V CONGRESO GALDOSIANO
EL LECTOR DE QALDÓS
Alfonso Armas Ayala
liene esta comunicación tres semicapítulos.
En el primero, intento resumir aspectos de la distribución y
venta del libro galdosiano; en sus primeras ediciones.
En el segundo, reseñar —con ayuda de Pedro Ortiz Armengol— cómo
llegó a Inglaterra el primer tomo de Fortunata y Jacinta, libro reiterada
mente solicitado por José Alcalá Qaliano, cónsul español en Inglaterra
(Piewcastle).
En el tercero, la sombra de un lector galdosiano viene a culminar este
recorrido bibliográfico del libro de Qaldós, protagonista esencial de su
obra. Y viajero interminable de su mensaje literario.
I
«Contra lo que ha dicho mi ninfa gentil, opino yo que el mecanismo inter
no de la producción literaria despierta en el público interés más vivo que
la producción misma»1.
Como refiere L. Monguió 2, «el autor de las dos primeras series de Los
Episodios nacionales que han tenido gran éxito de librería en España y
en América... no lleva trazas de figurar entre los accionistas del Banco
de España». Efectivamente, en América tuvo la obra de Qaldós una difu
sión notable. Ahí quedan los nombres de González Peña y Victoriano
Salado, discípulos mejicanos, que tuvieron la imitación de Los Episodios.
Lo mismo que Ricardo Palma o Cayetano Coll, también imitadores del
novelista español. Y en Venezuela, Los Episodios fue lectura común en
tre los venezolanos de fin de siglo; no resulta difícil encontrar aún
en biliotecas privadas caraqueñas ediciones de Los Episodios, especial-
1 Benito P. Qaldós, Memorias de un desmemoriado (Obras inéditas. Vol. X. Madrid,
CIAP, 1930, págs. 218-219.
2 L. Momquió, «Crematística de los novelistas españoles del s. xix». Revista Hispánica
Moderna XVII, núm. 1-4; enero-dic. 1951.
BIBLIOTECA GALDOSIANA
mente la de 1884, precisamente una de las más caras y que exigía la sus
cripción previa.
Con todo, como dice Monguió, Qaldós no obtuvo grandes rentas de
sus libros, auque, como puntualiza Valera3, Qaldós llegó a vender
20.000 ejemplares de cada novela. Y Los Episodios —sin duda la obra
galdosiana más difundida— fueron los libros que más dinero le propor
cionaron al autor. No en vano supo aprovechar, desde su primera edi
ción, la fórmula del folletín para excitar la curiosidad del lector, movido
siempre por la lectura de la siguiente entrega.
Recuérdese que la continuidad de la tercera serie de Los Episodios
obedeció a razones estrictamente económicas; y que esa continua
ción daría origen a una nueva concepción histórica de la novela galdo
siana.
El profesor Botrel ha referido, con escrupulosidad, cuál fue y cómo se
desarrolló la ruptura de Perlado con Qaldós; después de haber sufrido «la
liquidación por anticipo» que su socio —Cámara— le había exigido. Y
después de haber abonado Qaldós más de «ochenta mil duros»; para dar
por saldado un pleito en el que Maura, su abogado, no quiso entrar. Por
que sabía cuál iba a ser el resultado. «Los Srs. Perlado, Páez y Cía.» se
obligaban a poco... y conseguían mucho; porque tenían buen olfato co
mercial. El primer contrato es de 1904 y el segundo, de 1906. En el
segundo, «cede y vende a los sucesores de Hernando todos los ejempla
res de sus obras que «actualmente tiene ésta para su venta en comisión
y de las que se editen en lo sucesivo». Un conjunto de préstamo y de
contrato para todas las obras que escriba Qaldós «en el futuro», compro
mete al escritor a obligaciones demasiado onerosas. Como señala el
profesor Botrel, «en 1918 —dos años antes de morir—, fecha de ... San
ta Juana de Castilla, sólo disfruta de una propiedad efectiva sobre tres
Episodios nacionales, una novela y cinco obras dramáticas, después de
haber producido 100 obras». Del 1 de julio de 1879 al 4 de noviembre
de 1896, los ingresos de Qaldós por venta de libros... fueron de 13.998
ptas. anuales. Desde 1904 a 1911, Qaldós —según los datos aportados
por Botrel— cobró 312.551 ptas.; alrededor de 45.000 ptas. anuales,
mientras que un Embajador sólo alcanzaba la cifra de 20.000 ptas. anua
les.
Es decir, que, a pesar de préstamos, hipotecas y descuentos de sus
ganancias, Qaldós gozaba de una rentabilidad bastante envidiable; y de
haber sido menos dispendioso 4, hubiese duplicado tales ganancias.
Esta fue la culminación comercial de un proceso que había comenza
do con las entregas del folletín o cuadernos, como refiere el mismo pro
fesor Botrel. Se regalaban «una primorosa lámina», «una cubierta de
color», colaboraban «los mejores artistas de la corte» y se procuraba ofre
cer «una elegante portada». Con «un real» de entrega semanal se saldaba
3 J. Valera, nuevos Estudios Críticos, 1888.
4 J. F. Botrel, Letras de Deusto, vol. 4, núm. 8, julio-dic. 1974.
V COMGRESO QALDOSIAñO
por parte del suscriptor su obligación para ir recibiendo las «16 páginas,
en 4.° mayor, de buen papel y esmerada impresión» 5.
Así fueron recibiendo los primeros lectores de los primeros Episodios
sus entregas en la Revista de España. Y así, nuestro escritor, a pesar de
sus pocas simpatías por el folletín, terminó utilizándolo para difundir su
obra literaria. Y para empezar a percibir las primeras ganancias de sus
libros.
Porque, en contra de lo que se piensa, a Qaldós le preocupó, desde
el comienzo de su carrera literaria, no resultar oneroso para su familia.
La primera edición de La Fontana de Oro fue posible gracias a la genero
sidad de su hermano Domingo; y procuró muy pronto devolverle el im
porte de la edición y, con ayuda de sus amigos de La Guirnalda y de La
Revista España, comenzar la primera serie de sus novelas.
El profesor Botrel, en las mismas páginas del artículo mencionado6,
refiere cómo concebía Qaldós a «ese lector especialísimo el que gusta de
comprar novelas...». «La pide a su gusto», «da el patrón, la medida»; «aquí
tenemos —concluye Qaldós— explicado el fenómeno, es decir, la substi
tución de la novela nacional de pura observación por esa otra con
vencional y sin carácter, género que cultiva cualquiera, peste nacida en
Francia...».
De todo el párrafo —redescubierto y valorado tanto por Montesinos
como por Pérez Vidal7— vale la pena destacar: la parte negativa señala
da por Qaldós y la positiva, «la sustitución de la novela nacional de pura
observación». El propio Qaldós había ensayado, en sus primeros escritos,
este tipo de narración; quizás más movido por el afán de ridiculizarla que
de alabarla.
En el mismo texto, líneas después, aparece citado Dickens —«las ad
mirables obras de arte que produjo Cervantes y hoy hace Carlos Dic
kens...»—, y el hecho de citarlo dice ya mucho en favor de esta crítica
escrita por Qaldós en 1870; el mismo año en que concluía La Fontana
de Oro. Es decir, cuando el novelista comienza ya a enseñar sus nuevos
moldes novelísticos.
Y no es el menos importante la amplia difusión que alcanza este tipo
de lectura entre la masa de lectores: cuasi alfabetizados, necesitados de
grandes blancos y negros en las páginas de los prospectos, formados por
gentes de la clase modesta y popular. El libro penetra «hoja por hoja en
los hogares», y esta penetración hace posible que haya sido la novela —
lectura obligada— la verdadera oleada tipográfica que va inundando a los
nuevos hogares. Enriquecidos con las entregas y las suscripciones.
En todo momento —como le ocurre a Amparo en Tormento—, «a las
láminas más que al texto atendía la fatigada joven» 8; porque esas «lámi-
5 J. F. Botrel, La novela por entregas. (Vid. Creación y público en la novela españo
la. Castalia, pág. 113, 1974).
6 J. F. Botrel, La novela por entregas..., pág. 135.
7 Vid. B. P. Qaldós, Madrid. Aguado, 1957.
8 J. F. Botrel, La novela por entregas..., pág. 147.
BIBLIOTECA GALDOSIANA
ñas», esos grabados simplistas y expresivos eran el complemento más
valioso que tenía el novelista. No tan sólo para el incipiente lector, sino
también para el mejor ornato de la lectura.
Las cifras que ofrece el profesor Botrel son bastantes expresivas. Cada
editorial buscaba ofrecer mejor baratura en sus ofertas; y, sin menosca
bo de la calidad tipográfica, cada editor procuraba abaratar su oferta9.
Porque la pugna editorial era grande y las ofertas se multiplicaban.
II
José Alcalá Qaliano —de ilustre estirpe gaditana— fue diplomático
español que desempeñó sus funciones en distintos lugares, en los más
dispares: desde los archivos del Ministerio de Estado hasta las calles de
Singapur, en donde permanece más de un año y de donde, como recuer
da Ortiz Armengol, «se trae un hígado estropeado y una dispepsia» 10.
Fue Alcalá Qaliano hombre apasionado de la Literatura. Tradujo a Leopardi,
a Lamartine y a Goethe; fue autor de un libro. Estereoscopio so
cial (Colección de cuadros contemporáneos), editado en 1872, con un
prólogo de Qaldós. Uno de los tantos prólogos —por otra parte, nunca
muy dispuesto a estas presentaciones obligadas— escritos por nuestro
novelista, en esta ocasión obligado por la estrecha amistad que lo unía
con Alcalá Qaliano.
Y, además, fue uno de los tantos amigos de Qaldós deseoso de reci
bir un ejemplar dedicado por el escritor, siempre remiso en el envío de
ejemplares; aún con los amigos más próximos. Alcalá Qaliano escri
be versos y se los envía a Qaldós; le pide, una y otra vez, Tormento; le
reitera, con octosílabos, los Episodios; insiste, en su bibliomanía, en so
licitar la mediación de Qaldós para que le consiguiera algún libro de
D.a Emilia, «si te sigues carteando con la Bazán».
Además, y esto es lo más importante, Qaldós está decidido a aceptar
la invitación que le hacía el cónsul de viajar a Inglaterra. Qaldós sigue
las recomendaciones de Alcalá: «empaqueta —le dice— un par de cami
sas en tu maleta, llégate aquí, donde Londres, visitando el pueblo de
Shakespeare»; escuchando algunos de los cientos de endecasílabos
franceses escritos por Alcalá Qaliano, la estancia inglesa de Qaldós fue
transcurriendo sin grandes sobresaltos. Sobre todo, ambientada con la
atmósfera literaria que el cónsul español imprimía a casi todas sus acti
vidades. Algunos versos de Byron, traducidos por Alcalá Qaliano, escu
charía Qaldós durante sus días ingleses; porque en aquellas fechas,
Qaliano estaba luchando con los endecasílabos de Byron, y con la revi
sión de una versión juvenil que había hecho de Manfredo.
9 J. F. Botrel, La novela por entregas..., pág. 144, n. 32.
10 Vid. Pedro Ortiz Armenool, De cómo llegó a Inglaterra..., Fortunata y Jacinta, Lon
dres, 1981. Una hermosísima edición no venal hecha bajo el celo del autor, notario
galdosiano de primerísima calidad.
Y CONGRESO GALDOSIANO
Ahora, por añadidura, el desesperado cónsul insiste —después de casi
dos años— en sus peticiones de recibir Tormento y La de Bríngas, rea
cias a viajar desde Madrid a Newcastle. Mientras nuestro cónsul, deses
perado, se permitía una jocosa posdata: «Un saludo al sol, al que no veo
hace cerca de tres años.»
Mientras tanto, en 1887 —hubiesen viajado o no—, La de Bringas,
Tormento y Lo Prohibido salen a los escaparates; Qaldós sigue, metódi
co y tenaz, escribiendo novelas. Y en este primer semestre del 87, Qal
dós y Alcalá Qaliano vuelven a encontrarse en Inglaterra. Es uno de los
más fructíferos viajes de nuestro novelista; ahí quedan las crónicas pu
blicadas en La Prensa, de Buenos Aires. Dinamarca, Holanda, Alemania e
Inglaterra fueron visitadas por los dos amigos.
«En una y otra orilla —se refiere al río Tyne— no hay más que fábricas
cuyas chimeneas parecen arrojar sobre el cielo el mismo limo negro que
extraen del suelo... Todo es negro, del color de la mercancía, así como
en Bilbao las casas y las personas están, del color del mineral de hierro».
Y más adelante, en la misma crónica, añade Qaldós: «en cuanto al Sol,
se supone que está en alguna parte del cielo, pero no se le ve, ni es fá
cil averiguar dónde se halla». La conclusión del cronista no puede ser
más pesimista: «Dos grandes principios se desarrollan en este ambiente
negro: el trabajo y la familia. De estos dos principios nace la riqueza y la
fecundidad de la raza... no hay más remedio que producir cada día más,
y produciendo más se pone más feo el cielo, más negra la atmósfera y
va ganando terreno la vida doméstica y fabril.»
La anglofilia galdosiana es capaz, bajo la capa del humor, de justifi
car las negruras del hollín inglés; al mismo tiempo que denuncia el «as
pecto verdaderamente terrorífico» de los miserables, casi arrancados de
una página de Dickens. «Lo social dista mucho de la perfección. El pau
perismo ofrece aspectos verdaderamente terroríficos en medio de tanta
riqueza, y puede asegurarse que en ninguna parte de Europa se ven po
bres tan andrajosos y famélicos como en Inglaterra.»
Desde 1886 había comenzado la redacción de Fortunata y Jacinta, la
novela más completa de la densa obra galdosiana. En ella asoman, cada
vez con más insistencia, las lacras sociales denunciadas por el novelis
ta, sin duda como contraste con el esplendor y boato de los Santa Cruz
y de la alta burguesía madrileña. La novela, como dice R. Puértolas, «tra
ta de una visión dialéctica, de inspiración hegeliana, pero que va más
allá... Fortunata representa la naturaleza, el Pueblo, la Revolución, y tam
bién la fecundidad» n.
¿Pudo haber influido en Qaldós, en la evolución de la ideología galdo
siana, estas «lacras» de la sociedad inglesa que el novelista supo plasmar,
a lo largo de Fortunata y Jacinta, en tantas y tan dramáticas páginas de
dicadas a describir la miseria del «Cuarto estado»? río es fácil la contes-
11 J. Rodríguez Puértolas, Fortunata y Jacinta (Qaldós en Madrid, págs. 290 y sigs.;
Consejería de Cultura, Madrid, 1988).
BIBLIOTECA QALDOSIAIiA
tación, pero sí resulta significativo esta especial dedicación que Qaldós
tiene para con el hollín de la negra Inglaterra dickensiana. Simbolizada
en ese Sol sin brillo y obscurecido del puerto de Newcastle. Y reiterada,
con geografía distinta, en alguna página de Fortunata 12.
Hasta 1888, dos años después de haber salido la primera edición, no
llega Fortunata... a las costas inglesas, necesitó muchas decenas de oc
tosílabos escritos por Alcalá, necesitó una carta escrita por Mary —la
esposa irlandesa— y necesitó más de una carta en prosa escrita por el
desesperado corresponsal galdosiano.
Hasta «el retrato de la Rubia» —cuñada de Alcalá Qaliano— parece re
clamado por Qaldós; y la propia esposa del diplomático español escribe
una carta gentil después de «saborear infinitamente a los cuatro tomos»
de la novela. Y después, asimismo, de recordar «que Pepe está muy tris
te estos días suspirando por el cielo azul y el sol del mediodía».
Más y más viajes de Alcalá Qaliano y de Qaldós: a Italia, a otras ciuda
des inglesas. El novelista, saturándose del sol entenebrecido de Inglate
rra; Don José, su compañero, recordando en versos festivos las andan
zas viajeras.
Hasta 1890 no pudo salir Alcalá Qaliano de su destino inglés. Pero
nunca pudo —y era éste un deseo fervoroso— entrar en la recién creada
Dirección de Bellas Artes, aspiración soñada por este viajero trotamun
dos con maleta diplomática.
Fueron otros los destinos que tuvo. Uno de ellos —como ya se ha
dicho— en Singapur; más tarde, en Lisboa, en donde se jubiló a los se
tenta años.
De toda esta correspondencia —riquísima y muy densa—, valdría la
pena destacar las crónicas periodísticas escritas por Qaldós. Y la ya ma
dura preocupación social que manifestaba nuestro escritor. Eran los años
en que, además de Fortunata, escribía otras novelas en las que lo social
cada vez se manifiesta de un modo ostensible. Porque la sensibilidad
política de Qaldós iba tomando otros derroteros, muy distintos a los que
había defendido en sus años de diputado «cunero» de Puerto Rico.
Que haya sido la brumosa ciudad de ríewcastie un pretexto y que «la
vida doméstica y fabril» inglesa haya colaborado a esta mayor sensibili
dad, es circunstancia que no debe olvidarse.
Porque Qaldós —la crítica galdosiana última es bien evidente— no fue,
no tuvo tan sólo, como «señal de senilidad», su preocupación política. Y
el estreno de Electra (1901), el discurso de La Fe nacional (1901), sus
preocupaciones políticas cada vez mayores que desembocarían en su
activismo de hombre adscrito a la ideología republicana, son circunstan
cias que algo tienen que ver con su quehacer literario.
La obra galdosiana escrita a partir de Fortunata adquiere un tinte de
mayor dramatismo y de un realismo más intenso.
12 Vid. Fortunata y Jacinta, edic. Obras Completas, 1942; Aguilar, págs. 7-567 (Beni
to Pérez Qaldós).
V CONGRESO QALDOSIANO
Y estos dos factores ya parecen advertirse en estas crónicas periodís
ticas. Escritas con esa visión con que el escritor era capaz de analizar los
sucesos de cada día.
III
Alcalá Qaliano, un lector enfervorizado de Qaldós. Uno de los tantos
miles de lectores que buscaban sus libros, recién salidos a los escapara
tes.
Lectores —como el cónsul de Newcastle— deseosos de conseguir las
primicias editoriales; lectores, como aquella María —corresponsal apasio
nada— que desde La Habana le pedía con insistencia «libros con dedica
toria». Lectores que, en fin, buscaban el autógrafo del escritor como una
dádiva reconfortadora.
Pero había otros. Ignominados. Desconocidos. Igualmente fervorosos.
Como aquel que desde los años treinta —tal vez mucho antes— leía,
con persistencia y devoción, Los Episodios nacionales.
Más de una vez, en la cubierta del barco del que era maquinista na
val, se le veía apartado de todos, en un sillón, con uno de los Episodios
en sus manos. Por la tarde, durante la travesía, en su minúsculo camaro
te, se empapaba, con fruicción, de las aventuras de Araceli, de las de
Monsalud o de las de Amaranta.
Le gustaba sobre todo deleitarse en el «montaje escénico» —así lo lla
maba él— con que el novelista iba narrando los episodios históricos.
Palafox, el General Castro, Napoleón, Torrijos, O'Donnell, o el General
Cabrera le resultaban familiares gracias al trasluz con que el escritor los
iba presentando. Y de este modo, casi sin darse cuenta, iba adentrándo
se en la historia española.
Le gustaba —le oí decir— el tono humano y natural con que los hé
roes aparecían en la narración. No convertidos en protagonistas heroicos,
sino en seres humanos, mezclados con los demás personajes. Sin osten
tar ni brillo ni preeminencia.
En alguna ocasión, leyendo Gerona, casi de memoria repetía mental
mente la batalla de los ratones. Aquellos roedores transmutados en sitia
dores feroces y en apetitoso manjar de los famélicos sitiados. Y era de
ver cómo Saint-Cyr, Duhesme o Verdier, atados por las patas, iban cami
no del mercado a pesar de la oposición del «Sr. Nomdedeu», mucho más
hambriento que Andrés, el chicuelo cazador profesional de ratones. Y era
de ver —y esta es la imagen que guardo de aquel lector evanescente—
las risas y los comentarios que hacía cuando volvía a leer aquel pasa
je tragicómico, de tanto sabor cervantino por la desnudez humana que
entrañaba y por el simbolismo que desprendía.
Cuando la lectura era Electra, casi invariablemente, recordaba sus
años juveniles en Barcelona, cuando tuvo la fortuna de ver, ya ciego, a
Galdós de la mano de la Xirgu. Mientras el teatro pedía con aplausos ferBIBLIOTECA
GALDOSIANA
vorosos, la presencia del autor. Y cuando las huelgas de ferroviarios y de
artesanos cruzaban las Ramblas y el Puerto con griteríos y con estandar
tes.
Uno de sus pasajes favoritos era el de la batalla de Trafalgar. El fervor
apasionado de Gabriel en medio de la cubierta del Trinidad era una des
cripción que solía leerla con devoción evocadora. Sus paseos por Puerta
de Tierra —en los años que nuestro lector vivió en Cádiz para culminar
su carrera profesional—, los jardines del Muelle y la Alameda eran luga
res que le resultaban familiares. Y la capilla de San Felipe de Neri, en
donde, refería a sus compañeros, había leído el nombre de un canario
que había sido presidente accidental de las Cortes de 1812.
¿Por qué aquel lector ensimismado con su Qaldós? ¿Por qué este rei
terado diálogo silencioso con los personajes de los Episodios? ¿Por qué
Amaranta —las cartas de Amaranta, decía él— era una de sus personajes
favoritos? ¿Y por qué las locuras ensoñadoras de Tito le hacían reflexio
nar?
La compañía acogedora de Qaldós le resultaba doblemente grata. Re
vivía y hasta se representaba alguno de los personajes; y, además, reso
naban en su memoria las páginas de la segunda serie, que nuestro lec
tor pasaba muy de prisa, decía, para no revivir ni recordar sucesos, en
aquellos años de la Guerra Civil española, doblemente amargos para su
vida profesional.
Durante casi un año, recluido en su casa —destituido por orden supe
rior—, amigo de pocos amigos, en compañía de Marianela, de Hazarín,
de Electra o de Misericordia, encendido más y más en su amor galdosiano.
Y reconfortado, una y otra vez, con las congojas o con los ensueños
de Tito, aquel truchimán quevedino, inquilino perpetuo de las páginas de
Cánovas.
Pasados los años, ya jubilado de su profesión, rodeado de sombras
para él tan queridas, volvía sin cesar a aquellos tomos de Aguilar, subra
yados y anotados con su letra y con sus rayas.
Y volvía a leer, en aquel papel biblia con letra tan menuda, no como
el lector del folletín de 1840, sino con la conciencia atenazadora de que
su Galdós, el Galdós que tenía en sus manos, le conducía, inevitable
mente, a la evocación y al recuerdo.
El mismo que yo he querido rendirle hoy. Como un lector más, un
desconocido —para mí único e inolvidable— lector de Galdós.
Recreador de vivencias personales e intransferibles.