PERCEPCION, PROPORCION 11
y ONOMASTICA EN LA DE BRINGAS
Robert H. Russell
P ara el novelista premiosa, para el lector
desorientadora, la plasmación de los primeros momentos (¿párrafos? ¿capítulos?) de una
obra de ficción es, en Galdós como en otros muchos, un escaparate donde el lector puede ver
expuestas algunas muestras, algunas claves para lo que sigue. A veces el lector queda
decepcionado. A veces se equivoca. Y otras veces tiende sencillamente a pasar por alto
aquellos primeros momentos, pensando (sin pensar) que éstos sólo constituyen un túnel de
acceso al "verdadero relato tt, a la cosa en sí, a lo que el novelista llegará a exponer en su
debido momento.
En muchos casos, en Galdós y seguramente en otros noveladores, no se presenta ninguna
dificultad de enfoque. Pensar un momento en las inequívocas palabras: "¡Villahorrenda!. ..
¡Cinco minutos!" Un poco más problemático es el caso de Nazarin, texto en que la extensa
primera parte sirve tanto de incitación anecdótica como de mixtificación ontológica, sin
guardar, a mi modo de ver, mucha relación estructural ni temática con la novela a la que da
comienzo. Ejemplo mucho más loable sería el de Tormento, cuyo diálogo inicial entre Aristo
y Don José Ido del Sagrario llega a crear primero, una especie de duplicación interior sin que
haya nada que duplicar, y segundo, una cronología imposible, combinación que emblematiza
genialmente las consecuencias morales de la novela, es decir, que en aquel mundo no hay
posible salida para Agustín Caballero y Amparo. Ejemplo notorio y totalmente seductor de
un capítulo uno es el de El amigo Manso, cuyo autorretrato contradictorio, irónico,
contraproducente, marca casi exclusivamente (en foma embriónica, claro está) los linderos
de la fatal autodecepción que llena todas las demás páginas de la novela.
Pero en este catálogo selectivo, hay pocos capítulos uno más fáciles de recordar que el
que da comienzo a La de Bringas. En unos detalles francamente pesados, el yo narrador
(quien se declara presente en la primera línea) remeda los nimios y cursis toques y retoques
de lo que está en ~roceso de describir. Todos lo recordamos. El narrador, cuya identidad y
función hemos comentado en otra ocasión, nos obliga, nos fuerza a ver cada elemento; gasta
cantidades de sustantivos arquitectónicos, de adjetivos particularizantes, de comparaciones
con la Naturaleza y con momentos de la historia del arte. Es como si al lector se le pasara
_ BIBLIOTECA GALDOSIANA
a la fuerza por el objetivo de un aparato óptico. El narrador se adueña de nuestra función
vidente, instándonos en algún momento: "Reparad en lo nimio, escrupuloso y firme de tan
dificil trabajo". Todo ello concentrado, y requiriendo nuestra total percepción. Todo ello
dentro de una explícita relación entre unyo y un vosotros. Y todo ello para describir una cosa
que, por mucho que la miremos y percibamos y midamos, no sabemos en rigor qué es.
Recuérdense las primeras palabras del texto: "Era aquello ... Cómo lo diré yo?" El primer
sustantivo, la primera señal, que leemos es artjfido. O sea, algo hecho por manos humanas.
Domina el aspecto arquitectónico, ya que el sustantivo número dos es la palabra arquitectura;
enseguida se suelta un chorro léxico de términos propios de las construcciones en gran
escala. Sin tardar mucho, pero siempre haciéndonos esparar un poquillo, el narrador
interpone las palabras mausoleo y sarcq[ago. A continuación insiste en la casi omnipresencia
de sauces llorones, y hace ver el arte de la perspectiva que caracteriza esto que con tantas
minucias va adquiriendo forma delante de nuestros ojos espirituales. Sin ninguna duda, se
trata de una obra de arte que representa alguna escena sepulcral.
y como para dar realce al contraste entre lo que parece estar en proceso de crearse y lo
que realmente es, el narrador presenta una corta y violenta yuxtaposición, en la cual dos
expresiones vecinas efectúan un súbito distanciamiento entre dos realidades. Dice así: "El
color de esta bella obra de arte era castaño, negro y rubio." Es decir, que hasta el momento
de la aparición de estos adjectivos nada arquitectónicos, nada artísticos, se nos iba armando
una construcción artística -{Íe cierta presunción, sin duda, y de un gusto increíblemente
malo- pero una construcción, a despecho de todo, que tenía un indudable peso y una
incuestionable escala. Una obra de arte de medidas y proporciones arquitectónicas, una
construcción, si se quiere, a la medida de nuestra visión del ser humano. Y de repente
tropezamos con "castaño, negro y rubio". Casi inmediatamente, está operante otra
percepción, otra noción de la proporción. Y como para confirmar y precisar nuestra nueva
óptica, el yo narrador nos revela que el tal mamotreto, la tal cursilada "estaba encerrada en
un óvalo que podría tener media vara en su diámetro mayor". Definitivamente reducida en
su ser yen su medida, la obra aún no ha revelado explícitamente su medio, su materia prima.
En la frase final del capítulo, se nos revela que, conforme a nuestras ya acuciadas sospechas,
aquello es una construcción de pelos humanos. De la incipiente percepción de una obra de
arte de cierto peso y proporción, pasamos a la necesidad de utilizar otros lentes; la necesidad
de redefinir no sólo lo que vemos, sino experiencia humana, y por fin su nombre. La
designación de obra de arte, antes usada, eso sí, con cierta socarronería, es aquí sencillamente
insostenible. (Hemos empleado ya las palabras mamotreto y cursilada.) Percepción,
proporción, onomástica: la violenta sustitución de nuestras actividades de percibir, de pesar
y de nombrar; propongo que el capítulo uno funciona a la perfección como emblema, como
anuncio del procedimiento estilístico que emplea Galdós a lo largo de La de Bringas,
procedimiento que corre parejas con la revelación, a veces casi imperceptible, de quién es el
que narra. Y es un procedimiento que encarna una total desilusión, una desinflación, si se
quiere, de la Revolución de septiembre. Esta no ha sido una revolución.
El motivo, el génesis, el proceso de creación, los criterios de gusto --en fin todo lo
relacionado con la concepdón y técnica artística de la obra- todo esto nos es comunicado
en los capítulos 2 y 3. El efecto es, pues que en los capítulos 1, 2 Y 3 la narración parece
N CONGRESO GALDOSIANO _
retroceder en el tiempo, de la siguiente manera: primero, la descripción de un algo que no
sabemos lo que es hasta después de nuestros fallados intentos de ver, medir y nombrar.
Segundo, y marcando aparentemente un ritmo hacia atrás en el tiempo, se nos cuenta en
una narración completamente libre que la obra de pelo está a medio hacer, que va a ser un
regalo (en pago de varias deudas) que Bringas (ahora nombrado e identificado como amigo
del narrador) piensa ofrecer al ilustre prócer don Manuel María José del Pez. Una vez hecha
esta explicación, retrocedemos aún más para escuchar el iluminado coloquio entre Bringas
y doña Carolina (señora de Pez) dedicado al tema de redondear el surtido de pelo que se va
a utilizar. Sólo después (¿es realmente después?) puede Bringas comenzar sus camineros
cálculos respecto de gastos, procedimientos, herramientas, etc. Y nos vamos dando cuenta,
no sólo de una cronología que en sus líneas generales va hacia atrás, sino que en dicha
cronología no existe la posibilidad de reordenar satisfactoriamente los hechos. En el capítulo
primero la evocación de la obra es rigurosamente acronológico -hay un consciente empleo
del tiempo imperfecto- y si es en rigor cierto que el capítulo 2 representa hechos
anteriores, resulta imposible en definitiva sacar de todo esto un solo hilo temporal.
Imposible.
¿Cómo funciona, entonces, este diseño? Parece defensible la noción que esta secuencia
se ha de interpretar según el mismo modelo que rige en el capítulo 1, considerado aparte.
Ya hemos notado que en esos primeros momentos de la novela opera en el lector la mecánica
de percibir mal, medir mal y nombrar mal, proceso que sólo una visión completa califica de
erróneo, proceso que es necesario sustituir por la percepción enfocada, la medición adecuada,
y la onomástica correspondiente. Pero la mera aprehensión correcta no es en sí misma el
resultado. El resultado, evidentemente, es una ironía retórica. (Aquí parentéticamente hay
que distinguir entre esta ironía retórica y el simple contraste parecer - ser, tan a menudo
comentado en Galdós. Es cierto que lo que parece ser una grandiosa obra de escala
arquitectónica és realmente una pequeña cursilada impresentable. Perfectamente. Pero la
manera en que llegamos a tener conciencia de tan radical disociación es exclusivamente
. retórica, y no depende ni de un simple contraste verbal ni de una serie de acciones hipócritas
por parte de unos personajes. La necesidad de reemplazar, con su necesario corolario del
despertar irónico, sólo resulta de la ~anipulación por parte del narrador, de nuestras
facultades de ver, medir y nombrar). Pues bien. De forma casi paralela a la que describe el
capítulo 1, el2 y el3 comienzan por situarnos en un momento aparentemente objetivo "Era
un delicado obsequio que nuestro buen Thiers ... ", etc. La ilusión de precisión no es sólo
temporal sino que también nos sitúa dentro del mundo de Bringas, Pez, y demás personajes
que ya conocíamos. Insistimos en lo de ilusión, ya que en primer lugar no es posible
establecer el entronque cronológico de este capítulo con el anterior; y para que nuestra
confusión sea total, el capítulo tres narra unos momentos de la creación de la obra,
momentos evidentemente anteriores a otros ya narrados, y leemos que los primeros toques
(cenotafio, sauce) ocuparon todo el mes de marzo de 1868. Calculamos que primeros porque
en el primer párrafo del capítulo dos el narrador indica que sólo en aquel mes se instalaron
los Bringas en Palacio. Y como si el escrutinio de la obra fuese la causa de su confusión
(pensamos en el ridículo "orden, orden" de Máximo Manso) el narrador se disculpa al final
del capítulo 4 por su falta de exposición cronológica:
_ BIBLIOTECA GALDOSIANA
Embelesado en la obra de pelo, se me olvidó decir que allá por febrero don Francisco fue
nombrado oficial primero de la Intendencia del Patrimonio Real ...
La sucesión de eventos no ocurre, evidentemente, en forma lineal, pero sentimos un
prurito natural de construirla. Percibimos unas cuantas acciones, unos cuantos momentos;
intentamos conferirles cierta dimensión temporal y humana; deseamos que el resultado sea
una secuencia calificable. Pero no puede ser. Una vez más opera la ironía retórica, esta vez
de forma más compleja y menos visible que en el capítulo primero. La percepción de una línea
cronológica resulta imposible; el peso, la carga, de los eventos (estamos en Palacio en el año
1868) resulta absolutamente insignificante; cualquier calificación de todo esto como acción
significativa resulta ridícula. Otra vez, el descubrimiento en sí no es el punto final. El
contraste, retóricamente impuesto, es entre lo que iba a ser y lo que a la larga resultó; esto
es 10 que queda grabado en nuestro espíritu. Igual que al fin del capítulo primero nuestra
conciencia de haber sido engañados es el foco de nuestra experiencia como lectores. La
decepción, pues, emerge como uno de los focos morales de la novela. y todo esto, realmente,
sin que haya pasado casi nada. Otra decepción más.
Pisando ya terreno firme (¿es posible?) al final del capítulo 3, acompañamos al narrador
y -ya lo sospechábamos- a Pez; vamos en cierta ocasión a visitar a Bringas. Nos
encontramos en Palacio, en un sitio totalmente reconocible, si bien desconocido antes, yel
cancerbero (¿esto es palacio o infierno?) no indica el camino para la puerta de la familia
Bringas (la puerta número 67, por cierto). Pronto nos perdemos. La vasta mole, sobre todo
en sus aposentos altos, resulta ser un laberinto cuyos recovecos y pistas falsas destruyen
muy pronto la certeza que antes teníamos. Desorientados ("Ahora vamos por el Mediodía"),
sin idea de distancias, y lejos de cualquier sensación palatina; la decepción, esta vez espacial,
es el resultado de un infructuoso intento de dominar el espacio. Antes fue temporal la
decepción. Así y todo, el engaño -la decepción- equivale a la experiencia de no acertar en
nuestros intentos de percibir, medir y nombrar. (O enumerar: resulta finalmente que en la
puerta de Bringas el número 67 ha sido borrado). En la breve extensión de cuatro capítulos
(menos de 20 páginas normales) Galdós ha establecido la decepción como emblema de su
relato.
Pasemos ahora a un leitmotjf mucho más extendido. Son enormes la variedad y la
cantidad de tela que se maneja en este libro. Las infinitas peregrinaciones de Rosalía y
Milagros por las pañerías de Madrid, las interminables transformaciones y combinaciones
de vestidos llevadas a cabo por las dos en el Camón, la compulsión por cubrir -todo esto se
relaciona muy obviamente con el tema central de la decepción. Cubrir con tela siempre nueva,
siempre diferente, claro, es el símbolo material de las continuas mentiras de Rosalia. Ella
misma se queja, en un momento de zozobra: "Son un suplicio estos tapujos" (X) La palabra
tapujo es una evidente fusión de lo material y lo moral. Evidente, también es que esto es la
mayor perogrullada que hasta la fecha se ha pronunciado sobre esta novela. Así y todo, si
examinamos a fondo esta extendida metáfora de la tela y los tapujos, es decir, si analizamos
en qué manera se extiende ya qué otras cosas se extiende, hemos de notar que aquí también
está operante un procedimiento semejante al que hasta ahora hemos venido exponiendo. Se
suponía que con la Revolución todos estos tapujos se iban a desaparecer, que Rosalía iba a
IV CONGRESO GALDOSIANO _
quedar moralmente expuesta y materialmente empequeñecida. Claro que los Bringas son
obligados a dejar su relativamente cómoda vivienda en los pisos altos de Palacio; claro que
Rosalía sufre una avergonzante humillación a manos de Refugio Sánchez Emperador; claro
que Pez no le paga la deuda contraída a raíz de su idilio amoroso con ella. Mucho de lo que
ha sido tapujo (léase fachada falsa, hipocresía, doblez) es violentamente roto y destruído
durante el mes de septiembre. Lo que se esperaba. Pero no. Hemos percibido mal. Hemos
medido mal. Y esto no merece llamarse revolución. Veamos por qué.
El tapujo más encubridor ha sido siempre el que Rosalía utiliza para ocultar a su cominero
consorte las trapisondas textiles en que constantemente incurre. Aquí se impone comentar
los varios meses de ceguera de que sufre Bringas a raíz de su microscópica labor con los
condenados pelos. Claro que una de las funciones de esta ceguera es demostrar la invidencia
de don Francisco para los eventos políticos que están ocurriendo en derredor. Cierto. Pero
la ceguera de don Francisco tiene como fundón primaria el ocultársele las extravagancias de su esposa.
Así es que el lector está en disposición de suponer que en el momento de recobrar la vista,
y concordante con la revolución que está al caer, habrá un momento en que Rosalía se quede
moralmente desnuda ante su marido. Esto no llega nunca a ocurrir. Nuestra percepción,
experimentada en términos de expectativas, ha sido completamente inexacta. Y el sustantivo
revolución, que amenazaba cada vez más estas vidas novelescas, resulta inaplicable.
De forma rigurosamente paralela, se supone que el colapso de todos los fraudes de
Rosalía (y del sistema social que encarna) va a dejar al descubierto el lío de Rosalía y Pez.
Pero la revolución no se produce. Pez no llega ni a abonar a Rosalía el precio convenido.
Humillación para ella, eso sí. Pero humillación secreta, humillación que para Pez y para
nosotros tiende a significar que no ha pasado nada, o que realmente no tuvo importancia,
o que a Rosalía todo el lío no ha representado ningún cambio moral. El resultado narrativo
es solamente que Rosalía no tiene un dinero con el que contaba.
Todo esto continúa marcando la pauta que domina la novela entera. No tiene nada de
trastorno. Aquí también las expectativas resultan engañadas. Aquí también la palabra que
hay que pronunicar e8 decepción.
y ahora hemos llegado a la contemplación del papel del narrador en esta larga serie de
percepciones falsas, serie que en su total,idad equivale a un universo de decepción, de engaño,
respecto de la Revolu~ión de 68. Vamos a señalar dos facetas de la actuación y la función
del yo narrador, quien es fundamentalmente, otro personaje más, creado por Galdós.
Primero hemos de considerar su función de conducto -mejor dichofiltro- narrativo. Cuando
al comienzo del capítulo 6 nos dice ..... quiero quitar de este relato el estorbo de mi
personalidad ... " parece que las cosas se van a clarificar, que su visita a Bringas en el capítulo
4 ha sido una simple mecánica para echar un lazo, para establecer un eslabón con la poco
edificante historia de la familia Bringas. La realidad es muy distinta. El narrador, lejos de
ser un mero testigo o un agente anecdótico, resulta ser un allegado más, otra figura
pisciforme. Lejos de no participar ya más, es él la persona ctesignada para administrar, tras
la sediciente revolución, el Palacio de Oriente. El narrador no ha resultado gratuito; en
cambio nos habla no sólo de decepción, sino muy elocuentemente del fracaso de cualquier
motivación revolucionaria, ya que sabemos que este señor fue siempre amigo de los Peces,
y del status quo ante.
_ BIBLIOTECA GALDOSIANA
Como si la mentira de la no-intervención fuese poco, este narrador nuestro incurre en la
gracia de tener, él también, otro Pez más, su idilio de alcoba con Rosalía. Sólo en aquella
bomba que es el último párrafo de la novela nos cuenta, de la más oblicua manera posible,
que ya no quiere que Rosalía repita "las ruinosas pruebas de su amistad". Significa esto que
ha habido otra novela detrás; que al fin del texto como al comienzo hay un emblema
inequívoco de decepción; que todo lo que hemos leído se tiene que ver bajo la perspectiva de
tal decepción; significa finalmente que esta constante mecánica de expectativas mal
concebidas y peor apuntadas es en sí misma la estructura y la única guía posible para el lector
de La de Bringas.