IV CONGRESO GALDOSIANO _

"MI GALDOS" 11

Sr. Presidente del Cabildo. IlustresAutoridades

Civiles y Militares, colegas y amigos todos:

Si me propongo presentar a Vds. un relato esquemático de mis actitudes durante una larga

vida de escritor frente a la personalidad literaria de esta colosal figura que en el Congreso que

se inaugura hoy va a ser objeto de tanto estudio, no es por el dudoso gusto de hablar de mí mismo

con pretexto de Galdós como algún malicioso pudiera pensar sino para reflexionar en voz alta

sobre la obra creativa del artista y el ambiente histórico cultural de su época.

Esa relación, que muchas veces se tiende a pasar por alto, es innegable, y está cargada

de consecuencias. Repercute muy decisivamente y de manera varia no sólo sobre la posición

reconocida al artista, al escritor en nuestro caso, dentro de la sociedad y, por consiguiente,

sobre su influencia, su popularidad, su fama, sino también sobre las características, forma

y contenido de la producción artística misma.

Baste considerar al respecto las circunstancias del propio Galdós en la España de su

juventud. Desde la perspectiva actual, su imagen es la del gran novelista que, en efecto,

llegaría a ser; pero pensemos en aquel muchacho canario cuya vocación estética, todavía

fluctuante, parecía inclinarle al cultivo de las letras.

En sus momentos iniciales, sin duda que para él constituyó el teatro la tentación inmediata

y bien sabemos que hacia el género dramático apuntaron sus primeros intentos, pues en

aquellos momentos ese género disfrutaba del máximo prestigio en la sociedad española.

También tenemos constancia por su propio y muy concreto testimonio del descubrimiento que,

en un momento dado, ya través de Balzac, haría nuestro joven escritor del que había llegado

a ser ya el género dominante en la cultura europea de la época: la novela.

Esta forma de creación poética, a la vez instrumento de expresión intelectual e ideológica

que él estaba destinado a levantar en lengua española a cumbres no inferiores a las más altas

de su mundo contemporáneo.

Su ulterior y ya tardía incursión en el campo de la dramática testimonia, creo yo, una

nostalgia de aquellos afanes y aspiraciones juveniles y, no hay duda de que sus piezas

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dramáticas ocupan un lugar propio en la historia de nuestro teatro. Pero, con todo, secundarias dentro

de su producción. La personalidad de Galdós es la de un novelista y su figura aparece a los ojos del

público contemporáneo y de la posteridad de todos nosotros revestida de las peculiaridades que

caracterizan a la profesión y ofido de tal novelista en la sociedad burguesa del s. XIX.

- Condiciones que en algunos de mis estudios he procurado precisar yo. En concepto de

novelista disfrutó en su tiempo Galdós de la notoriedad y de la admiración pública no sólo,

y sobre todo, en el ámbito de las letras sino más allá de éstas, en terrenos donde por entonces

le era concedido al ejercicio literario un alcance mucho mayor que el que hoy pueda tener.

La crisis del fin de siglo empezaría a alterar estas condiciones y así el tramo postrero de

la carrera de nuestro gran novelista se vería marcado ya por la confrontación de una

generación nueva: la que se conoce por la fecha de 1898.

Alguna vez he referido cómo mis primeras lecturas de niño provinciano se produjeron

dentro de la atmósfera del apogeo galdosiano. Al rincón de mi provincia apenas habían

llegado todavía, en los años de mi infancia, los ecos de aquel enfrentamiento literario

generacional. Aún cuando en mi casa se conocía y celebraba por excepción alguna muestra

de la nueva sensibilidad modernista, así quizá por razones locales El Alcázar de las perlas

del poeta Francisco Villaespesa, que es una exaltación de la Alhambra y mi ciudad natal es

Granada, los libros que poblaban nuestros estantes, empezando por los grandes clásicos y

pasando por los románticos, se detenían en los varios novelistas del costumbrismo y del

realismo: Pereda, Alarcón, Galdós mismo, Leopoldo Alas, ... y yo, precoz aficionado, pude

leer muchos de ellos. Con especial deleite leí las obras de Galdós que allí teníamos. No estaban

todas, pero sí desde luego las más populares y combativas: Recuerdo Marianela, recuerdo

Gloria, recuerdo Doña Perfecta, recuerdo algunos de los primeros Episodios Nacionales.

También me he referido cómo, adolescente ya en Madrid, descubrí a los escritores de las

generaciones siguientes y me apliqué con avidez a la lectura de sus obras. He hablado de la fase de

desconderto que hube de padecer a raíz de publicadas mis primeras novelas y, en fin, mi incorporación

a la República de Las Letras Y mi deslumbr~ entusiasta, adopción de la estética de vanguardia.

En aquel ambiente Galdós ya no estaba bien visto, ya no se llevaba por así decirlo: había

pasado de moda, pues las cotizaciones literarias, las alternativas de aprecio y desestimación

que marcan la vigencia social de los valores estéticos y que, en definitiva, establecen los

capítulos de la Historia de la Literatura pueden ser sometidos al mismo tratamiento de las

demás bogas, los cambios en la vestimenta, la decoración y el adorno, con las que, por otra

parte, están conectados en el fondo.

Pasado el momento crítico y conflictivo, las aguas vuelven a su cauce, y en cuanto

concierne a la figura de Galdós, no cabe estimación más alta que la definitivamente

éstablecida hoy para su obra. Todavía a la fecha conviene, sin embargo decir alguna cosa

acerca de la reacción antigaldosiana del 98. Creo yo, a la distancia, que puede descubrirse

en ella no tanto una verdadera desvaloración como, paradójicamente, una especie de

homenaje a la figura denostada. Pese a eventuales expresiones denigratorias, el hecho cierto

y bien documentado es que ninguno de los grandes escritores de aquella por entonces nueva

generación, dejaba de reconocer y apreciar la magnitud gigantesca de Galdós y que, si con

variable dureza repudiaron su magisterio fue porque ya no hubiera tenido sentido alguno

continuar trabajando en una línea en donde se había alcanzado una cota insuperable. Y

IV CONGRESO GALDOSIANO _

porque, dentro de un contexto histórico cambiado o en vías de cambio, los nuevos escritores

sentían la urgencia de postular y afirmar su renovadora estética modernista, aristocratizante

y minoritaria por esencia, apeando de su pedestal al mayor de los realistas ..

Era un recurso de la guerra literaria. Precisamente en estos días, viniendo a Canarias, he

estado leyendo un libro que acaba de publicar el filólogo, compañero mío en la Academia,

Lázaro Carreter, yen ese libro se hace un estudio muy fino, muy detallado, de las diferencias

de carácter estético y de carácter técnico que separan a los novelistas de la Generación el 98

de la gran figura del realista Galdós. Quiere decimos que en ese rechazo de Galdós por los

escritores del 98 lo que había, básicamente, era una diferencia de criterios estéticos y de

composición literaria que iba dirigida a afirmar los nuevos valores que se estaban

propugnando, sencillamente, pero no que ignorasen o desconocieran ellos la enorme

estatura literaria de la gran figura contra la cual estaban reaccionando.

A conciencia de esta estatura señera, se combatía así en Galdós al máximo exponente

literario de una época y una sociedad a la que se pretendía reformar, de un régimen que se

pretendía desmontar pese a que nuestro escritor, Galdós, tales son las injusticias de la vida,

hubiera sido y siguiese siendo fustigador implacable de ese régimen.

Pero, con eso y con todo, no sólo reconocían su magnitud literaria los novelistas del 98

sino que, en su propia creación, se vieron sometidos a la influencia suya. Algunos de los

estudios incluidos en mi libro Las plumas del Fénix lo ponen de relieve con indisputable

evidencia, al menos en cuanto se refiere a Unamuno.

Precisamente el caso de Unamuno es muy singular a este respecto. Cuando se publicó

EIAmigo Manso, Unamuno escribió nada menos que dos largos artículos reaccionando a este

libro y comentándolo diversamente en muchísimos aspectos. Los artículos se titulaban "El

amigo Galdós" y, ya digo, son estudios importantes y valiosos, pero no se fijaba, por

casualidad, -lo digo entre comillas, "por casualidad" - Unamuno en un aspecto de esta

novela que es de una gran singularidad y es el tratamiento del personaje y de la relación del

autor, narrador y personaje. Supongo que todos ustedes recuerdan como comienza El amigo

Manso. El capítulo inicial se titula "Yo no existo" y habla el protagonista de la novela: "Yo

no existo". Y luego elabora esa afirmación diciendo: "Declaro, dice Manso, que ni siquiera

soy el retrato de alguien y prometo que si alguno de esos profundizado res del día se mete

a buscar semejanzas entre mi yo sin carne ni huesos y cualquier individuo susceptible de ser

sometido a un ensayo de vivisección, ha de salir él a la defensa de mis fueros de mito. Soy,

continúa diciendo, una condensación estética; diabólica hechura del pensamiento humano,

simia Dei: "quimera soy, sueño de sueño, sombra de sombra, sospecha de una posibilidad, ... "

y enseguida aparece el autor traído por el personaje: "Tengo yo un amigo ... "y ahí describe

la actividad del novelador: "Tengo yo un amigo que ... " en fin, describe Galdós a través de su personaje

la posidón del propio Galdós que había escrito un cierto número de novelas para la fecha, etc ...

El personaje, por último, va a encarnarse con el autor y lo increpa; increpa el amigo Manso

personaje, a su autor, Galdós, y le dice: "Hombre de Dios, le dice, ¿Quiere usted acabar de

una vez conmigo y recoger esta carne mortal en que para divertirse me ha metido?" Bueno,

pues todo ésto le pasa por alto a Unamuno en los dos artículos que escribe sobre la novela

y, sin embargo, se ha aprovechado de ello y lo ha incorporado en su propia novela Niebla,

de un modo muy exacto; es decir, quienes conozcan y recuerden la novela Niebla de

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Unamuno, saben muy bien que ahí su personaje aparece como una creación de Unamuno

y que se enfrenta con.Unamuno mismo; y así como el amigo Manso le pide a Galdós que le

mate, Pérez, el personaje de Unamuno, le pide a su autor que no lo mate, que lo deje vivir.

Es paralelo, aunque en el sentido opuesto. Unamuno decía de sí mismo que habían dicho de

él que era un zorro, pero él era dos zorros porque, como vasco, era dos zorros. Pues aquí está

su zorrería: no dijo nada hablando de El amigo Manso de lo que realmente lo impresionó y

lo marcó, y había ae influir de un modo decisivo, porque es una extraordinaria novedad -novedad

cervantina por otra parte, como todas las novedades en Literatura-, lo que era una novedad

. sensacional en esta creación particular de Galdós, El amigo Manso.

De modo que no solamente reconocían la importancia, la magnitud de Galdós, sino que recibían

su influencia y de un modo tan concreto y tan taxativo como el que acabo de mostrar ahí.

Hay que decirlo: en dicha reacción antigaldosiana no participaron todos los miembros

de las generaciones subsiguientes; es decir, las siguientes a la Generación del 98. El

modernista Pérez de Ayala, por ejemplo, ponderaba, veneraba y glorificaba sin empacho a

Don Benito no obstante confesar y practicar por su parte una estética muy distinta de la del

viejo maestro. Pérez de Ayala era un modernista, igual que los del 98.

No obstante excepción tal y alguna otra como, por ejemplo, la del Dr. Marañón, era en

general consigna de aquellos años el silenciar al menos la admiración hacia su obra. y ésto,

por supuesto, que se extendía también al grupo vanguardista al que hube de incorporarme

yo después de aparecidas mis dos primeras novelas. Incluso uno de los más destacados

miembros de ese grupo, Antonio Espina, publicaría en la Revista de Occidente un ataque

absurdamente agresivo contra Galdós, ejemplo lamentable de los extremos a que el impulso

combativo pudo llevar a un hombre no sólo agudo e inteligente como era Antonio Espina,

sino lo que es curioso, tan galdosiano como él era en más de un aspecto ~e su personalidad

humana y aún de sus actividades literarias.

En cuanto a mí, imbuido de los postulados vanguardistas, cuando llegó el Centenario del

nacimiento de don Benito y hallándome ya exiliado en Buenos Aires, publiqué en el Diario

de la Nación un artículo donde me esforzaba por redimir, lo pongo entre comillas, "redimir",

al maestro del dictado de "garbancero" mediante el recurso de expurgar de su prosa gemas

vanguardistas y ponerlas en evidencia. Conviene señalar, entre paréntesis, que ese siempre

aducido dicterio de "garbancero" no puede valer sin más como un juicio literario suscrito por

Valle Inclán quien, enLaces de Bohemia, lo puso en boca de uno de sus personajes, el poeta

modernista Dorio de Gadex, con propósitos caracterizado res muy oportunos y adecuados,

aunque no exentos de malicia, claro.

. Creo que será curioso ver cómo aquel artículo mío defendía ingenuamente la prosa del

realista Galdós. Voy a permitirme leérselo -no es excesivamente largo- porque después de

todo es un documento de historia literaria. Yo decía ya entonces: "Cuando pasado el juvenil

afán que descubre continentes nuevos en un leer insaciable y sin discernimiento, quise

apenas remansado el frenesí de las lecturas, definir mi conciencia literaria en una postura

activa de estética beligerancia, entonces prevalecía en los miedos intelectuales españoles un

juicio desfavorable hacia Galdós. Este juicio había sido formado por la Generación del 98 y,

salvo actitudes individuales más o menos ilustres, pero que no alcanzaban a tener significación

de grupo, no había sido rectificado por la generación siguiente. Estábamos viviendo la reacción

N CONGRESO GALDOSIANO _

que inevitablemente sigue al auge de una fuerte personalidad. La de Galdós había llenado toda

una época, bajo el doble signo de la autoridad espiritual y de la popularidad.

y si le era disputada ahora la primera, seguía la segunda calentando su noble vejez donde la

apariencia impasible, ciega y taciturna, guardaba un mundo de experiencias cuya riqueza nadie

desconocía. Este mundo tenía, sin embargo que resultar odioso alasensibilidadariscadelaGeneración

del 98 y tampoco era probable que la nuestra, incipiente, encontrara con él concordancia alguna. Los

ideales estéticos que por aquellos días se hallaban en vigor y pretendían imponerse con energía

incontrastable a las imaginaciones juveniles, más bien aconsejaban repelerlo.

Por encima de la múltiple y bullente contradicción de escuelas y de tendencias y hasta de

modas, podía desprenderse de su conjunto la nota común de una acentuación de los valores

formales acompañando o sirvie~do a una pretensión de pureza -la pureza literaria-en que se

retorcía hasta la confusión o se simplificaba hasta el amaneramiento una literatura tnturada

y ya casi disuelta. Tales condiciones no eran por cierto las más adecuadas para apreciar a Galdós

en simpatía y ya podíamos algunos tener la sensación de su magnitud que no por eso había

de interesamos. No debía interesamos. Nuestras convicciones teóricas impedían que nos

interesara. Ha sido menester que con el tiempo, y todo lo que el tiempo ha traído, se deshagan

las posiciones de escuela, decaigan las recetas y se olvide la secuela de prejuicios, para que ahora

se nos aparezca Galdós, en el Centenario de su nacimiento, revestido de una grandeza que había

de imponerse a las pasajeras beligerancias de grupo literario y a las actitudes nacidas de un

credo estético que radica en la intrínseca calidad de su obra. Ingente, inconmovible, ahí está,

con sus excelencias y sus defectos, sostenida en sí misma.

Los reproches principales que sus detractores le dirigieron podían reducirse a estos dos:

descuido en el estilo y vulgaridad de espíritu. Que el estilo galdosiano es descuidado a veces

y hasta con demasiada frecuencia, quién lo negará. Su prosa pierde en ocasiones el vigor,

esa característica lozanía de sus buenos momentos, para hacerse desmayada, floja y hasta

ramplona, cayendo en chapucerías. Sin embargo, justo es reconocer que no es el descuido

lo que da la tónica de esa prosa. Por lo común se mantiene en un despliegue terso, con un

empaque y una sencilla dignidad que le otorgan calidad artística. Y sus caídas están

compensadas por hallazgos de estilo y, sobre todo, de imagen, donde la corriente fácil, suelta

y contínua del discurso, se detiene complacida en un juego lleno de encanto.

Muchos de esos hallazgos consentirían, dada su consistencia, ser aislados, extraídos del

contexto en que se encuentran, segregados, sustantivados; y entonces habrían de resplandecer

en su valor absoluto. Ven ustedes: ese entusiasmo por la imagen literaria, por la

metáfora brillante, me lleva a señalar que se pueden sacar de la prosa de Galdós, tales

imágenes y tales metáforas. Como si hubiera hecho falta, por supuesto.

Qué suma poética no hubiera podido componerse con esos materiales que en insospechadas

concreciones imaginísticas arrastra como al descuido la densa prosa del narrador". y

termino señalando en ese trabajo que realmente el valor de Galdós, a pesar de todo, no debe

de encontrarse precisamente en el estilo superficial, en el estilo de la prosa, sino en el arte

de la composición novelística, que es lo que realmente constituye su grandeza, su magnitud literaria.

Sigo con el desarrollo de mis experiencias acerca de Galdós. Pero, en verdad, la época de

la vanguardia, movimiento muy fecundo, no tanto en obras como en la tarea de despejar el

ambiente literario, había pasado ya cuando en 1943 escribí yo ese artículo.

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Otro era el ambiente y otras las perspectivas con que había reanudado ya en aquel

momento yo mi actividad literaria en el campo de la creación imaginaria. Las adquisiciones

de la vanguardia estaban asumidas de manera irrevocable y la experiencia terrible de la

guerra civil empezaba a fructificar en mi narrativa, ahora ya no en contacto con las capillas,

escuelas y grupos que componen la República de las Letras, sino en la soledad del destierro.

De ahí en adelante mi actitud frente a la obra de Galdós, que nunca había dejado de admirar

y disfrutar,. no se vería mediatizada o velada por prejuicios circunstanciales de escuela o de

grupo. Cierto es que para entonces, transcurrido el tiempo y habiendo padecido entretanto

el mundo el implacable peso abrumador de un lapso histórico tan cargado de tragedia, la

figura de nuestro máximo novelista del s. XIX había pasado definitivamente a la historia y,

fuera de toda posible discusión, quedaba establecida para siempre en el Parnaso entre las

mayores del arte narrativa moderna. Anhelante yo, en mi avatar como profesor universitario

de Literatura Hispana en América, es claro que debí dedicar tanto dentro de mis cursos como

en públicas conferencias, bastante atención al estudio de su obra. Y, fruto de esa atención

debida, en mi actividad docente o al margen de ella, fueron los varios ensayos críticos que

hoy, en estas mis postrimerías de enseñante retirado y escritor todavía en activo, he reunido·

en el libro cuyo título mencioné antes, Las Plumas del Fénix.

Mi contribución a la tarea tan copiosa que muchos er:uditos han llevado a cabo en relación

con Galdós durante sucesivas décadas, no ha sido ciertamente muy voluminosa, pero

tampoco nimia. Creo haber aportado, con independencia y a mi manera, que es la que me

consiente o me impone mi propia condición de escritor, observaciones, percepciones y puntos

de vista peculiares, destacando así en la novelística galdosiana aspectos singulares que quizá

no habían sido tenidos antes en cuenta.

En suma: mi estimación y mi gusto por la obra de Galdós se mantuvieron invariables durante toda

mi vida; pero alo largo de ella he podido precisar y registrar tres fases distintas en la relación de nuestro

gran novelista con el mundo: Desde el rincón provinciano de mi niñez y adolescencia fui testigo de

la admiración y general reconocimiento del gran novelista, más allá de las disputas ideológicas de la

épor,a Y por encima de ellas, porque en realidad se discutía en las familias no literarias, en las familias

burguesas; se discutía Y se contraponían las obras de Galdós y las de los demás novelistas de aquel

entonces, con verdaderas polémicas ideológicas.

Luego, en mi primera juventud, asistí al cuestionamiento literario que de su figura se

-había empezado a hacer, todavía en vida del maestro.

Y, por fin, convertido ya éste en estatua inmortal, he visto crecer y extenderse el culto

acucioso de que lo vienen haciendo objeto tan distinguidos estudiosos del mundo entero.

Es seguro que, por virtud de sus esfuerzos, ha de quedar fijado para siempre su nombre

entre los grandes de la literatura universal.

Muchas gracias, Señores.

Francisco Ayala

Transcripción de la grabación de la conferencia dictada con motivo de la Apertura

del IV Congreso Internacional Galdosiano, en Las Palmas de Gran Canaria