TIERRAS VIRGENES DE IV AN TURGUENIEV (1877)

y EL GRANDE ORIENTE DE GALDOS: ESTUDIO COMPARATIVO

Alexandre Zviguilsky

(parís-Sorbonne)

Las relaciones entre Galdós y el novelista ruso Ivan Turguéniev (1818-1883)

son poco conocidas. Se sabe que los dos hombres no se vieron nunca, pero se

escribieron: por lo menos Galdós recibió dos cartas del ruso que conservó

durante su vida como reliquias. Desgraciadamente se perdieron los dos originales

durante la guerra civil española, como se perdió también la copia que hizo

de ellas don Ramón Carande en 1910. En una entrevista que tuvo con un

periodista ruso llamado Pavlovsky en 1884, un año después de la muerte de

Turguéniev, don Benito dijo que le consideraba como su gran maestro y conocía

todas sus obras. En la biblioteca de la Casa-Museo encontramos tan sólo

dos traducciones francesas de las Memorias de un cazador (1880) y Padres e

hijos, con un prefacio de Prosper Mérimée (1884).

Nos sorprende la ausencia de la sexta y última novela de Turguéniev, Tierras

vírgenes, que tuvo una resonancia internacional a partir del año de su

publicación en Rusia en enero y febrero de 1877. Sin duda alguna desapareció

este libro de la biblioteca galdosiana como otros tantos.

Turguéniev terminó su novela en su finca de Spasskoie en julio de 1876.

Galdós terminó su Grande Oriente en Madrid en junio del mismo año. La

aparición casi simultánea de ambas novelas escritas en los dos extremos de

Europa y llenas de elementos comunes plantea un enigma que confesamos no

haber podido resolver hasta ahora. Quizá fue Turguéniev quien leyó en París

la novela de Galdós antes de entregar su manuscrito a la imprenta en noviembre

del 76. No podemos asegurarlo, porque no existe ningún indicio sobre su

lectura de El Grande Oriente.

La obra galdosiana revela sin misterio alguno un episodio sacado de la

historia de la masonería española durante el trienio constitucional. La novela

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de Turguéniev nos transporta casi medio siglo después a la Rusia de Alejandro

II turbada por el movimiento populista. Unos jóvenes idealistas, llenos de fe

por el pueblo ruso, escogen la acción inmediata para librarlo, para salvarlo, sin

preparación alguna, aún sin saber lo que representa ese pueblo que no pide

nada. La tierra virgen, la tierra sin labrar (traducción más exacta del título del

libro) simboliza a esa juventud sin experiencia cuyas tentativas revolucionarias

desembocan en el fracaso. Al símbolo primario de la piedra bruta que el aprendiz

masón ha de pulir progresivamente se sustituye la imagen más literaria de

la tierra sin labrar.

El título anuncia, pues, la orientación del libro, aunque su autor proceda

con tiento y cautela, de un modo muy distinto del de Galdós, por motivos

evidentes: la masonería está prohibida en Rusia desde 1822, pero las logias

siguen actuando clandestinamente. A pesar del deseo de Turguéniev de ocultar

el simbolismo masónico y, por lo tanto, las raíces de su enseñanza filosófica,

aparecen en el texto escasos indicios muy reveladores. En la primera plana del

manuscrito Tuguéniev dibuja una estrella de cinco ramas por encima del título.

El adjetivo «masónico» se pronuncia una sola vez a propósito de las señas que

los populistas jóvenes deben hacer entre sí para reconocerse. Recordemos que

en el capítulo VIII de El Grande Oriente se refieren los «pasos, tocamientos y

signos» de una «tenida» o reunión masónica.

Pero, sobre todo, un personaje de Tierras vírgenes, el aristócrata Sipiaguin,

es francmasón, aunque no se descubre. Este consejero privado, presidente de

varios comités, tiene relaciones en el gobierno, se llama «liberal» y dice que

respeta todas las opiniones. Es el tipo perfecto del justo medio. Por todos estos

rasgos recuerda Sipiaguin a José Campos, Venerable Maestro del Gran Oriente

de España, figura central de la novela de Galdós. Como Campos, Sipiaguin

tiene en su casa a una sobrina huérfana de padre y madre, Mariana, que recibe

el mismo tipo de educación. Goza, como Andrea, la protagonista de El Grande

Oriente, de una libertad completa, favorecida por sus tíos, y ambos novelistas

observan que la educación de Andrea, lo mismo que la de Mariana, es muy

distinta de la de las muchachas de su tiempo. Le reserva Campos a su sobrina

un novio aristócrata y de edad algo avanzada, el marqués Falfán de los Godos;

le pasa algo parecido a Mariana con el gentilhombre de cámara Simeón Kalomeytsev,

cuyo apellido procede de los barones austriacos Van Hallenmeyer,

hombre conservador y aún «un poco feudal en sus opiniones», muy amigo del

tío que desea casarle con su sobrina populista. Turguéniev y Galdós parecen

divertirse al describir los esfuerzos de los dos tíos para separar las sobrinas de

los amantes que ellas escogieron. El Venerable Maestro le propone al amante

de Andrea un verdadero trato para deshacerse de él: le facilitará la libertad a

un prisionero político, si el otro abandona a su sobrina. Por su parte, el aristócrata

ruso se olvida de sus máximas de tolerancia denunciando en presencia del

Gobernador al joven populista con quien se huyó Mariana.

Los dos héroes llevan nombres predestinados: Salvador Monsalud ha de

salvar al absolutista Gil de la Cuadra que le espera en la cárcel como el Mesías;

en cuanto a Alexei Nejdanov, en ruso este apellido significa: «el que no espe-

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raD», y efectivamente no le esperaba su padre, por ser hijo natural. Salvador

es de origen modesto, se le tasa de «hijo de nadie» (cap. IX), y hay una desproporción

inmensa entre sus condiciones sociales o de nacimiento y la superioridad

ingénita de su inteligencia (cap. XV).

Gracias a su espíritu razonable y justo, Salvador percibe claramente la verdad

y la mentira, y su honradez le impulsa a buscar aplicaciones a las teorías

expuestas en las tenidas del Gran Oriente de España. El divorcio constante

entre la teoría y la práctica le obliga a Salvador a dimitir de la Orden. Ahí las

ideas generosas sobre tolerancia y fraternidad, sobre la unión de opiniones

. contrarias, se limitan a ser afirmadas verbalmente; pero cuando se trata concretamente

de ponerlas en práctica, de abrir las cárceles y librar a los absolutistas,

la propuesta del hermano Monsalud subleva una protesta general en el templo.

La explicación es muy sencilla: no pueden gobernar juntos los liberales y los

absolutistas. El masón no deja de ser un hombre y sus convicciones políticas

son más importantes para él que las ideas expresadas en el templo masónico.

Salvador Monsalud constituye, pues, una excepción, una oveja descarriada

que, para Galdós, interpreta fielmente el significado de la doctrina masónica.

El sentido de la medida, del equilibrio, de la armonía, simbolizado por el

uso de los instrumentos del templo: la regla, el compás, la escuadra, el nivel,

se adquiere gracias al ejercicio de las artes y de las letras. Galdós no dejó de

señalar este punto importantísimo para el desarrollo intelectual y moral de su

héroe. Monsalud tiene pasión por la música, trata de escribir versos, pero su

actividad política le quita tiempo para dedicarse a la poesía. Su alter ego, Nejdanov,

es también un poeta que oculta con vergüenza en un cajón un cuaderno

de poemas, ocupación poco conforme con sus obligaciones de libertador del

pueblo. La masonería, que es un hecho cultural, enseña a sus discípulos la

importancia de las artes, resultado de la observación y del trabajo lento y armonioso.

En el pensamiento de Turguéniev, como en el de Galdós, la política ha de

someterse a la cultura. El paralelismo de los dos razonamientos es patente en

el capítulo XV de El Grande Oriente y en un capítulo de Tierras vírgenes que

lleva el mismo número 15, lo que me hace admitir a duras penas el aspecto

puramente tipológico del parecido en ambas novelas.

«Andrea era la música, la poseía, la pintura, la estatuaria, hasta la arquitectura

y la danza; era también, si se quiere, el periodismo, la gran política, la

vida toda, en fin. El arte tiene distintos caminos para satisfacer el alma: unas

veces va por el camino de los lienzos y de las notas; otras, por los derrumbaderos

de la pasión entre tormentos y goces infinitos».

«Mariana en este mismo momento se hizo para Nejdanov la encarnación de

todo lo bueno, de todo lo generoso en esta tierra, la encarnación de la amistad

femenina, fraternal, familiar que no había conocido nunca, la encarnación de

la patria, de la felicidad, de la lucha y de la libertad».

La cristalización del ideal político y artístico en la mujer amada simboliza el

culto rendido por el masón a la humanidad. La mujer, embellecida y engran-

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decida, se transforma, gracias a su fantasía, en un genio, en un maravilloso

conjunto de todas las artes que atrae y guía al navegante solitario, como el

astro polar representado en el templo.

La figura simbólica, dibujada en la página de título de Tierras vírgenes,

tiene su explicación en las palabras de Nejdanov en el capítulo XXVII: «Soy

feliz, Mariana, porque empiezo esta nueva vida contigo. Serás mi estrella conductora,

mi apoyo, mi fuerza». La «nueva vida» es la obra iniciada por el

espíritu soñador e idealista, cuya terminación es tan lejana como la bóveda

celeste.

El novelista español y el novelista ruso buscan las vías que, prescindiendo

de la revolución y de cualquier acción violenta, podrían llevar la democracia,

cuyo órgano de mando hubiera podido ser la francmasonería. En España, ésta

probó su incapacidad durante los años de su apogeo en 1820-23. En Rusia, los

intereses privados, egoístas de los masones les impiden actuar en favor de la

colectividad.

Sólo quedan las buenas obras: Monsalud pone en libertad a un hombre del

campo opuesto, y Solomin, el personaje positivo de Tierras vírgenes, con su

trabajo paciente en la fábrica de hilados, sigue construyendo paso a paso el

edificio de la fraternidad universal.

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