GALDÓS Y EL DESENCANTO
DE LA MODERNIDAD
Luisa Elena Delgado
En el presente trabajo me propongo explorar la última fase de la labor
creativa de Galdós y sus características enmarcando ambas en el clima
político, ideológico y estético del fin de siglo español. Mi lectura plantea
que el pesimismo existencial y la profunda ambivalencia ante el progreso
que permea la labor tardía del autor canario no responden a un nihilismo
conservador ni tampoco a un espiritualismo escapista, sino por el contrario
a una visión crítica que cuestiona las limitaciones del proyecto de modernidad
como epistemología, así como la incapacidad del racionalismo
instrumental de instituirse en matriz cognitiva capaz de contener las tensiones
y fracturas de la subjetividad. Desde este punto de vista, la evolución
ideológica de Galdós no puede ser entendida como regresión, sino
como manifestación de una conciencia crítica alerta que va más allá de las
mitologías heredadas de la Ilustración para plantear la existencia de lo que
Rubert de Ventós denomina “la cualidad plural, excéntica, desarticulada e
inorgánica de nuestra condición”. Por último, propongo que esa desarticulación
y excentricidad se encuentran no sólo como predicado teórico sustentador
de los argumentos, sino que por el contrario informan la configuración
formal de las últimas obras del escritor canario, demostrándose así
que lo estético y lo ideológico están siempre imbricados en las texturas
del lenguaje.
En su crítica a la novela Ángel Guerra aparecida en el diario La Época en
1891, se lamentaba Rodrigo Soriano de la evolución de la obra de Pérez
Galdós, que de destacarse por su mérito literario y por su exaltación de los
valores nacionales había pasado a ser, en su segunda manera, “tétrica, de
mal talante, ojerosa, avinagrada y pesimista” (Sotelo, p.33). Este juicio se
hace eco de otros anteriores de comentaristas como Luis Alfonso, Orlando,
Manuel de la Revilla, quienes manifiestan una y otra vez que el nuevo
modo narrativo del autor, a partir del naturalismo, no sólo era moralmente
cuestionable por la intrínseca sordidez y crudeza de su temática, sino además
artísticamente inferior al desarrollado en sus novelas iniciales. En
fecha muy reciente y desde una perspectiva crítica feminista, Catherine
Jagoe ha sostenido también la relativa inferioridad de la última etapa creativa
galdosiana, a la que considera lastrada por sus implicaciones misóginas,
por una adherencia incuestionable a códigos de conducta burguesa y por
un interés en los tradicionales motivos finiseculares de decadencia y rege-
4.3-4
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neración que traicionan una profunda ambivalencia ante la idea de progreso.
Estilísticamente, Jagoe considera que en su etapa final la obra del
escritor canario tiene más en común con el maniqueísmo de sus primeras
novelas que con la polifonía liberatoria de sus obras anteriores.
Una tercera interpretación de la “última manera” galdosiana, y la más
prevalente, es la iniciada por Menéndez Pelayo al calificar el rumbo iniciado
por el autor canario en los años 90 como un giro hacia la espiritualización
e interiorización de la forma narrativa. Este cambio situaría al escritor canario
en el movimiento espiritualista europeo de fin de siglo abanderado
por Tolstoi, autor con quien Galdós estaba familiarizado con anterioridad
a 1887 (Colin). Ésta es la línea interpretativa sostenida, con ligeras variantes,
por críticos contemporáneos de Galdós (como Clarín y Pardo Bazán) y
modernos, como Casalduero, Correa, Ricardo Gullón. Ahora bien, si la
presencia de una renovada, pero peculiar, espiritualidad, en la obra tardía
de Galdós es incuestionable, su significación ha sido en cambio explicada
desde muy diferentes ángulos. Menéndez Pelayo, por ejemplo, quiso encontrar
en ella la consecuencia de una evolución final hacia la religiosidad
por parte del autor canario. En la misma línea, Walter Pattison considera
tal giro hacia lo espiritual como manifestación de una tendencia siempre
latente e innata a toda la literatura española. En ambos casos esta posición
se caracteriza por estudiar el tema espiritual aislado del contexto
novelístico concreto en que éste aparece. Y no deja de ser curioso que
una distorsión muy parecida sufriera la obra de Tolstoi mismo, de quien la
crítica en general, y española en particular, subraya su cristianismo y religiosidad,
eludiendo tanto su radical crítica social como las peculiaridades
formales de su escritura.
En efecto, hay que recordar que a partir de 1880, fecha en que escribió
sus estudios de Teología dogmática, Tolstoi sostuvo una constante polémica
contra la iglesia establecida, de cuya rama ortodoxa fue excomulgado
en 1901. Por las mismas fechas inicia su advocación de la abolición del
derecho de propiedad privada, del anarquismo, y de la no resistencia al
mal, posiciones que le ocasionaron el disgusto de las autoridades y la
censura total o parcial de sus escritos. Más aún, aunque hoy en duda consideramos
a las novelas tolstoianas como paradigmas del género, no hay
que olvidar que en su momento fueron severamente criticadas por sus
anomalías formales, ante todo su excesiva longitud, la plétora de detalles
insignificantes que impedía el desarrollo causal de sus tramas, la ausencia
de centro temático y el énfasis en lo prosaico (Morson). Como veremos a
continuación, la escritura del último Galdós coincide en efecto con la del
escritor eslavo en lo que su planteamiento tiene de ruptura, tanto ideológica
(planteando una renovación radical de la estructura social en la que la
espiritualidad es medio y no fin) como formal.
Es incuestionable que en la obra tardía de Galdós, una y otra vez se ve
representada la experiencia de la modernidad no como proyecto progresi907
vo sino como alienación. Críticos como Blanco Aguinaga y Victor Fuentes
han interpretado adecuadamente esta dimensión de la creatividad
galdosiana, señalando que a pesar de sus coincidencias con la imaginería
decadentista, la obra del escritor canario se separa de tal corriente por su
profundo compromiso con la realidad y por su insistencia en buscar nuevas
formas artísticas capaces de expresar la profundidad de la condición
humana (Fuentes, p.213). Esta percepción de la modernidad como crisis o
como proyecto frustrado se percibe a diferentes niveles: a nivel ideológico,
con el cuestionamiento del orden social establecido, especialmente el
materialismo de la economía de mercado y el concepto de progreso basado
ante todo en los avances tecnológicos. A nivel de la construcción del
sujeto, la obra de madurez del autor canario deja de lado definitivamente
la ilusión de racionalidad cartesiana para incidir en una delineación de
caracteres que incide precisamente en las aporias del ser. A nivel estético
Galdós opta por una forma narrativa que rompe definitivamente con la
retórica neoaristotélica y que se sitúa en el umbral de la experimentación
noventayochista.
El lado oscuro del progreso.
Al analizar las novelas galdosianas de los años 80, Germán Gullón apuntaba
el papel fundamental que en ella tenían el progreso y sus efectos, al
retratarse un mundo de gente que viaja en tren, se beneficia del alcantarillado
y el nuevo urbanismo, y abandona el mantón de Manila por prendas
oscuras (p.49). Al llegar los 90, sin embargo, los temas recurrentes en las
novelas del autor canario se relacionan con el lado oscuro del progreso.
Esto tiene su lógica, ya que como atinadamente comentan H. Graham y Jo
Labanyi, la modernidad siempre va acompañada tanto de la ansiedad sobre
la modernización como de un sentido de crisis (p.23). Además de ese
sentido de crisis generalizado, sin embargo y en el caso particular de la
España de finales de siglo, es indudable que los temores de los terratenientes
y políticos más conservadores respecto a la imminencia del caos
político y una revolución social no eran injustificados. Ya en 1880 los granjeros
castellanos, amenazados por la caída en el precio del trigo y por la
exportación, se habían levantado contra sus representantes en Madrid,
pidiendo regeneración y renovación (Carr, p.13). Hacia 1890 el problema
de la distribución de la tierra sigue ocasionando graves quebraderos de
cabeza al gobierno y a las oligarquias: de más está decir que la preocupación
fundamental de la nobleza y las clases acomodadas era mantener el
derecho de propiedad, derecho que quedó asegurado tanto a través de la
legislación como por la connivencia entre poder público y oligarquía (Bernal,
p.238).
Así por ejemplo, hasta los símbolos más queridos de la tan deseada
modernidad, acaban inmersos en el marasmo generalizado que caracteriza
la política y la economía española de la época: el ferrocarril, por ejemplo.
La gran esperanza del progreso, tantas veces presente en la narrativa
908
galdosiana como metáfora de una modernización deseada y deseable, en
realidad exigió grandes inversiones de capital, siete veces más que en las
empresas industriales. Esto era muy difícil de sostener para un país como
España, y acabó ocasionando que los liberales de mitad de siglo traspasaran
la explotación de ferrocarriles y minas a inversores extranjeros. Según
explica Raymond Carr, esto creó una serie de enclaves extranjeros que se
comportaban como estados casi soberanos, convirtiendo a España en una
economía de exportación, que suplía materiales al resto de la Europa “avanzada”
(p.27) mientras que las decisiones se tomaban, y los beneficios volvían
a Glasgow o Cardiff. Así pues, España perdía los restos de su imperio
colonial en el momento en que la nueva economía de mercado la relegaba,
como país, a una situación colonial de hecho. Si a esto unimos el
hecho de que las guerras, la crisis de subsistencia, la emigración y la epidemia
de cólera de 1885 habían causado además un descenso importante
en el ritmo de crecimiento de la población, se entiende que la atmósfera
de pesimismo que caracteriza los escritos de la época estaba justificada; y
se entiende, asimismo, la insistencia con que las últimas Novelas Contemporáneas
reflejan la preocupación por la destrucción del status quo.
En La Incógnita, por ejemplo se alude a la inminencia de la revolución
como al “Diluvio universal” del cual el único medio de salvación, el único
“arca” posible, es la acumulación de riqueza suficiente como para poder
sortear cuantos escollos se encuentren en el camino (LI V: IV, p.698; V: LI
XII, p.714). En Ángel Guerra se afirma:
Cada vez hay más pobres y los ricos son más ricos. Consecuencia
de esto, que el mundo va de mal en repeor, que las revoluciones
amenazan, la nube negra está encima y por fin, por fin, tanto
apuran la desigualdad y el no comer unos mientras revientan
otros de hartos que al fin estallará el trueno gordo, vaya si estallará
(V, p.1290).
El tema de las consecuencias de la instauración del concepto de propiedad
privada (aplicado tanto a objetos como a las personas) se convierte en
un verdadero leit motif de las últimas novelas galdosianas. Una de las
características que definen la “heterodoxia” de Federico Viera y Tomás
Orozco en La Incógnita es su cuestionamiento de tal concepto. Cisneros,
por ejemplo, recalca con admiración que Federico no posee nada de valor
no paga impuestos al Estado y en fin es ”...el ciudadano del siglo XX, de
ese siglo en el que todo será común, hasta las mujeres” (LI V: XIX, p.735).
En Realidad cuando Viera mantiene un diálogo con la Sombra de Orozco,
éste le conmina a no preocuparse por haberle ofendido quitándole a “su”
mujer, ya que “... la propiedad es un concepto que se refiere a las cosas
pero a nada más... Nadie pertenece a nadie, y Augusta, como todo ser,
dueña es de sí misma” (R V: Jornada IV, p.876). No es de extrañar que las
personas que así niegan uno de los principios más fundamentales para la
clase a la que pertenecen sean juzgadas como “excéntricas” y sus extrava909
gancias de opinión toleradas sólo (en el caso de Orozco) por ir acompañadas
de una importante fortuna personal. En Ángel Guerra, la cuestión no
sólo aparece como frecuente motivo de discusión sino que formalmente
es el motor de arranque de la trama, originando el cambio (“la metamorfosis”)
del personaje, que de revolucionario anarquista pasa a defender la
idea del orden social, por motivos que él expresa tajantemente: “Joven
incauta, yo he sido un poco socialista, pero francamente, eso me pasaba
cuando no tenía dinero. El reparto de riqueza me parecía muy bien cuando
nada podía sobrarme. Después he comprendido que una cosa es predicar
y otra dar trigo” (V, p.1285). Sin embargo sus nuevas ideas se estrellan
ante el espiritualismo de su amada Leré, quien opina que el delito surge
de la necesidad, quien critica al concepto mismo de ejército nacional y a la
Guardia Civil española y se opone al nacionalismo: “Yo digo que la guerra,
es pecado, y el ponerse dos hombres uno frente a otro, pecado, y el salir
todos en fila, pecado” (V, p.1286). Con tales ideas no es sorprendente que
a pesar de sus reconocidas virtudes cristianas, Leré sea rechazada por la
Orden religiosa a la que desea ingresar, viéndose obligada a aceptar la
oferta de Ángel de fundar otra orden [otro orden] alternativa.
Mucho más tajantes aún son las opiniones al respecto del sacerdote,
Nazarín asegura: “A medida que avanza lo que ustedes entienden por cultura,
y cunde el llamado progreso, y se aumenta la maquinaria, y se acumulan
riquezas, es mayor el número de pobres, y la pobreza es más negra,
más triste, más displicente” (p.1687). Los que lo escuchan no pueden por
menos de espantarse y considerar que la figura del clérigo atenta contra
las buenas leyes económico-políticas, ya que “perros había en el vecindario
que hacían más consumo que el padre Nazarín” (p.1706). El atentar
contra las leyes del consumo es, desde luego, inaceptable y fuera de lugar
en la sociedad moderna. De ahí que una y otra vez los personajes
galdosianos que por un motivo u otro quieren situarse al margen de toda
transacción en lo referente a sus principios (Rafael del Águila, Leré, Federico
Viera) sean, literalmente, retirados de la circulación.
Del desarrollo temático de estas obras tardías se deduce que en la sociedad
moderna no tienen cabida los “puntos fijos” sean éstos el honor, el
quijotismo o el misticismo, porque van en contra de un sistema en el cual
el sujeto no puede controlar directamente el valor de lo que pone en el
mercado. Como apunta P.Desan, para poder preservar el valor de la subjetividad
en la edad moderna, aquélla tiene que ser canalizada a través de
una palabra que se adapte a la ley de la oferta y la demanda en vigor;
cuando el “yo” se manifiesta más allá del sentido común se produce un
auténtico problema de comunicación debido a que los términos del intercambio
no son igualmente reconocidos por los hablantes (p.67). Esto es
lo que ocurre una y otra vez en novelas como la serie de Torquemada,
Nazarín, Ángel Guerra o Tristana, donde la comunicación lingüística queda
interrumpida por la falta de reconocimiento de los hablantes de un código
común.
910
Naturalmente, y dado el clima político y social en el que escribía Galdós,
no es sorprendente que en numerosas ocasiones, estos tópicos tan
polémicos y radicales (el proyecto de revolución social, el cambio en el
concepto de propiedad, los efectos negativos del progreso) se pongan en
boca de personajes socialmente marginados o sean discutidos por otros
que los ridiculizan o caracterizan tal proyecto de “utópico”, demostrándose
así la manera en que la hegemonía discursiva categoriza y marca como
“impensables” o “extravagantes” aquellas posiciones que amenazan la
organización establecida de la comunidad.
Manteniendo la característica asociación decimonónica entre el personaje
y su entorno, todos estos personajes “heterodoxos” se presentan
como itinerantes, sin centro fijo, localizados en una posición de
marginalidad discursiva y espacial. Y esa insistencia en lo marginal, en lo
accesorio, en la falta de centro, caracteriza también la configuración formal
de los textos.
La estética de lo insignificante.
A partir de la publicación de La desheredada la crítica española empieza
a criticar la nueva forma de novelar galdosiana, en particular el exceso de
prolijidad que entra en conflicto con el principio básico del arte que exige
la adecuada proporción entre las partes y el todo “haciendo de lo que sólo
en secundario término puede admitirse en pintura el asunto capital del
cuadro” (De la Revilla, p.162). Estas críticas arrecian con la publicación de
Ángel Guerra obra cuya plétora de disgresiones molestaron a críticos tan
bien dispuestos como Clarín y Pardo Bazán, ambos de los cuales se quejan
de la ruptura del principio canónico de armonía entre las partes y el
todo. Este interés por lo incidental, por lo “insignificante” fue identificado
en su momento (por Armando Palacio Valdés) con una influencia eslava o
sajona, ajena a la tendencia unificadora latina (Sotelo, p.75). Entre los
múltiples cargos presentados contra la acumulación de detalles, dos son
particularmente relevantes: desde el punto de vista de la obra artística, la
acumulación de detalles destruye la jerarquía interna que estructura la
relación entre lo particular y lo general, lo central y lo marginal; desde el
punto de vista del receptor, la proliferación anárquica de lo ornamental
divide y dispersa la atención, produciendo un efecto de ansiedad, en lugar
de la elevación espiritual derivada de la contemplación de lo Sublime (Schor,
p.19). La expansión del realismo en el siglo XIX potencia la tradicional
asociación entre el detallismo y un estilo decadente, ahora identificado
con el naturalismo. La crítica al detalle naturalista se basa en la pérdida
del carácter significativo o típico, recuperable a un nivel semántico o estructural,
que lo caracterizó durante el realismo. Como consecuencia, el
pormenor acaba convirtiéndose en un fin en sí mismo, destruyendo el
principio de jerarquía y subordinación que debe gobernar la obra artística
(Schor, pp.42-63); de ahí la frecuencia con que su presencia en una obra
artística se metaforiza en términos patológicos -el “cáncer del objeto” que
deplora Baudrillard- o políticos -el detalle como “turba revolucionaria”-.
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La vigencia de la retórica neoaristotélica en el siglo XIX español en la
crítica artística y literaria en particular es indudable, como se deduce de la
insistencia en equiparar la excelencia de una obra literaria con la distribución
jerárquica de sus partes y de metaforizar los “excesos” textuales en
términos genéricos, clasistas o morales. Esto se aprecia en lo que fue el
primer manual español de Estética, publicado por Manuel Milá i Fontanals
en 1857, donde se insiste una y otra vez en la necesidad de que la obra
artística sea ordenada y armónica, y se conforme a un orden universal que
resalte la “verdad esencial” de los objetos. Precisamente en su crítica a
Ángel Guerra, Pardo Bazán también lamenta no tanto la excesiva longitud
(densidad) de la obra, como la falta de diferenciación entre lo principal y lo
secundario: “No es canon viejo, sino externa ley de hermosura fundada en
los preceptos mismos de la razón, que en todo cuadro ha de haber algo
que prevalezca, y que las figuras del primer término deben cautivar la
atención, quedando las otras en un lugar accesorio” (Sotelo, p.41). Así
pues y desde posturas críticas diferentes, todos estos juicios coinciden en
notar que las últimas creaciones galdosianas rompen no sólo con la organización
novelesca tradicional sino con un principio estético de
implicaciones ideológicas muy concretas. No es casualidad que estas novelas
desarrollen todas, de una forma u otra, instancias de insubordinación
y planteen la posibilidad de que lo marginal, lo suplementario, desborde
los límites que se le han otorgado y al desplazarse erosione la base
de la estructura (social, literaria) que le corresponde. Al romper con el
principio de unidad y coherencia, estas obras se caracterizan por la ausencia
de centro y de concatenación causal: en su lugar, las tramas se abren a
lo irracional, los presagios, los sueños, las proyecciones y simplemente a
la casualidad, al azar.
La misma movilidad y descentramiento caracteriza la representación
del sujeto planteada en estas ficciones. Muy lejos se encuentra Galdós de
ofrecernos esos personajes construidos como un significante comprensible
y explicables basándonos en una pasión dominante que suelen constituir
la esencia de las ficciones decimonónicas. Al contrario, la conciencia
galdosiana se representa como un yo desgarrado, constituido y fragmentado
por deseos contradictorios. No es casualidad que estas contradicciones
surjan en la mayor parte de los casos, de una crisis que origina una
“metamorfosis” del ser. Refiriéndose a la presencia de dicho término en la
seria de Torquemada, Blanco Aguinaga señala muy acertadamente cómo
éste sintetiza las alternativas operantes en la serie, y cómo el proceso de
transformación y mudanza inherente a su significado literal opera en una
doble dimensión, personal y social. Para Blanco, el proceso de metamorfosis
es inseparable del marco de referencias en que se sitúa: una nueva
sociedad que resulta de la unidad de dos partes anteriormente contrarias.
Unidad, sin embargo, no significa necesariamente concordia y tanto la
serie de Torquemada en particular como otras obras tardías en general
muestran las contradicciones irresolubles que polarizan los personajes y
el texto (Blanco Aguinaga, p.178).
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En 1897 Galdós caracterizaba la sociedad contemporánea como una
“muchedumbre consternada”, perdida en un entorno caótico y sin posibilidad
de escuchar una voz sobrenatural que devolviera el sentido a lo indefinido
y pusiera orden en el caos. Y en efecto, su reflexión teórica coincide
con el reflejo captado por su escritura, donde la realidad se presenta como
la intersección de una multiplicidad de imágenes y lenguajes, donde la
posibilidad de la supervivencia reside en la capacidad para la transformación
y el cambio y donde los espejos ya no sirven como instrumentos de
seguridad ontológica, limitándose a reflejar al vacío, la otredad o la máscara
(Delgado). Es su magistral representación de tal sociedad lo que hace
que el arte elusivo de Galdós sea en verdad “imagen de la vida” precisamente
por lo que tiene de ético, en el sentido etimológico de la palabra:
no por querer imponer una determinada moralidad sino por querer reflejar
el ethos, la cultura compartida de una época y una sociedad. En este
caso, el ethos presente en las últimas narraciones galdosianas traiciona el
desencanto con lo que Ernesto Laclau denomina el status ontológico de
las categorías centrales del discurso de la modernidad, en particular los
conceptos de progreso, y subjetividad racional. Lo que diferencia a Galdós
de sus contemporáneos es que este desencanto no lo lleva a una idealización
del pasado o del mundo rural (al estilo de Pereda o el primer Valle
Inclán) a una abstracción estetizante (Valera) ni tampoco al decadentismo
individualista y al pesimismo sin salida de Su único hijo o La quimera. Por
el contrario, lo que, don Benito plantea también en su teoría y en su práctica
narrativa es que la oscilación, el desorden y la hibridez son conceptos
mediante los cuales puede surgir un nuevo tipo de arte más complejo,
más sutil y capaz de rasgar la impenetrabilidad del ser.
Un ejemplo muy claro para mí de lo que aparta a Galdós del decadentismo
strictu sensu se encuentra en el tratamiento del tema del monstruo, uno
de los motivos más característicos del imaginario finisecular. Como ha
señalado la crítica a medida que avanza en el tiempo la obra galdosiana se
multiplica el número de personajes “monstruosos”. NoeI Valis ha señalado
muy perceptivamente que a menudo lo monstruoso no es otra cosa que la
yuxtaposición imposible de opuestos, y que su presencia en la novela
galdosiana es consistente con la tendencia del autor a cuestionar las
dicotomías y el concepto de racionalidad burguesa. Pero hay otro aspecto
de los monstruos galdosianos que conviene señalar. En primer lugar, la
frecuencia con que la sociedad utiliza las palabras “monstruo” o “salvaje”
para marcar, y desestimar, la diferencia de la norma. En muchos casos,
por ejemplo, la monstruosidad física esconde el genio o las cualidades
espirituales extraordinarias. Pero incluso cuando no existen estas cualidades,
el verdadero monstruo es el que surge del aislamiento o el ostracismo
social. Por ejemplo Valentin II, el hijo de Torquemada y Fidela del
Águila. Macrocefálico y con graves problemas de desarrollo, este niño es
calificado de “salvaje” entre otras cosas por su incapacidad de comunicarse
verbalmente con los demás. Sin embargo, mientras vive su madre los
esfuerzos de ésta por entenderlo y su voluntad de tratarlo como al niño
913
que es, logran no sólo producir respuestas inteligibles sino además que su
comportamiento se “suavice”. Muerta Fidela, sin embargo, nadie es capaz
de entender el “extraño y bárbaro idioma” del heredero de Torquemada, y
todos sus actos manifiestan según el narrador, su falta de interés “por
dejar de ser bestia” (T y SP V: II, IV, p.1152). Algo muy similar ocurre con el
sobrino de Leré en Ángel Guerra, ser deforme y monstruoso que a la vista
de su tía, y al oír la palabra de ésta, se mueve, responde y queda finalmente
en estado de evidente placidez. Esto indica que es la ausencia o pérdida
de un único interlocutor válido lo que marca la verdadera monstruosidad,
lo que convierte a los seres, en auténticos idiotas, en el sentido etimológico
de la palabra, que, como recuerda Michael Holquist, implica no una tara
física sino la desconexión de la persona de toda filiación. (p.93)
Así pues, la lección tardía de Galdós fue percibir que la crisis de la
modernidad se manifiesta no tanto en las deficiencias concretas de los
sistemas políticos y la organización social sino las constricciones que limitan
la manera en que pensamos, representamos y analizamos las contradicciones
y los deseos del ser humano. En respuesta táctica a este reto
nos legó una novela capaz de reflejar a un tiempo la cara y su máscara, la
crítica y la utopía y al hacerlo confirmó la posibilidad de un arte que, más
allá de la rotación solipsista de los signos fuera, en verdad, humano.
914
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