LA CIRCUNSTANCIA EUROPEA DE GALDÓS

Rafael Gutiérrez Girardot

En el año 1880 Theodor Fontane publicó un ensayo crítico sobre la

traducción alemana de Gloria de Benito Pérez Galdós. Sorprendente en él

es no sólo la sensibilidad con la que Fontane percibe a través de la traducción

y destaca las páginas y cualidades magistrales de la obra de su par

español, sino la perspectiva equívoca con la que pasa por alto el problema

que plantea la obra. Fontane se refiere al prólogo del traductor en el

que él encarece la lectura de la novela con el argumento de que ésta es

una pieza «de la artillería pesada emplazada para el asedio y bombardeo

de las más rudas necedades, males e injusticias de la España actual” y

asegura al final del ensayo que la novela” es más bien una “glorificación

de España» y “ante todo del clero español”. La conclusión resulta tanto

más sorprendente si se tiene en cuenta la ficticia conversación con una

inteligente dama que le recomendó la novela. Fontane le pregunta a la

dama si en Gloria se trata el tema de la tolerancia, que ella alude a propósito

de la novela La condesa de Lea, famosa entonces del hoy olvidado

Paul Lindau. La dama responde que en Gloria se trata de algo más, esto es,

de la idea de que “en última instancia lo humano es lo más humano, lo

mejor en el hombre”. La dama reconoce que ella acepta sólo limitadamente

esa idea, pero dice que alude “al hecho mismo como un rasgo de nuestro

tiempo que se hace presente en todas partes. Se relaciona de alguna manera

con la desdeificación del mundo y con el deseo concomitante de

colocar al hombre en el lugar que ha quedado vacío”. La dama es indudablemente

una máscara retórica de Fontane mismo quien esperaba que la

novela de Galdós correspondiera a los elogios del traductor y prologuista,

es decir, que la novela fuera una pieza de la “artillería pesada”1 ya no sólo

de Galdós sino de la que se emplazó en el siglo XVIII para asedio y bombardeo

al mundo teocratizado de la Europa feudal y que resonó en la

famosa frase de Voltaire “écrasez l´infame”. Es indudable, además, que

Fontane conocía los debates que desataron en Alemania los llamados

hegelianos de izquierda sobre el cristianismo y la religión, y que, independientemente

de la variedad de matices y fundamentaciones de los autores

más conocidos como David Friedrich Strauss, Heinrich Heine y Bruno Bauer,

cabe resumir en estas palabras de La esencia del cristianismo (1841) de

Ludwig Feuerbach: “Sólo debemos invertir las relaciones religiosas, captar

siempre como finalidad lo que la religión pone como medio, elevar a lo

principal la causa de lo que para ella es el accidente, la condición, y así

hemos destruido la ilusión y tenemos a la vista la inalterable luz de la

verdad”.2 Lo que Feuerbach llamó «ilusión” ya estaba destruido. En su

2-2

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ensayo Fe y saber (1803) Hegel había comprobado que la “religión de la

nueva época era el sentimiento de que Dios ha muerto”.3 En estos debates

sobre la decadencia o fin del cristianismo participaron no solamente los

filósofos sino también los teólogos protestantes, especialmente la llamada

“teología liberal” y se comprende que los contrincantes lo hicieron con

vehemencia cuando se tiene en cuenta que un teólogo protestante como

Franz Overbeck aseguró que la única tarea real de la teología consiste en

poner en tela de juicio al cristianismo.4 Es probable que esa vehemencia y

un especial complejo de insularidad superior alemana tan difundido en el

Imperio de Fontane, le haya impedido divisar el horizonte del problema

que plantea Galdós en Gloria, y del que él mismo no es del todo conciente:

el de la concomitancia de “secularización”, es decir, “desdeificación del

mundo” y “tolerancia”. El malentendido intolerante confluyó con el malentendido

del tradicionalista intolerante Pereda. En una amable réplica a los

reproches que Pereda hizo a Gloria, Galdós puso en claro su propósito: “Si

he presentado la libertad de cultos como preferible aun en España a la

unidad religiosa, no he necesitado romperme la cabeza para encontrar

ejemplos sólo con llamar la atención sobre los países realmente civilizados,

los cuales por mucho que quieran decir son todos culturalmente

superiores al nuestro, a esta menguada España, educada en la unidad

católica, y que es en gran medida el país más irreligioso, más blasfemo y

más antisocial y más perdido del mundo. No hay nacionalidad, ni religión

ni secta que no nos sea superior. Puede Usted decir: Eso no es culpa de

la unidad católica, sino del liberalismo que ha corrompido las costumbres.

Antes éramos muy buenos, pero del año 12 para acá nos hemos echado a

perder. Le contestaré a eso que (si) el liberalismo ha destruido (sólo con la

influencia de cuatro mentecatos, según Usted) este hermoso edificio moral,

resulta que el tal edificio no valía gran cosa”.5 La respuesta no fue sólo

lógica, sino aludía a la secularización incontenible, a la pérdida de validez

social del cristianismo. La desafiante y cortés comprobación de que la

influencia de cuatro mentecatos destruye este hermoso edificio moral y de

que eso muestra que ”el tal edificio no valía gran cosa” es resumen ad hoc

de las causas de la secularización y cabe a la vez considerarla como una

significativa coincidencia con la pregunta que movió a Nietzsche a hacer

un análisis vehemente y agresivo del cristianismo en una de sus últimas

obras, El Anticristiano (que hasta ahora se conoce con el título sensacionalista

de El Anticristo). En esa obra intenta demostrar Nietzsche por qué

“este hermoso edificio moral... no valía gran cosa”. Su respuesta es,

sumariamente dicho, de apariencia blasfema: el cristianismo “no valía gran

cosa” porque llevaba en sí mismo el gérmen de su destrucción, porque

desde sus comienzos, ya en el cristianismo primitivo y sobre todo por

culpa de San Pablo se institucionalizó, se burocratizó. Hubo sólo un cristiano,

dice Nietzsche, “pero éste murió en la cruz”.6 La frase de Galdós

sobre la fragilidad del cristianismo católico parece contradecir una opinión

que él manifiesta en otra carta a Pereda: “En dos palabras sintentizaré

a Usted lo que pienso en este triste asunto de la conciencia, y esto lo digo

con convicción profunda y verdadera, es a saber: El catolicismo es la más

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perfecta de las religiones positivas, pero ninguna religión positiva, ni aun

el catolicismo, satisface el pensamiento ni el corazón del hombre en nuestros

días. No hay quien me arranque esta idea ni con tenazas. El catolicismo

no puede seguir rigiendo en absoluto la vida. Convengo en que marchamos

rápidamente al caos; pero este desconsolador hecho no puede

ser un argumento en contra de aquella idea”.7 La convicción de que el

catolicismo como la mejor de las religiones positivas no puede seguir

rigiendo la vida porque él no satisface ni al pensamiento ni al corazón del

hombre en nuestros días no es ni contradice la comprobación de la fragilidad

del cristianismo; sólo delata una ambiguedad que Nietzsche describió

en la parábola de “el hombre frenético” de La gaya ciencia (1886). El

“hombre frenético” lleva encendida una lámpara en pleno mediodía. El

público que se congrega en la plaza está compuesto de ateos.“Busco a

Dios” gritaba el hombre frenético y como los ateos se burlaban de él, saltó

en medio de ellos y clamó: “¿A dónde fue Dios?... voy a deciroslo, ¡Lo

hemos matado!“.

Con ardiente pathos, el hombre frenético dice que “¡Dios ha muerto!

Dios está muerto y nosotros lo hemos matado” y pregunta: “¿Cómo nos

consolamos los asesinos entre todos los asesinos? Lo más sagrado y poderoso

que hasta ahora poseía el mundo, ha desangrado bajo nuestros cuchillos

-¿Quién nos limpia esta sangre?”. Sin embargo ese asesinato, esa

muerte de Dios son irreversibles. La “magnitud de esta acción es demasiado

grande para nosotros”, pero esa magnitud adquiere un doble sentido

porque -dice el hombre frenético- “nunca hubo una acción más grande y

cualquiera que nazca después de nosotros pertenece, a causa de esa acción,

a una historia más alta de lo que fue hasta ahora nuestra historia”.8

Para Nietzsche, la nueva era que vendrá después de la muerte de Dios

será la que él inaugura con su filosofía dionisíaca y necesitará más siglos

que el cristianismo para imponerse. Para Galdós no hay nueva era sino

una rápida marcha al caos. A éste caos lo llama Nietzsche el “nihilismo”,

esto es, la muerte de Dios y la consecuente y necesaria “transmutación de

todos los valores”. Nietzsche aseguró que él había superado el Nihilismo y

dio a Georg Brandes la clave de esa afirmación. En una carta de 1888 al

escritor danés que descubrió a Nietzche para Europa afirmó: ”Preparo un

acontecimiento que muy probablemente divide la historia en dos mitades

hasta el punto que tendremos una nueva cronología: a partir de1888 como

primer año...”.9 El acontecimiento al que se refería Nietzsche era El

Anticristo, la magna carta de la superación del Nihilismo. Galdós no padeció

ese mayúsculo egotismo del antialemán Nietzsche, y prefirió el diagnóstico

sobrio a la profecía, pero ello no obsta para que Galdós compartiera

con Nietzsche, significativamente, la actitud agriamente crítica ante su

sociedad. En la carta ya citada a Pereda sobre la libertad de cultos se

refiere Galdós a la “menguada España” y culpa a la “unidad católica” de

ese estado “menguado”. Galdós compara a la “menguada España” con los

“paises civilizados” , es decir con los países europeos, principalmente los

nórdicos y sobre todo con la Alemania protestante. La comparación es

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justa y a la vez ambigua y muestra un enredado complejo de inferioridad

hispánico de seculares raíces históricas que sintetizó Ramiro de Maeztu en

un ensayo escrito en Marburgo en 1913. La comparación de la floreciente

Alemania protestante, cuna de la ciencia en el siglo XIX, con la España

católica, con la “menguada España” que había coronado su decadencia

con el desastre de 1898, le sugirió a Maeztu esta explicación: ”Nosotros

somos los buenos -dicen los protestantes- y con esa fe en su raza y en su

cultura han creado las primeras ciudades de Europa y del mundo, las

mejores universidades, la técnica, la máquina, la ciencia, aquello con lo

que España fue vencida en Cavite y en Santiago de Cuba”.10 Es preciso

observar que esta opinión de Maeztu se funda en una lectura superficial

del trabajo famoso de Max Weber, La ética protestante y el espíritu del

capitalismo (1904-l905), que no es una apología del protestantismo sino

la fundamentación sociológica y neutralizada de la crítica de Nietzsche al

cristianismo. La explicación de Maeztu es en parte plausible, pero pasa

por alto el hecho de que confunde racionalismo arreligioso con el heterogéneo

protestantismo y consiguientemente adjudica a la Reforma protestante,

de modo indirecto e indiferenciado, la clave del incontenible éxito

del capitalismo y de su soporte y justificación ideológicos, el liberalismo

que comenzó su ocaso a fines del siglo pasado. Una comparación de dos

voces críticas de países económica y políticamente desiguales, de dos

voces provenientes de ámbitos religiosos opuestos, esto es, el protestantismo

y el catolicismo, a saber, Alemania y España precisamente, desplaza

los acentos del problema que ocupó la desilusión amarga de Maeztu y la

crítica de Galdós a otro horizonte más amplio. Esas voces son, otra vez por

coincidencia significativa, Nietzsche y Galdós. Para éste, la responsabilidad

de que España sea históricamente “la España menguada” cae sobre la

Iglesia católica, sobre la “unidad católica”. La Alemania protestante y económicamente

poderosa, era justamente por eso, para Nietzsche una Alemania

criminal. En Ecce homo (escrito en los ultimos años de su lucidez)

confesó que “siento como deber el decir a los alemanes todo aquello de lo

que son culpables. Son culpables de todos los grandes crímenes contra la

cultura durante cuatro siglos. Y siempre por la misma causa, por su íntima

cobardía frente a la verdad, por su insinceridad convertida en instinto.

Los alemanes privaron a Europa de la cosecha, del sentido de la ultima

gran época, de la época del Renacimiento... Lutero, esta fatalidad de monje,

restauró la Iglesia, y lo que es mil veces peor, restauró el cristianismo

cuando éste sucumbía”.11 La “unidad católica” y la “fatalidad de monje,

Lutero”, esto es, la correlación histórica Reforma y Contrarreforma fueron

los cimientos frágiles sobre los que se levantó un “hermoso edificio moral”

que no valía gran cosa. La coincidencia de Nietzsche y Galdós apunta

a un horizonte que va más allá de la “menguada España” católica y la

Alemania criminal protestante. Es el de la secularización. La pérdida de

validez social del cristianismo privó de su fundamento a la llamada “alianza

del trono y el altar”. Aunque esta alianza fue socavada por la Revolución

francesa y aunque el cristianismo se había refugiado en la rutina de la vida

privada, como lo observó Nietzsche para Alemania, el trono no perdió del

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todo su relación con el altar. Bismarck, por ejemplo, desató en 1873 una

nueva guerra de religión, conocida como “Kultur-kampf” (lucha por la cultura),

que consistió en la privación legal de los poderes que tenía la Iglesia

en la educación secundaria y la sumisión de las instituciones eclesiásticas

al Estado. Se encarceló a sacerdotes y obispos en tal número que hacia

1876 se registraron 1.400 pueblos católicos sin párroco. La “lucha por la

cultura” se realizó en el interior de Alemania, pero su meta era de política

exterior. Bismarck se proponía reducir el poder del Vaticano y si se tiene

en cuenta que el historiador protestante Heinrich Von Treitscke había considerado

que el triunfo de Alemania sobre Francia en 1871 era el triunfo

del protestantismo, cabe asegurar que en esta nueva guerra de religión se

deslizaba la sombra de la “alianza del trono y el altar”, pero en un marco

internacional e histórico-cultural: la Prusia protestante contra Roma y la

Francia católicas. El hecho de que ya en 1876 Bismarck comenzó a comprender

lo anacrónico e inadecuado de esa guerra de religión es signo de

que esa alianza se hallaba en estado de agonía larga. Ese estado de larga

agonía puede llamarse transición. En la vida social y política esa fue una

turbulenta transición entre el Antiguo Régimen o si se quiere la “alianza

del trono y el altar” y la inicial democracia que había abierto las puertas

con la Revolución Francesa y las diversas ideologías que intentaron articular

y guiar los dos proletariados engendrados por la industria y la gran

ciudad: el proletariado industrial y el llamado “lumpenproletariat” o “proletariado

andrajoso”. Esa transición dio a luz un nuevo tipo y credo sociales,

el del dandy y el dandismo, cuyo perfil trazó Baudelaire en su ensayo de

1865 El pintor de la vida moderna. “El dandismo aparece sobre todo -dice

Baudelaire- en épocas de transición en las que la democracia no es aún

todopoderosa, en las que la aristocracia está parcialmente vacilante y envilecida.

En el desorden de estas épocas, algunos hombres desclasados,

asqueados, desocupados pero llenos de fuerza nativa pueden concebir el

proyecto de fundar una especie nueva de aristocracia, tanto más difícil de

deshacer por cuanto ella descansará en las facultades más preciosas, más

indestructibles, en los dones celestiales que no pueden conferir ni el dinero,

ni el trabajo. El dandismo es el último esplendor de heroismo en las

decadencias. El dandismo es un sol poniente como el astro que declina es

soberbio, sin calor y lleno de melancolía”.12 El nuevo tipo y credo sociales

provenía de Inglaterra y buscaba su legitimación histórica en la Antigüedad

clásica, en Alcibiades, por ejemplo, pero los antepasados del tipo no

coincidían del todo con la descripción de Baudelaire. La nueva especie de

aristocracia se fundó en “dones celestiales” que no “pueden conferir ni el

trabajo ni el dinero”. Los “dones celestiales”, la “fuerza nativa”, “las facultades...

más indestructibles” son evidentemente las características del artista,

que al deslindarlas de los poderes del trabajo y del dinero alude a

una situación social en la que el artista había perdido, como la religión, su

preeminencia social. En sus Lecciones sobre estética (1835). Hegel dilucidó

detalladamente esta situación que resumió en esta frase:” Para nosotros,

el arte ya no vale como la forma suprema en la que la verdad se

proporciona existencia... Se puede esperar ciertamente que el arte ascen61

derá cada vez más y se perfeccionará, pero su forma ha dejado de ser la

suprema exigencia del espíritu”).13 El arte ya no respondía a una fase o,

en el lenguaje de Hegel,a un momento del proceso del espíritu en su camino

al absoluto autoconocimiento. El momento en el que se hallaba el

espíritu cuando Hegel comprobó este “fin del arte” era el de la sociedad

burguesa, cuyo principio describió Hegel muy prolijamente en sus Líneas

fundamentales de la filosofía del derecho (1833): el egoísmo, esto es, el

hecho de que el individuo considera al otro individuo como medio para

lograr sus fines y viceversa. Esta relación de medio y fin es el fundamento

de la racionalidad. Hegel llamó a ese largo momento “la era mundial de la

prosa”.14 La racionalización de la vida fue concomitante de la secularización.

El dandy como “último resplandor de heroísmo” en la “era mundial

de la prosa” recogía la herencia del romanticismo alemán, que ya se

hallaba en el antirromántico Hegel, esto es, la “religión del arte”. Mucho

antes de que comprobara el “fin del arte”, en 1796, en colaboracién con

Schelling y Hölderlin, había profetizado que “al final , (la poesía) volverá a

ser lo que fue al principio-maestra de la humanidad) y fundamentado

esa profecía con la exigencia “de que la gran multitud tiene que tener una

religión sensual”).15 Esa religión sensual fue elaborada más tarde en Francia

por Gautier, Baudelaire y Mallarmé como l’art pour l’art. El héroe

dandy fue el primer presbítero de ese culto antiburgués. Fue un culto que

reflejaba la nueva división de clases. Pues el dandy heroico no fue el único

artista rebelde y marginado. Contiguo a él pero diferente, surgió el bohemio.

Las características de este otro tipo social antiburgués las popularizó

en forma novelesca Henri Mürger en su libro entonces muy difundido Escenas

de la vida de bohemia (l85l). En el prólogo subraya que la verdadera

bohemia es el período de prueba de un joven de talento que entra en

las artes sin otro medio de existencia que el arte mismo “La bohemia -

agrega Mürger- es la pasantía de la vida artística; es el prefacio de la Academia,

del hospital o del depósito de cadáveres”.16 La bohemia es, pues, un

rito de iniciación. La situación de transición social que dio origen a los

tipos del dandy y del bohemio ocupó también a Galdós, pero de su descripción

sacó otra consecuencia ceñida a la realidad social y por lo tanto

de más amplia relevancia para la comprensión de la transformación total

de la sociedad. En su discurso de la Academia de 1897 diagnosticó: “Pueblo

y aristocracia pierden sus caracteres tradicionales, de una parte por la

des-membración de la riqueza, de otra por los progresos de la enseñanza;

y el camino que aún hemos de recorrer para que las clases fundamentales

pierdan su fisonomía, se andará rápidamente. La llamada clase media,

que no tiene aún existencia positiva, es tan sólo informe aglomeración de

individuos procedentes de las categorías superior e inferior,el producto,

digámoslo así, de la descomposición de ambas familias: de la plebeya,

que sube; de la aristocrática; que baja, estableciéndose los desertores de

ambas en esa zona media de la ilustración, de las carreras oficiales,de los

negocios, que vienen a ser la codicia ilustrada, de la vida política y municipal”.

17 La “codicia ilustrada” es una designación concisa del “egoísmo racional”

con el que Hegel caracterizó la “era mundial de la prosa”. En ”esa

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zona media” sólo hay un héroe: la “clase media”. Ésta es, según Galdós,

“la que determina el movimiento político, la que administra, la que discute,

la que da al mundo los grandes innovadores y los grandes libertinos,

los ambiciosos de genio y las ridículas vanidades: ella determina el movimiento

comercial, una de las grandes manifestaciones de nuestro siglo, y

la que posee la clave de los intereses, elemento poderoso de la vida actual,

que da orígen en las relaciones humanas a tantos dramas y tan raras

peripecias”.18 Este único héroe es “el gran modelo, la fuente inagotable

olvidada por nuestros grandes novelistas”.19 En esto coincidió Galdós con

Hegel, quien en sus canónicas Lecciones sobre estética había observado y

profetizado prosaicamente que “la novela (es) la moderna epopeya burguesa“

y explicó su adaptación del concepto heroico de epopeya al “estado

mundial de la prosa”, a la “epopeya burguesa”: “En ésta vuelven a

emerger plenamente la riqueza y variedad de intereses, estados, caracteres,

circunstancias vitales, el amplio transfondo de un mundo total, lo

mismo que la exposición épica de los acontecimientos. Pero lo que empero

falta es el estado del mundo originariamente poético, del que surge el

epos propiamente tal. La novela en sentido moderno supone una realidad

ya ordenada en prosa en cuyo suelo entonces -tanto en consideración de

la vivacidad de los acontecimientos como también por lo que toca a los

individuos y sus destinos- vuelve a reconquistar en su círculo para la poesía...

su derecho perdido”.20 La coincidencia entre Hegel y Galdós es más

que eso, pues parece que la reinterpretación del concepto de epopeya

que Hegel postula es una caracterización profética de la obra novelística

de Galdós. La poesía vuelve en ella a obtener su derecho perdido y se

presenta como ese humor y hálito de cordialidad que ella irradia. La coincidencia

es, por otra parte, comunidad de una actitud que cabe llamar

“realista”, no en el sentido que tiene esta palabra en la ciencia literaria,

sino en el que manifiesta Hegel en la frase: ”la lectura del diario es la

bendición realista mañanera“, es decir, apertura para la percepción del

cotidiano acontecer, observación de la dinámica realidad. No es preciso

insistir en un “hobby” de la llamada ciencia literaria, esto es, el de la

filiación de influencias y recordar que Galdós leyó a Balzac y Zola y a su

autor preferido Charles Dickens para suponer que ellos le suscitaron el

tema de la gran ciudad como fenómeno capital del mundo occidental en la

segunda mitad del siglo XIX. El crecimiento de las ciudades se presentó en

España en medida menor que en Francia e Inglaterra. Según estadísticas

de l899, el crecimiento demográfico de Madrid entre l800 y 1857 fue de

un 79% y entre 1857 y 1887 alcanzó el 62% de la población total. Madrid

ya no era una villa como lo observó Domingo Faustino Sarmiento en l845,

pero no era el París que sirvió a Rubén Darío para elaborar sus crónicas de

1898 recogidas en la España contemporánea. A los dos, y a otros contemporáneos

españoles, se les escapó de su mirada la realidad urbana sobre

la que apuntó Galdós: “... el pueblo urbano, muy modificado por la influencia

de la clase media... El pueblo de Madrid es hoy muy poco conocido

se lo estudia poco, y sin duda el que quiera expresarlo con fidelidad y

gracia, hallaría enormes inconvenientes y necesitaría un estudio directo y

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al natural, sumamente enojoso”.21 El estudio del “pueblo urbano” era también

en Europa “sumamente enojoso”. No se había tomado conciencia

plenamente de las hondas transformaciones de la vida social que había

traído consigo el crecimiento urbano y se carecía de los instrumentos

conceptuales para orientar ese estudio. Diez y siete años después de

aparecida esta observación de Galdós, el sociólogo alemán y uno de los

fundadores de la moderna sociología, Ferdinand Tonnies formuló una de

las transformaciones fundamentales causadas por este crecimiento. En

su libro Comunidad y Sociedad de 1887, Tonnies caracteriza el pincipio

que determina la relación en la comunidad como voluntad esencial o relación

orgánica y el que rige la sociedad como relación mecánica, en la

que los hombres se encuentran unidos parcialmente y en la que el

desarrollo de la persona es sólo accidental. Indirectamente se refiere con

ello a la vida del campo o del pueblo provinciano y a la vida en la ciudad y,

principalmente, la gran ciudad. La relación mecánica en la que la persona

es accidental socavó paulatinamente los valores tradicionales y morales

de la familia y abrió con la anonimidad una esfera de ambigua libertad que

se ejemplificó en la figura variada de la prostituta. En la Francia del Segundo

Imperio, cuya sociedad vivió animada por la consigna de Louis Philippe,

“enriqueceos“ la prostituta correspondió al bohemio en el sentido de que

la prostitución era el “prefacio a la Corte o al hospital o al cementerio”.

Pero a diferencia de la bohemia, la prostitución no era un rito de iniciación

sino una nueva scala paradisi del ascenso social. La famosa novela

Nana (1880) de Zola narra el ascenso social de Nana, que tuvo en realidad

modelos como el que fascinó a Stefan Mallarmé y que parece una variación

de Nana. Méry fue su nombre de guerra. En la vida civil se había

llamado Anne-Rose Suzanne Louviot, viuda de un soldado, Laurent, que

cayó bajo el aura de Méry y al que la historia de la literatura le reservó una

tumba en el Monumento al soldado desconocido. Pese al nombre sonoro,

Anne-Pose Suzanne era de origen humilde. En París trabajó como comparsa

en un teatro concurrido, en donde la descubriÓ el Dr. Thomas Williams

Evans, dentista norteamericano de la Corte del Segundo Imperio, quien

instaló para ella una casa cerca de su consultorio y le fijó una considerable

suma para que satisficiera sus caprichos. Un día, el Dr. Williams Evans

la vio salir de su casa de brazo de Edouard Manet, en cuyo taller la conoció

Stefan Mallarmé. Este fue sucesor no sólo del Dr. Williams Evans y de

Edouard Manet, sino también de Francois Coppé, junto a otros. Méry amó

también al tímido Mallarmé, quien le escribió tiernas y elogiosas tarjetas

postales a los balnearios que Méry frecuentaba, un ciclo de seis poemas

de gratitud por la luz que le había dado el encuentro con “una de las

grandes hetairas del Segundo Imperio”, como la consideró el dandy Conde

de Montesquiou. Mallarmé la llamaba en cartas a sus amigos “pavo

real” y otras combinaciones verbales con pavo real. Tan real era el tipo de

Naná, de “gran hetaira”, y tan difundida estaba esa figura como elemento

constitutivo de la “Babilonia parisiense” que hasta llegó al conocimiento

de Bárbara Arnáiz de Santa Cruz quien las retrató con aterrada precisión

como “unas mujeronas muy guapas y elegantes, que al pronto parecían

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duquesas, vestidas con los más bonitos y los más nuevos arreos de la

moda. Mas cuando se las veía y oía de cerca, resultaban ser unas tiotas

relajadas, comilonas, borrachas y ávidas de dinero que desplumaban y

resecaban al pobrecito que en sus garras caía”.22 Esta cortesana con “garras“

fue bautizada con el significativo nombre de “femme fatale”.

Resurgieron entonces las reproducciones de la Eva culpable de la perdición

del hombre: Judith, Salomé, Salammbó, Cleopatra, la reina de Saba,

entre otras, que remodelaron Theophil Gautier, Flaubert, Jules Laforgue,

el operático Gabriel D’Annunzio, esto es, la mujer dominante, fría que

martiriza al hombre, la mujer serpiente que envenena moralmente al varón,

la mujer como encarnación y fuente del mal. La lista de los escritores

y sobre todo pintores que trazaron detalladamente la imagen enemiga de

la “femme fatale” es sorprendentemente numerosa,23 pero la insistencia y

obsesión que revela la repetición de variedades que las convierte en un

emotivo tópico del arte del siglo XIX delata la emergencia de un problema

fundamental y complejo de la nueva sociedad burguesa. De manera muy

general lo planteó involuntariamente un sargento de la guardia masculina,

hoy olvidado, Victor Barrucand quien en un artículo de la misógina “Revue

Blanche” de 1895 comunica muy policivamente que una noche observó

en París “un ejército alevoso” de prostitutas que le suscitaron la visión de

una especie de venganza de las débiles contra las fuertes, una especie de

venganza de la mujer sacrificada contra la mujer egoista”, pues “con una

simple ondulación de su cadera ella (la débil, la hetaira, la prostituta) fue

capaz de perturbar el cerebro del varón; y con su habilidad paulatinamente

insinuante de fascinar desplaza fortunas, las artes, las creencias. La

Venus-Pandemos triunfó sobre aspiraciones idealistas; ridiculizó la castidad,

la familia, la patria, la vida futura, el drama y el mundo de los sueños.

Fue la venganza del deseo bruto, que destroza las liras y las guitarras de

un viejo mundo de cantores órficos a quien ella ha forzado a la postración

antes que el sexo mismo”.24 Tras siglos de opresión y minusvaloración

de la mujer, fundada teológica y jurídicamente, la “femme fatale” precisamente

ponía en tela de juicio con sus “dones celestiales” esa opresión.

El varón, que realmente ya no correspondía al concepto de varón que

determinó el Derecho romano y que se mantuvo en el moderno derecho

civil inaugurado por el revolucionario Code de Napoléon (1807), se vio

acosado por el poder de la mujer; de mayor eficacia pública que la “fuerza

nativa”, los “dones celestiales” y el heroismo del dandy porque no se

podían comprar, sino sólo gozar fugazmente con el dinero. Barrucand fue

una voz representativa y tímida de lo que muchos otros varones callaban

en sus conciencias y practicaban sigilosamente con sentimiento de culpa:

la autoflagelación o “enfermedad inglesa” como se la llamó, que mantuvo

en secreto el poeta prerrafaelita Algernon Charles Swinburn o la homosexualidad

que afamó Óscar Wilde o el Sado-Masoquismo entre una

variada cantidad de complejos. Swinburn se encontró en un eje entre la

inalcanzable pero malvada “femme fatale” y la que puso en circulación su

hermano de la hermandad prerrafaelita”, Dante Gabriel Rossetti: la “femme

fragile”. El “manifiesto”, si así cabe decir, de esta “hermandad“ esto es el

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poema La virgen bienaventurada de Rossetti, canta a una joven virgen que

se asoma desde el cielo en busca nostálgica del amado terrenal. Fue escrito

en 1849 y esbozaba un rasgo de la “femme fragile”, que Rossetti completó

con sus sonetos La casa de la vida, publicados entre1870 y l881,

que coincidieron con los que le dieron a Mallarmé la iluminación de Méry,

para él medio “femme fatale” y medio “femme fragile”. Las dos imágenes

contrarias de la mujer, la “femme fatale” y la “femme fragile”, condensaban

una compleja tormenta de inquietudes, desasosiegos, ansias, esperanzas,

desilusiones, lúbricos deseos, placeres prohibidos, arrepentimientos,

nostalgias de redención, que la sociedad legal y religiosamente masculina

no pudo o no quiso dilucidar. La “femme fragile” que dibujó Rossetti

en sus sonetos de 1870 y 1881 formaba una unidad de cuerpo y alma que

se equiparaba a la unidad de sonido y significación de la palabra. La unidad,

empero, no excluía que en la “femme fragile” se escondiera una semilla

de la “femme fatale”: más precisamente, la “femme fragile” era inevitablemente

“femme fatale” porque era inalcanzable, es decir, pasiva y dulcemente

atormentadora del varón. Rossetti revivió el petrarquismo, pero

no era sólo por reminiscencia cultural. La pacata sociedad inglesa victoriana

oprimió abiertamente la “rehabilitación de la carne” que se había apoderado

de Europa. En realidad, lo que había tras las dos actitudes que engendraron

las dos imágenes contrarias de la mujer, la “femme fatale” y la

“femme fragile” fue una semilla de cuestionamiento del papel del hombre

en la sociedad occidental. Su papel dominador tuvo su fundamento jurídico

y teológico en la justificación del ordenamiento feudal: la institución

del “pater familias” del derecho romano pasó a ser en la fundamentación

teocéntrica del ordenamiento feudal un vicario en la reproducción terrenal

de la pirámide celestial: Dios como cumbre y su corte jerárquica de arcángeles,

ángeles, serafines etc. fueron el modelo de la sociedad jerárquica

feudal.25 Lo que Dios era en el cielo, lo era el Rey en el reino y el varón en

la familia. El protestantismo fortaleció ese papel del varón. Como la difusión

de La Biblia tropezó con el problema práctico de la insuficiencia de

personal “clerical” que dirigiera la devota lectura en todas partes, confíó al

“pater familias” esa tarea: además de vicario secundario de Dios, el “pater

familias” fue vicario del párroco. La Ilustración y la Revolución Francesa, la

secularización, privaron a esta estructura social de su substancia teológica.

El varón comenzó a perder muy paulatinamente su poder dominante y se

aferró a su naturaleza. El satírico alemán Lichtenberg observó ese desplazamiento

y lo registró con este aforismo: “Lo que ellos (los varones) entienden

por corazón está más abajo del cuarto botón del chaleco”.26 En la

segunda mitad del siglo XIX, este cambio planteó a la sociedad masculina

la pregunta clara pero reprimida por el papel social del varón en una

sociedad en la que había emergido el feminismo y con ello la conciencia

de autonomía natural de la mujer. De señor todopoderoso el hombre se

trocó, al menos retóricamente, en esclavo y oprimido. La “femme fatale” y

la “femme fragile” fueron dos ideales de mujer diferentes, pero tenían el

mismo efecto. Alcanzable o inalcanzable,vampiresa o doncella casi celestial,

la mujer fue el altar en el que ella misma inmolaba al hombre. Un

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acerado representante del sexo debilitado, el operático esteta Gabriel

D’Annunzio, intérprete popular de la teoría del “superhombre” de Nietzsche,

escribió una ópera que generalmente suele ser considerada como su mejor

obra y que la historia de la literatura suele llamar novela, esto es, El Placer,

compuesta en la intensa segunda mitad de 1888. Los protagonistas son

Andrea Sperelli, héroe oscilante, Elena Muti, la “femme fatale” y María Ferres,

la “femme fragile”. Elena, la primera amante de Sperelli es adúltera y tan

fría al cometer el adulterio como al despojarse del amante, a quien, naturalmente,

había lanzado a la encendida perdición. Todavía protegido de

Dios, el masculino ángel caído Sperelli conoce a María Ferres, esposa del

Embajador de Guatemala, y pese a que era guatemalteca, había sido

ennoblecida por su sublime italianización: había nacido y crecido en Siena,

la “ciudad de las vírgenes“. María, bella como una estatua de la Inmaculada

Concepción o una reproducción de “La virgen bienaventurada” prerrafaelita,

es también adúltera, pero su pecado no es pecado, no sólo porque su

esposo es un “mero ciudadano de la República meramente guatemalteca”,

sino sobre todo porque le infunde a Sperelli “el presentimiento de una

nueva vida”. María fue conciente de su falta, pero para ella primaba su

entrega misionera. “Si yo bastase a purificarlo”, a purificar naturalmente

al “superhombre” italiano Andrea Sperelli que “sería feliz por ser el holocausto

de su renovación“. El holocausto de María fue vano. Andrea Sperelli

recae en la perdición. El héroe de la novela hace sospechar que es un

efluvio de una primitiva lectura de Así habló Zaratustra de Nietzsche en el

que éste postula el alma del “tipo Zaratustra”, esto es, el alma que sabe

ascender hasta lo más alto y descender hasta lo más profundo. Pero esto

no obsta para que la novela sea más que una combinación de retazos de

topos literarios y lecturas de modo. La oscilación de Andrea Sperelli entre

la “femme fatale” y la “femme fragile” es manifestación de la conciencia

del varón de que la “prosa del mundo” no sólo había destruido el fundamento

teológico-jurídico de su dominación, sino consecuentemente el papel

de héroe que él había jugado en el escenario de la sociedad masculina

patriarcal. La involuntaria caricatura del “tipo Zaratustra”, Andrea Sperelli,

adquiere rasgos de realidad literariamente tamizada cuando se lo compara

con figuras de la novela inglesa victoriana como Amos Barton de la novela

Las tristes venturas del Reverendo Amos Barton (1857) de Mary Ann Evans,

conocida como George Eliot y las muchas más que analiza Mario Praz en

un libro cuyo título es la concisa descripción de un capítulo de la historia

social del varón: El eclipse del héroe.27 Amos Barton es la encarnación del

hombre mediocre, que en su marcha histórica encuentra en los albores

del siglo XX su cronista novelístico, esto es Heinrich Mann con su novela El

súbdito (1911). Este súbdito es la prefigura de los millones de varones

que compensaron su mediocridad con la militarización de la sociedad,

con los fascismos.

Un año antes de la publicación de El Placer de D’Annunzio, apareció

Fortunata y Jacinta de Galdós. Aunque D’Annunzio era conocido como

cliente del pastiche, la cronología no admite siquiera sospechar que el

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verboso ícono italiano conoció esta novela de Galdós. El subtítulo “Dos

historias de casadas” sería la única muy aguada comunidad con El Placer

de D’Annunzio, pues Elena y María, Fortunata y Jacinta eran casadas. Pero

aunque Fortunata había tenido ocho amantes, no era una “femme fatale” y

Jacinta no era “femme fragile” porque la auténtica “femne fragile” no era

burguesa. El triángulo con el que D’Annunzio pretendía fundir el gozo de

poseer a la “femme fatale” y a la “femme fragile” se invierte en Galdós, es

decir, las dos casadas trazan la línea que en vez de ser, como en D’Annunzio,

el suelo de la pirámide cuya cumbre es Sperelli, son el cielo de una pirámide

al revés cuyo suelo es Juanito Santa Cruz. Fortunata se deja seducir, se

prostituye y es adúltera porque es una fuerza de la naturaleza que no

observa las convenciones y conveniencias sociales que le son extrañas.

Ella es la mujer fértil. Jacinta es esposa fiel, yerma pero pese a su pertenencia

a la burguesía convencional, perdona a quien le cede el fruto de

mujer que ella no pudo tener. Las dos mujeres son dos tipos de heroínas,

cuya suprema heroicidad es la lealtad por amor y la nobleza con que las

dos comparten la realización de la mujer, el hijo. Las dos casadas son dos

mujeres que representan actitudes éticas, pues tan ética es la sumisión

burguesa de Jacinta por amor como el volcán natural de Fortunata por

amor. Juanito Santa Cruz, en cambio, es frente a ellas sólo un punto de

referencia necesario naturalmente, pero que no puede ser más que eso

porque lo que él representa y encarna es el “héroe en eclipse”, el “hombre

mediocre”. En la literatura española como en toda literatura se conoce el

hombre mediocre. Como señorito lo criticó José Cadalso, por ejemplo, en

sus Cartas marruecas (1793), pero era sólo una entre otras plagas. En La

Regenta (1884) de “Clarín”, el “hombre mediocre” o semi-dandy pre-industrial

Álvaro Mesía ya asciende a ser contrincante de Fermín de Pas y forma

parte del triángulo masculino que revolotea como murciélago con diversa

intensidad en torno a la heroína y víctima Ana Ozores. Todos sus cazadores

son hombres mediocres, pero, en el fondo, comparsas. Juanito Santa

Cruz ya no es comparsa. El papel que le confirió Galdós en Fortunata y

Jacinta, esto es, el de protagonista, induce a preguntar si Galdós percibió

el fenómeno europeo burgués del “héroe en eclipse”. Aunque Galdós mismo

da la clave para responder positivamente a esta pregunta, la pregunta

misma traza sus límites. Las novelas de Dickens, novelista preferido de

Galdós, están pobladas de variaciones del tipo de “héroe en eclipse” que

fue Juanito Santa Cruz, entre otros. La comprobación es, empero, claramente

insatisfactoria. Los grandes personajes novelísticos de Galdós no

son solamente puras creaciones o producto de suscitaciones literarias,

sino sobre todo personas, es decir, vecinos que desfilan y actúan en el

escenario del presente disfrazadas de ayer. Las posibles fuentes literarias

no tuvieron en él el peso de su perspicaz y sismográfica facultad de captar

en la España periférica y semimoderna las corrientes determinantes de su

“circunstancia europea”, de percibir en ecos los terremotos que conmovieron

al pasado fin de siglo. Eso da una nueva dimensión al impreciso

concepto de “realismo“, que lo lleva al ámbito que Goethe trató de diseñar

y que postuló con su concepto de “literatura universal”. En la designación

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alemana de “literatura universal”, esto es, “Weltliteratur” se halla implícita

la posibilidad de entenderla como “literatura del mundo”, como expresión

plena de mundo. Esa fue la transformación que experimentaron en Galdós

los conceptos de “realismo” y “literatura universal”, que permite comprender

por qué en el “cosmos novelístico” galdosiano su “circunstancia europea”

está presente como huella de la época, que hoy parece ser memorable

y hasta nostálgico “color local”.

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NOTAS

1 FONTANTE, T., «Gloria, ein spanischer Zeitroman», en Schriften und Glossen zur

europaäischen Literatur, t.I,ed.por Werner Weber, Ed.Artemis, Zurich-Stuttgart, 1965,

p.222ss.

2 FEUERBACH, L., Das Wesen des Christentums, cit. en Bockmühl, K.E., Leib-lichkeit und

Gesellschaft, Vandenhoeck & Ruprecht ,Gotinga, 1965, p.89.

3 HEGEL, «Glauben und Wissen» en: Sämtliche Werke, ed. Glockner, t. I,Frommans, Stuttgart,

l958, p.433.

4 Comp.LÖWITH, K., Von Hegel zu Nietzsche, Kohlhammer, Stuttgart, 1951, p.p.405.

5 GALDÓS, Veintiocho cartas de Galdós a Pereda, ed. Carmen Bravo Villasante, en Cuadernos

Hispanoamericanos, Nr. 250-52 , Madrid, 1970-71, p.18ss.

6 NIETZSCHE, Der Antichrist, en Sämtliche Werke, ed. Colli & Montinari, t.6, D.T.V., Munich,

1980, p.211.

7 GALDÓS, Veintiocho cartas... cit. p.25.

8 NIETZSCHE, Die frohliche Wissenschaft,en Sämtliche Werke, ed.Colli & Montinari,

t.3,D.T.V., Munich, 1980, p.480 (§125).

9 NIETZSCHE, Sämtliche Briefe, ed. Colli & Montinari, D.T.V., Munich,t.8, p.500 y ss.

1O MAEZTU, R. de, cit. en el prólogo de María de Maeztu a Ensayos, Emece, Buenos Aires,

1948, p.17.

11 NIETZSCHE, Ecce homo, en Sämtliche Werke, ed. Colli & Montinari,D.T.V., Munich,

l980, t.6, p.359.

l2 BAUDELAIRE, C., «Le peintre de la vie moderne» en Oevres completes, ed. Le Dantec, La

Pléiade, Gallimard, Paris, 1961, p.1177.

l3 HEGEL, Aesthetik, ed. Basenge, Aufbau, Berlín, 1955, p.139.

14 HEGEL, op.cit. p.255.

15 HOFFMEISTER, J., Dokumente zu IIegels Entwicklung, Frommans, Stuttgart, 1935, p.220.

16 MURGER, H., Scènes de la vie de bohéme, M.Levy Frees, París, 1861, p.11.

17 GALDÓS, Discursos ante la Real Academia Española... cit. en Correa, Gustavo, Realidad

y ficción en las novelas de Pérez Galdós, Gredos, Madrid,1977, p.19 y ss.

18 GALDÓS, «Observaciones sobre la novela en España...», reproducido en Zavala, Iris,

Ideología y política en la novela española del siglo XIX, Ed. Anaya, Madrid, 1971 ,p.324.

19 GALDÓS, ib. p.323.

20 HEGEL, Aesthetik, ed .Basenge, Aufbau, Berlín, 1955, p.983.

21 GALDÓS, «Observaciones sobre la novela en España...» loc.cit. p.323.

22 GALDÓS, Fortunata y Jacinta, en Obras completas, t.II, Novelas, Aguilar, Madrid, 1973,

p.450.

23 DIJKSTRA, B., Idols of Perversity. Fantasies of Femine Evil in Finde-Siecle Culture, Oxford

University Press,Oxford & Nueva York, 1986, p.201.

24 Ibíd. p.355.

70

25 BRUNNER, O., «Das ‘ganze Haus’ und die alteuropäische Oekonomik», en Neue Wege

der Verfassung und Sozialgeschichte, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga, 1968, p.103

y ss.

26 LICHTEMBERG, G., Chr. En Schriften und Briefe, ed. Promies, Hanser, Munich, 1968,

p.507.

27 PRAZ, M., The Hero in Eclipse, Oxford University Press, Oxford & Nueva York, 1969,

esp.p.127 y ss.