GALDOS y LA POLITICA
Alfonso Armas Ayala
En estos años en que Galdós colaboraba en la prensa madrileña (1870-75),
su preocupación política no era arraigada. Su postura resultaba más escéptica
que enfervorizada. La ironía sustituía a la fidelidad política. El liberalismo en
el más amplio sentido del vocablo, fue la única línea de conducta de Galdós.
y ese sentimiento liberal chocaba con posturas que él consideraba intransigentes
o que estimaba inadecuadas. De ahí que las ideas federales, las republicanas,
las socialistas; o el caciquismo o el carlismo, fueran denostadas una y otra
vez por la pluma del cronista madrileño, del cronista «amadrileñado». Tendría
que llegar el siglo XX, después del estreno de Electra, para que Galdós se
sintiese prendido, sacudido por la política. Son los años en que el republicanismo
galdosiano se muestra más fervoroso. Son los años en que los manifiestos,
los escritos, la presencia política de Galdós es cada vez más continuada. Ya se
verá cómo del escepticismo de los años de la Restauración se pasa al radicalismo
socialista de los años de Maura y de la Guerra Europea. Desde el escepticismo
al calor más vehemente. Y no por «senilidad», sino por un convencimiento
firme de creer que cumplía un deber CÍvico.
Cuba fue una palabra mágica y trágica para la España finisecular. Los episodios
de la Guerra Cubana son bien conocidos. La familia Galdós tuvo relación
estrecha con Cuba; un hermano del novelista vivió bastantes años en la
«Perla de las Antillas». Desde su infancia, y en años posteriores, Galdós tuvo
constante relación cubana. Por otra parte, su amigo, amigo de la infancia,
León y Castillo, político destacado, Ministro de Ultramar y en los últimos años
Embajador de España en París, habría de tener papel principal en la política
antillana. De ahí que la palabra Cuba aparezca en más de una ocasión en los
artículos, en las cartas, y en los textos menos conocidos.
En una de las Cartas del mes de Noviembre de 1884, Galdós habla de las
relaciones internacionales de España. La conferencia de Berlín, las relaciones
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con Portugal, el tratado con los Estados Unidos, las dificultades de Filipinas, y
la «crisis de Cuba», originada por varios factores: El azúcar y el tabaco, y el
proteccionismo de Estados Unidos. Galdós resume en las últimas líneas de su
artículo la causa tal vez más grave: «Tenemos una administración deplorable,
anticuada, rutinaria, suspicaz, que en vez de ayudar, estorba, que todo lo entorpece
y trastorna. Ningún país vio jamás sobre sí mayor balumba de circunstancias
deplorables. Todo está en contra suya: todo, menos la naturaleza que
le dotó de inmejorables condiciones de riquezas. Pero le son contrarias actualmente
las corrientes del comercio universal, las conquistas de la industria, las
prácticas administrativas de la raza que la gobierna». Son palabras que desgraciadamente
parecen actuales, pero que están escritas un año antes de la muerte
de Alfonso XII. La administración en Cuba, la mala administración, que Galdós
conoció muy bien en su propia carne, y que denunció una y otra vez.
Como lo haría León y Castillo, y como lo harían unos pocos y esc.ogidos españoles
que preveían cuál iba a ser el final de el último español y la última gota
de sangre, propugnado en el ámbito parlamentario.
El socialismo fue tema de más de una carta galdosiana. En el mes de N 0-
viembre (29-11-1886), Galdós hace un amplio comentario sobre el partido socialista.
Mejor dicho, sobre los «obreros socialistas».
«Dánse el nombre de compañeros por parecerles reaccionario y burgués el
de ciudadanos. En la reunión del último domingo, el compañero Iglesias, que
es el gallito de los obreros ilustrados, se dejó decir que pronto sería un hecho
la revolución social y que todos los obreros de Madrid tendrían a los pocos
momentos de realizada ésta, buena casa en que vivir, buena mesa y todas las
demás comodidades de la vida».
Como se ve, en Galdós, una vez más, con su estilete de ironía, comentando
las primeras filigranas socialistas que aparecían en el escenario madrileño. A
Galdós, burgués, liberal, no le iba el socialismo: no lo entendía. Sobre todo, la
actitud intransigente frente a los republicanos y frente a los demócratas.
«Condenan por igual a todos los partidos políticos, por creer que la política
... no es otra cosa que una confabulación de todos los burgueses para vivir a
costa del trabajo del pueblo. No obstante, no sé si uno o más compañeros han
abogado por que la asociación se convirtiera en partido político, el obrero dice
no puede ser explotado por el obrero. Guerra a todos los partidos, combatiendo
con más firmeza a los republicanos y venga la revolución social aunque sea
caída del Cielo». La actitud del nuevo grupo político, su enemiga frente al
liberalismo, el afán de no agruparse en partido político, y sobre todo, esa
enemiga obstinada contra la burguesía, fueron factores que aconsejaron a Galdós
a adoptar esta actitud nada favorable y nada amistosa.
El que la mayor parte de los socialistas fuesen hombres de la imprenta, le
hace decir: «El manejo de plomo noche y día, les da una erudición especial».
y de Iglesias, de Pablo Iglesias, por el que sentiría Galdós años después una
sincera devoción, decía el comentarista de La Prensa: «El compañero Iglesias,
que les prometía en la última sesión las delicias de Jauja, se expresa bien y es
un verdadero orador parlamentario, a quien no falta nada para tener el corte
del más perfecto burgués».
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Otra carta del 15-6-90, trata una vez más, del socialismo. Pero esta vez
Galdós se muestra más cauto, más prudente. En esta ocasión, sólo da noticia
de la celebración del 1.0 de mayo en distintas capitales europeas. Y dedica una
especial atención a la celebración realizada en España. Después de confrontar
de la manera que han tenido los obreros en celebrar las efemérides, Galdós
dedica especial atención a España.
«El socialismo, por mucho que vociferan sus adeptos, no tienen ni tendrá
durante algún tiempo entre nosotros las raíces que en Francia y Alemania, y
esto se debe en primer término, al especial modo de ser de la sociedad española,
a la compenetración democrática con que viven sus elementos constitutivos,
a esa misma levadura democrática que antes de existir en las leyes ha existido
en las costumbres, a la sobriedad misma de la raza y a otra porción de causas
menos visibles. Por esto, aquí, las luchas de clases no han de revestir nunca un
carácter implacable y feroz».
Galdós, siempre optimista, cree firmemente que España no conocerá la
lucha de clases. A pesar de que en párrafos sucesivos describe la situación en
que se encuentra la industrialización española; en Barcelona, en Valencia, en
Zaragoza, en Bilbao, en Madrid. Llega a la conclusión de que las reivindicaciones
salariales o las de reducción de jornada horaria no tendrán un buen fin.
Las agitaciones, según él, no han tenido ni la importancia ni la trascendencia
que han alcanzado en otros países europeos.
«Aunque se intente por algunos demostrar que la política no interviene
para nada en estas tentativas de agitación socialista, en las manifestaciones de
mayo se han visto muchos políticos más o menos disfrazados, moviendo las
teclas de todo aquel mecanismo. Pensar que en España puede haber agitación
de cualquier clase sin que al punto se apodere de ella el poder político, es
pensar lo imposible, los partidos extremos, abrumados por la desesperación,
aprovechan toda coyuntura que se presente, para sembrar la desconfianza, difundir
el miedo y precipitar el gobierno hacia la represión violenta».
Para Galdós «los problemas políticos han terminado en las postrimerías del
siglo, y sólo los económicos y sociales han de ocupar a la humanidad en el siglo
que se aproxima. Los que hoy se titulan "anarquistas" entre nosotros no deben
ser considerados como precursores de ese gran movimiento».
El anarquismo, para Galdós, como se ve, era una enfermedad pasajera, no
arraigada, sólo alimentada desde el extremismo político más radical. Sin embargo,
la perspicacia galdosiana sí se da cuenta de que la lucha de clases, los
problemas sociales y económicos, van a ser los que encausarán los derroteros
por los que comenzará el nuevo siglo. Derroteros a los que el propio Galdós
se vería arrastrado.
«Sólo hemos presenciado los preliminares de una lucha que ha de tener su
desarrollo en los años sucesivos y aunque no podemos apreciar hoy en qué
terminas se han de modificar todas las relaciones entre el capital y el trabajo,
presagiamos que esa modificación ha de venir; como han venido, en el orden
político, soluciones que al principio del siglo eran tenidas por absurdas. La
doctrina pura e individualista ha perdido bastante terreno, que ya se piden al
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Estado iniciativas que hace algún tiempo eran consideradas como heterodoxas
».
Tal vez sea este último resumen de la carta galdosiana el juicio que merezca
una mayor atención. Galdós se da cuenta perfecta de que el momento finisecular
marca una nueva tónica en España. De un lado, el acrecentamiento de la
gravedad en Cuba; el sentido independentista cubano iba creciendo cada vez
más. La política gubernamental hacía oídos sordos a las peticiones antillanas.
Sólo las voces realistas de Antonio Maura y Fernando León y Castillo, dos
políticos insulares - de Baleares y de Canarias - eran las únicas que daban fe
de la necesidad de rectificar unas posturas de intransigencia y de intereses
creados. Las huelgas comenzaban a ser cada vez más numerosas; la ingerencia
de los Estados Unidos era cada vez mayor; la disminución de la producción
agrícola española desde 1891 a 1900 se hacía cada vez más patente; el crecimiento
de los grupos sindicalistas se manifestaba de diversas maneras: Ahí
queda como muestra plástica de la «Carga de la Guardia Civil», de Ramón
Casas, que puede resumir muy bien la atmósfera y el malestar reinante en
España.
Este era el clima que percibía ya Galdós cuando escribía esta carta, presagiadora
de necesidades económicas y sociales y, al mismo tiempo, denostadora
de las apetencias socialistas, tan opuestas a las de la burguesía. Esa burguesía
que seguía ciega y sorda frente a las peticiones exigentes e ineludibles de la
clase obrera.
Un año después, en 1891, Cánovas que había accedido al poder nuevamente,
convoca elecciones generales. El gobierno tenía la certeza del triunfo. Los
amaños electorales, la presencia de Robledo en el poder, y, sobre todo, el
poder del caciquismo cada vez más poderoso y omnípodo, fueron factores que
aseguraron el triunfo gubernamental.
Galdós se hace eco del clima electoral que cundía en casi toda España. Y
denuncia cuál es el mal endémico del sistema constitucional español.
«El caciquismo es la verdadera lepra del régimen constitucional, su descrédito
y la causa de que una gran mayoría del país permanezca alejada de la
política dejando que crezca y le arraiguen los tradicionales vicios de ésta. El
caciquismo es la tiranía del bando imperante en las provincias ... , es un recuerdo
del poder feudal... llamamos cacique a la persona que representa en el
distrito al representante de éste en Cortes. El Diputado debe su elección al
cacique y le paga esta deuda sosteniendo a todo trance su influencia local,
poniendo a su disposición los recursos administrativos y judiciales para tiranizar
la comarca».
Ni más claro, ni menos equívoco. Galdós pone el dedo en la llaga. Los
historiadores de la España de fin de siglo han incidido en el poder nefasto que
el caciquismo tuvo, sobre todo para la política cubana que precipitó la independencia
de la isla antillana. Romero Robledo, el gran manipulador, no sólo
supo llevar a las urnas a los muertos y a los vivos, sino que además pagó con
creces los favores recibidos: muchos de los administradores rapaces y no muy
honrados, que conoció España fuera y dentro de la metrópoli, resultaron he-
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rencia del pago caciquil. Diputados y caciques cogidos de la mano, conduciendo
el destino del pueblo, alejados e ignorantes de toda política, de toda buena
marcha constitucional.
«El cacique es la planta venenosa de nuestro organismo actual - prosigue
Galdós-. Los gobiernos conservadores la han fomentado con descarada audacia,
y los liberales no han podido o no han querido extirparla. Mientras exista
el caciquismo, el sistema con todo su aparato de leyes muy bonitas, no es más
que una adicción sostenida con arte por unos cuantos hombres inteligentes».
Era uno de los factores esenciales «de la dolencia del pueblo español». De
ese pueblo que estaba enfermo, que según Galdós había tenido diagnósticos de
«tantos y tan peregrinos doctores o curanderos». Del pueblo de que en algún
momento se creyó «expiraba... pero no tardó en rehacerse agarrándose a la
vida como tantos otros dotados de una comprensión vigorosa». De ahí, su
enemiga a los políticos, a los que, en la creencia popular, había llevado a la
nación al disparadero y al desastre. «Esto de creer que los gobernantes de los
últimos veinticinco años -decía Galdós en una carta del 20-10-01-, son autores
exclusivos de nuestros infortunios y que son destinatarios a jubilación forzosa
y con traer gente nueva se arregla todo y entramos en una era de venturas,
no conduce a la deseada regeneración». «Esperémosla de la gente vieja y de la
gente nueva concertadas, de la experiencia y la iniciativa en perfecto consorcio;
esperémosla sobre todo de una vigorosa reconstitución de la conciencia nacional
».
El diagnóstico de Galdós parecía certero. «La conciencia nacional», un término
que respondía a otro, «la Fé Nacional», que había sido pronunciado por
el propio Galdós un nueve de Diciembre de 1900, ante un centenar de comensales,
casi todos isleños, de Canarias. En un homenaje rendido al escritor, con
motivo de la publicación de la tercera serie de los Episodios Nacionales, Galdós
pronuncia un discurso, texto muy poco difundido, en el que adelanta algunos
de los conceptos que ahora, con pluma periodística, extiende y vulgariza.
Dijo entonces Galdós:
«En nombre de todos los que me escuchan, que en nosotros vive y vivirá
siempre el alma española, y hoy más que nunca es necesario que así se diga,
como remedio reconfortante del pesimismo y las tristezas enfermizas de la España
de hoy». «Contra ese pesimismo, que viene a ser si en ello nos fijamos,
una forma de la pereza, debemos protestar confirmando nuestra fe en el derecho
y en la justicia, negando que sea la violencia la única ley de los tiempos
presentes y próximos, y declarando accidentales y pasajeros los ejemplos que
el Mundo nos ofrece de la fuerza bruta. Ahora que la fe nacional parece enfriada
y oscurecida, ahora que en nosotros ven algunos la rama del árbol patrio
más expuesta a ser arrancada, demos el ejemplo de confianza en el porvenir.
No seremos jactanciosos, pero tampoco agoreros, siniestros y fatídicos».
Decir esto, leer esto -Galdós nunca fue orador, sí siempre escritor- delante
de unos comensales precisamente isleños, conturbados en aquellos momentos
por fatídicos y agoreros presagios de desintegración patria, dice mucho
en favor del optimismo Galdosiano, de la creencia en la fe nacional. De la
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enfervorizada fe que Galdós sentía por la Nación Española. Por eso, una y
otra vez Galdós volvía a la idea regeneracionista, a la idea de encontrar medicina
para el mal español, para el mal endémico español, que no radicaba precisamente
en estos o aquellos curanderos sino en la estructura misma que la
Nación tenía. O que le habían dado algunos de curanderismo que había padecido.
«Concretando síntomas, hablaré del caciquismo, una de las más penosas
dolencias que por acá padecimos -sigue escribiendo Galdós en la misma carta
del año 1901-. Todos los pueblos latinos la padecen con más o menos intensidad.
Aquí es enfermedad constitutiva, de esa que llega a formar una normalidad
que casi se confunde con la salud. Nos hemos habituado al veneno y casi,
nos sabría mal que desapareciera súbitamente de nuestra sangre. El caciquismo
es la voluntad de algunos que, al amparo de una viciosa organización política,
aplican las leyes en provecho propio, y estorban la acción legal de los más,
produciendo un régimen caprichoso, en el cual viven a sus anchas cuadrillas
organizadas por regiones, provincias y lugares, mientras viven en el desamparo
de toda ley, los ciudadanos que no han podido o no han sabido afiliarse a estas
comunidades vividoras».
Algo conoció Galdós de este caciquismo y algo supo también de las circunstancias
que rodearon su vida familiar. En alguna ocasión, el caciquismo influiría
para que los deseos de uno de sus hermanos, militar, hubiese podido conseguir
el apetecido destino que nunca llegó. Galdós conocía bien el caciquismo,
sabía cuál era la extensión de su poder. Por eso era capaz de describir tan bien
la enfermedad. Una enfermedad que puede tener parecido, cierto parecido,
con la mafia, aunque el parentesco «de la comedia urbana con el drama espeluznante
» tienen de común «el egoísmo y la maldad frente a la descuidada
inocencia de los que componen la mayoría social». Democracia y caciquismo
eran términos antagónicos, pero que, por ineludibles circunstancias de la historia,
estuvieron durante muchos años hermanados. «En el cuerpo vigoroso de la
democracia» decía Galdós, «había de criar en su limpio cuerpo las alimañas
que llenaban de picazones al viejo y descuidado cuerpo social». Democracia y
caciquismo que tuvieron «secretos tratos y contubernios». Tratos que ensuciaban
y no fortalecían precisamente el espíritu de la democracia. «Ya ha salido
el caciquismo ... un censor implacable, un enemigo que no ya con ahínco sino
con verdadera saña persigue, denuncia todas sus demasías ... este batidor del
caciquismo es Joaquín Costa, que a raíz del desastre dio las primeras batallas
en la unión nacional».
El estatismo del viejo sistema; la adulteración de las elecciones; la falta de
cambio de la estructura agraria española; la falta de educación del pueblo; la
ignorancia, la pobreza y la omnipotencia del cacique: todos estos factores hacían
que los esfuerzos de Costa o de Valera por citar sólo dos nombres resultasen
ineficaces. Por encima de los intereses privados no podía triunfar el interés
común.
Galdós, siempre irónico y un tanto escéptico iba desmenuzando las causas
de la enfermedad española. Y no podía faltar entre esas causas el parlamenta-
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rismo. El parlamentarismo, claro está, concebido a la española; sobre todo el
parlamentarismo de 1890 o de 1887. En este año, Galdós escribe una carta
(19-3-87), en la que trata diversos temas relacionados con la política española
del momento. Uno de ellos, la política liberal.
Denuncia Galdós la falta de unión y de confianza en cada uno de los los
grandes partidos políticos, el conservador y el liberal. «Se necesita toda la
habilidad y el talento político del señor Sagasta para mantener una apariencia
de unión en esta heterogénea y díscola hueste, y es más admirable todavía que
con esta apariencia de unión gobierne, y gobierne bien, realizando una campaña
parlamentaria de la que quedará memoria por el número e importancia de
los asuntos tratados. El jefe del gabinete es el conciliador de voluntades más
extraordinario que se pudiera imaginar, y en este sentido bien merece que se
le tenga también por monstruo, dictado que se le da el señor Cánovas del
Castillo por otro orden de cualidades». En pocas líneas, Galdós resume muy
bien la situación política española de aquel momento. Sagasta, con un partido
liberal homogéneo, intentando reunir las voluntades de los disidentes; frente a
él Cánovas, procurando disgregar las fuerzas del partido liberal a fin de provocar
la crisis del gobierno, cosa que conseguiría poco tiempo después. Todos
estos factores están perfectamente señalados periodísticamente por Galdós.
Pero hay algo más; la sagacidad periodística llega a analizar las causas internas
de este malestar.
«Podrá la refinada educación política atenuar algunas partes esta manifestación
natural del egoísmo humano, pero estas son las quiebras del sistema parlamentario,
no sólo en España sino en todos los países ... En el parlamentarismo
luchan y se desarrollan a veces todas las pasiones humanas, todas las expresiones
de la inteligencia desde las más altas a las más rastreras. De la discusión
sale la luz, dice un refrán, pero antes de que llegue a verse la verdadera luz,
cuántas reverberaciones falsas». «El sistema no es nuevo, es, si se quiere, el
menos malo de los conocidos. Podría ser excelente el día que se logre depurarlo
sobre las bases que debe de tener para que dejen de tomarlo como terreno
adecuado a las campañas la mala fe y la ambición insana». «Resignémonos a
que el gobierno de los pueblos continúe fundado sobre este charlar interminable,
algunas veces fecundo y luminoso, pero lo más ocioso y gárrulo ... ¡Hablar,
hablar, inundar los problemas en un océano de palabras! por mal que nos
vaya, siempre iremos mejor que con el silencio torbo de régimen obsoleto». El
escepticismo galdosiano frente a la palabra política, a la palabra parlamentaria,
está bien patente. Galdós conoció el parlamento no sólo como periodista, sino
como diputado. Un cuadro hay, en el propio Congreso, en el que el diputado
Gald6s, con cara aburrida, mira más hacia el objetivo de una supuesta cámara
fotográfica que hacía el énfasis retórico del orador de tumo. Nunca fue Galdós
amigo de la palabra hablada, por dominarla o considerarla ineficaz. Dominó
mejor la letra escrita, la palabra escrita, que la usó con creces, con generosidad.
Cuando llegue su tumo de hombre político, nunca será la palabra sino la
escrita, el modo de manifestarse. De ahí su enemiga a ese «hablar, hablar,
hablar» denostado por Galdós. Y la denuncia, también de esa falsedad, de
esa endeblez, de esa vacuidad que adolecía al parlamentarismo español de
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la época galdosiana. Los escasos y excelentes oradores que hubo en la historia
del Parlamento apenas podía oscurecer la garrulería y la falta de ideas nobles
que enriquecían a la mayoría.
Uno de estos oradores fue Fernando León y Castillo. Había sido Ministro
de Ultramar en 1881, desempeñó la Embajada de España en París hasta el año
de su muerte (1918), perteneció al partido liberal y, sin duda, fue una de las
voces siempre escuchadas con atención por todos los parlamentarios. Galdós
dedica una de sus cartas (15-7-85) a D. Francisco Pi y Margall y el Federalismo.
Galdós critica los males que el Federalismo trajo a España, critica la pérdida
de los resultados de la Revolución del 68 a causa precisamente del excesivo
Federalismo que la sucedió. Critica, en fin, el para él falso republicanismo de
los federales, y sobre todo, el de Pi y Margall, que llevaría el cantonalismo más
tarde novelado con tanta maestría por el propio Galdós. Cuando Pi y Margall
se presenta en las Cortes de la Regencia como Diputado, toma como pretexto
la dotación de la Casa Real para hacer una crítica severa del sistema monárquico.
León y Castillo es el encargado de refutar los débiles argumentos del federalista.
«La réplica del Sr. León y Castillo fue tan elocuente como terrible. Cada
frase era un golpe certero, cada palabra una confusión. El fogoso orador de la
mayoría hizo uno de los mejores discursos que ilustran su fama parlamentaria.
Pocos oradores poseen, como éste, las cualidades nativas que constituyen la
superioridad en el difícil arte de la palabra. El don extraordinario de expresar
siempre el pensamiento con frase brillante y feliz, la afluencia, la intención, la
rotundidad, y, por fin, la cualidad, sólo los verdaderos oradores concebida, de
trazar sus discursos dentro de un plan artístico, causa principal del deleite con
que se les oye ... La oratoria de León y Castillo es para ocasiones solemnes, y
brilla con todo su esplendor cuando conviene mover vivamente los ánimos en
una cámara o aplacarlos, cuando es forzoso infundir un sentimiento en esas
colectividades que obedecen a tantos y tan diversos estímulos. Esto fue lo que
hizo el ex-Ministro de Ultramar en la célebre sesión del 8 de julio la más
dramática y guerrera de la presente legislatura pues se parecía a una grande y
decisiva batalla ganada a los republicanos después de marchas y contramarchas
en que estos molestaban y acosaban a la mayoría monárquica».
Tiene este texto, copiado casi íntegramente, una doble virtud. De una parte
destacar el contenido de la réplica contra Pi y Margall; después la exaltación
del orador León y Castillo, entrañable y viejo amigo de Galdós. Fernando
León y Castillo y Galdós fueron contemporáneos, casi de la misma edad; vivieron
juntos durante algún tiempo en su época juvenil y estudiantil madrileña.
La pluma caricaturesca de Galdós recoge en más de una ocasión, la intespestiva
figura del «León» de D. Fernando. Separados por ideologías distintas, frente a
problemas de política local o insular, la ironía y el humor galdosiano, supieron
escoger en todo momento a León y Castillo como a otros amigos y compañeros
que frecuentaban la tertulia del café Universal de la Puerta del Sol por los años
1963-64-65, para convertirlos en dibujos caricaturescos que hoy pueden contemplarse
dentro de un capítulo interesante y sugeridor del novelista canario.
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Lo que sí resulta sorprendente es el antifederalismo de Galdós. Concuerda
plenamente con la misma línea de pensamiento que expresaría en 1900 y 1901:
La Fe Nacional, la Conciencia Nacional, la Unidad de la Nación, en una palabra.
La división cantonalista de España, las ideas defendidas por Pi Margall y
que en un momento determinado fueron realidad en los años de la República,
no concordaban con la ideología de Galdós. La frialdad, el objetivismo, la
inmutabilidad de Pi y Margall no estaban acordes con la sensibilidad galdosiana.
Su «austeridad, su intransigencia y su inmutabilidad» concuerdan, decía
Galdós, con su fisonomía, «la más glacial, la más inmóvil, la más petrificada
que puede imaginarse».
Hasta aquí, el Galdós de los años 1860 a 1900. El Galdós moderado, el
Galdós conservador, el Galdós monárquico. Nunca amigo de la estridencia,
siempre de la concordia. Buscador de amistad y censor de cualquier extremismo.
Distanciado de la política activa, salvo su fugaz paso como diputado por
Puerto Rico, en una página más fruto de originalidad que de esfuerzo. Un
Galdós como se decía en líneas más arriba, aburrido, somnoliento dentro del
Congreso.
Pero pasados los años, después de Electra, por una serie de circunstancias
entre las que la política no fue la menor, Galdós entra nuevamente en la política.
No desde fuera, sino desde dentro, implicado, tocado por el virus político.
La Conjunción Republicano Socialista
Víctor Fuentes (Galdós demócrata republicano, Sta. Cruz de Tenerife,
1982) recoge un conjunto de textos galdosianos fechados entre los años 1907 y
1913. Todos ellos entintados de política. Todos ellos escritos por la mano del
Galdós republicano.
El republicanismo de Galdós, según nos cuenta el propio Víctor Fuentes,
comenzó a fraguarse hacia los años 1905-06. Los factores que hacia 1906 mueven
a Galdós a dar este paso están condicionados por el carácter absolutista
que el joven Rey pretendía imprimir a los gobiernos constitucionales. La amistad
con Rodrigo Soriano y con otros políticos republicanos fueron también
factores que favorecieron este cambio ideológico de Galdós, esta transformación
ideológica de Galdós. Un liberal que termina en republicano.
«Diga Vd. también que he pasado del recogimiento del taller al libre ambiente
de la Plaza pública, no por gusto de ociosidad, sino por todo lo contrario.
Abandono los caminos llanos y me lanzo a la cuesta penosa, movido de un
sentimiento que en nuestra edad miserable y femenil es considerado como ridícula
antigüalla: El Patriotismo».
Son palabras de Galdós en cartas dirigidas a Alfredo Vicentis, un correligionario
republicano al que Galdós encomienda su representación en un acto político.
Viene a ser como su espaldarazo, como su entrada «en la Plaza pública».
y la entrada, ya lo hemos leído, es a través del patriotismo, vocablo que Galdós
ha repetido, ha escrito, una y otra vez.
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«Despreciemos las vanas modas que quieren mantenernos en una indolencia
fatalista: restablezcamos los sublimes conceptos de Fe Nacional, Amor patrio
y Concordia pública y sean nuevamente banderas de los seres viriles frente
a los anémicos y encanijados. Tres vocablos: fe, amor y concordia. El primero,
ya lo había usado Galdós en el discurso de 1900 y en las crónicas de la Prensa.
Los otros dos, Amor-patrio y Concordia pública, los repetirá insistentemente.
La Patria era para Galdós no una palabra vacía, sino un contenido de amplias
significaciones. Y la Concordia, el amor común, será la homilía del Galdós
seglar, contínua, reiterativa, obsesiva.
He aquí las ideas primarias que Galdós va a sostener. Son como la Constitución
del nuevo republicanismo: Combatir «la barbarie clerical hasta desarmarla
», «desbravar y allanar el terreno que debe cimentar la enseñanza luminosa
con base científica». Hacer frente al «desvergonzado caciquismo». Tres ideales
del viejo republicano, tres ideales que ya había desbrozado en textos anteriores,
como aquél en que enlazaba el nombre de Costa, su predecesor. Y la
barbarie clerical, una nota más del anticlericalismo Galdosiano.
Así entraba, por la puerta grande, Galdós en el ruedo político ibérico.
Ferrer había sido fusilado en Barcelona. El Gobierno Maura se tambaleaba.
La oposición interna y las críticas internacionales habían crecido. Galdós, el 7
de octubre de 1909 escribe:
«Que la Nación hable, que la Nación actúe, que la Nación se levante, en el
sentido de vigorosa erección de su autoridad».
La Nación, vocablo repetido por Galdós, una y otra vez; en los Episodios,
en los textos de sus crónicas periodísticas. La Nación, como ideal único. La
Nación, personalizada, corpórea, como una dialogante inmóvil o como un juez
sentenciador. Galdós sabía muy bien que con ese vocabulario llegaba perfectamente
al «pueblo español», al que iba dirigida su proclama. Toda ella inflamada
de amor, de vehemencia, de determinación y de deseo de unión. Para pedir
la paz, para obligar al Gobierno a abandonar el sueño de Marruecos, para que
«se acabe tanta degradación y el infamante imperio de la mayor barbarie política
que hemos sufrido desde el aborrecido Fernando VII».
El estancamiento político es otra de las ideas obsesionantes en Galdós; él se
esforzaba por desentumecer, por despertar conciencias, por romper los estancos
en que aún continuaba inmersa toda la Nación. Había que luchar contra el
dogmatismo, «mucho más ramplón que se usaba antes del 68». Había que
resucitar la obra de Mendizábal, había que procurar que «los vencidos de las
guerras civiles no resucitasen vencedores»; era necesario que los frailes de diferentes
capas no volviesen a una tierra de promisión apoyados con los dineros y
con la benevolencia de muchas capas sociales. Galdós quería que se resucitase
el espíritu del 68, según le escribía a Estrañi, un republicano santanderino,
carta publicada del 29 de Septiembre de 1908 en El Liberal. Aquella revolución,
en la que Galdós soñó, por la que Galdós luchó, tras de la cual Galdós
marchó como el primer y enfervorizado revolucionario, había sido olvidada.
Por los unos y por los otros. Por eso el lenguaje campanillero de Galdós. Por
eso ese tono no elegíaco sino casi épico con que proclama y con el que llama y
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convoca a todos los republicanos para resucitar un espíritu que parecía adormecido.
El año 1910 fue el de la presentación de la conjunción republicano-socialista.
Galdós presentó textos que fueron leídos en distintos actos de propaganda
electoral que fueron leídos en casi toda España. En Madrid, Nougés lee el
texto en el que Galdós expone cuáles son las ideas bases de esa conclusión:
desarraigar el impuesto de consumo; poner «cotos a las aventuras belicosas;
Libertad confesional; restablecer el predominio de la potestad civil; «trazar
una frontera entre el sagrado de las creencias y la profanidad del Estado»;
recabar la neutralidad de la enseñanza y la secularización de los actos. Tales
eran, a grandes rasgos, las ideas expuestas por Galdós. Pero esta conjunción
está también reflejada en un conjunto de cartas cruzadas entre Gumersindo
Azcárate, político y educador socialista, y el ya maduro Galdós.
Azcárate fue presidente de la Institución Libre de Enseñanza y del Instituto
de Reforma Sociales. Preocupado por la cuestión social, por la educación, por
el problema religioso, Azcárate catedrático de Derecho Político, fue uno de
los españoles que más hizo en favor de la reforma social en España. Las cartas
tienen contenido muy variado, algunas tratan de temas literarios, pero otras
tienen un amplio contenido político. En 1907, dos años antes de la Semana
trágica de Barcelona, los problemas obreros se recrudecen. Los grupos políticos
duplican sus esfuerzos frente al gobierno. Alejandro Lerroux, perteneciente
al partido, es separado del mismo a causa de los sucesos ocurridos en Barcelona;
sucesos en los que Lerroux tuvo una actividad bien notoria y nada aprovechable
para los ideales del partido. Azcárate le comunica a Galdós los acuerdos
que el Comité ejecutivo ha tomado. Se trata de la expulsión de Lerroux y,
sobre todo, de la constitución de un tribunal de honor que juzgase los hechos.
A Galdós se le invita a intervenir y formar parte del mismo, pero Galdós,
cauteloso, evita tal compromiso. Una vez más, Galdós formula un deseo: «y
por último me permito formular a Vd. -le dice a Azcárate- mi deseo que se
llegue pronto al término de este enojoso pleito entre republicanos». Efectivamente
las disidencias internas del partido iban cada vez creciendo más y cada
vez hacían más difícil que la conjunción prosperase.
En 1911, pasados los sucesos de Barcelona, Azcárate comenta en una de
las cartas unas declaraciones de Pablo Iglesias:
«Leo en un periódico -dice Azcárate- que nuestro simpático compañero
Iglesias dijo anteanoche en la Casa del Pueblo que si la guerra viniera, era
seguro que el proletariado entero, unido, libraría la batalla decisiva contra el
capitalismo y la burguesía. ¿Nosotros?».
Pablo Iglesias gozó no sólo de la simpatía, sino de la admiración de Galdós
y de Azcárate. El mismo Pablo Iglesias, del que Galdós en los años 80 tenía
juicios que no eran precisamente favorables. En 1909, Iglesias adquiere la calidad
de compañero señalado en la carta por formar parte de la Conjunción. Los
términos proletariado, con burguesía y capitalismo tienen cargas semánticas
muy diferentes según el contenido que le quieran dar los escritores. Y la pregunta
retórica formulada por Azcárate resulta bastante expresiva. La clase me-
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dia española de la Restauración, la cada vez más conservadora clase media, la
misma que Galdós enalteció e inmortalizó en sus novelas, oiría, entre asustada
y sorprendida, este nuevo léxico, mal comprendido o peor interpretado. De
ahí la recíproca cautela de los dos corresponsales; porque Azcárate le hacía la
pregunta a Galdós.
En una carta del 27 de febrero de 1911, Azcárate, después de excusarse por
no poder participar en un mitin al que Galdós deseaba que concurriese, le
comenta:
«Celebraré que en el mitin no halla quien, como hizo Soriano en Barcelona,
haga votos por la secundación de la Semana Trágica y que no se le ocurra a
algún colega socialista declararse antipatriota, antimilitarista y revolucionario».
Como se ve, después de los sucesos de Barcelona la moderación era la
norma esencial en los partidos políticos. Los incendios, las muertes, los fusilamientos,
habían precipitado la caída del gobierno Maura, pero también había
producido disensiones dentro de los grupos de oposición. Galdós había publicado
el manifiesto anti-Maura (28 de agosto de 1909), la conjunción de republicanos
y socialistas se había reforzado, los progresistas y liberales se agrupagan
junto a ellos; y hasta los radicales de Soriano y los federales entraban en la
coalición. Pero ... los temores al exceso, los vocablos demasiado radicales asustaban.
Posiblemente Azcárate hacía esta recomendación, porque no ignoraba
cuál era el sentir de Galdós. Y tal vez por esa misma razón, tanto uno como
otro no hubiesen admitido ninguno de los párrafos, escogidos al azar, de un
artículo de Lerroux publicado en 1906 (<<La Rebeldía»), tres años antes de la
semana trágica.
«Revelaos contra todos ... revelaos contra todos: no hay nada ni nadie justo.
Sed arrogantes como si no hubiera en el Mundo nada ni nadie más fuerte que
vosotros ... Sed osados y valerosos ... jóvenes bárbaros de hoy: entrad a saco en
la civilización decadente y miserable de este país ... destruid sus templos ... alzad
el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres para vivificar la
especie ... ».
Era lógico la prudencia ante los excesos de Lerroux. Mucho más lógico era
la decisión tomada por el tribunal de honor del partido. La estridencia de
Lerroux o el vocabulario de Soriano no estaban acorde con el temperamento
ni con la prudencia galdosianas. Es curioso señalar que el joven Soriano, años
más tarde desterrado con Unamuno en Fuerteventura, era ya un ácrata rozando
en anarquista por los años vecinos a la Semana Trágica de Barcelona. Galdós
y Azcárate, muy próximos en ideologías y en sentimientos, no se dejaban
arrastrar por estridencias ni radicalismos políticos.
Es sintomática la coincidencia de haberse publicado tres obras en estos
años posteriores o coincidentes con la Semana Trágica: El Caballero encantado,
Casandra y Cánovas. La primera novela en 1909; Casandra en 1910 y Cánovas
en 1912. En todas ellas, Galdós se muestra como un visionario del futuro histórico
español. Este era fenómeno nuevo en la literatura española. No resultaba
fácil que unos escritores, unos novelistas, se convirtieran de pronto en confeso-
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res en alta voz de las ideas y de las preocupaciones sociales de sus contemporáneos.
y mucho más difícil que estos contemporáneos, que este público elector
se compenetrase o discordase, en ocasiones, de las ideas propugnadas por estos
escritores. Y esta discordancia llevaría, como se ha señalado en más de una
ocasión, a denostar las ideas del nuevo régimen; a no estar de acuerdo con las
«novedades» que se propugnaban. El mismo Galdós, desilusionado por muchas
razones del nuevo régimen, escribiría páginas acerbas, críticas duras. Pero con
todo, lo importante era que existía una amplia compenetración entre la sociedad
y sus escritores. Porque aquella se sentía reflejada y comprendida por la
sensibilidad de los más escogidos y los mejores.
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