LA PRESENCIA DEL NARRADOR EN LAS
NOVELAS DIALOGADAS DE GALDÓS
Mª del Prado Escobar Bonilla
A partir de 1889 con la publicación de Realidad inaugura Galdós una
nueva modalidad narrativa: la novela enteramente dialogada, que tal vez
fuera preferible denominar novela hablada según la terminología empleada
por él en alguna ocasión.1 Ocho años más tarde aparece El Abuelo y,
transcurridos otros tantos, se publica en 1905 Casandra, presentada también
mediante el procedimiento dialogal. Estas novelas constituyen el corpus
al que se refiere el presente estudio.2
El propio autor adaptó las tres obras al teatro y los dramas de ellas
resultantes fueron estrenados respectivamente en 1892, 1904 y 1910;
debido a esta circunstancia la crítica suele estudiarlas y analizarlas en función
de sus respectivas versiones dramáticas con las cuales se las compara,
quedando así reducidas las novelas a una especie de etapa previa y
como preparatoria de cara a su texto definitivo. Tal enfoque resulta de
gran interés para explicar las relaciones entre la narrativa y el teatro
galdosianos;3 pero así como en el caso de las obras referidas por un narrador
—Doña Perfecta, Gerona y Zaragoza— que el escritor también dramatizó,
la comparación del texto novelesco con su versión escénica no agota
la indagación sobre aquél, las novelas habladas en cambio, rara vez suscitan
trabajos centrados en sus propios textos y que procuren desentenderse
de su ulterior adaptación a la escena.
Bien es verdad que el mismo Pérez Galdós planteó en su momento el
problema del cotejo entre novela y drama, consciente como era de la
indeterminación de las líneas que delimitan ambos géneros, sobre todo si
el texto del primero se presenta en forma casi enteramente dialogada. A
este respecto resultan esclarecedores los argumentos que se esgrimen en
el prólogo a El Abuelo: “En toda novela en que los personajes hablen, late
una obra dramática. El Teatro no es más que la condensación y acopladura
de todo aquello que en la novela moderna constituye acciones y caracteres”
(EA, III, p.801) y también apuntan al mismo blanco las reflexiones
que pueden leerse en el prólogo de Casandra, en donde, tras haber propuesto
la denominación novela intensa o drama extenso para este tipo de
obras, añade: “No debo ocultar que he tomado cariño a este subgénero,
producto del cruzamiento de la novela y el teatro”(C, III, p.906). Bastantes
años después, al evocar en Memorias de un desmemoriado sus comienzos
como dramaturgo, Galdós advertía que, pese a la cercanía entre nove-
4.1-13
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la hablada y drama, “era distinto el diálogo novelesco del teatral” (MD, III,
p.1458).
Nótese cómo en todas estas ocasiones, aunque subraya la vecindad de
las dos formas artísticas, insiste el novelista en los matices que las diferencian
y llega a establecer un subgénero específico para esta modalidad de
novela; parece por tanto interesante emprender el análisis de algunos aspectos
exclusivamente narrativos de las tres obras mencionadas. Por otra
parte tampoco resulta ocioso recordar que, a raíz de su publicación, lo
mismo Realidad que El Abuelo y que Casandra fueron recibidas como novelas
plenamente autónomas y en cuanto tales eran leídas; sólo unos pocos
años después, conforme iban estrenándose sus respectivas adaptaciones
escénicas, pudo establecerse el parangón entre la novela y el drama
de idéntico título. En último término, y ya para concluir todas estas
consideraciones, habremos de observar que no tiene demasiado sentido
—fuera de la expresión de una determinada preferencia personal— plantear
la referida comparación a fin de establecer la superioridad estética de
una de ambas versiones por encima de la otra. Se trata de textos distintos
que, aunque compartan título, asunto y personajes, buscan diferente tipo
de recepción, de modo que las estrategias utilizadas deberán cambiar considerablemente
en cada caso. La presencia más o menos disimulada del
narrador en los textos de las novelas dialogadas constituye uno de los
elementos que con mayor claridad permite distinguirlas y corroborar su
pertenencia a la narrativa.
Explica Alvar4 —al estudiar a través de la producción de Galdós el proceso
que lleva a la novela dialogada y desemboca finalmente en el teatro—
cómo la dramaticidad y el procedimiento expresivo que caracteriza
los textos de esta índole, es decir, el diálogo, tienen una función destacada
en la producción novelesca del canario, ya desde sus primeras obras.
Con ello se subraya “la unidad sin fisuras de ese inmenso mundo”5 dentro
del cual no existe una solución de continuidad tan tajante como pareció
en su tiempo, entre las novelas presentadas por el narrador omnisciente y
(casi) extradiegético de textos anteriores, y la novedad formal que se inauguró
con la publicación de Realidad (1889). Efectivamente —desde las
ficciones ajustadas a la ortodoxia de la poética naturalista hasta estas novelas
habladas— puede detectarse una serie de analogías muy significativas,
que establecen un nexo bastante sólido entre los narradores configurados
en el seno de novelas como La desheredada, Fortunata y Jacinta o
La de Bringas y la soterrada, casi clandestina instancia narratorial advertible
en Realidad o la mucho más explícita y aparente que se encuentra en
Casandra y en El Abuelo.
Es bien sabido que los narradores de las novelas galdosianas resultan
bastante atípicos, si se les juzga a partir de las pretensiones de objetividad
e imparcialidad preconizadas por los teóricos del naturalismo zoliano. El
lector atento que se adentra en el vasto universo novelesco del autor, se
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ve sorprendido por la rara habilidad de la voz narradora para entrar y salir
de la diégesis, para establecer con el narratario curiosas complicidades
rayanas en lo metaficcional, para adoptar los modos lingüísticos de sus
personajes, para utilizar o rechazar a conveniencia los privilegios de la
omnisciencia, etc, etc. Todo ello pone de manifiesto que “el discurso autorial
es uno más entre múltiples discursos, que no toma una posición de autoridad
cerrada, sino polivalente y ambigua”,6 con lo que, en definitiva, la
instancia monologal del narrador se diluye con harta frecuencia en el interior
de los textos galdosianos, mezclándose con las voces y opiniones de
los personajes.
De modo que, si en las ficciones presentadas por un narrador ajeno a la
diégesis, se concede tanta importancia a los respectivos discursos de cada
personaje, los cuales llegan a hibridar en bastantes ocasiones la voz que
asume el relato, ¿no resulta también muy coherente que las novelas
habladas incluyan la presencia de un narrador agazapado en las acotaciones,
o que a lo mejor solapa su voz en los diálogos y soliloquios, que
ocupan la casi totalidad del texto?. Así como el narrador en la primera
clase de ficciones ha repartido su autoridad con los personajes, parece
lógico que, en justa correspondencia, las novelas habladas admitan de
cuando en cuando la presencia del discurso narratorial junto al texto dialogado.
El narrador en Realidad.
La incógnita y Realidad publicadas en 1889, con un intervalo de pocos
meses son dos novelas que versan sobre la misma materia ficcional y sólo
el peculiar enfoque desde el que se presentan los acontecimientos en
cada una, constituye la diferencia entre ambas. Retrospectivamente explica
Galdós en el prólogo de El Abuelo los motivos que le habían llevado a
utilizar “el sistema dialogal” ya desde aquel primer ensayo del año 89;
pero también antes de que se publicara Realidad, las páginas finales de su
complementaria La incógnita encerraban una lúcida declaración
metaficcional acerca de las consecuencias expresivas que de tal procedimiento
podrían derivarse.
Según es bien sabido, la primera de estas novelas consiste en las cartas
que Manolo Infante escribe a un amigo suyo que está fuera de Madrid; a lo
largo de ellas le va informando de ciertos acontecimientos que han ocurrido
en su entorno, para los que no encuentra explicación satisfactoria. Por
eso manifiesta su asombro ante el manuscrito titulado Realidad, Novela en
cinco jornadas, que le envía su corresponsal Equis Equis, en donde se
expone justamente la verdad de aquellos hechos hasta entonces tan misteriosos
para Infante:
De modo que mis cartas no eran más que la mitad, o si quieres el
cuerpo, [...]. Mas vienes tú con la otra mitad, o sea, con el alma; a
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la verdad aparente, que a secas te referí, añades la verdad profunda,
extraída del seno de las conciencias, y ya tenemos el ser completo
y vivo. (LI, II, p.1218)
También el autor pensaba, igual que su criatura ficcional, que para reflejar
la intimidad de las conciencias, resulta muy eficaz dejar a los protagonistas
el uso de la palabra mientras el narrador se retira discretamente;
por más que —según revela la atenta lectura de las novelas así presentadas—
no haya conseguido desaparecer por completo del texto. Y es que
como “en arte, parecer es ser, [y como] “parece que el mediador no está,
cuando está en situación y función diferente de las habituales”7 , será
necesario esforzarse bastante a fin de descubrir en las páginas de esta
novela la disimulada actuación de una voz narradora.
A veces las acotaciones, al proporcionar determinada información, permiten
detectar una mirada omnisciente desde la que resulta posible bucear
en el estado anímico de algún personaje: “Permanece un rato con las
ideas oscurecidas” (R, II, p.1241) se indica, por ejemplo, con referencia a
Augusta. Puede ocurrir asimismo que en el seno de la acotación se ofrezca
un breve resumen de lo que hablan los interlocutores: “La conversación se
generaliza y se deslíe, subdividiéndose” (R, II, p.1232), mucho más adelante,
mientras los personajes permanecen en un palco del Teatro Real,
vuelve el narrador a permitirse la libertad de relatar en vez de transcribir lo
que éstos van diciendo: “Trábase conversación entre Teresa Trujillo y los
caballeros”, y unas líneas más abajo, para cerrar esta misma escena añade:
“Se entabla animada conversación sobre puntos diferentes” (R, II,
p.1291).
Aunque ocurre más raramente que en las acotaciones, también en el
texto dialogado se deslizan frases de difícil justificación dentro de la conversación
en que figuran y que, en cambio, resultarían adecuadas en el
discurso del narrador.
Por ejemplo Federico, rememorando ante la Peri su pasado común, dice:
“No somos amantes, lo fuimos. Somos tan sólo amigos [...]” cuando resulta
evidente que su interlocutora no precisa en absoluto tal explicación.
Como tampoco parece destinado a Leonor esto otro que el protagonista
afirma un poco más abajo:
Amistad es ésta que Dios debiera tener en cuenta. En ella se funda
algo que si no es virtud, se le parece. [...]. No es por alabarme; pero
conviene recordar que yo también supe ayudarte en trances críticos
de tu vida, como tú me ayudas ahora (R, II, p.1250).
Tales disquisiciones y analepsis podrían más bien integrarse en el discurso
de un narrador heterodiegético que hubiera de informar al narratario
acerca de la vida y de la historia de los personajes. Algo parecido ocurre
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en la escena undécima de la jornada quinta; efectivamente, no era necesario
que Augusta le dijera a Felipa cuando ambas están solas: “Me serviste
fielmente hasta que te casaste” (R, II, p.1325). Este vistazo retrospectivo
—sin duda una intromisión del personaje en el terreno del narrador—
más que a Felipa, quien sabe de sobra cuáles han sido sus servicios a la
protagonista, parece destinado a justificar a los ojos del lector la conducta
de la criada tras la muerte de Federico Viera.
Probablemente sea Realidad, entre las tres novelas que constituyen el
objeto de este trabajo, aquélla en que Galdós se ha aplicado con mayor
ahínco a ocultar las huellas del narrador. No fue muy apreciado en su
tiempo el esfuerzo realizado a tal efecto; así Clarín en los dos largos artículos
que dedicó a la novela citada8 censura sobre todo que se haya prescindido
de la mediación narratorial y se haya preferido dejar que los protagonistas
manifiesten por medio de soliloquios la intimidad de sus almas.
Pensaba el crítico que, lejos de aproximarse a la verdad, la novela dialogada
introducía “un convencionalismo innecesario”, que habría podido
soslayarse si “Galdós hubiera hecho lo que otras veces [...] emplear la
forma narrativa, con introspecciones en la conciencia del personaje”.9
El narrado en El Abuelo y en Casandra.
Aunque se suele incluir sin demasiadas matizaciones la obra anteriormente
estudiada junto con las dos que ahora van a analizarse en el grupo
de las novelas dialogadas, me parece que son estas dos últimas las que
mejor representan el referido subgénero de la “novela hablada”, según lo
caracterizó el propio autor en sus prólogos a cada una de ellas. Da la
impresión de que al componer El Abuelo (1897), Galdós asumió con todas
sus consecuencias el nuevo tipo de ficción y ya no le preocupó en demasía
la eliminación de la voz narradora. Efectivamente en las reflexiones
teóricas que preceden a esta obra el autor —tras haber ponderado “la
virtud misteriosa del diálogo”, que fomenta en el lector la ilusión de estar
contemplando los sucesos de la novela “sin mediación extraña”— termina
por reconocer que por mucho que el narrador, “el artista” dice don Benito,
disimule su presencia “no desaparece nunca, ni acaban de ocultarle los
bastidores del retablo por bien construidos que estén” (EA, III, p.801).
Se encuentran tales asertos en la línea de otras reflexiones estampadas
en el prólogo de Casandra ocho años más tarde; allí —tras haber subrayado
la conveniencia de “casar” al drama con la novela— advertía el escritor
las dificultades del nuevo subgénero todavía en fase de experimentación:
Claro es que la perfecta hechura que conviene a esta híbrida familia
no existe aún en nuestros talleres. Sin duda será menester atajar
el torrente dialogal, reduciéndolo a lo preciso y ligándolo con
arte nuevo y sutil a las más bellas formas narrativas. (C, III, p.907)
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Parece pues que, a diferencia de lo intentado en el caso de Realidad, en
estas otras dos ficciones Galdós ha encarado muy conscientemente el carácter
mestizo de su creación. Tampoco pasaron desapercibidos los rasgos
caracterizadores de la nueva modalidad narrativa a la crítica de aquel
tiempo; así Eduardo Gómez de Baquero en artículo aparecido a raíz de la
publicación de El Abuelo, tras advertir que se trataba de una obra
“semidramática y seminovelesca”, afirmaba:
El desarrollo del asunto es más de novela que de drama, pues El
Abuelo no se ajusta a esa norma general de la dramática de compendiar
la acción en un corto número de situaciones capitales [...].
Otro rasgo novelesco de la última obra de Galdós es la riqueza
episódica [...] que conviene mejor a un género analítico, como la
novela, que a un género sintético, como el teatro.10
Observa el crítico muy certeramente la “narratividad” que, pese al diálogo,
encierra este texto; pero no entra en detalles, ni alude a la importancia
de los pasajes no dialogados en el conjunto de la obra. Clarín sí que repara
en estas circunstancias:
[...] el autor [—anota Leopoldo Alas—] ha llevado a las acotaciones,
al elemento que no se representa, una porción de cosas importantes
relativas al carácter, antecedentes y vicisitudes de los
personajes, que tendrían que ir al diálogo si El Abuelo fuera a escena.
11
Tan lúcida percepción de los rasgos que caracterizaban la nueva clase
de ficciones, señaladamente la captación de la función narrativa encomendada
a los pasajes no dialogados, sirve de base al asturiano para apoyar,
unas líneas más abajo, su rechazo frontal a tales innovaciones: “Teóricamente
y en general, [advierte] no creo que pueda sostenerse que la
forma de El Abuelo sea género permanente, legítimo, sustantivo. Podrá
disculparse a veces. No debe imitarse”.12
La lectura tanto de El Abuelo como de Casandra, ofrece dos clases de
textos no dialogados que la tipografía distingue con claridad: por una parte,
una serie de pasajes pertenecientes al discurso del narrador, que suelen
encabezar o cerrar las escenas y se transcriben con letra menuda; por
otra, las acotaciones propiamente dichas, que van en cursiva y entre paréntesis.
Parece lógico suponer que cada una de estas modalidades tipográficas
tendría asignada una función específica, y que, habiéndose reservado
los textos en letra pequeña para las intervenciones narratoriales, se
habría dejado a las acotaciones el cometido puramente funcional, necesario
también en los textos dramáticos, de indicar la disposición de la escena
o los ademanes de los interlocutores. Casi siempre en efecto ocurre
así; sin embargo, no es posible generalizar tal clasificación, porque el narrador
no sólo se refugia en los pasajes transcritos con letra pequeña, sino
296
que excepcionalmente también interviene desde las acotaciones.13 La voz
que asume la presentación de la materia narrativa complementaria de los
diálogos, está facultada para detallar los rasgos que configuran el aspecto
de los lugares y de las personas, pero también es capaz de remontarse en
el tiempo y de penetrar en las conciencias de los seres ficcionales que
pueblan ambas novelas. En la primera de las cuales un narrador omnisciente
y extradiegético, que —según era habitual en la narrativa naturalista—
combina la descripción de lo externo con las referencias al carácter
de los personajes, comienza a contar, describe el escenario e informa al
lector no sólo del aspecto de Gregoria y Venancio, los primeros personajes
que aparecen en El Abuelo, sino de su pasado y de sus sentimientos: “No
tienen hijos y, cansados de desearlos, principian a alegrarse de que no
hayan querido nacer” así como de sus costumbres: “Se aman por rutina
[...] viven donde han nacido y son propietarios donde fueron colonos” (EA,
III, p.802). De análoga manera va presentando el narrador a los demás
personajes secundarios de El Abuelo: Senén, el Cura, el Médico, el Alcalde,
el Prior, ... etc, así como a los protagonistas.
La misma fórmula narrativa se aplica en Casandra, de modo que también
aquí el diseño de cada personaje incluye ojeadas retrospectivas y
revelación de rasgos psicológicos además de las inevitables descripciones
externas. En la presentación de Alfonso, marqués del Castañar se alude a
su “cuerpo flaco, de longitud elegante” y a su “grande espíritu quijotesco”;
se informa asimismo al lector de que “quisiera dar a su patria el ejemplo y
la norma de la regeneración agraria”, y por último se afirma: “Es hombre,
en fin. coronado de excelsas virtudes...” (C, III, p.912). En otra ocasión el
narrador evoca el pasado de Rosaura: “Jovencita, estuvo a dos dedos de
ser monja; luego el Destino la metió en el monjío del matrimonio.” (C, III,
p.916). Más detallada es la analepsis que merece el grotesco Nebrija:
Su compleja y desdichada historia nos le presenta como naúfrago
de la política y de los negocios, con tan mala suerte en las conspiraciones
y en los agios, que más de una vez cárcel y ruina fueron el
término de sus alocadas empresas. Dando tumbos fue a caer [...]
bajo la mano piadosa de su prima Doña Juana, que le recompensó
con largeza la abjuración de sus errores, y le metió en cadena de
religión para tenerle bien trincado (C. III, p.944)
La objetividad del narrador —cuya actitud respecto a las figuras de la
ficción parece análoga a la que se advierte con tanta frecuencia en el resto
de la narrativa galdosiana— deja bastante que desear, pues no pocas veces
procura dirigir la opinión del lector mediante el uso de ciertos términos
que matizan irónicamente el enunciado. Así, indica que Senén viste
“con afectada elegancia de plebeyo”, que sus facciones, pese a ser correctas,
forman “un conjunto ferozmente antipático”, que lleva el “pelito rizado”
(EA, III, p.805). Tampoco se muestra demasiado imparcial (EA, III,
p.817) cuando describe al Cura como “hombrachón de buen año” y recal297
ca sobre todo, en su apariencia los indicios que denotan su afición a la
buena mesa y su conformismo social. Ni cuando (EA, III, p.821), expone
ante el lector “el lujo barato” y la “cursilería con dinero” que caracterizan
la decoración de la casa del Alcalde. Los detalles grotescos que se mencionan
en la descripción de don Pío también mediatizan la información transmitida;
pero ahora el resultado lejos de ser descalificador aparece como
suavemente humorístico: “Guiña los ojuelos, y al mirar de cerca sin anteojos,
los entorna, tomando un cariz de agudeza socarrona puramente superficial,
pues hombre más candoroso, puro y sin hiel, no ha nacido de
madre”. Y algo más adelante, tras aludir a las cualidades morales del personaje,
concluye el pergeño con esta paradójica apreciación “Su bondad,
la excesiva blandura de corazón eran ya en Coronado, un defecto” (EA, III,
p.836).
Abundan en el texto de Casandra los pasajes en que la mirada sesgada
del narrador ridiculiza —por fuera y por dentro— al personaje presentado;
entre tantos ejemplos que podrían aducirse propongo la descripción, casi
esperpéntica, de las niñas de Nebrija: “Son indigentes de carnes, y tan
puntiagudas de huesos como peladas de entendimiento y mondas de cultura”;
luego de haber aludido a la negrura de sus atuendos y haberlas
denominado “túmulos semovientes”, se informa al lector de que “son pálidas
de rostro y de pensamiento; pálidas por su pasividad y hasta por su
mojigatería pedestre, sin ensueño ni exaltación” (C, III, p.940). En otro
pasaje, cuando describe a Casandra, la admiración empaña la imparcialidad
de la voz narradora hinchándola de retórica oratoria: “¿Quién antes de
verla viva no la vio de mármol en algún museo? ¿Quién la ve que no quede
prendado de sus ojos que compendian la luz del cielo y toda la negrura de
los abismos?” (C, III, p.926).
Este narrador establece en ocasiones ciertos lazos de familiaridad cómplice
con el lector, así cuando asegura: “Debe decirse, tributando a la verdad
los honores debidos, que fue excelente y copiosa la comida”, (EA, III,
p.824), o cuando al comienzo de la escena IV de la Segunda Jornada,
también de El Abuelo indica: “Jardín que no necesita descripción, pues ya
se comprende que es un afectado y ridículo plagio en pequeño del estilo
inglés en grande” (EA, III, p.824).
La decidida interpelación al destinatario de la ficción por encima de los
hechos referidos aparece con relativa frecuencia en el texto de Casandra.
Ya en la primera descripción de la obra se lee: “¿Veis en el testero del
fondo, colocados con simetría burguesa dos grandes retratos, señora y
caballero?. Pues son Dª Juana y su llorado esposo, D. Hilario” (C, III, p.908),
un poco más adelante el narrador nos informa oficiosamente de que los
hijos de los Marqueses “no figuran aquí para nada” (C, III, p.912). La misma
directa familiaridad percibe el lector cuando, al describir el interior de
la estancia en casa de Ismael, se siente incluido en la segunda persona del
plural con que se encabeza la frase: “Veréis en ella planos, mesa de escri298
bir y de dibujar, [...] muestras de diferentes materias industriales.” (C, III,
p.953) También en la presentación de María de la Cerda se advierte una
interpelación a los lectores: “No hallaréis en ella la arrogancia y hermosura
de Clementina, pero sí mayor ilustración, cultura y amenidad en el trato”,
para concluir con esta malintencionada afirmación, dirigida igualmente a
aquéllos: “Es, en fin, mujer de literatura y de historia” (C, III, p.939). Bastante
después, (C, III, p.979), el narrador llega incluso, a revelar sus planes
acerca de la composición de la obra: “Viene bien decir aquí...”
Resulta evidente asimismo que, por mucho que en ambos prólogos se
haya insistido en la autonomía de los personajes, el narrador ejerce sin
vacilación su autoridad sobre el texto, como demuestra el que en su discurso
decida lo que puede ser de menor interés para el lector y, en consecuencia,
se permita resumir de cuando en cuando las intervenciones de
los interlocutores. El largo pasaje de El Abuelo con que finaliza la escena
octava de la Cuarta Jornada (EA, III, p.870), constituye un ejemplo claro
de ello; en él no sólo se refieren las conversaciones, en vez de transcribirlas:
“Propone el Prior enseñar la sacristía y dar un paseo por la huerta antes de
comer, y a todos les parece una idea felicísima”, sino que, incluso se transmiten
textualmente algunas frases entrecomilladas: “[...] hasta que el Prior,
[...] se lo enseña diciéndole: ‘Esta hermosa pieza es donación de la condesa
de Laín.’”
El texto narrativo largo y complejo que se incluye en la escena séptima
de la cuarta jornada de Casandra resume varias conversaciones breves,
que mantienen diversos personajes y procura transmitir la idea de la simultaneidad
con que todas ellas se están produciendo: “[...] mariposea el
señor de Cebrián encareciendo con clásicas hipérboles la elegancia y regio
aparato del funeral”, y sigue: “Laméntase el Marqués de la ruindad y
turbación de los tiempos [...] Mientras el Marqués de Yébenes y el Preste se
engolfan en consideraciones de un orden místico y crematorio, el del Castañar
y el Diácono parlotean de cosas mundanas...” (C, III, p.979).
Los pasajes asumidos en tercera persona por un narrador ajeno a la
diégesis, que hace gala de su omnisciencia, pueden servir asimismo de
marco a las ensoñaciones del personaje:
En aquel sopor [...] ve y oye el desdichado prócer extrañísimas
cosas. [...] No puede dudar que su hijo Rafael se aparece en el coro
[...]. Bien seguro está de que le dice algo, y más le dijera si su
imagen no desapareciese súbitamente, como una luz que el viento
apaga. (EA, III, p.891)
Algo parecido se advierte en ciertos momentos de Casandra, así, cuando
la protagonista cree ver los diablos de los que habla Rogelio entre las
sombras del parque (C, III, p.932), o, casi al final de la novela, en la alucinada
persecución de la mendiga/Doña Juana, que lleva a cabo Ismael a través
299
de las calles de Madrid; todo ello está presentado desde el enfoque del
narrador, que a veces se superpone y confunde con el del personaje.
Baste este incompleto y voluntariamente aleatorio recorrido por las novelas
dialogadas para atestiguar la permanencia de ciertos procedimientos
habituales en la escritura galdosiana —entre ellos la presencia insoslayable
de una potente voz narratorial— incluso en las ficciones de aspecto
más renovador y sorprendente. Porque, según se decía al principio, si es
verdad que desde sus primeras obras manifiesta Galdós gran interés por la
reproducción cuasi teatral de los diálogos,14 no resulta menos evidente
que ni siquiera en sus novelas habladas renuncia a la mediación del narrador.
300
NOTAS
1 En el prólogo de El abuelo, al considerar las limitaciones del arte escénico de su tiempo
indica Galdós: “las obras capitales de los grandes dramaturgos nos parecen novelas
habladas”. Obras completas, novelas III, Aguilar, Madrid, 1982, p.801.
2 Las citas de las novelas aquí estudiadas remiten a los volúmenes II y III de B. Pérez
Galdós, Obras completas, Novelas, Aguilar, Madrid, 1990 y 1982, respectivamente. Por
eso se incluyen entre paréntesis las iniciales de la obra, la referencia en romanos, al
tomo en que ésta se encuentra y el número de la página de que se ha tomado la cita.
3 Así lo hace ALVAR, M., en «Novela y teatro en Galdós», en Prohemio, I, 2, septiembre,
1970, pp.157-202, o, en lo que se refiere a Casandra, AMORÓS, A., en «Tres Casandras:
de Galdós a Galdós y a Francisco Nieva», en Actas del segundo Congreso Internacional
de Estudios Galdosianos, vol. II, Cabildo Insular de Gran Canaria, 1980, pp.69-102.
4 ALVAR, M., «Novela y teatro en Galdós», en Prohemio, I, 2, septiembre, 1970. pp.157-
202.
5 ALVAR, Op.cit., p.159.
6 RODERO, J., «Fortunata y Jacinta: heteroglosia y polifonía en el discurso del narrador»
en Anales galdosianos, nº.XXIX-XXX, 1994-1995, pp.75-85.
7 GULLÓN, R., «Introducción» a Realidad, Taurus, Madrid, 1977, p.9.
8 Recogidos en el volumen Galdós, novelista, ed. SOTELO VÁZQUEZ, A., PPU, Barcelona,
1991, pp.185-213.
9 CLARÍN, Op.cit., p.190.
10 GÓMEZ DE BAQUERO, E., «El teatro de Galdós», recogido en Letras e ideas, Henrich y
Cª, Barcelona, 1905, pp.200-201.
11 CLARÍN, Op.cit., p.275.
12 Poco eco tuvieron las recomendaciones de Clarín, a juzgar por la boga que este
subgénero alcanzó entre los nuevos escritores de comienzos del siglo, Baroja y Valle
Inclán, por ejemplo.
13 Por ello quienes se han ocupado de estas obras denominan “acotación” a todo texto no
dialogado perteneciente a las mismas. Así lo hace HERNÁNDEZ, C. E., en el estudio
previo a la edición crítica de El Abuelo, Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de
Gran Canaria, 1993, p.37. También AMORÓS, A., en su trabajo «Tres Casandras: de
Galdós a Galdós y a Francisco Nieva», usa el mismo término para designar cualquier
intervención del narrador en la novela dialogada.
14 Véase a este respecto el trabajo de TRONCOSO, D., «El diálogo en La corte de Carlos IV»
en el volumen Diálogo y Retórica, eds.: RUIZ CASTELLANOS, A. y VIÑEZ SÁNCHEZ, A.,
U. de Cádiz, 1996, pp.415-420.