FORTUNATA y LA PALABRA

John W. Kronik

Comen University

A Fortunata, la protagonista de la novela galdosiana que contiene más pala ..

bras que cualquier otra obra suya, le dio la palabra su creador, como a todas

sus criaturas inventadas, las cuales son, por esencia; palabra 1. Pero pensando

mejor esta verdad que parece axiomática y entrando en un juego unamuniano,

podemos preguntar si no fue Fortunata quien le diera la palabra a Don Benito.

Esta paradoja, que plantea cualquier obra literaria, despierta la conciencia del

lector ante un hecho incontrovertible: tanto la creación literaria como su creador

deben su inmortalidad a la palabra escrita. Con tal perspectiva el lector

pasa lógicamente al reconocimiento de que el lenguaje literario, que en la novela

realista cumple una función social, goza al mismo tiempo de autonomía

por su condición lingüística. Sabiendo que el lector que pierde de vista esta

dualidad intrínseca de la palabra pierde la riqueza del texto literario, Galdós se

esfuerza por impedir una posible separación de las dos operaciones simultáneas.

Es posible que a primera vista el lector, hipnotizado por el impacto humano

de la historia, pase por alto la importancia fundamental que Galdós le

concede a la palabra. En una segunda lectura o en una retrospección crítica, ya

no se le escapa el mundo logocéntrico que con tanta fortuna crea Galdós en su

narrativa. Esta es una de las dimensiones más sorprendentes de Fortunata y

Jacinta que presta a esta gran novela algo de su atracción y modernidad.

El lenguaje galdosiano ha ocupado y preocupado a los galdosistas desde el

principio. Ya en su propia época. Clarín se fijó con frecuencia en el lenguaje

de su colega y amigo, elogiándolo por lo general, a veces censurando algún

que otro aspect02

• Ramón Pérez de Ayala, Max Aub y Francisco Ayala son

otros artistas creadores que han sabido estimar la prosa galdosiana; y Unamuno,

que sufrió fuertes y sospechosas ambivalencias con respecto a su antecesor,

consideró el lenguaje de Galdós su contribución principal como novelista. No

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así Valle-Inclán, inventor de ese mote demasiado célebre de «Don Benito el

garbancero». Y Martínez Sierra, según parece, esperaba con impaciencia el

entierro de Galdós para poder atacar su estilo vulgar. Esta actitud del autor de

Canción de cuna es típica del desprecio que tuvo que sufrir Galdós, principalmente

por el carácter de su expresión artística, durante las décadas de su eclipse

y olvido tras su muerte. Bien conocidos son los juicios de Ortega y Gasset,

quien acusó a Galdós de no tener estilo (p. 368). Tales asaltos no han desaparecido

del todo. Sólo hay que mencionar el curioso homenaje paródico que le

rindió Cortázar en Rayuela, donde la prosa galdosiana, con sus aparentes lugares

comunes, encarna la novela contra la cual el novelista moderno debe escribir.

También a Baroja y a Hemingway se los ha acusado de no tener estilo,

pero es una acusación sin fundamento, porque quien escribe tiene estilo. Así

lo han reconocido los estudiosos de Galdós, quienes a partir de los años 40,

con creciente insistencia, han descartado el mito del descuido estilístico de

Galdós. En aquella década aparecieron rigurosos análisis del lenguaje galdosiano

bajo las firmas de Tomás Navarro Tomás y José de Onís, entre otros, y se

publicó la primera edición del libro de Joaquín Casalduero, esencial para la

restauración de Galdós. También es imprescindible la contribución de Ricardo

Gullón, quien inició sus indagaciones con un artículo titulado «Lenguaje y técnica

de Galdós», para luego volver sobre estos temas en sus libros. Otros han

preparado investigaciones más específicas, siempre haciendo resaltar el talento

artístico de Galdós: Joaquín Gimeno sobre el tópico en su obra; los Alfieri

sobre su lenguaje familiar y Sánchez Barbudo sobre su lenguaje vulgar; Denah

Lida sobre el pintoresco vocabulario de Almudena en Misericordia y Gonzalo

Sobejano sobre el habla de los amantes en sus novelas3• Manuel Lassaletta

dedicó todo un libro al lenguaje coloquial galdosiano y Angel Tarrío se dirigió

al lenguaje en una breve sección de su libro sobre Fortunata y Jacinta. El

estudio más estimulador sobre el lenguaje en esta obra es quizás el que escribió

Stephen Gilman hace ya un cuarto de siglo y que insertó en forma refundida

en su reciente libro sobre el novelista canario. El tema no ha perdido su vigencia.

Los críticos que elogian a Galdós por su manipulación del lenguaje familiar,

vulgar y los lectores que le censuran sus lugares comunes y expresiones populares

coinciden en una verdad innegable: las novelas de Galdós no exhiben el

lenguaje pulido, refinado, propio de un artista bien educado y consciente de su

herencia clásica4• Ahora, el que el agudo oído de Galdós haya captado con

toda fidelidad los matices del habla popular no es censurable. Todo lo contrario:

el autor ha sabido educarse en la calle, donde no sólo observaba la realidad

circundante sino que escuchaba los diálogos de los seres de toda la gama social

que poblaba esos espacios. Entonces, si hablan sus personajes como hablan las

personas, la realidad ha pasado debidamente a las páginas del texto. Pero dejar

hablar de la misma manera al narrador, eso, dirán algunos, ya raya en licencia

poética poco aceptable, en desliz imperdonable o simplemente de mal gusto.

Porque el narrador es máscara e instrumento del autor; es la voz del artista.

Según la visión tradicional de distancia entre vida y arte, el lenguaje artístico

era una exaltación del habla común: todos hablaban igual y todos como el

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artista. Luego, en este proceso significativo, se impuso una distancia dentro de

la obra: la voz del artista seguía siendo artística, pero los personajes hablaban

más o menos como les correspondía en la vida. He aquí la sustancia del arte

mimético. Galdós radicaliza este proceso, dando un paso inusitado. El mismo

-es decir, su narrador- adopta el lenguaje de sus personajes. El lenguaje

cotidiano, familiar, «garbanzal» se impone en el artista. Es irónico, pero el

lenguaje común e inepto de Fortunata es más poderoso que el lenguaje culto

que se le atribuiría a Galdós.

Esta técnica supuestamente antiartística no es, desde luego, fruto del descuido

o de una carencia de talento. Galdós, según su propia confesión, se

apasionó tanto como el lector por las criaturas de su invención, participó en su

ser a la manera de Cervantes, y al ver el mundo como ellas lo vieron y al

apropiarse de su lenguaje, invita al lector a una mayor intimidad con sus personajes.

Otra explicación, de índole más racional, que Gilman y otros han subrayado,

es que Galdós, como los grandes novelistas de su época en otros países,

reaccionó en contra del lenguaje académico y la tradición oratoria del diecinueve.

Al recrear el lenguaje conversacional, callejero que oyó a su alrededor en

Madrid, eliminó la falsa retórica de los estilos que había condenado y le ofreció

a su lector un nuevo vehículo expresivo digno de admiración. El lector puede

deleitarse tanto en la estética verbal de Fortunata, persona, como en la de

Fortunata y Jacinta, novela. Por añadidura, Galdós se dio plena cuenta de la

atracción que ejerce en el receptor el lenguaje pintoresco, y así lo declara

descaradamente su narrador: «Las crudezas de estilo popular y aflamencado

que Santa Cruz decía alguna vez, divertíanla [a Jacinta] más que nada y las

repetía tratando de fijarlas en su memoria. Cuando no son muy groseras, estas

fórmulas de hablar hacen gracia, como caricaturas que son del lenguaje» (1, v,

1; p. 123)5.

El poeta inglés, John Donne, dijo en un sermón: «El alma de un hombre

se incorpora en sus palabras; tal como habla, pensamos nosotros que piensa

él». Esta lección la había aprendido Galdós a la perfección y reconoció que el

habla del individuo es uno de los medios más eficaces de caracterización. Es

sugestivo considerar el paralelismo siguiente: el vehículo de la creación literaria

es también el vehículo del cual se apropia el individuo para su autocreación; tal

como nosotros descubrimos la ficción al leerla, nuestros prójimos nos descubren

a nosotros leyéndonos. Una parte de la descripción de Mauricia la Dura

enuncia abiertamente este procedimiento en la novela de Galdós: «en cuanto

Mauricia hablaba, adiós ilusión. Su voz era bronca, más de hombre que de

mujer, y su lenguaje vulgarísimo, revelando una naturaleza desordenada, con

alternativas misteriosas de depravación y afabilidad» (11, VI, 1; p. 258). El verbo

es la persona encarnada.

Mauricia y Fortunata son de la misma clase, coinciden en algunas características

y comparten un «lenguaje vulgarísimo». Fortunata ha tenido poca educación,

y ella misma confiesa: «yo apenas sé leer y no le saco sentido a ningún

libro» (111, IV, 2; p. 129), frase doblemente reductora porque la sitúa irónicamente

ante el lector que lee que ella no sabe leer6• Según Juanito, son muchos

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y serios sus defectos de pronunciación. Dice «golver» en vez de «volver». Y no

conoce la palabra «equilibrio», de lo cual se desprende que tampoco conoce el

concepto. Efectivamente, Fortunata no está lo suficientemente inaugurada a

las complejidades lingüísticas para poder enfrentarse con abstracciones. Juzgando

también por el hecho de que Fortunata, a pesar de su importancia en

esta larga y pobladísima narración, es uno de los personajes más callados, se

puede concluir que el don de la palabra no es uno de los encantos de esta joven

del pueblo.

Si esta incapacidad suya representa un defecto o no, depende de la perspectiva

de quien la está leyendo. Por cierto, según los criterios de la burguesía en

cuyo ámbito la fortuna ha empujado a Fortunata, su manera de hablar y de

comportarse es un motivo de vergüenza y desesperación. Precisamente porque

Fortunata no cumple con las normas lingüísticas establecidas por la burguesía,

una sucesión de miembros de esta clase que dominan mejor que ella su lenguaje

se meten en la empresa de reeducarla, es decir, de dominarla. Maxi, Doña

Lupe, Feijoo, Ballester y, más que nadie, Juanito Santa Cruz encuentran en

Fortunata un texto que quieren convertir en otro tipo de texto. Por eso escoge

bien sus palabras el narrador cuando dice que Juanito es el «autor de sus desgracias

» (111, IV, 3; p. 139; el subrayado es mío). Juanito es el supremo manipulador

de la palabra. El lenguaje es la medida principal de la superioridad que

siente ante Fortunata, y la palabra mide la distancia social que los separa: voz

del pueblo versus voz de la burguesía. Alessandro Manzoni, en 1 Promessi

Sposi, ya había señalado que el lenguaje es el pasaporte para llegar a los niveles

más altos de la sociedad. Si Fortunata quiere entrar, tendrá que conseguir su

pasaporte, tendrá que conquistar el sociolecto burgués. Y dentro de esta estructura

jerárquica hay otro discurso igualmente atrincherado: el de la mujer.

Jacinta, nacida en estas circunstancias, se crió con el vocabulario que le correspondía

y sólo al final de la novela desafía el discurso masculino dominante.

Fortunata tendrá la tarea difícil de aprender este discurso habiéndose formado

en otro.

Todo esto se reduce a una cuestión de poder. En este orden, quien tiene el

poder del discurso está en posesión del discurso del poder. Desde el ángulo

social, se puede decir que a los del cuarto estado, los burgueses les han quitado

la palabra: no han permitido que la adquieran o no los dejan expresar las

adquiridas. Por una parte les vendan la boca; por otra establecen un monopolio

de fórmulas suyas, un lenguaje privado, del cual quedan excluidos los lumpen.

Amparo, esa proto-Fortunata en Tormento, es un buen ejemplo. Fortunata,

ser primitivo que es, se deja moldear hasta cierto punto, pero desde la perspectiva

de la clase media, siempre se quedará en la periferia, en el bajo mundo

donde tiene sus raíces.

Pero hay otras perspectivas y otros lectores de Fortunata, lectores que no

la consideran inferior por su parquedad e insuficiencia lingüística: el narrador;

y nosotros, a quienes el narrador manipula; y a veces la propia Fortunata. En

un determinado momento Fortunata implica que de haber conquistado la palabra,

habría subido en la escala social y habría sido otra. ¡Si sólo hubiera conse-

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guido ese pasaporte verbal, habría sido Jacinta! ¿Quién lo puede asegurar?

Más probable es que acierte en los otros momentos, cuando al afirmar su identidad

deja traslucir su carácter superior. Al viejo Feijoo le dice con toda ingenuidad:

«Perdone usted si hablo mal. Soy muy ordinaria. Es mi ser natural»

(HI, IV, 1; p. 120). Hay que captar la equivalencia que ella establece: «hablar

mal» es «ser natural». Feijoo recalca esta feliz condición suya cuando le dice:

«Parece que acaba de nacer» (p. 121). Es decir, Fortunata existe, vive en un

estado natural, pero sin el don de la palabra. Cambiando leve pero significativamente

el énfasis, Fortunata confiesa: «No sé decir más que lo que sale de

entre mí» (H, 11, 1; p. 59). Esto lo declara sin el menor orgullo, y el lector que

ya ha observado su comportamiento no tiene motivo para dudar de su honradez

y sinceridad. Los que comparten con Fortunata su mundo ficticio no saben

estimar la abnegada sencillez de la cual su lenguaje es el signo exterior.

Si Fortunata es la encarnación de la lucha galdosiana por un lenguaje depurado,

la sociedad a la cual la señora de Rubín se apega es su antítesis lingüística.

En Fortunata y Jacinta, como en otras novelas suyas, Galdós pinta a una

burguesía atada a tópicos vacíos, a fórmulas gastadas. En la medida en que

Fortunata consigue asimilar el código burgués, se prostituye, adquiriendo un

«estilo» que en el fondo no le corresponde; en la medida en que no llega a

dominar estas estructuras ajenas, se escapa de la verbosidad y falsedad de su

época y de la burguesía. A diferencia de esa sociedad, quizás a diferencia de

nosotros, Fortunata no manipula el lenguaje para esconder la verdad sino para

comunicarla, directa e íntegramente, tal como ella la percibe y sabe expresarla.

La ley primitiva y el orden lingüístico no son necesariamente compatibles. La

adquisición de un orden lingüístico es parte de un proceso de civilización que

define la sociedad, no la naturaleza. Para la sociedad la palabra es arma y

defensa, rito de iniciación, título de privilegio y código de intereses creados.

La tensión entre significado y apariencia es irresoluble. ¿Cómo va a incorporarse

una apasionada chica del pueblo a un mundo tan complejo y traidor como

lo es la conciencia lingüística?

Sin embargo, si es infranqueable el abismo entre Fortunata y la burguesía,

tampoco se puede afirmar que ella se mantiene inalterada en su terreno bajo y

superior. El silencio de Fortunata durante su última enfermedad, que tanto ha

impresionado a Gilman, no es un eco de su ineptitud lingüística al principio.

La historia de su vida marca un itinerario a través del cual Fortunata pasa

tenuemente de pueblo a burguesía. Sin duda, pasa de un estado de inconsciencia

a una toma de conciencia, y de amante innombrada se transforma en madre

nombradora. Su proclamada inmutabilidad es relativa, como lo es todo en las

novelas de Galdós. Se puede percibir una ironía en que Fortunata esté desarrollándose

lingüísticamente, aprendiendo un nuevo lenguaje, mientras que la burguesía

está en plena decadencia lingüística, estancada en sus clichés. Además,

la chica tiene evidentes talentos innatos, porque sus instintos la llevan a formular

para sí conceptos que no sabe exteriorizar. En un momento clave, cuando

Guillermina la está defendiendo, esta capacidad subterránea de Fortunata se

materializa. Dice el narrador: «Más hermosa que nunca, sacó de su cabeza un

gallardísimo argumento» (111, Vll, 2; p. 370). El narrador suprime, como en

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tantas otras ocasiones, las palabras directas de Fortunata, pero las de él merecen

la atención del lector: «gallardísimo argumento», lo cual apunta hacia un

vocabulario pulido, bien seleccionado; y «de su cabeza», es decir, locuciones

que son suyas, que tenía guardadas en su interioridad. En cambio, Juanito,

con todas sus dotes retóricas, termina por ser víctima del lenguaje que define

un papel. Por fin, si Fortunata se tambalea lingüísticamente, siempre tiene a su

lado un buen amigo dispuesto a ayudarle: el narrador. Si no sabe expresarse

ella, él está dispuesto a perdonarla o a proporcionarle las palabras que le faltan

o a explicarle al lector la psique de Fortunata en términos que brotan de su

propia ilimitada omnisciencia narrativa y no de las limitadas capacidades de

Fortunata. En este caso, la usurpación de los derechos del personaje supone

una aproximación de sensibilidades entre creador y creación 7

Las conclusiones que se pueden sacar de estas observaciones coinciden con

los hallazgos de los que ya han estudiado esta materia: la palabra es fundamental

en la elaboración de Fortunata y Jacinta; el lenguaje es el vehículo principal

para la caracterización de los personajes; la manipulación lingüística es una de

las claves del poder social; pero la soltura verbal no es necesariamente un

reflejo de la superioridad del ser. Me parece incompleto, sin embargo, un ejercicio

que no pasa más allá de las modalidades del lenguaje galdosiano y el

discurso de sus personajes. Es una cosa explorar el lenguaje que Fortunata

habla; es otra cosa descubrir el lenguaje que ella es. Para captar toda la resonancia

de Fortunata y Jacinta, es preciso pasar de la dimensión lingüística a la

metalingüística.

Durante su enlace con Feijoo, Fortunata repite una y otra vez la frase, «Yo

quiero ser honrada», palabras que había aprendido de su marido y maestro,

Maxi; pero no comprende el verdadero sentido que les atribuye la burguesía.

Se trata, además, de una de tantas fórmulas huecas de esa burguesía hipócrita.

¿Cómo van a tener para Fortunata un significado coherente? No sabe captar,

con su poca educación, la ambigüedad inmanente de la palabra ni aún menos

las sutilezas con que la convención social dota la palabra. Por fin, cuando por

la repetición estas palabras empiezan a perder su significación y suenan a letanía,

el propio narrador comenta: «Lo de la honradez, que ella anhelaba ignorando

el valor exacto de las palabras, no tenía sentido» (lH, IV, 3, p. 138). En

esta coyuntura el texto fuerza al lector a tomar nota del carácter intrínseco del

lenguaje y a relacionarlo con los valores sociales. No tienen sentido las palabras

porque son construcciones artificiales a las cuales la convención social tiene

que asignar un sentido. El individuo que no participa de esa convención social

quedará excluido del sentido que comunican las palabras y de la sociedad que

ha establecido este código. Se ve que en la superficie el lenguaje tiene una

determinada función comunicativa; por debajo esconde una serie de trampas e

ironías que trascienden y subvierten sus funciones aparentes. De modo que

además de proporcionar una lección sobre el papel del lenguaje en las relaciones

entre individuo y sociedad, Galdós también indaga en la naturaleza del

lenguaje como tal. Por eso, el hecho de la presencia de la palabra en Fortunata

y Jacinta es tan importante como su carácter peculiar, su estructura o su procedencia

literaria y social.

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No radica ninguna originalidad en la afirmación de que una novela, siendo

un arte literario, consta de palabras. Pero es precisamente esta verdad palmaria

que Galdós pone en juego activamente con la dirección autoconsciente de su

novelística. Cualquier texto escrito, en cierto momento, en cierto nivel, llama

la atención del lector a su condición constitucional, es decir, a su condición de

escritura, de lenguaje. (Yo acabo de hacerlo con mi armoniosa repetición, «en

cierto momento, en cierto nivel»). Por encima de su multiplicidad de significados,

el texto lingüístico, inevitablemente y con mal disimulado orgullo, se jacta

de su sustancia significante. (Algunos de mis lectores, por encima de la idea

que estoy tratando de comunicarles, habrán reparado en las aliteraciones de

mi última frase). La unidad lingüística encierra una dualidad y, voluntaria e

involuntariamente, todo discurso es un metadiscurso.

En obras recientes -en las novelas de Juan Goytisolo o de Torrente Ballester,

por ejemplo- el metadiscurso es tan insistente que impregna con una

ferocidad aniquiladora el discurso y lo reemplaza, se convierte en él. En Galdós

nunca se dan tales tergiversaciones, pues el arte mimético como él lo practicaba

no invita a tales procesos. El arte mimético ortodoxo suele expresar sus

cotrariedades y subversiones por vía del significado, no con el significante. Los

escritores de la época de Galdós no eran tan radicales; pero en cualquier momento

de la producción galdosiana la palabra llama la atendión del lector. Las

bastardillas y las muletillas, la ironía y la parodia, las descripciones caricaturescas,

el lenguaje familiar, los estilos burlados, las inserciones de cartas o de

diálogos dramáticos, los zigzagueos de la voz narrativa -todos estos trucos de

la prosa galdosiana, que jamás dejan de encantamos, todos son fenómenos

lingüísticos, instancias de la palabra, rebosantes de autonomía, clamando y

reclamando la atención del lector y deleitándole. En Fortunata y Jacinta el

lenguaje no es mero vehículo expositivo, sino que se convierte en sustancia

temática. La palabra, en vez de objeto mediador, es sujeto mediado. Es protagonista,

alIado de Fortunata.

Lo que acabo de señalar es perfectamente natural, pues vivimos en un universo

logocéntrico. La palabra es el principal regulador del mundo y el discurso

es creador del sujeto. En el Génesis, Dios creó la luz el primer día, pero el día

y la noche no existieron hasta que Dios los nombrara así. Jacques Lacan ha

expuesto la idea de que el niño adquiere su condición de sujeto gracias al

lenguaje cuando se instala en el discurso humano; y Jacques Derrida, en De la

gramatología, comenta extensamente el moderno mito del signo. Si la palabra

es fundamental para nuestra adquisición de carnalidad, conciencia e identidad,

lo es aún más para el ser ficticio, pues el ser ficticio, como toda la ficción, es

pura palabra. La creación de Fortunata, palabra, empieza en el nivel lingüístico

dentro de la ficción y como ficción.

Aunque yo mismo, igual que todos los que la conocen, he hablado de Fortunata

como si se tratara de una persona que se podría encontrar en alguna

calle madrileña o en la Calle de Cano o de Pérez Galdós en Las Palmas, Fortunata

no es esa mujer, compleja y profunda en su sencillez, encantadora por su

inocencia y fidelidad a su ser, impresionante por su conquista de la vida, pode-

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rosa por su capacidad pasional. Fortunata no es tal cosa porque no es mujer.

Es exactamente lo que era Máximo Manso, según su propia confesión, aunque

ella no lo exprese como él; sueño de sueño, sombra de sombra, sospecha de

una posibilidad, máscara de persona viviente, ejemplar nuevo de estas falsificaciones

del hombre (El amigo Manso, cap. 1, Op. cit. ,.p. 1.165). Si tiene o no

el don de la palabra importa sólo en ese espacio no existente donde existe la

Fortunata que no existe, esa fantasmal manchita de tinta que no conoció, ni

pudo conocer, ningún madrileño de hace cien años. Las palabras que le faltan

y también las palabras que pronuncia son todas palabras que ella no ha hablado

nunca y que nadie ha oído. Lo único cierto y lo único que importa es que

Fortunata es un signo de nueve letras al cual alguien, con perfecta arbitrariedad,

le ha concedido cierto significado. Y ese alguien no nos deja olvidar su

condición de signo.

La creación ficticia siempre nace literariamente, verbalmente. Su nacimiento

biológico tiene que ser uno de los muchos fingimientos de la ficción. Fortunata,

por su parte, no parece tener ningún origen carnal. Nace a las páginas de

su novela sorbiendo un huevo crudo, escena que atrae a Juanito, que le da

asco a Jacinta y que tantas polémicas ha suscitado entre los críticos. Su historia

casi no tiene prehistoria porque es el producto de un proceso distinto del de la

naturaleza. No nace; alguien la narra. A Fortunata la cuentan; aparece en su

historia ya hecha historia.

Al objeto en la historia se le da un nombre para confirmar y comunicar su

existencia. Si es arbitraria la atribución del signo al objeto, también lo es el

acto de nombrar a una persona, aun en los casos de relacionarlo con un pariente

o un santo, pues no tiene que ver con la naturaleza del individuo. En la

novela de Galdós, Juanito y Jacinta, la pareja recién casada, hombre y mujer,

narrador y recipiente de la narración, se unen para dar a luz el nombre de la

narrativamente recién nacida en un verdadero esfuerzo cooperativo de denominación:

Le costaba [a Juanito] mucho trabajo decirlo. La otra le ayudaba.

-Se llama For ...

-For ... narina.

- No. For ... tuna ...

-Fortunata.

-Eso ... Vamos, ya estás satisfecha (1, v, 4; p. 154).

Culminación de un largo proceso discursivo entre la pareja, este acto de

nombrar queda enfatizado por el uso de bastardillas para el nombre de Fortunata.

Por fin, Fortunata existe para Jacinta y para el lector como palabra. Ha

terminado la etapa de la reificación.

Pero, ¿estamos satisfechos, como insinúa Juanito? Claro que no. La plasmación

de la cifra es una invitación a descifrarla. Todos a su alrededor se

dedican a descifrar a Fortunata, a leer el signo que es, los que participan en su

mundo novelesco y el lector desde fuera. La diferencia radica en que sus cohortes

ficticios empiezan con la persona mientras que el lector se fija en la palabra.

¿Por qué «Fortunata»? Aunque adquirimos identidad al ser nombrados, el

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nombre es un sustituto, un desplazamiento, una metonimia. No es la cosa indicada.

Fortunata no es, en virtud de llamarse Fortunata, recipiente o portadora

de buena fortuna. Pero en este terreno sí hay una diferencia entre vida y literatura.

Juanito .Santa Cruz lleva el mismo nombre que otros muchos Juanes,

pero confío en que no sea por la misma razón. En una ficción todo rasgo es

significativo, y el equipaje onomástico que lleva el personaje invierte en su

dueño la carga significativa de la palabra que es su nombre. En el caso de

Fortunata la asociación es inevitable, y la separación silábica por la cual pasa

Juanito al nombrarla hace hincapié en su J1tíz, fortuna.

Pero al mismo momento en que invita al lector a establecer esta asociación,

Galdós recurre al carácter intrínsecamente ambiguo del lenguaje -y, por extensión,

de todo artefacto fabricado de lenguaje. No queda claro si en el caso

de Fortunata se impone el discurso o la historia. ¿Es o no es afortunada Fortunata?

¿Es ángel o monstruo, Guillermina o Mauricia? ¿Es pueblo o burguesía?

¿Muere trágicamente silenciada y fracasada o victoriosa, siendo suya la última

palabra cuando no sólo nombra a su hijo sino que le da tres nombres que

cuentan y prolongan su historia? Todo depende de quién la lee y de cómo se

la lee. De nuevo nos enfrentamos con ese doble nivel simultáneo del texto,

humano y lingüístico.

Lo opuesto de la expresión verbal, la ausencia de la palabra, también tiene

importancia en el proceso comunicativo. Gilman, a mi parecer, exagera en su

análisis los silencios y la frustración de lo verbal porque insiste demasiado en

la supremacía de lo oral en este texto, que a fin de cuentas es un texto escrito.

Pero no menciona una laguna que sí es sumamente significativa: el apellido de

Fortunata. Como persona es lingüísticamente incompleta, manca. Mientras que

el narrador dedica muchas páginas cardinales al linaje de las familias Amaiz y

Santa Cruz, Fortunata no tiene tales orígenes verbales. Más que emanación

social, es naturaleza, la cual no da nombres a sus seres. La no-existencia social

de Fortunata que señala la ausencia de la palabra se relaciona evidentemente

con su subdesarrollo verbal. Fortunata gana su existencial social -es decir,

burguesa- cuando adquiere un nuevo vocabulario y cuando, por la convención

del matrimonio, recibe el apellido de un hombre. La atribución de un apellido

confirma la sustitución de una identidad social por su indeterminación natural.

Sufre un despojo de su yo y se hace otra al convertirse en posesión de otro. La

señora de Rubín ya no es Fortunata. El cambio de palabra entraña graves

consecuencias 8

Fortunata y Jacinta, entre otras muchas cosas, es la historia de una mujer,

que es palabra, y de cómo se impone en sus circunstancias con su idea, que es

palabra. Es también la historia de la invención de una palabra y su introducción

en la conciencia de otros, la historia del desarrollo y de la ilimitada flexibilidad

de nuestro lenguaje. Para Fortunata, la palabra, una vez formulada, aunque

no necesariamente enunciada, es un catalizador; la lleva a la acción. Pero sin

saberlo ella - ¡pobre criatura que se cree verdadera! - el lenguaje la domina

cualquier que sea su dominio del lenguaje. Como personaje literario, Fortunata

es una creación lingüística, y es en un libro donde, por vía de la escritura,

adquiere significación e inmortalidad. Es curioso, pero si hubiera vivido de

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veras Fortunata, no hablaríamos de ella ahora. También es curioso que, para

contar la historia de esta joven carente de vocabulario, Galdós tenía que invertir

tantos miles de palabras.

De modo que, volviendo al tema del discurso como poder, se ve que para

Galdós el verdadero poder reside en el discurso de la ficción. Si Fortunata pasa

de palabra a persona, es el milagro del discurso ficticio que lo ha conseguido.

Hacer vivir la palabra, hacemos creer en algo que no existe, convertir en realidad

la nada: ése es el talento especial de los grandes mentirosos, como Galdós

... o Benina ... y otros. ¡Cuánto se equivoca Amparo cuando en cierto momento

en Tormento piensa: «Nada, nada de papeles escritos. El estilo es la

mentira. La verdad mira y calla» (cap.o XII, Obras Completas, p. 1.488). Fortunata

sin duda estaría de acuerdo. Pero Maxi, el loco iluminado, tiene otra

visión: «Es que la inspiración poética precede siempre a la verdad, y antes de

que la verdad aparezca, traída por la sana lógica, es revelada por la poesía»

(IV, v, 2; p. 253). La fórmula que surge es tal vez circular y paradójica: el

estilo es la mentira que es la ficción que es la palabra que es la verdad.

Fortunata y Jacinta no sólo se lanza con la palabra, como tiene que hacerlo

cualquier novela para mantener su identidad genérica; Fortunata y Jacintrz anuncia

en sus palabras de apertura que su propia existencia depende de la palabra:

«Las noticias más remotas que tengo [ ... ]» (1, 1, 1; p. 5), empieza el narrador.

Noticias: palabra. Sin la palabra recibida, sea oral o escrita, no habría historia ni

narración. Como también en otros momentos claves de esta novela, el acto de

narración se revela aquí como transferencia de palabras y la palabra se proclama

como principio de la narración - «principio» en ambos sentidos.

Otro Juan, mucho más antiguo que yo, y en una escritura mucho más sagrada

que ésta, había expuesto la misma idea: «Al principio ya existía la Palabra

»9. Esta frase bíblica, aun cuando la desvestimos de su ropaje cósmico o

teológico, plasma nuestros orígenes en la palabra y afirma un orden logocéntrico.

Sin falta de respeto, es posible leer el Prólogo al Evangelio según San Juan

y escuchar en sus líneas la visión galdosiana de la palabra en Fortunata y Jacinta.

Incluso me atrevo a sugerir que se puede escuchar el nombre de Fortunata.

Al principio ya existía la Palabra,

y la Palabra estaba junto a Dios,

y la palabra era Dios.

Ella estaba al principio junto a Dios.

Todo llegó a ser por medio de ella;

y sin ella nada se hizo de cuanto fue hecho.

En ella estaba la vida,

y esta vida era la luz de los hombres [ ... ].

Podemos seguir diciendo, en los términos bíblicos, que la palabra, conjuntamente

con Fortunata, «ilumina a todo hombre» y que «la Palabra se hizo carne

y puso su morada entre nosotros». Podemos hablar indiscriminadamente de

Fortunata y la palabra porque Fortunata es palabra y es la palabra de su dios,

su creador. Y nosotros los lectores somos sus devotos, que en este caso sí la

recibimos y la conocemos. Leer Fortunata y Jacinta como palabra no es reducirla

a su superficie; es captarla en toda su profundidad.

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NOTAS

1 Reproduzco aquí, con leves retoques, la conferencia plenaria que leí en el 111 Congreso

Internacional Galdosiano en Las Palmas. Quiero hacer constar mi profundo agradecimiento a D.

Francisco Ramos Camejo, a D. Alfonso Armas Ayala y a los colegas de la Consejería de Cultura

del Excmo. Cabildo Insular de Gran Canaria por la invitación a participar en este congreso, como

también a la John Simon Guggenheim Memorial Foundation y el American Council of Learned

Societies por su generoso apoyo del proyecto.

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2 Véase, entre otros de sus tomos de crítica, el volumen que se dedica en su totalidad a

Galdós.

3 También merecen mencionarse los estudios de Armistead y de Sebastián de la Nuez sobre

el vocabulario canario de Galdós.

4 Los que se han dedicado al examen de los manuscritos y galeradas de los textos galdosianos

han descubierto pruebas definitivas de su afilada sensibilidad estilística y de su constante preocupación

por la expresión idiomática.

5 Las citas de Fortunata y Jacinta incluyen la parte, capítulo y sección. Las páginas se refieren

a la primera edición.

6 Es de notar que durante el viaje de novios se aprende que Jacinta tampoco está inclinada a

la lectura: «Jacinta no tenía ninguna especie de erudición. Había leído muy pocos libros» (1, v, 4;

p. 144).

7 Para poner en perspectiva la condición verbal de Fortunata, sería revelador estudiar el habla

de otros personajes, el de Maxi en especial, y el de Juanito.

8 En la geografía urbana de Las Palmas de Gran Canaria, se ha perpetuado, sin duda inconscientemente,

esta injusticia. En el barrio de las calles galdosianas, la Calle de Jacinta es larga, de

siete manzanas. Pero la Calle de Fortunata es pequeñísima, de una manzana nada más, cerca de

la de Jacinta pero periférica, marginada. No sé si los que habitan las casas de aquellas calles se dan

cuenta de los signos significativos en que viven, pero a la pobre Fortunata se la mantiene en su

inmerecido estado de desposesión.

9 Varían las versiones bíblicas en su rendición de este pasaje. Otra comienza así: «En el

principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios». La rendición con «Palabra»

se ajusta mejora nuestra lectura.

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