EL ABUELO DE PEREZ GALDÓS Y

FEDRA DE UNAMUNO:

DOS BÚSQUEDAS DE LA VERDAD

Mª Dolores Nieto García

Gran conocedor del género humano fue Galdós. Supo describir con sutileza

los sentimientos más recónditos de la conciencia de sus personajes,

sublimes de alma unos, y mezquinos otros. No sentencia, pero no es preciso.

El testimonio de las vidas que nos presenta es suficiente para que el

lector saque sus propias conclusiones; nada hay intrascendente, todo puede

servir de meditación para que cada uno contraste sus propias actitudes

a la vista de las que el escritor nos presenta estereotipadas en sus obras y

para que se pueda medir la sociedad, una sociedad que tanto necesitaba

de un buen repaso, de un buen revulsivo que agitara las conciencias y

cambiase los comportamientos.

Galdós, como Unamuno, Machado y otros, se convertirá en portavoz de

la colectividad, y gracias a la sinceridad que emana de sus obras, nos

podemos hacer una idea muy aproximada de lo que fue la sociedad de su

momento.

Historia y literatura se dan aquí la mano, como en tantas otras ocasiones,

para que entrelazada realidad y ficción, quede patente el panorama

de una época y el sentimiento de unos seres sujetos a su entorno sociopolítico

y a unas formas morales encubiertas y descubiertas por los grandes

autores de la época.

Además de todas las características y peculiaridades que pudiéramos

atribuir a Galdós, basándonos en sus propios testimonios y en los hallazgos

que la crítica a través de los años ha ido elaborando, nada mejor para

conocer a este autor, como a cualquier otro, que acercarnos a las criaturas

que nacieron de su pluma. Analizando contenidos, personajes y fines particulares,

es como podremos desentrañar, sin temor a dudas, al auténtico

creador. A través de sus obras lo vamos entendiendo mejor, cada una de

ellas nos matiza más la personalidad del insigne escritor y gran patriota

que fue Galdós.

El abuelo ha sido ya objeto de la crítica en otras ocasiones, por ser una

obra muy conocida y por tratarse de una de las más importantes de Galdós,

pero el punto de enfoque en esta ocasión es diferente. Galdós demuestra

4.1-32

523

una vez más su interés por mejorar la sociedad española, por poner de

manifiesto los auténticos valores del individuo como piedra angular del

entorno que él pretendía renovar, depurar.

Sólo mostrando claramente a los espectadores las conductas de unos

personajes vivos, cercanos y muy reales sembraría el estímulo para un

examen de conciencia personal. ¿Cómo quedarse impasible ante la contemplación

de la generosidad por encima de las mezquindades, de la bondad

por encima de los intereses, o siendo testigo de las calamidades que

acompañan a los actos insidiosos o rastreros?

Es cierto que el teatro es sólo ficción vivida en directo, pero con frecuencia

refleja, como en el caso de nuestro autor, unos sentimientos reales

en el tiempo y en el espacio, aunque tan humanos que podrían traspasar

las coordenadas espacio-temporales y convertirse en universales. Esa

es quizá la gracia de este teatro, la razón por la que hoy se puede representar

con éxito o leer con interés y agrado, el hecho de presenciar sentimientos

y valores universales, que no sólo sirven para el momento histórico

concreto de Galdós, sino que tienen un valor atemporal.

Que Galdós fue amigo de la verdad sobradamente lo constatamos, implícita

o explícitamente, a través de sus obras. Incluso el tránsito de la

narración a la forma dialogada, teatral, obedece, en gran medida, al deseo

de dar más veracidad a sus personajes, de acercarlos más a la realidad, al

ser ellos mismos los que con sus palabras manifiesten claramente su pensamiento:

Estos (se refiere a los caracteres) se hacen, se componen, imitan

más fácilmente, digámoslo así, a los seres vivos, cuando manifiestan

su contextura moral con su propia palabra, y con ella,

como en la vida, nos dan el relieve más o menos hondo y firme

de sus acciones.1

Así, la palabra directa de los personajes potencia lo auténtico, lo veraz y

verosímil de sus situaciones sin el tamiz de un autor que hable por ellos.

El argumento de El abuelo es de sobra conocido, por lo que tan sólo lo

recordaré brevísimamente: Don Rodrigo de Arista-Potestad, Conde de Albrit,

que en otro tiempo fue un poderoso señor, regresa a sus tierras de Jerusa.

En su finca de La Pardina habitan ahora Venancio y Gregoria que ya han

conseguido ser legítimos dueños de la casa que antes le perteneció. Su

actitud, que comienza humilde, se va transformando en orgullosa y altiva

cuando comprueba que el trato que se le dispensa deja mucho que desear,

en contraste con lo que fue antiguamente.

Su hijo ha muerto a causa de los disgustos e infidelidades de su esposa,

que se dedica a la vida social en la capital, dejando a sus dos hijas, Nelly y

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Dolly al cuidado de los guardeses y de un preceptor, Don Pío, una buena

persona pero con unos saberes escasos y trasnochados.

Pronto descubrimos que la aparente intención del conde de ver a sus

nietas y tener una cita con la madre de éstas va por otro camino. Lo que el

conde pretende es averiguar cuál de sus dos nietas es realmente hija de su

hijo, pues ha sabido que una de ellas es fruto del adulterio de su nuera.

El conde, pues, busca la verdad, pero lo curioso es que esa verdad va a

resultar menos verdadera de lo que parecía. Se planteará, bajo un argumento

que parece mas bien propio de un folletín, algo que tiene un contenido

auténticamente hondo y trascendente; me atrevería a decir que raya

con lo filosófico y lo moral. ¿Cuál es la verdad, la de los acontecimientos

objetivos o la de los sentimientos reales?

El conde cree encontrar, por sus sentimientos nobles y su incondicional

cariño, a la que es su auténtica nieta, pero el destino se burla de él. La que

él cree “verdadera” es la “falsa”, la que no quiere vivir con él sino recluirlo

en un monasterio a donde el anciano no desea ir. Y es que el conde había

identificado dos conceptos, el del honor, en su sentido más clásico y el de

la verdad; y al final, ve claramente que no tienen por qué ser coincidentes.

Y es don Pío, con su hermosa ingenuidad, el que se lo dice:

-”Señor, ¿hacia qué parte de los cielos o de los abismos cae el

honor? ¿En dónde está la verdad?” -Y el conde, abrazando a su

nieta ilegítima, le contesta: -“Dime, amigo Coronado, ¿he dicho

muchos disparates?, porque siento que vuelve a mí la razón”.

Galdós intenta decirnos que la verdad es a veces difícil de encontrar y

tenemos que sortear espejismos y romper con convencionalismos que

incluso pasan por el propio honor. La verdad no tiene sólo un camino,

como se suele decir; su búsqueda es más complicada, pero vale la pena el

esfuerzo. La recompensa es la felicidad que encontrará en El abuelo el

Conde de Albrit, como en la vida real todo aquel que sepa vivir en armonía

con ella.

En Fedra, Unamuno también apuesta por la verdad, despojada incluso

de todo ropaje ornamental que pueda desviar la atención del espectador.

Muestra los sentimientos humanos al desnudo. Fedra, auténtica y pasional,

sólo encuentra posibilidad de salvación con la confesión de su verdad

más honda y trágica, su pasión destructora. Enamorada de su hijastro y

despreciada por éste, la protagonista no encuentra otro camino que el

sacrificio de su propia vida, gracias al cual pasará de ser verdugo a víctima,

de pecadora a redentora. Cambiará así un mundo de mentira y traiciones

adúlteras adonde su pasión la arrastraba, por otro de verdad, reconciliando

a Hipólito, inocente, con su padre.

525

Pueden observarse importantes resonancias y planteamientos dramáticos

paralelos entre El abuelo y Fedra.

Podríamos orientar esta honda vinculación en un triple plano: el de los

personajes, el de los conflictos y el de los desenlaces, pese a que cada

una de estas obras guarda una originalidad que la independiza como obra

de arte y, por tanto, semillero de múltiples interpretaciones.

Los personajes de Lucrecia (El abuelo) y Fedra (Fedra) aparecen como

seres brillantes, admirados por todos, con una gran personalidad y una

apariencia de triunfadoras. Pero su verdad es otra muy diferente; en el

fondo son dos personajes agónicos que viven una realidad ficticia y que

buscan interiormente lo único que les dará la auténtica felicidad: la paz.

Quizás ni siquiera ellas mismas parecen del todo conscientes de esta necesidad

a lo largo de la obra, pero si observamos los hechos a posteriori,

cuando se han consumado, no hay duda de que es la paz lo que armoniza

sus vidas y pone fin a sus agonías.

Pedro (Fedra) y el Conde Albrit (El abuelo), por otra parte, son los personajes

imprescindibles para la regeneración espiritual de ambas mujeres.

Personajes altivos, heroicos ambos, y también generosos y bondadosos.

En ellos gravita con gran fuerza el peso del honor. Así, Pedro, intentando

por todos los medios ocultar el amor incestuoso de Fedra, dice: “Habrá

que negar a todo el mundo la entrada en esta casa. Una cárcel... un sepulcro...

que nadie lo sepa, que nadie lo sospeche ni barrunte, que nadie lo

adivine. ¡El honor ante todo!“.2

Por su parte, el conde (El abuelo), obsesionado por lavar el honor de su

familia, exclama:

Necesito saberlo, como jefe de la casa de Albrit, en la cual jamás

hubo hijos espurios, traídos por el vicio. Esta casa histórica, grande

en su pasado, madre de reyes y príncipes en su origen, fecunda

después en magnates y guerreros, en santas mujeres, ha mantenido

incólume el honor de su nombre.

Y continúa refiriéndose a su nieta ilegítima: “Falsa rama de Albrit, la

repudio, la maldigo..., maldigo su extracción villana y su existencia

usurpadora”.3

Pero también hay en ellos una gran carga de ternura y generosidad.

Su orgullo les lleva a parecer autosuficientes e intolerantes pero su humanidad

rezuma entre los poros de su férrea apariencia. Los dos necesitan

la presencia de otros personajes secundarios que asumen el papel de

bastones de apoyo, porque ambos son débiles en el fondo y su debilidad

precisa consejo y desahogo. De ahí la presencia en Fedra de Marcelo, el

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amigo médico de Pedro, que no duda en convertirse en portavoz de la

razón: “Tu hijo está sano; es el único sano de la casa”.4

En El abuelo el papel de personaje de apoyo y depósito de reflexiones y

desahogos, es Don Pío Coronado, el preceptor de las nietas del Conde,

personaje desgraciado, de una gran ternura y bondad, al que los azotes de

la vida han acabado haciendo, a juicio del Conde, un gran filósofo; y, por

eso, al final de la obra, éste le pregunta; “Y ahora, Pío, gran filósofo, si te

dan a escoger entre el honor y el amor, ¿que harás?”; y éste responde

sollozando: ”Escojo el amor..., el amor mío, porque el ajeno lo desconozco.

Nadie me ha querido...”.5

Nelly y Dolly, las nietas del conde, juegan en El abuelo un papel pasivo

pero imprescindible. Son el objeto del conflicto aunque ellas no lo sepan.

Su causa es la que mueve a todos los personajes y mueve toda la obra.

Son seres inocentes, con personajes diferentes. No actúan por intereses

que ignoran sino dejándose llevar por sus impulsos, por su carácter que

gratuitamente les ha venido impuesto y en razón del cual se mueven. No

hay buena y mala, en todo caso podríamos hablar de más o menos generosa;

pero Galdós no ha querido en esta obra exagerar los arquetipos

maniqueos del bien y del mal, ni siquiera con respecto a Lucrecia que a los

ojos de su suegro resulta un ser pérfido, pero que esconde bajo su fría

apariencia un corazón débil que sufre y se desespera: ”¡Por piedad!... No

puedo más... ¡Un balcón abierto para arrojarme!... Huir, volar, esconderme...!”.

6

Dentro de este paralelismo estructural, que con respecto a los personajes

estamos trazando, la postura de Nelly y Dolly en El abuelo equivale a la

de Hipólito en Fedra. En realidad es el hijo de Pedro el detonante del

drama unamuniano y, por tanto, desempeña un papel fundamental en la

obra. Pero su actitud es totalmente pasiva, incluso antes de la confesión

amorosa de Fedra, es también ignorante del conflicto que él mismo está

creando pese a su inocencia. Hipólito es el depositario de la pasión de

Fedra, es la pieza imprescindible para que ese sentimiento, quizá totalmente

inevitable, se haga realidad. La pasión de Fedra necesitaba

corporeizarse, e Hipólito es el medio más aparente y cercano.

La pasión del Conde de Albrit no es amorosa como la de Fedra, pero sí

alcanza la misma fuerza y tremendismo. La limpieza de su honor es un

sentimiento obsesivo en este personaje, una auténtica pasión, por la que

está dispuesto a todo, primero, a volver a La Pardina, pese a mostrarse

ante todos humillado y decrépito en contraste con su poderío anterior,

luego, a entrevistarse con su nuera, Lucrecia, a quien cree causa de la

agonía que ha llevado a la muerte a su querido hijo; y, por último, a separar

injustamente a Nelly y Dolly, castigando injustamente a seres inocentes.

Pero todo por el honor. ¿Puede haber en estas circunstancias más

nefasta pasión?

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En cuanto a los conflictos que se desarrollan en ambas obras, el factor

común que las relaciona es sin duda “la lucha”. En Fedra esta lucha adquiere

una dimensión personal de cariz ontológico y religioso, al entablarse

entre las fuerzas del espíritu y de la carne. La pasión de Fedra parece

vencer en contra de sus propios principios religiosos y de las enseñanzas

y consejos de su nodriza. Pero hay salvación para Fedra; se la proporciona

su última opción: el sacrificio de su propia vida. Fedra sólo solucionará su

conflicto con la separación tajante de su materia, de su cuerpo que es la

causa de su tortura, de su irresistible pasión. Después, la confesión de la

verdad. Aparece en la obra la verdad como redentora, como pieza fundamental

del camino expiatorio de la protagonista.

En El abuelo también esta virtud se destaca sobre cualquier otra y, además,

el componente religioso asoma en varios momentos. El conde, recriminando

a su nuera Lucrecia, le exige : “...Después de oír tantos embustes

y lisonjas no le viene mal oír la voz de la justicia, de la verdad.. .y oírla con

paciencia cristiana”.7 Y conversando con el cura y el médico reincide en la

misma idea: “¡Ah, todos lo mismo: el sabio, el ignorante, igualmente ciegos

ante el sol de la moral pura de la verdad!”.

Y en su desesperado empeño por saber cuál de sus dos nietas es la

legítima: ”urge separar la verdad de la mentira...”.8

Incluso hablando consigo mismo con la sola compañía de su bastón:

“Siempre lo has dicho Albrit, siempre lo has dicho. La causa de que las

sociedades estén tan podridas, la causa de que todo se desmorone es la

bastardía infame..., el injerto de la mentira en la verdad...”.9

El desenlace en ambas obras también tiene una notable similitud y, a

mi juicio, es reflejo del sentimiento que ya hemos visto común en ambos

autores, Galdós y Unamuno, y que no responde a otra causa que a la toma

de conciencia de una problemática candente en la sociedad del momento:

la huida de la falsedad, la búsqueda de la verdad, sepultando definitivamente

planteamientos hipócritas que habían venido siendo aceptados en

épocas pasadas pero que ahora eran repudiados por los nuevos burgueses.

Y por eso se valora en la escena a los más valientes, a los más comprometidos

con sus propios ideales y los de aquellos que intentan cambiar

los viejos moldes convencionales por conductas auténticas y liberales.

El triunfo de la verdad es el colofón en Fedra y responde al proceso de

redención de una culpa. La pasión desordenada no tiene otro camino expiatorio

que la confesión de la verdad tras la muerte: una carta al marido,

Pedro, aclarando la inocencia del hijastro, Hipólito, traerá a Fedra la paz

ansiada a lo largo de todo su conflicto físico y anímico. Es una verdad

cargada de sufrimiento pero, es un sufrimiento redentor, que salva.

En El abuelo son dos los personajes que necesitan este proceso de

depuración y expiación de culpas, porque en esta obra hay dos culpables,

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dos pecadores. Lucrecia ha llevado una vida frívola y ha sido causa de

múltiples desgracias, pero su figura se ennoblece cuando toma la resolución

de ser auténtica. Por primera vez en su vida dará paso a la verdad,

haciendo caso omiso de las amenazas de Senem, el astuto criado que la

chantajea a cambio de su silencio : “Tu silencio me importa ya tan poco

que no doy nada por él... No me tiene cuenta”.10 Y prosigue poco más

adelante: “...Me siento ahora muy bien, despejada, casi alegre...”.11

Lucrecia, como Fedra, encuentra la paz, libre de las ataduras de la mentira.

Por su parte, el conde de Albrit acoge la llegada de la verdad que tanto

ansía, con una reacción inesperada para él mismo. La temida verdad pasa

a ser redentora también para él, pues su lucha entre la llamada de la sangre

o de la bondad, acaba en un resultado que a él mismo sorprende, pero

que también lo purifica y le da la felicidad, y es que, al primer sentimiento

de congoja y estupor, ante el descubrimiento de que su querida Dolly es la

nieta falsa, pese a ser la que más lo quiere y la más noble de corazón, le

sigue un estado de paz, de reconciliación consigo mismo y con Dios: “Parece

que me ahogo... es que Dios me abre el pecho de un puñetazo y se

mete dentro de mí... es tan grande..., ¡ay!, que no cabe...”.12

Ramón Pérez de Ayala13 considera a Galdós como uno de los dramaturgos

mejores de todos los tiempos. Esta opinión tan firme y singular contrasta

con otras en las que su dramaturgia se ha venido juzgando con

ambigüedad. Algunos autores y críticos, deslumbrados por las dotes

novelísticas de este autor, no han sabido valorar suficientemente sus aptitudes

y realizaciones en el teatro y, en algunos casos, incluso ha sido

ignorado en este terreno.

Galdós no es un autor que se deleite en sus obras solo por el hermoso

resultado estético que con ellas consigue. Galdós va más allá, quiere ser

testigo de su tiempo y delator de injusticias y falsedades. La sociedad es

su punto de mira y, por eso, basándose en sus conocimientos históricos,

que bien demostró en los Episodios Nacionales, sabe hacer una muy completa

disección de la España de su momento, contemplada desde su perspectiva

histórica, económica y política.

Cualquier género literario en sus manos hubiera sido bueno para su

empeño -buena muestra son sus novelas-, pero ningún medio mejor que

el teatro le podía brindar la posibilidad de influir tan directamente sobre el

espectador, comunicándole, en vivo, emociones y vivencias, añadiéndose

además la ocasión de poder reunir un público de ideas variadas e incluso

contradictorias, lo que lleva a una situación de tensión que coadyuva a

crear un clima de expectativa y atención constantes en la sala.

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Fue consciente de que el drama haría mella como nada en las conciencias.

No en vano sabemos que escribió teatro antes de la aparición de su

primera novela.14

Galdós no trata de dogmatizar ni de establecer a través de su teatro

unos preceptos sociales, morales o políticos. Sólo nos presenta vidas, personajes

que sufren en sus carnes las vilezas de una sociedad corrompida.

Esa es suficiente denuncia, no se necesita más; tan sólo llevar a escena las

miserias que puede acarrear el atraso, la hipocresía o la intolerancia. El

resto lo hará el público; lo importante es llegar a él, y Galdós sabe cómo

conseguirlo en escena, con la cercanía que no le proporciona ningún otro

género literario.

Galdós vuelve al teatro en 1892, cuando ya ha hecho su incursión en el

terreno de la política. No parece casual este hecho. Ya hemos dicho que

debió de ser consciente de que el teatro era el medio más directo y más

apropiado para difundir sus ideas directamente, con tensión emocional y

con la ventaja del solapamiento que proporciona la ficción. Sus personajes

podían explayarse a su gusto, decir y hacer todo lo que quisieran sin

que nadie necesariamente se diese por aludido. Pero, sin embargo, muchos

tuvieron que verse retratados entre aquellos arquetipos pasionales

llenos de bondad y de maldad, de mentira y de verdad. Y al final, siempre

la moraleja, porque en el fondo Galdós es, como Unamuno, un moralista.

Siempre triunfa el bien, siempre sale a flote la verdad en las pequeñas

historias de la vida cotidiana que nos plantean sus obras, como saldrá a

flote la verdad de España. Por lo menos eso esperan, y van a poner su

empeño en conseguirlo. La gente verá retratada la realidad en sus obras,

aunque a muchos les pese.

Galdós se crispa ante una sociedad que todavía justifica en cierta medida

el feudalismo, disfrazándolo de falso proteccionismo paterno. No es

nueva esta denuncia a lo largo y ancho de la literatura; ya Cervantes tres

siglos antes se había dado cuenta de la falacia de esta estructura social.

Galdós va a tener el mérito de dar un decisivo empuje a la modernización

del drama. Es consciente de que el tremendismo de la época anterior,

que se centraba en apariencias externas, ya ha pasado, que los tiempos

exigen nuevos tratamientos en el teatro y que hay que mirar más hacia

adentro, hacia la interiorización de la conciencia de los personajes. Ya no

son conductas estereotipadas que exijan reacciones del mismo tipo, sino

que se atiende a los matices del comportamiento humano, a la complejidad

de la conciencia, que hace que al ser no se le considere singular sino

múltiple, y eso llega a explicar unos comportamientos a veces sorprendentes

que Galdós mostrará como reflejo de la sociedad de su época; y

Unamuno como la lucha agónica por representar en su vida real el yo que

mejor consiga salvarlo.

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Galdós quiere modernizar el teatro, abrirlo a Europa y despegar de aquel

otro inauténtico anclado en el pasado. Es consciente de que cada época

exige un teatro diferente como expresión de su conciencia social, y en su

momento concreto ya había pasado la época del teatro clásico del Siglo de

Oro, basado generalmente en problemas de honor, venganza o temas caballerescos

dentro de una sociedad feudal. Echegaray estaba aún pegado

a ese esquema y era preciso navegar por nuevos rumbos.

La nueva clase burguesa estaba ahí y exigía un drama moderno que

tuviera como objeto principal la expresión de sus ideas sociales, y por

encima de todas ellas, la libertad; libertad que conlleva necesariamente

verdad, autenticidad como criterio que guíe la conciencia humana. Es la

sustitución del sentimiento del deber y lealtad al señor, al amo, por encima

de todo y como obligación de honor, por la verdad como preceptiva de

conducta.

Es, por tanto, una época de transición del teatro la que a Galdós le tocó

vivir, como también es una época de transición social. Nuestras viejas

estructuras sociales ya no respondían a los nuevos tiempos y, de hecho,

ya habían sido sustituidas por otras nuevas fuera de España. Los tiempos

feudales han pasado y la burguesía se alza victoriosa con sus tropiezos

pero también con sus sueños. Lo cierto es que en el siglo XIX la clase

media había conseguido dominar en el terreno socioeconómico y cultural

pero sin el equilibrio que consolidase su posición en la sociedad. Se produce

una ruptura de los valores tradicionales fundamentados hasta entonces

en el principio de autoridad, y el sistema tiene que reorganizarse. El

hombre, ansioso de libertad y verdad tiene ante sí aquello por lo que ha

luchado pero que ahora debe aprender a manejar. Le preocupa su papel

en esta nueva sociedad, tiene que autoafirmarse en ella y esa es la fuente

temática del teatro moderno.

Pero ya hemos dicho que las preocupaciones del hombre de clase media

ya no van por el camino de lo heróico ni de lo mítico, sino que están

más apegadas a lo cotidiano, no son problemas de héroes sino de hombres

normales y corrientes; por eso, las cuestiones reflejadas en los dramas

resultan con frecuencia triviales.

La diferencia fundamental con el viejo drama es que ahora los conflictos

no van a venir impuestos desde fuera por la fatalidad, los dioses o el

destino, sino desde dentro por esa compleja personalidad que hay en el

interior de cada individuo que orientará su conducta en una u otra dirección.

Es el drama de la vida, es el drama unamuniano de los yos enfrentados

dentro de la propia conciencia y que obliga a elegir uno para que sea

representado en el escenario de la vida. Pero ¿cuál elegir? Ese es el conflicto

de la nueva sociedad y el tema central que refleja el teatro moderno,

la lucha del hombre consigo mismo, porque ahora su imperativo no le

viene de fuera, él tiene el dominio de su propia libertad. Pero ¿hasta qué

531

punto puede tener las riendas de esa compleja personalidad que lleva

dentro? El “bueno” será ahora no el más sumiso y obediente a su destino

sino el más dueño de su libertad y de su verdad. El hacer bien esa elección

supondrá en el hombre moderno su verdadera autoafirmación.

Se ha dicho que las obras teatrales de Galdós son como mítines políticos.

Yo creo que son más bien radiografías sociales de la España de su

época, realizadas por alguien que se sintió testigo de su tiempo e instigador

de conciencias.

El empeño de Galdós no pudo quedar sin fruto. Necesariamente debió

calar en el ánimo de sus coetáneos, de su público. Es imposible quedarse

impasible ante tanta denuncia, aunque ésta aparezca tan solo entretejida

en las acciones y las vidas ficticias de unas obras de arte.

Como vemos, hay que tener en cuenta también que las inquietudes de

Galdós son fruto de los acontecimientos que concurrían en España en su

momento y que conviene recordar aunque sólo sea superficialmente para

situarnos en el propio hábitat del autor, y así entender mejor sus preocupaciones

y anhelos.

La España del siglo XIX se debate entre la tradición y el progreso. Tradicionalistas

y liberales son dos polos opuestos que van a mantener al país

tenso durante un gran espacio de tiempo.

Los poderes de la Iglesia y del Estado ponen freno a las corrientes

novedosas ultrapirenáicas y originan un atraso cultural considerable en el

país. El último cuarto del siglo XIX presenta una falsa estabilidad política

que se va a reflejar en la literatura. Galdós, consciente de esta etapa crítica,

se va a hacer eco de los problemas sociales que trae aparejada esta

etapa de crisis.

La insatisfacción política unida a la depresión económica desencadena

la famosa Revolución Gloriosa de 1868. Isabel II tiene que exiliarse. Pero

las clases abiertas y democráticas de los hombres de La Gloriosa apenas

pasaron de la teoría a la práctica. Republicanos, carlistas y progresistas

van a luchar por el poder y la imposición de sus ideas.

Los carlistas dirigidos por el hermano de Isabel, don Carlos, deseaban

la vuelta de la monarquía y estaban apoyados por los católicos principalmente

del norte de España. Los republicanos querían una república federal

y estaban apoyados principalmente por Cataluña, Valencia y Andalucía.

Y, por último, los progresistas anhelaban una monarquía constitucional

con amplio sufragio electoral y aquí se incluían los grupos de la burocracia

y el ejército.

532

El conflicto se enardece más con la aparición del movimiento obrero de

la Internacional que provoca enfrentamientos variados en la Península.

Con la Constitución de 1869 se vuelve a la monarquía con Amadeo de

Saboya, a quienes los españoles siempre consideraron como un intruso y

pronto tuvo que abdicar, proclamándose la República.

Pero lejos de solucionarse la situación, España se ve día a día más fragmentada

política e ideológicamente. La República se debilita y los militares

consiguen acabar con ella.

En 1874 sube al trono Alfonso XII y comienza la época de la Restauración

hasta el año 1903, y en la que las luchas partidistas entre conservadores

y liberales continuarían debilitando una nación ya de por sí en un proceso

imparable de decadencia.

Se extiende la corrupción entre los gobernantes y aparece una especie

de político local “el cacique” que recibía poder del gobierno a cambio de

votos garantizados.

La situación social y política que a Galdós le tocó vivir es singular y

concreta: una nueva clase social, la burguesía, lucha por hacerse oír, por

rebelarse contra los abusos de autoridad y contra la falta de libertades que

habían padecido en épocas anteriores. Se trata de quitarse la mordaza, de

expresar y denunciar con libertad. Se clama, en definitiva, por la verdad, y

ésta se va a convertir en la principal arma en la lucha contra la injusticia

social.

A lo largo de la historia del teatro de Galdós, vemos reflejada esta búsqueda

de la verdad, de lo auténtico. En el fondo de sus obras late el desprecio

por la hipocresía. Galdós siente la necesidad de decir la verdad y de

ayudar a que otros la digan.

En Electra (1901), critica a esa España alejada del progreso de Europa

por culpa de sus convencionalismos y de su falsa moral, plagada de mentira.

En Bárbara (1905), la protagonista se erige en testigo de la verdad cuando

defiende ante el tribunal la inocencia de Leandro al que han condenado

pese a ser inocente. Galdós pone de manifiesto en esta obra la fealdad

de la mentira, de la falsa apariencia. El espectador se revuelve por dentro

escuchando las palabras de Horacio: “Yo he tenido que hacer reformas

pero de pura apariencia y palabrería... Parece que he reformado y no es

verdad. Todo es como fue”. Bárbara también representa la impotencia de

un ser sincero dentro de una sociedad corrupta, cuando, obligada por las

circunstancias, accede a casarse con Demetrio. Si consigue que no fracase

totalmente la verdad, es conservando su libertad interna, sus firmes

pensamientos que son sólo suyos pero firmes.

533

En Casandra (1910), Doña Juana, religiosa y cumplidora con la Iglesia,

aparta a Casandra de sus hijos con calumnias. Galdós deja que sea el

público en esta obra el que saque sus propias conclusiones: Doña Juana

no se salvará, sino Casandra, a pesar de que las apariencias hagan pensar

a la sociedad lo contrario. Galdós ataca aquí a la Iglesia como defensora

de una falsa moral que también es tolerada por una sociedad anclada en

unas tradicionales costumbres insinceras y trasnochadas que tienen a España

aislada y atrasada.

En Pedro Minio (1908), Galdós vuelve a elogiar la autenticidad, en esta

ocasión referida a la caridad. La verdadera caridad es la que se fundamenta

en el amor más que en la satisfacción de necesidades materiales. La

verdadera ayuda a los ancianos está en darles alegría y ganas de vivir.

Galdós quiere llevar a su público al convencimiento de que la verdad

siempre triunfa y que los hipócritas, tarde o temprano, quedarán desenmascarados.

La Generación del 98 va a recoger esta idea hasta el punto de que pasa

a ser una de sus principales características.

Pío Baroja, por ejemplo, exige para sus novelas un lenguaje natural, que

sea capaz de reflejar la verdadera realidad; y su estilo, aunque peque a

veces de desaliñado, está en función de presentarnos la realidad de su

España, pese a que esa franqueza lo conduzca con frecuencia a la desilusión

y al desengaño.

Ningún testimonio mejor de su amor a la verdad que la leyenda que

quiso para su propia tumba:

Si se borra mi recuerdo y el busto sigue ahí, me contentaría con

que la gente que lo contemplara supiera que el que sirvió de

modelo a esta estatua, era un hombre que tenía el entusiasmo

por la verdad, odio por la hipocresía y la mentira y que, aunque

a veces dijeran lo contrario, era un vasco que amaba entrañablemente

a su país.

Baroja es un autor sincero. La verdad no aceptada por la mayoría de los

personajes de su época, le cuesta no pocas críticas y enemistades, pero se

siente orgulloso de su actitud: “Tengo normalmente la preocupación de

desear el mayor bien para mi país, pero no el patriotismo de mentir”.

Azorín persigue la verdad, y con su actitud nos da un ejemplo de periodismo

sincero y comprometido. No duda en decir lo que piensa aunque le

cueste salir despedido de El Imparcial, por contar crudamente la realidad

de una Andalucía trágica y por alguna denuncia más de orden político.

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Unamuno no podía ser menos. Aunque personalmente enfrentados, nadie

más directamente enlazado en espíritu e intención al teatro de Galdós que

Unamuno. Quiere desnudez escénica, pues lo importante es la voz y el

cuerpo, y, a través de ellos, la verdad al desnudo de unas almas que gozan

y sufren y de las que aprendemos que lo humano no muere nunca. Lo

mismo que en Galdós, también podemos rastrear en la obra de Unamuno

esta búsqueda de la sinceridad como principio sine qua non. También

Unamuno sufrió en sus carnes la lacra de la mentira. Padeció un destierro

del que se sentía inocente, incluso no quiso volver a España porque aceptar

la amnistía era una falsedad, era hacer verdadero lo falso: no se sentía

culpable y quiso mantener su verdad hasta el fin, aunque esto le supusiera

la privanza de su familia y de su seguridad económica. Pero prefirió la

verdad ante todo.

Como Galdós, Unamuno se dio cuenta de la importancia del teatro para

conectar con el público, para transmitir sus angustias, sus dudas y sus

inquietudes. La búsqueda de la verdad fue una constante en su

intraliteratura y en su intrafilosofía y puso su confianza en que esa verdad,

escondida en el fondo de la historia, en el alma de las gentes más sencillas,

fuera la que levantase su querida España. Confió en el hombre como

lo hizo Galdós, que con su “liberalismo ético” se alza como precursor del

98 en cuanto al convencimiento de que sería la autenticidad el pilar de

apoyo de los principales elementos regeneracionistas de la sociedad.

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NOTAS

1 Prólogo de El abuelo.

2 Fedra, p.220.

3 El abuelo, pp.85-86.

4 Op.cit., p.219.

5 Op.cit., p.245.

6 Op.cit., p.86.

7 Op.cit., p.76.

8 Op.cit., p.112.

9 Op.cit., p.142.

10 Op.cit., p.216

11 Op.cit., p.218

12 Op.cit., p.244.

13 Las máscaras, Madrid, 1917, pp.194 y ss.

14 La expulsión de los moriscos que no se ha podido encontrar, Un joven de provecho,

encontrada en 1935, e incluso el mismo Galdós se refiere a cierto melodrama titulado

Quien mal hace bien no espere de 1861. Por entonces Benito Pérez Galdós tendría

unos dieciocho años.