GALDÓS, RENOVACIÓN TEATRAL
Y ECONOMÍA CULTURAL
Wadda Ríos Font
En esta comunicación me propongo discutir cómo la “sociología de la
literatura” del francés Pierre Bourdieu provee una perspectiva útil para
comprender el lugar de Galdós en la historia teatral española y su relación
con la dramaturgia melodramática de Echegaray, bajo cuyo signo y contexto
se desarrolla. Es frecuente en los críticos literarios desestimar este tipo de
acercamientos como algo externo a nuestra disciplina y poco relevante
para nuestra práctica. Pero si superamos esta actitud veremos que ésta y
otras miradas desde fuera aportan una cierta distancia con la cual poder
reflexionar sobre nuestras propias actitudes y presuposiciones, y la manera
en que afectan la configuración de nuestro campo de estudio.
En su introducción al número de la revista Estudios escénicos dedicado
en 1974 al teatro de Galdós, Ricardo Doménech hablaba de él como un
teatro “perdido” (p.11). A pesar de las escasas pero importantes añadiduras
que se han hecho desde entonces a su estudio, creo que de hecho continúa
perdido, como es evidente si comparamos la atención crítica al mismo
con la atención a su novelística o al teatro de otros autores, por ejemplo
Valle-Inclán y García Lorca. ¿Por qué este aparente olvido dada nuestra
constante búsqueda de nuevos temas sobre los cuales escribir innovadores
estudios y de viejos argumentos que desmentir con elocuencia? Doménech
mismo apuntaba varias posibles razones, de las cuales no es la menor la
escasez relativa de estudios dedicados al teatro moderno, especialmente
el del XIX, en proporción a los dedicados a otros géneros. Otra razón para
la atención limitada al teatro de Galdós puede ser la distinción implícita
que se hace entre el novelista y el dramaturgo. Si el primero está más o
menos consagrado como el creador de la novela moderna en España (en
filiación casi directa con Cervantes), hay mucho menos consenso sobre el
impacto preciso del segundo en la trayectoria del teatro, lo cual puede
provocar la reticencia por una parte a hablar de un producto que se
considere inferior, o por otra a dañar la reputación de Galdós teniendo que
admitir lo que muchos consideran faltas significativas.
Según Theodore Sackett en un artículo de 1981, en la crítica de Galdós
se pasa del “glacial olvido” de su teatro a “dos actitudes antitéticas” (Galdós
dramaturgo, p.6) que describe de la siguiente manera:
El destacado historiador del teatro español Francisco Ruiz Ramón,
cree que el teatro galdosiano no tiene más mérito que cerrar con
4.2-8
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una dosis de innovación y alta calidad literaria el mediocre teatro
decimonónico: en el segundo tomo de su historia teatral, sólo
menciona a Galdós dos veces, sin indicio alguno de que su obra
haya tenido resonancia en la dramática del siglo XX. Otros, en
cambio, como Domingo Pérez Minik (“comienza el teatro
contemporáneo con Galdós”) y Juan Guerrero Zamora (“por mi parte
pienso que el escritor canario es cimiento innegable... del drama
español contemporáneo”) ofrecen otra posibilidad crítica. (p.6)
Frente a la falta de seguimiento a su teatro que subordina el dramaturgo
al novelista, surge el impulso consciente o inconsciente de acercarlos
insistiendo en la radicalidad de su drama, en la modernización que supone
frente al panorama teatral de la época, y en su valor social y estético frente
a la “mediocridad” reinante en el último tercio del XIX.
Así, Sackett mismo destaca “la expansión de la trillada problemática
convencional del teatro de su tiempo, ... [la] experimentación formal y [la]
variedad de recursos dramáticos no vistos” (p.8) frente a lo que llama el
“panorama de pobreza y mediocridad” de un teatro sujeto a “la órbita de la
dramaturgia de Echegaray” (p.6), y enumera a su vez lo que considera
repercusiones de Galdós en la obra posterior de, entre otros, Benavente,
Valle, Lorca, Alberti y Casona. También Gonzalo Sobejano, antes que Sackett
en 1970 y otra vez después en 1978, contrapone las innovaciones de
Galdós“al ilusionismo y a la trivialidad” (Razón y suceso p.46) imperantes
en el teatro, que ve representados (además de por el género chico) “por
los dramas de Echegaray y de algunos seguidores suyos” y por “la propensión
de casi todos a plegarse a los amaneramientos de Echegaray”. (p.46)
Las aportaciones no sólo de estos dos críticos, sino de varios otros con
la misma autoridad, resultan implícitamente en que se haya podido ir
construyendo otro Galdós dramaturgo para contraponer al novelista fuera
de su elemento en el teatro. Se va solidificando la imagen del pensador
original, del genio creador superior que se levanta sobre las medianías de
su tiempo para adelantar el teatro con el mismo pie seguro con que
transformó la novela; haciéndolo, para utilizar los términos del mismo
Sobejano, más realista y más trascendental. Frente al escritor “defectuoso”
al que se le criticaba la prolijidad expositiva o el manejo pobre de los
recursos plásticos, surge otro cuyos supuestos problemas son precisamente
lo que tiene de innovador: el análisis de las almas frente a la supremacía
de la acción, la intención firme de renovar la puesta en escena corriente.
No es mi intención desmentir esta imagen ni discutir el talento o la
calidad de Galdós, indiscutibles si el tema que se trata es el talento o la
calidad y lo que significan para nuestra comunidad interpretativa, para mí
también, esas palabras. El tema al cual me voy acercando, sin embargo,
es el de las revoluciones artísticas, para sugerir que tal vez el vocabulario
del valor del que dependemos como críticos determina una visión de la
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historia literaria a la cual es difícil sujetar el teatro de Galdós. Los términos
en que normalmente hablamos de los escritores y de sus obras son
intensamente valorativos. Sin referirnos siquiera a los que quedan fuera
de los manuales y de las monografías -porque la mera mención es ya un
juicio y una construcción de canon- nuestros escritos están llenos de
clasificaciones basadas en sobreentendidos sobre lo que es “bueno”.
Es bueno el texto complejo y polisémico, original en su contexto de
producción y a la vez disponible para nuevas lecturas en tiempos sucesivos.
En palabras del crítico Thomas Greene,
una obra menor revela su participación en una práctica codificada
y convencional; una obra importante revela su lucha por alterar
esta práctica... La obra está marcada por su venida al mundo...
[pero contiene también] una virtualidad de significado que rebasa
la temporalidad de su origen y la mutabilidad de sus convenciones.
(p.219, mi traducción)
Sin afirmar que necesitemos deshacernos del pensamiento de este tipo, sí
me parece necesario ampliarlo. Si por una parte excluye posibilidades de
valor que existieron en otras épocas o existen ahora en otros contextos
culturales o ideológicos que aquel desde el cual cada uno de nosotros
opera, por otra nos deja sin demasiados modelos de acercamiento a casos
como el que ejemplifica el teatro de Galdós.
Ocurre entonces que, o nos referimos a su dramaturgia tentativa y quizá
incómodamente, o caemos en la trampa de darle todo o nada. O renueva
radicalmente el teatro del XIX o fracasa, sea por su caída en los moldes
que se proponía superar o por la falta de preparación de sus
contemporáneos para captarle. Lo primero se puede deducir de argumentos
como por ejemplo el de Isaac Rubio en Estudios escénicos al escribir que
después de 1896 Galdós pasa por una crisis “porque sus dramas han venido
desmintiendo la teoría teatral que había expuesto... [y] se acercan cada
vez más al modelo que... había anatematizado: Echegaray” (Alma y vida,
p.176). Lo segundo (el destiempo con sus coetáneos) está sugerido en
investigaciones como la de Roberto Sánchez, que considera en 1984 por
qué Realidad no situó a Galdós “entre los maestros del teatro moderno” y
se pregunta “si la modernidad que hay en el primer drama del novelista no
era algo que estaba más allá de los límites del empresario [Emilio Mario,
considerado el más progresista de la época] y sus actores”. (p.264)
Volviendo a Bourdieu como posible modelo de acercamiento a un teatro
tan problemático, trataré de describir a grandes trazos y lamentablemente
haciéndoles poca justicia los elementos de su teoría que me sugieren otra
lectura del Galdós dramaturgo. Según Bourdieu, pocas áreas dependen
del culto a la figura del gran creador individual en la misma medida que las
áreas del arte y la literatura. Para él, la concentración en esta imagen de
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herencia romántica relega a la invisibilidad las complejas relaciones
estructurales que constituyen el campo literario en un período o una
sociedad dados. De esta forma, al asumir la literatura simplemente como
un corpus de autores y de obras, la historia literaria no llega a convertirse
en verdadera ciencia del campo literario.
Bourdieu presenta su visión alternativa, que busca configurar este campo
como una red de fuerzas y de contiendas en la cual cada individuo (no
sólo los autores de distintos niveles, sino también los lectores o
espectadores, los directores, los agentes, los empresarios, los editores,
los críticos universitarios o de periódicos, etc.) cumple una función
determinada por el repertorio de posibilidades de una economía simbólica.
La estructura del campo se funda en dos oposiciones básicas: la primera,
la oposición entre un espacio de producción masiva y un espacio de
producción restringida, y la segunda, la oposición, ya en el espacio de la
producción restringida, entre las figuras consagradas y los neófitos, es decir,
entre la ortodoxia y la herejía.
Según Bourdieu los distintos géneros -la poesía, la novela, el drama- han
seguido a distintos ritmos un mismo avance hacia la aparición y
consolidación del espacio de la producción restringida (la producción
estrictamente “estética” de unos pocos y para unos pocos). La marcha
más rápida es la de la poesía, y la más lenta la del teatro, dada su mayor
dependencia del público burgués y su consiguiente mayor susceptibilidad
a los tipos menos “artísticos” de legitimación: el reconocimiento de los
salones, tribunales y academias que la burguesía instituye y los beneficios
económicos. Para Bourdieu el espacio de producción restringida es, sin
embargo, una economía, o más específicamente lo que llama una economía
de mala fe” (p.76, mi traducción).1 La mala fe se deriva del aparente
desinterés en la ganancia monetaria. Se pretende colectiva y sinceramente,
sin caer por necesidad en el cinismo, que el valor de autores y obras no es
comercial. En cambio, se aspira al “capital simbólico”, entendido como
“un capital... que supone el poder de consagrar objetos (mediante la firma
o la marca) o personas (mediante la publicación, la exhibición, etc.), y por
tanto de conferir valor y [a la larga] de recibir las ganancias de esta
operación”. (p.75)
En el espacio de la producción restringida la lucha por el capital simbólico
es en el fondo la lucha de los “nuevos” con los “viejos” por imponer su
idea del arte como la más auténtica. Aquellos que ya han adquirido una
posición dominante han de mantenerse en ella, ayudados por su previo
éxito en imponer sus criterios estéticos y por todo el aparato de críticos y
agentes que tiene interés de algún tipo en la continuación del orden
existente. Los “vanguardistas”, en cambio, recurren a estrategias
subversivas, acompañando frecuentemente su producción de un corpus
corolario de manifiestos y manifestaciones de la renovación que buscan
encarnar. La revolución, sin embargo, no puede ser nunca completamente
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exitosa. Los nuevos autores deben derrumbar la jerarquía del campo sin
perturbar el campo mismo. La ruptura tiene que ser con la generación
anterior que están llamados a reemplazar, pero no, evidentemente, con
los principios del arte. Una de las estrategias preferidas es, por tanto, la
del regreso a las fuentes, a los abuelos, volviendo así contra los padres las
armas del “asceticismo, la osadía, el ardor, el rigor y el desinterés”. (p.84)
No es difícil ver cómo esta visión evolutiva de la producción literaria
puede ser aplicable al Galdós dramaturgo. Como es bien sabido, Galdós
comienza a escribir dramas movido por el deseo abiertamente expresado
de renovar el teatro de su tiempo. O, en otras palabras, de introducir
decisivamente unos cambios que llevarían el teatro a una forma más
auténtica que la existente, que tilda de más artificiosa que artística. Según
escribe en uno de los ensayos del volumen Nuestro teatro, escritos durante
la década de los 80,
los patrocinadores intransigentes del teatro tal como hoy existe, no
han caído en la cuenta de que defienden una forma novísima, de
ayer, como quien dice, el teatro de Scribe y su escuela, sistema de
artificios para producir efectos de la índole más grosera y vulgar.
(p.154)
Frente a la mera “habilidad mecánica” (NT, p.154) que caracteriza este
teatro, considera necesario desarrollar una estética de la naturalidad, “virtud
que en España no ha poseido nadie como la poseyó Moratín”. (NT, p.22)
Para recuperar y, claro está, también mejorar la estética del abuelo (o
los abuelos, ya que regresa también a la dramaturgia de Ramón de la
Cruz), reta al padre, Echegaray, al cual invita en 1885 a dar el paso necesario:
“Echegaray... es el llamado a marcar este camino. No le faltarían recursos
para ello. Necesitaría únicamente cortarse un poco las alas, abatir el vuelo,
atender más a la verdadera expresión de los sentimientos humanos que a
los efectos” (NT, p.142). Desanimado tal vez por la falta de respuesta de
Echegaray -que al poseer todo el capital simbólico que le hacía falta seguiría
la lógica que en inglés llamamos “if it ain’t broke don’t fix it” (si no se ha
roto no hay que arreglarlo)-, y animado por Emilio Mario, Galdós comienza
con Realidad en 1892 su propio intento de renovación.
A partir de este momento y a lo largo de su carrera luchará en sus dramas
y en manifestaciones como los prólogos a Los condenados y Alma y vida
por imponer su ideal estético. En otro texto, he argumentado basándome
en el análisis de Realidad, Los condenados y Electra (esta última en
comparación con un drama estrenado por Echegaray en 1898 y titulado El
hombre negro) que Galdós no logra en última instancia apartarse
definitivamente del teatro melodramático contra el cual escribe.2 El propio
impulso moralizador y de reforma social que muchas veces le anima, así
como la necesidad de mantenerse legible para el público y el deseo -por
815
qué no- de tener éxito, le llevan en bastantes ocasiones al melodrama. Y si
en obras como Realidad y Los condenados logra introducir matices éticos
y escénicos desusados en la dramaturgia melodramática, en muchas otras
incluyendo por ejemplo La loca de la casa o Electra recurre a la polarización
moral y a varios recursos interpretativos característicos del melodrama de
Echegaray.
Supongo que en esto mi apreciación del teatro de Galdós se acerca un
poco a la que cité de Isaac Rubio,3 pero quizá con una diferencia de juicio
valorativo, pues sigo a críticos como Peter Brooks en considerar el
melodrama como una forma fundamental del pensamiento moderno. Pero
lo que importa ahora es que según la visión del campo literario que vengo
describiendo, los términos en que normalmente definimos el teatro de
Galdós -revolución, exitosa o fracasada- no son los más útiles ni los que
más justicia le hacen. Prefiero ver un panorama teatral español en el cual
hacia finales del siglo XIX coexisten dos corrientes, la de la continuación y
la del cambio, como diría Luis Fernández Cifuentes, la de la norma y la de
la diferencia. Hay un movimiento gradual hacia un nuevo horizonte de
expectativas (el de un mayor realismo en los temas y en la puesta en
escena), y es en ese proceso que Galdós participa. Claro está que participa,
por razones variadas, de una manera más visible y en consecuencia
relativamente más efectiva que otros dramaturgos que intentaron antes
una reforma similar, como es el caso bastante interesante de Enrique
Gaspar.
Cuando llega al teatro un reconocido autor de novela que lo clasifica
como “en decadencia” (Nuestro teatro, p.151) y propone una receta para
su vigorización, naturalmente tiene un impacto mayor que el de un
desconocido. En este sentido es curioso que también Echegaray, que fue
la mayor influencia inmediatamente antes de Galdós, llegara al teatro siendo
ya una figura pública establecida. Es conocida la anécdota de la
representación de su primer drama, que fue una sofisticada estrategia de
marketing: Se utilizó un seudónimo, Jorge Hayaseca, que el público
fácilmente descifró como acrónimo de José Echegaray, a quien por supuesto
se le acabó llamando al escenario varias veces a la hora de los aplausos.
Como Echegaray anteriormente, Galdós trae al teatro su prestigio
acumulado, su poder de consagración de un texto con su sola firma. Más
aún, trae una teoría del arte -novelístico o teatral- previamente difundida, y
trae un público que ya es suyo y ya está al menos parcialmente iniciado en
su doctrina realista. Todo lo cual hace que de hecho tenga un papel
importante, si no en la revolución radical e inmediata, sí en el movimiento
decisivo hacia una nueva norma teatral, y esto sin importar que en sus
dramas específicos acierte o no a incorporar siempre las reformas que
propone.
Que Galdós es un renovador, o dicho de otro modo, que logra modificar
hasta cierto punto el horizonte de expectativas de su época, se puede
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entonces decir, con las salvedades necesarias, en cuanto a los temas y
técnicas del drama. Pero me parece más interesante que se pueda decir
también en cuanto a otro ámbito, del cual también Bourdieu nos ha dado
la pauta. Antes mencioné que el sociólogo francés ve en los distintos géneros
un movimiento progresivo hacia la diferenciación entre un espacio de
producción masiva, dirigido a la ganancia inmediata, y un espacio de
producción restringida, dirigido al capital simbólico y la ganancia diferida,
y caracterizado por la actitud estética elitista (el arte de difícil iniciación).
Para Bourdieu, hay autores -en la novela francesa menciona a Flaubert, y
en el drama a Zola- que a través de sus obras y de las relaciones con su
entorno redefinen la posición del escritor de manera que impulsan el género
aceleradamente hacia esa diferenciación.
En el contexto español del XIX, no me cabe duda de que esa función la
ha cumplido, en un grado mucho mayor que otros escritores, Galdós. La
cumple en la esfera de la novela, donde a partir de su introducción de una
nueva norma se comienza a distinguir cada vez más entre la novela artística
y la novela subliteraria, industrial o “popular”. La cumple también en la
esfera del teatro, de forma quizás menos contundente pero decididamente
comprobable. Si bien ya existía una separación entre el género chico y el
teatro “serio” análoga a la distinción entre entretenimiento y arte, creo que
es Galdós quien comienza a efectuar una separación del mismo tipo ya
dentro de este teatro serio.
Galdós es la primera figura de la escena española en comenzar a propagar
insistentemente la noción de un teatro intelectual. Quizás en ningún texto
están tan sintetizadas sus ideas al respecto como en el prólogo a la primera
edición de Alma y vida (1902). En este texto afirma, sorprendentemente
dado el tiempo y lugar en los que escribe, que
nunca pensé ganar en este drama el aplauso popular, y que más
bien he tratado de esquivarlo... Buscaba, sí, el sufragio de las clases
superiores, de ese público selecto que aquí tenemos, compuesto
de personas extrañas a la profesión literaria, pero de notoria cultura,
sin prejuicios, con el cerebro limpio de las estratificaciones de
escuela que a tantos incapacita[n] para el libre goce de las dulzuras
del arte. (Cuentos y teatro, p.521).
Esas “clases superiores” no deben de ninguna manera confundirse con
las clases superiores en rango o riqueza, a las cuales critica severamente
la falta de sensibilidad literaria:
La presencia del público aristocrático en los teatros españoles de
comedia y drama no lleva calor, sino frialdad; no entusiasmo, sino
indiferencia. Es un personal florido y brillante que entra en la casa
de Lope como en visita desigual o de circunstancias, mirando con
poca estimación al dueño de la casa y a sus sucesores o tataranietos.
(CT, pp.527-528)
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Con respecto a la posición del dramaturgo frente a los espectadores,
Galdós es tajante: “El autor es entidad superior al público, y así debe
continuar hasta que se demuestre lo contrario” (CT, p.526). Su misión, así
como la de los críticos, es formar un nuevo público capaz de ponerse a la
altura de sus innovaciones. Por tanto, ni aquí ni en el anterior prólogo a
Los condenados (de 1894) se abstiene Galdós de sermonear a críticos y a
público, instruyéndoles sobre los juicios positivos y negativos que podían
haber hecho y no hicieron, y casi literalmente riéndose de las críticas que
sí circularon, como la de llamarle melodramático.
Es importantísima la función de los prólogos como documentos de teatro,
porque no solía ser éste un foro utilizado para manifestaciones de este
tipo. Entre otras cosas, responden a la advertencia que Galdós hace
reiteradamente a los críticos de que no se puede emitir dictamen autorizado
sobre una obra a la mañana siguiente del estreno. Es necesario detenerse
a reflexionar, y no estaría mal que los que lo hacen supieran de qué hablan,
pues Galdós critica la deplorable situación de que mientras los verdaderos
intelectuales se dedican a otra cosa, “periódicos poderosos mandan al
estreno de una producción literaria al revistero de toros”. (Prólogo a Los
condenados, CT, p.316)
Por todo esto es oportuno que un autor ilumine su propia obra:
Ningún autor debe abandonar sus obras, aunque el público las
oiga con frialdad y el frívolo reporterismo las maltrate... Todo
autor que tiene lazos de simpatía y de gratitud con el público
está obligado, hasta por cortesía, a decir algo a éste sobre la
obra que no fue de su agrado, a defenderla si puede, a explicarla
si es obscura, a declarar sus errores, si los ve; a trazar, en fin,
una línea divisoria entre la crítica formal y la garrulería
impertinente. (Prólogo a Los condenados, CT, p.316)
Para hacer “crítica formal”, entonces, no hay que limitarse a la impresión
del estreno. Se deduce que Galdós confiere a la publicación de los dramas
una importancia que va más allá de la estrategia de mercado según la cual
en nuestros días aún se publican, por ejemplo, las novelas en las cuales se
basan los éxitos cinematográficos. La obra está escrita no sólo para
permanecer cierto número de días en cartelera, sino para formar parte de
un canon teatral y literario, y para dar de sí no solo en la puesta en escena
sino en la lectura privada.
De esta manera Galdós opone a la corriente emocional y efectista
dominante en el teatro de la época una alternativa que busca el rigor
intelectual tanto dentro de las obras, en la presentación que él llamaba
analítica de los personajes y los temas, como fuera de las obras, en su
sistema de difusión (lectura y crítica). No es que una suplante a la otra;
ambas siguen existiendo (no hay que olvidar que a Echegaray se le concede
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el Premio Nobel en 1905). Pero el modelo de Galdós triunfa eventualmente
en cuanto al prestigio cultural, e impone una línea que se va a consolidar
a partir de los experimentos teatrales de los escritores del 98. Tanto se
impondrá entonces la supremacía de la reflexión sobre la impresión en el
teatro, que un escritor como Valle-Inclán dará ya el paso a un teatro
predominantemente para leer, de imposible o al menos dificilísima
representación.
Por vías algo enrevesadas, he vuelto a la idea del creador singular que
efectúa una renovación esencial en el teatro de un tiempo y un lugar
determinados. Galdós acerca el drama a un cambio -el de la distinción
entre lo “alto” y lo “bajo” o masivo, popular- que ya se estaba produciendo,
por su propio influjo, en la novela. Y en tanto ese cambio es una marca de
modernidad, es justo llamarle, como tantas veces se le ha llamado,
modernizador del teatro español. Quiero pensar, sin embargo, que he vuelto
a esta imagen del “maestro” por una vía más segura, que al entender la
renovación como parte de un proceso más amplio de economía cultural
no me exige ni minimizar ni dar cuenta de los fracasos parciales de Galdós
en imponer su propia estética dramática. Lo importante, finalmente, no es
que Galdós tuviera mayor o menor éxito en lograr los objetivos que se
imponía -y tal vez es indiscutible que los logró mucho mejor en la
novela-, sino que fue parte importantísima (aunque no aislada) de un
engranaje en el cual los críticos e historiadores literarios a veces no
pensamos suficientemente. Ya lo dijo él mismo en Nuestro teatro: “Cuando
el gusto cambia, muchos lo atribuyen a influencias de este o el otro autor,
de esta o la otra escuela, y no ven la lógica profunda a que el fenómeno
obedece”. (NT, p.139)
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NOTAS
1 Cito y traduzco del volumen en inglés The Field of Cultural Production, editado por el
profesor Randal Johnson de la Universidad de California en Los Ángeles, ya que este
libro reúne distintos escritos de Bourdieu sobre el campo de la producción cultural no
agrupados previamente en edición francesa. Varios de los artículos incluidos fueron
publicados originalmente en inglés, en revistas como Poetics, Critical Inquiry y The
Journal ofAesthetics and Art Criticism, o presentados en Princeton University en 1986.
2 El otro texto al que me refiero, citado en la bibliografía, es mi libro Rewriting Melodrama:
The Hidden Paradigm in Modern Spanish Theater (1997). La tesis central de este estudio
es que al hablar de melodrama hay que diferenciar entre éste como género dramático,
que en España predomina desde finales del siglo XVIII hasta más o menos mediados
de siglo XIX, y lo melodramático como modalidad de pensamiento estético y moral.
Lo melodramático, entendido de esta manera más amplia, penetra el teatro de la
segunda mitad del siglo a través de la dramaturgia hegemónica de Echegaray (que en
su día se consideraba sobre todo trágica), y se instituye como modelo central al cual
todos los dramaturgos posteriores a él deben enfrentarse. Si por una parte se origina
una escuela melodramática que sigue a Echegaray, por otra van apareciendo retos al
modelo que logran distintas medidas de éxito en su superación a medida que el siglo
avanza. En este contexto, el desafío de Galdós, más consistente en su crítica que en su
dramaturgia, es un intento constante de negociar entre la ruptura y la necesidad de
ajustarse a un paradigma melodramático que provee éxito y conexión con el público
cuyas expectativas han de tenerse en cuenta. En sus dramas, se oscila desde los planteamientos
éticos sintéticos de dramas como Los condenados, de los más alejados del
melodrama, hasta las diferentes combinaciones -armónicas o no- de melodrama y realismo
en otras obras.
3 Con posterioridad al Sexto Congreso Internacional Galdosiano en el cual he leído esta
comunicación, ha sido presentado en Madrid el número 19-20 del Boletín de la Fundación
Federico García Lorca. Allí aparece un artículo titulado «Política y melodrama en el
teatro de Galdós», de Gonzalo Sobejano, en el cual este crítico añade una nueva contribución
a la polémica que desde los años 70 ha sostenido con Isaac Rubio sobre
el mayor o menor melodramatismo del autor. La posición central de Rubio aparece
citada en el texto de este ensayo; la de Sobejano, según él mismo la describe, era la
siguiente: ”Concediendo que en el teatro de Galdós obraban algunos componentes
melodramáticos emparentables con los del teatro de Echegaray -de forma, sobre
todo-, me esforzaba por salvar al autor de Electra de la reducción a la que creía verle
sometido por Isaac Rubio” (“Política y melodrama”, p.15). Tras un nuevo repaso al
tema, Sobejano cambia parcialmente su visión, y concluye: “En esta réplica tardía a los
argumentos de Isaac Rubio sobre el melodramatismo del teatro de Galdós, me declaro
finalmente convencido de que quien llevaba la mayor parte de razón era él, y no yo.
Creo ofrecer una precisión, y es que aquella tendencia al melodrama se acrecienta
cuando el asunto del drama es político-social, y no ético-interpersonal” (PM, p.23).
Coincido con esta precisión, según queda sugerido en Rewriting Melodrama, ya que la
tendencia de Galdós a la polarización melodramática es claramente mayor en los dramas
en los que se esfuerza por demostrar una tesis de consecuencia social.
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