REFLEXIONES SOBRE “EL PASADO GLORIOSO”
EN LA CUARTA SERIE DE
EPISODIOS NACIONALES
María Paz Yáñez
Mucho se ha hablado de la actitud del Galdós de principios de siglo, tan
semejante en algunos aspectos a la de los jóvenes llamados
noventayochistas. Esta actitud ha sido estudiada a fondo en lo que respecta
a su manera de tratar la historia y a sus presupuestos ideológicos. Se ha
insistido en su búsqueda de valores intrínsecos del pueblo español,1 aquello
que Ganivet llamaba “el modo de ser interno del sujeto colectivo”2, y
Azorín, “el genio castellano”.3 Son ya varios estudiosos los que han definido
a la familia Ansúrez, colectivo importante en las dos últimas series,
como enclave de estos valores4. No existe, sin embargo, un estudio dedicado
específicamente a esta interesante familia. Por ello, me propongo
aquí abrir un camino hacia la investigación de las muchas posibilidades
interpretativas que ofrece este singular colectivo.
En el capítulo V de Narváez, el narrador José García Fajardo, más conocido
por Marqués de Beramendi, nos conduce a ciertas ruinas en las afueras
de Sigüenza, que sirven de refugio a cierta ”familia errante”, agrupada
“bajo una bóveda” (II, p.1520a)5. El padre o “cabeza de la pequeña tribu”,
Jerónimo Ansúrez, presenta a sus hijos, que aparecen a los ojos del narrador
formando un grupo escultórico, “tres en pie, dos tumbados”, y, “entre
ellos una mujer”, “la más hermosa que (Beramendi) había visto en su vida”
(II, p.1520b).
La presentación resulta llamativa, tanto por la disposición artística de
las figúras que componen el grupo, como por el espacio histórico-legendario
en que quedan encuadrados. Sus nombres, arcaizados por el sabio del
lugar don Ventura Miedes, nos remontan a épocas lejanas: “Didaco o Yago,
aunque vulgarmente lo llaman Diego”, “Egidio” (Gil), “Ruy” (Rodrigo),
“Gundisalvo “(Gonzalo) y “Leguntio” (Leoncio). Falta uno en el grupo y el
padre explica esta falta: “al mayor, que se llama como yo, lo tenemos en
Ceuta, por un achaque.. “6 (p.1521a). La hija, Lucila ”Illipulicia” para Miedesno
sólo se presenta “entre ellos”, sino que es la cuarta de los siete hijos,
es decir, la central.
Lucila es una de las figuras femeninas más destacadas en esta serie y en
la que le sigue. Aunque sólo protagoniza un episodio, está presente en
casi todos, como lo estará su descendencia, protagonista también en uno
4.1-47
700
de los últimos. Aparece reiteradamente en los sueños amorosos
inalcanzables de dos figuras masculinas -el mismo Beramendi y el extravagante
historiador Confusio-, cuya doble función de actores y narradores
les confiere capital importancia en la serie. Los valores metafóricos de
Lucila no han pasado inadvertidos: la España que comienza en los brazos
del ejército y termina en el de los burócratas, pasando por los terratenientes;
la madre del hombre del futuro, la esencia popular, y otras tantas
significaciones que sería prolijo enumerar: como bien afirmaba Montesinos,
es “tantas mujeres cuantos son los prójimos que la ven”.7
Menos atención han merecido sus hermanos, que nunca se han estudiado
en conjunto, como partes de un todo. Cierto que su presencia en la
serie es irregular y poco proporcionada: Diego es protagonista exclusivo
de todo un episodio, La vuelta al mundo en la Numancia; Gonzalo presta
su voz a un nutrido fragmento de Aita Tettauen y desempeña un importante
papel en la primera parte de Carlos VI en la Rápita; los amores de Leoncio
forman el núcleo ficcional de La revolución de julio, aunque él mismo no
aparezca hasta casi el final de forma episódica, volviendo a intervenir en
episodios posteriores; también en La revolución de julio, Rodrigo, todavía
adolescente, acompaña a Beramendi en sus correrías, y, más tarde, volveremos
a encontrarlo entre los amigos de Santiago Ibero; De Gil, apenas
entrevisto entre las ruinas de Sigüenza, recibimos sabrosas noticias indirectas;
Jerónimo es el eterno ausente.
En su presentación, como ya he recordado, se arcaízan sus nombres.
Pero es de notar que ya son arcaicos de suyo, con ese eco de gestas medievales
y triunfos imperiales que dejan tras de sí. Estas resonancias son
el primer indicio de la representación histórica que asumen. Es de notar
también que los episodios en que destaca su intervención son los más
abundantes en referencias al pasado remoto.
Entre los hechos que dieron lugar al tópico del “glorioso pasado hispánico”,
dos han pasado a la historia oficial como las más grandes hazañas de
la “raza celtíbera”, epíteto que siempre acompaña a los Ansúrez: la Reconquista
del territorio peninsular ocupado por los árabes y la Conquista de
América, ambas pobladas de Gonzalos, de Diegos y de Rodrigos. No es de
extrañar que estos dos hechos destaquen sobre los demás, cuando se
trata de revisar el pasado remoto.
Por referencias familiares, sabemos que uno de los hijos de Ansúrez, el
más astuto de todos, que se cortó un dedo para librarse del servicio militar,
se ha convertido al islamismo. Por eso identificamos en seguida esa
extraña voz que encabeza la tercera parte de Aita Tettauen, presentándose
bajo el nombre de “sidi el Hach Mohammed ben Sur el Nasiry”, como el
joven Gonzalo que habíamos encontrado durmiendo en las ruinas de
Sigüenza. Su nombre ya estuvo estrechamente relacionado con los moros
medievales: Gonzalo Gustios se llamaba el padre de los siete infantes de
701
Lara y de aquél “moro expósito” que volvió por la honra de su familia,
tomando también en su bautizo el nombre de Gonzalo. Si Mudarra, nacido
y criado en el Islam, se convirtió al cristianismo, su homónimo hace el
camino inverso. Tampoco es gratuito el nombre árabe que adopta el hijo
de Ansúrez: El Nasiry se llamaba cierto historiador que, como nuestro personaje,
relató la guerra de África desde la perspectiva musulmana8. El
renegado “celtíbero” se presenta en sus escritos como el más fiel seguidor
de la doctrina de Mahoma y en sus hechos posteriores, como un intachable
ciudadano del Mogreb.
Es natural que en los dos episodios que siguen de cerca la guerra de
África, sean constantes las referencias a las pasadas luchas de la Reconquista.
Ya al principio del Episodio, el entonces fervoroso patriota Santiuste
despierta con su recuerdo la admiración del niño Vicente y de su bella
madre:
-¡Qué gloria ver resucitado en nuestra época el soldado de castilla,
el castellano Cid, verle junto a nosotros y tocar con nuestra mano
la suya, y poder abrazarle y bendecirle en la realidad, no en libros
y papeles! Reviven en la edad presente las pasadas. Vemos en manos
del valiente O’Donnell la cruz de Las Navas, y en manos de otros
caudillos [...] el bastón glorioso del Gran Capitán. (III, p.236b)
A mediados del siglo XIX, la Reconquista va a convertirse en Conquista:
ahora los cristianos peninsulares invadirán territorio árabe, como los árabes
habían invadido la península en el 711. Este cambio de perspectiva se
refleja en la figura de Gonzalo Ansúrez, que ha hecho el mismo camino
por vía pacífica, asimilándose en lugar de colonizar.
En su función de narrador, el Nasiry resulta ser el más irónico de cuantos
nos narran los Episodios Nacionales. Si nos quedara alguna duda de la
sinceridad de sus palabras, él mismo nos desengaña en su primera aparición
como actor:
-Quitate allá. ¿crees tú que es historia lo que escribo para el Zebdy?
No, hijo, no es nada de eso, porque he tenido que escribirlo al
gusto musulmán, retorciendo los hechos para que siempre resulten
favorables a los moríos. Y cuando no me ha sido posible desfigurar
el rostro de la verdad, he puesto mil mentirosos adornos y
afeites para que no lo conozca ni la madre que lo parió. (III, p.336b)
No en balde, Confusio lo califica como “el primero y más salado guasón
del mundo” (III, p.373a), y Beramendi como “hombre de extraordinaria
marrullería y de artes de gobierno” (III, p.381a). No llegamos a saber si la
historia de la enfermedad de su esclava, que tan fácilmente convence a
Santiuste, es cierta, o si se trata, como opina Fajardo, de un ardid para
alejar al joven diplomáticamente. Sospechamos lo último, porque a lo
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largo de su intervención nos ha dado muestras suficientes de sus facultades
de manipular con la mentira. Claro está que estas cualidades responden
al cliché con que el discurso oficial español define a los moros, tanto
en la historia como en la literatura. Pero en todo momento estamos al
corriente de que Gonzalo pertenece a la más pura raza celtíbera y que su
primera mentira es su condición de magnate musulmán, que ninguno de
sus vecinos pone en duda. Se trata, pues, no ya de una figura ironizada,
sino de la propia ironía hecha personaje.
El Nasiry puede leerse, así, como una metáfora de la conquista al revés
que supone la insensata Guerra de África. Pero, además, sirve de vehículo
a una reflexión sobre los sagrados valores que la tradición confiere a la
Reconquista, reflexión llevada a cabo a través de una reconocida técnica
galdosiana: el paralelismo. A nadie han pasado inadvertidas las relaciones
que en Carlos VI en la Rápita se establecen entre el Nasiry y el arcipreste
carlista don Juanondón, relaciones que marcan la estructura del episodio.
Las mismas historias se repiten en diferentes espacios. En la primera parte,
situada en África, Juan pierde una mujer -Yohar- por conveniencias
económicas, y se consuela intentando robarle al Nasiry una de las esclavas
de su harén. En la segunda parte, ya en España, Confusio recibe la
noticia de que va a perder a Lucila, a punto de casarse con un “devoto de
la Economía política” (III, p.379a), y, para consolarse, intenta y consigue
robar a don Juanondón una de las amas de “su harén”. El propio Juan,
narrador de este episodio, relaciona continuamente las dos situaciones:
“La semejanza de Donata con la imagen que me forjé de la bella Erhimo
era cada día más patente” (III, p.401b). El arcipreste se presenta con los
mismos rasgos que caracterizan al falso moro: oficia sus misas “revestido
con espléndida ropa” (III, p.398a), es hospitalario e influyente, por sus
muchas relaciones. (nos enteramos, por ejemplo, de que ha podido mantener
su arciprestazgo gracias, nada menos, que a la monja de las llagas),
y en su mesa se sirven los platos más refinados. Como el astuto Nasiry, no
está del todo conforme con el discurso oficial de los que defienden su
misma causa: califica al primer don Carlos de “alcornoque” (III, p.405a) y
a propósito de sus hijos, a quienes está defendiendo en ese momento, se
deja decir: “¡váyanse a la porra, a la santísima porra..., con cien puñales de
peines... y con la maldita leche que mamaron de su madre putativa!” (III,
p.404a). Este parecido no pasa inadvertido para nuestro narrador:
Por la mirada, en el momento de decir dominus voviscum, por las
líneas de su rostro más caballeresco que místico, don Juan Hondón
se me pareció el Nasiry. Sin fijarme en la diferencia de ropaje,
calidad y estado, ni en que el uno tiene barbas y el otro no, encontraba
yo gran semejanza entre los dos caballeros renegados. ¿Por
ventura la semejanza moral no era aún más efectiva y patente? (III,
p.398 a-b)
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Hasta los lugares, tan distantes y diferentes, se representan semejantes
en la mente del narrador: “recorrimos angostas calles sin empedrar, que
me recordaban las de Tánger y Tetuán” (III, p.401b).
Otra semejanza más inadvertida se puede establecer entre los dos
polígamos: ambos se relacionan estrechamente con figuras de la historia
literaria. La comparación que el narrador establece entre el moderno
arcipreste y su homónimo el de Hita no requiere explicación. Menos evidente
es la que se establece entre el Nasiry, cronista poético y retórico del
frente árabe, musulmán al revés, que escribe a lo musulmán y piensa y
siente a lo castellano, y el cronista del frente español, Pedro Antonio de
Alarcón, a quien Santiuste llama “moro de Gauadix”, por ser “un español
al revés o un mahometano con bautismo”, que escribe “a lo castellano”, y
piensa y siente “a lo musulmán” (III, p.263 a). Varios estudiosos han notado
la intertextualidad establecida entre el Diario de un testigo de la guerra
de África y el episodio galdosiano en que interviene su autor, a partir de la
oposición señalada en el texto entre Alarcón y Santiuste.9 Gregorio Torres
Nebrera añade a esta oposición la establecida entre este último y El Nasiry,
en tanto que cronistas,10 lo que viene a situar en un mismo plano a los dos
corresponsales que se oponen al protagonista del episodio. Ciertamente,
Alarcón y el renegado narran la historia desde perspectivas opuestas, pero,
en ambos casos, el resultado es la versión oficial triunfalista que cada
bando quiere leer.11 El relato de El Nasiry devuelve como un espejo el
relato alarconiano: la perspectiva resulta invertida, pero las imágenes son
idénticas.
Robert Ricard, a partir de una interpretación positivista, juzgaba
“malheureuse” la estructura de Carlos VI en la Rápita,12 olvidando otro
elemento común a las dos partes: la evocación de la Reconquista. Si la
Guerra de África se presenta llena de alusiones a las glorias del Medievo, la
relación establecida entre Juan Ruiz Hondón y su homónimo del siglo XIV,
traslada a nuestro arcipreste a esa misma época, cambio temporal que se
refleja en su entorno: “En el atezado rostro de aquellos interesantes bárbaros
-(dice Santiuste)- vi la ingenuidad del hombre medieval, laborioso en
la paz, matón en la guerra, defensor de su terruño y de sus rudas creencias
con fanático heroísmo” (III, p.408a).
El paralelismo entre las historias de Confusio en Tánger y en Ulldecona,
corresponde al paralelismo entre moros y cristianos existente ya en la
época medieval. Como entonces, el árabe se revela ahora más astuto y
diplomático, y el castellano, más rudo en su comportamiento, pero ambos
mantienen un harén, cuyas mujeres han sido obtenidas mediante compra.
Si la actitud del moro, inventando la enfermedad de Erhimo, arroja un
jarro de agua fría sobre la exuberante imaginación del aspirante a Cautivo
cervantino, la actitud del cristiano, declarando su alivio al librarse de la
moza con tanto esfuerzo raptada, produce un efecto similar. Entregada y
no robada, Donata pierde todos sus atractivos.
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Si alguna oposición cabe entre las dos historias, se encuentra más en
las imágenes que en los hechos, en especial en lo que se refiere al color.
No puede pasar inadvertido el contraste entre los bellos y armoniosos
coloridos de las ropas y adornos de las mujeres del Nasiry, destacando
sobre el blanco luminoso de las paredes, y la negrura que predomina en la
casa del Arcipreste, donde “todo es (...) negro y fúnebre” (III, p.399b), así
como su iglesia, presidida por “un Cristo de espantosa anatomía, de espeluznante
horror traumático, piernas y brazos en carne viva, con cárdenos
bultos y cuajarones de sangre (...)” (III, p.397b). Como en el espejo
alarconiano, el “parecer” es opuesto, pero el “ser” es idéntico.
Por otra parte, la historia vivida, que el ingenuo Santiuste esperaba resurrección
de la tantas veces y con tanto entusiasmo leída, no sólo resulta
también decepcionante, sino que revela la retórica de los modelos, en los
que el “parecer” tampoco correspondía al “ser”:
... en mi espíritu se han marchitado todas aquellas flores que fueron
mi encanto (...) Yo me adornaba con ellas, yo me tragaba su
aroma y lo echaba por los ojos, por la boca... Me servían para hacerme
pasar por elocuente y para que lloraran oyéndome las mujeres
y los chiquillos... Esas flores eran el Cid, Fernán González,
Toledo, Granada (...) Pues bien, Pedro: de esas flores no queda en
mi espíritu más que una hojarasca que huele a cosa rancia y descompuesta...
(III, p.259b)
Los “pesimistas” del noventa y ocho ofrecen una visión mucho menos
deprimente del “glorioso pasado” que la que nos presenta aquí el optimista”
Galdós. No encontramos por parte alguna, aunque no hayan faltado
afirmaciones al respecto, la nostalgia por las perdidas grandezas con que
la patriotería española se consoló de su “Desastre”. Los hechos del pasado,
tan deslumbrantes en las crónicas triunfalistas, no eran muy diferentes
de los de la Guerra de África, tan bellamente narrados por su testigo Alarcón.
El otro gran acontecimiento histórico del pasado, la Conquista, también
se vuelve objeto de reflexión en el episodio que nos traslada al continente
americano. La vuelta al mundo en la Numancia nos cuenta un hecho casi
insignificante entre los muchos que ilustraron el reinado isabelino. No en
balde, ha sido poco apreciado por los estudiosos cuyos intereses se centran
en los hechos históricos.13 Es cierto que los manuales de historia
apenas dedican unos párrafos a esta torpe e inexplicable campaña, que
culminó en el bombardeo al puerto del Callao. Mostrar una torpeza más de
las que los gobiernos isabelinos cometían a diario, parece materia insuficiente
para llenar todo un episodio. Pero hay que tener en cuenta que se
trata del único entre los cuarenta y seis que toma en consideración las
relaciones entre España y sus antiguas colonias americanas. A tan poca
distancia de los sucesos del 98,14 el tema americano, ya concluido, se
prestaba a una revisión más global, una revisión que contemplara el pro705
blema desde sus raíces. Y eso es lo que la historia de otro de los hijos de
Ansúrez, el llamado Diego, viene a metaforizar.
La anécdota ficcional de La vuelta al mundo en la Numancia está centrada
en la búsqueda de una hija que, por su propia voluntad, se ha liberado
de la autoridad paterna. Paralelamente, la anécdota referencial narra una
demostración de autoridad de la “ex-madre imperial” hacia “unas hijas”
que ya se le escaparon de las manos y, libres de la autoridad materna,
comienzan a mostrar ciertas veleidades revolucionarias. Repetidas veces
se presenta la relación de España con los países americanos siguiendo
este manido tópico.15 Un ejemplo:
El cañoneo no llegó a durar tres horas: ya era bastante; aun era
quizá demasiado para simple castigo o reprimenda de una madre
austera, harto pagada de su carácter venerable y de sus históricos
blasones. La hija, herida y maltrecha de las crueles disciplinas de
la madre, miraba a ésta desde tierra con el más agrio cariz que
puede suponerse. (III, p.513b)
El reflejo de esta relación en la aventura de Diego ya ha sido puesto de
relieve.16 Vale la pena, sin embargo, contemplarlo con un mayor
detenimiento. En primer lugar, es de notar que en la historia ficticia son
dos, y no uno, los ejemplos de comportamiento paterno. José Binondo,
personaje nada simpático por cierto, confiesa a Diego cómo trató a su hija
en rebeldía: “con una estaca le di tal paliza, que me quedó el ángel hecho
una lástima” (III, p.47lb), “la cogí por un brazo y me la llevé a casa, donde
le di de bofetadas y me parece que algún mordisco” (III, p.472a). La hija
de Binondo responde significativamente al nombre de Rosa, la patrona de
Lima, a quien el atribulado padre asocia a su hija en sus desvíos místicos.
A él, el arrepentimiento le llega tarde: su hija ha muerto. Ansúrez, en igualdad
de circunstancias, no empleó la violencia física. Su vuelta al mundo
corresponde metafóricamente al giro que toma su valoración de las relaciones
filiales. Gracias a esta nueva visión, quedan abiertas sus esperanzas
de reconciliación, afirmadas en el nieto. Aunque, como veremos, la
unión efectiva no llega a verse cumplida en el texto.
La voz que narra este episodio parece asumir el discurso español, empleando
con frecuencia la primera persona del plural. Así, por ejemplo,
cuando los oficiales de la Numancia se admiran de las bellezas de Lima:
“Nuestro, de casa, de familia, era el rostro de aquel monumento; nuestra
también el alma, el interior, impregnado de dulce misterio.”17 (III, p.482b).
No es de extrañar que el discurso se haya interpretado a favor de los españoles,
y que se haya llegado a hablar de “sentimentalismo paternalista” en
las descripciones limeñas.18
Sabemos, sin embargo, que el narrador galdosiano se presenta, a menudo,
como parte integrante del discurso social de su época, ensalzando
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lo que oficialmente se alaba y dedicando epítetos despreciativos a los
seres non gratos.19 discurso que suelen desmentir los hechos. Así también
en este episodio podemos observar la conducta dudosa de ciertos españoles,
como Mendaro, muy bien tratado por el Narrador, a quien vemos en
cierta ocasión maltratando a un cholo (III, p.487b), antes de que haya
surgido el conflicto, hecho que justifica la actitud agresiva de los peruanos
frente a España. El propio Méndez Núñez, muy bien tratado en todo momento,
convence a sus soldados “con los tópicos imprescindibles”, entre
los que destaca el de “añadir una página de gloria a la nación” (III, p.517a).
El honor parece ser el móvil de los españoles en esta lucha, “que las naciones,
cuanto más viejas, más aferradas viven a la rutina caballeresca del
honor”. (III, p.512b)
Esta ironía se refuerza a través de los acontecimientos de la historia
ficcional, que, como ocurre en todos los episodios, hay que leer en clave
metafórica. Diego se ha embarcado en la Numancia, lleno de odio hacia el
indigno robador de su hija y de su honor, a quien llama “gavilán” (III, p.458b),
cuando no “el negro ese” (III, p.466a). El texto nos presenta, en cambio,
un Belisario adornado de todos los rasgos positivos, de forma que la conducta
de Mara, eligiendo su destino en contra de la voluntad paterna, queda
sobradamente justificada. El narrador asume el discurso del padre, como
asumía el de España, pero el texto toma partido por la hija y por su simpático
robador.
La historia de Diego corre paralela a la de la escuadra española, lo que
se manifiesta en ciertos usos de la anáfora: “Mala la hubísteis, españoles,
con aquellas trifulcas de vuestros parientes americanos, y malísima la hubo
también el bonísimo Ansúrez, que apenas acarició las dulces esperanzas
de comunicarse con su hija, viose de nuevo defraudado...” (III, p.498b). El
viaje de Diego alrededor del mundo puede contemplarse como viaje
iniciático de la intolerancia a la tolerancia, de los valores sociales a los
valores humanos, lo que confirma la frase que cierra el episodio: “cuando
a uno se le pierde el alma, tiene que dar la vuelta al mundo para encontrarla”
(III, p.536b). Como ya he anticipado, no asistimos al abrazo final de
padre e hija, que una cuarentena va a retrasar. Los abandonamos manteniendo
un diálogo de barco a barco, separados por el agua del mar. Tampoco
el conflicto militar queda concluido. Los españoles se retiran, y, a
decir de Fenelón, “se retrasará un cuarto de siglo, por lo menos, la reconciliación
(...) con las que fueron sus colonias.” (III, p.52lb)
Las referencias al pasado son aquí también continuas, como ocurría en
los episodios africanos. Las calles de Lima recuerdan la presencia de Pizarro,
se mencionan tesoros escondidos por los incas y hasta se relata la historia
de un colonizador, Sarmiento, que derivó en la locura (III, p.474a). La
presencia del pasado se acusa también en algunas actuaciones irónicas
del presente, tales como la intención de Binondo de instruir y catequizar a
los felices indígenas de Otaití, y de “traerlos a la verdad de nuestra fe
cristiana y sacratísima” (III, p.53lb).
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Pero, además, la historia del origen de Mara no deja de llamar la atención.
Ansúrez conoció a la madre de su hija de forma un tanto insólita:
Iba el hombre con el cuidado de la oscuridad echando las manos
por delante, los ojos al suelo fangoso y a los traicioneros dobleces
de las tapias, cuando de improviso le cayó encima un grande y
pesado bulto,.. El golpe fue tremendo, más por la pesadumbre que
por la dureza del objeto caído, (III, p.439a-b)
El bulto resulta ser una monja evadida, con la que pronto establecerá
relaciones amorosas, que traerán como consecuencia el nacimiento de
Mara. Este encuentro violento y doloroso para ambos, aunque como anécdota
resulte divertido, nos muestra un comienzo de relaciones en el que la
violencia está presente. Ansúrez rebautiza a esta mujer que le ha caído del
cielo por casualidad (como América se ofreció a los ojos de Colón, que iba
en busca de otra cosa), con el significativo nombre de Esperanza. A pesar
de que la pareja consigue integrarse en una sociedad de ideas liberales, el
casamiento no llega a posibilitarse, resultando Mara hija natural. Doña
Esperanza pierde la razón poco antes de morir y llega a llamar a su hija en
su delirio“negra, intrusa” (III, p.449b). El propio Ansúrez, después de perder
a su mujer se acusa de “haber infringido y olvidado las leyes morales y
religiosas”, y califica su unión de “casamiento libre y sacrílego” (III, p.453a).
Claro está que el texto no apoya estas apreciaciones, pero lo cierto es que
aparecen explicitadas en los propios pensamientos del protagonista, según
los cuales Mara resulta ser fruto de un encuentro violento y de una
relación ilegal y sacríclega. Si Mara es la hija perdida en manos del nuevo
“indio”, iconizando así la perdida colonia que se inhibe de la vigilancia
materna y busca sus primitivas raíces, no cabe duda de que el texto se
vale de la historia ficcional para introducir una reflexión sobre los violentos
y oscuros orígenes de la relación hispano-americana.
De este modo, a pesar de las demostraciones patrióticas del narrador,
en La vuelta al mundo en la Numancia, contemplamos, en un primer plano,
la insensatez de un gobierno que actúa por razones tan obsoletas
como el honor, tal como se entendía en la era caballeresca; y en un segundo,
a nivel metafórico, la violencia, la ilegalidad y el sacrilegio de otros
presuntos héroes que, siglos antes, habían dominado un continente para
imponerle sus valores. Y, después de todo, para dejarles en herencia virtudes
tan honrosas como “la afición al juego de la guerra civil” (III, p.467a),
como apunta una vez irónicamente el narrador.
Reconquista y conquista quedan pues presentes a través de los dos
Ansúrez masculinos con mayor participación textual. Como ya he anticipado,
ninguno de los otros hermanos llega a cobrar la importancia de los dos
mencionados. Y es que ya no se trata de metaforizar hechos concretos del
pasado, sino de encarnar en ellos esos rasgos permanentes en la historia
española de todos los tiempos, esa “esencia” que buscaban los
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noventayochistas. No en balde los define así Beramendi: “... todos los
individuos de esa familia, de ese índice histórico, de ese resumen étnico,
son de una agudeza formidable. El ingenio y la simpatía personal los asisten,
así para el mal como para el bien.” (III, p.380b).
De hecho, dos encarnan la vertiente negativa y dos, la positiva de dos
elementos que definen esa presunta “esencia”: el instinto y el ingenio.
Jerónimo destaca por su ausencia. Nunca llegamos a verle y sólo una vez
tenemos noticia de él: está encarcelado cumpliendo condena por lo que
su padre llama “achaques” y don Ventura Miedes, “crímenes”. Es como un
instinto violento escondido, encarcelado, peligroso y vergonzante. El instinto
sano, el que va encaminado a la revolución igualadora, está encarnado
en Leoncio, el único que en el episodio titulado La revolución de julio
emprende una auténtica rebelión, que contrasta claramente con el simulacro
que supuso la Vicalvarada, tema histórico del episodio. La belleza de
Leoncio, según Beramendi, “respiraba salud, fuerza y un perfecto equilibrio
de los dos elementos que nos componen, el animal y el hombre” (III,
p.l0lb). Virginia y Leoncio emprenden su revolución social atacando a las
raíces de la sociedad que combaten, en lugar de barnizar con un par de
pretendidas reformas una situación política inaceptable en su totalidad,
como harán los pretendidos rebeldes de Vicálvaro. Es la Revolución que
pedirá Mariclío en las últimas páginas de Cánovas, la verdadera, la de raíz,
que en nada se parece a las algaradas que poblaron el reinado isabelino,
concluyendo con la ineficaz “Gloriosa”. La pareja anula las leyes establecidas
-matrimonio, clase social, formas de vida-, y se rebautiza con los nombres
de Mita y Ley: la nueva “Ley”, basada en la cooperación y en el reparto
de bienes expresado en la fusión de “mío” y “tuyo” que refleja el anagrama
“Mita” (“=mía y tuya”). Beramendi concluye el episodio con estas palabras:
“Todo es pequeño, todo; sólo son grandes Mita y Ley”. (III, p.115b)
La otra vertiente de la esencia hispánica, el ingenio, aparece también
desdoblado. Gil, “agudo como el hambre, vivo como la pólvora, de rostro
muy moreno, el labio un poco grueso, los ojos como endrinas”, capaz de
“mascullar la lengua turquesa o tunecina que habla toda la pillería del
Mediterráneo”, y provisto de “gran despejo para sermonear” (III, p.424a),
es la viva estampa del pícaro. Si no ayuda a vender bulas, como hiciera
Lázaro, vende reliquias de toda especie, avaladas por “papeles escritos en
arábigo, y traducidos al español por un monje que acredita la procedencia
del género, y luego firman y dan fe priores, abades y hasta cónsules mismamente”
(III, p.424b). Aunque su hermano Diego lo califique de
“malditísimo charlatán”, el relato de sus ingenios no deja de resultar simpático
y divertido. Gil comenzó en el bandolerismo, otro de los rasgos
ambiguos de la cultura hispánica. El bandolero, tal como se manifiesta en
la tradición, roba a los ricos para dárselo a los pobres. De robar a los ricos,
Ansúrez pasa a estafar a los fanáticos, presentados en el texto tan negativamente,
que las argucias de Gil, lejos de resultar censurables, se leen
como justo castigo de supersticiosos. Dentro del discurso burgués es, cla709
ro está, un marginado. Y marginado aparece en el texto, ya que estas
informaciones que recibimos son indirectas y nunca le llegamos a ver de
cerca, salvo como elemento del conjunto escultórico descubierto en
Sigüenza. Como su hermano Jerónimo, queda en fuerza latente, esta vez
algo más explícita y más directamente conectada con el pasado, con el
supersticioso y oscuro mundo de la Contrarreforma, donde el ingenio popular
no tenía más salida que la picaresca.
Por fin, lo que faltaba en la familia, el arte, está representado por el más
joven, Rodrigo, descrito por primera vez como “un chiquillo como de diez
años, lindísimo, curtido del sol, medio desnudo, con una piel cruzada en
la cintura que le asemejaba al san Juan Bautista de la iconografía corriente”
(II, p.1520b). Lo encontraremos dos episodios más adelante, en plena
adolescencia, todo él arte, un arte todavía no aprendido, pero fuertemente
enraizado por naturaleza. Beramendi relata así la experiencia de su primera
audición:
Frente a mí, de espaldas a mí, sentado en una piedra, estaba el
hojalatero encorvado sobre su violín, pasándole el arco, ahora con
suavidad, ahora con brío... cuando rozaba en la prima, el arco apuntaba
al cielo con su contera, y a la tierra cuando rozaba en la cuarta.
(...) Sin duda por el estado de mi espíritu, más que por la destreza
del violinista, la emoción que sentí fue muy honda, de esas que
remueven lo más quieto y despiertan lo más dormido del alma. Y
alguna parte tendría en esta emoción el mérito del artista; cuanto
más yo le oía, más me admiraba la perfecta afinación, el juego
elocuente del arco, su fuerza, su delicadeza, según los pasajes y
diseños que atacaba. Llegué a sentirme encantado de aquella música,
deseando que durase todo el resto de la noche, y que ésta
fuese muy larga. Tocaba el muchacho con devoción y fe, poniendo
la mitad de su alma en los dedos de su mano izquierda y en la
derecha la otra mitad. Quería serme grato y mostrarme su afecto
en el lenguaje que mejor conocía... (III, p.80a)
Obsérvese que en su arte están contenidas todas las artes: no sólo la
música, sino también la pintura (“diseños”) y la poesía (“lenguaje”). Es un
arte total, capaz de abarcar “el cielo” y “la tierra”, como abarca la totalidad
del alma del adolescente. Rodrigo es el único artista que encontramos
destacado en esta serie. Se diría incluso que no es un artista, es la propia
encarnación del arte, un arte joven y esperanzador, capaz de infundir belleza
a una noche en un lugar inhóspito, en medio de un grotesco conato
de revolución.
Para perfeccionar su arte, Rodrigo tendrá que emigrar a Bélgica, becado
por Beramendi. Con él, la reflexión sobre el pasado que abarca también el
presente, alcanza al genio artístico español, más orgánico que estudiado,
que desestimado por las instituciones se ve obligado a buscar mecenas o
a emigrar en busca del deseado perfeccionamiento.
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Rodrigo es, además, el elemento textual que nos recuerda que no estamos
ante una crónica, sino ante una obra artística. Y no es casualidad que
este elemento se integre en la familia Ansúrez. El hecho de que la familia
se presente por primera vez como un grupo escultórico en medio de unas
ruinas, denuncia su condición de representación artística del pasado, de
un pasado en el que instinto e ingenio se orientaron torcidamente, hasta
derivar en ruinas.
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NOTAS
1 CASALDUERO, J., Vida y obra de Galdós (1843-1920), Gredos, Madrid, 1974, pp.151 y
ss.
2 GANIVET, A., Obras Completas, Madrid, 1943, t. II, p.594.
3 AZORÍN, Lecturas españolas, Espasa-Calpe, Madrid, 1957, p.24.
4 En especial, Regalado García, quien considera a esta familia como “protagonista colectivo
de la cuarta serie”, atribuyéndole la representación del pueblo español, de origen
campesino, que se dispersa hasta mezclarse con otras clases sociales. REGALADO
GARCÍA, A., Benito Pérez Galdós y la Novela Histórica Española (1868-1912), Ínsula,
Madrid, 1966, p.386 y ss.
5 Las citas remiten a PÉREZ GALDÓS, B., Obras Completas, ed. Federico Carlos Sainz de
Robles, Aguilar, Madrid, 1941.
6 El subrayado es de Galdós.
7 MONTESINOS, J., Galdós, Castalia, Madrid, 1980, t. III, p.120.
8 Cfr. RICARD, R., «Note sur la genese de Aita Tettauen de Galdós», en Bulletin Hispanique
XXXVII, 1935, pp.473-477.
9 Por ejemplo, MONTESINOS (op.cit.) y GOYTISOLO, J., para quien nuestro texto es una
“contralectura de Alarcón”. «Lectura de Galdós», en Iberoamerlcana, 2/3, 1981, pp.137-
142.
10 TORRES NEBRERA, G., «Aita Tettauen: Texto y contexto de un episodio nacional», en
Actas del Centenario de ”Fortunata y Jacinta”, Universidad Complutense, Madrid, 1991,
pp.385-407.
11 Montesinos interpretaba la presencia de Alarcón en el episodio como “excelente representación
de la pomposidad isabelina falsa”, (Op, cit., p.128). La misma pomposidad
falsa rezuman las citas del Corán que ilustran el relato de El Nasiry.
12 Ricard consideraba la primera parte como un fragmento del episodio anterior, que
hubiera resultado demasiado largo, y la segunda como una anécdota demasiado breve
para llenar un episodio completo. Juzgaba así algunos de estos paralelismos, que no
podía dejar de observar, como un intento “de remédier par des moyens variés á une
insuffisance de liaison dont il [Galdós] n’avait que trop conscience”. RICARD, R., «Pour
un cinquantenaire. Structure et inspiration de Carlos VI en la Rápita», en Bulletin
Hispanique, LVII, 1955, pp.70-83.
13 Regalado García lo considera “uno de los Episodios menos interesantes de la serie”
(op.cit., p.428), y Brian Dendle, “the most superficial”. DENDLE, B., Galdós. The Mature
Thought, The University of Kentucky, 1980, p.130.
14 Esta circunstancia no ha pasado inadvertida: “El antecedente de los desaciertos antillanos
me parece tan evidente, que me inclino a creer que, al trazar este episodio, el
autor se hacía la mano para otro, que no llegó a escribir, sobre el desastre del 98.”
MONTESINOS, op.cit., p.198; “The parallels between Spanish conduct in the War of the
Pacific and her sacrifices in the more recent war with Cuban separatists are too obvius
not to have been intentional”. DENDLE, B., op, cit, p.132.
15 María de Pilar Palomo nos informa sobre los periódicos españoles en la época de los
hechos narrados, donde llegan a publicarse poesías con el tema de “la madre España”
y las “hijas americanas.” PALOMO, M. P., «De la noticia al Episodio Nacional: La vuelta al
mundo en la Numancia», en Actas del IV Congreso Internacional de Estudios Galdosianos,
Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1993, t. 1, pp.255-262.
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16 Brian Dendle ha señalado que “the novelistic intrigue -Diego Ansúrez’s quest for his
daughter Mara (...)- simbolizes the uneasy relationship between Spain and her former
colonies”. (p.cit. p.132). Cfr. también RODRÍGUEZ, A., An Introduction to the “Episodios
Nacionales” of Galdós, Las Americas Publishing Company, New York, 1967, p.157.
17 El subrayado es de Galdós.
18 ARNÁIZ AMIGO, I. P., «El tema americano en La vuelta al mundo en la Numancia», en
Actas del Centenario de Fortunata y Jacinta, Universidad Complutense, Madrid, 1991,
pp.277-282.
19 Uno de los ejemplos más llamativos es, sin duda, Fortunata y Jacinta. Cfr. a propósito
mi estudio «Autores y lectores de un texto llamado Fortunata», en VILLEGAS, J., (ed.),
Lecturas y relecturas de textos españoles, latinoamericanos y US latinos, Actas del XI
Congreso de la Asociación Internacional de hispanistas, University of California, 1995,
T. V, pp.252-263.