CLASIFICANDO LA POBREZA:

LA CARIDAD INDISCRIMINADA COMO PROBLEMA

SOCIAL EN ÁNGEL GUERRA

Teresa Fuentes Peris

Ángel Guerra (1890-91) ha sido considerada por lo general como producto

de las tendencias espirituales de Galdós. La misión caritativa que

emprende el protagonista para hacer frente al problema de la pobreza ha

tendido a analizarse desde el punto de vista individual de la religiosidad

tolstoyana de Guerra. No se ha prestado gran atención, sin embargo, al

contexto social de finales del siglo XIX, un período en el que se estaban

produciendo importantes cambios en las actitudes con respecto a la pobreza

y a la administración de la beneficencia. Estas actitudes estaban

dominadas por el deseo cada vez mayor de diferenciar entre los pobres

merecedores y no merecedores de caridad. Desde esta perspectiva se podría

afirmar que la crítica que Galdós realiza de las ideas utópicas de Guerra

no representan simplemente una réplica por parte del autor a la utopía

religiosa de Tolstoy, como han argumentado algunos críticos, sino que

tiene implicaciones sociales más amplias. Ángel Guerra forma parte de los

debates que circulaban en la España de finales de siglo sobre el problema

de la pobreza y otros males sociales asociados con ella (mendicidad, alcoholismo,

delincuencia/criminalidad, prostitución), un problema que se

agravó considerablemente con el proceso de industrialización y urbanización

y la consiguiente avalancha inmigratoria hacia la capital.

Guerra, desilusionado de la política y tras la crisis provocada por la muerte

de su madre y la de su hija, decide invertir el dinero que ha heredado de

su madre en la fundación de una institución benéfica en el campo. Los

impulsos filantrópicos de Guerra están influidos, en gran medida, por la

mística Leré, que fue institutriz de su hija. Tras la muerte de la madre de

Guerra, éste mantiene una conversación con Leré en la que se hace patente

uno de los temas fundamentales de la novela: el de los pobres

merecedores y los no merecedores de caridad y el reparto indiscriminado

de fondos caritativos. Durante dicha conversación Leré le dice a Guerra

que estaría cometiendo un pecado si, hallándose en posesión de una gran

fortuna, la retuviera para sí en lugar de repartirla entre los necesitados.1

Guerra, sorprendido ante una propuesta que al principio considera excéntrica,

responde: “De modo que yo peco por no dedicarme a sostener vagos“

(I, p.171). Ante la insistencia de Leré, que continúa repitiéndole que

4.1-17

345

es su deber disminuir el número de necesitados, Guerra pregunta: “¿Y qué

necesitados son esos? ¿Con qué criterio debo buscarlos y elegirlos?“ (I,

p.172). A través de estas palabras Galdós se está haciendo eco de uno de

los problemas sociales más acuciantes tanto en España como en la mayor

parte de Europa en la segunda mitad del siglo: el de la necesidad de diferenciar

entre los pobres merecedores de asistencia y los que no lo eran.

A raíz del proceso de industrialización y crecimiento urbano, la antigua

imagen de los pobres como representantes de “los pobres de Jesucristo“

empezó a cambiar. Del mismo modo, el origen providencial de la pobreza

y la obligación moral de socorrer a los pobres empezaron a ponerse en

duda. Hacia finales de siglo, los pobres habían dejado de representar, para

muchos, un grupo social deferente y dependiente de la caridad de los

ricos para convertirse en un problema social, a menudo asociado con la

amenaza que representaba la aparición de una incipiente clase obrera. A

partir de ahora la pobreza sería considerada, en muchos casos, como una

consecuencia del modo de vida y costumbres “inmorales“ y “disolutas“ de

las clases más bajas de la población.2 Ciertas categorías de pobres, del

que constituyen un claro ejemplo los ociosos, alcohólicos, delincuentes o

los pobres irreligiosos eran vistos, cada vez más, como responsables del

estado miserable en que vivían, lo que llevó a que fueran categorizados y

etiquetados de “no merecedores de caridad“. En el polo opuesto de esta

clasificación estaban los pobres “merecedores de caridad“, es decir, aquéllos

cuyo estilo de vida se consideraba “respetable“ (ejemplo de ello eran

su inclinación hacia el trabajo duro, el ahorro, la limpieza y la sobriedad),

pero quienes se encontraban viviendo en la pobreza o habían venido a

menos por circunstancias ajenas a su voluntad. Este afán discriminatorio

se encuadra dentro del contexto social de la segunda mitad del siglo, cuando

las clases dominantes intentaban reafirmar su poder mediante el control,

vigilancia y moralización de aquellos grupos sociales que no se ajustaban

a las normas de conducta impuestas por la burguesía y que, por consiguiente,

amenazaban el nuevo orden social.

En España fueron numerosos los comentaristas sociales y morales que

durante este período destacaron la necesidad de investigar las necesidades

verdaderas, organizando y administrando la beneficencia de manera

científica, de acuerdo con el nuevo espíritu racional capitalista. Según la

escritora y filántropa Concepción Arenal, por ejemplo, un reparto indiscriminado

de fondos caritativos no haría sino fomentar la vagancia y la inmoralidad.

Un tema central en su libro El pauperismo (1897) y en el periódico

La Voz de la Caridad (1870-83) —que Arenal dirigía y del que era asidua

colaboradora— es el de la distinción entre los que no pueden trabajar (por

vejez, enfermedad o desempleo temporal) y los que no quieren trabajar;

o, en palabras de Arenal, entre “el que pide por necesidad y el que pide

por vicio“.3 El higienista Francisco Javier Santero estableció esta misma

clasificación, al tiempo que advertía:

346

Deben [...] evitarse esas caridades mal entendidas por medio de

las que se socorre y da de comer a todo el que lo solicita, sin

averiguar si es o no un verdadero necesitado. La antigua sopa boba

de los conventos servía, más bien que a satisfacer necesidades, a

crear holgazanes y vagos.4

En este mismo tono pragmático y utilitario, Constancio Bernaldo de

Quirós y José María Llanas Aguilaneido subrayaron la importancia de investigar

las verdaderas necesidades:

Un espirítu práctico y previsor, estudiaría las condiciones en que

había de dar la limosna, de manera que satisficiera una necesidad

real, sin que el organismo social se perjudicara con ello en breve ni

en corto plazo.5

El mendigo era percibido, durante este tiempo, como un individuo improductivo

y, por lo tanto, no útil (en el sentido económico) a la sociedad.

Francisco Giner de los Ríos definió al mendigo como el hombre “que no

tiene otra profesión que la de pedir limosna sin devolver nada a la sociedad

a cambio de ella“, y propuso: “la transformación del mendigo en miembro

útil de la sociedad“.6 La imagen del pobre no merecedor de caridad se

construía esencialmente desde una perspectiva económica. En La Voz de

la Caridad se describe a los mendigos falsos como “esa mendicidad funesta

y vergonzosa que [...] defrauda al Estado de multitud de brazos que,

pudiendo serles útiles para la agricultura u otros trabajos, le son del todo

inútiles y funestos, llegando en ocasiones a turbar la paz de los pueblos“.7

Asimismo, el diario conservador La Época hacía hincapié en el derroche

que el reparto irreflexivo de limosnas representaba para la nación.8

En Ángel Guerra, el cura Mancebo, tío de Leré, es el personaje a través

del cual Galdós se hace eco de los temores e inquietudes de la sociedad

de finales de siglo con respecto al problema de la caridad

indiscriminada. Cuando Justina, la hermana de Mancebo, le informa a éste

de que Ángel tiene la intención de repartir su fortuna entre los pobres,

Mancebo pregunta, “con vivísima inquietud“:

¡A los pobres! ¿Pero qué pobres son ésos? ¡zapa! No serán los que

pordiosean por la calle..., no serán los que ejercen la mendicidad

como un oficio, ¡zapa, contra zapa! (Furioso), y entre ellos conozco

algunos que son unos solemnísimos bribones. (II, p.374)

A lo que Justina responde: “No dijeron qué casta de pobres serían los

que van a heredarle“ (II, p.374). Las palabras de Justina reflejan el ansia

contemporánea de encasillar a los pobres en distintas categorías. En consonancia

con las ideas de la época, Mancebo opina que una distribución

indiscriminada de dinero conduciría inevitablemente a la vagancia y a la

degradación moral:

347

hay que mirar [...] cómo reparte esos ríos de dinero, porque de

repartirlos bien a repartirlos mal, va mucha diferencia para su alma

y para el objeto que se propone. Figúrate tú que empieza a soltar, a

soltar a chorro libre y sin ningún criterio. Pues no hará más que

fomentar la vagancia y los vicios. (II, p.375)

En total desacuerdo con estas ideas, Leré cree firmemente en que hay

que dar limosna a quien la necesite, sin hacer distinciones. Cuando el

escéptico Guerra le pregunta: “De modo que, según tú, a todos los perdis

que me pidan dinero o que intenten estafarme les debo abrir cuenta corriente“

(I, p.172), ella replica:

Yo no me fijo en este ni en aquel caso. (Con resolución y convencimiento.)

Digo y repito que hay que socorrer a los menesterosos [...]

Disminuya usted la necesidad y disminuirá los delitos [...] Lo que

he dicho se llama caridad. (I, p.172)

La nueva concepción económica y utilitaria de la pobreza queda de

manifiesto en la observación sarcástica de Ángel de abrir una cuenta corriente

a aquellos pobres que le pidan dinero. Guerra opina que las ideas

de Leré son ridículas, del mismo modo que para una gran parte de los

comentaristas de este período era absurdo dar limosna sin discernimiento.

Así lo muestra la réplica de Guerra a Leré: Perdona hija, pero tu socialismo

evangélico es un disparate“ (I, p.172). Las palabras de Ángel podrían

reflejar el temor a un sistema de gobierno que distribuyera dinero de manera

indiscriminada entre los pobres. En La Voz de la Caridad Concepción

Arenal deja traslucir este temor de intervención estatal cuando insiste en

que el Estado, sus leyes y sus agentes son incapaces de distinguir entre las

distintas categorías de pobres y, por lo tanto, de administrar los fondos

benéficos de manera eficaz.9

Leré considera la pobreza como un signo de pertenecer a Cristo, una

visión que está en consonancia con la de los primeros siglos del cristianismo

y con la ideología de la Iglesia católica antes de mediados del siglo

XIX. Leré se hace eco de esta concepción de la pobreza cuando rechaza el

plan del pragmático Mancebo de casarla con un rico pretendiente, un casamiento

que pondría fin a la difícil situación económica de la familia. Así,

no le importa que Justina y sus hijos tengan que vivir en la pobreza:

¡La pobreza es el signo visible de pertenecer a Cristo! ¡El eres mío

con que nos marca en la frente! [...] El mal, el verdadero mal es el

pecado [...] ¡Pero la pobreza!, ¡mirar como mal la carencia de medios

de fortuna! [...] [E]l accidente del tener o el no tener, colocado

entre el nacer y el morir, significa bien poco. ¡Si no muriera el rico,

si su riqueza le asegurara un puesto preferente en la otra vida!...

Pero ¡si muere como el mendigo, y tan polvo es el uno como el

otro! (II, p.330)

348

Leré expresa la creencia tradicional de que la caridad es signo de santidad,

como lo manifiestan las palabras que le dirige a Guerra:

¿Qué diferencia esencial hay entre recibir de un administrador o

del habilitado el pedazo de pan y tener que pedírselo al primero

que pasa? Cuestión de formalidades, que en el fondo no son más

que soberbia... ¡Que Justina tenga que mendigar! ¿Y qué? Es lo

único que le falta para ser santa. (II, p.330)

Estas ideas, como hemos visto, habían empezado a ser desplazadas a

lo largo del siglo para ser sustituidas por una visión más acorde con la

nueva situación creada por el capitalismo industrial. Desde esta nueva

óptica, los comentaristas morales y sociales propugnaban la ética del trabajo

y advertían contra los efectos degradantes de la mendicidad.

En un artículo del 14 de abril de 1887 publicado en Política española,10

Galdós rechaza la idea de que la pobreza voluntaria y resignada ha de ser

mirada como una virtud, una creencia que, como observa Galdós, se encontraba

firmemente arraigada en España: la idea de que pobreza y honradez

son sinónimos no se desarraigará fácilmente de muchos entendimientos“.

11 Galdós arguye que este“culto a la pobreza“, que en España todavía

prevalecía en las zonas principalmente agrícolas del centro del país, era

responsable de la reluctancia de algunos políticos y hombres de empresa

a embarcarse en grandes negocios “por respeto a aquella opinión de la

pobreza erigida en santidad sólo por ser tal pobreza“.12 Según Galdós, esta

visión había llevado a la asociación, en la mente popular, de los grandes

negocios y el progreso material con la inmoralidad. Este “espiritualismo

malsano“, como lo define el autor, que había prevalecido en España durante

siglos, era en su opinión la causa principal del retraso económico de

este país con respecto a otros países europeos. En contra de esta percepción

generalizada de la pobreza como virtud, Galdós alega que “si no es

cosa probada que el hombre para ser bueno y merecer la gloria eterna

deba ser por necesidad pobre, menos lo es que las naciones para ser

grandes y figurar dignamente en la historia, deban ser miserables y no

tener sobre qué caerse muertas“.13 En contraposición con la primitiva ética

cristiana, que consideraba la riqueza inmoral, Galdós propugna en este

artículo la ética protestante del trabajo —que ejerció una importante influencia

en el catolicismo a raíz del desarrollo del capitalismo industrial—

y condena la hostilidad tradicional hacia el trabajo. En varios artículos que

escribió para el periódico bonaerense La Prensa en la década de los 90,

Galdós continúa mostrando un vivo interés por el progreso industrial y

científico, alabando la capacidad para el trabajo y condenando la holganza.

14 Algunos críticos han destacado que en las obras de ficción que Galdós

escribió durante esta década se produce una reacción frente al materialismo

y una búsqueda de valores espirituales. Frente a esto se podría argüir

que Galdós concebía lo espiritual como el uso ético de lo material, y no

como la antítesis de lo material; es decir, lo que condena Galdós es el

349

materialismo hedonista y el racionalismo excesivo, y no el progreso material

y civilizador.

Aunque al comienzo de la novela Guerra considera absurdas las ideas

expuestas por Leré, finalmente acepta la postura de ésta con respecto a

socorrer económicamente a todas las categorías de pobres, sin hacer distinciones.

Es importante hacer notar, no obstante, que el narrador observa

que Ángel está actuando bajo la fascinación que sobre él ejerce Leré,

movido por el deseo de imitarla en todo lo posible. El narrador describe

sus acciones como mecánicas e instintivas, más que racionales:

fascinado por Leré, y sometido a una especie de obediencia sugestiva,

ponía en práctica casi maquinalmente alguna de las máximas

contenidas en los estrafalarios sermones de la iluminada. Esta le

había dicho: Socorre a los necesitados, sean los que fueren“ y él

sentía inclinación instintiva hacia ellos. (I, p.174)

Este pasaje demuestra que los nuevos sentimientos caritativos de Guerra

y su cambio de actitud con respecto a los pobres (en particular, con

respecto a aquéllos considerados como no merecedores de caridad) no

están basados en terreno sólido, o en sus firmes convicciones, sino que

son más bien el producto de la influencia cautivadora de Leré. Guiado por

Leré, y siguiendo al pie de la letra la doctrina de Cristo, Guerra declara su

intención de fundar una institución para los pobres con el fin de amparar

al desvalido, sea quien fuere“ (II, p.527). Así le explica su plan al escéptico

cura Casado:

Toda persona que necesite nuestros auxilios, ya por enfermedad,

ya por miseria, ya por otra causa, llamará en esa puerta, y se le

abrirá. Nadie será rechazado, a nadie se le preguntará quién es, ni

de dónde viene. El anciano inválido, el enfermo, el hambriento, el

desnudo, el criminal mismo, serán acogidos con amor. (II, p.524)

La orden utópica que Guerra pretende fundar no guarda ninguna semejanza

con otras casas de beneficencia de este período, diseñadas fundamentalmente

para “contener“ y moralizar -o “reciclar“- a los pobres. Aunque

su fundación se puede considerar como una institución de control

hasta cierto punto, en el sentido de que Ángel intenta ejercer control sobre

los asilados a través de la enseñanza de los valores cristianos más

puros, su enfoque no se caracteriza por la agresividad de otras instituciones

filantrópicas contemporáneas. Éstas tenían como objetivo la imposición

de valores morales tradicionalmente considerados como “burgueses“

en las capas más bajas de la población. Cuando Casado pregunta a Guerra:

“Y las dolencias morales, veo que también tendrán aquí su medicina,

o por lo menos su higiene“ (II, p.526), éste le explica su programa de

rehabilitación en los siguientes términos:

350

El tratamiento del cariño, de la confraternidad, de la exhortación

cristiana, sin hierros, sin violencia de ninguna clase. El pecador

que aquí venga no podrá menos de sentirse afectado por el ambiente

de paz que ha de respirar. Si los medios que se empleen

para corregirle no hacen eco en su corazón; si se rebela y quiere

marcharse, no le faltará puerta por donde salir, con la ventaja de

que pudo entrar desnudo y sale vestido, pudo entrar hambriento y

sale harto. Descuide usted, que ya volverá. (II, p.526)

Además, como esta cita revela, la idea de dejar entrar y salir libremente

a los asilados no responde al ansia de la sociedad de la época de “fijar“ a

una población flotante que no trabajaba y que se había convertido en un

problema social. Esta libertad de movimientos contrasta con el encierro

de mendigos recogidos en las calles de Madrid, de los que Galdós presenta

una clara muestra en los casos de Benina y Almudena en Misericordia.

Del mismo modo, en Fortunata y Jacinta, Mauricia “la Dura“, que es recluida

dos veces en el convento de Las Micaelas (la segunda después de haber

intentado escapar) ofrece otro ejemplo ficticio de esta necesidad de

fijar a la población.

El principal objetivo moral de los asilos contemporáneos era la imposición

de hábitos de trabajo en los asilados, un fin que el proyecto de Guerra

tampoco contempla. Santero señaló, a este respecto:

Los asilos no deben ser centros en que, a la sombra de las necesidades

satisfechas, se cree un plantel de miembros inútiles o perjudiciales

para la sociedad; sino, por el contrario, un verdadero arsenal

de buenos ciudadanos que devuelvan a la sociedad el bien que

de ella han recibido [...] El trabajo es la ley impuesta a la humanidad,

y desde luego debe inculcarse en los asilados la idea de que

sólo por el trabajo pueden reconquistar en la sociedad el puesto

que les pertenece.15

Asimismo, un colaborador de La Voz de la Caridad manifestaba la idea

de que la creación de talleres en estas instituciones fomentaría “la afición

al trabajo productivo, afición que es siempre una ventaja grande para todos“,

a la vez que instaba al gobierno a aumentar el número de “estos

piadosos y útiles establecimientos“.16 La nueva concepción de la pobreza

implicaba que la caridad debía servir a un fin ultilitario. La idea de que los

asilados debían dar algo a cambio de los beneficios recibidos de la sociedad

también era resaltada, entre otros, por Santero.17 En Ángel Guerra,

cuando el cura Virones, tras haberle sido denegado un curato que le hubiera

podido sacar de la pobreza, decide aceptar la protección de Guerra,

no duda en preguntarle: “Dígame, señor y dueño mío, qué tengo que hacer

aquí, pues en algo he de ocuparme, y los beneficios que recibo, en alguna

forma he de pagarlos“ (II, p.532). Guerra, sin embargo, no instituye el

trabajo como parte obligatoria de su programa moralizador, que está basa351

do en la conversión espiritual de los asilados y no en la inculcación de

hábitos a través de la imposición de trabajos repetitivos y mecánicos. De

acuerdo con su plan, los asilados pueden elegir el trabajo físico si así lo

desean; si, por el contrario, prefieren dedicarse a la vida contemplativa o a

disfrutar del campo, también son libres de hacerlo. En opinión de Guerra,

la libertad de elección constituye la clave de la reforma espiritual de los

asilados.

Aunque Virones ofrece su trabajo a cambio de la protección de Guerra,

otros asilados son vagos y aprovechados, según la descripción que hace el

narrador, lo cual apunta a las sospechas de Galdós con respecto a la caridad

indiscriminada de Guerra. Entre ellos se encuentra el mendigo Maldiciones,

insolente y mezquino. Cuando después de haber sido amonestado

por Guerra por su mal comportamiento, Maldiciones decide marcharse de

la finca de aquél, el narrador comenta:

Recogió sus alforjas vacías y se fue. No podía vivir sino en la mendicidad

vagabunda, y sentía la nostalgia de las puertas de las iglesias,

en las cuales llevaba veinte años de honrada profesión de

cojo. (II, p.535)

Esta cita confirma la opinión generalizada de que la mendicidad engendraba

la inactividad y la vagancia, y la creencia de que era difícil hacer que

los mendigos abandonasen unos hábitos tan arraigados. En este contexto

resulta irónica en extremo, la alusión que hace el narrador a “la honrada

profesión de cojo“ a la que se había dedicado Maldiciones durante años.

Cuando Maldiciones, hambriento, decide volver a la finca, Guerra, leal a

sus ideales cristianos, le recibe a él y a otro mendigo que le acompaña. En

este momento de la narración, se habían iniciado las obras en la finca para

nivelar el terreno donde debían erigirse los edificios de la orden. Aquí, el

narrador llama la atención sobre el hecho de que los dos mendigos recién

llegados no se prestan a trabajar como otros de los asilados, presentando

un cuadro en el que mendicidad y holganza quedan nuevamente asociados:

Uno y otro fueron bien recibidos, y por cubrir el expediente hicieron

como que trabajaban; pero no hacían más que charlar y fumar

cigarrillos, esperando las horas de comida y cena. (II, p.562)

Los hijos de la familia Babel, Fausto, Policarpo y Arístides, proporcionan

otro ejemplo de esta categoría de pobres no merecedores de caridad, que

son beneficiarios de los impulsos caritativos de Guerra. El narrador describe

a los Babeles como “chusma“ (I, p.38), y los asocia con la “inmundicia“

y las “basuras del muladar“ (I, p.117): durante este período la inmundicia

se había convertido en un símbolo de inmoralidad y a menudo aparecía

asociada con los grupos marginales de la población, como los mendigos,

alcohólicos, delincuentes y prostitutas. A través de los Babeles, el narra352

dor ofrece un panorama de corrupción moral del que forman parte el parasitismo,

la incapacidad para el trabajo, la delincuencia, el alcohol y el juego.

Cuando, hacia el final de la novela, los Babeles se encuentran huyendo

de la justicia y viviendo en las condiciones más degradantes, Ángel decide

ayudarles económicamente. Esta actitud caritativa del protagonista con

los Babeles es contraria a la ideología de finales de siglo, según la cual,

esta categoría de pobre que ellos representan no debería recibir asistencia

benéfica. Varios críticos han observado que el fracaso del proyecto de

Guerra indica las dudas del autor con respecto a la viabilidad de sus ideas

utópicas.18 Hacia el final de la novela, Guerra muere a manos de los Babeles,

quienes aprovechándose de su espíritu caritativo, le roban para poder

escapar a Portugal. Este hecho sugiere la disconformidad de Galdós con la

insistencia del protagonista en socorrer a los pobres de manera

indiscriminada. En este sentido, la muerte de Ángel se podría interpretar

como un castigo que Galdós impone a su personaje. Lo que se trata de

destacar aquí, es que la crítica ímplicita que realiza Galdós de las ideas de

Angel no constituye simplemente una respuesta a la visión utópica de

Tolstoy, sino que está arraigada en los debates sobre la pobreza y la práctica

indiscriminada de la beneficencia que dominaban la sociedad

finisecular.

Ahora bien, si el texto sugiere que Galdós discrepa de algunas de las

ideas de Ángel, esto no quiere decir que el autor apruebe el ansia de

clasificación y categorización de los pobres característica de la época. Así,

a pesar de que algunos personajes, como el mendigo Maldiciones y los

hermanos Babeles, son retratados como estereotipos del pobre no merecedor

de caridad, otros pobres que probablemente habrían sido etiquetados

de inmorales según los criterios socio-morales de la época, no se presentan

en la novela como tales. Un obvio ejemplo lo constituye el alcohólico

don Pito. Este personaje no es descrito como un individuo degradado

y disoluto, como los otros Babeles, a pesar de que durante este período se

tendía a percibir el alcoholismo como un vicio —asociado con las clases

bajas— más que como una enfermedad: es decir, como un concepto

moral más que como un concepto médico. El alcoholismo era considerado,

en muchos casos, como la causa fundamental de la pobreza y otros

problemas relacionados con ella y que representaban un peligro social,

como el desempleo, el absentismo laboral, la holganza, la delincuencia,

la locura, la violencia política y la degeneración de la raza.19 Don Pito, sin

embargo, aparece en la novela como un personaje inofensivo y no como

una amenaza. Además, su adicción a la bebida se describe a menudo en

términos humorísticos, lo que contribuye a restar valor a la asociación

entre el alcoholismo y la degradación moral. La relación personal entre

Guerra y don Pito y la tolerancia de Guerra con la afición al alcohol del

viejo marino dejan entrever la actitud favorable de Galdós con respecto a

este personaje. Así, mientras que la actitud caritativa de Guerra con los

Babeles es puesta en tela de juicio, ya que parece haber sido motivada por

el deseo ciego del protagonista de seguir las enseñanzas de Leré, no exis353

ten dudas con respecto a la autenticidad de los sentimientos caritativos de

Guerra para con don Pito. La introducción de este personaje permite al

autor criticar el afán contemporáneo de encasillar a los pobres de acuerdo

con criterios socio-morales. A través de don Pito, Galdós establece una

subcategoría de “pobre merecedor de caridad“ dentro del grupo social

considerado como “no merecedor“, trastocando así el simplista esquema

clasificatorio impuesto por la sociedad burguesa contemporánea a las clases

más bajas de la población.

Otra destinataria de la caridad de Guerra que sin duda habría sido clasificada

como no merecedora de caridad, pero que no aparece descrita en

la novela como tal, es Gurmesinda, una vecina que se presta a cuidar a la

mujer enferma que está siendo atendida en su casa por Leré y Guerra.

Galdós describe a Gurmesinda como una mujer honesta, caritativa y desinteresada:

“una mujer dispuesta y agradable como pocas, alma expansiva,

corazón puro, joya oscurecida y olvidada, como otras mil, en medio de la

tosquedad de las muchedumbres populares“ (II, p.580). Cuando Guerra le

propone proteger a su familia, ofreciendo a su marido, un albañil en paro,

trabajo de peón en la finca, Gurmesinda le declara, avergonzada, que no

están casados, debido a los obstáculos burocráticos y económicos que les

pone la Iglesia. Ángel decide ayudarles a poner los papeles en regla, pero

hace la importante observación de que está dispuesto a protegerles tanto

casados como solteros. El caso de Gurmesinda sirve al autor para atacar

las ideas expuestas por algunos comentaristas morales y sociales de la

época, quienes a menudo asociaban el gran número de uniones ilegales

que se producían en las clases populares con la falta de moralidad y sentimientos

religiosos de este grupo social. A través del retrato positivo de

Gurmesinda y de la actitud tolerante de Guerra hacia su familia, Galdós

critica el intento de las clases dominantes de clasificar a los pobres, a

menudo de manera arbitraria, en merecedores y no merecedores de caridad.

La muerte de Ángel a manos de los Babeles indica que Galdós discrepa

de la actitud caritativa del protagonista hacia esta categoría de pobres que

ellos representan y que habían sido clasificados como no merecedores de

caridad. Sin embargo, el autor aprueba la protección que ofrece Ángel a

otros personajes quienes, aunque considerados inmorales y, por consiguiente,

no merecedores de caridad según el criterio de una gran parte de

los comentaristas contemporáneos, no son descritos en la novela como

tales. Galdós sugiere que aunque hay individuos moralmente degradados

como los hermanos Babeles o el mendigo Maldiciones, no siempre resulta

fácil establecer la línea divisoria entre las distintas categorías socio-morales

aplicadas a los pobres por la sociedad contemporánea.

354

NOTAS

1 PÉREZ GALDÓS, B., Ángel Guerra, Alianza, Madrid, 1986 (2 vols), I, p.171. A continuación

se dará el volumen y la página entre paréntesis en el texto.

2 Para este tema, véase, por ejemplo, SHUBERT, A., A Social History of Modern Spain,

Unwin Hyman, Londres, 1990, pp.52-56.

3 La Voz de la Caridad (1 de junio de 1880), p.79; y ARENAL, C., El pauperismo, Librería

de Victoriano Suárez, Madrid, 1897 (2 vols). El interés por este tema también queda

patente en el diario La Época. Véase los distintos números de las décadas del 80 y 90

recopilados por BAHAMONDE MAGRO, A., y TORO MERIDA, J., en «Mendicidad y paro

en el Madrid de la Restauración», Estudios de Historia Social 7, 1978, pp.353-384. El

número del 5 de enero de 1891 (el año de la publicación de Ángel Guerra), por ejemplo,

hace referencia a las actividades benéficas del Asilo del Sagrado Corazón, destacando

que no se permitía la entrada en el Asilo a los “mendigos de profesión“ (p.357).

4 SANTERO, F. J., Elementos de higiene privada y pública, El Cosmos, Madrid, 1985 (2

vols), II, p.491.

5 BERNALDO DE QUIRÓS, C. y LLANAS AGUILANEIDO, J. M., La mala vida en Madrid, B.

Rodríguez Serra, Madrid, 1901, p.345.

6 GINER DE LOS RÍOS, F., «La prohibición de la mendicidad y las Hermanitas de los Pobres

», Boletín de la Institución Libre de Enseñanza 5, 1881, pp.49-50.

7 La Voz de la Caridad (15 de agosto de 1874), p.164.

8 La Época (25 de marzo de 1881), citado por Bahamonde Magro y Toro Merida, op.cit.,

p.367.

9 Véase La Voz de la Caridad (1 de junio de de 1880), p.80; y ARENAL, C., El pauperismo,

op.cit., I, pp.392 y 403.

10 PÉREZ GALDÓS, B., Política española (2 vols.), I; vol. III de Obras inéditas de Benito

Pérez Galdós, editado por Alberto Ghiraldo, Renacimiento, Madrid, 1923, pp.299-310.

11 Ibíd., pp.300-301.

12 Ibíd., p.301.

13 Ibíd., p.301.

14 Véase, por ejemplo, La Prensa (18 de octubre de 1890), en SHOEMAKER, W. H., Las

cartas desconocidas de Galdós en La Prensa de Buenos Aires, Cultura Hispánica, Madrid,

1973, pp.408-415; (11 de enero de 1891), en SHOEMAKER, pp.435-437; y (15

de junio de 1890), en SHOEMAKER, pp.395-401.

15 SANTERO, op.cit., II, p.216.

16 La Voz de la Caridad (15 de agosto de 1874), p.164-167.

17 SANTERO, op.cit., II, p.216.

18 Véase, por ejemplo, COLIN, V., «Tolstoy and Angel Guerra», en Galdós Studies, editado

por VAREY, J. E., Tamesis Books, Londres, 1970, pp.114-135; y DOWDLE, H. L., «Galdós

Use of Quijote Motifs in Angel Guerra», Anales Galdosianos, XX, 1985, pp.113-122.

19 Véase, a este respecto, CAMPOS MARÍN, R. y HUERTAS, R., «El alcoholismo como enfermedad

social en la España de la Restauración: problemas de definición», Dynamis 11,

1991, pp.263-286.