GALDOS: LA MIRADA EXCENTRICA 11
Jorge Rodríguez Padrón
Siempre me ha parecido sospechoso el hecho
de que, entre los innumerables exégetas de la obra galdosiana, entre los abordajes
críticos sin cuento que han sufrido sus novelas, sus dramas, entre las aproximaciones más
o menos lúcidas a las técnicas narrativas que genialmente inauguró con sus
sorprendentes fabulaciones o entre las más tibias caracterizaciones de su lenguaje, nada
se haya dicho (o más bien poco y superficial, lo que es aún peor) sobre las verdaderas
raíces de su originalidad y de su modernidad: de su modernidad que es su originalidad. Y es
éste un tema apasionante, pues no se ajusta a los esquemas críticos que suelen manejarse
habitualmente, ni tampoco se da como resultado de alguna de esas -en apariencia
irrefutables- indagaciones científicas a que nos tienen acostumbrados ciertos manipuladores
de la crítica literaria, quienes precisamente al llegar a estos peligrosos linderos- suelen
bordearlos tímidamente, sin osar siquiera asomarse al otro lado, aplicando una peculiar
sordina sobre lo que hasta ese momento había sido un discurso prepotente, sin fisuras y
hasta con ribetes de solemnidad. Es éste 4:omo digo- un tema apasionante porque nos
obliga a sacar al escritor de las casillas en que ha sido confinado por esa ortopédica
costumbre que son las historias literarias, para observarlo a la luz de una vitalidad que, si
bien se halla implícita en su específica actitud como escritor y en la peculiar configuración
de un mundo novelesco propio, y hasta en la vibración que confiere al instrumento de su
escritura, va mucho más allá de todo eso: no depende del azar histórico que lo obliga a ser
un escritor realista, ni de las presuntas conexiones o dependencias con otros escritores más
o menos coetáneos, por grandes y significativos que estos sean. Porque la modernidad de
Galdós debe explicarse a partir de otros supuestos que aquí sólo apuntaré, como motivos de
un posible diálogo ulterior. Me asiste, además, el convencimiento de que cuanto más se
desplace el punto de atención hacia esa zona de indagación crítica, olvidando esa obsesión
-hasta ahora única- por la minuciosidad taxonómica, todos los aspectos de la obra
galdosiana, puntualmente enumerados siempre, hallarán su reveladora explicación.
mm BIBLIOTECA GALDOSIANA
Galdós es un escritor insular atlántico, y no sólo por la circunstancia anecdótica de su
nacimiento. Quienes insisten en hacer de Galdós un novelista de Madn'd, no van más allá
de la corroboración de una rutina histórica o de una miopía crítica; no pasan, desde luego,
de la superficie del problema, sólo ven lo convencional de un espacio donde se establece la
convención narrativa. Pero quienes insisten --con pareja ceguera- en censurar el desdén u
olvido del novelista hacia los lugares, personajes o historia de su región natal caen en idéntico
error: no reclaman otra cosa que a un Galdós que cumpliese las reglas de un costumbrismo
mimético y secundón. La condición insular atlántica que reivindico para nuestro escritor es
esa capacidad que siempre tuvo para rebelarse, precisamente, contra toda menudencia
cotidiana como tal, y observar la realidad desde un punto de vista abierto y plural, atendiendo
al mundo entero configurado, poco a poco, en sus ficciones, y no sólo al suyo próximo (ni
el isleño de sus orígenes, ni el capitalino de su adopción); sus demonios familiares, sociales
e históricos, se transforman así en argumentos perfectamente objetivados hasta adquirir
una dimensión propia, verdadera existencia, por encima de las simples conexiones o
paralelismos que en ellos se puedan encontrar con la realidad de este lado. 1
Que la historia y la sociedad española de su tiempo son fuente inagotable de la narrativa
galdosiana es cosa que no admite discusión. Pero la extraordinaria vitalidad de las peripecias
y de los personajes que habitan su mundo de ficción no necesitan de aquéllas para existir
como tales, ni para alcanzar --como alcanzan- una indiscutible universalidad, en el tiempo
yen el espacio. Y ello sucede gracias a la actitud de Galdós como escritor, gracias a la muy
personal perspectiva con que se aplica a observarlas y a analizarlas. Una actitud y una
perspectiva esencialmente modernas, en tanto que producto de una identidad asentada en
la frontera del mundo contemporáneo, donde se despierta ~n el insular atlántico- la
conciencia de su condición periférica y excéntrica; un sentimiento de distancia que ni aleja
del centro ni empequeñece la visión, sino que es capaz de generar un nuevo centro en el cual
se refleja la imagen histórica heredada, con una nitidez tal que pone de manifiesto, sin
disimulo alguno, sus grandezas y sus miserias para que éstas dialoguen y discutan entre sí,
a medida que encarnan en los personajes: un ejercicio muy saludable de limpieza moral.
Condición periférica y excéntrica que -además- despierta la evidencia de su configuración
híbrida y mestiza, y de esa consecuente inseguridad que'se traduce en una actitud
recelosa y escéptica ante la apariencia del mundo y frente a la construcción teórica de las
ideas. Asumiendo esta nueva condición se consigue una perspectiva excepcional para
acercarse a la realidad y entenderla integrada en un contexto mucho más amplio y
cosmopolita. Desde esta condición distante de escritor periférico, el insular que es Galdós se
integra en el drama de su tiempo; se sabe parte de él y su compromiso es, por tanto,
irrenunciable. Pero su mirada ya no será complaciente, ni confiada (tampoco excluyente, ni
radical), sino que se halla en constante alerta frente a la presuntuosa falacia que lo rodea
yen medio de la cual encuentra a sus criaturas. Al crearlas, quiere rescatarlas de ese universo
limitado e intransigente, y para ello las hace vivir en ese otro mundo de la ficción, donde se
convertirán en imágenes inquietantes y profundamente aleccionadoras de nosotros mismos.
El profesor Pérez Vidal, en un completísimo y documentado estudio sobre las relaciones
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insulares de Galdós2, apunta -aunque sin desarrollarlas del todo- algunas de estas
cuestiones y cita unas palabras del propio novelista que son, por sí solas, elocuentes:
Pereda -dice Galdós- me llevaba la ventaja de no tener dudas ( ... ) El sabe adónde va,
parte de una base fija. Los que dudamos, mientras él afirma, buscamos la verdad, y sin
cesar corremos hacia donde creemos verla, hermosa y fugitiva. El permanece quieto y
confiado, viéndonos pasar.
Se advierte, sin esfuerzo, cómo nuestro novelista sabía perfectamente cuál era su
posición crucial, fronteriza, entre la seguridad ciega de un mundo que finalizaba y la duda
perturbadora que la modernidad estaba sembrando ya, de forma irreversible. Y en vez de
optar por uno de los dos caminos, asume tal conflicto desde esa posición dialógica que, a lo
largo de toda su obra, será fundamental. No sustituye un mundo por otro, sino que pone a
ambos frente a frente, en anhelante perplejidad interrogativa: la que en él mismo nacía cada
vez que se aproximaba a la realidad, con su mirada particularmente silenciosa e inquiridora.
No en vano fue Cervantes su antecedente más inmediato, y su constante maestro. Era el
único novelista donde Galdós veía cumplida su propia revelación literaria: no la encontraba
en su admirado Dickens, tan proclive al ternurismo melodramático y ejemplar de su mundo
victoriano; tampoco en un Balzac --{)tra de sus devociones- asentado en la confianza
burguesa de una sociedad fiel a sus principios; no la había, siquiera, en el turbulento
Dostoiewsky, obsesivo indagador de los trágicos vericuetos de la conciencia y de las pasiones
individuales. "La armonía entre don Quijote y su mundo -como escribiera Octavio Paz- no
se resuelve, como en la épica tradicional, por el triunfo de uno de los dos principios, sino por
su fusión. Esa fusión es el humor, la ironía. La ironía y el humor son la gran invención del
espíritu moderno"3. Ese humor cuya integración absoluta en el discurso narrativo yen la
configuración del lenguaje, subraya la modernidad galdosiana frente a la menos osada
aventura creadora de sus coetáneos.
En esta clave hay que entender el cervantismo militante de Galdós, y la constante
exploración que el novelista insular llevó a cabo para incorporar el diálogo a la novela.
Cuando tilda de dramáticas a las novelas que constituyen el centro de su obra toda, no está
acudiendo (como tampoco Cervantes, cuando llamó a las suyas ejemplares) a un simple
recurso clasificador, ni siquiera pretende caracterizar temáticamente este grupo de narraciones.
Galdós -como Cervantes- va mucho más allá: busca un nuevo sentido para la novela
-una novela moderna-y por ello el diálogo superará su condición de simple recurso añadido
para establecerse como eje motor de la peripecia. Un diálogo que, además, proporciona una
doblez equidistante que el lector percibe -sin mediación alguna del autor- entre el acto de
escribir y la función que desempeña la escritura puesta, como palabra que es, en boca de los
personajes. Pero también se produce una segunda duplicidad, y reside en la capacidad que
tiene el lector para recibir simultáneamente la materia del relato -su realidad- desde
diversos puntos de vista, y para participar con ello de su inquietante pluralidad. Ricardo
Gullón, que ha indagado como pocos en las técnicas narrativas de Galdós, explica (creo que
de forma particularmente reveladora) el carácter híbrido derivado de esa marca esencialmente
dialógica de la novela galdosiana. "Hibridez -escribe- que requiere un modo de lectura
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diferente, una constante y automática torsión del lector sobre sí, atento a lo leído y a lo
presentado en el acto de leer, absorbiendo en una sola inspiración el acto y la dirección, las
escenas y las acotaciones, lo visible y las reglas para su representación"4. Lo que no advierte
el profesor Gullón -y queremos alumbrar aquí- es que esa configuración híbrida de la visión
novelesca se halla íntimamente vinculada al carácter -también híbrido, también doble y
mestizo- de la visión insular atlántica. Se trata de una perspectiva que rechaza la
certidumbre casticista, por su distancia con respecto al centro y porque las fuerzas centrípeta
y centrífuga que operan complementariamente en ella la obligan a dirigirse, al mismo
tiem po, hacia su origen y hacia su posible destino: hacia el ámbi to peninsular del cual procede
y hacia el sugestivo horizonte atlántico que esa visión inaugura y que condiciona de modo
decisivo la personalidad insular, y sus modos de expresión, desde el último tercio del siglo
XIX hasta hoy.
Pero la experiencia dialógica galdosiana culmina en un estadio más avanzado aún: la
novela epistolar; donde hasta la función conductora del narrador desaparece, para dejarnos
ante la perplejidad elocuente del documento escrito ... por otros, por los personajes de ficción
que, si bien inventados por el autor, tienen ya realidad y autonomía suficientes para
comprometerse con su propia palabra, con su propio testimonio escrito. De esta forma no
es sólo el lector quien se sitúa a ambos lados a un tiempo, sino también el autor: al dejarle
toda la responsabilidad a su personaje, ve lo que éste último dice y lo que aparenta ser, pero
descubre también -por el tono tan matizado y tan preciso de su voz o su escritura- quién
es en realidad. Su doblez queda al descubierto, en tanto que se le ve afanado en la
composición de su máscara, de una ilusión de sí mismo que le obliga a actuar con el debido
decoro en el discurrir de la ficción.
Denunciar, como se ha hecho, y por parte de algún intelectual prestigioso, la falta de
aliento poético y de una dosis suficiente de lirismo en los diálogos galdosianos, o tildar de
"insoportables" las cartas amorosas de Tristana (a más de someterlas al agravio comparativo
de las escritas por Juan Valera, en Pepita Jiménez) no puede ser interpretado sino como
un lapsus, disculpable por la urgencia de la lectura o por el personal desacuerdo con esta
novela en concreto. Si no, habría que pensar en un flagrante desconocimiento del tema. En
primer lugar, debe recordarse que el lirismo niega toda distancia objetivadora, crítica e
irónica; y que, en la misma dirección, la novela o el drama exigen ~omo explica Wayne C.
Booth- que el lector "reconstruya paso a paso las distancias, a veces grandes, pero con
frecuencia increíblemente sutiles, entre la visión de las cosas que se aprecia a primera vista
y la valoración tácita del autor"5. Pero, en segunda instancia, también es claro que un juicio
como el aludido, asentado sin duda en un rigor casticista que Galdós contradijo siempre, no
ha comprendido en absoluto esa actitud doble (y por doble irónica) que inspira y da total
sentido a la cuidadísima construcción dialógica o epistolar de nuestro novelista: sus diálogos
y sus cartas no le pertenecen, pues no responden a estereotipos basados en la "inocencia"
o en "experiencia" que en cada momento se maneja, sino que brotan de la peripecia misma
para contestar críticamente --en función de lo que los personajes son o quieren ser- esa
realidad convencional y estereotipada (ésta sí) que los mismos habitan. Habría que
preguntarles, a quienes así se pronuncian , si no fue eso lo que genialmente descubrió
Cervantes, y dejó asentado para siempre en la novela moderna.
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Pero Galdós es también un insular atlántico trasterrado a la Corte: en ella vivirá hasta
su muerte (salvo esporádicos viajes a las islas) y en la bulliciosa vitalidad de la capital
encontrará, desde el momento mismo de su llegada, la razón sustantiva de su destino como
escritor: la vertiginosa sucesión de acontecimientos y la formidable teoría de personajes que
los protagonizaban o -sobre todo-los sufrían. Todo ello acontecía ante sus ojos atónitos
y ansiosos de vida nueva. Otro aspecto decisivo para ese entendimiento completo de su obra
que postulamos aquí. Porque ésta última nacerá del cotejo constante, del diálogo inacabable,
entre el discurrir riquísimo de los sucesos y la penetrante observación -tan íntimamente
matizada- que el escritor hace de los mismos. En el desarraigo de Galdós con respecto a su
tierra natal operan diversos factores (aparte de las específicas circunstancias familiares,
suficientemente aclaradas por sus biógrafos) que se hallan directamente vinculados a su
condición insular, a esas fuerzas centrípeta y centrífuga que -como decía más arriba-la
configuran. Por ejemplo, la necesidad de salirse de sí mismo para enrontrarse, entenderse
mejor, encontrándose con otros; con el otro. El insular no es completo si no se sabe parte
de un contexto más amplio, ése cuyo sustrato plural lo ha ido constituyendo a lo largo de
su extraña evolución histórica; nada es si no se siente ciudadano del mundo. y al salir de sí
mismos, deja de creerse centro del mundo y atempera su lógica autosuficiencia
empequeñecedora para construir una nueva visión de las cosas, teñida por la incertidumbre
del desarraigo y por la plena conciencia de que ese otro también es él mismo.
De esta forma, la necesidad inicial que lleva a Galdós a instalarse en Madrid, se torna muy
pronto en entusiasmo: su mirada se enfrenta allí a lo establecido, a lo presuntamente
inamovible (historia, ideología, moral), pero también conoce, de primerísima mano, el
padecimiento de la historia, las imposiciones agresivas de la ideología, las perturbaciones
de la moral. Su mirada, que ya viene cargada del escepticismo consustancial a su origen, pone
todo aquello en duda, lo analiza críticamente; y esa realidad empieza a vivir ante él
vertiginosamente, con un sentido muy distinto al que su apariencia ofrece, con un sentido
de verdad novelesco, y que muy poco tenía que ver con el que hasta entonces habían ofrecido
aquellos perceptores catastrales de la realidad (o, todo lo más, agudos notarios de lo
evidente) que fueron Mesonero Romanos y los otros costumbristas de su tiempo; erróneamente
considerados, en más de una ocasión, como precursores de la novela realista de fin
de siglo. La mirada de Galdós es la mirada del otro en la cual el uno -al verse reflejado- puede
descubrirse a sí mismo y puede establecer un diálogo con su propia identidad hasta entonces
sólo presuntamente conocida, pues su realidad nunca había sido vista como era de verdad:
plural y cambiante; hetrogénea y compleja; con toda su crueldad y con toda su ternura;en
su más o menos sólida apariencia y padeciendo sus más características deformidades. La
genialidad de Galdós no está en el puntual conocimiento de la historia española, del que
siempre hizo gala (a eso podía acceder cualquier, con disciplina o voluntad de estudio), sino
en haber alcanzado sus razones más profundas, y -sobre todo- en demostrarlas por medio
de una mirada heterodoxa y subversiva.
Todos sus biógrafos coinciden en señalar algo que, de tan repetido, ha llegado a
convertirse en lugar común: Galdós asistía a ese espectáculo vibrante del Madrid de su tiempo
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(en los salones, en las calles, en los centros de decisión política) desde su pasividad de
observador atento y silencioso. En las tertulias distendidas, en las conversaciones más o
menos trascendentes, el escritor apenas intervenía, aunque nunca se mostrara ajeno o
indiferente. Antes bien, cualquier gesto suyo, cualquier cambio de postura, la más leve
insinuación, llevaba implícito un juicio elocuente y decisivo sobre la cuestión. Juicio que,
además, introducía siempre -desde el escepticismo o el humor, desde la ironía o la sabia
comprensión- un elemento perturbador, distorsionante, crítico. Así escribió también:
manejando el vehículo expresivo con una riqueza mayor que la simplemente verbal, o literal;
incorporando al lenguaje toda esa zona de matices, dudas, ambigüedades, intenciones dobles
o triples, que no sólo lo soliviantan con sorpresa, sino que revelan su condición viva, plural,
metamórfica; capaz de cambiar, precisamente, esa realidad con tanto esmero
preservada.
Yesos son, justamente, los rasgos del habla insular, la marca que esa lengua española
atlántica dejó, de forma indudable, en la literatura moderna, desde el siglo XVIII en adelante.
Galdós pertenece a esa tradición; y con los escritores insulares de la modernidad debe ser
emparentado por ello (no es anecdótica la admiración que hacia su obra y hacia sus
personajes sintiera Alonso Quesada, por ejemplo). Y no podría entenderse el rechazo que
hacia él sienten los noventayochistas (Galdós no fue sino un adelantado de la percepción
crítica de la torcida realidad histórica y moral de nuestro siglo XIX), en especial por parte de
Valle-Inclán, con quien tantos puntos de contacto tiene el novelista insular, si no tuviéramos
ya pruebas fehacientes de cuán dificil resultó, para los escritores del 98, la comprensión de
la modernidad en tanto que conciencia cosmopolita. De ahí las flagrantes contradicciones
en las que incurrieron estos últimos. De cuán mal entendieron siempre su propia imagen,
cuando les venía devuelta por el reflejo producido en el otro atlántico que resultaba ser ellos
mismos. Pues bien, desde esa particularísima posición observó (y expresó) Galdós la realidad
de su tiempo. Fue esa perspectiva plural la que lo hizo, antes que escritor, novelista, la que
lo convirtió en el novelista moderno por excelencia que hoyes.
En vez de reproducir (y corroborar, por tanto) con minucioso rigor los perfiles de la
realidad que cuidadosamente observaba, Galdós prefirió objetivar esa realidad, transformarla
en otra donde concurrieron presencias y actitudes diversas, y también una variedad de
voces, para manifestar así -de modo autónomo- una disidencia abierta y sin ambages, con
respecto a aquella pretendida realidad uniformadora; disidencia, también, con respecto a lo
que se entendía como lógica de los comportamientos en función de unos determinados
modos de vida, de unos determinados credos ideológicos o éticos, o en función de unos
determinados medios expresivos que confirmaran tal orden preciso. Su lenguaje se resistió
siempre a la norma¡ la rebatía una y otra vez. Porque se trataba de un lenguaje no castizo
sino dialectal, pero donde lo dialectal no se quedaba en una superficie fonética o en el
pintoresquismo delléxico¡ es más, nada de eso afectaba a la prosa galdosiana. Lo que de
dialectal hay en esta escritura debemos encontrarlo en la despierta vitalidad de sus
estructuras o en sus característicos recursos expresivos; en una constante sorpresa y
novedad que emana, sin discusión, de su carácter ensencialmente irónico y
descreído.
IV CONGRESO GALDOSIANO mi
III
El arraigo popular del microcosmos galdosiano se ha confundido siempre con el
estereotipo costumbrista. Se habla, repetidamente, de cómo Galdós se acercó a la lengua y
a los ambientes populares, representándolos en un fiel testimonio de su tiempo. No es así,
de modo absoluto. Nunca fue nuestro novelista un escritor de cuadros de costumbres, sino
de peripea'as novelescas; no fue un constructor de tipos, sino un alumbrador de verdaderos
caracteres, cambiantes, complejos, plurales ... Nunca manejó el lenguaje con reverencia
hacia los modelos que sus personajes, presuntamente, debían utilizar, de acuerdo con su
condición, sino que el lenguaje brotaba de la realidad de aquéllos, en tanto que criaturas que,
en el espacio y tiempo de la novela, debían pronunciarse y comprometerse con su voz y con
sus opiniones, contrastándolas entre sí y con el contexto en que aquella peripecias debían
cumplirse. Atendamos a las palabras del propio Pérez Galdós, cuando define la conquista del
lenguaje popular para la novela, que tan venturosamente -afirma- llevó a cabo su
entrañable amigo José María Pereda:
la gran reforma que ha hecho, introduciendo el lenguaje popular en el lenguaje literario,
fundiéndolos con arte y conciliando formas que nuestros retóricos más eminentes
consideraban incompatibles. ( ... ) Una de las mayores dificultades con que tropieza la
novela en España consiste en lo poco hecho y trabajado que está el lenguaje literario
para reproducir los matices de la conversación corriente. Oradores y poetas lo sostienen
en sus antiguos moldes defendiéndolo de los esfuerzos que hace la conversación para
apoderarse de él; el terco régimen aduanero de los cultos le priva de flexibilidad ( ... )
Cualquiera hace hablar al vulgo, pero ¡cuán dificil es esto sin incurrir en pedestres
.bajezas!6
Subrayaré dos o tres matices que me importa considerar: celebra Galdós, en primer lugar,
lafusión artística de las formas, incompatibles para nuestros retóricos más eminentes, del
lenguaje popular y el lenguaje literario. No consiste la revelación de Pereda, por lo tanto, en
incurrir en pedestres bqjezas, sino en dejar al lenguaje literario en disposición de reprodua'r
los matices de la conversaa'ón, para qúe el instrumento narrativo se haga mucho más rico
y más capaz. Quisiera insistir en el carácter mixto, plural, de esta operación, por lo que
inmediatemente veremos. El novelista insular, que ha subrayado el interés de aquel
alumbramiento perediano, avanza hasta un estadio ulterior a esa conquista que -nos dice
directamente- tenía la limitación de su rotunda seguridad, de ser algo definitivamente
conseguido. Si Cervantes intuyó genialmente que la novela de caballerías había llegado a
convertirse en exhausto estereotipo, al ser el género popular por antonomasia de la literatura
de su tiempo, e imaginó la prodigiosa ficción del Quijote para volverlo del revés y lanzarlo
contra la imagen decadente de su sociedad (es decir, si utilizó una conquista que se
consideraba definitiva para ponerla en duda u observar sus otras posibilidades), Galdós hace
lo mismo -no menos genialmente- con las novelas de folletín que también confundían y
estragaban las mentes de aquellos ávidos lectores de la recién nacida burguesía de su tiempo.
Retomemos las referencias anteriores. La lengua literaria de Galdós también se constituyó
como un precipitado de elementos expresivos que venían, indistintamente, de los
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rigores de la norma y de la peculiar e inestable agitación del habla más viva y creadora.
Lengua literaria que es producto de una "fusión artística"; aunque para conseguirla no
sacrifica a ninguno de los dos sumandos que la conforman en beneficio de los otros, todos
ellos se contemplan recíprocamente, dialogan entre sí y crean esa particularísima expresividad
basada en la continua doblez irónica (y hasta humorística) que tiñe toda la prosa galdosiana
y acaba con la grandilocuencia y la seguridad que una escritura casticista había reverenciado
excesiva y erróneamente. Galdós acaba con un concepto de realismo que se había instalado
en la novela europea de su tiempo y que supuso un freno para la conquista de la novela
contemporánea. "Apenas hay páginas en Galdós --escribe Ricardo Gullón-donde el lenguaje
no tr:msforme la sustancia, o, mejor dicho, le devuelva su autenticidad, eliminando lo
pomp,JSO y petulante añadido por la falacia del quiero y no puedo"7.
Eso es así porque Galdós venía de oír otro español, venía de manejar otro acento y de
entender el contenido (y la función) del lenguaje de otra manera: como interventor y
alterador de la realidad, como matizador constante ~esde una perspectiva escéptica-de las
fórmulas que el idioma había consagrado y que eran, a aquella luz y entonces más que nunca,
una máscara o un velo colocado ante una realidad que, a pesar de su evidente descomposición,
se quería preservar a toda costa y de un modo absurdo e imposible. Eso es así porque
Galdós venía, precisamente, de la frontera de la modernidad, donde el lenguaje coloquial no
era ya el lenguaje congelado de lo pintoresco o costumbrista, sino que se alzaba como crítica
constante de sí mismo, basada en su fugacidad, en su condición efímera y cambiante; pero
apoyada también en su extraordinaria viveza y en su vertiginosa repentización; donde se
había entendido muy bien, gracias al trasiego de gentes y culturas, de voces y apariencias,
que el lenguaje de la urbe iba a definir paradigmáticamente al hombre complejo y diverso,
dramático, que inauguraba el siglo xx; y donde se entendía (y se realizó literariamente, tanto
en la prosa como en la poesía) que un lenguaje así, por muy realista que pretendiese ser, tenía
siempre la posibilidad de expresar algo más que todo aquello que existe por sí mismo y "tiene
presencia entera sin que el hombre vaya en su ayuda", expresar a esos "fantasmas que
precisan del hombre para perdurar" y al "hombre que necesita que perduren sus fantasmas"
s.
No es extraño, pues, que en contacto directo con el habla tan expresiva del Madrid de su
tiempo, Galdós se sienta atraído por tanta y tan singular vitalidad como en ella podía hallar;
y que ese centro de atención lo constituya -además-una lengua urbana, plural, metafórica,
en continua alteración; llena de matices subjetivos y de insinuante doblez. y no sólo se siente
arrebatado por su viveza, sino que acierta a elegir de ella los aspectos que resultan más
vigorosos para la configuración de un orbe de ficción. Será él mismo quien subraye cómo" en
la época chulesca la inventiva es más fecunda y el léxico más rico que en el período de majeza"
que -según explica-es más castizo, y por ello "tiende más a la conservación de las formas".
Aquella época chulesca que él caracteriza como "más decadentista con tendencia al
desenfreno del individualismo aplicado al lenguaje" , le interesa mucho más que la primera,
"más galana y expresiva", y mucho más que una tercera cuya característica primordial será
-según dice- "la mutilación de la palabra, el estilo telegráfico, la economía de saliva"9. Estas
atinadas observaciones nos llevan hasta esa zona de expresividad donde el sujeto es capaz
de alterar y de subvertir completamente la norma, porque se produce una interpretación
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implícita de la realida<!, al nombrarla de esa manera sugeridora y descreída: por eso habla
de "inventiva más fecunda" o de -y esto es altamente revelador, para subrayar el sentido
moderno que imprime a su lenguaje- "decadentismo (es la palabra que emplea) con
tendencia al desenfreno del individualismo".
Los grandes renovadores de la prosa literaria española que fueron los escritores del 98
no entendieron ese cambio decisivo, porque -aunque sorprendidos ante su novedad- no
supieron oír ese español de nuevo acento y peculiar ironía que llegada desde el Atlántico,
desde las islas o desde América. Ellos prefirieron instalarse en una seguridad castiza y
conservadora, y tradujeron el aristocratismo del creador contemporáneo que afronta el
riesgo y la aventura del lenguaje (y con ello se siente, por perturbador, superior) en esa otra
imagen, de una superioridad didáctica y de una moralidad estricta, celosa de la tradición, con
la que -muy pronto- marcaron distancias con respecto a esa lengua española que les venía
del otro lado. Idéntica distancia establecieron con respecto a Galdós; pues aunque este fuera
un precursor de sus mismas preocupaciones reformadoras, no sintonizaron con él: su
lenguaje, por pertenecer a una tradición diferente y recién inaugurada, los desconcertaba
tanto como el de los modernistas ultramarinos que -por los mismos años-estaban abriendo
el primer espacio verdaderamente contemporáneo en la literatura española.
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Notas
t Hay quienes explican cómo sus argumentos novelescos no son otra cosa que una puntual
extrapolación de acontecimientos que Galdós pudiera conocer, de primera mano, en sus años insulares:
acontecimientos familiares próximos, relaciones sociales más o menos características, personajes que
atrajeron su atención ...
2 Vid. Canan'asen Galdós. Las Palmas, 1979.
3 Vid. El signo y el garabato. México. 1973.
4 Vid. Prólogo a Realidad. Taurus. Madrid, 1977.
5 Vid. Retórica de la ironía. Taurus. Madrid, 1986.
6 Vid. Pérez Galdós. Obras Completas, tomo VI, pp. 1.439 Y ss. Aguilar. Madrid.
7 Vid. Técnicas de Galdós. Taurus. Madrid, 1970.
8 Vid. María Zambrano. Filosqfíay poesía. Fondo Cultura Económica. Madrid, 1987.
9 En "Guía espiritual de España". Vid. Obras Completas. Edición citada, tomo VI.