GALDÓS Y EL DESENCANTO

DE LA MODERNIDAD

Luisa Elena Delgado

En el presente trabajo me propongo explorar la última fase de la labor

creativa de Galdós y sus características enmarcando ambas en el clima

político, ideológico y estético del fin de siglo español. Mi lectura plantea

que el pesimismo existencial y la profunda ambivalencia ante el progreso

que permea la labor tardía del autor canario no responden a un nihilismo

conservador ni tampoco a un espiritualismo escapista, sino por el contrario

a una visión crítica que cuestiona las limitaciones del proyecto de modernidad

como epistemología, así como la incapacidad del racionalismo

instrumental de instituirse en matriz cognitiva capaz de contener las tensiones

y fracturas de la subjetividad. Desde este punto de vista, la evolución

ideológica de Galdós no puede ser entendida como regresión, sino

como manifestación de una conciencia crítica alerta que va más allá de las

mitologías heredadas de la Ilustración para plantear la existencia de lo que

Rubert de Ventós denomina “la cualidad plural, excéntica, desarticulada e

inorgánica de nuestra condición”. Por último, propongo que esa desarticulación

y excentricidad se encuentran no sólo como predicado teórico sustentador

de los argumentos, sino que por el contrario informan la configuración

formal de las últimas obras del escritor canario, demostrándose así

que lo estético y lo ideológico están siempre imbricados en las texturas

del lenguaje.

En su crítica a la novela Ángel Guerra aparecida en el diario La Época en

1891, se lamentaba Rodrigo Soriano de la evolución de la obra de Pérez

Galdós, que de destacarse por su mérito literario y por su exaltación de los

valores nacionales había pasado a ser, en su segunda manera, “tétrica, de

mal talante, ojerosa, avinagrada y pesimista” (Sotelo, p.33). Este juicio se

hace eco de otros anteriores de comentaristas como Luis Alfonso, Orlando,

Manuel de la Revilla, quienes manifiestan una y otra vez que el nuevo

modo narrativo del autor, a partir del naturalismo, no sólo era moralmente

cuestionable por la intrínseca sordidez y crudeza de su temática, sino además

artísticamente inferior al desarrollado en sus novelas iniciales. En

fecha muy reciente y desde una perspectiva crítica feminista, Catherine

Jagoe ha sostenido también la relativa inferioridad de la última etapa creativa

galdosiana, a la que considera lastrada por sus implicaciones misóginas,

por una adherencia incuestionable a códigos de conducta burguesa y por

un interés en los tradicionales motivos finiseculares de decadencia y rege-

4.3-4

906

neración que traicionan una profunda ambivalencia ante la idea de progreso.

Estilísticamente, Jagoe considera que en su etapa final la obra del

escritor canario tiene más en común con el maniqueísmo de sus primeras

novelas que con la polifonía liberatoria de sus obras anteriores.

Una tercera interpretación de la “última manera” galdosiana, y la más

prevalente, es la iniciada por Menéndez Pelayo al calificar el rumbo iniciado

por el autor canario en los años 90 como un giro hacia la espiritualización

e interiorización de la forma narrativa. Este cambio situaría al escritor canario

en el movimiento espiritualista europeo de fin de siglo abanderado

por Tolstoi, autor con quien Galdós estaba familiarizado con anterioridad

a 1887 (Colin). Ésta es la línea interpretativa sostenida, con ligeras variantes,

por críticos contemporáneos de Galdós (como Clarín y Pardo Bazán) y

modernos, como Casalduero, Correa, Ricardo Gullón. Ahora bien, si la

presencia de una renovada, pero peculiar, espiritualidad, en la obra tardía

de Galdós es incuestionable, su significación ha sido en cambio explicada

desde muy diferentes ángulos. Menéndez Pelayo, por ejemplo, quiso encontrar

en ella la consecuencia de una evolución final hacia la religiosidad

por parte del autor canario. En la misma línea, Walter Pattison considera

tal giro hacia lo espiritual como manifestación de una tendencia siempre

latente e innata a toda la literatura española. En ambos casos esta posición

se caracteriza por estudiar el tema espiritual aislado del contexto

novelístico concreto en que éste aparece. Y no deja de ser curioso que

una distorsión muy parecida sufriera la obra de Tolstoi mismo, de quien la

crítica en general, y española en particular, subraya su cristianismo y religiosidad,

eludiendo tanto su radical crítica social como las peculiaridades

formales de su escritura.

En efecto, hay que recordar que a partir de 1880, fecha en que escribió

sus estudios de Teología dogmática, Tolstoi sostuvo una constante polémica

contra la iglesia establecida, de cuya rama ortodoxa fue excomulgado

en 1901. Por las mismas fechas inicia su advocación de la abolición del

derecho de propiedad privada, del anarquismo, y de la no resistencia al

mal, posiciones que le ocasionaron el disgusto de las autoridades y la

censura total o parcial de sus escritos. Más aún, aunque hoy en duda consideramos

a las novelas tolstoianas como paradigmas del género, no hay

que olvidar que en su momento fueron severamente criticadas por sus

anomalías formales, ante todo su excesiva longitud, la plétora de detalles

insignificantes que impedía el desarrollo causal de sus tramas, la ausencia

de centro temático y el énfasis en lo prosaico (Morson). Como veremos a

continuación, la escritura del último Galdós coincide en efecto con la del

escritor eslavo en lo que su planteamiento tiene de ruptura, tanto ideológica

(planteando una renovación radical de la estructura social en la que la

espiritualidad es medio y no fin) como formal.

Es incuestionable que en la obra tardía de Galdós, una y otra vez se ve

representada la experiencia de la modernidad no como proyecto progresi907

vo sino como alienación. Críticos como Blanco Aguinaga y Victor Fuentes

han interpretado adecuadamente esta dimensión de la creatividad

galdosiana, señalando que a pesar de sus coincidencias con la imaginería

decadentista, la obra del escritor canario se separa de tal corriente por su

profundo compromiso con la realidad y por su insistencia en buscar nuevas

formas artísticas capaces de expresar la profundidad de la condición

humana (Fuentes, p.213). Esta percepción de la modernidad como crisis o

como proyecto frustrado se percibe a diferentes niveles: a nivel ideológico,

con el cuestionamiento del orden social establecido, especialmente el

materialismo de la economía de mercado y el concepto de progreso basado

ante todo en los avances tecnológicos. A nivel de la construcción del

sujeto, la obra de madurez del autor canario deja de lado definitivamente

la ilusión de racionalidad cartesiana para incidir en una delineación de

caracteres que incide precisamente en las aporias del ser. A nivel estético

Galdós opta por una forma narrativa que rompe definitivamente con la

retórica neoaristotélica y que se sitúa en el umbral de la experimentación

noventayochista.

El lado oscuro del progreso.

Al analizar las novelas galdosianas de los años 80, Germán Gullón apuntaba

el papel fundamental que en ella tenían el progreso y sus efectos, al

retratarse un mundo de gente que viaja en tren, se beneficia del alcantarillado

y el nuevo urbanismo, y abandona el mantón de Manila por prendas

oscuras (p.49). Al llegar los 90, sin embargo, los temas recurrentes en las

novelas del autor canario se relacionan con el lado oscuro del progreso.

Esto tiene su lógica, ya que como atinadamente comentan H. Graham y Jo

Labanyi, la modernidad siempre va acompañada tanto de la ansiedad sobre

la modernización como de un sentido de crisis (p.23). Además de ese

sentido de crisis generalizado, sin embargo y en el caso particular de la

España de finales de siglo, es indudable que los temores de los terratenientes

y políticos más conservadores respecto a la imminencia del caos

político y una revolución social no eran injustificados. Ya en 1880 los granjeros

castellanos, amenazados por la caída en el precio del trigo y por la

exportación, se habían levantado contra sus representantes en Madrid,

pidiendo regeneración y renovación (Carr, p.13). Hacia 1890 el problema

de la distribución de la tierra sigue ocasionando graves quebraderos de

cabeza al gobierno y a las oligarquias: de más está decir que la preocupación

fundamental de la nobleza y las clases acomodadas era mantener el

derecho de propiedad, derecho que quedó asegurado tanto a través de la

legislación como por la connivencia entre poder público y oligarquía (Bernal,

p.238).

Así por ejemplo, hasta los símbolos más queridos de la tan deseada

modernidad, acaban inmersos en el marasmo generalizado que caracteriza

la política y la economía española de la época: el ferrocarril, por ejemplo.

La gran esperanza del progreso, tantas veces presente en la narrativa

908

galdosiana como metáfora de una modernización deseada y deseable, en

realidad exigió grandes inversiones de capital, siete veces más que en las

empresas industriales. Esto era muy difícil de sostener para un país como

España, y acabó ocasionando que los liberales de mitad de siglo traspasaran

la explotación de ferrocarriles y minas a inversores extranjeros. Según

explica Raymond Carr, esto creó una serie de enclaves extranjeros que se

comportaban como estados casi soberanos, convirtiendo a España en una

economía de exportación, que suplía materiales al resto de la Europa “avanzada”

(p.27) mientras que las decisiones se tomaban, y los beneficios volvían

a Glasgow o Cardiff. Así pues, España perdía los restos de su imperio

colonial en el momento en que la nueva economía de mercado la relegaba,

como país, a una situación colonial de hecho. Si a esto unimos el

hecho de que las guerras, la crisis de subsistencia, la emigración y la epidemia

de cólera de 1885 habían causado además un descenso importante

en el ritmo de crecimiento de la población, se entiende que la atmósfera

de pesimismo que caracteriza los escritos de la época estaba justificada; y

se entiende, asimismo, la insistencia con que las últimas Novelas Contemporáneas

reflejan la preocupación por la destrucción del status quo.

En La Incógnita, por ejemplo se alude a la inminencia de la revolución

como al “Diluvio universal” del cual el único medio de salvación, el único

“arca” posible, es la acumulación de riqueza suficiente como para poder

sortear cuantos escollos se encuentren en el camino (LI V: IV, p.698; V: LI

XII, p.714). En Ángel Guerra se afirma:

Cada vez hay más pobres y los ricos son más ricos. Consecuencia

de esto, que el mundo va de mal en repeor, que las revoluciones

amenazan, la nube negra está encima y por fin, por fin, tanto

apuran la desigualdad y el no comer unos mientras revientan

otros de hartos que al fin estallará el trueno gordo, vaya si estallará

(V, p.1290).

El tema de las consecuencias de la instauración del concepto de propiedad

privada (aplicado tanto a objetos como a las personas) se convierte en

un verdadero leit motif de las últimas novelas galdosianas. Una de las

características que definen la “heterodoxia” de Federico Viera y Tomás

Orozco en La Incógnita es su cuestionamiento de tal concepto. Cisneros,

por ejemplo, recalca con admiración que Federico no posee nada de valor

no paga impuestos al Estado y en fin es ”...el ciudadano del siglo XX, de

ese siglo en el que todo será común, hasta las mujeres” (LI V: XIX, p.735).

En Realidad cuando Viera mantiene un diálogo con la Sombra de Orozco,

éste le conmina a no preocuparse por haberle ofendido quitándole a “su”

mujer, ya que “... la propiedad es un concepto que se refiere a las cosas

pero a nada más... Nadie pertenece a nadie, y Augusta, como todo ser,

dueña es de sí misma” (R V: Jornada IV, p.876). No es de extrañar que las

personas que así niegan uno de los principios más fundamentales para la

clase a la que pertenecen sean juzgadas como “excéntricas” y sus extrava909

gancias de opinión toleradas sólo (en el caso de Orozco) por ir acompañadas

de una importante fortuna personal. En Ángel Guerra, la cuestión no

sólo aparece como frecuente motivo de discusión sino que formalmente

es el motor de arranque de la trama, originando el cambio (“la metamorfosis”)

del personaje, que de revolucionario anarquista pasa a defender la

idea del orden social, por motivos que él expresa tajantemente: “Joven

incauta, yo he sido un poco socialista, pero francamente, eso me pasaba

cuando no tenía dinero. El reparto de riqueza me parecía muy bien cuando

nada podía sobrarme. Después he comprendido que una cosa es predicar

y otra dar trigo” (V, p.1285). Sin embargo sus nuevas ideas se estrellan

ante el espiritualismo de su amada Leré, quien opina que el delito surge

de la necesidad, quien critica al concepto mismo de ejército nacional y a la

Guardia Civil española y se opone al nacionalismo: “Yo digo que la guerra,

es pecado, y el ponerse dos hombres uno frente a otro, pecado, y el salir

todos en fila, pecado” (V, p.1286). Con tales ideas no es sorprendente que

a pesar de sus reconocidas virtudes cristianas, Leré sea rechazada por la

Orden religiosa a la que desea ingresar, viéndose obligada a aceptar la

oferta de Ángel de fundar otra orden [otro orden] alternativa.

Mucho más tajantes aún son las opiniones al respecto del sacerdote,

Nazarín asegura: “A medida que avanza lo que ustedes entienden por cultura,

y cunde el llamado progreso, y se aumenta la maquinaria, y se acumulan

riquezas, es mayor el número de pobres, y la pobreza es más negra,

más triste, más displicente” (p.1687). Los que lo escuchan no pueden por

menos de espantarse y considerar que la figura del clérigo atenta contra

las buenas leyes económico-políticas, ya que “perros había en el vecindario

que hacían más consumo que el padre Nazarín” (p.1706). El atentar

contra las leyes del consumo es, desde luego, inaceptable y fuera de lugar

en la sociedad moderna. De ahí que una y otra vez los personajes

galdosianos que por un motivo u otro quieren situarse al margen de toda

transacción en lo referente a sus principios (Rafael del Águila, Leré, Federico

Viera) sean, literalmente, retirados de la circulación.

Del desarrollo temático de estas obras tardías se deduce que en la sociedad

moderna no tienen cabida los “puntos fijos” sean éstos el honor, el

quijotismo o el misticismo, porque van en contra de un sistema en el cual

el sujeto no puede controlar directamente el valor de lo que pone en el

mercado. Como apunta P.Desan, para poder preservar el valor de la subjetividad

en la edad moderna, aquélla tiene que ser canalizada a través de

una palabra que se adapte a la ley de la oferta y la demanda en vigor;

cuando el “yo” se manifiesta más allá del sentido común se produce un

auténtico problema de comunicación debido a que los términos del intercambio

no son igualmente reconocidos por los hablantes (p.67). Esto es

lo que ocurre una y otra vez en novelas como la serie de Torquemada,

Nazarín, Ángel Guerra o Tristana, donde la comunicación lingüística queda

interrumpida por la falta de reconocimiento de los hablantes de un código

común.

910

Naturalmente, y dado el clima político y social en el que escribía Galdós,

no es sorprendente que en numerosas ocasiones, estos tópicos tan

polémicos y radicales (el proyecto de revolución social, el cambio en el

concepto de propiedad, los efectos negativos del progreso) se pongan en

boca de personajes socialmente marginados o sean discutidos por otros

que los ridiculizan o caracterizan tal proyecto de “utópico”, demostrándose

así la manera en que la hegemonía discursiva categoriza y marca como

“impensables” o “extravagantes” aquellas posiciones que amenazan la

organización establecida de la comunidad.

Manteniendo la característica asociación decimonónica entre el personaje

y su entorno, todos estos personajes “heterodoxos” se presentan

como itinerantes, sin centro fijo, localizados en una posición de

marginalidad discursiva y espacial. Y esa insistencia en lo marginal, en lo

accesorio, en la falta de centro, caracteriza también la configuración formal

de los textos.

La estética de lo insignificante.

A partir de la publicación de La desheredada la crítica española empieza

a criticar la nueva forma de novelar galdosiana, en particular el exceso de

prolijidad que entra en conflicto con el principio básico del arte que exige

la adecuada proporción entre las partes y el todo “haciendo de lo que sólo

en secundario término puede admitirse en pintura el asunto capital del

cuadro” (De la Revilla, p.162). Estas críticas arrecian con la publicación de

Ángel Guerra obra cuya plétora de disgresiones molestaron a críticos tan

bien dispuestos como Clarín y Pardo Bazán, ambos de los cuales se quejan

de la ruptura del principio canónico de armonía entre las partes y el

todo. Este interés por lo incidental, por lo “insignificante” fue identificado

en su momento (por Armando Palacio Valdés) con una influencia eslava o

sajona, ajena a la tendencia unificadora latina (Sotelo, p.75). Entre los

múltiples cargos presentados contra la acumulación de detalles, dos son

particularmente relevantes: desde el punto de vista de la obra artística, la

acumulación de detalles destruye la jerarquía interna que estructura la

relación entre lo particular y lo general, lo central y lo marginal; desde el

punto de vista del receptor, la proliferación anárquica de lo ornamental

divide y dispersa la atención, produciendo un efecto de ansiedad, en lugar

de la elevación espiritual derivada de la contemplación de lo Sublime (Schor,

p.19). La expansión del realismo en el siglo XIX potencia la tradicional

asociación entre el detallismo y un estilo decadente, ahora identificado

con el naturalismo. La crítica al detalle naturalista se basa en la pérdida

del carácter significativo o típico, recuperable a un nivel semántico o estructural,

que lo caracterizó durante el realismo. Como consecuencia, el

pormenor acaba convirtiéndose en un fin en sí mismo, destruyendo el

principio de jerarquía y subordinación que debe gobernar la obra artística

(Schor, pp.42-63); de ahí la frecuencia con que su presencia en una obra

artística se metaforiza en términos patológicos -el “cáncer del objeto” que

deplora Baudrillard- o políticos -el detalle como “turba revolucionaria”-.

911

La vigencia de la retórica neoaristotélica en el siglo XIX español en la

crítica artística y literaria en particular es indudable, como se deduce de la

insistencia en equiparar la excelencia de una obra literaria con la distribución

jerárquica de sus partes y de metaforizar los “excesos” textuales en

términos genéricos, clasistas o morales. Esto se aprecia en lo que fue el

primer manual español de Estética, publicado por Manuel Milá i Fontanals

en 1857, donde se insiste una y otra vez en la necesidad de que la obra

artística sea ordenada y armónica, y se conforme a un orden universal que

resalte la “verdad esencial” de los objetos. Precisamente en su crítica a

Ángel Guerra, Pardo Bazán también lamenta no tanto la excesiva longitud

(densidad) de la obra, como la falta de diferenciación entre lo principal y lo

secundario: “No es canon viejo, sino externa ley de hermosura fundada en

los preceptos mismos de la razón, que en todo cuadro ha de haber algo

que prevalezca, y que las figuras del primer término deben cautivar la

atención, quedando las otras en un lugar accesorio” (Sotelo, p.41). Así

pues y desde posturas críticas diferentes, todos estos juicios coinciden en

notar que las últimas creaciones galdosianas rompen no sólo con la organización

novelesca tradicional sino con un principio estético de

implicaciones ideológicas muy concretas. No es casualidad que estas novelas

desarrollen todas, de una forma u otra, instancias de insubordinación

y planteen la posibilidad de que lo marginal, lo suplementario, desborde

los límites que se le han otorgado y al desplazarse erosione la base

de la estructura (social, literaria) que le corresponde. Al romper con el

principio de unidad y coherencia, estas obras se caracterizan por la ausencia

de centro y de concatenación causal: en su lugar, las tramas se abren a

lo irracional, los presagios, los sueños, las proyecciones y simplemente a

la casualidad, al azar.

La misma movilidad y descentramiento caracteriza la representación

del sujeto planteada en estas ficciones. Muy lejos se encuentra Galdós de

ofrecernos esos personajes construidos como un significante comprensible

y explicables basándonos en una pasión dominante que suelen constituir

la esencia de las ficciones decimonónicas. Al contrario, la conciencia

galdosiana se representa como un yo desgarrado, constituido y fragmentado

por deseos contradictorios. No es casualidad que estas contradicciones

surjan en la mayor parte de los casos, de una crisis que origina una

“metamorfosis” del ser. Refiriéndose a la presencia de dicho término en la

seria de Torquemada, Blanco Aguinaga señala muy acertadamente cómo

éste sintetiza las alternativas operantes en la serie, y cómo el proceso de

transformación y mudanza inherente a su significado literal opera en una

doble dimensión, personal y social. Para Blanco, el proceso de metamorfosis

es inseparable del marco de referencias en que se sitúa: una nueva

sociedad que resulta de la unidad de dos partes anteriormente contrarias.

Unidad, sin embargo, no significa necesariamente concordia y tanto la

serie de Torquemada en particular como otras obras tardías en general

muestran las contradicciones irresolubles que polarizan los personajes y

el texto (Blanco Aguinaga, p.178).

912

En 1897 Galdós caracterizaba la sociedad contemporánea como una

“muchedumbre consternada”, perdida en un entorno caótico y sin posibilidad

de escuchar una voz sobrenatural que devolviera el sentido a lo indefinido

y pusiera orden en el caos. Y en efecto, su reflexión teórica coincide

con el reflejo captado por su escritura, donde la realidad se presenta como

la intersección de una multiplicidad de imágenes y lenguajes, donde la

posibilidad de la supervivencia reside en la capacidad para la transformación

y el cambio y donde los espejos ya no sirven como instrumentos de

seguridad ontológica, limitándose a reflejar al vacío, la otredad o la máscara

(Delgado). Es su magistral representación de tal sociedad lo que hace

que el arte elusivo de Galdós sea en verdad “imagen de la vida” precisamente

por lo que tiene de ético, en el sentido etimológico de la palabra:

no por querer imponer una determinada moralidad sino por querer reflejar

el ethos, la cultura compartida de una época y una sociedad. En este

caso, el ethos presente en las últimas narraciones galdosianas traiciona el

desencanto con lo que Ernesto Laclau denomina el status ontológico de

las categorías centrales del discurso de la modernidad, en particular los

conceptos de progreso, y subjetividad racional. Lo que diferencia a Galdós

de sus contemporáneos es que este desencanto no lo lleva a una idealización

del pasado o del mundo rural (al estilo de Pereda o el primer Valle

Inclán) a una abstracción estetizante (Valera) ni tampoco al decadentismo

individualista y al pesimismo sin salida de Su único hijo o La quimera. Por

el contrario, lo que, don Benito plantea también en su teoría y en su práctica

narrativa es que la oscilación, el desorden y la hibridez son conceptos

mediante los cuales puede surgir un nuevo tipo de arte más complejo,

más sutil y capaz de rasgar la impenetrabilidad del ser.

Un ejemplo muy claro para mí de lo que aparta a Galdós del decadentismo

strictu sensu se encuentra en el tratamiento del tema del monstruo, uno

de los motivos más característicos del imaginario finisecular. Como ha

señalado la crítica a medida que avanza en el tiempo la obra galdosiana se

multiplica el número de personajes “monstruosos”. NoeI Valis ha señalado

muy perceptivamente que a menudo lo monstruoso no es otra cosa que la

yuxtaposición imposible de opuestos, y que su presencia en la novela

galdosiana es consistente con la tendencia del autor a cuestionar las

dicotomías y el concepto de racionalidad burguesa. Pero hay otro aspecto

de los monstruos galdosianos que conviene señalar. En primer lugar, la

frecuencia con que la sociedad utiliza las palabras “monstruo” o “salvaje”

para marcar, y desestimar, la diferencia de la norma. En muchos casos,

por ejemplo, la monstruosidad física esconde el genio o las cualidades

espirituales extraordinarias. Pero incluso cuando no existen estas cualidades,

el verdadero monstruo es el que surge del aislamiento o el ostracismo

social. Por ejemplo Valentin II, el hijo de Torquemada y Fidela del

Águila. Macrocefálico y con graves problemas de desarrollo, este niño es

calificado de “salvaje” entre otras cosas por su incapacidad de comunicarse

verbalmente con los demás. Sin embargo, mientras vive su madre los

esfuerzos de ésta por entenderlo y su voluntad de tratarlo como al niño

913

que es, logran no sólo producir respuestas inteligibles sino además que su

comportamiento se “suavice”. Muerta Fidela, sin embargo, nadie es capaz

de entender el “extraño y bárbaro idioma” del heredero de Torquemada, y

todos sus actos manifiestan según el narrador, su falta de interés “por

dejar de ser bestia” (T y SP V: II, IV, p.1152). Algo muy similar ocurre con el

sobrino de Leré en Ángel Guerra, ser deforme y monstruoso que a la vista

de su tía, y al oír la palabra de ésta, se mueve, responde y queda finalmente

en estado de evidente placidez. Esto indica que es la ausencia o pérdida

de un único interlocutor válido lo que marca la verdadera monstruosidad,

lo que convierte a los seres, en auténticos idiotas, en el sentido etimológico

de la palabra, que, como recuerda Michael Holquist, implica no una tara

física sino la desconexión de la persona de toda filiación. (p.93)

Así pues, la lección tardía de Galdós fue percibir que la crisis de la

modernidad se manifiesta no tanto en las deficiencias concretas de los

sistemas políticos y la organización social sino las constricciones que limitan

la manera en que pensamos, representamos y analizamos las contradicciones

y los deseos del ser humano. En respuesta táctica a este reto

nos legó una novela capaz de reflejar a un tiempo la cara y su máscara, la

crítica y la utopía y al hacerlo confirmó la posibilidad de un arte que, más

allá de la rotación solipsista de los signos fuera, en verdad, humano.

914

BIBLIOGRAFÍA

BERNAL, A. M., «La llamada crisis finisecular 1872-1919», en La España de la Restauración:

política, economía, legislación y cultura, M. Artola, et al. Siglo XXI, Madrid, 1985,

pp.215-265.

BLANCO AGUINAGA, C., La historia y el texto literario: tres novelas de Galdós, Nuestra

Cultura, Madrid, 1978.

CARR, R., Modern Spain, Oxford UP, Oxford, 1980.

COLIN, V., «Tolstoy and Ángel Guerra» en Galdós Studies, I. J.E Varey (ed). Tamesis,

London, 1970, pp.114-135.

DELGADO, L. E., La imagen elusiva. Lenguaje y representación en la narrativa galdosiana,

Rodopi, Amsterdam (en prensa).

DESAN, P., «Quand le discours social passe par le discours économique. Les Essais de

Montaigne», en Sociocriticism 4.1, 1988, pp.59-86.

DE LA REVILLA, M., «El naturalismo en el arte», Obras, Imprenta Central, Madrid, 1883,

pp.147-168.

FUENTES, V., «Las novelas galdosianas de los 90 y la crisis finisecular de la modernidad»,

Actas del Quinto Congreso Internacional de Estudios Galdosianos, Cabildo Insular de

Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1992, II, pp.211-220.

GRAHAM, H. y LABANYI J., Spanish Cultural Studies. The Struggle for Modernity, Oxford

UP, Oxford, 1995.

GULLÓN, G., La novela moderna en España (1885-1902), Taurus, Madrid, 1992.

JAGOE, C., Ambiguous Angels. Gender in the Novels of Pérez Galdós, California UP,

Berkeley, 1994.

LACLAU, E., «Politics and the Limits of Modernity», en Universal Abandon.

----- The Politics of Postmodernism, ed Andrew Ross. University of Minnesota Press,

Minneapolis, 1988.

MENÉNDEZ Y PELAYO, M., Obras Completas, CSIC, Madrid, 1948, 47 vols.

MILÁ I FONTANALS, M., Estética, Sagrado Corazón, Madrid, 1916.

MORSON, G. S., Hidden in Plain View. Narrativa and Creativa Potentials in War and Peace,

Stanford UP, Stanford, CA, 1987.