ISABEL 11, LA DE LOS TRISTES DESTINOS
(De la historia al personaje novelesco)
Demetrio Estébanez Calderón
Instituto ~Cardenal Herrera Oria»
Universidad Autónoma Madrid
Cuando Galdós escribe La de los tristes destinos!, aún está cercana la muerte
de la Reina Isabel, con quien había mantenido sendas entrevistas en 1902,
por mediación de León y Castillo. A raíz de dicha muerte, publica en El Liberal
(10-IV-1904) un extenso artículo (<<La Reina Isabel») de especial trascendencia
porque supone un cambio en el tratamiento del personaje histórico, al
romper con el estereotipo de la «pérfida Isabel» creado por la prensa liberal y
republicana del Sexenio Democrático. Este cambio implica un esfuerzo de
acercamiento imparcial a una figura história a la que en sus primeros artículos
de La Nación2 y de La Revista de España3 había tratado con sectarismo y
antipatía, actitud convertida en fría lucidez en un artículo de 1885: La Familia
Real Española 4 • Este proceso de comprensión culmina en el mencionado escrito
de 1904, que mantiene gran interés para el estudio que nos proponemos.
En efecto, al intentar Galdós crear para la prensa una semblanza de Isabel
11, en realidad está conformando unos materiales básicos que van a reaparecer
en La de los tristes destinos (T.D.). Esto es comprobable en la etopeya del
personaje novelesco, pero lo es también en la configuración de una perspectjva
múltiple, clave en el Episodio. Dicha técnica se concreta en el artículo a través
de las intervenciones de la Reina, las opiniones del periodista, las referencias
al juicio de historiadores y políticos (<<Se juzgará su reinado con severa crítica»)
y, sobre todo, a través de los soliloquios de Galdós. Pues bien, a nuestro juicio,
estos soliloquios, como procedimiento narrativo, han sido trasladados, en lo
esencial, a los caps. XIV y XV de T.D. a través del personaje de Beramendi,
como se puede observar en la comparación de ambos textos:
Artículo 1904 T. D.
«Si yo hubiera tenido confianza y autoridad
habríame atrevido a decirle: '¿Ver-
«Beramendi hablaba con Doña Isabel,
pero sólo con el pensamiento y sin desple-
313
dad, Señora que en la mente de Vuestra
majestad no entró jamás la idea del Estado?
( ... ). Claro que esto fue pensado, antes
moriría yo que decirlo en la visita
( ... )>>.
desplegar los labios le dirigía estas severas
reconvenciones:
- ¿Por qué celebras ... (p. 691).
Pero es que, además, con esta técnica del soliloquio, utilizada ampliamente
en ambos capítulos, Galdós ha infundido en la mente de Beramendi buena
parte de las opiniones personales manifestadas en el artículo citado, a la vez
que se reproducen en otros personajes del Episodio determinados juicios aparecidos
en la prensa del 68 y de 1904 sobre la personalidad y conducta política de
la Reina.
Finalmente, en este artículo de 1904 realiza una primera transmutación del
personaje en personajes de ficción mediante el proceso ensoñador, al imaginar
lo que hubiera sido la existencia de Isabel, de haber tenido por marido un
«príncipe ideal» y por consejeros a políticos como Cánovas, Sagasta o Primo
Finaliza la ensoñación preguntándose si la misma Reina no habría tenido alguna
vez un sueño similar. Con una interrogación sobre el íntimo pensar de la
Reina finaliza también la descripción del viaje al exilio en el cap. XXXVI de
T.D.
En enero de 1907, Galdós inicia la escritura de T.D. En anteriores Episodios,
la Reina Isabel había sido punto obligado de referencia en el desarrollo
de la trama. Rasgos básicos de su etopeya han ido conformándose a partir de
las opiniones de personajes como Quintana en Los Ayacuchos, Centurión en
Bodas Reales y Los Duendes de La Camarilla, Serrano en O'Donell, Eufrasia
en Prim, y, por supuesto, Beramendi, narrador de estos Episodios5• Incluso en
momentos fugaces de aparición en escena de Isabel en Bodas Reales y en Narváez
hay un primer esbozo de prosopografía6 • Sin embargo, es en T.D. donde
al novelista se le presenta el arduo cometido de crear un personaje «de carne
y hueso» (art. 1904) como actor fundamental de la novela.
Porque, de hecho, el personaje de Isabel se convierte en eje primordial de
la trama narrativa de T.D. que es la historia novelada de una revolución en
marcha. Aunque, cuantitativamente, el relato de las relaciones amorosas de
Ibero y Teresa prevalezca en el entramado de la obra y aunque la Reina únicamente
aparece en escena en cinco de los treinta y ocho capítulos del Episodio
(111, XIV, XV, XXXV y XXXVI), en realidad su nombre acapara la atención
de los personajes del pueblo (Rafaela, Jumas, Ibero, Teresa, Polop, Confusio,
etc.) de la burguesía y aristocracia (los Cordero, Beramendi, Villares de Tajo)
y de políticos y militares (O'Donnell, Ayala, Narváez, Prim). Desde los prime- '
ros capítulos, la Reina, responsable del ajusticiamiento de los sargentos, es
interpelada por una representante del pueblo, Rafaela: «Isabel, ponte en guardia
». En el cap. 111, los unionistas (Tarfe) reconocen que el «desconcierto» y
el «absurdo» se han instalado en Palacio y preanuncian la ruptura con el eslogan
terminante de Ayala: «Esa señora es imposible». En el V Ibero afirma que
la impopularidad de la Reina se extiende a todas las capas sociales: «No se
abre una boca española que no diga «Esa señora es imposible». En el VII,
314
Polop confirma que el rechazo de la Reina trasciende las fronteras del país:
«Dentro y fuera de España no oye uno más que ... esa señora es imposible»,
idea que se confirma en el X, cuando unos turistas franceses hablan «sin ningún
comedimiento de la Reina ... ». En el cap. XI Confusio, el visionario «historiadOf
», anuncia la futura abdicación de Isabel, y Beramendi alude a la necesaria
revolución, término que reaparece en el XIV aplicado a la eliminación de los
esquemas político-religiosos del «genio teocrático» en la educación del Príncipe.
Tras los caps. XV-XVI dominados por la presencia de Isabel, sucede la
secuencia dedicada al relato amoroso de los protagonistas y a los preparativos
de la revolución en el exilio (XVI-XXVII) con críticas intermitentes a la Reina
(pp. 716, 717, 720, etc.). Su nombre vuelve a sonar en la fragata Zaragoza,
cuando Prim opone al «Viva la Reina» de Topete, el grito revolucionario «Viva
la Soberanía Nacional» (p. 742). En Alcolea resuena el último «viva» a la
Reina pronunciado por unos soldados que van a la muerte (p. 750). A partir
de entonces el silencio «fúnebre» 7 envuelve al personaje que tras su reaparición
en escena en los cap. XXXV y XXXVI es mencionada por Teresa e Ibero en
el capítulo final.
La prosopografía de Isabel en T.D. está diseñada en dos secuencias diferentes:
la primera en la descripción realizada por Ibero en la duermevela de Palacio,
al recordar uno de los cuadros en el que aparece «Doña Isabel pintada con tintas
y pinceles de adulación»8 y en la descripción de Tarfe al evocar su entrevista con
la Reina en el cap. 111. En ambas descripciones se advierte una toma de posición
del narrador coherente con el estado de opinión del pueblo frente a la Reina.
Para comprender el cambio producido en dicho estado de opinión, es imprescindible
hacer un estudio comparativo entre esta descripción de T.D. Y la que aparece
en Bodas Reales, cuando la Reina está en la cumbre de su popularidad:
Bodas Reales
«A la subida ( ... ) todo el regocijo de los
corazones, toda la efusión de las almas era
para la Reina Isabel, para su juventud risueña
y llena de esperanzas, para su rostro
sonrosado en que la virginidad y la
gracia picaresca fundían sus encantos;
para su nariz respingada, que bien podía
llamarse una nariz popular; para su boca
que no habría sido tan simpática si fuese
más clásica; para su desarrollo de gargante
y busto, más avanzado de lo que ordenara
la edad; para todo aquel conjunto lozano
y sonriente, y aquella inocencia frescachona
»9.
La de los tristes destinos
«Vestía Doña Isabel un vaporoso traje de
crespón de seda azul, con volantes y adorno
de encajes negros. Su peinado, bajo,
achaparraba su cabeza, haciéndola más
aburguesada de lo que era realmente. Por
haber transcurrido unos dos años sin verla
de cerca, fijóse el caballero en la creciente
gordura de la Reina. Las formas abultadas
y algo fofas iban embotando su esbletez
y agarbanzando su realeza.
... Aquel día no se hallaba la Señora de
buen talante. Parecía distraída, inquieta y
sus ojos de un azul húmedo y claro; sus
párpados ligeramente enrojecidos, más
expresaban el cansancio que el contento
de la vida ... Eran los ojos del absoluto desengaño,
los ojos de un alma que ha venido
a parar en el conocimiento enciclopédico
de cuantos estímulos están .vedados a
la inocencia» (p. 641).
315
De la lectura de ambos fragmentos se deduce una contraposición de puntos
de vista asumidos por el narrador ya desde la presentación del contexto. El de
Bodas Reales recrea el entusiasmo de la multitud ante la presencia de Isabel,
que gusta de «estas exhibiciones al aire libre, ante gentes que en nada se asemejan
a las empalagosas figuras palatinas». El contexto de T.D. es una sala del
Palacio donde la Reina conversa con Tarfe, sobre la liberación de dos jóvenes
presos desde la sublevación de los sargentos. Poco antes Tarfe ha sugerido que
la Reina está como secuestrada por la Camarilla y por el Supremo Camarillón
Ecuménico.
En la descripción de la prosopografía, el narrador de Bodas Reales no repara
en el atavío externo de la Soberana, prendado por el «conjunto lozano y
sonriente» que se le impone como un regalo visual. Contagiado del estusiasmo
popular, transforma la descripción en una loa del «rostro sonrosado» y esbelta
figura de la Reina, ennobleciendo sus rasgos físicos con elementos sublimadores
de etopeya: un rostro «en que la virginidad y la gracia fundían sus encantos
», una nariz «popular» (connotación social) y una boca cuya leve desmesura
se diluye con la aureola de la simpatía. El contraste con la prosopografía de
T.D. no parece imputable en exclusiva al paso del tiempo, sino a una intención
estética e ideológica. Se advierte, en primer lugar, una atención precisa al
atavío en que resaltan los colores oscuros. Se percibe una buscada técnica de
degradación de la figura regia: el peinado «achaparraba» su cabeza, haciéndola
«más aburguesada». El «conjunto lozano» ha dado paso a una «creciente gordura
» y a unas «formas abultadas y algo fofas». La presenca de dos gerundios
degradantes (<<embotando» y «agarbanzando») con su carácter de proceso durativo,
intensifican la sensación de deterioro estético «in crescendo» de la antaño
figura esbelta de la Soberana. La transparencia de sus ojos viene ensombrecida
por lo que traslucen de «cansancio de la vida».
La oposición entre ambas prosopografías resulta más significativa en aquellos
rasgos físicos presentados como soporte de actitudes morales. A la juventud
«risueña y llena de esperanza» de la primera han sucedido «los ojos del
absoluto desengaño» en la segunda; la «inocencia frescachona», «la virginidad
y gracia picaresca» juvenil ha dado paso al «desengaño» de un «alma que ha
venido a parar en el conocimiento enciclopédico de cuantos estímulos están
vedados a la inocencia», y, finalmente, al «gozo» de vivir le ha suplantado el
«cansancio de la vida». En el Ms. en vez de cansancio aparece tachada la
palabra «hastío», con una mayor carga de hundimiento morapo.
Al estudio de la etopeya de la Reina dedica Galdós su mayor esfuerzo,
aportando en las versiones contrapuestas de los personajes, las opiniones recogidas
en testimonios escritos (prensa, libros históricos y de memorias), así
como sus propias impresiones de las entrevistas con Isabel 11. Por eso, al hacer
este análisis tendremos en cuenta los juicios de la prensa del 68, que Galdós
conoce, pues participó activamente en ellos, y que cita expresamente en T.D.
tanto periódicos como literatura panfletaria (pp. 679, 751, 757, etc.), además
de los Episodios de la tercera y cuarta serie, de los que T.D. viene a ser una
congruente recapitulación.
316
En contraste con los Episodios anteriores a Prim, en T.D. resalta la prevalencia
de aspectos negativos en la etopeya de Isabel. Así, en el plano de las
cualidades intelectuales, si en los primeros Episodios se afirma que «Isabel
despunta por su inteligencia», capacidad de comprensión y «anhelo investigador
» 11 , en T.D. son frecuentes las expresiones que aluden a la degradación de
esas cualidades innatas: «pobre Majestad sin juicio» (p. 691), «inexperta» (p.
684), «reina sin seso» (p. 720), «Majestad ciega» (p. 692), modelo de «torpeza»
y «ciego andar a trompicones», etc. El origen de esta degradación se vislumbra
ya en las observaciones de Quintana en Los Ayacuchos sobre el riesgo de que
pudieran predominar el sentido y la emotividad en su carácter, con menoscabo
de sus «funciones mentales». Riesgo intensificado por el «abandono y mala
dirección» en la instrucción primaria, opinión coincidente con las apreciaciones
de la Condesa de Mina 12. En Bodas Reales se advierte el peligro de deformación
intelectual de la Reina con la imposición del grupo del Moderantismo,
tras la destitución de Argüelles. El testimonio de Isabel 11 en sus entrevistas
con Galdós coincide con cuanto había dicho el novelista en Los Ayacuchos y
Bodas Reales sobre la influencia negativa de los consejeros moderados tanto
intelectual (<<cortesanos que solo entendían de etiqueta y como se tratara de
política, no había quien les sacara del absolutismo») como moralmente:
«¿ Qué había de hacer yo, jovencilla reina a los catorce años sin ningún freno en
mi voluntad ( ... ) no viendo alIado mío más que personas que se doblaban como
cañas ni oyendo más que voces de adulación que me aturdían?»13.
Entre los rasgos característicos de su etopeya moral destaca el de su bondad.
En la entrevista con Beramendi las muestras de «afecto ... sencillo y familiar
» de Isabel impresionan al narrador, que no puede menos de reconocer
dicha cualidad (<<yo reconozco tu bondad, tu ternura», p. 692), aunque lamenta
a continuación el deterioro de la misma por influjo del ambiente farisaico de la
Camarilla:
«El pueblo español se ha cansado de esperar el fruto de ese árbol de tu bondad,
que has entregado al fariseismo para que lo cultive» (p. 692).
Sobre esta bondad nativa de la Reina abundan los testimonios en los Episodios
desde Los Ayacuchos hasta Cánovas 14 • La prensa de la Rev. del 68 negó
este rasgo fundamental de su carácter. Con ocasión de su muerte, varios periódicos
reivindican nuevamente este valor de su personalidad, sin menoscabo de
la crítica a los errores políticos de su régimen 15. El artículo de Galdós menciona
la «exquisita bondad» y la «inmensa ternura» de la anciana Reina.
Un exponente de esta bondad lo constituye su generosidad, reiteradamente
valorada en los Episodios anteriores a Los Duendes de la Camarilla 16 a partir
del cual comienzan las reticencias frente a los cuantiosos donativos que tienen
como destinatario primordial a instituciones y personas religiosas cercanas a la
Reina. En T.D. prevalece la reticencia en las opiniones de Beramendi, que
considera a Isabel como «dadivosa y desternillada» (p. 692)17. La prensa del 68
alude también crítica y despectivamente a este rasgo de Isabel, «la dadivosa, la
rumbosa, la generosa», cuyos donativos desmesurados al clero son considerados
como un fraude al erario públic018. Galdós, en su artículo de 1904, recono-
317
ce que su «fácil arranque para las dádivas y mercedes» bordea los límites del
«altruismo desenfrenado».
Otra cualidad ponderada en los Episodios es la sencillez y espontaneidad 19
evidente en las entrevistas mantenidas con Tarfe y Beramendi en T.D., trasunto
de la «sencillez grave» y la «familiaridad doméstica» de que fue testigo Galdós
en sus entrevistas.
En esa espontaneidad, unida a un lenguaje animado por la gracia y el sentido
del humor, no exento de ironía, radica el atractivo que ejerce sobre sus
súbditos. En numerosos textos de los Episodios se habla de esa «gracia picaresca
» de una Reina «donosísima y muy salada»20. Signos de este «gracejo» aparecen
en las entrevistas de Tarfe y Beramendi en T.D. (<<Estás hecho un perdido,
Tarfe ... Me tienes muy olvidada», p. 651). En sus Memorias, Galdós confirma
la pervivencia de este rasgo de carácter en la anciana Reina, al recordar «la
gracia, el donaire y la dulce ironía en la conversación». Impresión reiterada
por León y Castillo: «Difícilmente habrá quien supere y pocos que igualen el
esprit que en la conversación derrochaba la Reina Isabel»21.
Gracias a estas cualidades logra una espontánea comunicación con el pueblo,
al que trata con un «sentimiento ecualitario» y «una confianza recíproca» 22 . Restos
de este sentimiento persisten en T.D. en el tratamiento de personajes populares
como Rafaela: «Confiábamos en que la Isabel perdonaría» (p. 647). Pero ya
la etiqueta palatina y la Camarilla han levantado un muro de incomunicación que
abocará en ruptura (p. 691). A pesar de todo, la Reina afirma su amor inquebrantable
al pueblo español, respecto del cual se atribuye una especie de maternidad
social y a cuya «raza» se empeña en pertenecer. Se lo confiesa a Galdós:
«Yo tengo todos los defectos de mi raza, pero también alguna de sus virtudes» 23 •
En la etopeya de Isabel, en T.D. se advierte una degradación de las cualidades
innatas y la presencia de vicios deplorables. Beramendi habla, incluso, de
traición: « ... agasajar a los que te disputaron el trono y dar con el pie a los que
derramaron su sangre por asegurarte en él. Te has pasado al bando vencido» (p.
691). En las alusiones del narrador a las «víctimas inmoladas» (p. 765), que
piden «justicia» hay un eco indudable de la prensa de 1868, que con indignación
crispada, fustiga la insensibilidad moral de Isabel ante tanta «sangre»24. Galdós,
en el arto de 1904 sigue recordando la «monstruosa ingratitud» de la Reina, al
olvidarse de los «héroes que dieron la vida» por ella y por «la libertad».
Otro defecto es la inconsistencia y volubilidad de carácter. En varios Episodios
hay constancia de él. En O'Donell, Serrano habla de la «veleidosa condición
» de Isabel 11, Y en Prim puede comprobar el lector los caprichosos cambios
de gobierno provocados por la Reina en breve lapso de tiemp025. En el
arto de 1904 Galdós confirma esta «volubilidad y sinrazón» de que dio muestras
en esos cambios de gobierno. Al tiempo destaca su carácter «indolente» y su
incapacidad para tomar «toda resolución tenaz y vigorosa». Estos juicios han
sido trasladados a T.D., donde Ibero intuye en la mirada de la Reina «pereza
mental y abulia» (p. 761). En el Ms. se decía «indolencia» (p. 649). Beramendi
aporta un testimonio de esta volubilidad: poco antes de partir al exilio, decide
318
ir a Logroño para abdicar ante Espartero y a la mañana siguiente cancela súbitamente
el viaje. Beramendi descubre en «La torpe influencia de Marfori» la
raíz de este cambio brusco. La inconsistencia de carácter de la Soberana le
hace vulnerable a la manipulación de sus sentimientos por parte de sus favoritos26
•
Con ello entramos en el tema de la rica y diversificada vida afectiva de la
Soberana, aspecto sobre el que Galdós muestra un silencio respetuoso. No
obstante, hay en T.D. algún signo indicador de la sensibilidad de la Reina
frente al tema amoroso. Destaquemos la complacencia con que aprueba el
co~portamiento de Mita, que se une con Ansurez, tras abandonar a su marido.
Al lector no se le escapa el paralelismo buscado por Galdós entre la historia de
Virginia y la propia historia de Isabel:
«La verdad, fue un caso graciosísimo ... y no hay que culpar a Virginia, sino a
sus padres que la casaron con un afeminado y bobalicón, sin maldita gracia para
el matrimonio ... Todo .les está bien merecido. Hay que ponerse en lo natural»
(p. 652).
Aparte de otro paralelismo (el de Teresa, sobre el que volveremos) y la
presencia cómplice de Marfori, hay un pasaje en el que parece haber una velada
referencia en el contexto a los desórdenes de la vida privada de la Reina y
es la queja amarga de Rafaela: «Bien la perdonamos a ella, Cristo» (p. 647)27.
La prensa de 1868 hizo de estos desórdenes, además del recuerdo de su
ingratitud y perjurio, el gran detonante que defenestró la imagen de la Reina
y justificó ante los más la necesidad de la Revolución. La prensa de 1904, en
cambio, se mostró más respetuosa con las «faltas de la mujer» y justiciera con
los errores políticos de la Reina28
•
Un defecto subrayado en T.D. es la resistencia a enfrentarse a la verdad. A
juicio de Beramendi, Isabel parece instalada en un mundo de mentira: «Ninguno
de los que venimos a rendirte acatamiento te ofrecemos la verdad, porque
te asustarías de oírla» (p. 691). Es incapaz de aceptarse como culpable de la
frustración y rechazo del pueblo: «Pero las cosas han venido a esta tirantez ...
¡qué se yo! por acaloramientos de unos y otros ... ¿Verdad Beramendi, que no
tengo yo la culpa?» (p. 692). La Prensa del 68 fustiga la insinceridad de la
Reina. El pueblo se siente burlado por el «perjurio» e incumplimiento de su
«Real palabra» 29 • Galdós, que en Los Ayacuchos había destacado la «franqueza
» de Isabel y su disposición para la «fácil comprensión de sus yerros», en el
artículo de 1904 constata su tendencia a evadir las preguntas comprometidas
(caso Olozaga o el Ministerio Relámpago). En T.D. atribuye esta insinceridad
a la influencia corruptora de la Camarilla eclesiástica.
Es, precisamente, la inautenticidad religiosa de Isabel el defecto más combatido
por el narrador de T.D., al que impresiona la obsesión de la Reina por
el tema religioso. En este sentido, destaca la creencia del padre de M. a Ignacia,
el arraigo de la «buena doctrina» en la familia (<<se que sois muy religiosos»),
la posible indiferencia de Beramendi (<<Porque de la religión de ese no me fío
yo ... »). Esta obsesión religiosa se percibe además en el tipo de educación del
319
Príncipe, a quien «no le enseñan más que religión y armas» (p. 682), religión
«indigesta», hecha de «pesadeces sermonarias» y «moral teórica y formularia»
(p. 688). Esta educación aberrante es propiciada por la Camarilla (Sor Patrocinio
y el Rey Consorte) que han impuesto como gentilhombre de Palacio a D.
Isidro Loza, para quien lo que más importa es «tener un Monarca muy religioso
y muy moral» (p. 686). Beramendi contempla indignado este proceso de deformación
del Príncipe (<<en vez de ilustrarle, le embrutecen», p. 687). En continuidad
con la crítica realizada en Prim al chantaje moral de los Consejeros
religiosos de la Reina, que explotan para sus intereses mezquinos30 la superstición,
el remordimiento por sus desórdenes morales y el terror al infierno, en
T.D. somete a crítica la alienación religiosa de la Reina y su concepción mágica
de lo sagrado:
«No invoques el Dios verdadero mientras vivas posternada ante el falso. Ese
Dios tuyo, ese ídolo fabricado por la superstición y vestido con los trapos de la
lisonja, ese comodín de tu espiritualidad grosera, no vendrá en tu ayuda porque
no es Dios ni es nada» (p. 692)31.
Para Beramendi esta deformación religiosa es la causa de la degradación
moral de la Reina y de la pérdida de sus cualidades naturales, idea que reaparece
en el artíc. de 1904 al afirmar que sus valores «quedaron oscurecidos y
ahogados por insustancial beatería». Consciente de las graves repercusiones
políticas de esta deformación religiosa, Beramendi percibe la necesidad de una
revolución cultural que acabe con la intromisión del Clero en el Gobierno de
la nación:
«Revolución si ( ... ) penetrar en Palacio con un largo plumero y quitar las telarañas
que ha tenido ( ... ) el genio teocrático ( ... ) No te olvides de quemar la santa
túnica de Patrocinio, sudorosa y asquerosa ... » (p. 688).
Galdós coincide con una parte de la prensa de 1868 que llega a hacer del
secuestro religioso de Isabel la raíz última de la represión política y cultural de
su reinad032 •
Finalmente, en L.T.D. se formula una condena global sobre la conducta de
la Soberana como responsable de la degradación moral del país, bajo el influjo
perturbador del fanatismo: «Impurificaste la vida española; quitaste sus cadenas
a la superstición para ponérselas a la libertad» (p. 766). Esta apreciación
coincide con la opinión mayoritaria de la prensa revolucionaria del 68, que
podía sintetizarse en un texto de Las Novedades que juzga el régimen de Isabel
como «un gobierno sin principios, sin honradez, sin pudor, que había acabado
por no tolerar a su alrededor ningún hombre que conservara el menor resto de
buen sentido y de justicia» 33 •
Finalizado el estudio de la prosopografía y etopeya, cabe preguntarse por
la posición final del autor frente a su personaje novelesco. Galdós, al utilizar
la técnica de la perspectiva múltiple, toma distancia frente a su criatura, en
aras de una pretendida imparcialidad. ¿Cuál es la impresión del lector ante el
contraste de perspectivas? Si se considera la etopeya, se ha logrado tal complejidad
de matices por la confluencia de versiones que no es fácil discernir el
último juicio de su autor. En síntesis, todos los personajes coinciden en un
320
sentimiento de frustración ante el fracaso de las expectativas puestas en una
Reina que ha ido progresivamente distanciándose del pueblo, a la que se juzga
ingrata y degradada moralmente. Sin embargo, ¿cuál es el grado de responsabilidad
que confiere el novelista al fracaso personal y político de Isabel? Las
opiniones de los personajes pueden reducirse a tres:
- Las que la juzgan culpable sin paliativos. Es el caso de Rafaela: «Nosotros
confiábamos» (frustración); «tu justicia me da asco» (rechazo); «Isabel,
ponte en guardia» (revolución) p. 647.
- Los que la consideran manipulada e inocente, y atribuyen a la trayectoria
personal (<<todos los males de la patria provenían del matrimonio de la
Reina», (p. 661), o a sus consejeros la culpa de sus errores (<<Lucila, indulgente,
disculpaba a Doña Isabel, cargando la ignominia política y privada a la
cuenta de sus allegados y consejeros», p. 661).
- Los que la juzgan culpable como Reina y la disculpan como mujer, aunque
extienden la culpabilidad a la Camarilla, última responsable de la deformación
moral y política de Isabel. Esta es la posición de Beramendi. La crítica a
los errores políticos de la Soberana (adhesión al absolutismo, traición a los
defensores de su trono, represión de las libertades, etc.) y a sus defectos morales
(ingratitud, insinceridad y alienación religiosa, etc.) es implacable.
Galdós ha recogido en estas tres posiciones los distintos juicios que en la
prensa del 68 y en la de 1904 se dieron sobre el reinado y personalidad de
Isabel. Pero, insistimos: ¿Cuál puede ser la opinión del novelista?
Al comienzo de esta ponencia se adelantó la idea de que Galdós había
trasladado en técnica (soliloquio) y en contenido su interpretación de la figura
histórica de Isabel al personaje novelesco, a través de las opiniones de Beramendi.
Al estudiar la etopeya hemos podido comprobar las coincidencias entre
los juicios de éste y los del artículo de 1904.
Pues bien, resumiendo la posición del novelista en T.D., se concreta en las
siguientes conclusiones:
a) En el episodio se advierte una condena unánime del papel político desempeñado
por el personaje. A Isabel, como Reina, se le considera ingrata y
responsable de tanta «sangre» vertida (<<La horrorosa estadística de vidas humanas
sacrificadas por la fatídica Doña Isabel o contra ella» pp. 750-751, 765).
A lo largo del Episodio el rechazo del pueblo va haciéndose general. La Revolución
supone un ajusticiamiento político, y en términos de muerte está considerado
metafóricamente su exilio (p. 765). Beramendi es tajante en esta condena
del papel de Reina: «Yo reconozco tu bondad, tu ternura; más no bastan
estas prendas para regir a un pueblo. El pueblo español se ha cansado ... », (p.
692). Galdós, en el artíc. de 1904 lo confirma: « ... el mayor de sus infortunios
fue haber nacido reina ... ».
b) Beramendi, Lucila y Pepa Jumos, extienden la responsabilidad de sus
errores políticos a la clase dirigente (<<la camada absolutista», p. 662) y a los
consejeros eclesiásticos de la Reina. Al mismo tiempo, Pepa Jumos parece
exculparla frente a la acusación de Rafaela de no haber evitado el ajusticia-
321
miento de los sargentos: «No hables mal de ella ( ... ) que si no perdona es
porque no la deja el zancarrón de O'Donell, o porque la Patrocinio, que es
como culebra, se le enrosca en el corazón» (p. 647). En este momento el novelista
toma partido (<<Dijo la Pepa con alarde de sensatez») a favor de Isabel
ante la acusación de la prensa revolucionaria de haber sido instigadora del
ajusticiamiento. Villalba Hervás hace a este propósito unas observaciones pertinentes
que llevan la duda a cualquier lector imparcial. Y, sin embargo, el
narrador zanja la cuestión a favor de Isabel como ya lo había hecho indirectamente
en Narváez 34 , cargando la responsabilidad sobre los políticos y religiosos,
que habían secuestrado la voluntad de la Reina.
c) En el Episodio aflora un sentimiento de compasión hacia la desventurada
mujer cuya trayectoria personal y política ha terminado en un rotundo fracaso:
«Te compadezco ( ... ) Empezaste a reinar con las caricias de todas las hadas
benéficas y esas hadas se te han convertido en diablos que te arrastran a la
perdición» (p. 692). En estas palabras de Beramendi está sintetizada la historia
de la relación de Isabel con su pueblo, una relación de «amor» que se ha
convertido «en lástima cuando no en aborrecimiento».
d) En T.D. se convierte al personaje histórico en símbolo del fracaso existencial
de un ser condicionado por el destino. Son varios los textos en que se
habla de Isabel como mujer predestinada por un sino trágico: «La de los tristes
destinos» se titula la novela. «Fatídica Isabel» la denomina el narrador al contemplar
los novecientos cadáveres de la batalla de la «trágica tarde» de Alcolea
(pp. 750-751): el «fatum» vinculado a lo «trágico». Los términos «sino» e «infortunio
» (p. 762) completan este cuadro de fatalidad que pesa sobre Isabel.
En el artíc. de 1904, Galdós considera como «infortunio» que Isabel haya nacido
reina. El fracaso y la muerte marcan la existencia de Isabel: fracaso en su
educación, en su matrimonio, en su relación con el pueblo. Su reinado se desarrolló
bajo el signo trágico de la muerte. Así lo afirma Beramendi: «Véase la
tragedia de este reinado, todo muertes, todo querellas» (p. 765). El mismo
Episodio comienza con el ajusticiamiento físico de los sargentos y finaliza con
el ajusticiamiento político de la Reina.
e) Condenada la figura política de Isabel 11, se salva, no obstante, el personaje
de ficción. De entre los conocidos procedimientos empleados por el
novelista para transformar la materia histórica en relato de ficción, vamos a
seleccionar los más relevantes: la técnica paralelística y la transmutación metafórica
del espacio. Es evidente que en el Episodio existe un paralelismo marcado
entre la historia de Isabel y la historia de los sargentos. Con su viaje hacia
el «patíbulo» (p. 646) se inicia el episodio y con el viaje de Isabel 11 hacia el
exilio (<<que alguna vaga semejanza tenía con las salidas para el patíbulo», p.
765) finaliza la novela35 • Otro paralelismo evidente es el ya comentado entre la
historia amorosa de Mita y el fracaso matrimonial de la reina. El tercer paralelismo
se entabla con Teresa Villaescusa, marcada también por el desorden
moral en su vida privada y de ficción, unida a la Reina en el destino final: el
exilio). Se sugiere, incluso, un paralelismo antitético referido al título del Episodio
cuando alude Ibero a «los alegres destinos».
322
«Dona Isabel no volverá ni nosotros tampoco. Ella desterrada sale huyendo de
la libertad y hacia la libertad corremos nosotros. A ella la despiden con lástima:
a nosotros nadie nos despide; nos despedimos nosotros mismos diciéndonos:
corred, jóvenes, en persecución de vuestros alegres destinos» (p. 768).
Este paralelismo antitético se extiende al espacio habitado por los personajes,
investido de connotaciones simbólicas. Así, el de la Reina en los caps. 111,
XV, XVI es el Palacio, un espacio cerrado, frente al espacio abierto del pueblo,
que es la calle (Jumas, las «Zorreras»). Ibero y Teresa carecen de espacio
permanente, viven una existencia seminómada. Sus encuentros ocurren de camino
o en el tren (convertido, en esta novela «bizantina» de viajes y aventuras,
en símbolo de progreso y a la vez de salvación para los exiliados (p. 664): «Por
aquí va saliendo la revolución atrabajar, por aquí la traeremos triunfante»
augura Poloc, (p. 666). Las características del espacio de convivencia de Ibero
y Teresa son la provisionalidad y el calor humano. De su primer albergue en
Isatsu se dice: «Allí se posaron, allí eligieron una rama para su nido» (p. 675).
Cuando se encuentran tras la revolución, al salir de España, Ibero expresa su
felicidad con una imagen simbólica: «Mi casa es una choza nueva y linda. En
ella tengo mi trono y mi altar. En ella venero mis instituciones» (p. 769).
La contraposición palacio-choza enfrenta dos formas de vida. El Palacio
supone para Isabel «etiqueta», «mentira», privación de autonomía. La choza
es para Ibero símbolo de autenticidad y de libertad. Triunfante la Revolución,
los Reyes están recluidos en un hotel de San Sebastián y el novelista los imagina
como «inquilinos desahuciados que al abandonar la casa, sin saber adonde
ir, se aposentan por una noche en la portería» (p. 763). Isabel desciende del
Palacio a la «portería» («portería»-<<choza»). El paralelismo no termina aquí.
La marcha al exilio se realiza en un espacio liberador: el tren. En el tren la
despide Beramendi, que se permite adivinar los pensamientos de la Reina:
«Me han echado y ellos gozan de libertad. Bien, ¿y qué? Ahora ... yo también
libre» (p. 766). El proceso salvador del personaje novelesco se ha cumplido:
«el dolor engendró el goce y el llanto una sonrisa» (p. 766). La Revolución ha
destruido el trágico destino de Isabel (haber nacido reina) y ha liberado a ella
y a su hijo del secuestro de clérigos y palaciegos. Al fin, todos libres. Sin
embargo, el novelista de 1907 sabe que aquella revolución de 1868 fue desfigurada.
En la conversación de Lagier e Ibero del cap. XXX, Galdós, republicano,
proyecta su amargura ante el resurgir del fanatismo religioso que constituye el
verdadero muro contra el que se estrella la revolución. Por eso, saca a sus
protagonistas de España, huyendo de «Doña Moral de los aspavientos», mientras
resuenan las palabras de Beramendi en el cap. XIV proclamando la urgencia
de una revolución. Galdós, al situar a la Reina en la órbita de la resolución
moral representada por Teresa y Virginia es coherente con el tratamiento del
personaje histórico en su artíc. de 1904 en el que llega a considerar a Isabel 11,
la anciana Reina, por su generosidad innata y deseo ~e equidad, una «gran
revolucionaria inconsciente» 36 • Definitivamente la benevolencia (o lucidez y
honestidad) de Galdós con sus personajes no tiene límites 37 •
323
NOTAS
1 La lectura de los artículos dedicados a la muerte de Isabel en la prensa de abril de 1904 (fecha
de la muerte de Isabel Il) pudo sugerirle a Galdós el título del Episodio ya que, al menos en dos
periódicos aparece mencionado. Así, en «El Liberal» (1O-IV-1904) se dice: «La de los tristes destinos
vino al trono entre el fragor de ese combate». Y en «El País» (6-IV-1906): «Esta doña Isabel, la que
llama Aparisi reina de los tristes destinos». El origen de la atribución de ese apelativo a Aparisi ha sido
estudiado por W. H. SOHEMAKER (1956), Galdós's La de los tristes destinos and Its Shakespearean
Connections, «Modem Language Notes» 71, pp. 114-119. Dicho apelativo fue lanzado por Aparisi
(ante el posible reconocimiento del Reino de Italia) en una intervención ante el Congreso eI4-VIl-1865
cuyo texto es: «Yo me temo mucho que alguno esté esperando que se haga ese infausto reconocimiento
para decir en alta voz aquellas palabras dolorosas de Shakespeare, 'Adiós, mujer de York (sic), reina
de los tristes destinos'». A. MARISI y GUUARRO (1873), Obras, vol. Il, Madrid, p. 496.
2 En este artículo rememora las ceremonias cortesanas celebradas durante la boda de la
Infanta Isabel. Con una técnica de degradación burlesca describe dichas ceremonias como «un
sainete» representado por la comitiva regia, reducida a «muñecos de un juego de mojigangas».
Describre a los miembros de la Familia Real de forma esperpéntica (<<caras arrugadas y ridículas,
deformes facciones cubiertas de piel herpética») para centrar, a continuación, su punto de mira en
la Reina, en la que culmina la deformación degradadora de su prosopopeya, seguida de una hiriente
alusión a su vida privada (<<mole», «deforme busto», «basto cuello ... adoquinado de diamantes
... » «el manto inmenso que cubre sus hombros se traba en las espuelas de Marfori»). El artículo
termina proyectando sobre el Régimen y la Corte la sombra de la decadencia y de la muerte
(coche-«catafalco»; Familia Real «restos, vivos aún», «cementerio»).
3 En los artículos de La Revista de España persiste la animadversión de Galdós hacia la
monarquía de los Borbones. El nombre de la Reina, escasamente mencionado, se vincula al régimen
fenecido y a los partidarios de Don Alfonso, empeñados en su vuelta al poder a través de una
campaña de intrigas y manipulación del ejército. Es «el mismo partido de 1868, cuya torpe conducta
atrajo sobre España las burlas de toda Europa». La Revista de España (1872), núm. 101, T.
XXVI (mayo-junio) p. 144.
4 En este artículo Galdós sintetiza los rasgos más sobresalientes de la etopeya de la Reina:
generosidad, inconsistencia de criterios, volubilidad (<<manifiesta ahora aficiones al partido liberal,
lo que contradice sus tradiciones de reina efectiva»), el talante español en gusto y aficiones y,
sobre todo, el predominio del sentimiento sobre la razón con la consiguiente ausencia de criterios
de orden político: «Es que Isabel Il obedeció siempre a impresiones y sentimientos más o menos
pasajeros y las ideas políticas fueron siempre poco menos que letra muerta para ella. Mujer de
corazón y no desprovista ciertamente de arranques generosos, rara vez comprendió los alcances y
el sentido intelectual del papel de Reina». B. PÉREZ GALDÓS (1923), Obras Inéditas, ordenadas y
prologadas por A. Ghiralda, vol. 111, Política española, Madrid, Renacimiento, pp. 93-94.
5 Los Ayucuchos, pp. 1.194-95, 1.207-1.208. Bodas Reales, pp. 1.311-12, 1.396-97. Los Duendes,
pp. 1.654 Y ss. O'Donnell, Obras Completas, 111, p. 149. Prim, pp. 541 y ss.
6 Bodas Reales, Obras Completas, 11, pp. 1.311-12. Narváez, p. 1293.
7 «La máquina no tardó en pitar con aspero bramido y pronto arrancó sin que se oyeran
vivas; el mudo respeto suplió las exclamaciones mandadas recoger por inoportunas ( ... ). El duelo
se despedía en la frontera. Pero los acompañantes de la difunta Monarquía ... » T. D. p. 765.
8 «Doña Isabel pintada con tintas y pinceles de adulación, el cabello en cocas, medio cuerpo
dentro del inflado miriñaque, coronada la frente, los claros ojos azules diciendo bondad, pereza
mental, abulia; la mano derecha caída sobre un cojín rojo, donde estaban la Corona y un cetro
ideal, semejante al que llevan los reyes de baraja» (p. 761).
9 Bodas Reales, Obras Completas, 11, p. 1.396.
10 Manuscrito de La de los tristes destinos, n.O 21.779, Biblioteca Nacional de Madrid, p. 30.
u Luchana, Obras Completas, p. 666. Los Ayacuchos, 11, p. 1.208. La Condesa de Mina
confirma esta impresión: «Dotadas las princesas de tanta capacidad y penetración como puede
desearse en su edad». J. VEGA DE MINA (1910), Apuntes para la Historia del tiempo que ocupó los
destinos de aya de S. M. y Camarera Mayor de Palacio. Madrid, Imprenta de los hijos de M. G.
Hemández, p. 53.
324
12 Quintana: «Era forzoso desarrollar mayor reflexión a expensas de la espontaneidad generosa
e infundirse el sentimiento claro de las funciones mentales», Los Ayacuchos, II, pp. 1.195-96.
La Condesa de Mina atribuye a la deficiente educación anterior una «gran indolencia y caprichos
pueriles» que impiden un desarrollo adecuado de sus «excelentes cualidades», op. cit., p. 45.
13 El Liberal, 12-IV-1904. Bodas Reales, Obras Completas, II, p. 1.311.
14 Quintana y Centurión dejan constancia de la «nobleza de alma» y del corazón «tierno y
sensible» de Isabel en Los Ayacuchos, II, p. 1.195. La Condesa de Mina recuerda la «bellísima
índole» y la «bondad y afecto» de las Princesas en su trato con el personal de la Corte. Apuntes,
pp. 46 Y 177. El mismo Centurión reitera su convencimiento de que Isabel era «buena, cordial y
afabilísima». Bodas Reales, Obras Completas, II, p. 1.311.
15 «Grandes habrán sido sus errores, no lo discutimos, pero grandes eran también sus cualidades,
grande el temple de su alma, grande, noble, hermosísimo su corazón». La Epoca, 9-IV-1904.
« ... El recuerdo de una mujer que con un gran corazón en el pecho, generosa, llana, compasiva,
predispuesta naturalmente al bien», El Imparcial, 1O-IV-1904.
16 Quintana habla de sus «arranques gallardos y generosos», Los Ayacuchos, Obras Completas,
11, p. 1.195. En Bodas Reales se muestra «generosa hasta la disipación», Obras Completas, U,
p. 1.311. En Narváez, la Reina comunica a Beramendi su preocupación por no poder responder a
todas las necesidades: «Estoy asediada de peticiones ( ... ) Si en mi consistiera a ninguno de los que
me piden les dejaría ir con las manos vacías», Obras Completas, II, p. 1.595. En Los Duendes de
la Camarilla se mencionan diversos donativos de la Reina a instituciones religiosas, II, pp. 1.659 Y ss.
17 Lucila Ansurez, en un fragmento del Ms. que no ha pasado a la 1. a edición, decía: «Explotábanla
todos, haciendo de la bondad de la Soberana una granjería indecente», Ms. p. 51.
18 El texto atribuido a Narváez por Gil BIas 1-X-1868, «Si Isabel de Borbón robó al pueblo
fue sobre todo por tener millones que mandar a Roma ( ... ) por satisfacer las exigencias del Papa,
del Nuncio y de los Prelados que le pedían sin cesar dineros para conventos de frailes y de monjas».
La Discusión, 8-X-1868. Opiniones parecidas se publican en Las Novedades, 4-X-1868, donde se
inserta un artículo de La gironda en el que se habla de «gastos desordenados» y «rapacidad sin
freno» por parte de los consejeros de la Camarilla.
19 En Los Ayacuchos se recuerda la «espontaneidad» y «franqueza grande» de la Reina, Obras
Completas II, p. 1.195. La Condesa de Mina observa que eran «sencillas» y que «no se les conocía
el menor asomo de orgullo», Apuntes, p. 45. En Prim, Eufrasia comenta que «se paga muy poco
de grandezas heráldicas», Obras Completas, III, p. 561.
20 Bodas Reales, Obras Completas U, p. 1.396. Narváez, Obras Completas U, p. 1591. Los
Ayacuchos, II, p. 1.208, etc.
21 GALDÓS, Memorias, Obras Completas VI, p. 1697. F. León y Castillo (1978) Mis tiempos,
Edic. del Excmo. Cabildo Insular de Gran Canaria, vol. II, p. 47.
22 Disfruta de esa comunicación con el pueblo sencillo. En Luchana se dice que «iría, gustosa,
si la dejaran a jugar a la calle con las chiquillas pobres», II, p. 666. En Los Ayacuchos se recuerda
«su gusto por la vida popular», y la «simpatía con que miraba a los humildes, a los pobres, a los
que vivían de un honrado trabajo». En Bodas Reales, «el mayor goce de Isabel era ver las caras
mil complacidas, satisfechas, que a su paso la sonreían; no se cansaba de saludar a todos», II, p.
1.397. En «La Revolución de Julio», Isabel aparece como «hija, hermana y madre en todos los
hogares», Obras Completas IU, p. 9, etc.
23 El Liberal, ll-IV-1904. También Galdós reconoce en ella un modelo de mujer española, en
sus virtudes y defectos. Ya en Los Ayacuchos Centurión veía en Isabel «el españolismo más puro.
De tal modo se compendia en ella la raza que, para tenerlo todo, no le falta ni aún la insubordinación
... », Obras Completas U, p. 1.208. En el citado artíc. de 1885 comenta Galdós, «Tiene en su
carácter el corte acabado de la mujer del pueblo español, así como en sus gustos y aficiones», art
cit.
24 «El reinado de Isabel II ha sido una no interrumpida serie de infamias y traiciones. Los
patriotas que derramaron por ella su sangre y levantaron su trono sobre cadáveres no han recibido
más premio que la persecución, el destierro y el cadalso». Las Novedades, supl. Extr. oct. 1868.
« ... La mujer por quien durante siete años derramaron su sangre nuestros padres por hacerla liberal,
y los condenó a los destierros, a los calabozos, a la muerte ( ... ) La que decretó los fusilamientos
de Alicante, del Carral de Sevilla, del Arahal, de Madrid ( ... ) esa mujer no podía tener corazón
325
ni inteligencia ... » La Nación, 7-X-1868. «Isabel de Borbón, ten una vez memoria; si se pudiera
reunir toda la sangre liberal que por ti se ha vertido en España, España se convertiría en un río de
sangre. Reina ingrata ( ... )>>. La Iberia, 3-X-1868, El Diario Español, 7-X-1868, etc.
25 O'Donnell, Obras Completas, IV, p. 149 Y Prim, Obras Completas 111, pp. 570-572.
26 Sobre la incidencia de la vida amorosa de la Reina en la política, C. Llorca recuerda, p.e.,
las muestras de afecto de Isabel 11 al Marqués de Bezmar: «Siendo ella Reina y sin haber establecido
una separación entre lo que es propiamente político y lo que es asunto de Estado, serán
concesiones en la política para significar a Bezmar su cariño». Isabel y su tiempo (1984), Madrid,
Edic. Istmo, p. 116.
27 El verbo «perdonar», en un contexto religioso-moral, ha sido aplicado por Galdós a la
absolución de desórdenes sexuales: «La reina es creyente, ya lo sabe usted, teme que por ser
demasiado dichosa en la tierra pierda el cielo ( ... ) cree en las penas eternas y en el eterno galardón.
¿Cómo alcanzar éste? Haciendo concesiones tan grandes como los perdones que recibe», Prim,
Obras Completas IV, p. 56l.
28 Alusiones al «desenfreno» y falta de «decoro» de una «Reina Impúdica» que ha convertido
al palacio en un «burdel» con sus «galas lascivas» y «asquerosas saturnales», etc., etc., aparecen en
La Nación, 6-X-1868; La Reforma, 7-X-1868, El Diario Español, 6-X-1868, La Iberia, 3-X y 6-X-
1868, La Flaca, 14-VII-1869, etc. Sin embargo, ya en Las Novedades, edic. Sevilla 22-IX-1868 se
pide un juicio severo y mesurado no a «la señora y a la mujer y sí a la Reina». En 1904 El País
volverá a insistir en que «la justicia de un destronamiento» no se puede fundar en «las faltas de la
mujer» (<<los desarreglos de su vida privada»), sino en «los crímenes de la Reina».
29 «Catorce años han transcurrido desde que una reina, aún respetada y aún querida por
muchos, prometía, juraba a los que por ella habían vertido torrentes de sangre, respetar sus derechos,
guardar sus libertades. Y esa reina, Vd. lo sabe, señora, ha faltado mil veces a su Real
Palabra», Gil BIas, 8-X-1868. P. de Répide, a propósito del autoengaño de la Reina al extrañarse
de la frialdad con que el pueblo contempla su partida, comenta: «Es indudable que los reyes que
se esfuerzan en engañar al pueblo acaban por ser ellos los primeros engañados». Isabel 11, Reina
de España (1931), Madrid, Espasa Calpe, p. 24l.
30 «Dile que deseche el terror del Infierno, que sus culpas no son tan graves como ella cree o
le hacen creer los que viven y medran a la sombra del miedo de la majestad pecadora». Prim,
Obras Completas 111, p. 579. SERRANO, en O'Donnell, recuerda la gran debilidad de la Reina ante
«las taimadas sugestiones de una beata embaucadora», Obras Completas 111, p. 149.
31 Villares de Tajo confirma este carácter supersticioso de la Reina: «Se diría que nació y la
criaron en la calle de Embajadores, tiene todas las supersticiones de la mujer del pueblo». Prim,
Obras Completas 111, p. 571. León y Castillo recuerda, «Muchas veces llegó a declarar sus preocupaciones
y hasta supersticiones a su confesor, el P. CIaret, el cual empleó su ascendiente en el
ánimo de la Reina para que los desechara por completo. Más todo esfuerzo por lograrlo resultaba
inútil». Mis tiempos, vol. 11, p. 49.
32 «La tiranía de Isabel de Borbón no ha sido en efecto más que una sucursal de la de Roma.
Si fue enemiga de la libertad, no la impulsó el sentimiento propio, sino el deseo de satisfacer a la
teocracia romana ( ... ) Isabel de Borbón ha sido, en fin, la más humilde y sumisa soberana que se
haya conocido a la voluntad del poder teocrático, cuyos menores caprichos ha satisfecho, en cambio
de lo cual ese poder inmoral le ha mandado absoluciones y buletos para sus vicios»: «La
revolución religiosa», en La Discusión, 8-X-1868. En este mismo artículo se alude a la represión
de la libertad de cátedra y al fraude económico. En la Iberia, 3-X-1868 se afirma que España ha
estado gobernada por «una monja, mezcla rara de intriga y misticismo». V. M. Villalba Hervás
insiste en que «nadie más celosa de los llamados intereses de la religión que doña Isabel 11, nadie,
al parecer, inspiraba mayor afecto al Pontífice Pío IX quien, al enviarle la Rosa de oro ( ... )
enalteció sus egregios méritos para con la Iglesia y las altas virtudes con que brillaba». Recuerdo
de cinco lustros (1896), Madrid, La Guirnalda, p. 209.
33 Extracto de La Gironda, publico en Las Novedades, 4-X-1868. Abundan en estos artículos
términos relativos al campo léxico de la degradación moral: «vicios, podredumbre, cieno, impurezas,
hipocresías, liviandad, reina impúdica, modelo de reinas» y «dama modelo» (irónico), etc.
Suplemento Extra de Las Novedades, Gil Bias, l-X-1868, La Discusión, 8-X-1868, El Diario Español,
7-X-1868, La Nación, 7-X-1868, «La Iberia», 3-X-1868, etc.
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34 Villalba Hervás advierte que de los sargentos fusilados, «sólo tres eran conspiradores; los
demás solo pronunciados; y hubo dos que murieron perfectamente inocentes». Al General Zabala,
que le comunica que los prisioneros pasan de mil, le contesta: «Que se cumpla la Ley en todos
antes del amanecer» y a O'Donnell «manifestóle que era preciso fusilar en masa a los sublevados»
( ... ) «La Reina no quería ni oír hablar de clemencia», y añade en nota, «Alguien propaló en
aquellos días y aún después, la especie de que la Reina, siempre con su corazón de oro, casi había
llegado a ponerse de rodillas ante O'Donnell para que los sediciosos de junio fueran indultados.
Nada más distinto de la verdad ( ... ) Suponiendo que O'Donnell no estuviese por la clemencia,
¿por qué no le despidió el 22 de junio mismo, en vez de hacerle dimitir, por una causa relativamente
baladí dieciocho días después?», Op. cit., p. 269. Pi Y Marlgall y Pi Y Arsuaga coinciden con
Villalba Hervás en la atribución a Isabel 11 de un papel activo en la condena: «Más tarde, hablando
con O'Donnell dijo la Reina que quería se hiciese un terrible escarmiento para lo cual debían
fusilarse a los prisioneros en masa ... ». Historia de España en el S. XIX (1902), vol. 4, Barcelona,
Miguel Seguí Edit., p. 370. Juan Valera, Borrego y A. Pirala dejan en la duda al lector y no logran
exculpar a la Reina cuando dicen: «Secundaran o no elevados deseos, aún había menguados palaciegos
que pedían más ejecuciones, haciendo decir a O'Donnell: «¿Pues no ve esa señora que si se
fusila a todos los soldados cogidos va a derramarse tanta sangre que llegará hasta su alcoba y se
ahogará en ella?», en Modesto Lafuente-Valera, Historia General de España (1890), t. XXIII,
Barcelona, Montaner y Simón, p. 303. Galdós opta por culpar a la Camarilla palaciega en coherencia
con el texto anterior. De hecho, en Narváez, pone en boca de la Reina una confidencia a
Beramendi mostrando su rechazo de toda violencia, y en concreto de la caza y de la guerra: « ...
desde muy niña no oigo hablar más que de guerra, ¡guerras por mí, que es lo que más me duele!
y luego revoluciones y trapisondas», Obras Completas lb, p. 1.593.
35 J. a M. a Jover ha estudiado este paralelismo en su excelente comentario sobre los dos primeros
caps. de T. D.: La de los tristes destinos (1982) en El Comentario de textos, vol. 2, Madrid,
Castalia, pp. 96-97.
36 «Doña Isabel vivió en perpetua infancia, y el mayor de sus infortunios fue haber nacido
reina y llevar en su mano la dirección moral de un pueblo, pesada obligación para tan tierna mano.
Fue generosa, olvidó las injurias, hizo todo el bien que pudo en la concesión de mercedes y
beneficios materiales, se reveló por un altruismo desenfrenado, y llevaba en el fondo de su espíritu
un germen de compasión impulsiva, en cierto modo relacionada con la idea socialista, porque de
él procedía su afán de distribuir todos los bienes de que podía disponer y de acudir adondequiera
que una necesidad grande o pequeña llamaba. Era una gran revolucionaria inconsciente, que hubiera
repartido los tesoros del mundo si en su mano los tuviera, buscando una equidad soñada y
una justicia que aún se esconde en las vaguedades del tiempo futuro».
37 C. Cambronero elogia la honestidad e independencia política del Galdós republicano, que
«con noble franqueza nos presenta a la Reina Isabel tal como la siente en el fondo de su conciencia,
defraudando quizás las esperanzas de sus correligionarios que esperarían de los Episodios Nacionales
una invectiva contra esta desventurada señora». Isabel II (1975), Madrid, C.A.H. Edic., p. 270.
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