis de guerrero y santo que anhelaba encontrar

para tranquilizar su conciencia:

«Era místico y guerrero: sin duda rezaba en el momento de machacar cabezas de

infieles ... » (p. 116).

No dura mucho su tranquilidad. La visión fantasmagórica de un fusilado, Ulibarri,

en plena batalla, conlleva un arreciamiento de su desequilibrio y la convicción

de aviso divino en el hecho: Dios se lo ha puesto delante para mostrarle que

«las manos que cogen la Hostia no deben derramar sangre humana». Su simbólico

patrón San Fernando cae por los suelos: ¡este al menos mataba moros!:

300

«¡Si al menos fuesen moros!. .. Pero tampoco ... ni moros ni nada ... que los maten

los militares, si es necesario para el cumplimiento de la ley de Dios y el

triunfo del Evangelio ... ( .... ) Piedad, Señor, piedad ... En mí llevo el infierno, la

guerra ... » (pp. 151-2).

Fago no volverá a ocupar ningún primer lugar en filas guerreras. Ha quedado

totalmente desengañado, y no sólo de la guerra:

«-porque si en el terreno militar no ha de hacer nada en gloria y provecho de

nuestro augusto soberano, lo mejor será que vuelva a ponerse la sobrepelliz y

procure sernos útil en la esfera eclesiástica ...

-Señor- replicó Fago con efusión humilde, -yo no sirvo: ni en una ni en otra

esfera podré hacer nada de mediano provecho ( ... ) Aspiro a encerrarme en un

recogimiento, y a dar de mano a todas estas contiendas, así políticas como militares,

pues unas y otras las creo de una vanidad absoluta» (p. 176) ..

Resuelve así Galdós el problema de conciencia de su personaje, de un modo

que se nos antoja muy cercano a sus propias convicciones personales.

Gustavo Correa en las conclusiones de su estudio El simbolismo religioso

en las novelas de Pérez Galdós19 afirma en palabras que hacemos nuestras: «El

culto a la conciencia es una de las características más constantes de la novela

galdosiana, y constituye el fondo en que se proyecta la dimensión moral de sus

personajes» .

Muchas veces a partir de la dimensión moral de sus personajes, a partir de

la intervención interesada del narrador, a partir del juego inteligente de hechos

y situaciones, creemos poder atisbar, además, la proyección de la personalidad

del creador.

NOTAS

1 Episodios Nacionales: problemas de estructura. El folletín como pauta estructural, en «Letras

de Deusto» VIII, julio-diciembre (1974), p. 47.

Gullón desarrolla su teoría sobre el narrador en esta página y las siguientes.

2 Para El lector de los Episodios, véase R. GULLóN, Ibidem, pp. 54-7.

3 J. B. AVALLE ARCE, Zumalacárregui, en «Cuadernos hispanoamericanos», n.OS 250-252,

octubre (1970)-enero (1971), p. 365.

4 J. CASALDUERO, Los Episodios Nacionales dentro de la unidad de la obra galdosiana en

«Actas del Primer Congreso Galdosiano», Las Palmas (1977), p. 139.

s Cito por la edición «príncipe» de Vda. e Rijos de Tello, Madrid (1898).

6 Edición de Alianza-Remando, M. (1978).

7 Edición de Alianza-Remando, M. (1983), pp. 128-29.

8 Estos juicios sobre la personalidad del aspirante carlista al trono no son particulares de

Galdós, pues concuerdan con las de biógrafos e historiadores. Sin salirnos del terreno literario las

hallamos paralelas en un decidido carlista, incondicional y romántico, como D. Ramón del Valle

Inclán, que hace decir a Cara de Plata:

«Tendría que levantar horcas durante un año entero, en todas las plazas y a lo largo de

todos los caminos reales, y no es hombre para ello vuestro D. Carlos. Alabáis su clemencia

en la guerra, yen la guerra no se debe ser nunca clemente. Contáis, como beatas compungidas,

que anduvo huido por sus pueblos para no firmar una sentencia de muerte, yeso no

acredita su ánimo de Rey ( ... )>>.

Las Cruzadas de la Causa, Espasa Calpe, Madrid (1979), pp. 76-7.

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9 Edición Alianza-Hernando, Madrid (1978).

10 Edición Alianza-Hernando, Madrid (1976).

11 Esta afirmación la hace Regalado García, al reprochar al autor el no haber levantado la voz

contra la pena capital, practicada con prodigalidad por el Estado español durante la Restauración

y la Regencia (p. 329).

A. REGALADO GARCÍA, B.P.G. y la novela histórica española 1868-1912, Madrid (1966).

12 A. REGALADO GARCfA, Idem., p. 327.

13 C. E. LIDA, Galdós y los Episodios Nacionales: una historia del liberalismo español, en

«Anales Galdosianos» 111 (1968), p. 327.

14 Para el tema de «las dos Españas» véase H. HINTERHAUSER, Los Episodios Nacionales de

B. Pérez Galdós, Madrid (1973), p. 111-4.

15 Curiosamente en este mismo sitio de Villafranca consigna Galdós un detalle interesante: se

efectúa la evacuación de los familiares de los urbanos que se hallan encerrados en la torre de la

iglesia rodeada por el fuego; descienden los afectados entre burlas e insultos de los sitiadores,

cuando de las mujeres se trata; pero bajan tres niños y: «los de arriba poníanles cuidadosamente

en los últimos peldaños de la escala, y eran recogidos por soldados que trepaban cuidadosamente

para esta operación. El descenso se hacía paso a paso, presenciado con ansiedad por unos y otros.

Llegaron a tierra felizmente los chiquillos, fueron auxiliados al punto de ropa y comida, pues se

hallaban ateridos y muertecitos de hambre» (p. 31). Nos parece ver en este «cuidado» (dos veces

repetido) para con estos niños ante cuya seguridad se olvidan odios y rencillas, una nota de positivo

optimismo en la intencionalidad del autor.

16 Edición Alianza-Hernando, Madrid (1976).

17 A. DEL Río, Estudios Galdosianos, New York (1970), p. 180.

18 A. REGALADO, Op. cit., p. 77.

19 GUSTAVO CORREA, El simbolismo religioso en las novelas de Pérez Galdós, Madrid (1962),

p.250.

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