MUJERES ...Y FATALES.
GALDÓS Y EL PROGRAMA DE RENOVACIÓN DE
LOS ARQUETIPOS LITERARIOS FEMENINOS EN
EL FIN DE SIGLO
Isabel Argentina Fuentes Herbón
¿Qué tienen en común personajes galdosianos como el de la mundana
Eufrasia de los Episodios Nacionales, una muñeca que exhibe desde los
escaparates el enigma de su apariencia casi humana en La princesa y el
granuja o la alegoría del espíritu sofocante del estío representada en Théros?
La obra galdosiana se inscribe plenamente en el proceso finisecular que
revisa, entre tantas y tantas cosas que parecían asentadas en la firmeza
pétrea de la tradición, los arquetipos femeninos de la modernidad. Es cierto
que de la desaforada carnalidad de las cortesanas naturalistas que
vampirizan fortunas y testosterona a espuertas, de la tiránica insatisfacción
de las esposas guardianas del hogar del buen burgués al personaje
literario de la mujer fatal, no hay más que un paso. También es igualmente
cierto que el retorno en pleno Siglo del Progreso de un mito ancestral
como el de la hembra perversa tuvo oportunidad de concretarse porque,
sencillamente, nunca se había ido y funcionaba como uno de los esquemas
básicos del imaginario colectivo, que por el entonces venía a querer
decir masculino. Pero la aterrada consciencia del ser humano ante sus
propias obsesiones parece exacerbarse, con puntualidad kantiana, cada
fin de siglo. O quizá simplemente se trate de un mitema cronológico que
fabula la desorientada frustración del acabamiento y contribuye a la periódica
puesta al día de preocupaciones sociales y existenciales que no tienen
tiempo.
Del mismo modo que no podemos hablar con propiedad de novela
modernista en España, sino de novelas finiseculares con algún que otro
rasgo decadente o, mejor aún, de inspiración decadente, en la misma
medida tampoco nos está permitido hablar de personajes literarios femeninos
que en esta novelística correspondan a verdaderas realizaciones
prototípicas del mito de la mujer fatal y que antes son creaciones que, más
o menos fielmente, reflejan alguno de sus rasgos o, cuanto menos, parece
que los recuerdan. Galdós es un “decadente”, como tantos otros coetáneos
y valga la expresión, circunstancial; lo es en la obviedad de que difícilmente
puede militar en la mejor escuela naturalista y alborear cierta
mañana de otoño devoto de la nueva religión del azul... vitriolo.
4.1-16
328
El burgués liberal había creado, décadas antes, una imagen literaria de
la mujer a la medida de sus necesidades, un ángel del hogar moderno, a
quien hubo de rescatar del oscurantismo eclesiástico y del conservadurismo
ambiente que constituyera su mayor virtud en épocas no tan pretéritas
para convertirla, así, en su compañera ideal en el proyecto social burgués,
tras un oportuno reciclaje ideológico que, no obstante, continuaba confinándola
al ámbito de la domesticidad y de la familia. No fue otro el intento
frustrado, por sentenciado, de Pepe Rey.
En este sentido, la locura crematística de Rosalía Pipaón de la Barca, La
de Bringas, dinamitará en la novela homónima que data de 1884 la paz de
un hogar maltratado por los vaivenes preconizadores de La Gloriosa, legítima
revolución a la española bautizada así de una manera quizá demasiado
optimista, más precipitada en todo caso. Bien nutrida en las filas carnales
del Naturalismo decimonónico, Rosalía carece de la sofisticada perversidad
sin límites de las hembras-ídolo de la modernidad, pero las malas
pécoras del Fin de Siglo se anunciaban ya en la caracterización de algunas
significativas heroínas naturalistas y quizá debería resultar razonable que
hembras como Rosalía de Bringas se dedicaran a sangrar1 al hombre allí
donde al buen burgués más le dolía: su bolsillo; la cuestión de la tan traída
y llevada -y, con tanto trasiego, maltrecha- estricta moralidad burguesa es
en estos procederes secundaria mientras se sepa mantener la decencia en
las apariencias: el pecado de la lujuria, aunque mortal, supone siempre
una benevolente indulgencia imposible de forzar cuando se traicionan los
principios mismos de clase. El binomio lujuria/dinero viene a sumar la
cualidad vampírica a la floresta de barbaridades que desde tiempo inmemorial
adorna con prolijidad ciertamente inefable el retrato moral de ese
monstruo de perversidad que, manda la tradición -con ”o”-, es la mujer; a
finales del siglo XIX y en un contexto que prima los privilegios económicos
derivados de la pujante sociedad industrial, el patrón oro rige los destinos
humanos y modela su escala de valores: ¿qué justificación ha de tener
aquí el alegre despilfarro?, ¿merece siquiera la gracia de la discreción parroquiana
quien no satisface sus caprichos con el sudor de una frente
decente,2 limitándose a succionar con explicable glotonería la riqueza ajena,
como el vampiro la sangre?
El príncipe Miguel Fedor Lubinoff, creador de una sociedad que denominará,
significativamente, “Los enemigos de la mujer” en la obra del mismo
nombre que escribiera V. Blasco Ibáñez en 1919, pontifica ante un
reducidísimo y exclusivo grupo de acólitos: “para el amor se necesita dinero”;
3 tal reflexión basta para justificar su particular declaración de guerra a
la moderna versión femenina del Maligno, mientras en el mundo exterior
que han decidido abandonar cautelarmente la Triple Alianza ya se la había
declarado por su cuenta al resto del orbe. La victoria final de Rosalía sobre
el patriarca era, por tanto, inevitable y previsible desde un principio:
329
Hijita, no me digas que eres mujer. Yo te digo que eres un ángel...
Mira, hasta ahora no se ha hecho en la casa más voluntad
que la mía. Has sido una esclava. De hoy en adelante no se hará
más que tu voluntad. El esclavo seré yo.4
Rosalía empezó por cuestionar los principios económicos de su marido,
tal la virtud sagrada del ahorro
Bringas tenía sus ahorros, reunidos cuarto a cuarto. ¿Y para qué?
Para maldita la cosa, por el simple gusto de juntar monedas en
un cajoncillo y contarlas y remirarlas de vez en cuando...5
y acabó por pulverizar la piedra angular en esa sociedad plutocrática
que era, con la familia, el matrimonio -la “jaula del matrimonio”-6 a decir
de la rebeldía vacua y delirante de la dama. El proceso de perversión que
sufre este nuevo “ángel del hogar” galdosiano sigue una línea de trazo
rápido y bien definido. Rosalía comienza a dejar de ser la esforzada caricatura
de la perfecta casada cuando acude al ENGAÑO para justificar ante su
marido la procedencia de la manteleta maldita, presentándosela a Bringas
como un regalo de Su Majestad. El ROBO será el siguiente paso; empezando
por las sisas de la ya de por sí exigua cartilla de racionamiento
bringuística, continuando por el empeño de la plata familiar, acabando por
la sustracción y falsificación de los billetitos manoseados de tanto en tanto
por la concupiscencia de Bringas. El acabóse llegará con el ADULTERIO,
que viene a querer decir PROSTITUCIÓN en el caso de Rosalía, precipitada
ya en la vorágine de la necesidad aunque, superadas las circunstancias
adversas, sabrá rentabilizarla con renovado cinismo.
Bella en su rotundidad, sobrepasada por una también desmesurada ambición
que la degrada como individualidad y como ser social, son éstos
pormenores tardorrealistas que no le impedirán, sin embargo, asumir el
carácter de claro precedente del mito finisecular de la mujer fatal: simplemente
se convierte en una víctima más, antes que victimario, de una
distorsionada y exagerada visión negativa en el primer Galdós del tradicional
Spanish way of life quijotesco.7 Qué duda cabe, todavía faltan algunos
detalles para poder asistir al nacimiento de una verdadera femme fatale
del Fin de Siglo, de una de esas pesadillas emperifolladas que jugaron a
hacer añicos el tradicional rol social de los poderes. En palabras de
Montesinos,
de tan pavorosa aventura sale una mujer nueva. Que tal vez hubiera
sido peligrosa para alguien si no tuviera los años que tiene y su
físico fuese algo mejor...8
Eufrasia Carrasco y Quijada de Terry es ya otra cosa. El Galdós de la
última serie de los Episodios Nacionales insistirá en su propósito manifiesto
de mostrar el mundo isabelino a través de estos personajes femeninos
330
“brillantes” e “intrigantes” -son palabras textuales de Galdós en O’Donnellque
pueblan un Madrid, todo un país, donde desde tiempo inmemorial
rigen sólo las apariencias. Representaciones como las de Eufrasia o Teresa
Villaescusa, conocidas novedades de importación francesa, comparten esa
seductora mezcla de mala vida y sofisticación de altura que las caracteriza
en sus papeles estelares como ídolos de perversidad junto con Céfora,
Rafaela, Valeria, Eloísa y tantas otras perlas finas menos favorecidas por la
memoria caprichosa de la posteridad. Si hemos de hacer caso de la tradición
literaria, los pecados de la came, asociados a la mujer y a sus artes
dicen que perversas de seducción, han gozado siempre de mayor
predicamiento en cuantos menesteres de fatales amoríos han sido. Y
Eufrasia, según el profesor Casalduero, destaca por méritos propios como
“ejemplo de la psicología perversa y amoral de los impresionistas”,19 en
este caso el Galdós converso de 1900 y de Bodas reales. Eufrasia no tendría
más aires de femme fatale que Rosalía de Bringas si su sensualidad,
más allá de la mera carnalidad, más allá de toda finalidad materialista, no
reclamara el despunte de una sofisticación admirable. Un dato importante
-ya inicial en Bodas reales- es su preferencia por el lujo y la ostentación
externos, que en su caso borda una elegancia sublime, muy al contrario
de la ridícula cursilería de la de Bringas y, así, en Eufrasia “había desarrollado
la vida de Madrid aficiones y aptitudes sociales, con la consiguiente
querencia del lujo y el ansia de ser notoria por su elegancia“;10 esta característica
no sólo será la puerta, sino también el público estandarte de su
éxito social en la corte isabelina, pues de entre cuantos asisten en la mente
de don Bruno Carrasco al ensayo general de los reales esponsales
Dícenme que una de las próceras más guapas y mejor
emperifolladas era la esposa de don Emilio Terry, nuestra querida
hija Eufrasia Carrasco y Quijada de Terry, que ahora así se
llama, la cual lucía collar de perlas como garbanzos, y unos brillantes
en el pescuezo y en la cabeza que eran como soles, y en
las orejas esmeraldas tan grandes como huevos de paloma...,
no tanto, como huevos de avutarda...11
Sin embargo, esta misma alucinada admiración paterna -tan poco
sabedora, por cierto, de las delicadezas de la metáfora- no anda demasiado
lejos de una acusadora consciencia de la virtud comprometida de
Eufrasia, desde los albores mismos de su relación con Terry, por
sacramentar aún cuando acaba la novela. Es su hermana Lea, todo por un
quitame allá esos brillantes que te ha regalado en pleno uso y disfrute de
la casta soltería, quien da la voz de alarma:
Aunque ella no lo crea, pecado hay aquí -se decía- o principios
de pecado y de grandísima deshonra.12
El matrimonio, santo y seña de la condición pública de la decencia,
parece incompatible con la mitología de la femme fatale. La
331
institucionalización de las pasiones acaba con el malditismo inherente a
esta tipología del personaje literario femenino, que queda integrada así en
el orden tradicional establecido al pasar de dominadora a dominada. De
ahí el empeño de doña Leandra en que su hija se dé prisa en “tomar
estado”, por supuesto “para satisfacción tuya y de tus padres...”,13 no se
sabe si en ese mismo orden. El matrimonio recibe, no obstante, un tratamiento
ambiguo en estas ficciones. Mientras que en La princesa y el granuja
refuerza los resortes del dominio circunstancial de la hembra sobre al
macho, en Théros precipita la huida de la protagonista femenina, espíritu
libre, alma vagabunda, antes de perecer con el estío y en La de Bringas
fundamenta uno de los más firmes puntos de apoyo de la gran mascarada
social que representa la corte isabelina. Cualquier intentona de insumisión
pasa, pues, por reivindicar el imperio absoluto de las pasiones:
Bueno -dijo Eufrasia, en un rapto de orgullo, proclamando el imperio
de la pasión sobre toda moral y toda conveniencia-; pues aunque
no se case... Los casamientos los hace la sociedad, y el amor,
¿quién lo da, sino Dios?14
Con semejante filosofía de vida, a Eufrasia comienzan a lloverle desde
el seno de su propia familia vituperios como “pecadora”,15 “demente”,16
“desdichada”,17 hasta el extremo de preferir darla ésta por “muerta”18 antes
que admitirla dicen que deshonrada. Eufrasia se pierde como persona
pero, en cambio, gana ante estos centinelas pertinaces de la virtud, la
consideración de un exótico e inquietante ídolo pagano. Y es que, portadora
de semejante carga bruta -gazapo incluido-, resultábale harto más
difícil ascender entre himnos de gloria a la diestra azul de Dios Padre que
acabar por sumergirse en los oscuros dominios de la paganía:
se ha ido a los infiernos cubierta de diamantes, esmeraldas y topacios19
Si bien su belleza se había convertido en la clave de un éxito social que
la había llevado prácticamente a los altares de amor como imagen de culto,
su notable dominio del saber estar, esa misma intuición que la llevaba
a esconder los regalos que recibía de Terry, incluso ante sus más íntimos
familiares y en nombre siempre de los fueros de la honra, ya parecía vaticinar
que su proceso de divinización estaba en marcha desde hacía tiempo,
aunque, eso sí, vedadas como le estaban las virginales alturas celestes,
descendería a los infiernos para seguir reinando allí como ídolo perverso,
sereno, pétreo, pletórico de majestad. Hasta ese momento Eufrasia
se había limitado a ironizar sobre el edulcorado estatuto de “mujer ideal”20
de que disfrutaba ante los pimpollos de la buena sociedad madrileña, quienes
la fastidiaban con un asedio más que continuado y muy a pesar de su
notoria devoción por Terry. La bella enseña los dientes de la bestia que
lleva dentro, evidentemente tan irreal como la perfección angélica que se
332
le atribuye, mientras aguanta la monserga de don Esteban Ordóñez de
Castro, prometedor parásito de la Secretaría de Estado:
¡Ay!, ¿no cree usted que tanta, tanta felicidad empalaga? Ponga
usted un poco de desdicha, de susto, de contrariedad, y quizás nos
entenderemos. Tanta confianza en mí no me gusta, puede creerlo.
Dude usted, hombre; llámeme pérfida, falaz, para que después me
guste oirle decir lo contrario,21
Claro que, ¿a quién debía dedicarse a marear por aquellos días Eufrasia
en su compás de espera, sino a todo un dandy, al dandy Estebanito?:
Reapareció entonces el dandy, paquete, lion, fashionable, o como
nombrársele quiera, don Esteban Ordóñez de Castro, y Eufrasia
tuvo ya con quien divertirse mientras le llegaba el santo de su completa
devoción.22
El seductor duende de Eufrasia enreda no sólo a cuantos obnubila el
destelleo omnipotente de su aureola. Parece disfrutar, además, del don
igualmente divino de la ubicuidad. Diríase capaz de sugestionar in absentia.
La noche en que Eufrasia huye del hogar paterno con Terry, Lea -la buena
hija, mejor hermana e irreprochable prometida- llora la marcha acompañada
del pusilánime novio boticario que le han adjudicado en la tómbola
celestinesca que es a veces el submundo palatino; recostados en el sofá
de la habitación que compartían ambas hermanas, envueltos en la atmósfera
de pecado y de sofisticado sensualismo que había sabido crear Eufrasia
en torno a sí, atraídos por el vertiginoso espíritu de transgresión que envidian
secretamente en la prófuga... están a punto de sucumbir a cierto “mal
pensamiento”23 -eufemismo literal- cuando la virtud de Lea toca de súbito
los clarines triunfales en la reñida lid. Bien mirado, no tiene tanto mérito.
No resulta excesivamente difícil presumir qué habría pasado si el muchacho
hubiera sido pepa de mango, como dicen en Sudamérica, y no ese
bendito, ese santo varón limitado a sus boticas.
De Eufrasia había quedado un perfume intenso, de los más delicados,
como si en la precipitación de recoger y empaquetar sus cosas
se le rompiese y vaciara un frasquito de esencias. Trastornada
por la fragancia se sintió Lea, y además tan vencida del cansancio
y de las emociones de aquel día, que apenas podía tenerse. Habríase
echado de buena gana en el sofá, si no estuviera presente el honrado
farmacéutico. Callaban ambos, cada cual sumergido en sus propias
meditaciones. Lea llegó a imaginar que ya no había familia,
que ya no había sociedad, que los padres no eran nadie, y que toda
ley estaba rota y por el suelo. Pensó asimismo que quizás ella, en
el caso de su hermana, habría hecho lo mismo que ésta hizo...
Gran cosa era, sin duda, la libertad... Estos pensamientos en su
magín revolvía, cuando Vicente, no creyendo decorosa su presen333
cia tan a deshora y en tal soledad, se levantó para despedirse...
Miróle ella un rato, dudando si retenerle con alguna frase coquetil
o echarle con una glacial expresión amistosa. Esto era lo correcto;
pero si Vicente no hubiera sido lo que era, un santo, al decir de
doña Leandra, la señorita no le habría despedido con una
protestación de moralidad, que sonaba ligeramente a menosprecio.
24
En La princesa y el granuja (1879), el tema de la muñeca, diabólica por
más seña, refiere directamente y sin necesidad de parafrasear el título de
una mala película de terror postindustrial, a uno de los modelos favoritos
-y efectivos- de la femme fatale persistentes en la literatura europea
finisecular.25
Pacorrito Migajas queda enamorado en este cuento galdosiano de la
“celestial hermosura”,26 de la “seductora belleza”27 de la reina de las muñecas
que esperan la sentencia de su destino viendo envejecer el mundo
desde los cristales de una juguetería. Con hiperbólico arrobo, suspira incansable
y de plantón ante “la más hermosa, la más alta, la más simpática,
la más esbelta, la mejor vestida, la más señora”.28 El retrato del portento
deja bien claro por qué no ha lugar a aspavientos de menor envergadura:
¿Y quién había inspirado a Pacorrito pasión tan terrible? Pues una
dama que arrastraba vestidos de seda y terciopelo con vistosas
pieles; una dama de cabellos rubios, que en bucles descendían
sobre su alabastrino cuello. La tal solía gastar quevedos de oro, y a
veces estaba sentada al piano tres días seguidos.29
Es tan bella. Y tan señora:
Parecía ser de superior condición, algo como princesa, reina o emperatriz.
Su gesto soberano y su gallardo continente, sin altanería,
revelaban dominio sobre las demás.30
Belleza señorial. Belleza procedente según los cánones de la justicia
sociopoética al uso y por algún motivo que sólo la Providencia sabría explicar
coherentemente desde el punto de vista estético. Los roles están claros
desde el principio y nadie será llamado, pues, a engaño en la historia
de estos singulares amores. Ella es la señora y Pacorrito el amante sumiso,
quedando establecida así una relación basada en el eje tópico amo/esclavo
que parece tener muy contentos a ambos protagonistas. Pacorrito la
llamará reiteradamente “señora”, incluso cuando ya estén casados.
En efecto, acaba el granuja tan aturdido, tan fuera de sí entre unas
cosas y otras, que, para rematar la faena en esta tarde de gloria, su mente
traicionera sólo puede dar en concebir “dramáticos planes de seducción,
rapto y aún de matrimonio”.31 Adelantando algo que también se repetirá
334
en Théros, simplemente apuntar que el protagonista de este mal sueño
galdosiano no sabe lo que le espera...
Y ya que el amor perjudica seriamente la salud -como se ha encargado
de demostrar, de nuevo, el cine más actual-, sus efectos nocivos tardan
apenas nada en manifestarse en el frágil organismo del niño. Cuando la
linda muñequita desaparece del escaparate al ser vendida:
Migajas estuvo a punto de caer al suelo; pensó en el suicidio;
invocó a Dios y al diablo...
Y se arrancó los cabellos, y se arañó el rostro; y en las pataletas
de su desesperación se le cayeron al suelo los fósforos, los periódicos
y los billetes de Lotería.32
Si sentir cómo se envenenan de rabia los fluidos vitales deriva en tan
dramáticas consecuencias, peor resultado es de prever que tendrá la pérdida
en el arrebato de las cuatro chucherías con que Pacorrito engaña su
paupérrima economía de subsistencia. Recuperado el hálito al recuperar
también el objeto de deseo, el niño comienza a examinar los pormenores
de su dificil coyuntura a la luz de una particular interpretación masculina y
burguesa de la racionalidad decimonónica:
Con el abandono de su comercio se le habían vaciado los bolsillos,
y una mujer amada, mayormente si no está bien de salud, es fuente
inagotable de gastos.33
No termina ahí esta cadena de despropósitos. La dialéctica dominio/
sumisión que parece reglamentar las relaciones entre los personajes de
este cuento, ofrece particular interés en lo tocante a los amoríos de
Pacorrito. Sin ir más lejos, durante la ceremonia que sella el extraño vinculo
matrimonial entre el niño y la muñeca, ésta se empecina en humillarlo
ante la corte a modo de bienvenida, exigiéndole satisfacer el estrafalario
antojo de pregonar el diario y los fósforos como en sus peores tiempos de
callejeo a la intemperie:
Hallaba el granuja esta proposición tan contraria a su dignidad y
decoro, que se llenó de aflicción y no supo qué contestar a su
adorada.34
Nada comparable, sin embargo a la crueldad suma de que hace gala su
esposa al exigir de Pacorrito un arriesgado débito conyugal; nada más y
nada menos que la renuncia expresa de éste a su condición humana, requisito
indispensable para una vida en común, y que ofrece en el amor, el
poder, la eternidad y entelequias por el estilo atractivas compensaciones:
335
-¡A esto llama delicioso tu alteza! -exclamó Migajas-. ¡Dios mío, qué
frialdad, qué dureza, que vacío, qué rigidez!35
Víctima de la trampa del amor eterno, Pacorrito queda condenado por
los siglos de los siglos a purgar su enamorada inconsciencia exhibido en
un escaparate; eso sí, de juguetería bien:
Su alteza serenísima vio que en el pedestal donde estaba colocado
había una tarjeta con esta cifra: “240 reales”.
-Dios mío, es un tesoro lo que valgo. Esto, al menos, le consuela a
uno.36
La infernal aparición que es para el viajero la dama fantasmagórica de
Théros (1890), otro cuento galdosiano, practica con entusiasmo una variedad
inquisitorial de tortura física consistente en someter a su víctima a la
oscilación intencionada entre el sofoco asfixiante de la canícula y un frío
que le hiele los mismísimos huesos, siempre al acecho, como atestigua el
étimo griego que da título a la narración de los sufrimientos de la imposible
víctima de una alegoría, pues “es usted la misma Canícula en cuerpo y
alma”.37 Las referencias a lo equívoco de su presencia se multiplican a lo
largo de todo el relato y, así, el protagonista, presa de un ambiguo malestar
entreverado de fascinación, de mucha fascinación, se achicharra en las
“llamaradas insoportables [...] que el misterioso cuerpo de la endemoniada
ninfa despedía”,38 siente “aquel tufo de infierno que de su hermoso
cuerpo emanaba”,39 habla de “la diabólica-, aparición”40 que le ha puesto
cerco cual sombra negra, hasta acabar por convencerse y afirmar con rotundas
erres: “Estoy en las calderas infernales”.41 La reacción de esta diva
caprichosa no se hace esperar: “¡Y cómo reía la pícara al ver tales estragos!”.
42
Confinados ambos personajes en un vagón de tren que atraviesa la Península
de punta a punta, la misteriosa dama -sin billete, por añadiduracomienza
a incordiar al protagonista allá por tierras de Jerez. Viejos artificios
narrativos justifican la irrupción de lo fantástico en estos relatos
galdosianos; si en La princesa y el granuja tratábase del sueño, ahora en
Théros la embriaguez sirve exactamente a este mismo propósito. La insólita
figura permanecerá invisible para el común de los mortales, ya que,
muerto y enterrado Job, todo parece indicar que considera innecesario
poner a prueba cualquier humana paciencia que no sea la de su víctima,
quien, exhausta, poco tardará en pasar del encantamiento inicial:
Era de una hermosura sobrehumana.
Yo recordaba vagamente haberla visto en pintura no sé dónde, en
frescos rafaelescos, en cartones, dibujos, quizás en las célebres
Horas, en relieves de Thornwaldsen, en alguna región, no sé cuál,
336
poblada por la imaginación creadora de los dioses del arte.
Nada de cuanto modelaron griegos ni de cuanto cincelaron
florentinos puede superar a la incomparable estructura de su
cuerpo. Su rostro era como el que la tradición artística da a todas
las ninfas acuáticas y terrestres, a las diosas que fueron, a las jubiladas
matronas simbólicas que durante siglos han representado en
doradas techumbres el pensamiento humano. Más perfecta belleza
no vi jamás; pero no era fácil contemplarla, porque sus ojos
eran como pedazos del mismo sol, que deslumbraban y ofendían,
quemando la vista de tal modo, que perdería la suya el observador
si se obstinara en mirar sin vidrios ahumados la hermosa imagen.
De sus cabellos no diré sino que me parecieron hilos del más fino
oro de Arabia, perfumados de aroma campesino, y que en ellos se
entretejían amapolas y espigas en preciosa guirnalda.43
a la presentación de la correspondiente denuncia formal, mucho más prosaica,
ante el jefe de la estación de Córdoba:
Sí, señor; si señor. Va en mi coche una señora que echa fuego por
los ojos y por todo el cuerpo un calor tan vivo, que se podrían asar
chuletas y freir pescado sobre las palmas de sus manos.44
Quedan, sin embargo, algunas sorpresas que el caballero ni imagina.
Cuando el tren atraviese de noche la llanura castellana, tornaráse el
sofoco tibieza, frescura, y la dama se convertirá en la más grata compañera
de viaje.
La noche sigue al día.
Por el día hízome sudar la gota gorda y me sofocaba con sólo acercar
a mí las yemas de sus candentes dedos; mas llegada la noche,
recobró su constitución tibia y placentera, alcanzando de mí las
amistades que no podía concederle a la luz del sol.45
Y el norte, al sur.
Al llegar aquí, mejor dicho, desde que dejamos aquellas fastidiosas
llanuras castellanas, desaparecieron los accidentes caniculares
que tan aborrecible me la habían hecho. Amenguóse el resplandor
molesto de sus ojos, que brillaban, sí, pero empanados por tenues
celajes; dejó de echar fuego como fragua su hermoso cuerpo, y
pude acercarme libremente a ella, sintiendo, antes que calor, un
dulce temple que a un tiempo confortaba cuerpo y alma.46
337
Camino de las montañas septentrionales, superados los salvajes contrastes
caniculares del clima continental, ha logrado seducir al caballero a
fuerza de importunarlo, ya sea sofocándolo de calor, ya sea concediéndole
momentáneamente un respiro.
Le faltará tiempo a la taimada para arrastrarlo al regalo del Sardinero,
paraje en el que lucirá fugazmente hermosa y placentera como nunca.
Más el matrimonio y la previsible maternidad no tienen cabida en la configuración
semántica del mito de la seductora y, la que tan a la ligera fuera
llamada esposa -”porque consintió en serlo con pérfida complacencia”-,47
desaparecería un 22 de septiembre bailando al compás de las olas todavía
apacibles del Cantábrico, para continuar torturándolo a rítmo de bolero en
nombre de lo que pudo haber sido y no fue.
Yo era el hombre más feliz de la Creación, hasta que un día, ¡infausto
día!... Nunca había visto a mi compañera tan hermosa, ni
tan alegre, ni tan amable...
Nos bañamos juntos, disfrutando del halago de las olas, asidos de
las manos, mirándonos el uno al otro, cuando de repente desapareció
no sé cómo ni por dónde, dejándome lelo, lleno de desesperación.
Busquéla por todos lados, dentro y fuera del agua. No estaba
en ninguna parte. Me eché a llorar y sentí frío, un frío que penetraba
hasta mis huesos.48
El prototipo de la femme fatale finisecular y, por supuesto, ya el disperso
germen naturalista de tan perverso enemigo del buen burgués, ataca la
esencia de la condición masculina en su totalidad, en tanto que ésta se
define en términos filosóficos como MATERIA y como IDEA.
En tanto que MATERIALIDAD, la mujer fatal ataca la economía del macho
sustentador de los grupos menos favorecidos de la especie, hunde los
principios del orden burgués minando su principalísima base económica y
la mascarada de la decencia como virtud pública neobarroca. Rosalía de
Bringas sufre los apremios derivados de un incontrolable acceso de locura
crematística y llega a poner en entredicho a consecuencia de ella la honra
familiar -gran paradoja: en nombre de un dudoso mantenimiento del decoro
familiar que no se ha de publicar sino a costa de él-:
¡Bringas cesante, Paquito cesante! Esta situación era verdaderamente
un cataclismo económico-bringuístico, y no inducía a pensar
en grandezas. Pero de un modo o de otro, la familia tenía que
hacer esfuerzos para no desmerecer de su dignidad tradicional y
mostrarse siempre en el mismo pie decoroso. “En estas críticas
circunstancias -me dijo después de una larga conferencia en que
me agradeció con miradas un tanto flamígeras-, la suerte de la familia
depende de mí. Yo la sacaré adelante.49
338
Más allá del siempre difícil equilibrio entre los principios sagrados de la
economía doméstica y el culto a una imagen totalmente dependiente de la
opinión pública, el poder subversivo atribuido a este tipo de personajes
parece rozar los límites de lo hiperbólico y extenderse a la esfera de lo
social cuando el siempre buen burgués alude, presa de auténtico horror
pánico, a
esa pasión mujeril que hace en el mundo más estragos que las
revoluciones.50
La dimensión social del personaje literario de Rosalía de Bringas está
fuera de toda duda para Casalduero, quien no se muestra nunca demasiado
severo a la hora de juzgar la existencia posible de una maldad esencial
implícita en el código moral de la dama:
Rosalía no es una gran pecadora, ni un ser diabólico, ni una mujer
atormentada por los sentidos o devorada por la pasión o la ambición.
Ella, como su marido, sus amigos, la sociedad de que forma
parte, es algo rastrero y mediocre. Falta a todos sus deberes de
madre, de esposa, y sin embargo, su imaginación no va más allá de
comprarse un retazo de tela o arreglarse un traje viejo.51
Y en este sentido suenan manifiestamente hiperbólicas las palabras de
Montesinos al hilo de esta reflexión, ya que para este autor
Rosalía es una mujer odiosa, la más odiosa que quizá inventara
Galdós, pero una de las más verdaderas.52
En tanto que IDEA, la mujer fatal ataca el principio de trascendencia que
según Simone de Beauvoir53 caracteriza a la condición masculina frente a
la femenina en la mayoría, algo que a efectos prácticos viene a querer
decir “todas”, de las agrupaciones sociales humanas, y lo ataca porque lo
acaba reduciendo a la cosificación de la inmanencia que tanto desprecia
como espíritu -que no materia- superior; Pacorrito Migajas, es uno de los
máximos exponentes de esta desgracia, consciente de que acabaría sus
días en un escaparate como un muñeco más desde que aceptara, porque
la aceptó positivamente, la proposición de matrimonio de la más bella de
las muñecas en La princesa y el granuja:
-Pues bien -manifestó la señora con majestad-, puesto que quieres
ser mi esposo, y, por consiguiente, príncipe y señor de estos
monigotiles reinos, debo advertirte que para ello es necesario que
renuncies a tu personalidad humana.54
Pacorrito, en lógica consecuencia, prefiere no comprender los crueles
deseos de su amada implícitos a tales esponsales, mas la fatalidad del
destino está bien claramente escrita en esa joven frente:
339
-Tú perteneces al linaje humano, yo no. Siendo distintas nuestras
naturalezas, no podemos unirnos. Es preciso que tú cambies la
tuya por la mía, lo cual puedes hacer fácilmente con sólo quererlo.
Respóndeme, pues. Pacorrito Migajas, hijo del hombre: ¿quieres
ser muñeco?55
Muñeco. Muñeco en manos de un destino trágico e ineludible, casi inherente
a su condición masculina, esclava de una inmanencia que tomando
apariencia de mujer reclama la madre naturaleza, pues siempre vuelve por
sus fueros. La imagen de la linda damita toma un sesgo diabólico muy del
gusto fin de siècle cuando, tendiendo a Pacorrito la trampa de la eternidad
y del amor eterno, no escatima “desplantes de sacerdotisa antigua” que,
por descontado, “cautivaron más a Pacorrito”,56 aunque ninguno pueda
compararse al gesto que ha de sellar su macabro triunfo final:
La princesa le estrechó en sus brazos, y besándole con sus
rojos labios de cera, exclamó:
-Eres mío, mío por los siglos de los siglos.57
O, según los términos -mucho más exactos- del horrorizado Pacorrito
que da con su absoluta pero insignificante corporeidad en un escaparate
de juguetería décadent:
-¡Muñeco, muñeco por los siglos de los siglos!58
340
NOTAS
1 Bram Dijkstra, comentando los fundamentos ideológicos y estéticos de la inquietante
figura de la “vampiresa”, señala una oportuna -muy burguesa- interrelación entre la
sangre, el semen y el oro; cfr. DIJKSTRA, B., Idols of Perversity. Fantasies of Feminine
Evil in Fin-de-Siècle Culture, O. U. P., New York, 1986. Traducción castellana y edición
de referencia: Ídolos de perversidad. La imagen de la mujer en la cultura de fin de
siglo, Debate, Madrid, 1994.
2 Alrededor de 1880 es ciertamente difícil para el sexo femenino no ya “satisfacer sus
caprichos”, sino, simple y llanamente, sobrevivir. Cuando la sociedad patriarcal asigna
a la mujer el papel de impecable florero consorte, pero la incapacita para crear o
gestionar riqueza propia, siempre útil para mantener en óptimo estado tanto colorido
primaveral, queda más que justificado el despertar -decente o no es ya otra historia- del
ingenio; cfr. el estudio introductorio de Alda Blanco y Carlos Blanco Aguinaga a su
edición de La de Bringas, Cátedra, col. Letras Hispánicas nº 192, Madrid, 1991. Edición
de referencia. Más allá del comentario jocoso, lo cierto es que la situación no daba pie
a demasiadas bromas y el espectador actual tiene la impresión de asistir a un boom
internacional de la prostitución en esos años. Porque había Clases y clases. Doña Emilia
de Pardo Bazán, en uno de sus artículos periodísticos publicados dentro de la serie La
Vida Contemporánea, convierte la narración de una violación y posterior asesinato
reales en un cuento trágico de notable regusto naturalista, donde se explican las duras
condiciones de vida de una joven obligada por las circunstancias a prostituirse: “La
modistilla carecía de trabajo. No hemos llegado todavía en España, la “nación católica
por excelencia” a preocuparnos de este caso frecuente y baladí: que una mujer que
desea y necesita trabajar no encuentre en qué ni en dónde. En qué... ¡Diablo! Sí; hay
un frabajo que siempre encuentra fácilmente, sobre todo en las grandes capitales, la
mujer, aunque no sea ni joven ni hermosa, como diz que es la modistilla del crimen.
Trabajo llaman a su ejercicio las infelices que, de diez a tres de la madrugada, recorren
a paso furtivo las calles sombrías y lodosas de Madrid, tapándose medio rostro con el
amarillento mantón. Pero este trabajo no le convenía a la modistilla: tenía la meta de
ser honrada, el propósito de conservar lo que no dan, a quien no lo lleva en el alma
colocado allí por Dios, ni las más altas posiciones ni las educaciones más refinadas y
pulcras, y como manera de ganarse el pan no sabía ni quería conocer sino el trabajo...,
el trabajo inaccesible, en el verano, cuando los talleres interrumpen su labor y la amarga
cebolla brota entre las piedras caldeadas de la desierta villa y corte.”; cfr. PARDO
BAZAN, E., «Como en las cavernas» de la serie LA VIDA CONTEMPORÁNEA, publicado
en La Ilustración Artística, nº 1029, 16 de septiembre de 1901; cfr. PARDO BAZAN, E.,
«Un crimen y una violación», en La Vida Contemporánea (edición de referencia de C.
Bravo-Villasante), Real Academia Gallega de la Lengua & Editorial Magisterio Español,
col. Novelas y Cuentos nº 103, Madrid, 1972, pp.141-148.
3 “Las [mujeres, por supuesto] de nuestra época no tienen otra preocupación que el
dinero. Cuando su amante es un hombre rico, se lo piden aunque posean una gran
fortuna. Creerían valer menos si no lo hiciesen. Y si les gusta un pobre, le fuerzan á que
reciba sus dádivas. Lo dominan mejor envileciéndolo; sienten con ello la satisfacción
egoísta del que hace una limosna. La mujer, eterna mendiga del hombre, experimenta
el mayor de los orgullos, se cree un ser extraordinario, una heroína, cuando á su vez
puede dar dinero á uno del sexo que la ha mantenido siempre.”; cfr. BLASCO IBÁÑEZ,
V., Los enemigos de la mujer, Prometeo Sociedad Editorial, Valencia, 1919, p.23. A
tenor de estas palabras, cuando el príncipe Miguel Fedor Lubinoff y otros tres personajes
desengañados de la vida fundan en Villa-Sirena una sociedad programáticamente
misógina que dan en llamar “Los enemigos de la mujer”, tienen en mente un ser
monstruosamente híbrido, debatiéndose entre la ética del vampiro y la del cinismo;
341
modernos anacoretas, no huyen sólo de la 1 Guerra Mundial y esperan, aislados, lejos
de los cantos de las avariciosas sirenas decimonónicas, la paz: ya sea en forma de
jinete apocalíptico, ya tome apariencias de mujer, el enemigo siempre acecha.
4 Cfr. La de Bringas, ed. cit., p.206.
5 Cfr. ibídem, p.126. Bien considerado, sin duda ella entendía mucho mejor que su marido
los principios que regulaban la economía de la naciente sociedad industrial, sobre
todo en lo referente a la acumulación del capital y los beneficios generados con su
teóricamente libérrima circulación: “Guardar dinero de aquel modo, sin obtener de é1
ningún producto, ¿no era una tontería? ¡Si al menos lo diera a interés o lo emplease en
cualquiera de las sociedades que reparten dividendos..!”; cfr. ibídem, p.207. La auténtica
serpiente tentadora en esta moderna versión de la caída del eterno femenino en
pecado mortal, Milagros, la marquesa de Tellería, hace extensiva la cortedad de miras
de Bringas a la catastrófica economía nacional, deudora más bien y sin embargo del
inmovilismo atávico de su propia clase -para muestra un botón: ella-: “Don Francisco
debe de tener mucho parné guardado, dinero improductivo, onza sobre onza, a estilo
de paleto. ¡Qué atraso tan grande! Así está el país como está, porque el capital no
circula, porque todo el metálico está en las arcas, sin beneficio para nadie, ni para el
que lo posee.”; cfr. ibídem, p.137.
6 Cfr. ibídem, p.127.
7 Y a este respecto apunta justamente Casalduero: “El mundo de la burocracia, con todos
sus sufrimientos, bajezas, miserias y vergüenzas, en su doble proyección, la individual
y la colectiva, queda agotado en La de Bringas. A partir de esta obra, Galdós lo utilizará
solamente como instrumento secundario que sirva de apoyo a tal o cual escena, de la
misma manera que pasará a ser algo episódico su compañero sempiterno, el despilfarro
y los deseos de aparentar, encarnados casi siempre en cuerpo de mujer.”; cfr. 3.
CASALDUERO, Vída y obra de Galdós (1843-1920), Gredos, Madrid, l974.
8 Cfr. 3. MONTESINOS, F., Galdós, Castalia, Madrid, 1968, T. II, p.150.
9 Cfr. 3. CASALDUERO, op.cit., p.146.
10 Cifr. PÉREZ GALDÓS, B., Bodas reales (Episodios Nacionales, XXX), Alianza Editorial &
Casa Editorial Hernando, Madrid, 1978, p.11. Edición de referencia.
11 Cfr. ibídem, pp.154-155.
12 Cfr. ibídem, pp.147-148.
13 Cfr. ibídem, p.157.
14 Cfr. ibídem, p.162.
15 Cfr. ibídem, p.162.
16 Cfr. ibídem, p.163.
17 Cfr. ibídem, p.164.
18 Cfr. ibídem, p.173.
19 Cfr. ibídem, p.168.
20 Cfr. ibídem, p.79.
21 Cfr. ibídem, p.78.
22 Cfr. ibídem, pp.86-87.
23 Cfr. ibídem, p.165.
24 Cfr. ibídem, pp.164-165.
25 Cfr. El tema es de indudable filiación romántica -El hombre de arena (1817), de E.T.A.
Hoffmann; La Venus de Ille (1837), de Prosper Mérimée; El beso (1863), La mujer de
342
piedra (inacabada) o la rima LXXVI, de G.A. Bécquer- y posteriormente volverá a revelarse
productivo, recuperado por el Decadentismo de final de siglo -El hombre de la muñeca
extraña (1912), de Antonio de Hoyos y Vinent.
26 Cfr. PEREZ GALDÓS, B., La princesa y el granuja, en las Obras Completas. Cuentos.
Teatro, Aguilar, Madrid, 1990, T. W, p.80. Edición de referencia.
27 Cfr. ibídem, p.81.
28 Cfr. ibídem, p.81.
29 Cfr. ibídem, p.80.
30 Cfr. ibídem, p.84.
31 Cfr. ibídem, p.81.
32 Cfr. ibídem, p.81. Y, al igual que en tantos otros textos galdosianos, hay siempre cumplida
ocasión para la parodia de los extremos melodramáticos románticos: “Nuestro
personaje se hallaba en ese estado particular de exaltación y desvarío en que aparecen
los héroes de las novelas amatorias. Su cerebro hervía; en su corazón se enroscaban
culebras mordedoras; su pensamiento era un volcán; deseaba la muerte; aborrecía la
vida; hablaba sin cesar consigo mismo; miraba a la luna; se remontaba al quinto cielo,
etc.”; cfr. ibídem, p.81.
33 Cfr. ibídem, p.83.
34 Cfr. ibídem, p.86.
35 Cfr. ibídem, p.88.
36 Cfr. ibídem, p.88.
37 Cfr. PÉREZ GALDÓS, B., Théros, en las Obras Completas. Cuentos. Teatro, Aguilar,
Madrid, 1990, T. IV, p.34. Edición de referencia. Cfr. 5. DE BEAUVOIR, El segundo sexo,
Ediciones Siglo XX, Buenos Aires, 1970; vid. especialmente el T. II Los hechos y los
mitos. No extrañe en absoluto: la autora sostiene que “El hombre feminiza el ideal que
plantea enfrente de sí como el Otro esencial, porque la mujer es la figura sensible de la
alteridad; es por eso que casi todas las alegorías son mujeres, tanto en el lenguaje
como en la iconografía”; cfr. p.230.
38 Cfr. Théros, ed. cit., p.34.
39 Cfr. ibídem, p.34.
40 Cfr. ibídem, p.35.
41 No es para menos, si se ha de atener el lector a la palabra literal del protagonista de
este cuento galdosiano: “El calor que despedía era ya un calor ecuatorial, intolerable,
un fuego que derretía mi persona como si fuese de cera. Quise saltar del coche, llamar,
vocear, pedir socorro; mas ella me detuvo. Casi exánime, sin fuerzas, todo sudoroso,
desmayado, sin aliento, creo que mis facultades se alteraron profundamente; perdí la
noción de todas las cosas, se nublo mi juicio, y apenas pude formular este pensamiento
angustioso: “Estoy en las calderas infernales.””; cfr. ibídem, p.35.
42 Cfr. ibídem, p.36.
43 Cfr. ibídem, p.33.
44 Cfr. ibídem, p.34. Cfr. ibídem, p.36.
46 Cfr. ibídem, p.38. Cfr. ibídem, p.38.
48 Cfr. ibídem, p.38.
49 Cfr. La de Bringas, ed. cit., p.304.
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50 Cfr. ibídem, p.94. A este respecto, nótese que los efectos devastadores de la sofocante
dama que hace las veces de alegoría del estío en Théros se hacen sentir apuntando
también en esa misma dirección: “Mis días son fecundos y la vida se duplica en ellos,
porque avivo las pasiones de los hombres, y exaltando su entusiasmo les llevo a las
acciones más osadas. Acúsanme de incitar a las revoluciones y de seducir a las muchedumbres,
agitando en mis manos ardientes la bandera roja de la emancipación. Me
vituperan por triunfos populares, y yo, sin pronunciar sentencia sobre esto, tan sólo
digo que derribé la Bastilla, que destruí al vencedor de Europa no lejos de estos sitios
por donde vamos, que también aquí salvé al mundo cristiano de las huestes de Mahoma.
Yo abolí la Inquisición de España; yo detuve a los turcos a las puertas de Viena; yo he
realizado mil y mil altísimos hechos, cuyo número no puede contarse, pues son más
que las vueltas que en todo el curso de nuestro viaje dan las ruedas del coche en que
velozmente caminamos.”; cfr. Théros, ed. cit., pp.35-36.
51 Cfr. CASALDUERO, J., op.cit., p.82.
52 Cfr. MONTESINOS, J. F., op.cit., p.98.
53 Cfr. DE BEAUVOIR, S., op.cit. Se ha convertido ésta en una obra de referencia básica en
la descripción contemporánea de cómo los valores dominantes del imaginario masculino
construyen la imagen de lo que ha de ser una mujer, y en el caso de la mujer fatal
finisecular esto es tan claro que nunca existió más allá de la pose, dentro y fúera de lo
puramente literario; quedaría explicada, así, la construcción de los mitos -en general- y
de la femme fatale -en particular- como resultado de los planteamientos históricos de
un fenómeno cuasi universal. En pocas palabras: “En el transcurso de la “querella de
las mujeres”, que dura desde la Edad Media hasta nuestros dÍas, ciertos hombres no
quieren conocer sino a la mujer bendita con la que sueñan, y otros a la mujer maldita
que desmiente sus sueños. Pero, en verdad, si el hombre puede encontrar todo en la
mujer, es porque ella tiene simultáneamente ambos rostros. De manera carnal y viviente,
la mujer figura todos los valores y antivalores por medio de los cuales la vida toma
un sentido. He aquí, bien perfilados, al Bien y al Mal que se oponen bajo los rasgos de
la Madre devota y de la Amante pérfida...”; cfr. p.244.
54 Cfr. La princesa y el granuja, ed. cit., p.86.
55 Cfr. ibídem, p.86.
56 Cfr. ibídem, p.87.
57 Cfr. ibídem, p.88.
58 Cfr. ibídem, p.88.