LA CARACTERIZACIÓN DEL PERSONAJE EN DOS

NOVELAS DEL CAMBIO DEL SIGLO:

EL ABUELO Y CASANDRA

Yolanda Arencibia

Emma Martinell

La década de los años noventa fue particularmente intensa para Pérez

Galdós, pues publica las diez novelas que culminan la etapa más brillante

de las “novelas españolas contemporáneas”, lleva a la escena ocho dramas

y redacta (sólo entre 1898 y 1990) diez títulos de la Tercera Serie de

los Episodios Nacionales.

El abuelo, publicada en 1897, cierra las narraciones galdosianas de esta

década. Se distancia, sin embargo, de los textos anteriores mediante importantes

variaciones temáticas y técnicas que hallarán continuación y

desarrollo en los que van a seguirle, pausadamente, en los próximos dieciocho

años: Casandra (1905), El caballero encantado (1909) y La razón

de la sinrazón (1915), las últimas novelas del autor. Se puede considerar,

pues, que El abuelo inaugura la etapa final del novelista.

Las novedades técnicas que dan singularidad a esta etapa no son absolutamente

inéditas en la creación galdosiana, ni se manifiestan con la misma

proporción en los distintos textos. Se trata de estrategias que Pérez

Galdós venía ensayando, en un intento de superar los moldes realistas

estrictos y que responden a imperativos profundos derivados de las inquietudes

sociales que lo conturban en un fin de siglo pleno de situaciones

críticas.

La más llamativa de estas novedades es la estructura de novela dialogada,

una modalidad híbrida entre el género narrativo y el dramático en la

que el narrador desaparece para dejar hablar a sus personajes1 y que Galdós

escoge para los textos últimos casi con exclusividad. La estructura dialogada

es idónea para lograr la objetividad y el distanciamiento literarios, y

es coherente con la cada vez más decidida atención al teatro que Pérez

Galdós muestra en los últimos años. Pero otras razones aduce el autor

para su adopción.

En sendos prólogos que acompañan a El abuelo y a Casandra, justifica

la elección del género dialogado para sus novelas en razones de índole

narratológica. Además de por la desaparición moderna de límites genéricos

estrictos, lo justifica por ser un medio ideal para, eliminando al narrador,

conferir mayor relieve a los personajes que se presentan directamente

al lector por sus palabras o sus acciones:

4.1-5

203

El sistema dialogal [...] nos da la forja expedita y concreta de los

caracteres. Estos se hacen, se componen, imitan más fácilmente,

digámoslo así, a los seres vivos, cuando manifiestan su contextura

moral con su propia palabra y con ella, como en la vida, nos da el

relieve más o menos hondo de sus acciones. (Obras completas. VI,

Madrid, Aguilar, 1942, p.9-A)

Sin duda, la estructura dialogal, soporte único de un texto híbrido, impone

estrategias narrativas concretas:2 para acumular la tensión narrativa

en unas escenas, para anotar extremos de espacios y de tiempo (un tiempo

detenido en momentos culminantes);3 también para realizar la construcción

sólida del personaje, que no ha perdido rotundidad, ni su delineación

es menos nítida.

La más interesante de estas estrategias técnicas es la acotación. Como

las teatrales, pero con mayor cantidad, extensión, diversidad e intensidad,

las acotaciones narrativas sirven de marco descriptivo detallista y de espacio

narrativo improvisado pero muy útil; y, del mismo modo, actúan de

recurso configurador para enmarcar a los personajes, cuyos retratos (en

ellas insertos) no carecen de tácticas enriquecedoras o de indicaciones

psicológicas, más esperables de un narrador omnisciente que de un

acotador teatral.

Partiendo como objeto de análisis de los textos narrativos de la década

que sirve de bisagra entre el siglo XIX y el XX, El abuelo y Casandra —la

última novela de un siglo y la primera del otro—, nuestro propósito en esta

comunicación es analizar de qué modo configura Galdós los personajes

de estas dos novelas dialogadas.4

Para la configuración del personaje de la novela dialogada, el autor cuenta

con la determinación de su función respecto a la sintaxis de la novela (lo

que podríamos llamar “caracterización interna”), y canaliza los modos externos

de la individualización mediante caracterizadores localizados en la

manifestación verbal del personaje y en la de los otros. Pero se sirve además,

para esa caracterización externa, de los textos de las acotaciones,

tanto de las que inician jornada o escena como de las que se intercalan en

el texto dialogado. Ellas son soporte para la alusión a la expresión facial, al

gesto corporal, al movimiento físico, así como a la descripción exterior del

personaje. Asimismo, abarcan referencias a estados de ánimo, actitudes,

intenciones y reacciones; de modo que el lector queda orientado hacia

una interpretación determinada de las palabras del personaje cuando las

lee tras la acotación.5

La configuración del personaje comienza desde el primer indicio de su

existencia en la novela y no concluye hasta la desaparición de su huella en

la trama argumental.

204

Los primeros indicadores de su individualización serán los funcionales,

es decir, los derivados del papel principal o secundario que asume en la

novela y que el lector percibirá a partir de diferentes indicios.

En el caso de la novela dialogada la estructura dramática condiciona el

número de personajes, para limitarlo, y la relación de los mismos que

precede a los textos —como dramatis personae los señala Galdós— constituye

el primer indicio de la jerarquía entre ellos y de la organización de su

dependencia respecto a la sintaxis textual.

Pasemos a considerar El abuelo. El Conde de Albrit, Rodrigo de Arista-

Potestad, destaca como sujeto indiscutible. Y no sólo por encabezar la

lista de personajes, sino por servir de centro de la relación respecto al

resto de los personajes: Nelly y Dolly, “sus nietas”; Lucrecia Richmond, la

“madre de las niñas” y la “nuera del Conde”; y Senén, Venancio y Gregoria

que figuran en la lista en su condición de antiguos criados o colonos de

Albrit.

El desarrollo de la trama confirma que el resto de los dramatis personae

existe igualmente en función de la relación con el sujeto-protagonista, sin

perder por ello la condición de “tipo” con que se presentan el cura, el

médico, el alcalde, la alcaldesa, o el prior del convento; o para ofrecer un

escenario dramático más completo: Venancio y Gregoria, o José Mª Monedero.

Otras veces los personajes actúan de ayudantes o de oponentes

respecto del protagonista y en función del conflicto de legitimidades, que

es el meollo del problema.

Pasemos a considerar, desde la misma perspectiva de la individualización

funcional, la novela dialogada de 1905, Casandra, que se estructura

en cinco jornadas y constituye un eslabón técnico entre El abuelo y las dos

novelas que van a seguirle en los próximos diez años.

La presentación de los dramatis personae de Casandra organiza los sujetos

de la novela a partir de doña Juana Samaniego. El desarrollo

argumental confirma que doña Juana es el eje central de la novela. El

resto de personajes la siguen en ese listado inicial agrupados por familias

de “parientes de doña Juana y de su difunto esposo” y por distintas categorías

de servidores y de ayudantes. Casandra ocupa en esa relación el

lugar que le corresponde tras el nombre de Rogelio y antes de los de sus

hijos. Casandra, aludida repetidamente desde la escena III de la jornada I,

no cobrará presencia física hasta la XIV. Allí acapara la atención central del

texto y no lo abandonará. Quedará perfilada como rival de doña Juana.6

Completan los dramatis personae hasta treinta y nueve nombres singularizados.

Contrasta este dato con la parquedad de los que figuraban en la

novela anterior, lo que resulta indicativo de algo que la lectura del texto

confirma: la mayor complejidad y riqueza de esta novela frente a El

abuelo.

205

Otra importante novedad depara la lectura desde las primeras escenas:

la importancia adquirida por el acotador, un locuaz acotador que revela su

presencia continuamente, bien para ser fotógrafo certero y diseccionador

sutil de personajes, bien para describir o explicar circunstancias novelísticas.

Este acotador sirve de parapeto eficaz al autor para enriquecer los acontecimientos

con su perspectiva de intencionada parcialidad. Porque pocas

novelas galdosianas aparecen tan cargadas de interés ético como Casandra.

A continuación, y tras este somero repaso a la caracterización funcional

de los personajes en El abuelo y en Casandra, analizaremos el uso de la

propia intervención verbal del personaje y de las acotaciones como medios

de individualización.

Ya hemos aludido al número de personajes (quince en El abuelo, treinta

y nueve en Casandra), y también nos hemos referido a la importancia que

había llegado a adquirir la acotación en esta novela dialogada, ocho años

posterior a El abuelo. Por esta razón hemos optado por analizar primero

Casandra, novela en la que la trabazón entre acotación e intervención

directa es densa, y la secuencia dialogal entreverada de intervenciones

parentéticas es, simplemente, narración.

La Escena Primera de la Jornada Primera de Casandra se inicia con la

descripción de una sala del palacio de Tobalina. Ya en la tercera línea

destaca algo, el que se esté buscando la complicidad de los lectores con

esta pregunta: “(¿Veis en el testero del fondo [...] dos grandes retratos

[...]?” (p.908). La pregunta fuerza la orientación de nuestra mirada hacia

un punto de la imaginada escena. El carácter retórico se evidencia en la

frase siguiente, que no es otra cosa que la respuesta: “(Pues son [...])”. Y a

continuación se describen los dos cuadros, el de doña Juana y el de su

difunto esposo; tras lo cual se pasa a presentar a una doña Juana real, de

más edad, sentada junto a una mesa.

Hemos mencionado el inicio de Casandra porque es representativo, como

lo son las primeras intervenciones de los personajes. Habla en primer lugar

Martina, después de la primera acotación entre paréntesis, el gerundio

“Entrando“. Martina termina su primera locución con esta frase: “Ya llegan...”.

Por lo tanto, advertimos que la información de que un nuevo personaje

ingresará en la escena procede de la voz de otro personaje.

Éste es el entramado que pretendemos poner de relieve: los fragmentos

que encabezan las sucesivas Escenas y las sucesivas Jornadas, las acotaciones

entre paréntesis, y las propias intervenciones de los personajes

son, los tres, medios de los que Galdós se sirve en su novela dialogada

Casandra para transmitir al lector una información que, en el caso de una

novela con narrador, quedaría fundamentalmente canalizada por la intervención,

directa o solapada, de éste.

206

Nos referiremos, en primer lugar, a los movimientos de entrada y salida

de la escena, transcurra ésta en un recinto cerrado o en un lugar abierto.

Las cabeceras de las Escenas mencionan quiénes son los personajes que

hablarán, y también indican quiénes abandonarán la escena y quiénes se

incorporarán a ella. Pero todo ello queda patente en las voces de los que

hablan, cuando emiten frases del tipo de: “llegas a tiempo”, “aquí viene”,

“¿quién viene?”, o “aquí me tienes”. Vemos formas verbales, de función

constatativa, y adverbios que expresan la distancia y la posición. Además,

los movimientos de los personajes dotados de mayor identidad son determinados

por las palabras de otros, quienes, en consecuencia con su papel,

utilizan los imperativos: “vamos”, “acompañadme”, “que suba”, “quedaos,

digo”.

El palacio de Tobalina tiene parque y, aunque la mayor parte de los

diálogos se mantiene en el interior de sus habitaciones, la presencia del

jardín, de sus árboles y parterres, de sus senderos, y la función narrativa

de todos ellos se ponen de relieve cuando un personaje emite una frase

con un verbo de percepción: “veo”, “oigo”, “observo”, “me doy cuenta”...

Basta un adverbio o un demostrativo para dar la medida de la distancia en

el espacio: “veo tras aquellos árboles”, “desde aquí veo sus caras verdosas”.

En segundo lugar, trataremos de una información de mucha importancia

para el lector: la relativa al movimiento y gesticulación de los personajes.

Las acotaciones son muy útiles, sin duda: “(Dejando un librito que

leía)”, “(Se cala los lentes.)”. Pero no lo son menos algunas frases en boca

de los personajes: “Venid a mis brazos”, porque el lector imagina a quien

ha hablado, doña Juana, con los brazos abiertos, o bien invitando con un

gesto de la mano a que se le acerquen. También se dan los casos de

duplicación informativa, si, por ejemplo, a una frase como “Le aflojaremos

el corsé” le sigue precisamente esta acotación: “(María Juana y Beatriz

le aflojan el corsé.)”. Quizá esto no es lo deseable, dado que la aportación

de la frase es suficientemente rica. O, al revés, la existencia de la

acotación textual basta para que el lector imagine el comportamiento aislado

del personaje: “(Coge su bastón.)”, “(Sentada.)”, “(Sentándose.)”, “(Permanece

quieto.)”, “(Riendo.)”, o “(Llorosa)”. Acciones y estados son evocados

con formas verbales de indicativo, que expresan la simultaneidad de

la acción con su alusión verbal, o mediante gerundios o participios, o a

través de adjetivos calificadores. Basta asimismo, la acotación, para que

el lector vea la interacción de los personajes: “(Abrazándola.)”, “(Hace señas

de que se calle.)”, “(Empujándola suavemente)”... Ambos componentes,

la acotación y la intervención directa, se traban en su alusión al movimiento

y al gesto. Por ello la secuencia de intervenciones no acusa la falta

de un narrador; la narración no se ve empobrecida. La información se

complementa, y el lector ayuda con la carga de su experiencia cultural y

lingüística previas. Esto nos parece evidente en el momento en que

Clementina dice: “¡Ay, tonta de mí!, se me olvidaba contarte la gran nove207

dad”. A la frase le precedía una acotación, ésta: “(Con súbito recuerdo,

llevándose las manos a la cabeza.)”. Al lector le compete obtener una

única visión que hermane los datos procedentes de las dos fuentes.

La tercera información, también relevante, que destacaremos es el aspecto

físico atribuido a los personajes. Es lógico que en los inicios de las

Escenas se diga cómo son, y que se haga con una considerable carga

subjetiva, de modo que la brevedad no diluya la impresión inequívoca que

se espera que se forme el lector. La longitud y el detalle de tales descripciones

depende de la importancia del papel de cada personaje en la historia.

Un buen ejemplo lo constituye la Escena IV, en la que entran Clementina

y su marido Alfonso, con sus dos hijas. Dice de ellas el texto:

Las dos niñas ostentan, con sus lindas figuras muñequiles, la insignificancia

que resulta de la educación de toda señorita en estos

tiempos bobos. Los dos hijos varones de los Marqueses están internos

en un colegio, y no figuran aquí para nada. (p.912).

Bien a las claras el responsable del texto deslinda lo pertinente de lo no

pertinente, y lo primero lo minimiza en sus rasgos más sobresalientes.

Sin duda resulta difícil imaginar cómo se mencionará el aspecto físico

de un personaje, o su indumentaria, a través de las palabras de otro personaje.

Sin embargo, se hace. Proponemos el ejemplo de Casandra, que

aparece en la Escena XIV de la Jornada Primera. Reparemos tan sólo en la

alusión al atuendo: “Viste traje rojizo, que, por su sencillez y por llevarlo

ella, resulta de cabal elegancia; sombrero del propio color, guantes blancos”

(p.926). En la escena siguiente, doña Juana emite un juicio

desaprobador: “Pues te diré que ese vestido colorado, y ese sombrero

como las amapolas no son lo más propio para una mujer de juicio” (p.927).

Casandra replica que bien hubiera deseado otro traje, de color gris o azul

marino. La relevancia del detalle queda evidenciada cuando en la Escena

IV de la Jornada Segunda, doña Juana, Casilda y Amelia ven, desde la

ventana, que Casandra se pasea por el parque. Oigamos hablar a Amelia,

a la que la acotación describe: “(Mirando.): Ella es. Hoy trae vestido de

lanilla gris con motas azules”. Es decir, por dos veces, el atuendo ha sido

mencionado, para información del lector, por otro de los personajes. De

este modo, sea o no consciente de ello el lector, se le está avisando de la

trascendencia narrativa de ese punto.

En cuanto a la información relativa a la expresión facial y a la voz, datos

cambiantes y sintomáticos de situaciones y estados de ánimo, cabe decir

que las más veces procede de la acotación entre paréntesis, condensada

en un adjetivo: balbuciente, desabrido, burlona, amargado, respetuoso...

En el adjetivo, en su aportación significativa, está la referencia a la voz y a

la mirada: sorprendida, curiosa, perpleja... Pero se le añade en ocasiones

una información más, que desde el exterior no puede percibirse tan a las

208

claras: recelosa, suspicaz, desalentada... Lo que está claro es que son

estas pistas que orientan al lector hacia una interpretación determinada

—y por qué rehuir decirlo— sesgada de la frase que viene a continuación.

La mediación del acotador puede llegar a ser avasalladora, como ocurre

en estos casos: “aferrada a sus sentimientos”, “acariciando un poco para

herir de nuevo”, o “herida en su delicadeza”. Creemos que no es fácil que

tales referencias salgan de la boca de los personajes, aunque sí todo lo

relativo al matiz de la voz. Doña Juana reprende a Casandra: “[...] sin ese

tonillo altanero”; Cebrián aconseja a Casandra: “Más alto”, o Corrita dice

de Clementina: “ha echado unos suspiros tan grandes...” (p.957). Nos atrevemos

a sostener que incluso son útiles los signos gráficos; de ellos echa

mano el autor para hacerlos síntoma de una alteración que puede confirmar

la acotación. Tal ocurre en una intervención de Clementina. “Pero, ¿a

quién?..., ¿en favor de quién...?” (p.946), precedida del paréntesis:

“(Balbuciente, con lengua que quiere paralizarse)”.

La locuacidad del acotador a la que nos referimos hace poco es mucho

menor en El abuelo. Es cierto que hay acotaciones al inicio de las jornadas,

y también al principio de varias escenas, y que en ellas se da noticia

del aspecto físico de los personajes y del entorno en el que se mueven

—con todo, recordemos la acotación que sigue a la relación de los “dramatis

personae”: “[...] Careciendo esta obra de colorido local, no tiene denominación

geográfica el país ni el mar que lo baña[...]”—, pero también son

frecuentes las sucesivas intervenciones de los personajes sin que aparezca

acotación alguna.

Como en Casandra, desde luego, se trata de indicaciones relativas al

espacio (“aquí” y “allí”) y al movimiento (“anda, ven”, “dame acá”, “allá

voy”, “mira esto”, “ven a mis brazos”, “abrazadme”, “bájate de ahí”). También

se recurre a la visión distanciada de un personaje sobre otro: “Mírale...

Se ha parado al vernos, y allí le tienes”, “Y ahora, en nosotras clava los

ojos...”, “Parece que llora...”.

Hay correspondencia entre la información de la acotación y la que aporta

la intervención del personaje. Así “(dándole prisa)” se completa con

“¡Vivo, vivo!”, (impaciente)”, con “Vamos, vamos pronto”; Lucrecia,

meditabunda: “No sé... Tal vez muy pronto», o El Conde, imperioso: “Que

venga, digo”. Tenemos la sensación de que el lector, al leer, visualiza la

escena gracias a la información de la acotación, y la enriquece con la

expresión lingüística del personaje. Por ejemplo, reza el texto “ Don Pío,

llevándose las manos al cráneo”, y su frase es ésta: “¡Por Dios, por todos

los santos de la Corte celestial [...]”

Igualmente, el contenido de una intervención, como “Chist [...]” determina

la acotación siguiente: “Gregoria, bajando la voz”. El lector esperaba

eso, pues estaba indicado, y así lo había entendido.

209

Ahora bien, son muchas las acotaciones del tipo de “quejumbroso”,

“con hastío y desdén”, “enfáticamente”, “desconsolada”, “con petulancia”,

“con jovialidad desdeñosa” o “después de un ratito de perplejidad” que

son el único testimonio de la condición mencionada, pues el texto que le

sigue no contiene otro rasgo que la delate, aparte, claro está, del propio

contenido de la intervención.

En resumen, hemos esbozado un análisis de la caracterización de los

personajes en dos novelas dialogadas, atendiendo en especial a la información

procedente de la intervención del personaje y a la procedente de

la acotación.

La voz del personaje y sus modificaciones, el aspecto físico del personaje

y su indumentaria, su expresividad, sus gestos y movimientos, sus desplazamientos

en la escena, así como los movimientos de ingreso y salida

de escena, todos estos datos que proporcionan una información que le es

necesaria al lector para seguir la historia a cuyo desarrollo casi parece que

asista, se le ofrecen a ese lector canalizados bien a través de las acotaciones,

bien mediante las intervenciones de los personajes, bien en una

complementación o superposición de los dos medios. Claro que todo este

componente se le brinda quintaesenciado, descrito en sus facetas más

genuinas, precisamente aquéllas que más le inducirán a una interpretación,

hacia la que se le orienta, si bien de modo diferente a como se hace

en el caso de que exista un narrador.

El recurso al diálogo en estas dos novelas implica una selección del

material informativo que recibirá el lector: conocerá el exterior y el interior

de los personajes por sus palabras7; por ellas conocerá el desarrollo de la

trama, y adquirirá conciencia de la condición “dramática” de personajes,

hechos y escenas. Pero todo ello le vendrá sugerido, apoyado o reiterado

por el texto de las acotaciones. En grado inferior en El abuelo y en grado

superior en Casandra, la voz del acotador y la de los personajes se entrelaza.

La lectura acumulada de ambas voces confirma la calidad narrativa del

texto. Si se habla de la “estructura polifónica de la narrativa de Galdós”,8

bien cabe reconocer la voz del acotador en diálogo con la del personaje,

aunque ésta mimetiza un comportamiento real en tanto que la acotación

describe y sitúa. El mensaje de la acotación tiene como receptor el lector,

pero su plano es diferente a la de la palabra “viva” del personaje.

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NOTAS

1 Pérez Galdós había dejado aparecer el diálogo dramático, episódicamente, en algunas

narraciones desde época temprana, así en La Desheredada, de 1881. En esa técnica

había redactado, casi una década antes de El abuelo, dos textos: Realidad (novela en

cinco jornadas) (1889) y La Loca de la casa (1892).

2 Eberhard Geisler menciona el “logocentrismo” del texto dialogado, que prevalece sobre

la narración (GEISLER, E., «Galdós en los umbrales de la modernidad. Lectura de La

incógnita y las dos versiones de Realidad», en Benito Pérez Galdós. Aportaciones con

ocasión de su 150 aniversario, 1996, p.73).

3 De María Zambrano son estas palabras: “Despierta el personaje de tragedia en un instante

—el clásico del ‘reconocimiento’—, mientras que el de novela recorre un camino

en el tiempo.” (La España de Galdós, 1960, Madrid, Ediciones Endymion, 1989, p.37).

Desde otra óptica lo había descrito Ricardo Gullón: ”Galdós concentra la peripecia en

escenas incisivas [...]” (GULLÓN, R., «Cuestiones galdosianas», Cuadernos Hispanoamericanos,

101, 1958, p.243).

4 Otros investigadores han tratado del diálogo y de su función y características en estas

obras: SÁNCHEZ, R. G., «El sistema dialogal en algunas novelas de Galdós», Cuadernos

Hispanoamericanos, 235, 1969, pp.155-167 y PENAS, E., «El sistema dialogal

galdosiano», Anales Galdosianos, XX, 2, 1985, pp.111-120.

5 Una descripción detallada de las acotaciones y su variedad se encuentra en la obra de

MENÉNDEZ ONRUBIA, C., Introducción al teatro de Benito Pérez Galdós, CSIC, Madrid,

1983; apartado 4.2.2. Función de las escenas y de las acotaciones.

6 Citamos los textos por la edición de M. Aguilar, Madrid, 1942, tomo VI. Nos referimos al

texto con el número de la página y la letra A y B de las columnas izquierda y derecha,

respectivamente, en que se encuentra.

7 Hay unas interesantes páginas dedicadas al análisis del papel del diálogo en diversas

obras de Pérez Galdós en la obra de BOBES, Mª del C., El diálogo (Estudio pragmático,

lingüístico y literario), Gredos, Madrid, 1992, a partir de la p.206.

8 Esta expresión procede de la obra de ANDREU, A. G., Modelos dialógicos en Galdós,

John Benjamins Publishing Company, Amsterdam/Philadelphia, 1989; véase la introducción.