LOS DEL 98 Y GALDÓS FRENTE A LA

RESTAURACIÓN

“La filosofía viva hoy es filosofía

social”

Unamuno, 1896 (p.221)

Carlos Blanco Aguinaga

Hace ya más de 25 años que, como resultado de investigaciones distintas

pero coincidentes, Rafael Pérez de la Dehesa, E. Inman Fox y un servidor

aclaramos que en su juventud los escritores del 98 (Unamuno, Martínez

Ruiz, Maeztu, Blasco Ibáñez...) no se caracterizaron por el pesimismo luego

tan evidente en su obra, sino por su preocupación activa en lo que

unos y otros llamaban “la cuestión social”. Y hace tiempo que aquellas

investigaciones nuestras han sido incorporadas a todos los estudios

mínimamente serios sobre el 98.

Pero he aquí que, según se acerca el 98 de nuestro siglo algunos sesudos

historiadores proponen que “sería conveniente no desaprovechar la

ocasión” del centenario de aquel llamado en su día “Desastre”, “para enviar

un mensaje a la sociedad, pensando más en el porvenir que en el

pasado” y en “cómo debe encararse el futuro español sin pesimismo”. Y

proponen que, para ello, “en la conmemoración que se haga” hemos de

huir “precisamente del espíritu noventayochista, es decir del pesimismo

que impregnó a la famosa generación del 98”.1

Es decir, que aunque son conocidos los trabajos de Pérez de la Dehesa,

de Inman Fox y de quien les habla, se sigue insistiendo en lo del pesimismo

de los del 98 sin tomar en cuenta lo mucho de importante y nada

pesimista que escribieron antes de 1900, gran parte de ello durante los

años marcados por la guerra colonial de 1895 a 1898; y sin tomar en

cuenta que las ideas que sostenían y proponían en aquella juventud coincidían

en gran medida con ideas de gentes de la generación anterior, tal

vez muy especialmente con ideas y temas centrales de Galdós. Todo ello,

además, confundiendo lo que era una visión crítica y negativa de la España

de la Restauración con una visión negativa de España.

Empezaré, pues, por la cuestión de la supuesta visión pesimista que los

del 98 y otros tenían de la España de la primera gran fase de la Restauración,

la que va de 1875 hasta, precisamente, la guerra colonial del 95

al 98.

2-1

37

Atraviesa la sociedad española honda crisis; hay en su seno reajustes

íntimos [y por de fuera] un desesperante marasmo [...] Es

un espectáculo deprimente el del estado mental y moral de nuestra

sociedad española [...] Es una pobre conciencia colectiva homogénea

y rasa [...] Bajo una atmósfera soporífera se extiende

un páramo espiritual de una aridez que espanta [...] Nuestra sociedad

es la vieja y castiza familia patriarcal extendida [...] Todo

es aquí cerrado, estrecho, de lo que nos ofrece típico ejemplo la

Prensa periódica [...] Sobre esta miseria espiritual se extiende el

pólipo político, y en esta anemia se congestionan los centros

más o menos parlamentarios [...] Es una desolación [...] hoy no

se ve aquel empuje profundamente laico, democrático y popular

[de la revolución del 68]

Un año después (es decir, ya en plena guerra colonial), Blasco Ibáñez

venía a decir lo mismo como sigue:

Somos un pueblo sin opiniones, sin voluntad, sin una marcha

fija y determinada [...] España no es más que una inmensa plaza

de toros con sus apasionados cambios de opinión, su vaciedad

de cerebro, su incultura de lenguaje y su brutalidad enervante

[...] hay que pensar si en este país que por su situación geográfica

es el puente entre Europa y África, el progreso, la democracia

y la cultura son modas artificiales que hemos adoptado, pero

que no entran en nosotros y están prendidas con alfileres [...]

Una nación de diez y ocho millones de habitantes donde los

toreros son millonarios antes de los treinta años, y apenas se

venden dos mil ejemplares de los autores más famosos [...] no

puede tener buen fin. [Este] país, pese a los ferrocarriles, que no

son españoles, sino extranjeros; a la industria, que está en manos

de belgas e ingleses; a todas las fingidas manifestaciones de

una cultura, traje prestado que nos disfraza, es un territorio

moruno, un cadáver cubierto con los brillantes ropajes de las

pasadas glorias históricas, pero cadáver al fin, del que aparta la

mirada el resto de Europa [...].3

Supongo que es a pronunciamientos como estos a los que se refieren

quienes, a cien años de distancia, piden que los españoles eviten hoy el

pesimismo de los del 98. Pero lo primero que hay que tener en cuenta es

que esta idea de la España de la Restauración no es peculiar a los del 98 ya

que nuestros dos jóvenes escritores -31 y 29 años respectivamente cuando

escriben lo que acabo de leer- reflejan aquí un pensar que predominaba

entre las mentes críticas a finales de la primera etapa de la Restauración,

ese período de creciente desarrollo económico y aparente calma

social que se inicia en 1875, empieza a asentarse a partir de -más o menos-

1880, y termina, precisamente, con el “Desastre”. En ese sentido, los

pasajes leídos no se distinguen mayormente de palabras de Costa, Galdós

o Clarín, gentes de la generación anterior, la llamada generación del 68.

38

Puede, por tanto, decirse que la generación del 98, aunque fue rupturista

en sentidos muy importantes, es continuista en su visión negativa de una

España que, obviamente, era para ellos la España de la Restauración (Y

subrayo un par de frases de Unamuno recién leídas: “Atraviesa la sociedad

española honda crisis...”; “hoy no se ve aquel empuje profundamente laico,

democrático y popular [de la revolución de 1868]”).

Se da esta continuidad porque, según lo explica Martínez Cuadrado,

uno de los “tres impactos” que reciben los del 98 “en sus años juveniles”

es “el de comprobar, primero por las denuncias regeneracionistas, después

por las derrotas coloniales, que la nación se hallaba aquejada de

grave enfermedad [...] y necesitada de cambios estructurales profundos”4.

Ahora bien, para recibir esos “impactos” los del 98 tenían que estar en

-por así decirlo- estado de disponibilidad, entendiendo “disponibilidad” en

el sentido en que Marx explica en El 18 Brumario que “la lucha de clases

en Francia creó las circunstancias y relaciones que hicieron posible” que

Napoleón III jugara el papel que jugó.5 Pero esa disponibilidad no puede

encontrarse exclusivamente en la psicología individual de cada uno de

ellos aunque, paradójicamente, dependa en última instancia de la persona

(según podría demostrarse con la simple consideración de los casos contrarios

de Manuel y Antonio Machado). De ahí, por supuesto, la importancia

del concepto de “generación”, en cuya base, naturalmente, está la coincidencia

en los años de nacimiento y vida de los miembros que la componen.

Ahora bien, ¿en qué sentido nos ayuda el saber que los del 98

nacen todos entre 1864 (Unamuno) y 1875 (Machado) para entender su

“disponibilidad” frente a ciertas influencias?

Obviamente, esas fechas nos permiten situar las vidas de los del 98 en

relación con ciertos acontecimientos históricos claves de la historia del

siglo XIX. Así, por ejemplo, aunque sólo los más viejos de la generación

(Ganivet, Unamuno, Valle Inclán, Blasco Ibáñez) habían nacido cuando la

revolución del 68, todos menos Machado habían ya nacido cuando la Primera

República (1873) y cuando el golpe de Pavía (1874); los más viejos

tenían alrededor de 13, 14 y 15 años, y Machado tenía 4 cuando termina

la guerra colonial de diez años, “la guerra larga” (1868-1878); cuando se

funda el Partido Socialista en 1879 ya habían nacido todos, y cuando llega

Sagasta por primera vez al gobierno en 1883, inaugurando así realmente

la política de turnos en la práctica, los mayores rondaban ya los veinte

años; cuando se funda la UGT en 1888, Unamuno tiene 24 años y Machado

13; cuando, con múltiples huelgas, se celebra en España por primera

vez el Primero de Mayo en 1890, Unamuno tiene 26 años y Machado 15; y

en 1895, al inicio de la guerra final de independencia de Cuba, Puerto Rico

y Filipinas, Unamuno, el más viejo, tenía ya 31 años y Machado, el benjamín,

20.

39

Es decir que, aunque ni siquiera los mayores del 98 pueden haber vivido

con un algo de conciencia histórica ciertos hechos claves para la generación

anterior (la revolución de septiembre misma, el asesinato de Prim

en 1870, o el inicio de las persecuciones a la Internacional, por ejemplo),

ya en su adolescencia y juventud los del 98 comparten con la generación

del 68 lo que Walter Benjamin llamaba ciertos “hechos llenos de significado”;

un momento histórico central en el desarrollo de la España moderna

y, como bien sabemos, en la obra de Galdós.

Pero claro que no basta con ese dato para entender la relación de continuidad

entre los del 98 y la generación del 68 en cuanto a la visión

negativa de la Restauración. Importa también atender a la filiación de clase

de los del 98 y recordar que, en un sentido estricto, eran todos

pequeñoburgueses. En cuanto hijos de comerciantes (Unamuno, Azorín),

o de profesionales (Baroja), o de intelectuales un tanto marginales (Machado)

pertenecían a esa clase intermedia entre la burguesía dominante de la

época y el pueblo llano del que salieron sus padres. Según explica también

Martínez Cuadrado, esto significa que, si bien podían ascender en la

escala social, eran grandes sus posibilidades de verse excluidos de las

decisiones políticas y culturales de la época6 y que, por tanto, podían estar

pre-dispuestos a adoptar posiciones antagónicas al sistema dominante.

Creo, pues, que no debe extrañarnos su idea negativa de la España de

la Restauración, idea que tenían a su alcance en la obra de algunos de los

de la generación del 68. Por ejemplo en el Galdós, cuya visión crítica de

ese periodo histórico se desarrolla ampliamente en las “novelas contemporáneas”

escritas entre 1881 y 1895; o sea, precisamente en los años en

que se está formando la conciencia histórica de los del 98.7

No es cuestión, entre galdosianos, de entrar aquí en muchos detalles

sobre este aspecto de las novelas “contemporáneas”, pero si recordaré

que, años después, su autor decía haber visto la Restauración como “un

remiendo, más bien una chapuza”,8 y España, según uno de sus narradores,

como un “pastelero valle de lágrimas”,9 tanto en su estructura política

y social como en el predominio de un discurso ideológico que, con la

esperanza de devolver al país al “orden” deshecho entre 1868 y 1875,

proponía la posibilidad de “armonizar” las cosas más dispares y contrarias.

Esta voluntad de “armonizar” podía parecer necesaria y respetable cuando,

para restañar las heridas sufridas por el país entre 1868 y 1875 a

causa de los antagonismos (revolución; segunda guerra carlista; república,

cantonada y golpe de estado...), el restaurado Alfonso XII declaraba que,

“como todos [sus] antepasados”, él era “buen católico; [y] como hombre

del siglo, verdaderamente liberal”. Parece también digna de respeto cuando

-por ejemplo- el equilibrado y bienpensante Agustín Caballero aplaude

en Tormento (1884) a “los que querían reconciliar las instituciones históri40

cas con las novedades revolucionarias”.10 Llega, sin embargo, a lo grotesco

en boca de la mayoría de los personajes de las novelas contemporáneas,

esos burócratas, trepas y señoritos desocupados y pasteleros a quienes

sólo interesa medrar. Recuérdense, por ejemplo, las palabras del hermano

de Máximo Manso, indiano que en Madrid se hará político y llegará a

marqués:

Eso es: abrácense como hermanos el separatismo y la nacionalidad,

la insurrección y el Ejército, la Monarquía y la República, la

Iglesia y el libre examen, la Aristocracia y la Igualdad.11

Años después (en Cánovas,1912) la burla de GaIdós se extiende incluso

a las palabras famosas del rey cuando uno de sus personajes dice que

“liberal y católico” son dos palabras que “rabian de verse juntas”. Y añade:

¡pero si el Papa ha dicho que el liberalismo es pecado! Como no

sea que el príncipe Alfonso haya descubierto el secreto para introducir

el alma de Pío Noveno en el cuerpo de Espartero...12

A lo que sigue la afirmación de que lo que ocurre en España es que “ya

entramos en la era de la hipocresía”.13 Una era en la que -según una tras

otra de las novelas de Galdós- de lo que se trataba era de situarse socialmente

de manera “positiva”; es decir, con las chapuzas necesarias y con

un compincheo que oscurecía los conflictos reales.

Lo asombroso es que el discurso con que se justificaba la chapucería de

las componendas se reprodujese en un pensamiento de pretensiones filosóficas

como el del “armonismo” de los krausistas-institucionistas, representado,

por ejemplo, en estas palabras con que Gumersindo de Azcárate

expresaba en 1883 su “esperanza de que la humanidad” caminaba ya

a encontrar la armonía entre principios, ideas y elementos de

vida, que han venido riñendo hasta ahora ruda batalla; en el

orden religioso, entre el racionalismo y el cristianismo; en el filosófico,

entre el espiritualismo y el sensualismo, el empirismo y

el panteísmo; en la esfera del arte entre el realismo y el idealismo;

en lo económico, entre el capital y el trabajo; en la jurídica,

entre la autoridad y la libertad, la tradición y el progreso; en el

“problema social”, en fin, entre la “organización” de los socialistas,

la “libertad” de los economistas y la “resignación” de la Iglesia.

14

Mientras -sin duda, con la mejor voluntad- se pensaban y decían tales

disparates (porque es un disparate suponer que puedan “armonizarse” el

empirismo y el panteísmo), es evidente la desarmonía en la narrativa de

Galdós según vemos, por ejemplo, como el revolucionario padre de Isidora

Rufete muere en el manicomio e Isidora se hunde en la prostitución; como

41

Juanito Santa Cruz abandona a Fortunata en dos capítulos sucesivos titulados

“La restauración, vencedora” y “La revolución, vencida”; como Miau

se suicida; como Ángel Guerra abandona toda voluntad de tranformar la

sociedad española y, guiado por la beata Leré, intenta acercarse al ascetismo;

como a Tristana le cortan la pierna y la meten en la cocina y en la

iglesia —desastres (y hay muchos más) que ocurren según, junto a inteligentes

y decididos industriales y banqueros, prosperan toda clase de mediocres

y chapuceros que basan lo que Galdós llamaba sus “transacciones”

en el modelo de la política de turnos organizada en base al caciquismo.

He aquí como lo resumía claramente Galdós desde el mirador de su

último Episodio Nacional, ya en 1912. Habla “la Madre” de la narración

(que es la Historia) y dice:

Hijo mío: cuando a fines del 74 te anuncié en una breve carta el

suceso de Sagunto, anticipé la idea de que la Restauración inauguraba

los tiempos bobos [...] La paz, hijo mío, es don del cielo

[...] cuando significa el reposo de un pueblo que supo robustecer

y afianzar su existencia fisiológica y moral, completándola

con todos los vínculos y relaciones del vivir colectivo. Pero la

paz es un mal si representa la pereza de una raza, y su incapacidad

para dar práctica solución a los fundamentales empeños del

comer y del pensar. Los tiempos bobos que te anuncié has de

verlos desarrollarse en años y lustros de atonía, de lenta parálisis

que os llevará a la consunción y a la muerte [...] Los políticos

se constituirán en casta, dividiéndose hipócritas en dos bandos

igualmente dinásticos e igualmente inútiles [...] No harán nada

fecundo; no crearán una nación [...] Y, por último, hijo mío, verás

si vives que acabarán de poner la enseñanza, la riqueza, el

poder civil, y hasta la independencia nacional, en manos de lo

que llamáis vuestra Santa Madre Iglesia.15

En su adolescencia y juventud, los del 98 reciben de los del 68 esta

visión negativa de la Restauración y concuerdan con ella; pero, ¿era eso

todo lo que los del 68 y ellos, saliendo apenas de la adolescencia, veían en

la España de los años ochenta y noventa? ¿Era eso todo lo que había en la

Restauración? Podemos dudarlo preguntándonos por qué, si todo era esa

paz “boba“ y mediocre -ese “marasmo“, según Unamuno-, se tenía en el

Poder y sus aledaños tanto interés por “armonizar“ contrarios. Desde luego

que, en su origen, insisto, el discurso de la “armonía“ pretendía restañar

las heridas que habían resultado de los siete años de caos que van de

1868 a 1875 propiciando el acuerdo entre fuerzas y gentes que habían

sido contrarias. Pero, ¿eran esos contrarios - por ejemplo- sólo republicanos

moderados y monárquicos? ¿Por qué, entonces, habla Gumersindo de

Azcárate de la necesidad de armonizar la oposición entre “el capital y el

trabajo“?

42

Ocurre que, junto a la represión y al achatamiento que resultan del fracaso

de la revolución del 68 -y a más de la política de turnos y del poder

creciente de la Iglesia- la Restauración es también el momento del desarrollo

económico con que España se acerca a la modernidad y, por tanto,

es cuando, a más de la presencia constante de los rebeldes trabajadores

del campo andaluz, se percibe por primera vez con cierta claridad la aparición

de una clase obrera industrial de cuyo trabajo se extrae una enorme

plusvalía y que, poco a poco, según toma conciencia de ello, va a ir viéndose

a sí misma como antagónica a los intereses de la también creciente

burguesía.

Ya en 1868 un obrero español (Sarro Magallán)16 había asistido en Bruselas

a una reunión de la Primera Internacional (1864) y, tras la represión

dirigida contra los internacionales, crecieron con el desarrollo económico

el número y la organización de los trabajadores españoles y su participación

en esa internacional. De ahí las tensiones, el problema o “cuestión

social”, anuncio de futuros conflictos, que tanto preocupaba y que tantos

querían evitar proponiendo difíciles “armonías”.

Y esta aparición de nuevos conflictos, o de conflictos en potencia, también

se ve representada en algunos narradores de la generación anterior a

la de los del 98, quizá especialmente en el mismo Galdós.

Creo que todos los lectores de Galdós estamos de acuerdo en que no

llegó a novelar la aparición beligerante de la nueva clase trabajadora. Lo

suyo era la burguesía ascendente y, ya desde el principio de las “contemporáneas”,

el contubernio de esa burguesía con la aristocracia que iba de

bajada, así como la reaparición poderosa en los años noventa de la ideología

eclesiástica. Pero eso no quiere decir que no viera lo que estaba ocurriendo

y no entendiera que la relación de explotación entre la burguesía

dominante y la gente trabajadora era brutal y que, a la larga, iba a plantear

serios problemas.

Ya en La desheredada (1881), la primera de las verdaderas novelas “contemporáneas”,

aunque ciertos personajes insisten una y otra vez en que el

progreso modernizador iba borrando las diferencias de clases, en la última

carta que Isidora Rufete recibe de su supuesto tío éste le advierte que

no se haga ilusiones porque “todavía hay clases”. Y por si hiciera falta más

prueba de ello que el destino de la misma Isidora, ahí está ese tremendo y

muy poco comentado capítulo tercero de la novela en que el narrador

describe con todo detalle el trabajo brutal a que se ve sometido Mariano,

el hermano de Isidora, niño de trece años.

Más comentado ha sido el famoso capítulo de Fortunata y Jacinta (1886)

en que se describe el trabajo de las mujeres en las fábricas, y sólo recordaré

aquí que, durante su viaje de novios, Jacinta y Juanito Santa Cruz visitan

varias fábricas en Barcelona, donde Jacinta, sorprendida, intuye la

43

violencia del trabajo alienado cuando expresa su “lástima” diciendo que

aquellas mujeres trabajadoras “no tienen educación, son como máquinas”

y que, “en cuanto se les presenta un pillo cualquiera se dejan seducir”.

Lo cual, añade, “no es maldad; es que llega un momento en que se

dicen: ‘Vale más ser mujer mala que máquina buena‘”.17

Pero no se trata sólo de Galdós. Por las mismas fechas, y seguramente

influida por Zola, Pardo Bazán publica La tribuna (1883), novela que, en el

contexto de una ideología republicana “intransigente”, trata de una huelga

dirigida por una mujer, Amparo, “la tribuna”, en una fábrica de cigarros de

La Coruña (llamada Marineda en la novela). No sólo se da aquí una conjunción

de factores (lucha obrera y feminismo) absolutamente inusitada en la

narrativa española sino que, a diferencia de lo que ocurre en Fortunata y

Jacinta, en La tribuna, a más de la explotación y alienación de trabajadoras

y trabajadores, se ve su voluntad y capacidad de lucha.

No puede, pues, sorprendernos -volviendo a Galdós- que en la serie de

Torquemada (1893-1895), tras oir al burócrata José Ruiz Donoso decir

que “la sociedad [...] necesita constituir una fuerza resistente [nada menos

que] contra los embates del proletariado envidioso”,18 el aristócrata y protofascista

señorito Rafael Águila le diga al cohetero Cándido:

[...] Cándido, tú que eres joven y tienes ojos, has de ver cosas

estupendas en esta sociedad envilecida por los negocios y el

positivismo. Hoy por hoy, lo que sucede, por ser muy extraño,

permite vaticinar lo que sucederá. ¿Qué pasa hoy? Que la plebe

indigente, envidiosa de los ricos, los amenaza, los aterra y quiere

destruirlos con bombas y diabólicos aparatos de muerte. Tras

esto vendrá otra cosa, que podrás ver cuando se disipe el humo

de estas luchas.19

Y por las mismas fechas, no ya en una novela sino en un artículo periodístico

de 1895 titulado “El 1º de mayo”, Galdós escribe lo siguiente:

Estamos sobre un volcán; más claro, estamos sobre el 1º de

mayo, día tremendo, en el cual la huelga universal de los obreros ha de

plantear en el terreno práctico el problema más grave del siglo, la cuestión

social, la lucha entre capital y trabajo...

Y como si hubiese leído el Manifiesto comunista, explica a continuación:

Todo ha cambiado. La extinción de la raza de tiranos ha traído el

acabamiento de la raza de libertadores. Hablo del tirano en el

concepto antiguo, pues ahora resulta que la tiranía subsiste, sólo

que los tiranos somos ahora nosotros, los que antes éramos víctimas

y mártires , la clase media, la burguesía, que antaño luchó

44

con el clero y la aristocracia hasta destruir al uno y a la otra con

la desamortización y la desvinculación [...] Renace la lucha, variando

los nombres de los combatientes, pero subsistiendo en

esencia la misma. ¿Qué quiere decir esto? Que los que no poseen,

que son siempre los más, atacan a los que tienen, que son

los menos pero se hallan robustecidos por el amparo del Estado.

A lo que siguen muchas y muy interesantes cosas que no vienen aqui al

caso salvo, quizá -por su relación con La tribuna de Pardo Bazán y con el

notable capítulo de Fortunata y Jacinta-, estas palabras.

Entre las curiosidades de estos días, la más señalada es el meeting

de mujeres celebrado hace dos días en Barcelona. iLa mujeres

también en huelga! iEmancipación, igualdad de derechos con

el hombre! La cosa se complica.20

Y es que, en efecto, según la Restauración se iba asentando, “la cosa”

se complicaba. Pero, ¿es la complicación algo negativo?; ¿es el tomar nota

de ella algo “pesimista”? Según quién mire, claro. Y remito a las palabras

ya leídas de “la Madre” acerca de los aspectos negativos de la paz y los

aspectos positivos de la revolución.

Y quien escribió esas palabras de un primero de mayo es el Galdós que

menos de veinte años después -y volveré a ello- acabaría acercándose al

Partido Socialista y que, desde ahí, escribiría algunas de la cosas negativas

que le hemos oído sobre la Restauración. Porque -y debo ya decirlo directamente-

la visión negativa acerca de la Restauración expresada por algunos

de la generación del 68 y por los del 98 en su juventud no excluía la

convicción de que algo más estaba ocurriendo por entonces en la sociedad

española ya que, según hemos oído decir a Unamuno, parecía haber

“en su seno reajustes íntimos”. Y en lo que todos coinciden es en que,

debido al desarrollo económico y a pesar de la represión y la chapucería

política, algo nuevo se agitaba en la España del último cuarto de siglo, algo

que, de hecho, podía ya percibirse desde la entrada de agrupaciones de

trabajadores españoles a la Primera Internacional, en 1868: por un lado,

el anarquismo o socialismo libertario; por otro, el socialismo de origen

marxista, representado entonces por el Partido Socialista, fundado en Madrid

por Pablo Iglesias, Jaime Vera y unos pocos más en 1879 en una

comida celebrada en una fonda de la calle Tetuán.

La clase dominante se preocupaba por “la cuestión social” y proponía

la “armonía» porque entendía perfectamente que tanto el proletariado del

campo como el naciente proletariado industrial se veían a sí mismos como

enemigos irreconciliables del sistema vigente o, más concretamente, del

capitalismo.21 Ello estaba más que claro en los anarquistas, desde luego,

quienes -según explica Alvárez Junco-22 aunque “no llegaron a elaborar

una crítica original del capitalismo”,23 partían en sus análisis de la socie45

dad de la irreconciliable “oposición entre el capital y el trabajo”.24 Pero no

está menos claro en los socialistas contemporáneos suyos.

Me detendré en este aspecto del primer Partido Socialista, no sólo porque

el concepto de lucha de clases que de esa oposición se deriva empezó

a desaparecer en tiempos de Besteiro, sino porque tiene una relación

directa con el pensamiento del Galdós de fin de siglo y con el de Unamuno

y otros de sus contemporáneos, así como, muy probablemente, y a la

contra, con el actual llamado al optimismo a que me he referido al principio.

Nada mejor para hacernos una idea de cómo se pensaba en aquel Partido

Socialista que sus planteamientos sobre la “cuestión social” recogidos

en la Información oral y escrita, practicada en virtud de la Real Orden del 5

de diciembre de 1883, Real Orden decretada a solicitud de la Comisión de

Reformas Sociales que, presidida entonces por Segismundo Moret y teniendo

de secretario a Gumersindo de Azcárate (ligados los dos a la Institución

Libre de Enseñanza), llevó a cabo sus sesiones en 1884 y 1885,

publicando los testimonios de los socialistas y otros en 1889 y 1890.

Desde la primera intervención socialista, la intervención oral de Antonio

García Quejido (26 de octubre de 1884), representante de las Sociedades

Tipográficas, queda claro cuál va a ser el doble enfoque de los socialistas

frente a la Comisión: por una parte, insistirán en que la lucha de clases es

inevitable puesto que el capital y el trabajo son radicalmente antagónicos;

por otra, atacarán a la Comisión misma por la pretensión de sus miembros

principales de escamotear este antagonismo bajo nociones utópicas de

“armonismo”.

Así, García Quejido empieza afirmando que entre los diversos partidos

políticos “que hoy se disputan el Poder existe solidaridad de intereses”,

unos intereses que son contrarios a los de la clase obrera y que, por tanto,

lo mismo quienes son poseedores de los “instrumentos de trabajo” que

quienes prestan “servicios [...] a la clase dominante”, aunque él no los

considere personalmente como enemigos suyos, “lo son por su conducta

y por sus actos” (p.8).

La razón primera y última de esta enemistad, el fundamento mismo de

la cuestión es que -sigue García Quejido-, aunque “durante algún tiempo»

se mantuvo “la idea de armonía entre capitalistas y trabajadores [...] al fin

[la clase obrera] reconoció el error, la luz vino a hacerse, y se admitió

como doctrina incontrovertible que no existía semejante armonía, que no

eran armónicos los intereses de una y otra clase” (pp.9-10). Esos intereses

son, viene a concluir García Quejido, “completamente antagónicos” (p.11).

En breves minutos, sin vacilaciones ni matizaciones, García Quejido

propone, pues, que la Comisión está al servicio de la clase dominante,

46

tanto en cuanto simple receptora de las informaciones como en su relación

(a través de Moret, por ejemplo) con los partidos que “se disputan el

Poder”. Y por si hubiera alguna duda sobre el lugar que en esta relación

antagónica ocupaban los institucionistas de origen krausista y de gran voluntad

humanística como Gumersindo de Azcárate (“individuos que no

hacen más que estudiar”, a diferencia de los “individuos que no estudian

porque no tienen tiempo más que para trabajar”, p.13), tres veces emplea

García Quejido el término armonía en el breve espacio temporal que ocupa,

apenas, cuatro líneas impresas.

De ahí en adelante todas las intervenciones socialistas irán dirigidas

contra la idea de que existe una relación armónica entre el capital y el

trabajo. Y en todas se hará notar, con mayor o menor agresividad, que la

Comisión, tan vinculada al institucionismo, es un organismo al servicio de

la clase dominante. Debido a su seriedad teórica ello es particularmente

notable en el informe de la Agrupación Socialista Madrileña, escrito y leído

por Jaime Vera.

No es cuestión de entrar aquí en el análisis detallado de ese primer

texto marxista español ortodoxo, amplio y coherente, que, por lo demás,

ha sido ya muy estudiado. Bastará para mi propósito con indicar que, entre

muchas otras cosas, se explica ahí en forma detallada y justa qué es la

plusvalía y que, a partir de esa base, se deduce que la relación entre capital

y trabajo no puede ser sino antagónica. Este antagonismo puede explicarse

de manera perfectamente aséptica, desde luego; de ahí que tal vez

lo más notable del texto sea su vibrante conciencia polémica, la actitud

radicalmente antagonista con que, correspondiendo su discurso a su teoría

de la realidad, Jaime Vera expresa la oposición capital-trabajo.

Así, desde el inicio mismo de su informe, Vera establece una tajante

distinción entre “nosotros, los del Partido Socialista» y los miembros de la

Comisión: “vosotros, depositarios de toda la ciencia social y económica»

(p.158). Un “vosotros” que explícitamente, no se refiere a los capitalistas

sino a quienes se han constituido “en abogados de la opresión burguesa”,

siendo así “servidores pagados de la burguesía”, sus “lacayos” voluntarios

(p.161). Esta oposición, ya establecida por García Quejido, se mantiene a

lo largo de todo el informe de Jaime Vera (y acaba centrándose en “el

señor Moret”, ejemplo sumo entre los componentes de la Comisión de

“los sabios” que la burguesía tiene “a su servicio”), (p.195).

Hay que añadir, sin embargo, que el análisis radical de Jaime Vera no

revela ningún síntoma de la “enfermedad izquierdista” que años más tarde

analizaría Lenin. Los socialistas madrileños de 1884 reconocen claramente

que, para poder seguir organizándose y ampliando su influencia, la clase

obrera necesita y debe apoyar todas las reformas económicas y políticas

que permitan un mayor bienestar y una mayor libertad de acción.

47

[...] nosotros, con intereses económicos diametralmente opuestos

a todos los partidos burgueses, preferimos siempre dentro

de la monarquía aquellas situaciones en que con más amplitud

puedan ejercerse los derechos políticos; la república a la monarquía,

y dentro de la república los gobiernos que cumplan mejor

la obligación de mantener la igualdad política [...] De igual suerte

favoreceremos aquellas soluciones intermedias, ya económicas,

ya políticas, que, sin resolver de lleno el problema social, preparen

o ayuden a la evolución colectivista (p.201).

Pero que nadie se llame a engaño: “La lucha de clases es inevitable,

puesto que existe”, insiste Jaime Vera. Por lo cual -remata-: “Quedamos

citados para la batalla final” (p.201).

El mucho más breve informe de Pablo Iglesias no discrepa en nada del

de Jaime Vera o de los de García Quejido, Matías Gómez, Nafarrete, etc.

Simplemente remacha lo dicho por Vera acerca de la plusvalía y de la

anarquía de la producción capitalista y, citando textualmente las primeras

palabras del Manifiesto comunista recuerda a la Comisión que “La Historia

de la humanidad hasta el presente, no es más que la historia de la lucha

de clases” (p.47). A partir de todo lo cual insiste lógicamente en que los

intereses de la clase obrera y del capital son «antagónicos» (p.55), que «no

son armónicos, sino contrarios» (p.56) y que, por lo tanto, y para que no

haya duda de a quién se dirigen sus palabras, no hay que hablar “más de

armonías” (p.52).

No ha de concluirse que el Partido Socialista Obrero de los años ochenta

y noventa del siglo pasado veía su mayor enemigo en el ideario krausista

y en la Institución Libre de Enseñanza. Pero -a más de la lucidez clasista

que revela- el ataque directo al discurso “armonista” frente a una comisión

dominada por «armonistas» ejemplifica tal vez mejor que otros pronunciamientos

socialistas más generales no sólo la radicalidad de su posición de

clase, sino una importante conciencia de la función de la ideología y sus

discursos hegemónicos.

Ahora bien -y vuelvo a lo de la “disponibilidad” receptiva de los del

98-, no sólo importa recordar que cuando se publicaron en 1889 estas

palabras dichas en el Madrid de finales de 1884, Blasco Ibáñez tenía 22

años, Machado 15 y Unamuno, que se doctoró en la Universidad Central

en 1884, veinticinco, sino que conviene también tener presente que, tal

vez salvo Valle Inclán, los del 98 o provienen todos de zonas del país muy

activas económicamente y socio-políticamente conflictivas, o viven en ellas

sus años de adolescencia y primera juventud. Blasco Ibáñez y Azorín son

del Levante de la pequeña industria, comercio, revueltas cantonales y

republicanismo intransigente; aunque de orígen vasco el uno y andaluz el

otro, Baroja y Machado viven en un Madrid conflictivo; Unamuno y Maeztu

son vascos, y el primero no sólo crece en el Bilbao de la Segunda Guerra

48

Carlista (según él siempre recordaba y según tanto se repite), sino que

cuando vuelve de estudiar en Madrid a su ciudad natal se encuentra ya allí

con los orígenes de un desarrollo capitalista del que va a nacer el socialismo

vasco, sobre lo cual escribe en la prensa liberal al principio de su

carrera periodística. No es extraño, por tanto, que Maeztu se declarara

socialista y escribiera sobre el capitalismo vasco, que Blasco fuera un republicano

“intransigente”, que Azorín se dijera anarquista, o que Unamuno,

tras obtener la cátedra de griego en Salamanca en 1891, llegara a ser

socialista y, a partir de 1894, escribiera intensamente en La lucha de clases

de Bilbao, órgano oficial de los socialistas vascos.

Ya hace muchos años que traté del socialismo de Unamuno y no voy

aquí a repetir detalladamente algo ya reconocido y aceptado. Sólo recordaré

que, al igual que García Quejido, Jaime Vera o Pablo Iglesias, el joven

socialista Unamuno basaba sus análisis de la “cuestión social” en lo que

llamaba “el socialismo limpio y puro, el socialismo que inició Carlos Marx

con la gloriosa Internacional de trabajadores”.25 Lógicamente, por tanto,

en sus artículos de La lucha de clases trata de la relación entre plusvalía y

acumulación de capital y de que, siendo capital y trabajo indispensables

para la producción, ello no significa que los capitalistas sean indispensables

sino que, por el contrario, están condenados “a morir como clase”.26

Porque se trata de una guerra en la que se enfrentan “dos ejércitos, el de

los accionistas o puros capitalistas, y el de los obreros de todo clase”. Y se

pregunta: “¿Qué resultará de aquí?”.27

Y no escabulle Unamuno la cuestión de la revolución con la pregunta:

Entre la demencia anarquista y la resignación estúpida está la

acción viril, que consiste en aceptar las cosas tal como son, estudiarlas

y trabajar por mejorarlas, paso a paso, pero sin renunciar

a dar un golpe cuando sea menester [...] La evolución no es

más que una serie de pequeñas revoluciones, y la revolución, el

coronamiento de una evolución.28

Siempre ha sido cuestión difícil en la teoría marxista la de la relación

entre “evolución” y “revolución”, pero parece claro en Marx (así como,

luego, en Lenin) que el concepto de “lucha de clases” no excluye en absoluto

la necesidad de la labor organizativa cotidiana e, incluso, la participación

en procesos electorales. En el ámbito de la España en que Unamuno

se movía, ténganse en cuenta en este sentido las últimas palabras de Jaime

Vera que hemos escuchado; recuérdese también que éstos son los

años en que, bajo la dirección de Engels, el marxismo alemán se había

organizado no sólo sindicalmente, sino en un partido, la Social Democracia,

que, sin renunciar a la revolución, perseguía también -con éxito- fines

electoralistas.

49

No todo era, pues, pesimismo en aquella España de fin de siglo y, entre

los del 98, a la posición de Unamuno correspondían, por ejemplo, y según

también sabemos, las posiciones anarquizantes del joven Azorín, el socialismo

un tanto confuso de Maeztu y el republicanismo intransigente de

Blasco Ibáñez.

Estando, como estaba, la España de fin de siglo marcada por la guerra

colonial de1895-1898, no quisiera acercarme al final de estas páginas sin

referirme a la posición de los del 98 respecto a esa guerra. Para ello, importa

de nuevo situarles en el contexto de los movimientos obreros de la

época.

Como es sabido, y como muy bien explica José Alvarez Junco,29 los

anarquistas, con toda lógica internacionalista, se rehusaron siempre a “enarbolar

el mito nacional” y, ya desde 1870, el año en que se constituye la

Federación Regional Española de la Asociación Internacional de Trabajadores,

proponían que “el patriotismo es una idea que tiende a separar a

los pueblos entre sí”, que la “idea de la patria es una idea mezquina, indigna

de la robusta inteligencia de la clase trabajadora” [porque] “la patria del

obrero es el taller [y] el taller de los hijos del trabajo es el mundo entero”.30

“El patriotismo es la última careta con que se está disfrazando el interés de

la clase burguesa”.31 De ahí se seguía lógicamente la oposición a la guerra,

a todas las guerras y, llegado el 1895, la oposición a la guerra colonial.

Esta oposición se basaba lo más frecuentemente en el hecho de que,

mientras ciertos miembros de la burguesía española se beneficiaban del

colonialismo en el Caribe y en Filipinas, sólo quienes no tenían el dinero

para comprar su exclusión del servicio militar iban a morir en aquellas

remotas tierras. De ahí el grito o consigna “que vayan ellos”. Pero -según

explica Álvarez Junco- hay además en los escritos anarquistas tanto “una

denuncia de los abusos coloniales” como una “defensa franca” de la insurrección

anti-colonial y del derecho de los colonizados a su libertad, a la

independencia.32

No difiere en esto gran cosa de la de los anarquistas la posición de los

socialistas. Ya en su primer artículo, publicado en 1870 (o sea, en plena

“guerra larga”), Pablo Iglesias se preguntaba: “¿qué es la guerra?”; y contestaba:

“un crimen”.33 Veintitrés años más tarde, en un artículo titulado

“Los traficantes del patriotismo”, escrito a propósito del “choque ocurrido

entre los soldados españoles de Melilla y los riffeños”, escribía lo siguiente:

Socialistas convencidos, ardientes partidarios de la emancipación

[...] no admitimos la mezquina idea de la patria que hasta

aquí ha prevalecido [...] Consideramos, pues, fratricida toda lucha

de nación a nación y de raza a raza [Siendo quienes promueven

la guerra y tienen] siempre en los labios las palabras patria y

50

patriotismo [...] producto lógico y natural de una sociedad que

descansa en el antagonismo de intereses y en la explotación del

ser humano, no es bastante desoirlos ni juzgar su proceder severamente.

Hay que hacer más: hay que destruir el régimen social

presente y sustituirle por el colectivista o igualitario que el Socialismo

defiende.34

Y en 1897-1898, Iglesias aboga por la paz con Cuba no sólo porque

ahorrará “muchos millones” y la “pérdida de muchos miles de hombres”,

sino porque la paz daría “satisfacción a aspiraciones muy légitimas de los

habitantes de Cuba”.35 “El proletariado español”, dice en otro artículo, “ni

se opondrá” a la independencia de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, “ni se

halla dispuesto a dar más hombres para que sean sacrificados”.36 Y en otro

artículo:

Siendo la guerra lo que más daña a los intereses del proletariado,

debe éste siempre alzarse contra ella y combatir todo cuanto

se haga por despertar los odios nacionales o de raza.37

En este contexto, el Azorín que en aquel entonces iba por la vida de

anarquista escribía cosas como las siguientes:

¡La Patria! ¿Dónde estará la patria del comerciante afanado en

enriquecerse a costa de mil diversos latrocinios?¿Dónde la del

industrial falsificador de todo lo falsificable? [...] Habláis de Patria

todos, la reverenciáis todos, la admiráis todos. Pero que el

mísero soldado vaya a perecer por ella a las colonias; que el

minero baje a la mina y muera por vosotros [...]; que todos los

que no tienen hogar defiendan el hogar del que lo tiene; que

todos los que no tienen bienes trabajen por conservar los ajenos.

Y el Blasco Ibáñez que proponía que “el Estado [burgués] actual no

perdona el momento de ahogar con su sangre al proletariado”38 escribe

una serie de artículos sobre las guerras coloniales en que, al igual que los

anarquistas y que Pablo Iglesias, ataca la idea de Patria, afirma que el

pueblo no quiere la guerra y, sobretodo, ataca a “los traficantes” que

Quieren mucha guerra, mucho patriotismo, mucho honor nacional,

pero con condición de tener los hijos en casa por seis mil

reales, y que sean los hijos de los otros, de los infelices, de los

desheredados los que vayan a romperse la cabeza.39

Incluso Maeztu, a quien se le subió momentáneamente la Patria a la

cabeza al conocerse en el 98 la derrota naval española, escribió no pocas

páginas sobre la injusticia de enviar a la guerra a la gente del pueblo,

51

sobre los “barcos-cementerios” que volvían de Cuba, o sobre quienes gritaban

el “¡Viva España!” como si fuera “un himno de zarzuela”.40

En cuanto a Unamuno, sólo recordaré que no se queda atrás sino que

es, si cabe, más claro que Iglesias, los anarquistas militantes, Azorín o

Blasco Ibáñez en sus críticas al patriotismo, en su análisis de la relación

entre e1 capitalismo y las guerras, y en su defensa del derecho a la independencia

de cubanos, puertorriqueños y filipinos.41 Todo ello lúcidamente

contextualizado por un radical anti-imperalismo y antirracismo.

No puedo entrar en detalles acerca de los textos en que Unamuno trata

de estos asuntos, pero no resisto la tentación de leer algunas palabras de

uno de los varios artículos que escribió sobre la guerra de Cuba en La

lucha de clases de Bilbao en marzo de 1896:

Ocurre ahora una guerra y a ninguno de esos señores [guardadores

de las veneradas tradiciones de nuestros mayores] se les

ocurre investigar las causas de ella y los motivos que hayan

impuIsado a los insurrectos a alzarse en armas. Está de por medio

el “honor nacional” [y] no se debe ceder, y así que las depongan,

¡duro con ellos!

¡Perder a Cuba! ¡Horror! ¿Y el honor nacional? ¿Y la misión civilizadora

de España en América? ¿Y nuestro glorioso pasado?

¿Quién descubrió aquello? ¿Qué son los actuales cubanos sino

hijos de españoles? ¡Hijos ingratos, que se resisten a sufrir

resignadamente la política española!

Tiene la mar de gracia eso de traer a cuento nuestro pasado y lo

que dicen que España ha hecho por América, cuando no se trata

de lo que ha hecho, sino de lo que hace [.....]

El haber poseído siglos enteros una cosa no es razón para seguir

poseyéndola mientras no persista el verdadero fundamento por

el que se la ha poseído durante tanto tiempo [....]

Aquí todo se tiene en cuenta menos la razón y la voluntad de los cubanos.

Hay muchas gentes que protestan contra la monarquía patrimonial,

contra la vieja idea de que una nación sea patrimonio del monarca; pero

les parece bien que un pueblo sea patrimonio de otros.

¿Y Galdós? Curiosamente, casi diría que sorprendentemente, la guerra

colonial no aparece directamente en su narrativa y aquí, por tanto, el grandísimo

novelista parece no estar ya en la misma onda que los jóvenes que,

todavía en 1901, aplaudirían su virulenta Electra y polemizarían sobre ella.

Según sabemos, sin embargo, y lo ha estudiado Julio Rodríguez Puértolas

52

en un trabajo todavía inédito,42 es importante en Galdós la presencia de

Cuba (en El amigo Manso, por ejemplo) y, más en general, de los indianos.

Conviene recordar esto porque la repatriación de capitales, primero durante

“la guerra larga” y luego en la del 95 al 98, significa un fuerte impulso

en el desarrollo capitalista del país, cosa que Galdós veía con toda

claridad. Por ejemplo cuando en España sin rey remite a Juan Manuel de

Manzanedo, marqués de Manzanedo, indiano propietario en Cuba, como

ejemplo de la nueva pujanza que -suponía Galdós- había ya derribado las

estructuras socio-económicas tradicionalistas.43 Ahora bien, a continuación,

en España trágica, el narrador dice del Ministro de Ultramar (Ayala)

que ha corrompido a toda la familia política española “con el dinero que le

han traído de Cuba Miguel Calvo y demás negreros para hacer propaganda

[a favor de la guerra]”, y en ello ve “la mano de Manzanedo” y otros44

interesados en impedir la independencia cubana. Creo, por tanto, que

sería más que interesante rastrear en la obra de Galdós las huellas, si no

de la guerra que termina en el 98, sí de algunas de las consecuencias

político-económicas que las dos guerras coloniales tuvieron para la sociedad

española.45

Conclusión.

Concluyo volviendo a mis tesis de hace ya tantos años. Sabemos que a

partir de, más o menos, 1900-1904 los miembros de la generación del 98

derivan todos hacia un pesimismo vital que, con la excepción de Machado,

se irá acentuando con los años y que, en casos notables como los de

Maeztu, Baroja y Azorín, llevará a posiciones políticas sumamente reaccionarias;

pero entre -digamos- 1892 y 1900, según la edad en que cada uno

empieza a publicar, los más de ellos, críticos radicales de la Restauración

(y, por tanto, “pesimistas” con respecto a los logros de una España oficial

mediocre y represiva), se unen en cuanto escritores a la causa popular

representada por el socialismo, el anarquismo y el republicanismo intransigente.

En esto, significan sólo en parte una ruptura con respecto a Galdós,

que no estaba ya en posición (o en edad) de participar en las luchas de lo

que iba surgiendo de nuevo en el país. Olvidar aquellas actividades, que

exigían -diría yo- un alto nivel de optimismo, y pretender recrear la imagen

de una juventud del 98 “pesimista” es tergiversar la historia de las ideas.

Ahora bien -y, para terminar, vamos a volver a Galdós-, cuando los más

del 98 habían abandonado ya sus ideas de juventud, el más joven de

ellos, Machado, inicia el recorrido que, a la inversa de Unamuno o Azorín,

le lleva, primero, de Soledades a Campos de Castilla (1912), donde no se

propone una visión negativa de España sino una crítica histórica (“Castilla

miserable, ayer dominadora”; “la España de charanga y pandereta”...), visión

crítica que, andando el tiempo, le llevará nada menos que a abrazar la

República del Frente Popular, la que él llamaba “Tercera República”. Y, por

las mismas fechas de transición entre 1902 y 1912, concretamente en

1909, según nos ha recordado Brian J. Dendle en una interesante nota

53

publicada en el último número de Anales Galdosianos,46 Galdós participa

activamente en la coalición Republicano-Socialista que tuvo en Madrid un

gran éxito electoral, debido, según consignó la prensa, a “la actividad y

entusiasmo extraordinario que [demostró] el elemento obrero” .47 A raíz de

aquel triunfo electoral Galdós dijo cosas como las siguientes: “Los socialistas

nos han ayudado con desinterés y entusiasmo sin ejemplo. Ahora

todos somos uno [...] Tengo fe en el pueblo [...] Pablo Iglesias nos ha dado

la pauta; no discute, edifica”.48

Los del 98 en su juventud y el Galdós maduro; el benjamín del 98 y el ya

casi viejo Galdós. Todo un modo de vivir la historia de España desde una

perspectiva crítica que de ninguna manera podríamos calificar de pesimista.

NOTAS

1 El País, 7 de enero de 1996; Sección “Domingo“, pp.10-11. Quienes tal “anti-pesimismo“

proponen sin duda prefirirían remitirnos a estas palabras que, en un largo y ditirámbico

artículo sobre el Cuarto Centenario, escribía Juan Valera: “conviene sanar de

esta ruin manía, de esta filoxera mental que deprime a los españoles“; «El Centenario»,

en Estudios Críticos sobre historia y política (1892-1898). Obras completas, Tomo XXXIX,

Madrid, 1915, p.37.

2 En torno al casticismo, en Ensayos, Madrid, Aguilar, 1942, Vol. 1, pp.108-125.

3 «El ídolo», en El Pueblo, 28 de julio de 1896; en V. Blasco Ibáñez, contra la Restauración.

Periodismo político, 1895-1904, Madrid, Nuestra cultura, 1978, pp.142-145.

4 MARTÍNEZ CUADRADO, M., Op.cit. p.542.

5 MARX, K., Prólogo a la Segunda Edición de El 18 Brumario, en Marx-Engels, Selected

Works, Moscow, 1962, Vol 1, p.244.

6 Cf. MARTÍNEZ CUADRADO, Op.cit., Sección 3.3 del Capítulo 3 («El sistema social», pp.342-

368), en particular la subsección 3.3.3., «Las ambigüedades y opciones de las clases

medias burguesas y pequeño-burguesas»(pp.353-357).

7 En un congreso celebrado en Valladolid del 6 al 1O de noviembre de 1995 (“Hacia el

98”. Seminario de literatura española: “Los escritores de la Restauración”), el hispanista

británico leyó un trabajo significativamente titulado «Benito Pérez Galdós:

noventayochista desengañado antes del 98».

8 Obras completas, Madrid...ETC, vol. III; p.822.

9 Op.cit., vol. III, p.636.

10 Cf. Tormento, Madrid, Alianza, 1979; p.130.

11 El amigo Manso, Madrid, Alianza, 1972; p.120.

12 Vol. III, p.1277.

13 Loc. cit.

54

14 En Estudio sobre el problema social, citado por Elías Díaz en La filosofía social del

krausismo español, Madrid, 1973; p.254.

15 En Cánovas, OC., vol. III, p.1363.

16 Cf. TERMES ARDÉVOL, J., El movimiento obrero en España. La Primera Internacional

(1864-1881), Publicaciones de la Cátedra General de Historia de España, Barcelona,

1965; p.5

17 0p.cit., Vol. V; p.54.

18 0p.cit., Vol IV, p.958.

19 0p.cit., p.1015.

20 “El lº. de mayo”, en Benito Pérez Galdós, Política española, Vol.IV, Tomo II, Madrid,

Renacimiento, 1923. Se dice ahí, como epígrafe del artículo, que fue escrito en “abril

de 1885”, cosa imposible puesto que el 1º de mayo se celebra en el mundo en recuerdo

de los mártires de Chicago de 1886 y porque la primera vez que se celebró en

España fue en 1890. Es, por tanto, mucho más probable que el artículo haya sido

escrito en 1895.

21 En su importante libro sobre Política obrera en el País Vasco, 1880-1923 (Madrid,

Turner, 1975), Juan Pablo Fusi una y otra vez consigna que las múltiples movilizaciones

obreras de fin de siglo en Euzkadi y el resto de España llegaron a ser “más que pequeños

incidentes sin importancia” (p.86) y que las clases dirigentes habían empezado a

vivir preocupadas con “la cuestión social”, dándose el caso, por ejemplo, de que en

mayo de 1890, ante el hecho de una manifestación de 50.000 obreros se declaró el

estado de guerra en Barcelona. Pero una y otra vez insiste en que quienes han estudiado

los orígenes del movimiento obrero en España han “exagerado” su importancia a

fines del siglo XIX. Lo dice directamente en el “Prólogo” (p.9): le parece “exagerada” la

atención “que recientemente [1975] se viene prestando a los estudios del movimiento

obrero. Esa exageración está dando lugar a una falsificación de la historia contemporánea

española” ya que “los conflictos abiertos de clase” fueron “hecho marginal, salvo

en algunas provincias, de la España de aquellos años”. A lo que añade: “que las tensiones

se contuviesen y estallasen más tarde es otra cuestión”. Mi asunto aquí no es sino

consignar el antagonismo que frente a la clase dominante sentía y expresaba la clase

obrera española de fin de siglo y que los jóvenes del 98 se solidarizaban con ese

sentimiento. Cabe, sin embargo, preguntar cómo puede decirse que el fin de siglo es

“historia contemporánea” y suponerse que, por ejemplo, los hechos de 1917, 1931 y

1936 son “otra cuestión”. ¿No están acaso en esa historia de —digamos— 1880 a

1900 los orígenes de esos hechos? ¿Y cómo entender la huelga de 1917 o el Frente

Popular si no se presta la debida atención “a los estudios del movimiento obrero” de

finales del siglo XIX?

22 ÁLVAREZ JUNCO, J., La ideología política del anarquismo español (1868-1910), Siglo

XXI, Madrid, 1976, p.174.

23 Op.cit., p.173.

24 Op.cit., p.176.

25 Cf. BLANCO AGUINAGA, C., «De nuevo : El socialismo de Unamuno (1894-1897)», en

Cuadernos de la cátedra Miguel de Unamuno, 1968, p.27.0: Juventud del 98, Siglo

XXI, Madrid, 1970; II, 2.

26 RIBAS, P., ed., Unamuno. Escritos socialistas. Artículos inéditos, Ayuso, Madrid, 1976;

p.119.

27 Op.cit., p.181.

28 Op.cit., pp.119-120.

55

29 Op.cit., capítulo 10 de la Segunda Parte.

30 Op.cit., p.248.

31 Op.cit., p.251.

32 Op.cit., p.263.

33 Op.cit., p.258.

34 IGLESIAS, P., «Los traficantes del patriotismo»; en Escritos 2. El socialismo en España.

Escritos en la prensa socialista y liberal (1870-1925), Selección y estudio preliminar de

Luis Arranz, Mercedes Cabrera, Antonio Elorza, Lydia Meijide y José Muñagorri, Ayuso,

Madrid, 1976; pp.62-63.

35 IGLESIAS, P., «Venga la paz»; Op.cit., p.146.

36 IGLESIAS, P., «La cuestión cubana»; Op.cit., p.148.

37 Todas las citas son de una serie de artículos recogidos bajo el título de «El problema de

Cuba» en Op.cit., pp.145-154.

38 IBÁÑEZ, B., Op.cit., p.95.

39 Op.cit., p.121; veánse, en general, las páginas 109 a 130.

40 Cf. BLANCO AGUINAGA, C., Juventud del 98, Ed. cit., p.114.

41 Cf., por ejemplo, en el ya citado Unamuno. Escritos socialistas, los artículos titulados

«Coacción» (pp.149-150), «El honor nacional» (pp.193-194), «El deber actual» [de todo

socialista] (pp.197-198), «Males de la guerra» (pp.227-228) y «Pero ¿qué hace Weyler»

(pp.233-234).

42 En un trabajo todavía inédito, Julio Rodríguez Puértolas encuentra, muy sutilmente,

una presencia importante de Cuba en la obra de Galdós... pero nada sobre la guerra

del 95 al 98.

43 Cf. Obras completas, Aguilar, Madrid, 1941, t. III, p.834.

44 Ibíd. p.968.

45 Hay también alusiones importantes a los indianos en La Regenta.

46 DENDLE, B. J., «An interview with Galdós, 1909», en Anales Galdosianos, Años XXIXXXX,

Queen’s University, Cabildo de Gran Canaria y Casa-Museo Pérez Galdós, 1994-

1995, pp.147-149.

47 DENDLE, B. J., Op.cit., p.147

48 DENDLE, B. J., Op.cit., p.147