EL NOMADISMO URBANO Y LA CRISIS

FINISECULAR EN MISERICORDIA

Hazel Gold

La crítica casi siempre ha opinado sobre Misericordia (1897) que es una

obra clave transicional en la producción de Pérez Galdós. En el campo de

la estética representa la “última palabra sobre el realismo galdosiano”

(Round, pp.165-166), en que las minuciosas transcripciones de los barrios

madrileños y la fauna que los habita dan paso a toda clase de recursos

narrativos que indican la progresiva debilitación del programa mimético

en el arte literario: un narrador vacilante entre omnisciencia e incertidumbre,

un desplazamiento del enfoque novelístico hacia la interioridad de la

conciencia humana, un vaivén constante e irónico entre los planos fictivos

y metafictivos (Kronik, pp.37-38; Sinnigen, p.246; Urey, pp.60-63). En

su temática y estructuración es una novela en que la historia, exaltada por

su valor didáctico en las primeras series de los Episodios Nacionales y en

las novelas contemporáneas de 1881-1889, se ve reducida aquí, en el

caso de Frasquito Ponte, a un artefacto inútil del pasado, o superada, en el

caso de Benina, por una nueva espiritualidad basada en el ejercicio de la

caridad cristiana desinteresada (Bly, p.173).1 Aunque el sentido de crisis

por el que está traspasada esta obra parece bien claro, la mayoría de los

estudios críticos dedicados a Misericordia sólo la analizan en el contexto

religioso del último decenio del siglo XIX español. Faltan investigaciones

de otros aspectos de la cultura decimonónica tardía que pudieran echar

luz sobre las contradictorias corrientes finiseculares que convergen en este

relato: materialismo y religiosidad, humanismo liberal y antiburguesismo

iconoclasta, escritura realista y nuevos cauces de expresión en la novela

identificados con la llamada “gente joven.”

Es digno de notar que en Misericordia Galdós ofrece el retrato de una

sociedad en que grandes sectores de la población -sobre todo (pero no

exclusivamente) la pequeña burguesía y las clases bajas- viven sin casa o

con la amenaza de la pérdida inminente de la misma. La falta de vivienda

es una circunstancia que afecta a muchos personajes: los pordioseros a la

entrada de la iglesia de San Sebastián, el decaído Frasquito Ponte y, en

primer lugar, Benina y su amigo Almudena. Éste habita el continente de la

pobreza, desterrado tanto del elegante Madrid oficial como de su Marruecos

nativo y de la cultura no occidental en que se formó; aquélla es echada

de la casa de doña Paca por Juliana al final de la novela. Sin la seguridad

de un domicilio fijo, están condenados a la vida ardua y azarosa de los

nuevos nómadas urbanos, un género de moradores capitalinos que inclu-

4.1-20

388

ye a muy diversas especies: inmigrantes del campo en busca del trabajo,

soldados repatriados de las guerras coloniales,2 indigentes, locos, niños

abandonados, golfos y delincuentes profesionales, gitanos, etc. Tanto la

vagancia como la mendicidad son índices de los desequilibrios estructurales

y económicos que aquejan las grandes ciudades españolas en los umbrales

de una modernidad difícilmente lograda. Son males percibidos

igualmente por moralistas y juristas como un atentado contra el orden

público, en cuya defensa se establece un sistema regulatorio de cárceles y

seudocárceles (hospicios, hospitales, asilos, casas de corrección). Examinando

la representación novelística galdosiana del vagabundeo en el contexto

de su criminalización durante la segunda mitad del siglo, se verá

desde otra óptica complementaria esas mismas ansiedades sobre regeneración

y degeneración, tan comentadas por quienes han limitado su discusión

de Misericordia a la filantropía trascendente de Benina y su mensaje

evangélico. Se podría decir, con Julio Rodríguez Puértolas, que Misericordia

encierra “muchas más cosas que ese espiritualismo a lo Tolstoy del

que tanto se ha hablado” (p.101).

El desarraigo domiciliar y la mendicidad, tan gráficamente registrados

en Misericordia, desmienten el mito de la inmanente evolución de la sociedad

burguesa bajo la Restauración por revelar varias quiebras

epistemológicas imposibles ya de soldar. En un primer nivel, ponen al

descubierto una crisis de identidad personal, ya que el nomadismo urbano

significa una falta de señas que lleva al aislamiento y la marginalización.

En un segundo nivel, señalan una crisis de autoridad social; la nómada

vida mendicante plantea un desafío a la ordenada vida colectiva de la

comunidad y ésta, representada por legisladores, médicos, higienistas,

moralistas y filántropos, responde promulgando leyes y ensayando nuevos

regímenes penitenciarios en un esfuerzo por defenderse. El método preferido

será la reclusión de los sujetos sospechosos antes de que puedan

contaminar al organismo social. En palabras del jurisconsulto Manuel

Colmeiro en su libro Derecho Administrativo español (1850), hay que aislarlos

“como a un miembro corrompido o gangrenado se le separa del

cuerpo humano” (citado en Trinidad Fernández, p.144). En un tercer nivel,

el vagabundaje y la mendiguez apuntan a una crisis de identidad e

imagen nacionales que teñía el pensamiento español en la década de los

noventa, culminando en el desastre colonial de 1898. España corre el

peligro de convertirse, en palabras de don Romualdo, “en el más grande

hospicio de Europa” (p.775), reforzando la percepción de su inferior status

económico, tecnológico y cultural.3 La contradictoria manera en que

Benina y sus compañeros negocian con su condición de desarraigados -

ella, por lo menos, tiene éxito en el plano moral pero fracasa en el plano

social- atestigua la creciente insatisfacción de Galdós tanto con las estructuras

de poder de la Restauración como con el modo literario en que éstas

se habían ido expresando a partir de 1870.4

389

Mientras se acerca la clausura del siglo XIX y crece la desconfianza en

las prácticas representacionales en las artes, ocurre una reformulación de

la noción de la subjetividad. La ficción de un sujeto coherente y unificado,

la cual había sostenido la escritura realista, empieza a desenredarse. Como

observa Valis sobre el fin de siglo europeo, “una profunda revolución en la

conciencia humana [. . .] últimamente iba a disolver el sentido de comunidad,

subjetivizar la realidad y fragmentar la personalidad individual” (p.403).

Muchos lectores han señalado en Misericordia que los nombres cambiantes

de ciertos personajes simbolizan la puesta en tela de juicio de todo

concepto de (auto)definición personal (Benina de Casia-Benigna-señá

Benina-Nina; Almudena-Mordejái-Josef Marien Almudena-José María de la

Almudena; Francisca Juárez de Zapata-Frasquita-doña Paca-Curra Juárez;

don Romualdo-Romualdo Cedrón). La misma inestabilidad de identidad

puede rastrearse en Misericordia en la condición nómada de las principales

figuras de la novela. Pocos de los protagonistas son de Madrid mismo;

Benina nació en un pueblo de Guadalajara (p.763), doña Paca y don

Romualdo son nativos de Ronda, Ponte es natural de Algeciras (p.742) y

Almudena, el más errante de todos, ha viajado de Ullah de Bergel a Argelia,

el Oriente cercano y los países mediterráneos (p.719).

El efecto de esta primera instancia de arranque y desplazamiento desde

sus respectivos pueblos natales resulta multiplicado por las interminables

mudanzas de domicilio que sufren los personajes cuando se empeora su

situación económica. Obdulia vive en constante zozobra pensando “que

el casero la iba a plantar en la calle” (p.746). Su madre Paca, aunque

siempre tiene un techo sobre la cabeza, ronda desde su casa en la distinguida

calle Claudio Coello hasta los barrios cada véz más pobres de Lavapiés

(c/del Olmo), Cuatro Caminos (c/Saúco), Puerta Cerrada (c/Almendro) y la

Plaza Mayor (c/Imperial).5 Cuando en 1880 las fortunas de Frasquito Ponte

tocan fondo, “se determinó a no tener domicilio, y después de unos días

de horrorosa crisis, en que pudo compararse al caracol por el aquel de

llevar su casa consigo, entendióse con la señá Bernarda, la dueña de los

dormitorios de la calle del Mediodía Grande” (p.727). En otros momentos

se albergará más baratamente todavía en la casa de el Comadreja, y hay

ocasiones, como la última noche antes de morirse, en que simplemente

duerme al raso (pp.738 y 792). Hallándose en una situación más precaria

aun, Almudena pasa de las viviendas baratas de Santa Casilda a las casas

de Ulpiano en las Cambroneras, donde “por diez céntimos se les daba una

parte del suelo, y a vivir” (p.756). Al final, carente de otros recursos, termina

en una ínfima choza en “los quintos infiernos” de la Carretera de Toledo.

Su casita la comparte con Benina quien, como víctima de la ingratitud de

su antigua ama y la nuera de ésta, ahora no tiene dónde caerse muerta.

La crisis de identidad ilustrada por esta falta de morada fija es típica de

una población desplazada por el choque entre el capitalismo moderno y la

supervivencia de elementos de una estructura económica precapitalista:

no sólo el dinero sino también los individuos desarraigados han sido pues390

tos en circulación constante (Matsuda, p.127). El vagabundeo de estos

desposeídos es una escandalosa negación de las señas de identidad más

significativas para la burguesía de la Restauración, es decir, el trabajo y la

familia. La única identidad que pueden ostentar en su marginalización se

basa en la negatividad de lo que no tienen (casa, dinero) y de lo que no

hacen (ejercer una profesión). Además, viviendo en una sociedad que prefiere

encasillar a sus ciudadanos según inflexibles códigos legales y morales,

eluden todo intento de clasificación. La santa Benina es, al mismo

tiempo, sisona y embustera portentosa; la bebedora empedernida Pedra

también muestra grandes rasgos de generosidad; el devoto Almudena es

capaz de pegar a su amiga. ¿Cómo es posible distinguir entre “alcohólicos

tambaleándose, mendigos, ciegos acompañados de su perro, jornaleros

sin trabajo, criadas de servir desocupadas, randas y golfos, y la multitud

de tipos abominables o inofensivos hermanados en la desgracia”? (Bernaldo

de Quirós y Llanas Aguilaniedo, p.131).7 Si la dudosa identidad del sacerdote

don Romualdo -¿es una concreción de la figura conjurada por el magín

de Benina o un ser autónomo que simplemente lleva por coincidencia

el mismo nombre?- sugiere por un lado los enigmas ontológicos de la existencia

humana, por otro lado los nómadas urbanos sin señas sugieren otro

caso de identidad no menos problemática. Estos “tipos heterogéneos y

proteiformes” (Bernaldo de Quirós y Llanas Aguilaniedo, p.10) protagonizan

un mundo en que no hay necesariamente correspondencia entre los

signos físicos exteriores y el carácter. La interioridad de la persona se ha

vuelto opaca, fragmentaria, ininteligible.

Ininteligible, y por lo tanto, amenazadora. Aunque ni el vagabundeo ni

el pauperismo sean fenómenos nuevos en el siglo XIX, sí es importante

notar su progresivo sometimiento a medidas penales que hacen de las

clases depauperadas el objeto de una vigilancia intensiva. En 1845 se

publica una ley de vagos y, tres años después, el código penal reconoce la

vagancia como un delito cuyos perpetradores pueden ser condenados al

arresto mayor y la prisión correccional. De hecho, en una monografía sobre

este tema publicada en 1866, Manuel Pérez de Molina enfatiza que no

basta un mero impulso educativo-moralizador para controlar y corregir a

los sujetos de mal vivir: “no sólo es menester que se acostumbren los

pobres al trabajo y a la economía [...] es necesario que los Gobiernos

establezcan premios para los virtuosos, y castigos para los que vivan en la

vagancia, sin aplicarse al trabajo, manteniéndose de limosnas que obtienen

de la caridad pública” (p.297). Durante la Restauración la policía

practica el arresto gubernativ, es decir, encerrar durante una quincena a

los sospechosos hasta cuando no media delito, acusación y juicio. Por lo

general, este castigo recae con mayor fuerza sobre los profesionales pobres,

los indocumentados, los golfos, mendigos y enfermos (Trinidad

Fernández, pp.310-311).

Misericordia participa de lleno en este debate finisecular sobre la profilaxis

y terapéutica del delito, mayormente enfocado en la gente nómada

391

de las grandes ciudades. Tanto es así que existe un curioso intercambio

entre el mundo de la literatura y el de la sociología y la antropología criminal.

En una notable convivencia de varias generaciones de escritores,

novelistas finiseculares como Galdós, Baroja (La lucha por la vida) y Blasco

Ibáñez (La horda) intervienen con sus textos en la dinámica del campo

cultural de su momento e inscriben en ellos sendas visiones de la pobreza

urbana. A la vez los tratadistas reformadores tienen bien en cuenta estas

representaciones en forma ficticia de tan pujantes cuestiones sociales y

les conceden un notable valor testimonial. A modo de ejemplo, Bernaldo

de Quirós y Llanas Aguilaniedo, eminentes criminalistas de la época, citan

numerosos pasajes de Misericordia en su estudio La mala vida en Madrid,

adscribiéndoles el valor de documento o “historia clínica” (pp.60; 324;

343; 353).

En Misericordia vemos frecuentes referencias al control punitivo ejercido

por el Estado español sobre aquellos sectores de la población que

transgreden las normas sociales con su vida parasitaria y desordenada: las

intervenciones de la ronda o la pareja de vigilancia en los disturbios armados

por los pordioseros entre sí (pp.689 y 737), por ejemplo, o las visitas

de la borracha Pedra a las prevenciones de la Inclusa y la Latina, donde

también quieren llevar a Benina (pp.718 y 737). Lo que se podría designar

el momento crítico de la narrativa ocurre cuando la fiel criada, pidiendo

sin licencia, es detenida en una redada por el Orden Público y llevada con

Almudena a San Bernardino y luego a El Pardo a pesar de sus protestas:

“Yo no soy criminala [...] Yo tengo familia, conozco quien me abone [...]

¡Ser llevada a un recogimiento de mendigos callejeros como son conducidos

a la cárcel los rateros y malhechores!” (p.768). Y en efecto, los dos

compañeros en la miseria sufren hambre, opresión y tristeza durante su

“forzado encierro en lo que más parece mazmorra que hospicio” (p.787).

Mientras Benina está en el depósito de mendicidad, Paca recibe su herencia

del sacerdote Romualdo. De este punto en adelante la pobre Nina se

convierte en una figura superflua despedida del hogar de su ama; ya no

podrá escapar de la incumbencia de la oligarquía burguesa en cuanto toca

a la esfera material. Tanto Juliana como el guardagujas y el cura de San

Andrés le aconsejan que ingrese en el asilo de ancianos supervisado por

don Romualdo -irónicamente llamado la Misericordia- donde se administra

la beneficencia a cambio de la conformidad con la disciplina. El tantas

veces señalado triunfo de Benina a la conclusión de la novela subraya de

modo agudo la crisis de autoridad finisecular antes mencionada. Las instituciones

son más fuertes que la caridad incondicional, pero ésta puede

constituirse como un freno contra las tendencias represivas de aquéllas

(Glannon, p.264). De allí la defensividad de Juliana ante la imponente

estatura moral y espiritual de la vieja sirvienta.

Por concentrarse en los temas del vagabundeo, la miseria y el nomadismo

urbano, Misericordia también da lugar a una meditación galdosiana sobre

esa profunda crisis de identidad nacional que preocupa casi unánimemen392

te a la intelectualidad de la época finisecular. Implícitamente esta novela

plantea una pregunta grave para sus lectores: ¿Qué clase de imagen está

proyectando España en el mundo cuando su capital se ve caracterizada,

como el autor dice en su prefacio a la edición de 1913, por “la suma

pobreza, la mendicidad profesional, la vagancia viciosa, la miseria, dolorosa

casi siempre, en algunos casos picaresca o criminal y merecedora de

corrección”? (“Prefacio”, p.207). Galdós mismo confiesa que, comparada

con la miseria de los populosos barrios bajos de Londres, la que se observa

en su propia ciudad parece más alegre “por el espléndido sol que la

ilumina.” Menudo consuelo, se podría añadir. Mucho más típico es el comentario

del sacerdote Romualdo Cedrón quien se desespera de la condición

exangüe de su nación: “Podríamos creer que es nuestro país inmensa

gusanera de pobres, y que debemos hacer de la nación un asilo sin fin,

donde quepamos todos, desde el primero al último. Al paso que vamos,

pronto seremos el más grande hospicio de Europa” (p.775).

En un momento en que la dialéctica entre progreso y degeneración

ocupa con igual urgencia la atención de ensayistas y novelistas, el retrato

de delincuentes y vagabundos en Misericordia cobra especial relevancia.

Según las teorías de la antropología criminal, importadas desde Italia y

adoptadas por muchos criminalistas españoles, la mendicidad habitual

puede considerarse la expresión de la degeneración regresiva que típicamente

acomete a los seres inadaptables. Lo que es más, en su regresión

atávica el tipo nómada o delincuente se asemeja al hombre primitivo

(cronológicamente lejano) y al salvaje (geográficamente lejano) en virtud

de su parecido fisiológico y psicológico. La preocupación decimonónica

tardía con los pueblos colonizados, marcados por la presencia de rasgos

prehistóricos o primitivos, es una constante de la modernidad europea en

su busca de hegemonía cultural (Matsuda, p.12). Sin embargo, cuando los

seres bárbaros se encuentran no en las colonias sino dentro de las fronteras

nacionales y existiendo en el momento actual, resulta mucho más difícil

sostener la imagen de una España risueña y progresiva.

Bernaldo de Quirós y su colaborador Llanas Aguilaniedo señalan que no

es desconocido el “trogloditismo madrileño” (p.34) y declaran sin ambages

que los que habitan y yerran por los barrios bajos de Madrid “son los

salvajes de Europa” (p.125). En su retrato de los beduinos contemporáneos

que se afincan en distritos como la Latina, la Inclusa, Cuatro Caminos

y el Manzanares, Galdós incorpora elementos selectivos de esta retórica

darwiniana. Quizás el ejemplo más directo surge en una descripción del

africano Almudena sentado en un vertedero de escorias y basuras en medio

de un lugar árido y desolado: “el observador atento bien puede entrever

en aquella singular querencia un caso de atavismo o de retroacción

instintiva hacia la antigüedad, buscando la semejanza geográfica con las

soledades pedregosas en que se inició la vida de la raza...” (p.761). Pero

Galdós emplea esta retórica sin aceptarla completamente; de hecho, su

narrador comenta que el impulso de Almudena puede que no sea un

393

desatino. Y como comprueba el final de la novela, los “degenerados”

Benina y Almudena, que según la lógica positiva deben estar andando

camino de la extinción por inadaptables, no se extinguen. Al contrario, el

moro parece estar reponiéndose de la lepra y Benina, quien sigue pidiendo,

goza de un equilibrio imperturbable: “en buenas apariencias de salud,

y además alegre, sereno el espíritu, y bien asentado en el cimiento de la

conformidad con su suerte” (p.797). Por un lado, esta victoria de la vieja

criada ofrece cierta esperanza a nivel individual. Por otro lado, en la supervivencia

persistente de tipos como ella en la sociedad y, ante la imposibilidad

de que mejore su status económico, la única moraleja que se puede

sacar es que a nivel colectivo España seguirá siendo una nación en que

predominan la mediocridad, la decrepitud y el atraso.

Hemos visto que Misericordia es un buen representante de cierta clase

de textos finiseculares configurados por la confluencia de las múltiples y

contradictorias realidades culturales de una “España fluctuante” (Serrano,

p.205). Aunque tradicionalmente se ha examinado esta novela en términos

de la nueva espiritualidad que permea el pensamiento europeo en la

década de los 90, esta lectura es sólo uno entre varios posibles

acercamientos hermenéuticos al texto. Los temas “modernos” de la permeabilidad

y el movimiento, las tensiones de la vida urbana, los mecanismos

defensivos de una sociedad burguesa cuya legitimidad empieza a

cuestionarse, la disolución de la identidad del sujeto y la fractura de la

imagen nacional: todas son preocupaciones finiseculares que convergen

en las figuras de esos madrileños que no tienen dónde aposentarse. Vagan

por las calles de Madrid y las páginas de esta novela galdosiana, texto cuyo

género, como nos recordó Lukács, es también distinguido por haber perdido

su “hogar trascendental”.

394

NOTAS

1 Sinnigen concurre que en la trilogía novelística compuesta de Nazarín, Halma y Misericordia

hay un deseo de trascender la historia: “theres is little concern vith the historical

develpment of society, and the proposed alternative is ahistorical”(p.234).

2 Magnien ofrece el dato que en el año 1899 hay aproximadamente 12.000 soldados

repatriados del conflicto armado en Cuba que, avecindados en Madrid, carecen de

trabajo (p.117).

3 Como apunta certeramente Rodríguez Puértolas, “Misericordia se sitúa sin lugar a dudas

en las coordenadas del imperialismo español decadente, con su metrópoli empobrecida,

en el marco del capitalismo español subdesarrollado -por comparación con el europeo-

y dependiente”(p.112).

4 Sin presumir de usar la fecha 1870 como la del inicio de la moda realista española en

ficción (lo cual constituiría un empeño/intento de periodización literaria a la vez descabellado

y arbitrario), sí creo que este año es significativo por dos razones: en 1870

pueden señalarse bastantes títulos que obedecen/siguen o completa o parcialmente

las prescripciones temáticas y formales del realismo (incluyendo las primeras novelas

galdosianas, La Fontana de Oro y La Sombra); también es la fecha del importante

ensayo crítico galdosiano “Observaciones sobre la novela contemporánea en España”,

en el que el novelista canario aboga por una novela moderna de costumbres enfocada

en la clase media.

5 Al final de la novela, ya en posesión de su parte de la herencia de su primo Rafael García

de los Antrines, se muda una vez más a la calle Orellana, símbolo de su reintegración

a la sociedad decente, económicamente solvente.

6 Sólo el metódico y próspero don Carlos Moreno Trujillo se libra de estas preocupaciones

por encontrar una cama cada noche. En contraste con la cuadrilla de la miseria a

quien ayuda con sus limosnas, es además propietario; en la ciudad corre la voz de que

es dueño de 34 casas (p.711).

7 En Las nuevas teorías de la criminalidad, Bernaldo de Quirós vuelve a reiterar las confusiones

de identidad ocasionadas por los no domiciliados que se deslizan por la urbe.

Declara que es necesario llevar “acción preventiva sobre el conjunto de las clases de la

sociedad peligrosas o equívocas, fronteras con el mundo del delito” y añade:

Señálase especialmente en ellas, y hasta se convierte en símbolo genérico de las

mismas, el vagabundaje.

Nada más diverso y heterogéneo que esta conceptuación legal, [...] Y, en verdad,

aún reduciéndola a su característica natural - a saber: la incapacidad para el trabajo

regular y continuo, y, consiguientemente, la segregación social con una readaptación

posterior parasitaria- aún así reducida, hállanse en ella individualidades de

formación muy diferente (pp.179-180).

8 Es interesante observar que estuvieron involucrados en este debate tanto los escritores

de la promoción nueva como los más rancios tradicionalistas decimonónicos. Por ejemplo,

en 1899 -sólo dos años después de Misericordia- Azorín publica su estudio titulado

La sociología criminal. Sobre la influencia de este libro, véase el artículo de Litvak.

9 En la mala vida de Madrid, los autores expresan su sopresa ante la coexistencia del ser

moderno con el atávico: “queda uno maravillado al ver cómo, a pesar de los largos

siglos de historia de las naciones más viejas de Europa, una parte de su población

incluso en las grandes capitales, donde más se sienten las fuerzas evolutivas, conserva

los caracteres de una humanidad infantil y primitiva que contrasta vivamente con el

estado de madurez a que se ha llegado el núcleo social al que se encuentra

agregado”(p.125).

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